LA SEGUNDA EXPEDICIÓN A DUENDELANDIA

De cómo el señor Juss, que no se desviaba de su propósito,

encontró oposición al mismo donde menos la esperaba;

y de la navegación de la armada hasta Muelva

por el estrecho de Melikaphkhaz.

Cuando segaron aquella cosecha en la ladera de Krothering, ardía la última ascua del verano. Llegó el otoño, y los meses de invierno, y los días más largos del nuevo año. Y, con el primer soplo de la primavera, los puertos estaban llenos de barcos de guerra, tantos como no se habían visto nunca en aquella tierra, y en todas las regiones, desde las islas occidentales hasta Byland, desde Shalgreth y Kelialand hasta los promontorios bajo Rimon Armon, se reunían soldados con sus caballos y todo tipo de arreos bélicos.

El señor Brándoch Dahá llegó a caballo procedente del oeste el día que las flores de Pascua se abrieron por primera vez en los acantilados bajo Erngate End y las prímulas endulzaban los bosques de abedules de Gashterndale. Salió muy de mañana, y cabalgó aprisa, y entró cabalgando en Galing por la puerta del León hacia mediodía. El señor Juss estaba en su cámara privada, y le recibió con gran amor y alegría. Y Brándoch Dahá preguntó:

—¿Cómo estamos?

—Treinta y cinco navíos a flote en Lookinghaven —respondió Juss—, de los que todos menos cuatro son dragones de guerra. Espero mañana a Zigg con los reclutas de Kelialand; Spitfire está en Owlswick con mil quinientos hombres de las tierras del sur; Volle ha llegado hace sólo tres horas con cuatrocientos más. En suma, tengo a cuatro mil, contando las tripulaciones de los navíos y a nuestras propias guardias de corps.

—Yo tengo ocho navíos de guerra —dijo el señor Brándoch Dahá— en la ría de Stropardon, armados y despalmados[295]. Cinco más en Aurwath, cinco en Lornagay en Movrey, y tres en la costa de Mealand, en Stackray Oyce, además de otros cuatro en las islas. Y tengo mil seiscientos peones con picas y seiscientos jinetes. Todos ellos acudirán a reunirse con los tuyos en Lookinghaven en cuanto yo chasque los dedos, con sólo que me avises con siete días de tiempo.

—Desnuda estaría mi espalda sin ti —dijo Juss, cogiéndole la mano.

—En Krothering no he movido una piedra ni barrido una sala —dijo Brándoch Dahá—. Es un estercolero. He dedicado a esto todos los hombres que he podido reunir. Y ahora todo está dispuesto.

Se volvió vivamente hacia Juss y lo miró un momento en silencio. Luego, con una seriedad que no solía encontrarse en sus labios, dijo:

—Déjame que te vuelva a apremiar: golpea y no pierdas tiempo. No le hagas el favor que le hicimos otra vez, derrochando nuestras fuerzas en la costa maldita de Duendelandia y junto a las aguas en cantadas de Ravary, para que pudiera enviar aquí con toda la seguridad del mundo a Corsus y a Corinius para que sembraran la desolación en esta tierra, haciéndonos cargar así con la mayor vergüenza que han padecido hombres mortales; y nosotros no hemos aprendido a soportar la vergüenza.

—Has dicho siete días —dijo Juss—. Chasca los dedos y reúne a tus ejércitos. No te haré esperar ni una hora.

—Sí, pero yo quiero ir a Carcë —dijo él.

—A Carcë. ¿Dónde, si no? —dijo Juss—. Y llevaremos con nosotros a mi hermano Goldry.

—Pero yo quiero ir primero a Carcë —dijo Brándoch Dahá—. Que mi opinión te persuada por una vez. Vaya, hasta un niño de la escuela te lo dirá: despeja tus flancos y tu retaguardia antes de avanzar.

—Me gustan tus nuevas ropas de prudencia, primo —dijo Juss, sonriendo—, te sientan muy bien. Pero me pregunto si no será ésta la verdadera razón: que Corinius no aceptó tu desafío el verano pasado, sino que lo dejó pendiente, y eso te ha dejado aún hambriento.

Brándoch Dahá lo miró a los ojos de refilón y se rió.

—Oh Juss —dijo—, me has tocado de cerca. Pero no es eso. Eso se debió al sortilegio que me echó aquella hermosa dama en el castillo del halcón, en la desolada Duendelandia: que el que yo más odiaba arruinaría mi hermoso señorío, y que a mi mano le sería negado poder vengarse. Eso debo soportarlo. No es eso. Piensa sólo que los retrasos son peligrosos. Vamos, sé sensato. No seas terco como una mula.

