24
NUEVA INVESTIGACIÓN
24.— Nueva Investigación
ASÍ TRANSCURRIÓ el miércoles y, con cada hora que pasaba, el misterio del más sensacional caso de asesinato jamás acaecido en Nueva York se iba retirando a la sombría región de los crímenes sin resolver.
La investigación de la muerte del doctor Francis Janney, al igual que la del fallecimiento de Abigail Doorn, había alcanzado su estado crítico. En los despachos oficiales se había convenido que, si en el plazo de cuarenta y ocho horas no se daba ningún paso adelante en el esclarecimiento de los crímenes, éstos serían considerados como no susceptibles de solución.
El jueves por la mañana, el inspector Queen despertó, tras una noche inquieta, de un humor taciturno. Volvía a tener tos y los ojos le ardían con el fulgor de la fiebre, pero hizo caso omiso de las protestas de Djuna y Ellery, y, temblando de frío, pese a ir envuelto en su abrigo y a que hacía un día de invierno agradable, avanzó laboriosamente calle 87 abajo, en dirección a la estación de metro de Broadway y la Jefatura de Policía.
Ellery se sentó junto a la ventana y observó cómo se marchaba.
La mesa estaba cubierta con los platos del desayuno. Djuna levantó una taza y clavó sus ojos gitanos en la figura repantigada en el otro extremo de la habitación. No se le movía ni un pelo. El muchacho poseía una inmovilidad sobrehumana, un don para el silencio que resultaba salvaje, felino.[8]
Ellery habló sin volver la cabeza:
—Djuna.
Djuna se acercó a la ventana rápidamente.
—Djuna, dime algo.
El cuerpo cimbreño se estremeció.
—¿Yo? ¿Que le diga algo, señor Ellery?
—Sí.
—Pero ¿qué?
—Cualquier cosa. Quiero oír una voz. Tu voz, hijo.
Los negros ojos centellearon.
—Usted y papá Queen están preocupaos. ¿Le apetece pollo frito para cenar? Creo que ese libro que me hizo leer sobre la ballena grande, Moby Dick, es estupendo. No se paice…
—Parece, Djuna.
—No se parece a esos de Horatio Algers y así. Aunque me he saltao unos trozos. Caray, menudo negro ese Quee… Quee…
—Queequeg, hijo.
—Ahhh… Bueno… —La oscura piel satinada del muchacho se llenó de arrugas—. Ojalá fuera temporada de béisbol. Quiero ver cómo los aplasta Babe Ruth. ¿Por qué no hace que papá Queen deje de toser? Necesitamos una esterilla eléctrica nueva: la vieja está rota. Me han hecho defensa del equipo del club. Les estoy enseñando señas a los chicos esos.
—No digas «a los chicos esos». —Una sonrisa repentina afloró en los labios de Ellery. Alargó el brazo y atrajo al chico junto a la ventana—. Djuna, hijo, eres una maravilla… Anoche nos oíste a papá Queen y a mí hablar de los casos Doorn y Janney, ¿verdad?
—Sí —dijo Djuna ansioso.
—Dime qué piensas tú.
—¿Qué pienso yo?
El muchacho abrió unos ojos como platos.
—Sí.
—Pienso que los cogerán —dijo con visible orgullo.
—¿De verdad? —Los dedos de Ellery exploraron las fuertes costillas del muchacho—. Te hace falta un poco de carne, Djuna —dijo severamente—. El deporte te irá bien. ¿Así que estás convencido de que los cogeremos? ¡Confiada juventud! ¿Supongo que me oíste decir que… bueno, que no hemos tenido mucho éxito hasta ahora?
—Estaba de broma, ¿verdad? —dijo el muchacho con una risita.
—Nada de eso.
Una mirada astuta invadió los atrevidos ojos.
—¿Abandonan?
—¡Ni hablar!
—No pueden abandonar, señor Ellery —dijo el chico muy serio—. Hace dos días jugó mi equipo y en el último cuarto estábamos catorce a cero. Y nosotros no abandonamos. Hicimos tres tantos. ¡Y les dio una rabia…!
—¿Qué crees que debería hacer, Djuna? Y quiero que me aconsejes lo mejor que puedas —dijo Ellery sin sonreír.
Djuna no respondió de inmediato; apretó los labios y se concentró. Después de un largo silencio, dijo con claridad:
—Huevos.
—¿Cómo? —preguntó Ellery sorprendido.
Djuna parecía complacido consigo mismo.
