VIII

l vaquero Anion, a falta de un ternero o corderito que acariciar en el recinto de la abadía, había adquirido la costumbre de pasar largas horas en los establos donde, por lo menos, podía cuidar de los caballos y disfrutar de su compañía. Muy pronto estaría restablecido, y podría regresar a la granja en cuanto fray Edmundo le diera permiso. Tenía muy buena mano con los animales, los mozos estaban familiarizados con su presencia y le tenían aprecio.

Fray Cadfael se acercó a él de una forma un poco indirecta para no sobresaltarle ni asustarle sin motivo. No fue difícil. Los caballos y los mulos enfermaban y sufrían lesiones con tanta frecuencia como los hombres, por lo que a menudo precisaban de los remedios de Cadfael. Una de las jacas que los hermanos legos utilizaban como acémila estaba coja y necesitaba los ungüentos de Cadfael para curarse la torcedura. El propio Cadfael acudió al patio de los establos con el frasco de las fricciones, en la certeza de que allí encontraría a Anion. No le costó demasiado conseguir que el vaquero se encargara de efectuar un hábil masaje a la bestia, admirando su trabajo mientras sus ágiles dedos suavizaban los doloridos músculos. La jaca permanecía inmóvil como una estatua, confiando plenamente en él. Eso ya era de por sí una buena señal.

—Ahora cada vez pasas menos tiempo en la enfermería —dijo Cadfael, estudiando el adusto y moreno perfil bajo el mechón de lacio cabello negro—. A este paso, pronto te vamos a perder. Caminas más ligero con la muleta que muchos de nosotros con dos piernas que jamás han sufrido una fractura. Creo que ya podrías prescindir de la muleta.

—Me han dicho que espere —contestó lacónicamente Anion—. Aquí yo hago lo que me mandan. El sino de algunos hombres en esta vida es recibir órdenes, hermano.

—En tal caso, te alegrarás de regresar junto a las bestias que, para variar, te obedecen a ti.

—Las cuido, me preocupo por ellas y las quiero —dijo Anion— y ellas lo saben.

—También te quiere Edmundo y tú lo sabes —Cadfael se sentó en una silla de montar que había junto al hombre agachado para bajar a su nivel y equilibrar un poco la situación. Anion no hizo el menor comentario aunque su boca firmemente cerrada pareció esbozar una leve sonrisa. El mozo no era mal parecido y no debía de contar más de veintisiete o veintiocho años de edad—. Ya te habrás enterado de lo ocurrido en la enfermería —añadió Cadfael—. Debes de ser el hombre más activo de allí dentro a la hora de comer. Aunque dudo que, después de haber comido, te quedes mucho rato por allí. Eres demasiado joven para permanecer encerrado con unos ancianos achacosos. Les he preguntado a todos si habían visto u oído entrar a algún hombre en la estancia, a escondidas o de cualquier otra forma, pero todos se quedan dormidos después de comer. Eso es para los viejos, no para ti. Tú seguro que estabas despierto mientras ellos dormían.

—Los dejé roncando —dijo Anion, clavando sus profundos ojos en Cadfael.

Tomó un trapo para secarse las manos y se levantó con bastante agilidad aunque todavía cojeaba un poco de la pierna mala.

—¿Antes de que nosotros saliéramos del refectorio? ¿Y de que los galeses fueran acompañados allí para almorzar?

—Cuando todo estaba tranquilo. Calculo que vosotros aún estaríais comiendo. ¿Por qué? —preguntó Anion a bocajarro.

—Porque podrías ser un buen testigo. ¿Sabes si alguien entró en la enfermería más o menos en el momento en que tú te fuiste? ¿Viste u oíste algo que te hiciera sospechar? ¿Algún hombre acechando por allí? El gobernador tenía sus enemigos como los tenemos todos los mortales —añadió Cadfael con firmeza— y uno de ellos era un enemigo mortal. Su deuda ya está pagada o muy pronto lo estará. Quiera Dios que ninguno de nosotros tenga cuentas más graves que saldar.

—¡Amén! —dijo Anion—. Cuando salí de la enfermería, no vi a ningún hombre, amigo o enemigo, rondando la puerta, hermano.

