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REVELACIÓN

4.— Revelación

ELLERY QUEEN, aficionado a la criminología, no tenía estómago para la sangre. Criado con historias de crímenes, alimentado con cuentos de asesinatos, en contacto diario con malhechores y cazadores de hombres, se le hacía cuesta arriba soportar la visión de la carne maltratada. Su condición de hijo de policía, su roce habitual con la brutalidad y las mentes retorcidas, sus propios pinitos literarios en el cenagal de la psicología criminal no lo habían endurecido contra las pruebas palpables de la inhumanidad del hombre para con el hombre. En el escenario de una matanza, sus ojos permanecían atentos, su mente clara, pero el corazón se le resentía.

No había presenciado nunca una operación. Cadáveres había visto muchísimos, cuerpos mutilados en las funerarias, tirados en las calles después de peleas entre clanes; de la muerte en sus aspectos más repugnantes tenía conocimiento abundante. Sin embargo, el frío acero mellando la carne caliente, cortando tejidos vivos, rompiendo venas de las cuales salían chorros de sangre roja… sólo con pensarlo le entraban nauseas.

Así pues, con esta sensación de temor y expectación mezclados, ocupó su asiento en la galería del anfiteatro del Dutch Memorial Hospital, sin apartar los ojos de la escena de actividad sosegada y silenciosa que se estaba desarrollando a seis metros de distancia, en la orquesta del teatro. El doctor Minchen ocupaba la silla de al lado, y sus penetrantes ojos azules no se perdían detalle de los preparativos de la operación. Un susurro de conversación alcanzó sus oídos, procedente de un grupo de personas presentes también en la galería. Justo en el centro había un puñado de hombres y mujeres vestidos de blanco, internos y enfermeras reunidos para presenciar el meticuloso trabajo del cirujano. Apenas se movían. Detrás del doctor Minchen había un hombre, ataviado asimismo con las galas del hospital, y una mujer joven de aspecto frágil, igualmente de blanco, que de vez en cuando le hablaba al oído. El hombre era el doctor Lucius Dunning, internista jefe, y la chica era su hija, que pertenecía al Departamento de Asistencia Social de la institución. El doctor Dunning era un hombre maduro, de rostro asombrosamente arrugado y apacibles ojos pardos. La chica era rubia y poco atractiva. Tenía un visible tic en un párpado.

La galería partía del suelo del teatro y quedaba separada de la orquesta por una barrera infranqueable de madera blanca. Las hileras de asientos ascendían pronunciadamente hacia atrás, de forma muy parecida a la de una galería de un teatro dedicado a las representaciones dramáticas. En la pared posterior se abría una puerta que comunicaba con una escalera circular por la cual se accedía al piso de abajo y directamente al pasillo norte.[3]

Se hizo audible un ruido de pisadas, se abrió la puerta y Philip Morehouse penetró nervioso en la galería, mirando a un lado y a otro. El abrigo marrón y el sombrero habían desaparecido. Al localizar al director médico, descendió a toda prisa los escalones y se inclinó para decirle algo al oído.

Minchen asintió gravemente y se volvió hacia Ellery.

—Te presento al señor Morehouse, Ellery. El señor Queen. —Los señaló con un gesto de la mano—. Es el abogado de la señora Doorn.

Los dos hombres se saludaron. Ellery sonrió mecánicamente y se volvió de nuevo hacia la orquesta.

Philip Morehouse era un hombre delgado de ojos y mandíbula firmes.

—Hulda, Fuller y Hendrik Doorn están abajo, en la sala de espera. ¿No podrían presenciar la operación, doctor? —susurró con tono apremiante.

Minchen sacudió la cabeza y le indicó el asiento de al lado. Morehouse frunció el ceño pero se acomodó en la silla y al instante quedó absorto en los movimientos de las enfermeras de abajo.

Un viejo de blanco subió torpemente las escaleras, echó una mirada a la galería, localizó a un interno, le hizo una seña evidente y desapareció. El chasquido de la cerradura de la puerta contenía una nota terminante. Durante un instante siguió oyéndose el trajín del hombre detrás de la puerta, pero luego se extinguió el sonido de sus movimientos.

Los ocupantes de la orquesta del anfiteatro se habían sumido en una expectación silenciosa. A Ellery le pareció muy similar al momento que, en un teatro verdadero, antecede al alzamiento del telón, cuando la audiencia contiene la respiración y un silencio absoluto invade el recinto. Bajo una inmensa lámpara de tres brazos terminados en unos globos enormes, que emitían una luz fría, firme y potente, estaba la mesa de operaciones. Carente de color, parecía un objeto desnudo y desalmado. Junto a ella había otra mesa sobre la que se hallaban dispuestas las gasas, el algodón y una serie de frasquitos con preparados químicos. Un interno vigilaba un estuche con tapa de cristal que contenía el reluciente instrumental, de aspecto inicuo. El interno iba esterilizando piezas en un aparato que tenía a la derecha. En un costado de la sala, dos ayudantes de cirugía vestidos con sendas batas blancas —los dos hombres— se lavaban las manos cuidadosamente con un líquido azulado contenido en unas palanganas de porcelana. Uno alargó imperiosamente la mano hacia una toalla que le ofrecía una enfermera, se secó las manos con rapidez y al instante volvió a mojárselas, esta vez en un líquido que parecía agua.

—Solución de bicloruro de mercurio y luego alcohol —le aclaró Minchen a Ellery en un susurro.

