1
OPERACIÓN
1.— Operación
EL ALTER EGO DEL INSPECTOR Richard Queen, que contrastaba fuertemente con su energía Y pragmatismo habituales, lo impulsaba con frecuencia a emitir sentencias aleccionadoras sobre el tema de la criminología en general. Tales máximas profesionales iban dirigidas por lo general a su hijo y socio en el descubrimiento del crimen, Ellery Queen, en momentos en que hojeaban algún libro ante el hogar de la sala de estar, a solas exceptuando la fugaz sombra de Djuna, el fantasmagórico individuo de raza gitana que se ocupaba de sus necesidades domésticas.
—Los primeros cinco minutos son los más importantes —decía el viejo severamente—, no lo olvides. —Era su tema favorito—. Los primeros cinco minutos pueden ahorrarte muchas complicaciones.
Y Ellery, criado desde la infancia a base de una dieta de consejos detectivescos, gruñía, fumaba en su pipa y miraba fijamente el fuego preguntándose con qué frecuencia tendría un detective la fortuna de encontrarse en la escena de un crimen antes de que transcurrieran treinta segundos desde que fuera cometido.
Llegado a este punto, traducía el interrogante en palabras y el viejo asentía tristemente con la cabeza, en señal de aquiescencia; así era, no solía uno tener tanta suerte. Cuando por fin el investigador llegaba al escenario de los hechos, el rastro estaba ya frío, muy frío. Entonces hacía lo que podía para contrarrestar la desfavorable demora del destino. «¡Djuna, tráeme el rapé!».
Ellery Queen no era más fatalista que determinista, pragmático o realista. Su único compromiso con «ismos» y «ologías» lo constituía la implícita adoración del intelecto, que ha adoptado muchos nombres y terminaciones a lo largo de la historia del pensamiento. En esto se apartaba del profesionalismo a ultranza del inspector Queen. Despreciaba la institución de los informantes de la policía por considerarla denigrante para el pensamiento original. Desdeñaba los métodos policiales y sus torpes limitaciones, que eran las limitaciones de cualquier organización plagada de reglas.
—Al menos en esto coincido totalmente con Kant —le gustaba decir—: en que la razón pura es el máximo don de la bazofia humana, porque lo que una mente puede idear, otra mente puede desentrañar…
Ésta era su filosofía resumida, pero durante la investigación del asesinato de Abigail Doorn poco le faltó para abandonar su fe. Quizá por vez primera en su intransigente carrera intelectual, la duda lo asaltó. No dudó de su filosofía, que había quedado suficientemente demostrada con anterioridad en numerosos casos, sino de su capacidad mental para desentrañar lo que había concebido otra mente. Naturalmente, era un egoísta —solía decir: «Cuando sacudo la cabeza vigorosamente con Descartes y Fichte…»—, pero por una vez, en el extraordinario laberinto de sucesos que rodeaba el caso Doorn, había pasado por alto el destino, ese fastidioso intruso en la propiedad privada de la autodeterminación.
Aquella mañana de un lunes azul intenso del mes de enero de mil novecientos veinte y pico llevaba el crimen en la cabeza en tanto avanzaba a grandes zancadas por una apacible calle del East Side de la ciudad. Iba envuelto en un gabán largo, con el sombrero de fieltro calado sobre la frente, justo por encima de los quevedos, y, golpeando la helada calzada con un bastón, se dirigía a un grupo de edificios bajos apiñados en la manzana siguiente.
Se trataba de un problema extraordinariamente molesto. Algo debía de haber ocurrido entre el momento de la muerte y el rigor mortis. Sus ojos reflejaban tranquilidad, pero tenía tensa la piel de la suave mejilla morena y el bastón golpeaba el suelo con fuerza.