—¿Adónde te dirigías? ¿A ver los caballos galeses que estaban aquí? En este caso —se apresuró a explicar Cadfael al ver la recelosa mirada del joven—, pudiste ver si alguno de aquellos mozos abandonó a sus compañeros y se alejó aproximadamente a aquella hora.

Anion se encogió desdeñosamente de hombros.

—No vine a los establos. Crucé el huerto y bajé al río. El viento del oeste trae el perfume de las colinas —dijo—. Me molesta el olor a cerrado de la enfermería y la incesante cháchara de los viejos.

—¡Como la mía! —dijo comprensivamente Cadfael, levantándose de la silla de montar mientras estudiaba la muleta apoyada contra la puerta abierta de una casilla del establo a unos cincuenta metros del lugar donde su propietario estaba trabajando—. Sí, ya veo que estás a punto de dejar la muleta. Pero ayer todavía la utilizabas, a no ser que fray Rhys esté equivocado. Te oyó, o creyó oírte, cuando saliste para dar un paseo por el huerto.

—Es muy posible —dijo Anion, sacudiendo la cabeza para apartarse del moreno rostro unos negros mechones de cabello—. Después de tanto tiempo, me ha quedado la costumbre de usar la muleta aunque no la necesite. Pero cuando tengo que atender a algún animal, me olvido y la dejo tirada en cualquier rincón.

El mozo se volvió deliberadamente, rodeó con su brazo el cuello de la jaca y la acompañó en un lento paseo sobre los adoquines para marcarle el paso. Así terminó el coloquio.

Fray Cadfael estuvo ocupado en sus tareas todo el día, pero ello no impidió que dedicara buena parte de sus pensamientos a la muerte de Gilberto Prestcote. El gobernador había pedido desde hacía mucho tiempo un espacio para su sepultura en la iglesia abacial de la que había sido un constante protector y benefactor y al día siguiente tenían previsto enterrarle en aquel último lugar de descanso. Sin embargo, su violenta muerte no permitiría que descansara ninguno de los vivos que lo rodeaban. Desde su afligida familia hasta los desventurados sospechosos y prisioneros galeses del castillo, no había nadie cuya vida no hubiera experimentado algún trastorno a causa de aquella muerte.

La noticia ya habría corrido por la toda campiña, y desde las chozas de los claros del bosque a todas las mansiones del condado; no cabía duda de que los hombres y las mujeres de Shrewsbury ya la estarían comentando por las calles, atribuyendo la culpa a uno o a otro, pero sobre todo a Elis de Cynan, su sospechoso preferido. Sin embargo, ellos no habían visto los minúsculos fragmentos que Cadfael guardaba en su cajita ni habían buscado en vano por toda la abadía algún lienzo que tuviera iguales colores o iguales hilos de plata. No sabían nada del broche de oro macizo que había desaparecido de la cámara mortuoria de Gilberto y que no se había podido encontrar dentro de las murallas de la abadía.

Cadfael había visto en distintas ocasiones a lady Prestcote en el patio, saliendo de la hospedería para dirigirse a la iglesia en cuya capilla mortuoria yacía su esposo envuelto en su fúnebre sudario. Pero la chica no había aparecido en ningún momento. El pequeño Gilberto, un poco desconcertado, pero ignorante de su desgracia, jugaba con los niños oblatos y dos jóvenes pupilos, tiernamente cuidados por fray Pablo, el maestro de los niños. A los siete años, el chiquillo contemplaba con imperturbable tolerancia las excentricidades de los mayores y era capaz de encontrarse a gusto en cualquier lugar al que su madre lo condujera. En cuanto enterraran a su padre, lady Prestcote lo conduciría sin duda a su feudo preferido donde su vida proseguiría plácidamente sin que la turbara el menor duelo.

Algunos amigos íntimos del difunto ya estaban llegando a la abadía para asistir a la ceremonia del día siguiente. Cadfael se detuvo un instante a contemplarlos antes de dirigirse al herbario. Mientras se hallaba ocupado en la tarea de emparejar los aristocráticos nombres con los dolientes rostros, observó la presencia de un inesperado, pero grato semblante. Sor Magdalena, sola y a pie, entró por el portillo y miró a su alrededor, buscando algún rostro conocido. A juzgar por el brillo de sus ojos y la agilidad de sus pasos, debió de alegrarse de que dicho rostro correspondiera a Cadfael.