Pero el señor Juss tenía el rostro grave.

—No me insistas, mi querido amigo —dijo—. Tú duermes en paz. Pero a mí, cuando estoy en el primer sueño, se me aparece muchas veces la imagen de Goldry Bluszco, cautivo por un maleficio en la cumbre de la montaña de Zora Rach, apartado de la luz del sol, de todo sonido y todo calor vital. Hace mucho tiempo que juré no desviarme a derecha ni a izquierda hasta que lo liberase.

—Es tu hermano —dijo el señor Brándoch Dahá—. Y es mi pariente y amigo, y lo quiero poco menos que a ti. Pero, cuando hables de juramentos, recuerda que también está La Fireez. ¿Qué va a pensar de nosotros después de los juramentos que le hicimos hace tres años, aquella noche en Carcë? Este golpe deberá hacerle justicia a él también.

—Lo comprenderá —dijo Juss.

—Ha de venir con Gaslark, y me has dicho que los esperas por momentos —dijo Brándoch Dahá—. Os dejaré. Me avergonzaría decirle: «Paciencia, amigo, en verdad que hoy no es buen día. Te satisfaremos a su debido tiempo». Por los cielos, a mí me daría vergüenza tratar así al sastre que me corta las capas. Y éste es nuestro amigo, que lo ha perdido todo y que languidece en el exilio por habernos salvado la vida.

Diciendo esto, se levantó con gran disgusto e ira, e hizo ademán de salir de la cámara. Pero Juss lo asió de la muñeca.

—Me reprendes muy injustamente, y lo sabes bien en tu corazón, y eso es lo que te enfada tanto. Escucha: suena el cuerno en la puerta, y es por Gaslark. No te dejaré marchar.

—Bien —dijo el señor Brándoch Dahá—, haz como gustes. Pero no me pidas que defienda ante ellos tu mala postura. Si hablo, será para avergonzarte. Estás advertido.

Entonces entraron en el gran salón de audiencias, donde estaban no pocas damas hermosas, y capitanes y nobles de todo el país, y subieron al estrado. El rey Gaslark caminaba hacia ellos por el suelo reluciente, seguido de sus capitanes y miembros del consejo de Goblinlandia, que iban de dos en dos. El príncipe La Fireez iba a su lado, orgulloso como un león.

Saludaron alegremente a los señores de Demonlandia, que se levantaron para recibirlos bajo el palio estrellado, y a la señora Mevrian, que estaba entre su hermano y el señor Juss, de modo que era difícil decir cuál de los tres era más hermoso de ver, tanto diferían en la gloria de su belleza. Gro, que estaba de pie cerca, dijo para sí:

—Conozco a una que es la cuarta. Y, si estuviera al lado de éstos, entonces estaría reunida en esta cámara la corona de toda la hermosura de la tierra, como encerrada en un cofre. Y los dioses del cielo (si es que hay dioses) palidecerían de envidia, pues en sus salones de estrellas no tienen hermosuras que igualen a éstas: ni Febo Apolo, ni la casta cazadora, ni la misma reina[296] nacida de la espuma.

Pero, cuando la mirada de Gaslark cayó sobre la barba larga y negra, la figura delgada y algo encorvada, la frente pálida, los rizos alisados con ungüentos perfumados, la nariz de hoz, los ojos grandes y líquidos, las manos de lirio; entonces, él, que las había visto y conocido desde antiguo, se puso en un momento oscuro como el trueno por la sangre que se agolpó bajo su piel bronceada, y sacó la espada haciendo un gran molinete, como si fuera a atravesarlo sin previo aviso. Gro se retiró apresuradamente. Pero el señor Juss se interpuso entre ellos.

—Déjame, Juss —exclamó Gaslark—. ¿No conoces a este sujeto, a este enemigo vil y a esta víbora que tenemos aquí? ¡Bonito villano perfumado! Que durante muchos años me hiló un hilo de muchas sediciones y disturbios, mientras su lengua mansa seguía sacándome dinero. ¡Bendita ocasión! Ahora le arrancaré el alma.

Pero el señor Juss puso la mano en el brazo de la espada de Gaslark.

—Gaslark —dijo—, aplaca tu ira y guarda la espada. Hace un año, no me habrías hecho mal alguno. Pero hoy me habrías matado a uno de mis propios hombres, que es un señor de Demonlandia.

Cuando hubieron terminado con sus saludos, se lavaron las manos y se sentaron a cenar, y fueron servidos y festejados noblemente. Y el señor Juss hizo las paces entre Gro y Gaslark, aunque no fue tarea fácil convencer a Gaslark de que lo perdonase. Después, se retiraron con Gaslark y La Fireez a una cámara aparte.