Cruzó la calle y se encaminó con decisión a la entrada principal del edificio principal del grupo. Ante él ascendían los escalones de granito rojo de una inmensa escalinata curvada que nacía de dos puntos de la calzada para encontrarse en una plataforma de piedra. Sobre las enormes puertas de hierro forjado aparecía la siguiente leyenda grabada en piedra:
DUTCH MEMORIAL HOSPITAL[2]
Subió las escaleras a la carrera y, jadeando ligeramente por el esfuerzo, empujó una de las puertas. Se encontró en un apacible vestíbulo de techo alto. El suelo era de mármol blanco y las paredes estaban recubiertas de esmalte mate. A su izquierda quedaba una puerta abierta, con una placa en la que se leía: «Secretaría». A la derecha tenía otra puerta con un letrero similar: «Sala de espera». Frente a él, al otro extremo del vestíbulo, a través de una puerta acristalada, alcanzaba a ver un gran ascensor, ante cuya entrada estaba sentado un hombre de avanzada edad vestido de un blanco inmaculado.
En tanto Ellery se detenía a mirar a su alrededor, un hombre corpulento, de mandíbula pronunciada y rostro rubicundo, vestido de manera similar, con chaqueta y pantalones blancos, pero tocado con una gorra de visera negra, salió de las oficinas.
—La hora de visita es de dos a tres —le dijo ceñudo—. Hasta entonces no puede ver a nadie, señor.
—¿Cómo? —Ellery se metió las manos enguantadas en los bolsillos—. Quiero ver al doctor Minchen, de prisa.
El empleado se frotó la mandíbula.
—¿Así que al doctor Minchen? ¿Tiene hora?
—Seguro que querrá verme —dijo inmediatamente—. Hágame el favor. —Volvió a meterse la mano en el bolsillo y sacó una pieza de plata—. Vaya a avisarlo, por favor. Tengo muchísima prisa.
—No está permitido aceptar propinas, señor —dijo el empleado con pesar—. ¿Y quién le digo al doctor que…?
Ellery parpadeó, sonrió y se guardó la moneda.
—Ellery Queen. Así que no se aceptan propinas, ¿eh? ¿Cómo se llama usted? ¿Charon?
El hombre lo miró desconcertado.
—No, señor. Isaac Cobb, portero.
Se señaló la plaquita que llevaba en la chaqueta y se alejó arrastrando los pies.
Ellery entró en la sala de espera y se sentó. La habitación estaba vacía. Arrugó la nariz de forma inconsciente. Un ligero olor a desinfectante alcanzó su sensible órgano del olfato. El casquillo del bastón repiqueteaba nerviosamente sobre el suelo enlosado.
Un hombre alto, de complexión atlética, entró apresuradamente en la sala.
—¡Hombre, Ellery Queen! —Ellery se levantó rápidamente y se estrecharon la mano con afecto—. ¿Cómo tú por aquí? ¿Todavía sigues fisgoneando?
—Lo de siempre, John, un caso —murmuró Ellery—. En general no me gustan los hospitales, me deprimen, pero necesito información.
—Encantado de serte útil. —El doctor Minchen hablaba incisivamente. Tenía unos penetrantes ojos azules y una rápida sonrisa. Cogiendo a Ellery por el codo, lo condujo a la puerta—. Pero aquí no podemos hablar, chico. Ven a mi despacho. Para charlar contigo siempre tengo tiempo. Hace meses que no nos vemos…
Cruzaron la puerta acristalada y giraron a la izquierda para enfilar un largo pasillo reluciente, flanqueado por puertas cerradas a ambos lados. El olor a desinfectante se hizo más intenso.
—¡Por Esculapio! —exclamó Ellery—. ¿Es que no te afecta este horrible olor? Si me pasara todo el día aquí, me ahogaría.
El doctor Minchen se echó a reír. Al llegar al extremo del pasillo continuaron por otro que formaba un ángulo recto con el que acababan de recorrer.
—Te acostumbras. Más vale respirar esta peste a antiséptico, bicloruro de mercurio y alcohol, que las traidoras bacterias que flotan por aquí. ¿Cómo está el inspector?
—Tirando. —Los ojos de Ellery se ensombrecieron—. Es un caso enrevesadillo éste. Lo tengo todo menos un detalle… si es lo que me imagino.