—¡Vaya, vaya! —dijo Cadfael, adelantándose a recibirla con análoga complacencia—. No pensábamos volver a veros tan pronto. ¿Todo bien en vuestro bosque? ¿No ha habido más incursiones?

—Hasta ahora, no —contestó cautelosamente sor Magdalena—, pero no me extrañaría que volvieran a intentarlo en cuanto Hugo Berengario mirara para el otro lado. A Madog de Meredith no debió de hacerle demasiada gracia ser vencido por un puñado de campesinos y leñadores, y es muy posible que quiera vengarse en cuanto lo considere oportuno. No obstante, los hombres del bosque montan guardia constantemente aunque ahora parece que las calamidades no nos acosan a nosotras. ¿Qué es eso que dicen en la ciudad? ¿Gilberto Prestcote ha muerto y el joven galés que os envié ha sido acusado de esta acción?

—Entonces, ¿habéis estado en la ciudad? ¿Esta vez sin escolta?

—Me acompañaban dos hombres —contestó sor Magdalena—, pero los he dejado en el Wyle, donde esta noche pernoctaremos. Si es cierto que el gobernador será enterrado mañana, debo quedarme aquí para rendirle los debidos honores. No sabía nada cuando salimos esta mañana. Me traía un asunto muy distinto. Una sobrina nieta de la madre Mariana, hija de un comerciante de tejidos de Shrewsbury quiere ingresar en nuestro convento. Es una doncella muy sencilla y sin demasiada inteligencia, aunque muy voluntariosa, y sabe que tiene pocas esperanzas de contraer un ventajoso matrimonio. Mejor estará entre nosotras que si la venden como una vaquilla sin valor al primero que haga una displicente oferta por ella. He dejado a mis hombres con los caballos en su patio y allí me he enterado de lo ocurrido. He querido conocer directamente la verdad… en la calle corren versiones muy distintas.

—Si disponéis de una hora —dijo cordialmente Cadfael—, venid a compartir una jarra de vino de mi propia cosecha en mi cabaña y os contaré toda la verdad, en la medida que uno pueda saber lo que es la verdad. ¿Quién sabe?, es posible que vos encontréis algún detalle que a mí se me haya pasado por alto.

En medio de la perfumada atmósfera de la cabaña del herbario, Cadfael le contó tranquilamente a sor Magdalena todo lo que sabía o había deducido acerca de la muerte de Gilberto Prestcote y todo lo que había observado o pensado acerca de Elis de Cynan. Ella le escuchó sentada en el banco adosado a la pared, sosteniendo el vaso con ambas manos para calentar aquel vino tinto de tan exquisito paladar. Aunque en modo alguno pretendía seducir con sus encantos, no podía evitar que su serena figura resultara seductora.

—No digo que este joven no pudiera matar —dijo cuando Cadfael finalizó su relato—. Los mozos obran sin pensar y después lo lamentan cuando ya es demasiado tarde. Pero no creo que matara al padre de su amada. Es muy fácil decís vos, y yo lo creo, eliminar de este mundo a un hombre tan debilitado, incluso hasta el punto de que alguien no inclinado al asesinato pudiera hacerlo casi sin darse cuenta. Muy cierto, eso suele ocurrir cuando apenas se conoce a la persona y ésta es prácticamente una extraña para el asesino. Pero ése tenía una identidad claramente definida… era nada menos que el padre de la muchacha, el hombre que la había engendrado. Y, sin embargo —reconoció sor Magdalena, sacudiendo la cabeza—, es muy posible que me equivoque con respecto a este joven. Podría ser la excepción que confirma la regla. Siempre hay alguna.

—La muchacha cree firmemente en su culpabilidad —dijo Cadfael con aire pensativo—, tal vez porque sabe muy bien lo que siente y le remuerde la conciencia. El padre regresa y los enamorados se tienen que separar… de ahí a desear que no regrese no hay más que un paso y de eso a ver en la muerte la total solución del conflicto no hay más que otro. Sin embargo, no cabe duda de que fueron unos simples deseos sin una auténtica voluntad de que se cumplieran. El muchacho parece sincero cuando asegura que se dirigió allí para ganarse la voluntad del padre de la chica e inclinarla en su favor. Jamás he visto a un mozo más animoso y atolondrado que este Elis.

