LAS FRONTERAS DEL MORUNA
Del viaje de los demonios de Salapanta a Eshgrar Ogo;
donde se trata de la señora de Islinain Nemartra, y de otras materias notables.
Mivarsh Faz se dirigió a los señores de Demonlandia por la mañana y los encontró dispuestos a ponerse en camino. Y les preguntó hacia dónde era su viaje, y ellos le respondieron que hacia el este.
—Todos los caminos que van al este —dijo Mivarsh— llevan al Moruna. Nadie puede ir allí y salir vivo.
Pero ellos rieron y le respondieron:
—No juzgues nuestro valor con demasiada estrechez, dulce Mivarsh, limitándolo a tu propia capacidad. Has de saber que nuestro viaje está decidido, y que está fijado con clavos de diamante[187] al muro de la necesidad inevitable.
Se despidieron de él y siguieron su camino con su pequeño ejército. Viajaron durante cuatro días a través de bosques espesos, alfombrados de las hojas de un millar de otoños, donde en pleno mediodía reinaba la penumbra entre los ruidos apagados de la arboleda, y por la noche se asomaban ojos solemnes entre los troncos de los árboles, contemplando a los demonios mientras marchaban o descansaban.
El quinto día, y el sexto, y el séptimo, viajaron a lo largo de la orilla sur de un mar arenoso, compuesto totalmente de arena y gravilla y sin gota de agua, pero que sufría pleamar y bajamar con gran oleaje, como cualquier otro mar, nunca quieto y nunca en calma. Y siempre, por el día y por la noche, mientras atravesaban el desierto, les llegaba un gran ruido, muy espantable, y un sonido como de panderos y trompetas; pero el lugar era solitario a la vista, y no había en él ser viviente alguno salvo ellos y su compañía, que viajaban hacia el este.
Al octavo día abandonaron la costa de aquel mar sin agua y llegaron a través de un terreno rocoso y accidentado a la bajada de un amplio valle, sin abrigos y estéril, por cuyo fondo serpenteaba el ancho lecho pedregoso de un río pequeño. Allí, mirando hacia el este, contemplaron, a la luz del sol brillante del atardecer, un castillo de piedra roja sobre una terraza de la colina rocosa que estaba más allá del valle. Juss dijo:
—Creo que podremos llegar allí antes de la caída de la noche, y nos darán hospitalidad.
Cuando se acercaron, advirtieron, a la luz de la puesta del sol y de la luna, a uno que estaba sentado en una peña cerca de su camino, a un tiro de piedra del castillo, como si estuviera contemplándolos y esperando su venida. Pero, cuando llegaron a la roca, no había tal persona. De modo que siguieron su camino hacia el castillo, y, cuando miraron atrás, he aquí que estaba sentado en la roca, y llevaba la cabeza entre las manos: cosa extraña de ver, y aborrecible para cualquiera.
La puerta del castillo estaba abierta, y entraron, y atravesaron el patio hasta llegar a un gran salón, con la mesa puesta como para un banquete, y había grandes fuegos, y ardían cien velas en el aire tranquilo; pero no se veía cosa viviente ni se oía voz alguna en todo el castillo. El señor Brándoch Dahá dijo:
—En esta tierra, la mayor maravilla sería que pasara una hora sin ver ninguna maravilla. Cenemos presto, y vayamos a la cama.
Con lo cual se sentaron y bebieron el vino dulce como la miel, hasta que se les borraron de las mentes todos los pensamientos de guerra y de padecimientos y de los peligros inimaginables del yermo y del ejército de Córund que buscaba su destrucción, y el espíritu del sueño sedujo sus cuerpos cansados.
Entonces flotó en el aire una música suave, inquietante por su dulzura desenfrenada y voluptuosa, y vieron que salía al estrado una dama. Parecía tan hermosa, que superaba la belleza de las mortales. Con su cabello oscuro, era semejante a la luna bicorne con crisoberilos[188], cada uno de los cuales tenía cautivo un rayo de luz que temblaba y rutilaba como rutilan los rayos del sol que atraviesan las profundidades claras del mar de verano. Llevaba un vestido de seda carmesí suave, ajustado, de modo que ella era gala de sus propias galas, y con su propia belleza las hacía más suntuosas. Dijo:
—Señores y huéspedes míos en Ishnain Nemartra, hay lechos de pluma y sábanas de holanda para todos los que estéis cansados. Pero sabed que en la torre oriental tengo un halcón en una alcándara, y al que mantenga despierto a mi halcón toda esta noche, solo y sin compañía y sin haber dormido, me presentaré a él al final de la noche y le concederé lo primero que me pida, de entre las cosas terrenales.
