Esto es aquí
Las tres mujeres enfermas hablan de sus estómagos, toda esta noche han hablado de sus estómagos, y tosen, perpetuas. Las sirve una enfermera joven, les hace desde el aseo de anos y pescuezos hasta inyecciones y otros acuchillamientos, es una criatura blanca vestida de blanco y dueña de un olor *** como para ***, su sangre pide a gritos que la beban, sus ojos me lo demandan al apartarse, tímidos, de mis ojos, culpa de esta ciudad, Eri, se respira un aire vaginal (tú escribirías femíneo, etéreo-mujeril, etcétera), para qué afanarse, ningún escritor puede ser Mozart.
Seguramente descubrió mi lado oculto. No solo se desmayó, se había orinado. Yo, mojado en su humedad amarilla. No mucho antes se creía una novia en ciernes, me confesó que si hacíamos el amor sin prevención podía quedar embarazada.
Es un obrero raso, voy a su casita en el barro; gallos, gatos, una oveja blanca —negra de mugre. Elijo la hija mayor, una escuálida de ojos verdes. «Le pagaré un buen sueldo», digo, «se la enviaré cada mes a visitarlo.» Él me la entrega, yo la recibo.
Con este perro me siento más solo.
Invadido mi espíritu por una inteligencia extraña, ajena.
Voy al hospital materno-infantil. Montones de mamás recién ordeñadas; leche y sangre en el aire. Consumidas por sus hijos recién nacidos, las caras reparten la misma ajada felicidad. Las embarazadas huelen sobre todo a sangre y leche, es algo agrio pero dulce en tus narices que te hace estornudar. Me llevo a la más puta. Su sexo una mancha como una luna, un abismo rosado en la mitad.
Hablaban las dos aprendizas de sus recónditas ***, una se quejaba de dormir demasiado, la otra de no dormir, deberían dormir juntas, les dije. A una la rocé con mis uñas, la otra gritó; una carrera deliciosa. Después, ambas tendidas. Desnudas no tanto por fuera sino por dentro.
Tenía una cinta rosa alrededor de la cintura, con un moño dorado, como si ella entera se tratara de un regalo. Se me apareció como llovida del cielo. «Despídame de ***, se lo suplico», me dijo en el instante de subir al cielo. De vuelta al caserío pregunté quién era el que ella nombró. Nadie sabía.
¿Qué quieres que diga, que no olvides, Critón, pagar la criada que me comí en la panadería? Pero, ¿quién peregrinaba por los campos con un gallo en un canasto? ¿Quién dijo que todos los humanos llevamos, ínsita, la capacidad del delito? ¿Quién aseguraba que no hay crimen que no nos creamos capaces de cometer?
Mis camaradas, Eri. Escucha sus nombres: El Tinieblo Gómez. El Negro Martín de Porres. Mondongo. Tic-Tac. Anemio. Carmenzo el Pato de Alba. Cenizario Muro. Había otro al que llamaban Doblefilo, y un tal Responso Luna. También El Sombra, y Walter Lunes. Garabato y Sofrito. Pandemio y San Pablo. Isauro Vega. Todos me fueron presentados por Ancízar. Dos eran aindiados: El Candela y Yucabrava. Un negro: Salchichita. Sobrenombres, ¿o mis nombres?, pero nombres encima de hombres. Feroces cofrades. Las bestias triunfantes. Con ellos compartí pan y cebolla, oro y cadáveres. Inventé mis profecías.
Allí dejé sus delgados vestidos, muy cerca de sus cuerpos, flores desparramadas.
«Habla», me dijo Sócrates, «para que te vea.» Y oí otra voz sin cuerpo que me decía: Detente, todavía hay tiempo.
La mordisqueé debajo del plátano. «La última oración», me pidió. «La última.» Después: «Que no me duela». Igual que una noche de bodas. Un sacramento. Un himeneo.