El rey Gaslark habló y dijo:

—Nadie puede negar, oh Juss, que la batalla que ganaste en los días de la última cosecha fue la mayor que se ha visto en tierra desde hace muchos años, y la de mayor importancia. Pero he oído cantar a un pajarito que, antes de que transcurran muchas lunas, se harán hazañas todavía mayores. Para esto hemos venido aquí ante ti La Fireez y yo, que somos viejos amigos tuyos: para pedirte que nos dejes ir contigo al otro lado del mundo en busca de tu hermano, cuya pérdida hace languidecer de pena a todo el mundo; y, después, que nos dejes ir contigo en tu expedición contra Carcë.

—Oh Juss —dijo el príncipe—, no queremos que en días venideros digan los hombres: «En aquellos tiempos, los demonios viajaron a tierras peligrosas y encantadas, y por su fuerza y valor liberaron al señor Goldry Bluszco (o, quizá, “perdieron la vida en empresa tan gloriosa”); pero Gaslark y La Fireez no tomaron parte: despidieron a sus amigos, colgaron las espadas y vivieron una vida tranquila y alegre en Zajë Zaculo. Olvidemos por tanto su recuerdo».

El señor Juss se quedó sentado en silencio un rato, como si estuviera muy conmovido.

—Oh Gaslark —dijo al cabo—, aceptaré tu ofrecimiento sin una palabra más. Pero contigo, mi querido príncipe, debo sincerarme un poco más. Pues tú no sólo vienes aquí sin obligación de derramar tu sangre en nuestra empresa, sino que nos harás que te debamos más todavía. Y no te culparía si me motejases deshonrosamente, como ya harán muchos, por ser contigo un mal amigo y un amigo perjuro.

Pero el príncipe La Fireez le interrumpió, diciendo:

—Te ruego que calles, o harás que me avergüence. Lo que hice en Carcë no fue sino el justo pago por haberme salvado tú la vida en Lida Nanguna. Así, quedamos en paz los dos. Por lo tanto, no pienses más en ello, y no me impidas que te acompañe a Duendelandia. Pero no te acompañaré contra Carcë; pues, aunque he roto completamente con Brujolandia, no sacaré la espada contra Córund y su familia, ni contra mi señora hermana. ¡Maldito sea el día en que entregué a Córund su blanca mano! Creo que ella ha salido demasiado a nuestra familia: su saludo es de corazón y no de manos. Y, cuando entregó su mano, entregó su corazón[297]. ¡Qué extraño es el mundo!

—La Fireez —dijo Juss—, no tomamos tan a la ligera la obligación que tenemos contigo. Pero debo seguir mi rumbo; pues he jurado solemnemente que no me desviaré a la derecha ni a la izquierda hasta que libere a mi querido hermano Goldry de su cautiverio. Eso juré, incluso antes de aquel desafortunado viaje a Carcë en el que caí en una estrecha prisión, de la que tú me liberaste. Y no me harán vacilar en esta determinación ni las acusaciones de los amigos, ni los cautiverios injustos, ni ninguno de los poderes que existen. Pero, cuando la lleve a cabo, no podremos descansar hasta que recuperemos para ti el reino de Trasgolandia, que te pertenece en justicia, y muchas cosas más que sean pruebas de nuestro amor.

—Haces bien —dijo el príncipe—. Si hicieras otra cosa, te lo reprocharía.

—Y yo también —dijo Gaslark—. ¿Crees que no padezco al ver a la princesa Armelina, mi joven y dulce prima, con el rostro más pálido y macilento cada día? Y todo de pena y grima[298] por su verdadero amor, el señor Goldry Bluszco. Ella, a la que crió su madre con tantas atenciones, sin que nada fuera demasiado caro o difícil de conseguir para darle gusto, pensando que toda delicadeza era poca para la educación de una criatura tan noble y perfecta. Me parece que es mejor izar las velas hoy que mañana, y mañana que pasado, hacia la ancha Duendelandia.

Durante todo este tiempo, el señor Brándoch Dahá no dijo palabra. Estaba recostado en su sitial de marfil y crisopacio[299], ora jugueteando con sus anillos de oro, ora retorciendo y estirando los rizos rubios de sus bigotes y de su barba. Después de un rato, bostezó, se alzó de su asiento y se puso a pasear perezosamente de un lado a otro. Se había echado la espada a la espalda pasándosela bajo los dos codos, de modo que la contera de la vaina asomaba bajo un brazo y la empuñadura enjoyada bajo el otro. Tamborileaba musiquillas con los dedos en la parte delantera del rico jubón de terciopelo rosado que le cubría el pecho. Parecía que la luz del sol de primavera le acariciaba el rostro y el cuerpo cuando pasaba del sol a la sombra y otra vez al sol, al pasar por delante de las altas ventanas. Era como si la primavera riera de alegría al ver en él a uno que era su propio hijo, vestido externamente con tanta gracia y belleza, pero lleno además, hasta los ojos y hasta la punta de los dedos, de fuego y savia vital, como sus propios capullos que reventaban en las arboledas de Brankdale.