—He dicho huevos. Esta mañana estaba hirviendo huevos para papá Queen. Hay que tener mucho cuidao con los huevos de papá Queen; es muy remilgao. Se me han puesto demasiado duros. Así que los he tirao y he empezao otra vez. La segunda vez me han salío la mar de bien —y dedicó a Ellery una mirada de complicidad.
Ellery se echó a reír.
—Ya veo que el entorno es mala influencia para ti. Te has apropiado de mi método alegórico… Djuna, ha sido una reflexión muy rica y fructífera, una reflexión excelente en verdad. —Le acarició el negro cabello—. ¿Volver a empezar, eh? —Se levantó de un salto—. ¡Por todos tus dioses romani hijo, un consejo muy acertado!
Desapareció en el dormitorio con renovada energía. Djuna comenzó a recoger la mesa con mano temblorosa.
—John, voy a seguir el consejo del joven Djuna y voy a repasar ambos crímenes desde el principio.
Se encontraban en el despacho del doctor Minchen.
—¿Me necesitas?
El médico tenía los ojos opacos y hundidos; respiraba con dificultad.
—Si dispones de tiempo…
—Supongo que sí.
Salieron del despacho de Minchen.
Aquella mañana, el hospital había recuperado algo de su ambiente cotidiano; se habían levantado las prohibiciones y, con la excepción de unas pocas áreas verboten en la planta baja, la vida y la muerte proseguían como si nunca hubiera sucedido nada fuera de lo corriente. Todavía merodeaban detectives y hombres uniformados, pero procuraban hacerlo con discreción y no interferir en la actividad de médicos y enfermeras.
Ellery y Minchen se abrieron paso por el corredor este y se internaron luego por el sur, en dirección al oeste. En la puerta de la sala de anestesia, cómodamente sentado en una mecedora procedente de una sala de convalecencia, había un policía adormilado. La puerta estaba cerrada.
Al percibir que Ellery trataba de abrirla, se puso en pie de un salto y, hasta que éste le enseñó un pase especial firmado por el inspector Queen, el policía se negó insistentemente a permitir que los dos hombres entraran en el recinto.
La sala de anestesia estaba exactamente como la habían dejado tres días antes. Junto a la puerta que comunicaba con la antesala había otro policía. Nuevamente, el pase produjo una respuesta inmediata. Abrió la boca, esbozó una leve sonrisa y balbuceó:
—Sí, señor.
Penetraron en el recinto.
Camilla, sillas, armario, puerta del ascensor… No había cambiado nada.
—Veo que no han dejado entrar a nadie —dijo Ellery.
—Queríamos sacar un material —explicó Minchen—, pero tu padre había dejado órdenes estrictas. No nos han dejado cruzar la puerta.
Ellery miró sombríamente a su alrededor. Meneó la cabeza.
—Creerás que estoy loco por volver aquí, John. De hecho, ahora que se ha apagado la primera llamarada de la inspiración de Djuna, yo mismo me siento un poco ridículo. Aquí no puede haber nada nuevo.
Minchen no contestó.
Echaron una ojeada al anfiteatro y regresaron a la antesala. Ellery se aproximó a la puerta del ascensor y la abrió. Allí estaba la cabina, vacía. Entró y trató de hacer girar la manivela de la puerta del otro lado. No se movió.
—Cerrada por fuera —murmuró—. Claro, es la que comunica con el pasillo este.
Regresó a la antesala y miró a su alrededor. A poca distancia del ascensor estaba la puerta que conducía a la diminuta sala de esterilización. Echó una mirada al interior. Todo parecía estar igual que el lunes.
—¡Esto es pueril! —exclamó Ellery—. Salgamos de este desconcertante lugar, John.
Salieron a través de la sala de anestesia y, por el pasillo sur, se dirigieron a la entrada principal.
—Venga —dijo Ellery de repente—. Ya que estamos, echemos una mirada al despacho de Janney.
El policía de la puerta se apartó torpemente.
Una vez dentro, Ellery se sentó en el sillón giratorio del fallecido, tras el gran escritorio, y le hizo una seña a Minchen para que ocupara una de las sillas que había contra la pared oeste. Permanecieron sentados en silencio hasta que Ellery examinó con aire clínico la habitación a través del humo de su cigarrillo.
—John, tengo que hacerte una confesión —dijo hablando despacio—. Parece que ha ocurrido algo que yo siempre había considerado perteneciente al reino de lo imposible, y es que se ha cometido un crimen insoluble.
—¿Quieres decir que no hay esperanza?