Los caballos que nos tocó en suerte estaban enfermos; tosían; una espuma anaranjada bañaba sus belfos; largos lagrimones surcaban desde sus ojos; no relinchaban, eran quejidos como de gatos sufriendo. También nuestras novias arrojaban sus vagidos en la niebla; a duras penas las distinguíamos.
Ya en el restaurante pude contemplarlo a mis anchas: qué rostro horrible, qué asquerosa expresión, ¿seré yo idéntico?, ¿seré yo mismo?
Yo exhalo frío. Las mujeres a mi alrededor mugen y huyen sin saber exactamente por qué, me observan extrañamente y huyen. Dentro de lo más adentro de sus vísceras saben que yo me las quiero comer.
Un bello paisaje: guayacanes amarillos. A una orilla de sus troncos el cuerpo sin ropa de la joven australiana, tostándose al sol. Fulge, tiembla, se da vuelta como una mano llamándome. Supe, en el hotel, que había venido, sola, «a conocer el Amazonas».
Todos estos huéspedes me escuchan, maravillados.
Al cruzar por las esquinas yo veía que hombres y mujeres se llevaban la mano a la nariz, trastabillaban, eran náuseas del olor que yo exhalaba —flor de los pantanos, rosa del infierno, pero una flor en todo caso, yo corría como el viento, nunca me pudieron alcanzar.
Otro perro: grande, negro, despedazador. Los perros peligrosos buscan amos peligrosos. No le puse nombre, lo llamaba «perro» y entendía. Duramos juntos un año. Lo alimentaba de otros perros.
En todo este valle resuena el grito de aves, el ronroneo de insectos, una efervescencia del aire. Debajo de su calor poseí a varias, a mi manera —eran gordas y rudas, piadosas cocineras de convento.
Cántame a mí, Dios, yo mismo te di esa gracia, y perdóname porque no sé lo que hago.
El día que yo muera nacerá otro.
Trabajé un buen año como tanatólogo, esto es: maquillador de cadáveres. También fui cura y profesor de música. Enseñé idiomas. Vendí obleas. Fui fotógrafo de mis crímenes. Sané enfermos. Yo era un ladrón entrando a su propia casa por el techo.
El trapiche. Su olor de panela caliente; alrededor abejas derritiéndose; era domingo de hacer la muerte, hombres y mujeres de campo como dormidos a perpetuidad, abotagados, embrutecidos, simplemente vivos hasta morir.
Su madre, después de escrutar a todos los pasajeros, me eligió a mí y la sentó a mi lado y me la recomendó para que se la cuidara.
Una ingeniosa alumna bizca. Abrí al azar su libro de Edgar Allan Poe y leí en voz alta la frase que apareció: Por lo general los hombres van cayendo gradualmente en la bajeza.
En ese Festival hice mi felicidad. Cuando el pueblo en masa estornuda. Quedaron gentes patasarriba, tiesas, desnudas, con mi firma en la piel. Con mi estilete atravesaba un esternón y perforaba un corazón, yo era inmaculado, delicado, mis dedos, mis dientes, mi lengua, todo mi cuerpo tomaba parte.
El tiempo puede ser lento o rápido. Depende de ella.
La Pescada, perfil de pez, una piel como cubierta de escamas, pone hijos como huevos, me salvó de morir, sin ella saberlo.
El olor de la íntima carne de los dos.
CIUDADES SIN CIELO
La cucaracha trataba de decirme algo con sus patitas, como pidiéndome que la siguiera. La seguí por los recovecos más enredados, por entre pérfidos y oscuros pensamientos hasta lo más adentro de mi corazón.
En el comedor, ruidoso de extranjeros, después de la cena, dijo que ya se iba a dormir. Elevó los brazos desperezándose, entreabrió las rodillas —que antes estaban muy juntas— y se incorporó suspirando. Imaginé su sexo como un palpitante trozo de queso. «La acompaño», dije. «Se lo agradezco», me respondió, «es muy de noche y voy más segura acompañada.» Cuando atravesábamos la oscura arboleda me contaba de lo mucho que la advirtieron en su embajada sobre los desaparecimientos. «Me asustan», dijo. «Peor aún», dije, «en este país no solo secuestran a los extranjeros, también los asan, los dividen, se los comen; dicen que la carne de un extranjero es mucho más tierna, sabe mejor.» Ella desorbitó sus ojos azules, me dijo: «Tiene sentido del humor». Cuando quiso gritar puse mi mano en su boca. Me la eché al hombro y corrí. Así de simple.