Al cabo de un rato dejó de pasearse, y se colocó junto al señor Gro, que estaba sentado a cierta distancia de los demás.

—¿Qué te parecen nuestros acuerdos, Gro? ¿Prefieres el camino recto, o el tortuoso? ¿Prefieres ir a Carcë, o a Zora Rach?

—Entre dos caminos —respondió Gro—, el sabio siempre elegirá el que es indirecto. Pues considera la cuestión, tú que eres un gran montañero: piensa que el curso de nuestra vida es un alto precipicio. Yo tengo que escalarlo, sea para subirlo, sea para bajarlo. Me pregunto: ¿adónde me lleva el camino recto por tal precipicio? A ninguna parte. Pues, si quiero subir por el camino recto, no me es posible hacerlo. Me quedo atorado, mientras tú, por caminos tortuosos, has alcanzado la cima. O, si es para bajar, entonces el camino recto sí que es fácil y rápido; pero se acabaron para mí las escaladas para siempre. Mientras que tú, bajando por el camino tortuoso, encontrarás mi cadáver deshecho en el fondo.

—Gracias por asignarme el mejor papel —dijo el señor Brándoch Dahá—. Bien, es un principio de mucho peso, expuesto de manera muy justa y vívida. ¿Cómo aplicas tu máxima en la cuestión que nos ocupa?

El señor Gro levantó la mirada hacia él.

—Señor, me habéis tratado bien, y, para merecer vuestro amor y para hacer que prospere vuestra fortuna, he pensado mucho en cómo podéis vosotros los de Demonlandia alcanzar mejor la venganza sobre vuestros enemigos. Y, pensando en ello diariamente, y revolviendo diversas ideas en la cabeza, no se me ha ocurrido otro medio que el que me parece mejor a mí, que es éste.

—Deja que lo oiga —dijo el señor Brándoch Dahá.

—Vosotros los demonios siempre tuvisteis el defecto de que no quisisteis daros cuenta de que muchas veces es mejor hacer salir a la serpiente de su agujero por mano de otro hombre —dijo Gro—. Considera ahora vuestra cuestión. Tenéis grandes fuerzas por tierra y mar. No te confíes mucho en eso. Muchas veces, el que tenía pocas fuerzas superó a enemigos muy poderosos, haciéndolos caer en una trampa con maña y artificio. Pero vuelve a considerar otra cosa. Tenéis algo que es mucho más poderoso que todos vuestros caballos y picas y dragones de guerra, más poderoso que tu propia espada, mi señor, y eso que te consideran el mejor luchador a espada de todo el mundo.

—¿Qué cosa es ésa? —preguntó él.

—La reputación, mi señor Brándoch Dahá —respondió Gro—. Esta reputación que tenéis los demonios de tratar limpiamente incluso con vuestros peores enemigos.

—¡Bah! —dijo él—. Es nuestra manera de ser en este mundo. Además, creo que es cosa natural en las personas grandes, del país que sean. La traición y la doblez en los tratos suelen nacer del miedo, y eso es algo que creo que ningún hombre de esta tierra conoce. Yo creo que cuando los altos dioses hacen a una persona de mi calidad, le ponen algo entre los ojos, no sé qué, que los plebeyos no son capaces de mirar sin temblar.

—Con sólo que me des permiso —dijo el señor Gro—, te cosecharé, en una breve hora, una victoria mayor que las que pueden ganaros vuestras espadas en dos años. Hablad al de Brujolandia con palabras dulces; ofrecedle un acuerdo; reuníos en consejo con él y con todos sus grandes. Yo me las arreglaré para que los maten a todos de una vez en una noche; quizá cayendo sobre ellos cuando estén en sus camas, o como nos parezca más conveniente. A todos, salvo a Córund y a sus hijos; a éstos podemos dejarlos prudentemente y hacer las paces con ellos. Esto no retrasará ni diez días vuestra partida hacia Duendelandia, adonde podéis dirigiros después con alegría en los corazones y con paz en los espíritus.