—¿Y la chica? —preguntó sor Magdalena, dando vueltas al vaso de vino entre las palmas de sus manos—. Si son de la misma edad, seguro que ella es más madura. ¡Es lo que suele ocurrir siempre! ¿Sería posible que ella…?

—No —dijo rotundamente Cadfael—. Estuvo todo el rato con la dama, con Hugo y con los nobles galeses. Sé que vio a su padre con vida y no volvió a verle hasta que ya estaba muerto, acompañada de Hugo. La muchacha se atormenta en vano. Si la vierais —añadió Cadfael con profunda convicción—, os daríais cuenta en seguida de que es una sencilla e ingenua criatura.

Sor Magdalena estaba a punto de comentar filosóficamente «No es muy probable que se me ofrezca esta oportunidad», cuando alguien llamó con los nudillos a la puerta. El rumor era tan leve, pero tan insistentemente repetido que ambos guardaron silencio para cerciorarse de que llamaban efectivamente a la puerta.

Cadfael se levantó para abrirla y mirar a través del menor resquicio posible, convencido de que no había nadie. Pero allí, estaba ella, con la mano levantada para volver a llamar, pálida, angustiada y decidida, y media cabeza más alta que él, la sencilla e ingenua criatura, cuyo férreo temple normando la inducía a actuar con insólita determinación. Cadfael se apresuró a abrir la puerta de par en par.

—Pasad adentro, no vayáis a coger frío. ¿En qué puedo serviros?

—Me ha dicho el portero —dijo Melicent— que la hermana del Vado de Godric ha venido hace un rato y podría estar aquí, recogiendo remedios de vuestro herbario. Quisiera hablar con ella.

—Sor Magdalena está aquí —contestó Cadfael—. Venid a sentaros junto al brasero y os dejaré hablar con ella en privado.

Entró con temor, como si aquel minúsculo y desconocido lugar encerrara unos temibles secretos. Se adelantó con melindrosa delicadeza, casi centímetro a centímetro y, sin embargo, con una resolución que jamás le hubiera permitido volverse atrás. Miró a los ojos a sor Magdalena, fascinada por su presencia; no cabía duda de que había oído contar su historia, tanto la antigua como la reciente, y tenía cierta dificultad para conciliar ambas cosas.

—Hermana —dijo Melicent, yendo directamente al grano—, cuando volváis al Vado de Godric, ¿querréis llevarme con vos?

Cumpliendo su palabra, Cadfael se retiró discreta y rápidamente entornando la puerta a su espalda, aunque no con tanta urgencia como para que antes no pudiera oír a sor Magdalena, preguntando con sencilla lógica:

—¿Por qué?

Sor Magdalena jamás hacía o decía exactamente lo que se esperaba de ella, y la pregunta era indudablemente buena. Dejaba a Melicent en la engañosa creencia de que aquella impresionante mujer no sabía apenas nada sobre ella y necesitaba que le volvieran a contar toda la desastrosa historia para que, mientras la contara, ésta adquiriera unas proporciones más ajustadas a la realidad y la joven pudiera reconsiderar su situación con menos desesperado apremio. Eso, por lo menos, esperaba fray Cadfael cuando se alejó cruzando el huerto para ir a pasar una agradable media hora con fray Anselmo, el chantre, en su gabinete de estudio del claustro donde sin duda estaría compilando la secuencia de música para el entierro de Gilberto Prestcote.

—Tengo intención —contestó Melicent con cierta solemnidad causada por el sobresalto que le había producido la brusca pregunta— de tomar el hábito y quisiera hacerlo entre las monjas benedictinas de Polesworth.

—Sentaos aquí a mi lado —dijo afectuosamente sor Magdalena— y contadme cuál es el motivo de vuestra decisión y si vuestra familia conoce y aprueba vuestra elección. Sois muy joven y tenéis toda la vida por delante…

—Ya no tengo nada que hacer en el mundo —replicó Melicent.

—Hija mía, mientras viváis y respiréis, siempre tendréis algo que hacer en este mundo. Nosotras en nuestro monasterio vivimos en el mismo mundo que las pobres almas del exterior. Seguro que tenéis vuestras razones para desear entrar en la vida conventual. Dejadme escucharlas. Sois joven, hermosa y de noble cuna, y renunciáis al matrimonio, los hijos, la posición, los honores, todo eso… ¿Por qué?