Doblaron una nueva esquina y se adentraron en un tercer pasillo paralelo al primero. A su derecha, a lo largo de todo el corredor, se extendía una pared blanca sólo interrumpida por una puerta de aspecto macizo en la que se leía: «Galería Anfiteatro». A la izquierda dejaron atrás una puerta que anunciaba: «Dr. Lucius Dunning, Internista Jefe»; un poco más allá, otra puerta, con la inscripción: «Sala de espera»; y por fin alcanzaron una tercera puerta ante la cual el acompañante de Ellery se detuvo sonriente. Dicha puerta ostentaba la leyenda: «Dr. John Minchen, Director Médico».
Se trataba de una habitación espaciosa, escasamente amueblada y presidida por una mesa de despacho. Contra las paredes se alineaban varias vitrinas que contenían relucientes instrumentos metálicos ordenados sobre los estantes de cristal. Había cuatro sillas, una librería baja en la que se apretaban gruesos volúmenes y una serie de archivadores de metal.
—Siéntate, quítate el abrigo y empieza —dijo Minchen.
Él se dejó caer en el sillón giratorio de detrás de la mesa, se apoyó en el respaldo y entrelazó las manazas de dedos cuadrados detrás de la cabeza.
—Sólo te quiero hacer una pregunta —musitó Ellery lanzando el gabán sobre una silla y cruzando la habitación en dos zancadas. Hecho esto, se inclinó por encima de la mesa con mirada intensa—. ¿Hay alguna circunstancia que altere el tiempo que tarda en producirse el rigor mortis?
—Sí. ¿De qué murió el paciente?
—Disparo.
—¿Edad?
—Diría que unos cuarenta y cinco.
—¿Patología? Quiero decir si tenía alguna enfermedad, diabetes por ejemplo.
—Que yo sepa, no.
Minchen se balanceó suavemente en el sillón. Ellery retrocedió, se sentó y se registró en busca de un cigarrillo.
—Toma, coge de los míos —dijo Minchen—. Mira, Ellery, el rigor mortis es una cosa muy complicada y me gustaría ver el cadáver antes de adoptar ninguna decisión. He preguntado si tenía diabetes porque una persona de más de cuarenta años afectada por un exceso de sacarina en la sangre casi siempre quedará rígida, tras una muerte violenta, en unos diez minutos…
—¿Diez minutos? ¡Dios santo! —Ellery se quedó mirando fijamente a Minchen, con el cigarrillo colgando entre los labios, finos y firmes—. Diez minutos —repitió en voz baja—. Diabetes… John, déjame llamar por teléfono.
—Adelante.
Minchen hizo un gesto y se arrellanó en la butaca. Ellery marcó el número, habló con dos personas y por fin se comunicó con el despacho del forense.
—¿Prouty? Ellery Queen… ¿Aparecieron en la autopsia de Jiménez señales de azúcar en la sangre?… ¿Qué? ¿Diabetes crónica, eh? ¡Mira por dónde!
Colgó despacio, inspiró profundamente y sonrió. Los indicios de tensión habían desaparecido de su rostro.
—Bien está el que está enfermo, John. Acabas de serme de gran ayuda. Déjame llamar otra vez y habré terminado.
Llamó a la jefatura de policía.
—Inspector Queen… ¿Papá? Es O’Rourke. Positivo. La pierna rota… Sí, rota después de muerto, pero en un lapso de diez minutos… Exacto… Yo también.
—No te vayas todavía, Ellery —dijo Minchen afablemente—. Dispongo de un poco de tiempo y hace siglos que no nos vemos.
Se acomodaron en los asientos, fumando con tranquilidad. La expresión de Ellery era particularmente apacible.
—Estoy dispuesto a quedarme todo el día, si quieres —dijo riendo—. Acabas de poner la pajita que deslomó al camello. Al fin y al cabo, me conviene ser indulgente conmigo mismo. Sin haber estudiado los misterios de la profesión de Galeno, no podía imaginarme lo de la diabetes.
—Ya ves que no somos tan inútiles —comentó Minchen—. De hecho, yo llevaba la diabetes en la cabeza. El personaje más importante del hospital, un caso de diabetes mellitus crónica, ha sufrido un grave accidente esta mañana aquí mismo. Se ha caído por las escaleras, con rotura de la vesícula biliar, y Janney se está preparando para operar inmediatamente.