—Muy bien tramado, a fe mía —dijo Brándoch Dahá—. Si me permites un consejo, harías bien en no hablar a Juss de esto. Quiero decir, no ahora, cuando tiene ocupado el ánimo en cuestiones graves e importantes. Y yo en tu lugar, tampoco se lo diría a mi hermana Mevrian. Las mujeres suelen a veces tomarse en serio estos conceptos[300], aunque no se digan más que por hablar y charlar. Conmigo es diferente. Yo también tengo algo de filósofo, y tu chanza me agrada mucho y es muy acorde con mi propio humor.

—Te complaces en reírte —dijo el señor Gro—. Muchos antes de ahora, como se ha visto en la práctica, han rechazado mis sanos consejos con gran perjuicio por su parte.

Pero Brándoch Dahá dijo vivamente:

—No temas, mi señor Gro. No despreciaremos los consejos honrados de un consejero tan sabio como tú. Pero —y sus ojos tomaron un brillo que sobresaltó a Gro— si alguien osara proponerme en serio que hiciese un acto de cobardía, lo atravesaría con mi espada por la parte más querida de su cuerpo.

El señor Brándoch Dahá se dirigió a los demás.

—Juss —dijo—, amigo de mi corazón, me parece que todos sois de la misma opinión, y ninguno es de la mía. Entonces, me despido de vosotros. Adiós, Gaslark. Adiós, La Fireez.

—Pero ¿adónde vas? —dijo Juss, levantándose de su asiento—. No debes dejarnos.

—A mi propia casa, ¿dónde, si no? —dijo, y salió de la cámara.

—Está muy irritado —dijo Gaslark—. ¿Qué has hecho para enfadarlo así?

—Iré tras él y lo aplacaré —dijo Mevrian a Juss. Y salió, pero volvió al poco rato diciendo—. De nada sirve, señores míos. Se ha ido de Galing, cabalgando tan aprisa como lo llevaba su caballo.

Y todos quedaron muy alborotados; unos conjeturaban una cosa y otros otra. Sólo el señor Juss y la señora Mevrian guardaban silencio y tenían tranquilo el semblante. Y, al cabo, Juss dijo a Gaslark:

—Es que le irrita cada día que se retrasa su combate con Corinius. Ciertamente, no lo culpo, sabiendo las injurias viles que le hizo dicho sujeto y su insolencia contigo, señora. No os preocupéis. Su propio ser lo hará volver a mí a su debido tiempo, pues ningún otro poder es capaz de oponerse a su voluntad; el cielo no puede doblegar por la fuerza su gran corazón.

Y así fue. La noche siguiente, cuando la gente estaba acostada y dormida y Juss velaba leyendo en su alta alcoba, oyó el sonido de unas bridas. Y llamó a sus pajes para que lo acompañasen a la puerta con antorchas. Y allí, a la luz movediza de las antorchas, llegaba cabalgando al castillo de Galing el señor Brándoch Dahá, y llevaba atado en el arzón de la silla algo que tenía el tamaño de una gran calabaza, envuelto en un paño de seda. Juss lo recibió en la puerta él solo.

—Deja que me baje del caballo —dijo—, y recibe de mis manos a tu compañero de cama, con el que debes dormir junto al lago de Ravary.

—¿Lo tienes? —dijo Juss—. ¿Has sacado tú solo el huevo del hipogrifo de la laguna de Dule?

Y tomó el bulto entre sus manos con mucha suavidad.

—Sí —respondió él—. Estaba donde lo fuimos a ver tú y yo el verano pasado, según las palabras del pequeño martinete que nos lo encontró por primera vez. La laguna estaba helada, y ha sido difícil bucear, y hacía un frío espantoso. No es de extrañar que seas hombre afortunado en tus empresas, oh Juss, cuando tienes tal arte para inducir a tus amigos a que te sigan.

—Creí que no me abandonarías —dijo Juss.

—¿Creíste? —exclamó Brándoch Dahá—. ¿Has llegado a soñar que te dejaría ir solo a hacer esta locura? No, te acompañaré primero al lago encantado, y que espere Carcë mientras tanto. Con todo, lo haré contra mi buen criterio.

Después de sólo seis días más de preparativos, el segundo día de abril, todo estuvo dispuesto en Lookinghaven para que se hiciera a la mar tan poderosa armada: cincuenta y nueve barcos de guerra y cinco barcos de carga, y seis mil guerreros.