—La esperanza es el sostén del mundo, como dicen los woloff de África. —Ellery dio un golpecito al cigarrillo y sonrió—. Pero mi sostén se está derrumbando. Un terrible golpe para mi orgullo, John. No me importaría tanto si creyera que había encontrado a un maestro, una mente criminal capaz de elaborar un par de crímenes de ejecución tan ingeniosa que fuera imposible esclarecerlos. Ello despertaría mi admiración.
»Pero date cuenta de que he dicho “el crimen insoluble”, no “el crimen perfecto”. Éste no es el crimen perfecto ni por asomo. El criminal ha dejado pistas claramente comprensibles y, además, concluyentes. No, estos crímenes carecen del toque magistral, John. Ni mucho menos. O bien nuestro amable amigo ha podido neutralizar sus errores, o el destino ha intervenido para alcanzar el mismo objetivo.
Ellery aplastó violentamente la colilla en un cenicero del escritorio.
—Sólo podemos hacer una cosa, y es revisar con cien ojos el pasado de todos los individuos que hemos interrogado hasta ahora. Por Dios, ha de haber algo falso en las declaraciones de estas personas. Es nuestro último recurso.
Minchen se incorporó con repentina ansiedad.
—En eso puedo ayudarte —dijo esperanzado—. He tropezado con un dato que puede resultarte útil.
—¿Sí?
—Anoche estuve trabajando hasta tarde, tratando de ponerme al día en el libro que estábamos redactando Janney y yo. Intenté continuar donde lo había dejado él y descubrí una cosa referente a dos personas implicadas en el caso que, por extraño que parezca, no había sospechado nunca.
Ellery frunció el entrecejo.
—¿Quieres decir una referencia en el manuscrito? No veo…
—En el manuscrito, no. En los historiales que Janney venía recogiendo desde hace veinte años. Ellery, esto es secreto profesional, y en circunstancias normales no te lo contaría.
—¿A quién concierne? —preguntó Ellery interesado.
—A Lucius Dunning y a Sarah Fuller.
—Ah.
—¿Me prometes que si no afecta al caso no constará en ninguna parte?
—Sí, sí; continúa, John. Esto me interesa.
—Ya sabes, supongo —dijo Minchen con rapidez—, que cuando se citan casos concretos en las obras de medicina sólo se dan las iniciales, o los números de caso. Esto se hace por consideración al paciente, y también porque, desde luego, su nombre e identidad no son pertinentes para comprender su patología.
»Anoche, mientras repasaba unos historiales que todavía no se habían incorporado al manuscrito de Alergia congénitas me encontré con uno, de hace unos veinte años, que llevaba una nota especial a pie de página. En dicha nota se indicaba que había que cerciorarse de que los datos se citaban sin dar ninguna pista sobre la identidad de los pacientes, ni siquiera sus iniciales verdaderas. Ello era tan inusual que inmediatamente leí el caso, aunque no estaba preparado para ser incluido en el libro. Y los pacientes resultaron ser Dunning y Fuller. Se describía a Sarah Fuller como una paciente que había sufrido un parto prematuro, con cesárea, y constaban también otras circunstancias relativas al parto y a los antecedentes sexuales de los padres que hacían del caso material significativo para nuestro estudio. —La voz de Minchen se tornó grave—. La niña que nació era ilegítima y ahora se la conoce como Hulda Doorn.
Ellery agarró los brazos del sillón y se quedó mirando al médico sin verlo. Lentamente, una sonrisa desprovista de humor empezó a aflorar a su rostro.
—¡Hulda Doorn, hija natural! —repitió con voz clara—. ¡Vaya, vaya! —Se relajó y encendió otro cigarrillo—. Desde luego, esto es una novedad. Y arroja luz sobre un punto oscurísimo. Hasta ahora no veo que altere la solubilidad del caso, pero continúa, John. ¿Qué más?
—En esa época el doctor Dunning era un médico joven que se estaba abriendo camino y sólo venía al hospital unas horas al día. No sé cómo conoció a Sarah Fuller, pero tuvieron amoríos y no se pudieron casar porque él ya estaba casado. Además, tenía una hija de dos años, Edith. Tengo entendido que de joven Sarah no era nada fea. Por supuesto, estos datos no son estrictamente médicos; antes de ser redactados definitivamente, todos los casos van acompañados de largas notas explicativas.
—¡Claro, claro! Continúa.
—Abby acabó enterándose de la situación de Sarah y, debido a su interés por la joven, se compadeció de ella. Decidió que lo mejor era tapar la intervención de Dunning y darle un puesto fijo en el hospital. Además, acabó de resolver el problema adoptando a la niña.
—Legalmente, supongo.