—Lamentable. ¿Quién es la personalidad?
—Abby Doorn. —Minchen exhibía una expresión grave—. Tiene más de setenta años y, aunque se conserva bien para su edad, la diabetes hace que la operación sea bastante delicada. Lo único bueno de todo el asunto es que está en coma y no hará falta anestesia. Todos esperábamos que la anciana pasara al quirófano el mes que viene por una apendicitis semicrónica, pero seguro que Janney no tocará el apéndice esta mañana, para no complicar su estado. No es tan grave como parece. Si el paciente no fuera la señora Doorn, Janney lo consideraría un caso interesante pero nada más. —Consultó el reloj de pulsera—. La operación es a las once menos cuarto y ahora casi son las diez. ¿Te apetece presenciar cómo trabaja Janney?
—Es que…
—Es un genio, ya lo sabes, el mejor cirujano del Este, y cirujano jefe del Dutch Memorial en parte gracias a la amistad de la señora Doorn y, por supuesto, gracias a su habilidad con el bisturí. ¿Por qué no te quedas? Lo hará bien. Opera en el anfiteatro, ahí enfrente. Janney dice que saldrá de ésta, y, cuando lo dice Janney, no falla.
—Creo que me apetece —dijo Ellery animadamente—. Para decirte la verdad, no he presenciado nunca ninguna operación. ¿Te parece que lo soportaré? Me temo que soy un poco remilgado, John. —Se echaron a reír—. Millonaria, filántropa, puntal de la alta sociedad, potencia financiera… ¡Maldita sea la mortalidad de la carne!
—Nos llega a todos —murmuró Minchen, extendiendo las piernas por debajo de la mesa, para ponerse cómodo—. Sí, Abigail Doorn. Supongo que sabes que es la fundadora de este hospital, Ellery. Fue idea suya y se hizo con dinero suyo; es como una institución propia. Todos nos hemos alarmado mucho. Y Janney más que ninguno. Ha sido como un hada madrina para él casi toda su vida; lo mandó a Johns Hopkins, a Viena, a la Sorbona; prácticamente hizo de él lo que es hoy. Naturalmente, ha insistido en operarla él, y, naturalmente, lo hará. No hay nervios más templados en toda la profesión.
—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó Ellery por curiosidad.
—Cosas del destino, supongo. Los lunes por la mañana siempre viene a inspeccionar las salas de caridad, su idea favorita, y, cuando estaba a punto de empezar a bajar las escaleras del tercer piso, le ha sobrevenido un coma diabético, se ha caído por las escaleras y ha aterrizado boca abajo. Por suerte, Janney estaba de servicio. La ha examinado inmediatamente y con un simple reconocimiento superficial ha visto que en la caída se había roto la vesícula; tenía el abdomen hinchado, abultado. Sólo se podía hacer una cosa. Janney ha empezado a administrarle el tratamiento de urgencia de insulina y glucosa.
—¿Cuál ha sido la causa del coma?
—Hemos averiguado que fue negligencia por parte de la señora de compañía de Abby, Sarah Fuller, una mujer de mediana edad que lleva muchos años con ella, dirige la casa y le hace compañía. La enfermedad de Abby requiere que se le inyecte insulina tres veces al día. Janney siempre ha insistido en hacerlo él mismo, aunque en la mayoría de los casos de este tipo se la inyectan los propios pacientes. Anoche Janney tuvo que atender un caso muy importante y, como hace siempre que le es imposible pasar por casa de Abby, telefoneó a Hulda, la hija. Pero Hulda no estaba en casa y le dejó recado a la señora Fuller de que cuando llegara Hulda le administrara la insulina. La señora Fuller se olvidó. Generalmente, Abby no está al tanto y, en consecuencia, anoche no se le administró la insulina. Hulda se ha levantado tarde y no se ha enterado del recado de Janney, de modo que esta mañana tampoco le habían puesto la inyección. Y, para rematarlo, ha tomado un desayuno sustancioso, que ha sido lo que ha acabado de colmar el vaso. El contenido de azúcar de la sangre ha superado rápidamente al de insulina e inevitablemente se ha producido el coma. Además, ha tenido la desgracia de encontrarse en la cima de unas escaleras en ese preciso momento.