Dicho esto, desapareció como un sueño.
—Echemos a suertes a quién corresponde esta aventura —dijo Brándoch Dahá.
Pero Juss se opuso, diciendo:
—Ha de haber aquí algún engaño. No debemos dejar que seduzcan nuestros entendimientos en esta tierra maldita, sino seguir nuestro propósito fijo. No debemos ser de aquéllos que van por lana y vuelven trasquilados.
Brándoch Dahá y Spitfire se rieron de esto, y echaron a suertes entre ellos. Y la suerte cayó al señor Brándoch Dahá.
—No me negarás esto —dijo al señor Juss—, o no volveré a hacer cosa de provecho para ti.
—Nunca te podría negar nada —respondió Juss—. ¿No somos como el índice y el pulgar? Pero, pase lo que pase, no olvides a qué hemos venido aquí.
—¿No somos tú y yo como el índice y el pulgar? —preguntó el señor Brándoch Dahá—. Nada temas, amigo de mi corazón: no lo olvidaré.
Así, mientras los demás dormían, Brándoch Dahá mantuvo despierto al halcón toda la noche en la cámara de la torre oriental. A pesar de que la fría ladera del exterior estaba cubierta de escarcha, en aquella cámara el aire estaba cálido y pesado, incitando mucho al sueño. Pero él no cerró un ojo, y siguió contemplando al halcón, contándole cuentos y tirándole de la cola cada vez que parecía somnoliento. Y éste le respondía con enfado y con desagrado, mirándolo con malevolencia.
Y al llegar la dorada aurora, he aquí que apareció la dama en la puerta sombría. Al entrar ella, el halcón sacudió las alas como con ira y, sin más, metió la cabeza bajo el ala y se echó a dormir. Pero aquella dama radiante miró al señor Brándoch Dahá, habló y dijo:
—Pídeme, oh señor Brándoch Dahá, lo que más desees entre las cosas terrenales.
Pero él, como deslumbrado, se irguió y dijo:
—Oh, señora, ¿no es tu belleza al alba del día un fulgor que puede disipar la oscuridad del infierno? Mi corazón está embelesado con tu belleza, y se alimenta de tu visión. Por lo tanto, quiero tener tu cuerpo, y ninguna otra cosa terrenal.
—Eres un necio —exclamó ella—, y no sabes lo que pides. Podías haber escogido entre todas las cosas terrenales; pero yo no soy terrenal.
—No quiero otra cosa —respondió él.
—Entonces, corres un gran peligro —dijo ella—, y la pérdida de toda tu buena fortuna, para ti y también para tus amigos.
Pero Brándoch Dahá, al ver que su semblante se ponía de pronto como las rosas nuevas al amanecer, y sus ojos grandes y oscuros se llenaban de deseo amoroso, se llegó a ella y la tomó en sus brazos y se puso a besarla y a abrazarla. Así estuvieron un rato, en el que él no fue consciente de otra cosa sino de las caricias y del perfume del pelo de aquella dama, que enloquecían los sentidos; de los besos de su boca, del surgir y la caída del pecho de la dama, que apretaba el suyo. Ella le dijo suavemente al oído:
—Veo que eres demasiado dominador. Veo que eres persona a la que nada se puede negar, si tienes puesto en ello tu corazón. Ven.
Y atravesaron una puerta con pesados cortinajes y llegaron a una cámara interior, en la que el aire estaba cargado del aroma de la mirra, del nardo y del ámbar gris[189], una fragancia como la del amor dormido. Allí, entre la oscuridad de las ricas colgaduras y el brillo apagado del oro, un resplandor cálido de lámparas con pantalla dominaba un diván, grande y ancho y con almohadones de plumas. Y allí se solazaron largo rato con amor y placer.
Pero, como todas las cosas deben tener fin, él dijo por fin:
—Oh señora mía, dueña de los corazones, aquí me quedaría para siempre, abandonando todo lo demás por tu amor. Pero mis compañeros me esperan en tus salones inferiores, y hay grandes cosas de que me debo ocupar. Dame por última vez tu boca divina, y dime adiós.