La señora Mevrian estaba montada en su yegua blanca como la leche contemplando la bahía, donde los barcos estaban anclados en orden, de un color gris sombrío sobre el rutilar brillante del mar bajo el sol, con una mancha de color aquí y allá, carmesí, azul o verde de hierba, de los cascos pintados o del reflejo de un rayo de sol en sus mástiles dorados o en sus mascarones de proa. Gro estaba de pie junto a ella, sujetando las riendas. El camino de Galing, que serpenteaba desde la Lengua de Havershaw, transcurría cerca y por debajo de ellos, y seguía la costa hasta los muelles de Lookinghaven. A lo largo del camino, la dura tierra resonaba con las pisadas de los hombres armados y de los caballos, y el viento ligero del oeste llevaba a Gro y a Mevrian, en su colina cubierta de césped, trozos de canciones bélicas cantadas con voz profunda, o de las notas galopantes de una trompeta y una chirimía, y del tambor que hace saltar los corazones de los hombres.

El señor Zigg cabalgaba en vanguardia, con cuatro trompeteros caminando ante él vestidos de oro y púrpura. Su armadura relucía de plata desde la barbilla hasta la punta de los pies, y brillaban las joyas en su gorguera y en su tahalí[301], y en la empuñadura de su espada recta y larga. Montaba un garañón negro de ojos salvajes, que echaba hacia atrás las orejas y barría la tierra con la cola. Una gran compañía de jinetes lo seguía, y otra, la mitad en número, de altos peones armados de picas, con coletos de cuero pardo cubiertos de bronce y plata.

—Éstos son de Kelialand —dijo Mevrian—, y de las costas de la ría de Arrowfirth, y sus propios vasallos de Rammerick y Amadardale. Ése es Hesper Golthring, el que cabalga un poco por detrás de él y a su derecha; dos cosas le gustan en el mundo: un buen caballo y un navío veloz. El de la izquierda, que lleva el yelmo de plata mate con alas de cuervo, tan largo de piernas que se diría que, si montase un caballo pequeño, podría ir caminando a la vez, es Styrkmir de Blackwood. Es de nuestra estirpe; todavía no ha cumplido veinte años, pero, desde la batalla de la ladera de Krothering, se le considera uno de los mejores.

De este modo, le iba mostrando a todos los que pasaban cabalgando[302], a Peridor de Sule, capitán de los de Mealand, y a su sobrino Stypmar. A Fendor de Shalgreth con Emeron Galt, su hermano menor, que acababa de curarse de la gran herida que le había hecho Corinius en la ladera de Krothering; los rabadanes y vaqueros de los grandes brezales al norte de Switchwater, que se agarran al estribo y, con sus rodelas ligeras y sus espadas pequeñas y pardas, entran en la batalla junto a los jinetes, a todo galope contra el enemigo. Bremery, con su yelmo de oro con cuernos de carnero y su sobrevesta[303] bordada de terciopelo escarlata, a la cabeza de los hombres de los valles de Onwardlithe y Tivarandardale. Trentmar de Scorradale, con las levas del nordeste, de Byland y de las playas y de Breakingdale. Astar de Rettray, delgado y grácil, de rostro huesudo, de ojos valientes, de piel blanca, con el pelo y la barba rojos brillantes, cabalgando en su hermoso caballo roano a la cabeza de dos compañías de peones con picas, con enormes escudos tachonados de hierro: hombres de la región de Depraby y de los valles del sureste, hombres con tierras y domésticos del señor Goldry Bluszco. Después venían los habitantes de las islas del oeste, con el viejo Quazz de Dalney cabalgando en el puesto de honor, de noble aspecto con su barba nevada y su armadura reluciente, pero sus verdaderos jefes en la guerra eran hombres más jóvenes: Melchar de Strufey, de ancho pecho, de ojos fieros, con el pelo castaño, espeso y rizado, que montaba un caballo castaño y bajo, con su loriga reluciente de oro y un rico manto de brocado de seda de color crema sobre sus anchos hombros, y Tharmrod en su pequeña yegua negra, con loriga de plata y yelmo con alas de murciélago, el que tenía Kenarvey como feudatario del señor Brándoch Dahá, agudo y dispuesto como una flecha tendida en el arco hasta la punta. Y tras ellos venían los hombres de Westmark, con Arnund de By como capitán. Y tras ellos, cuatrocientos jinetes, no superados en hermosura ni en orden por ningunos otros de aquel gran ejército, y el joven Kamerar en cabeza, fornido como un gigante, derecho como una lanza, ataviado como un rey, llevando en su poderosa lanza el pendón del señor de Krothering.

—Míralos bien —dijo Mevrian cuando pasaron ante ellos—. Son nuestros propios hombres, de la comarca, de la ría de Thunder y de Stropardon. Puedes recorrer todo el ancho mundo sin encontrar otros iguales a ellos en ligereza, en fuego, en buena belicosidad y en obediencia a la voz de mando. Pareces triste, mi señor.