—Lamentable —murmuró Ellery—. Supongo que habréis avisado a todo el mundo. Habrá una buena reunión familiar.
—En el quirófano no —dijo Minchen con expresión sombría—. Todo el grupo estará en la sala de espera de al lado. La familia no puede entrar en la galería, ¿no lo sabías? Bueno, bueno, ¿te apetece dar un paseíto? Te voy a enseñar las instalaciones. Es un hospital modelo, te lo digo yo.
—Como quieras, John.
Salieron del despacho de Minchen y recorrieron el pasillo norte en dirección contraria a la vez anterior. Minchen señaló la puerta de la galería del anfiteatro, desde donde presenciarían la operación, así como la puerta de la sala de espera.
—Seguramente, ya habrá algún Doorn ahí dentro —comentó Minchen—. No pueden estar merodeando por todo el hospital. Éstos son dos quirófanos auxiliares —prosiguió al volver la esquina—. Aquí hay siempre mucho movimiento. El personal de cirugía del hospital es uno de los más numerosos del Este… Allí, a la izquierda, está el quirófano principal, que llamamos el anfiteatro, dentro del cual hay dos habitaciones especiales, una antesala y una sala de anestesia. Como ves, en este pasillo, el oeste, hay una puerta que comunica con la antesala, y, al volver la esquina, en el pasillo sur, hay una entrada a la sala de anestesia… En el anfiteatro es donde se hacen las operaciones importantes; también se usa para hacer demostraciones a los internos y las enfermeras. Arriba hay más quirófanos.
En el hospital reinaba un silencio extraño. De vez en cuando, una figura vestida de blanco pasaba rápidamente por los largos corredores. Aparentemente, se había eliminado el ruido por completo. Las puertas giraban sobre bisagras bien engrasadas y se cerraban sin hacer ruido alguno. Una suave luz difusa bañaba el interior del edificio, y, exceptuando el olor a productos químicos, el aire era excepcionalmente puro.
—A propósito —dijo Ellery Queen de repente, mientras deambulaban por el pasillo sur—. ¿No has dicho antes que a la señora Doorn no le administrarían anestesia para la operación? ¿Se debe eso solamente a que se halla en coma? Yo tenía la impresión de que se administraba anestesia en todos los casos de cirugía.
—Buena pregunta —admitió Minchen—. Y es cierto que en la mayoría de los casos, prácticamente en todos, se emplea la anestesia, pero los diabéticos son especiales. Ya sabes, o más bien supongo que no sabes, que cualquier operación quirúrgica es peligrosa para un diabético crónico. Incluso una operación menor puede resultar fatal. Precisamente, el otro día tuve un caso; vino al dispensario un paciente con un dedo del pie llagado, pobre hombre. El médico de servicio… Bueno, no es más que uno de tantos accidentes impredecibles de la rutina clínica. Le limpiaron el dedo y se fue a casa. A la mañana siguiente lo encontraron muerto. El examen post mortem demostró que el cuerpo estaba lleno de azúcar. Seguramente, el hombre ni lo sabía.
»Lo que quería decir es que para los diabéticos los cortes son el infierno. Cuando se hace absolutamente necesario operar se inicia un proceso de fortalecimiento, que en un lapso de tiempo relativamente corto hace que el contenido de azúcar de la sangre del paciente sea normal. Incluso mientras se lleva a cabo la operación se le inyectan insulina y glucosa alternadas, sin interrupción, para mantener a un nivel normal el azúcar. A Abby Doorn tendrán que hacérselo. En estos momentos ya le está aplicando ese tratamiento de insulina y glucosa, sin dejar de hacerle análisis de sangre para comprobar en cuántos miligramos disminuye el azúcar. Este tratamiento de urgencia dura una hora y media o dos. Generalmente, se realiza a lo largo de un mes; si es demasiado rápido puede afectar al hígado. Pero con Abby Doorn no tenemos alternativa; no podemos dejar sin atender esa rotura de vesícula ni siquiera medio día.