Ella estaba tendida sobre su pecho, como dormida: de piel tersa, blanca, cálida, con la bien formada garganta apoyada sobre la oscuridad con aroma de especias de su pelo suelto; tenía un mechón, pesado y espléndido como una serpiente pitón, enroscado entre el brazo blanco y el pecho. Se volvió ligera como la serpiente, abrazándolo desenfrenadamente, acercándolo desenfrenadamente a sus dulces labios, fervientes e insaciables, exclamando que debía quedarse allí para toda la eternidad, entre la embriaguez del amor y del placer perfectos.
Pero cuando al fin, forzándola suavemente a que lo soltara y le dejara ir, él se levantó y se vistió y se armó, la dama se envolvió en un vestido translúcido de viso plateado, como cuando la luna de verano vela el esplendor de su belleza sin ocultarlo, y, puesta así de pie ante él, habló y le dijo:
—Vete, pues. Esto viene de arrojar perlas a los puercos. No te puedo matar, pues no tengo otro poder sobre tu cuerpo. Pero no te jactarás mucho tiempo de que me pediste algo que excedía del pacto, y, después de gozarlo, lo despreciaste y lo agraviaste; has de saber, por lo tanto, oh hombre orgulloso, que te concedo tres dones que escojo yo misma. Tendrás guerra y no paz. El que más odias derrocará y arruinará tu hermoso señorío, el castillo de Krothering y sus tierras. Y al final serás vengado de él, pero por mano de otro, y a tu mano le será negada la venganza.
Dicho esto, rompió a llorar. Y el señor Brándoch Dahá salió de la cámara con gran firmeza[190]. Y, volviendo la vista atrás desde el umbral, descubrió que en aquella cámara y en la exterior no estaban ni la dama ni el halcón. Y de pronto le sobrevino un gran cansancio. Cuando bajó, se encontró con el señor Juss y sus compañeros dormidos sobre las losas frías, y el salón del banquete vacío de todo su mobiliario, húmedo y lleno de musgo y telarañas, y con murciélagos que dormían cabeza abajo entre las vigas del techo, que se desmoronaba; tampoco quedaban restos del banquete de la noche pasada. Y Brándoch Dahá despertó a sus compañeros y contó a Juss lo que le había sucedido, y el sortilegio que le había impuesto aquella dama.
Y siguieron su camino, maravillándose mucho del castillo maldito de Ishnain Nemartra, y contentos de salir de él con tan poco daño.
En aquel día, el noveno de su viaje desde Salapanta, atravesaron tierras baldías de piedra y de roca desnuda, donde no se movía ningún ser viviente, ni siquiera una pulga de arena. La tierra se abría en gargantas aquí y allá laberintos de desolación entre paredes de roca, jamás visitados por los rayos del sol ni los de la luna, turbulentos en sus profundidades con aguas que siempre saltaban y siempre se agitaban, nunca quietas y nunca en silencio. Era tortuoso el camino de aquel día, y tenían que subir y bajar aquellas riberas para encontrar vados.
Cuando a mediodía se detuvieron ante la mayor de las gargantas que habían encontrado hasta entonces, llegó a ellos uno con gran prisa y cayó junto a Juss y se quedó tumbado boca abajo, resollando como el que está sin aliento por haber corrido mucho. Y, cuando lo alzaron, he aquí que era Mivarsh Faz, con los arreos de un jinete negro de Jalcanaius Fostus y armado de hacha y espada. Lo trataron bien y le hicieron beber de un gran pellejo de vino que les había regalado Zeldornius, y al cabo dijo:
—Ha armado a incontables centenares de nuestras gentes con armas tomadas del campo de batalla de Salapanta. Éstos, mandados por los diablos de sus hijos, con Philpritz, maldito de los dioses, han ido por delante a tomar todos los caminos al oriente de vosotros. He cabalgado y he corrido noche y día para avisaros. Él, con su gran fuerza de diablos de allende las montañas, os sigue de cerca.
Se lo agradecieron mucho, maravillándose de que se tomara tanto trabajo para advertirles del peligro que corrían.
—He comido vuestra sal —respondió él—, y, además, vais en contra de este calvo malvado y taimado que ha atravesado las montañas para oprimirnos. Por eso quise haceros un bien. Pero poco puedo hacer. Pues yo, que era rico en tierras y en siervos, ahora soy pobre. Y yo, que tuve a quinientos lanceros alojados en mis salones para hacer lo que yo mandase, ahora estoy solo.
—Es muy necesario que lo que hagamos lo hagamos prontamente —dijo el señor Brándoch Dahá—. ¿Cuánta ventaja le llevas?
—Caerá sobre vosotros en una o dos horas —dijo Mivarsh, y rompió a llorar.