Navegábamos alrededor de la isla. El mar se hizo de un color negro absoluto, un color que nunca creí posible. Una gaviota en el cielo soltó su mierda, la mancha verdegrisosa cayó en mitad de su ombligo abultado, «Estoy de suerte», dijo riendo, más inocente que la gaviota que la cagó. De inmediato descubrí su os sacrum. Por un instante duele hacer de Dios.
Abajo, en el soleado patio, las demás mujeres asentaban sus pródigos culazos en bancas de madera. Se me debería extinguir. Yo dormía, desnudo, tumbado en el piso, entre pedazos de carne, toda una semana.
Se cubrió la cara con las manos, pero no dejaba de mirarme a través de las hendijas de sus dedos. Sacudió de tal manera su cuerpo que pareció aplaudir con las nalgas; sonaba idéntico a un aplauso que yo desbaraté con la más recia palmada; pronto apareció, en la pálida piel, la forma roja de mi mano.
Las tenía intrigadas a todas con el ruido, ese raro ruido en la noche. Era yo. Abajo palpitaba el tremedal. Había nata en el agua. Alrededor amapolas. Se oían los como ronquidos del búho. Sorprendido de mí mismo, me dormí: no hice la muerte. Soñé que era un hombre simple: carecía de vicios.
Encontrarán sus ojos entre raíces de guadua.
Las monjas me aseguraban que vieron en todo eso un designio de Dios porque leyeron, escrito con tinta roja en la palma de mi mano: He ido al cielo.
Gina Regio, curtida prostituta del Catatumbo, contaba que había conocido un hombre con tres pelotas. Otro cargaba el par de tetas rosadas más perfectas que ella vio en toda su vida. El primero se llamaba Marinito Santángel, el segundo era un indígena de la Sierra: Nombre-de-Dios. Gina Regio, versada, juiciosa, original: dos enormes perros blancos dormían con ella. Con ambos, dijo, hacía el amor de los amores. Por eso y solo por eso la exoneré: saltó de la cama al corredor, tan rápido que los espectros que la espiaban no alcanzaron a esconderse. Sus perros la siguieron. El sueño se hizo en la casa.
Dormir con un cadáver que se ama.
Ella sufre de alergia. Me explica que los ácaros nadan en el polvo de las casas, el césped, el polen de los árboles, el pelo de gatos y perros, la pluma de los pájaros, el huevo, la leche. En síntesis, respondo, somos ácaros vivitos y coleando. A ella le gusta ser provocada, se cruza de piernas, y su pudor, por supuesto, es falso. Yo confieso que sueño en blanco y negro, ella en colores. Riñe conmigo, arroja su teléfono contra la pared: de lo tan simple es tan complicada. Hay un disgusto eterno en su cara. Me escupe. Rojiza, rolliza, la atrapo en mitad de su rebaño de ácaros. Cuando nuestras caras en la refriega quedan frente a frente, me besa con fuerza, con hambre, con un amor a su manera, me besa, ni más ni menos. Su alma sin mácula roza mi cabello al empinarse y desaparecer.
¿Entonces te vas a matar por ella? —conté que le dije al enamorado—, hazlo, muchacho, hazlo. Conté que el enamorado se había acodado al balcón y yo solo tuve que levantarlo por las piernas y arrojarlo. Ella escuchaba, excitada. No es cierto, me dijo, no puede ser. Pero gozaba —con mucha vergüenza de su placer.
SUSTOS
También a mí un dios me entregó el poder de decir cuánto sufro.