—Señora —dijo el señor Gro—, a los oídos del que tiene por costumbre, como yo, considerar la vanidad de todas las pompas terrenales, la música de estos poderíos y glorias tiene una gran resonancia de tristeza. Los reyes y los gobernantes que se precian de su fuerza, de su belleza, de su vigor y de su rico aparato, mostrándose a sí mismos durante un tiempo en el teatro del mundo y bajo los anchos dominios de los altos cielos, ¿qué son sino la mosca dorada del verano, que perece al caer el día?

—Mi hermano y los demás no deben retrasarse por esperarnos —dijo la señora—. Querían subir a bordo en cuanto el ejército bajase a la bahía, pues sus barcos deben ser los primeros que naveguen por la ría. ¿Está ya decidido que los acompañes en este viaje?

—Lo decidí yo, señora —respondió él. Ella empezaba a ponerse en marcha hacia el camino y la bahía, pero Gro la detuvo poniéndole una mano en las riendas—. Querida señora —dijo—, las tres noches pasadas he soñado un sueño. Un sueño extraño, y todos sus detalles representan grandes angustias, aumento de peligros y desventuras atroces, prometiéndome algún suceso terrible. Creo que, si parto para este viaje, jamás volverás a ver mi rostro.

—Oh, basta, mi señor —exclamó ella, extendiéndole la mano—; no pienses siquiera en esas imaginaciones morbosas. No ha sido más que un reflejo de la luna en tus ojos. O, si no es así, quédate aquí y burla al destino.

Gro le besó la mano y la conservó entre las suyas.

—Mi señora Mevrian —dijo—, no podemos hacer trampas al destino, por buenos fulleros que seamos. Creo que no hay muchos que teman noblemente al rostro de la muerte menos que yo. Iré a este viaje. Sólo hay una cosa capaz de hacerme volver atrás.

—¿Cuál es? —dijo ella, pues él se había quedado callado de pronto. Hizo una pausa, mirando la mano enguantada de ella que tenía entre las suyas.

—El hombre se queda ronco y mudo si el lobo tiene la ventaja de verlo primero —dijo él—. ¿Te has buscado un lobo para que me dejase mudo cuando quería decírtelo? Pero ya te lo dije una vez lo bastante para que me entendieras. Oh Mevrian, ¿recuerdas Neverdale?

Alzó la mirada hacia ella. Pero Mevrian estaba sentada con la cabeza erguida, como su divina Patrona; sus labios dulces y frescos estaban inmutables, y miraba con ojos firmes la bahía y los barcos fondeados. Retiró suavemente su mano de las de Gro, y él no intentó retenerla. Echó las riendas hacia delante. Gro montó y la siguió. Cabalgando en silencio, bajaron hasta el camino, y se dirigieron por éste al sur hacia la bahía. Antes de llegar adonde podían oírla en los muelles, Mevrian habló y dijo:

—No me tengas por desagradecida ni olvidadiza, mi señor. Pídeme todo lo que es mío, y te lo daré a manos llenas. Pero no me pidas lo que no está en mis manos darte, pues, si te lo diera, te daría oro falso. Y eso no es cosa buena para ti ni para mí, ni querría hacérselo a un enemigo; mucho menos a ti, que eres mi amigo.

Todo el ejército subió a bordo, y se despidieron de Volle y de los que debían quedar en casa con él. Los barcos salieron a la ría remando en orden, con las velas de seda desplegadas, y aquella gran armada puso rumbo sur, hacia alta mar, bajo un cielo despejado. El viento les favoreció, y tuvieron una rápida travesía, de modo que la trigésima mañana después de que salieran de Lookinghaven, vieron la línea larga y gris de los acantilados de Duendelandia Mayor, borrosa entre el vapor del mar arrastrado por el viento, y navegaron a través del estrecho de Melikaphkhaz en columna de a uno, pues apenas podrían pasar dos barcos a la vez por aquel paso estrecho. A ambos lados del estrecho había acantilados negros, y miles de aves marinas blanqueaban como la nieve todas las pequeñas repisas de aquellos acantilados. Grandes bandadas surgían y trazaban círculos por encima cuando los barcos pasaban, y el aire estaba lleno de sus quejidos. Y a izquierda y derecha, como resoplidos de ballenas jóvenes, saltaban continuamente de la superficie del mar columnas de espuma blanca. Y eran los alcatraces, de alas majestuosas, que pescaban en aquel estrecho. Volaban en grupos de tres y de cuatro, siguiéndose unos a otros en filas ordenadas, a muchos mástiles de altura; y, de vez en cuando, uno se detenía en su vuelo como si lo hubiera golpeado un rayo, y caía en picado con las alas semiextendidas, como un dardo de cabeza ancha y de blancura deslumbrante, hasta que, cuando estaba a pocos pies de la superficie, cerraba las alas y hendía el agua con un ruido como el de una gran peña arrojada al mar. Un momento después volvía a aparecer, blanco y airoso, con la presa en el buche; se posaba en las olas un rato, para descansar y meditar; luego, con grandes aleteos, volvía a subir para reanudar su vuelo.