—Habérnoslas con él a campo abierto —dijo Juss— nos traería gran gloria, y la muerte segura.
—Dadme un minuto para pensar —dijo Brándoch Dahá. Y paseó un rato junto al borde de aquel precipicio, arrojando piedrecillas por el borde con la punta de su espada. Después dijo—. Sin duda, éste es aquel río Athrashah del que habla Gro. Oh Mivarsh, ¿este río Athrashah no corre hacia el sur, hasta los lagos salados de Ogo Morveo, y no había por allí una fortaleza llamada Eshgrar Ogo?
—Así es —respondió Mivarsh—. Pero jamás oí hablar de nadie tan sin juicio como para ir allá. Ya es bastante temible la tierra donde estamos; pero Eshgrar Ogo está al borde mismo del Moruna. Ningún hombre ha parado allí desde hace cien años.
—¿Sigue en pie? —preguntó Brándoch Dahá.
—Sí, que yo sepa —respondió Mivarsh.
—¿Es fuerte? —preguntó él.
—En los tiempos pasados se juzgaba que no había lugar más fuerte —respondió Mivarsh—. Pero tanto te da morir aquí a manos de los diablos de allende las montañas como que te hagan pedazos allí los espíritus malos.
Brándoch Dahá se volvió a Juss.
—¿Está decidido? —preguntó.
—Sí —respondió Juss; y partieron inmediatamente hacia el sur a marchas forzadas, siguiendo el río.
—Pensé que habíais podido escapar con facilidad antes de llegar a esto —dijo Mivarsh mientras marchaban—. Sólo estáis a diez u once jornadas de distancia, y hoy se cumple el día decimosexto desde que me dejasteis en las colinas de Salapanta.
Brándoch Dahá se rió.
—¡El decimosexto! —dijo—. Te harás rico, oh Mivarsh, si cuentas las monedas de oro como cuentas los días. Hoy no se cumple sino el noveno día de nuestro viaje.
Pero Mivarsh insistió con firmeza y dijo que Córund llegó a Salapanta el séptimo día después de su partida, «y llevo huyendo nueve días desde que su vanguardia encontró vuestra pista, y ahora os encuentra extrañamente a vosotros». Y no pudieron sacarle de ello por mucho que se burlaron de él. Y mientras seguían marchando hacia el sur a través del desierto, el sol fue cayendo y se puso en un cielo despejado, he aquí que salió la luna y pasaba un poco de la luna llena. Y Juss advirtió que la luna tenía siete días más que la noche que llegaron a Ishnain Nemartra. Y manifestó este prodigio a Brándoch Dahá y a Spitfire, y se maravillaron mucho.
—Debéis darme las gracias —dijo Brándoch Dahá— por no haberos hecho esperar un año entero. ¡Que me aspen si esos siete días no me parecieron sino una hora!
—Es harto posible que te lo parecieran a ti —dijo Spitfire algo mohíno—, pero nosotros dormimos sobre las losas frías durante toda la semana, y todavía estoy medio baldado del dolor.
—No —dijo Juss riendo—, no consiento que le eches la culpa.
La luna estaba alta cuando llegaron a los lagos salados, que estaban en cuencas rocosas, uno un poco más alto que el otro. Sus aguas eran como la plata virgen, y la superficie áspera del yermo aparecía negra y plateada a la luz de la luna; y era una región de huesos muertos, ciegos y estériles bajo la luna. Entre los lagos se alzaba una costilla monstruosa de roca hasta una fortaleza ceñida de despeñaderos por todas partes con muros que la rodeaban sobre los precipicios. Allí se dirigieron aprisa, y, mientras escalaban y tropezaban entre los despeñaderos, un búho hembra ululó desde las almenas y echó a volar sobre sus cabezas como un fantasma. A Mivarsh Faz le castañetearon los dientes, pero los demonios se alegraron mucho al superar las rocas y entrar por fin en aquella fortaleza abandonada. Fuera, la noche estaba en calma; pero ardían hogueras en el desierto hacia el este, y vieron encender otras al oeste, y pronto se cerró el círculo de puntos rojos parpadeantes que rodeaba Eshgrar Ogo y los lagos.
—No nos han alcanzado por una hora —dijo Juss—. Y ved cómo nos rodean, tal como rodean con fuego los hombres a un alacrán.
Y lo aseguraron todo y dispusieron la guardia, y durmieron hasta después del alba. Pero Mivarsh no durmió, pues tenía miedo a los hobtruses del Moruna.