Vi pasar a la ciega; la tomé del brazo, sin dudarlo. «Gracias», me dijo, «no hace falta, ya crucé la avenida.» Por primera vez una ciega bellísima. No la solté.
Ya teníamos confianza. Me regaló un machete antioqueño —que le sobraba. Tomábamos cerveza en un descampado cuando vimos pasar a la muchacha, camino del colegio. Entonces me dijo con rapidez, la ronca voz empalagada, «carajo tenderla y abrirla y lamerle esa raja y tragarla». Tenía los ojos puestos en ella como si la bañaran de rojo.
El estudiante se robó de mi mochila dos libros pequeños, una Vida de Benvenuto Cellini y un volumen de Bernardo Bazin: Maleficios de los magos. No debió hacerlo.
Las niñitas me oían, atentas. Les conté de la mamá que empezó a crecer y a crecer más y llegó un niñito armado de un alfiler y ¡bum!, la desinfló.
No os preocupéis por el día de mañana. (Mt. 6, 34).
Un año de silencio. Solo en sueños me veo con la gente. Solo en sueños hablo.
Encontré la puerta: Salón de Danza. Como en un gallinero cuando asalta el zorro sigiloso y crea el espanto en las gallinas que lo presienten, y agitan las alas y elevan el polvo como nubes, y cae por fin una entre los dientes del zorro que huye veloz sin soltarla del pescuezo, así las diáfanas *** cesaron su práctica y me acecharon estupefactas: quién sabe qué cara tendría yo. Las tranquilicé diciendo que era el nuevo vigilante de la Academia y que afuera, en la entrada, aguardaban a Eugenia Ángel, con urgencia; ella avanzó ligera, sin dudarlo, la enrojecida cara brillante, un perfume joven, de axilas, el sudoroso cuerpo apenas oculto en el minúsculo traje, y salió del salón, imbuida en funestos presagios; yo iba detrás, presto, solícito, muy cerca.
Hice un hueco en la tierra y allí la enterré, viva, de pie, la cabeza por fuera, pasto de gallinazos.
ARREPENTIMIENTOS
El muerto sigue vivo, les dije, apareciéndome.
Oí el testimonio de Nancy: Todos se quieren acostar conmigo, y ¿por qué no?, yo también quiero acostarme con todos, yo doy para todos, tengo catorce años —como si fueran siglos. Le dije que en la Grecia clásica se alzaban estatuas de las putas más distinguidas junto a las de los más esforzados guerreros, ella sería una de esas. ¿Sí?, me preguntó, ¿una como yo hecha estatua? Sí, sí, le dije.
Y escribí, en la pared principal del pueblo, con brocha gorda y pintura roja: Nadia Hurtado, ya sabes quién soy, ya estoy aquí, ya voy a buscarte.
Tuve que ponerme las ropas del muerto —con gran dificultad. Me quedaban estrechas.
Se estaba ahogando, a unos treinta metros de mí. Nadé a ella, la aferré por el pelo, tiré de ella hasta la orilla. Se arrastró de rodillas, lejos del agua, todo lo que pudo. Entonces cayó desfallecida, bocabajo. Vomitaba agua. Gracias, me dijo, y tosió más, desesperada, y más cuando sintió que yo me apoderaba de su cuerpo, que yo era peor, mucho peor que el agua.
Se enamoró de mí una *** delgada, frágil, de largo pelo castaño, se abalanzó a mi boca y me besó copiosamente, como si me purificara. Y todavía intentó defenderse; logró incorporarse de un salto y echó a correr por el llano, sin zapatos, su traje de muselina hecho trizas, parecía que iba cantando, parecía que iba a volar mientras huía, pero cayó otra vez.
He visto que las palomas también comen carroña.
El color de la muerte no es negro ni rojo, es de un blanco transparente.
Las cárceles no dan abasto, habría que hacer del país una cárcel.
La soledad tiene mal olor.