Después de una o dos millas, el estrecho se abría, y los acantilados se hacían más bajos, y la flota pasó por delante de los arrecifes rojos de Uaimnaz y de los altos farallones de Pashnemarthra, blancos de gaviotas, hasta la soledad azul del mar Didorniano. Navegaron todo el día con rumbo sureste y viento flojo. La costa de Melikaphkhaz fue cayendo a popa, pálida entre las brumas de la distancia, y se perdió de vista, hasta que sólo el perfil cuadrado y hendido de las islas Pashnemarthranas interrumpía el horizonte llano del mar. También éstas se perdieron de vista, y los barcos siguieron hacia el sureste remando con calma chicha. El sol descendió hasta las olas de occidente, metiéndose en su baño de fuego rojo como la sangre. Se hundió, y todo se oscureció. Remaron suavemente toda la noche bajo las estrellas extrañas del sur, y las aguas de aquel mar, cortadas a cada golpe de remo, parecían fuego ardiente. Después salió del mar por el oriente el lucero matutino, anunciando la aurora, más brillante que todas las estrellas de la noche, marcando un pequeño sendero de oro a lo largo de las aguas.

A continuación, la aurora, que llenaba el cielo bajo de oriente de una flota de pequeñas caracolas de fuego dorado y brillante; luego, el gran rostro del sol ardiente. Y, al subir el sol, surgió un viento suave, que hinchó sus velas por estribor; de modo que, antes de que cayera el día, los acantilados de Muelva se cernían, blancos sobre la bruma, por su banda de babor. Vararon los barcos en una playa de conchas blancas tras un promontorio que la protegía del viento este y del norte. Allí, la barrera de acantilados se apartaba un poco de la costa, dejando lugar a un prado fértil de pastos verdes, y a bosques que se amontonaban al pie de los acantilados, con un pequeño manantial en el centro.

Durmieron a bordo aquella noche, y al día siguiente alzaron el campamento, descargando los barcos de carga que llevaban los caballos y el equipo. Pero el señor Juss no tenía intención de esperar en Muelva una hora más allá del tiempo suficiente para dar las órdenes necesarias a Gaslark y a La Fireez para que supieran lo que debían hacer y cuándo debían esperar su regreso, y para prepararse él mismo y los que debían acompañarlo más allá de aquellos acantilados sombríos, por la desolación llena de espíritus del Moruna. Todo estuvo dispuesto antes del mediodía, y se despidieron, y los señores Juss, Spitfire y Brándoch Dahá se dirigieron hacia el sur a lo largo de la playa, hacia un punto donde parecía más fácil escalar el acantilado. Iba con ellos el señor Gro, tanto por su propia voluntad como porque había conocido el Moruna en tiempos pasados, y aquella región del mismo; e iban con ellos, además, los dos cuñados Zigg y Astar, portando la carga preciosa del huevo, pues Juss les había otorgado aquel honor y confianza tras pedirlo ellos con gran insistencia. Así, con algún trabajo, superaron la pared rocosa después de una hora o más, y se detuvieron un momento en el borde del acantilado.

La piel de las manos de Gro estaba herida por las rocas agudas. Se puso cuidadosamente los guantes de lana de oveja, y tembló un poco, ya que el viento de aquel desierto era frío y cortante, y parecía que había una sombra en el aire hacia el sur, pues en la parte inferior, de donde habían venido, el tiempo era suave y luminoso. Pero, a pesar de que su frágil cuerpo temblaba, se le elevó el espíritu con imaginaciones altas y nobles mientras estaba de pie al borde de aquel acantilado. La bóveda sin nubes del cielo; la risa incontable del mar; aquella rada tranquila bajo sus pies, y aquellos barcos de guerra y aquel ejército acampado junto a los barcos; el vacío de los yermos al sur, donde todas las rocas parecían una calavera, y todas las matas de hierbas ásperas parecían de pesadilla; el porte de aquellos señores de Demonlandia que estaban a su lado, como si nada fuera más natural para ellos en su empresa que dar la espalda a la tierra viva y entrar en aquellas regiones de los muertos; estas cosas, con una fuerza como de música poderosa, hacían que a Gro se le cortase el aliento en la garganta y le asomase una lágrima a los ojos.

De este modo, después de más de dos años, el señor Juss emprendió su segunda travesía del Moruna en busca de su querido hermano, el señor Goldry Bluszco.