Cediendo al requerimiento, Melicent se sentó en el banco al lado de sor Magdalena, dejó que el calor del brasero envolviera su esbelta figura y permitió que las barreras de su amargura se rompieran, soltando todo el dolor que llevaban dentro. Lo que había revelado a los preocupados oídos de Sibila no era más que el meollo de la confesión que ahora decidió hacer, dando rienda suelta al embriagador sueño de su trovadoresca historia de amor.

—Aunque hicierais bien rechazando a un hombre —dijo sor Magdalena con benignidad—, tal vez fuerais extremadamente injusta rechazándolos a todos. Y ya no hablemos de la posibilidad de que os equivoquéis con respecto a este Elis de Cynan. Hasta que no se demuestre que miente, no podéis descartar que tal vez diga la verdad.

—Dijo que mataría por mí —señaló Melicent con implacable dureza—, fue donde estaba mi padre y ahora mi padre está muerto. No se sabe de nadie más que se acercara por allí. En cuanto a mí, no me cabe la menor duda. Ojalá jamás le hubiera visto el semblante, y rezo para que no lo vuelva a ver jamás.

—¿Y no esperaréis a hacer las paces con una traición, mostrando tolerancia con los que no traicionan?

—Por lo menos —contestó Melicent con amargura—, sé que Dios no traiciona. Y ya no quiero saber nada de los hombres.

—Hija mía —dijo sor Magdalena, lanzando un suspiro—, hasta el día en que os muráis tendréis que saber de los hombres; los obispos, los abades, los sacerdotes son hombres, hermanos carnales de la humanidad pecadora. Mientras viváis, no podréis escapar de la parte que os corresponde de la humanidad.

—Pues, entonces, no quiero saber nada del amor —replicó Melicent con más vehemencia si cabe, como si quisiera acallar el grito de su corazón, diciéndole que mentía.

—Válgame el cielo, el amor es precisamente lo único de lo cual jamás deberéis prescindir. Sin él, ¿de qué nos serviríais a nosotras o a otras personas? Reconozco que hay maneras y maneras de amar —dijo la monja que con tanto retraso había llegado a la castidad, recordando aquello que en otros tiempos apenas había considerado merecedor de semejante título y que ahora consideraba un simple aspecto del amor—, pero en todas ellas es necesario un calor y, cuando el fuego se apaga, ya no se puede volver a encender. Bien —añadió en tono reflexivo—, si vuestra madrastra aprueba que me acompañéis, podréis venir y seréis bien recibida. Permaneced tranquilamente algún tiempo a nuestro lado y ya veremos.

—Entonces, ¿querréis acompañarme a la presencia de mi madre y oírme pedirle su venia?

—Lo haré —contestó sor Magdalena al tiempo que se levantaba y se recogía el hábito para salir.

Cuando se quedó en la abadía para asistir al rezo de vísperas antes de regresar a la casa del mercader de tejidos de la ciudad, sor Magdalena le contó a fray Cadfael la esencia de lo ocurrido.

—Estará mejor fuera de aquí y lejos de este joven, pero llevando consigo la imagen que conserva de él. El tiempo y la verdad son lo que más necesita. Me encargaré de que no haga los votos hasta que este asunto se resuelva. El mozo estará mejor con vos, siempre que podáis vigilarle de vez en cuando.

—Vos no creéis que cometiera un acto de violencia contra el padre de la doncella —afirmó categóricamente Cadfael.

—¿Cómo puedo saberlo? ¿Por ventura existe algún hombre o alguna mujer incapaz de matar en caso de apremiante necesidad? No obstante, el mozo parece honrado, audaz y generoso —dijo sor Magdalena, que jamás se arrepentía de lo que decía—, me hubiera podido encariñar con él en los tiempos que me atraían tales cosas.

Cadfael se fue a cenar al refectorio y después se dirigió a las colaciones de la sala capitular en las que no solía participar cuando estaba preparando remedios medicinales delicados en su cabaña del huerto. Examinando los escasos resultados que había obtenido en su búsqueda de la verdad, comprendió que no había llegado a ninguna parte y pensó que sería bueno apartar a un lado todas aquellas inquietudes y escuchar con interés la lectura de las vidas de los santos que se habían librado de las cuitas de este mundo para dar cabida a las promesas de un mundo mejor y no veían en la justicia terrena más que una vana sombra que oscurecía la justicia celeste, para cuya consecución ningún hombre tenía que aguardar más allá del término de su existencia mortal.