Inmediatamente después de secarse las manos mojadas por el alcohol, el ayudante de cirujano las extendió mientras una enfermera sacaba un par de guantes de goma de una máquina esterilizadora y ayudaba al médico a ponérselos. El otro cirujano procedió de manera similar.

De repente se abrió la puerta del lado izquierdo de la sala y apareció la diminuta figura cojeante del doctor Janney. Éste inspeccionó la sala con una de sus miradas de ave y a continuación se dirigió a toda prisa hacia una palangana. Se quitó la bata y una enfermera le ayudó hábilmente a ponerse otra recién esterilizada. Mientras el cirujano procedía a enjuagarse concienzudamente las manos en la solución azulosa, otra enfermera le colocaba un nuevo gorrito blanco en la cabeza, introduciendo en él con cuidado el canoso cabello.

El doctor Janney habló sin levantar la vista.

—La paciente —dijo bruscamente.

Dos enfermeras abrieron con premura la puerta que conducía a la antesala.

—La paciente, señorita Price —dijo una de ellas.

Desaparecieron en el interior de la habitación y un momento después salieron empujando una larga camilla con ruedas de goma en la que yacía una figura inmóvil cubierta con una sábana. La cabeza de la paciente tenía un espectral color blanco azulado. La sábana le llegaba hasta el cuello. Tenía los ojos cerrados. Una tercera figura penetró en el quirófano procedente de la antesala; era otra enfermera. Ésta permaneció silenciosa en un rincón, esperando.

Levantaron a la paciente de la camilla y la depositaron en la mesa de operaciones. Inmediatamente, la tercera enfermera retiró la camilla a la antesala y, tras cerrar la puerta, desapareció de la vista. Una figura ataviada con una bata y mascarilla ocupó su lugar junto a la mesa de operaciones, manipulando una pequeña mesilla en la que había varios instrumentos y aparatos.

—El anestesista —murmuró Minchen—. Tiene que estar preparado por si Abby sale del coma durante la operación.

Los dos cirujanos ayudantes se aproximaron a la mesa de operaciones por costados opuestos. Levantaron la sábana que tapaba a la paciente y la sustituyeron por una prenda de corte peculiar. El doctor Janney, ahora debidamente provisto de guantes, bata y gorro, se encontraba de pie a un lado esperando con paciencia que una enfermera le colocara la mascarilla sobre la boca y la nariz.

Minchen se echó adelante en la silla, con una mirada curiosamente intensa en los ojos, que no apartaba del cuerpo de la paciente. En tono nervioso, le susurró a Ellery:

—Pasa algo, Ellery; pasa algo.

Ellery respondió sin volver la cara.

—¿Es la rigidez? —murmuró—. Me he fijado. Una diabética…

Los dos ayudantes se inclinaban sobre la mesa. Uno levantó un brazo y lo soltó. Estaba rígido; era imposible doblarlo. El otro le tocó un párpado y le inspeccionó el globo ocular. Ambos se miraron.

—¡Doctor Janney! —exclamó uno de ellos, alarmado, en tanto se erguía.

El cirujano se volvió y se lo quedó mirando.

—¿Qué ocurre?

Apartó a una enfermera del paso y se acercó con toda la rapidez que le permitía la cojera. Un instante después se inclinaba sobre el cuerpo inerte. Apartó la tela de un manotazo y le tocó el cuello a la mujer. Ellery vio cómo se quedaba rígido; parecía que lo había alcanzado un rayo.

Sin levantar la cabeza, el doctor Janney pronunció dos palabras.

—Adrenalina. Pulmotor.

Como por arte de magia, los dos ayudantes, las dos enfermeras y las dos auxiliares entraron en actividad. Apenas se habían acallado las palabras cuando un cilindro largo y delgado alcanzó la mesa y varias figuras empezaron a actuar. Una enfermera le entregó al doctor Janney un objeto pequeño y reluciente; el médico abrió la boca de la paciente y sostuvo el objeto delante. Luego examinó atentamente la superficie; era un espejo metálico. Lo echó a un lado con un juramento amortiguado y alargó el brazo para coger una hipodérmica que le alargaba la enfermera. Descubrió el torso de la mujer y le clavó la aguja encima del corazón. El pulmotor estaba ya en funcionamiento, introduciendo oxígeno en los pulmones.

En la galería, las enfermeras e internos, el doctor Dunning, su hija, Philip Morehouse, el doctor Minchen y Ellery estaban sentados en el borde de los asientos, inmóviles. No se oía en todo el anfiteatro otro sonido que el zumbido del pulmotor.

Al cabo de un cuarto de hora, exactamente a las once y cinco minutos —Ellery consultó su reloj mecánicamente— el doctor Janney se enderezó, se volvió y, curvando el dedo índice, le hizo una seña al doctor Minchen. Sin articular palabra, el director médico abandonó el asiento, subió corriendo los escalones en dirección a la puerta posterior y desapareció. Un momento después cruzaba la puerta que daba al pasillo oeste y corría hasta la mesa de operaciones. Janney se retiró señalando sin decir palabra el cuello de la anciana.

Minchen palideció. Igual que Janney, también retrocedió y se volvió; en esta ocasión el dedo doblado se dirigía a Ellery, que se había quedado petrificado donde Minchen lo había dejado.

Ellery se levantó. Arqueó las cejas. Sus labios formaron una palabra no articulada que Minchen comprendió.

El doctor Minchen asintió con la cabeza.

La palabra era: «¿Asesinato?».