En el libro de huéspedes constaté sus nombres: Martha Hackman, Julie Ray, James Chandler, Jim Peters, Paul Andrew, Donna Hunter, Claire Small, Kathleen Schama y Simona Wilson. El hotelito de Laura Gil es lo que se llama «pispo»: lleno de detallitos, de florecitas, de antigüedades. El pintoresco grupo de extranjeros visitará mañana un «bosque de niebla». Mi perro y yo los escoltaremos.
Me acabo de encontrar con la negra Clara. Rezuma sexo por todos sus poros. Su mirada es larga, apacible, como la de una vaca, su sexo late esponjado, su sexo solo, a solas, su sexo que huele a café recién molido, la boscosa región de su sexo, pero, pensándolo bien, ¿no es su sexo algo espantoso? En eso la negra Clara asegura que es vidente de espíritus.
Después de hacer la muerte yo me convencía de que estaba soñando. Que de un momento a otro iba a despertar. Que era imposible que hubiese ocurrido. Estaba convencido de eso, pero no despertaba, y sigo soñando.
Yo, putrescente.
El padre Anselmo se jacta de su jardín parroquial. Acacias y eucaliptos nos rodean; los largos brazos verdes se inclinan a rozarnos las cabezas. A él lo advierten de mi presencia, pero él no se da cuenta.
ASCESIS
Estamos solos, yo y mi mortandad.
Apocalipsis: No habrá más tiempo.
Baltazar Morón, campesino bíblico: cohabita con sus seis hijas.
¿Quieres que te diga a qué sabe, Eri? ¿O quieres probarla un día conmigo? Nadie recibe, de la noche a la mañana, semejante invitación a almorzar. Sabe a ceniza, como si mordieras un pedazo de tierra.
Para entender al país esta frase del pequeño Sir Fred Hoyle: Las cosas son como son porque fueron como fueron. Y Juvenal: Nadie se hace malvado de repente.
Le decían La Tiempa. Nunca pude averiguar por qué.
Lo mío es abyecto. Es lo que yo llamo Pasar al Otro Lado.
Bajé al Averno. Triste charla con mis padres. Me agradecieron que les hubiera aligerado el camino. Mi hermana apareció sin ser invitada. Prometí hacer lo mismo conmigo.
Silbando, me la pasé todo ese día silbando como un obrero cuando termina el trabajo.
Bailábamos, yo la abrazaba, larga, largamente. De pronto me dijo, vidente, que sentía que la abrazaba un murciélago, que las negras, pegajosas alas, se adherían a su espalda, la cubrían, asfixiándola.
De nuevo La Tiempa se apareció a avisarme que ya esperaban abajo los tres fulanos. Entonces es mejor que te vayas, le dije, va a haber *** de la buena. No se fue, se escondió detrás de la puerta, a ver qué pasaba. La mató un cuchillo perdido.
Me dijo, absurda, al final: Despiérteme cuando esté muerta.
Yo olía dentro de su nariz, a ver qué olía.
Adele Johnson, veterinaria de su zoológico. Experta en orangutanes. Dueña de un mono llamado Darwin. Se echó dos pedos grandes en el instante del soplo. Darwin nos observaba en silencio.
Todavía seguía llamando a su mamá cuando la desterré.
Fueron años, Eri, elucubrando muertes; años en los que amenicé fiestas de niños.
El estallido de su sangre en mi cara, caliente. Y, sin embargo, el día sigue.
No hay silencio siquiera, ni aves. Solo este ruido por dentro, este grito de asco. Tengo el olor de todos los cuerpos por dentro.
Debajo de mi cara su como gruñido femenino convocándome.
Tres meses sin hablar. Creo que mi voz se perdió en algún lugar. Ayer hice el esfuerzo de escuchar mi voz y solo salió un graznido.
Mi amor sería matarte con mis manos.
Cuando volví a hablar mi voz seguía distinta, ajena, como si otro se hubiese apoderado de mí. Ya nunca más escucharía mi propia voz.