Ya habían dejado atrás a San Gregorio y se estaban acercando a San Eduardo el Confesor y al propio San Benito… estaban a mediados del mes de marzo y ya se habían iniciado las gozosas tareas de la primavera en la que todo era prometedor y parecía pugnar por seguir adelante. Una buena época del año. Cadfael había ocupado las horas previas a la llegada de sor Magdalena en cavar y desbrozar una mitad de su parcela de hierbabuena con el fin de darle espacio para que proliferara con más fuerza y verdor, librándola de las partes viejas y debilitadas. Salió de la sala capitular, sintiéndose renovado y, al principio, no le sorprendió demasiado que fray Edmundo acudiera en su busca antes de completas casi con aire episcopal, sosteniendo en una mano lo que a primera vista parecía un báculo, pero que, apoyado en el suelo, apenas le alcanzaba el sobaco y era manifiestamente una muleta.

—La encontré tirada en un rincón del patio de los establos. ¡Es de Anion! Cadfael, no ha venido a cenar esta noche y no está en la enfermería… ni en la sala común ni en su cama ni en la capilla. ¿Le habéis visto vos en alguna parte?

—No desde este mediodía —contestó Cadfael, apartándose con cierto esfuerzo de la serena paz de la sala capitular—. ¿Vino a almorzar al mediodía?

—Sí, pero nadie le ha visto desde entonces. Le he buscado por todas partes, he preguntado a todo el mundo, pero no he encontrado de él más que eso. ¡Anion ha desaparecido! Oh, Cadfael, mucho me temo que haya huido de su culpa mortal. ¿Por qué otra razón nos hubiera abandonado?

Era bien pasada la hora de completas cuando Hugo Berengario regresó a su casa con las manos vacías y sumamente descontento de las indagaciones que había realizado entre los galeses, y encontró a fray Cadfael sentado a la vera del fuego en compañía de Aline, esperándole con el ceño fruncido.

—¿Qué os trae aquí tan tarde? —preguntó Hugo—. ¿Otra vez habéis salido sin permiso?

Había ocurrido en cierta ocasión, y el recuerdo de semejante expedición, antes del austero mandato del abad Radulfo, solía ser objeto de jocosos comentarios.

—De ninguna manera —contestó Cadfael con firmeza—. Se ha producido un acontecimiento tan inesperado que incluso el prior Roberto ha estimado conveniente que llegue a vuestros oídos cuanto antes. Teníamos en nuestra enfermería, con una pierna fracturada en fase de recuperación y a punto ya de dejarnos, a un mozo llamado Anion. Dudo que su nombre signifique algo para vos puesto que no fuisteis vos quien tuvo que ver con su hermano. Pero ¿recordáis la pelea que hubo hace dos años en la ciudad, en la que un guardia del puente fue apuñalado? Prestcote mandó ahorcar al galés que lo hizo… no se aclaró muy bien si lo había hecho o no; como es natural, él dijo que no, pero estaba borracho como una cuba y probablemente ni él mismo sabía la verdad. Sea como fuere, el caso es que lo ahorcaron. Era un joven que solía comerciar con vellones en el mercado de la ciudad y procedía de los alrededores de Mechain. Bueno, pues este Anion es su hermano ilegítimo, nacido cuando su padre comerciaba por estas tierras. No había enemistad entre ambos, se conocían y se apreciaban mutuamente.

—Si lo supe —dijo Hugo, acercándose al fuego de la chimenea— lo he olvidado.

—Pero no así Anion. Apenas hablaba, pero todo el mundo sabía que albergaba rencor; corre por sus venas la suficiente sangre galesa como para que busque la venganza como un deber en caso de que se le ofrezca la ocasión.

—¿Y qué ha ocurrido ahora? —Hugo estudió con interés el rostro de su amigo, adivinando lo que iba a venir—. ¿Me estáis diciendo que este mozo se encontraba en el recinto de la abadía cuando el gobernador fue conducido allí?