—Sí, pero ¿y la anestesia? —objetó Ellery—. ¿Aumentaría el peligro de la operación? ¿Por eso os fiáis del estado comatoso para ayudarla a soportar el shock?
—Exacto. Sería más peligrosa y más complicada. Hemos de aprovechar lo que nos ofrecen los dioses. —Minchen hizo una pausa con la mano en la manivela de la puerta en la que se leía: «Consulta»—. Naturalmente, el anestesista estará preparado junto a la mesa de operaciones para actuar sin perder un segundo en el caso de que Abby saliera del coma… Entra, Ellery, quiero enseñarte cómo se hacen las cosas en un hospital moderno.
Empujó una puerta y siguió a Ellery al interior de la habitación. Éste observó que al abrirse la puerta, en la pared se encendía una bombillita para indicar que la sala de consulta estaba ocupada. Se detuvo en el umbral para admirar la habitación.
—Impresionante, ¿eh? —dijo Minchen sonriendo.
—¿Qué es esa cosa de ahí?
—Un fluoroscopio. Hay uno en cada consulta. Naturalmente, hay una mesa, un aparato pequeño de esterilización, un armario para medicamentos e instrumental… Ya lo ves.
—El instrumento —dijo Ellery didácticamente— es un invento del hombre para burlarse de su Creador. ¡Por Dios! ¿Es que cinco dedos no son suficientes? —Ambos se echaron a reír—. Yo, aquí, me asfixiaría. ¿Es que nadie revuelve las cosas?
—Mientras John Quintus Minchen sea el jefe, no —contestó el médico de buen humor—. En realidad, el orden es la regla de oro. Pongamos por ejemplo los artículos pequeños. Se guardan todos en estos cajones. —Señaló con la mano un armario blanco que había en un rincón—. Todo fuera de la vista de los entrometidos pacientes y acompañantes. En el hospital todo el que necesita algo sabe dónde encontrarlo. Así las cosas son la mar de sencillas.
Abrió un gran cajón metálico de la parte inferior del armario y Ellery se inclinó para mirar una asombrosa exposición de vendas variadas. En otro cajón había gasas, en otro algodón y en otro esparadrapo.
—Cuestión de sistema —murmuró Ellery—. Y amonestáis a vuestros subordinados por llevar la bata sucia y los cordones de los zapatos desabrochados, ¿no?
—No andas errado —contestó Minchen sonriente—. Hay una norma del hospital que obliga a ir de uniforme, que para los hombres consiste en zapatos de lona blanca, pantalones y chaqueta de algodón blanco, y para las mujeres en ropa también blanca de arriba abajo. Incluso el portero… ¿te acuerdas de que también iba de blanco? El ascensorista, los de la limpieza, el personal de cocina, los oficinistas, todo el mundo lleva el uniforme desde el momento en que ponen el pie en el hospital hasta que se marchan.
—Me va a estallar la cabeza —gruñó Ellery—. Déjame salir.
Mientras volvían al pasillo sur vieron a un joven alto con un abrigo marrón y el sombrero en la mano, que se les acercaba a toda prisa. Los miró, vaciló, giró bruscamente por el pasillo este, que quedaba a su derecha, y desapareció.
Minchen adoptó una expresión grave.
—Me había olvidado de Abigail la Potentada —murmuró—. Ése es su abogado, Philip Morehouse, un chico listo. Dedica todo su tiempo a los intereses de Abby.
—Supongo que se habrá enterado de la noticia —observó Ellery—. ¿Tiene algún interés personal por la señora Doorn?
—Yo diría que por la hija de la señora Doorn —replicó Minchen irónicamente—. Es notorio que Hulda y él hacen buenas migas. Yo diría que hay idilio. Y, por lo que parece, Abby, a su manera de gran señora, da el beneplácito. Bueno, supongo que estará empezando a llegar más gente. ¡Eh! Ahí está el mismísimo maestro, que acaba de salir del quirófano A. ¡Hola, doctor!