Aquí no hay nada que robar, me dijo. Estaba sentado en mitad de la sala, las manos en las rodillas; era viejo, de noventa; parecía agradecido de que alguien le hiciera compañía, aunque se tratara de un ladrón. Me dijo que se encontraba calentando un café, que si quería tomarme una taza.
¿Y qué? —les digo—, hay un animalito dentro de mí que solo se alimenta de muertas.
No la debí ***. Fue la emoción; se acordó de lo mejor de su vida porque me dijo, agradecida: «A mis años esto sí que no me lo esperaba». Fue su canto de cisne y resopló.
Yo, mísero.
Tenía unos dientes nacarados y pequeños, agudos, implacables, que cercenaron mi dedo índice desde la raíz, de un solo mordisco, de un solo tirón, su fuerza provenía del horror, creo que se le desencajó la mandíbula porque ya no pude obligarla a arrojar mi dedo, ella misma hacía esfuerzos por abrir su boca y escupirlo, no podía, su mandíbula quedó sellada como candado, el asco enrojecía su cara, empezaba a asfixiarse con mi dedo atravesado en su garganta, su propia repulsión la atoraba, creí que imploraba ayuda, pero yo solo me ocupaba de mi herida, usé su misma pañoleta como venda, me pasmaba el mudable color de su rostro, de verde a morado, después negro-pálido, quiso correr y solo avanzó un paso.
Hay animales que son de condición humana, las hienas, por ejemplo, o esos oscuros avechuchos de rapiña, agoreros, que suelen ir detrás de los leones en la selva y aprovechan los despojos de caza; otros se alimentan del lomo de las ballenas, a picotazos, y otros se pegan, como los zancudos o los murciélagos, a las patas de bueyes y caballos en la noche y los succionan mientras duermen.
ULULACIÓN
Su rubia cabeza en mis rodillas. Le leía cuentos de hadas. Su madre me deseaba. Su padre me observaba con inquietud. Ambos terminaron por concederme su gracia. Al final me limité a hundir mi nariz en lo más lampiño y rosado, un perfume como de lirios blancos.
No recuerdo qué le dije al pasar, yo, espiritual, debió ser algo entrañable: seguramente su vaginita dio un respingo al escucharme, se puso roja como el tomate a la hora de cortarlo.
CONDENACIÓN
Era un desierto de sal, Eri, iba a morir, caí de rodillas, un viento de arena me derribó. Me salvó de la última resignación la voz de una niña en dialecto; una niña con una cabra a su lado. La niña era oscura, la cabra era blanca. ¿Qué preguntaba? No sé. La seguí, a gatas, por el desierto que ardía. Me condujo al agua dulce, a una aldea de indígenas contentos que me rodearon. Creo que tuve el delirio de preguntar les si iban a hacer un caldo conmigo. Me tendieron en un lecho de lana, debajo de un toldo, me dieron de beber y de comer. Creí que agonizaba. Oí campanas de iglesia, qué insólito. La vida volvió. Agradecí. Regresé por el camino de sal, muy bien protegido por un sombrero que me pusieron. Lejos del caserío, en un recodo sombreado, volví a encontrarlas: la niña oscura y la cabra blanca. La niña no habló. Allí la saqueé. Creo que los dos gritamos de miedo. Allí fui Él, un alma en pena. Me movía la fatalidad, también yo sucumbiría. La niña se quedó rígida en la arena, los ojos petrificados contemplándome, la cabra husmeaba en su oído —como si le dijera algo. O me convertí en mártir o su fantasma me envenenó, de un momento a otro empezaron a dolerme las vísceras, a sonar todos mis huesos, y no me considero tan viejo para semejante catástrofe, ni siquiera cumplo cincuenta años, pero no solo los huesos, me da un sueño maligno, un sueño infame que no es descanso sino condena por su fantasma único, un sueño oprobioso en donde yo me repugno, me pudro, y me dispongo a morir, qué tiempo horrible, qué falta de alma, qué música sin música, qué hijos de puta,
(Y aquí siguen los insultos de Toño Ciruelo, sus setenta hojas de insultos en su cuaderno manchado.)