—En efecto, y con sólo una puerta entornada entre él y su enemigo… si es que le consideraba tal según dicen los rumores. Tampoco es el único que se siente agraviado. Por consiguiente, eso no demuestra nada, simplemente que hubo una oportunidad. Sin embargo, esta noche ha sucedido algo sospechoso. El mozo ha desaparecido. No se presentó a la hora de cenar, no está en su cama y nadie le ha visto desde el almuerzo. Edmundo le echó en falta a la hora de la cena y le ha estado buscando en vano desde entonces. Y la muleta que el joven utilizaba, más por costumbre que por necesidad, se encontraba en el patio de los establos. Anion se ha escapado. Y la culpa, si es que hay alguna —dijo honradamente Cadfael—, es mía. Edmundo y yo estuvimos preguntando a todos los hombres de la enfermería si habían visto u oído algo que les llamara la atención en la cámara del aguacil, tanto dentro como fuera de ella. Las mismas preguntas le hice a Anion, aunque con mucha más cautela que a los demás, cuando esta mañana hablé con él en los establos. Sin embargo, está claro que, a pesar de todas las precauciones, le he asustado. Lo lamento profundamente.

—El hecho de que haya escapado no es necesariamente una prueba de culpabilidad —dijo Hugo en tono razonable—. Los hombres que no gozan de privilegios suelen temer que les acusen de cualquier cosa que ocurra. ¿Seguro que se ha ido? ¿Un hombre que aún no está plenamente restablecido de la fractura de una pierna? ¿Se ha llevado algún caballo o algún mulo? ¿Ha robado algo?

—Nada. Pero hay algo más. Fray Rhys, cuyo lecho se encuentra frente a la puerta de la cámara del gobernador, al otro lado del pasillo, oyó crujir la puerta dos veces y dice que la primera vez entró, o por lo menos empujó la puerta, alguien que caminaba con un bastón. El segundo crujido ocurrió más tarde y quizá fue la vez en que entró el muchacho galés. Rhys no recuerda bien el momento porque se quedó un poco traspuesto antes y después, pero ambos visitantes acudieron allí cuando todo estaba en silencio… Rhys dice que debió de ser cuando estábamos en el refectorio. Teniendo en cuenta estos datos y el hecho de que ahora haya huido… hasta el propio Edmundo da por sentado que Anion es el asesino. Mañana se proclamará su culpa por toda la ciudad.

—Pero vos no estáis tan seguro —dijo Hugo, mirándole fijamente a los ojos.

—Algo debía de tener en la cabeza, de eso no me cabe la menor duda, algo que a su juicio era una culpa o que los demás podrían considerar una culpa; de otro modo, no hubiera huido. Pero ¿un asesinato…? Hugo, yo tengo en mi caja de píldoras unas pruebas ciertas de lanas teñidas e hilos de oro procedentes del lienzo que se utilizó para matar. Pruebas ciertas… mientras que la huida sólo es una prueba incierta de algo que podría ser simplemente temor. Vos sabéis como yo que no había ningún lienzo semejante ni en la estancia ni en la enfermería ni en ningún otro lugar de la abadía que hayamos examinado. El que lo utilizó lo llevaba consigo. ¿De dónde iba a sacar Anion un tejido tan espléndido? Jamás en su vida habrá manejado otra cosa que no sean vulgares tejidos rústicos y lino crudo. En este sentido, cabe dudar de su culpabilidad, aunque no se pueda excluir por entero. Por eso no ahondé demasiado en la indagación… ¡o eso pensé yo por lo menos! —añadió tristemente Cadfael.

Hugo asintió con recelo y apartó la cuestión a un lado.

—Aun así, mañana al amanecer tendré que enviar partidas de búsqueda entre aquí y Gales, porque seguramente se dirigirá hacia allá. Su primera idea será interponer una frontera entre su propia persona y su temor. Si lo puedo capturar, debo hacerlo y lo haré. Entonces tal vez consigamos sacarle lo que sepa. Un hombre renco no puede haber llegado muy lejos.

—Pero recordad el lienzo. Porque estos hilos no mienten mientras que un hombre mortal puede hacerlo tanto si es culpable como si es inocente. Lo que hay que encontrar es el instrumento de la muerte —insistió Cadfael.

La búsqueda se inició al amanecer en pequeños grupos que se filtraron a través de los bosques, siguiendo los caminos que conducían más directamente a Gales, pero los grupos regresaron al anochecer con las manos vacías. A pesar de su cojera, Anion había conseguido desaparecer en cuestión de media jornada.