—Por lo visto, sí. Sarah no tuvo opción. En el historial se dice que accedió a todo el plan sin poner demasiados reparos. Se comprometió a no interferir en la educación de la niña, que para el mundo sería hija de Abigail.
»En esa época, el esposo de Abby todavía vivía, pero no tenían descendencia. El asunto se mantuvo en secreto, incluso ante el personal del hospital, con la excepción del doctor Janney, que asistió a Sarah en el parto. La poderosa influencia de Abby apagó todos los rumores de la época.
—Desde luego, esto explica ciertas lagunas —dijo Ellery—. Justifica las disputas entre Abby y Sarah, que sin duda se arrepintió del trato. Explica el interés de Dunning por defender la inocencia de Sarah en el asesinato de Abby, puesto que la historia de su desliz juvenil saldría a la luz si se detuviera a la mujer, y con ello él quedaría hundido personal, social y supongo que profesionalmente. —Sacudió la cabeza—. Pero todavía no veo que nos ayude a alcanzar la solución del caso. Cierto es que proporciona a Sarah un buen motivo para matar a Abby y un móvil comprensible en el caso de Janney. Quizá sea éste uno de esos crímenes paranoicos inducidos por una manía persecutoria. Evidentemente, esa mujer está desequilibrada. Pero… —Se incorporó de repente—. John, me gustaría echarle una ojeada a ese historial, si me lo permites. Puede contener algo significativo que se te haya escapado.
—No veo motivo para no enseñártelo, ahora que ya te lo he contado todo —dijo Minchen en tono fatigado.
Se puso en pie trabajosamente y con mirada ausente se dirigió al rincón de la habitación que ocupaba el escritorio de Janney. Ellery se echó a reír al ver que Minchen trataba de introducirse detrás.
—¿A dónde cree que va, profesor?
—¿Qué? —Minchen quedó desconcertado un momento. Luego hizo una mueca y se rascó la cabeza. Retrocedió y se dirigió a la puerta—. Esto te demuestra lo atontado que estoy desde la muerte de Janney. Se me había olvidado por completo que me llevé los historiales de detrás de su escritorio en cuanto llegué ayer y lo encontré muerto.
—¿Cómo?
Años después, Ellery gustaba de recordar esta escena de apariencia inocente, durante la cual, solía contar, experimentó «el momento más dramático de su atroz carrera de investigador».
En un incidente olvidado, en el corto tiempo que se tarda en decir una frase sencilla, todo el caso Doorn-Janney adoptó una nueva y sorprendente configuración.
Minchen permaneció donde estaba, atónito ante el vigor de la exclamación de Ellery, a quien contemplaba incrédulo.
Ellery se había arrodillado en el suelo, detrás del sillón giratorio, y examinaba el linóleo con minuciosa atención. Al cabo de un momento, se levantó enérgicamente, sonriendo, mientras meneaba la cabeza y decía:
—No hay rastro del archivador en el suelo, gracias al linóleo nuevo. Bueno, esto exculpa a mis poderes de observación.
Cruzó el despacho en dos zancadas y agarró con mano férrea al doctor Minchen por el hombro.
—John, lo has solucionado todo. Espera un momento… Ven aquí, hombre… deja ese maldito historial.
Minchen se encogió de hombros, impotente, y volvió a sentarse, contemplando a Ellery entre divertido y perplejo. Ellery echó a andar por la habitación fumando con furia.
—Esto es lo que supongo que sucedió —recitó jubilosamente—: Llegaste aquí unos momentos antes que yo, encontraste a Janney muerto, sabías que en seguida esto se llenaría de policías, y decidiste llevarte esos preciados historiales y guardarlos en un lugar seguro. ¿Tengo razón?
—Claro, pero ¿qué tiene eso de malo? No creo que ese archivo tenga nada que ver con…
—¿Malo? —exclamó Ellery—. Inconscientemente, has retrasado veinticuatro horas la solución del caso. ¿No crees que el archivador tenga nada que ver con los crímenes? Pues, John, es la clave, ¡la clave! Sin darte cuenta, joven Sherlock, casi has puesto fin a la carrera de mi padre y a mi propia salud mental…
Minchen estaba boquiabierto.
—Pero…
—No hay peros que valgan. Y no te lo tomes tan a pecho. Lo principal es que he descubierto la pieza clave. —Ellery se detuvo en sus frenéticas evoluciones por la habitación y contempló a Minchen con ironía. Hizo un ademán, señalando hacia la derecha—. Ya te había dicho que había una ventana en ese rincón, John.
Minchen siguió con la mirada la dirección del dedo acusador de Ellery.
Pero no vio nada más que la pared desnuda de detrás del escritorio del doctor Janney.