Para entonces, la noticia ya había corrido por toda la ciudad y la barbacana, en las tiendas se comentaba con los clientes, en las cervecerías se discutía con avidez, y la opinión generalizada era que ni Hugo Berengario ni ningún otro hombre tenía que seguir buscando al asesino del gobernador. El adusto vaquero agraviado había sido oído cuando entraba y salía de la cámara del gobernador y, al ser interrogado, había huido. Nada podía ser más sencillo.

Pasó el mismo día en que enterraron a Gilberto Prestcote en la sepultura que él mismo se había hecho construir en un crucero del templo abacial. La mitad de la nobleza del condado estuvo presente para rendirle homenaje, junto con Hugo Berengario y una escolta de oficiales, el preboste de Shrewsbury, Godofredo Corviser, con su hijo Felipe y su nuera Emma y todos los ricos mercaderes de los gremios de la ciudad. La viuda del gobernador presidió la ceremonia vestida de riguroso luto y tomando de la mano a su hijito, el cual lo miraba todo con los ojos enormemente abiertos. La música y la ceremonia, la inmensidad de la nave del templo, las velas y las antorchas, todo lo encantaba y lo fascinaba.

A lo largo de todo el oficio, el niño observó un comportamiento impecable.

Aunque Gilberto Prestcote hubiera tenido algún que otro enemigo personal, todo el mundo reconocía que había sido un gobernador justo para el condado en general, y los mercaderes eran muy conscientes de la relativa seguridad y justicia de que habían disfrutado bajo su mandato en una época en que buena parte de Inglaterra sufría un destino mucho peor.

Por consiguiente, Gilberto recibió al morir los debidos honores y pudo contar con la merecida intercesión de su pueblo ante Dios.

—No —dijo Hugo, esperando a Cadfael cuando los monjes salieron de vísperas aquella noche—, todavía nada. Tanto si estaba renco como si no, parece que vuestro Anion ha conseguido escapar. He colocado una guardia a lo largo de la frontera para el caso de que permanezca escondido en algún lugar a la espera de que termine la búsqueda, pero temo que ya pueda estar al otro lado. No sé si alegrarme o no. Tengo a varios galeses en mi feudo, Cadfael, sé cuáles son sus impulsos y sé que su ley reivindica lo que la nuestra condena. Yo he sido toda mi vida un hombre de la frontera y me debato entre estos dos conceptos.

—Debéis proseguir la búsqueda —dijo comprensivamente Cadfael—. No tenéis más remedio.

—No, no lo tengo. Gilberto era mi señor —dijo Hugo— y contaba con mi lealtad. Teníamos muy pocas cosas en común y ni siquiera sé si le apreciaba demasiado, pero le tenía un enorme respeto… eso sí. Su esposa se llevará de nuevo a su hijo al castillo esta noche, con lo poco que había traído aquí. Estoy esperando para acompañarla; su hijastra ya se ha ido con sor Magdalena y la hija del mercader de tejidos a la soledad del Vado de Godric. El pequeño echará de menos a su hermana —añadió Hugo, recordando con simpatía al chiquillo.

—Hay alguien que también la echará de menos cuando se entere de su partida —dijo Cadfael—. ¿No creéis que la noticia de la huida de Anion podría hacerla cambiar de idea?

—No, es más dura que el mármol y ya lo ha condenado. Regañadme, si queréis —añadió Hugo con una triste sonrisa—, pero ya le he dicho al mozo como el que no quiere la cosa que la muchacha se ha ido a estudiar la vida del convento. Dejémosle que sufra un poco… eso, por lo menos, nos lo debe. He aceptado su promesa de que no escapará, la suya y la del otro mozo, Eliud. Cada uno de ellos se ha comprometido en su propio nombre y en el de su primo a no poner los pies más allá de la barbacana y a no intentar escapar si yo les permito circular libremente por los recintos. Responden el uno del otro con sus propios cuellos. Y no es que yo quiera retorcerle el cuello a ninguno de los dos, lo tienen bien tal como está, pero no viene mal aceptar su compromiso.

—Por otra parte, no me cabe la menor duda —señaló Cadfael, mirándole directamente a los ojos— de que habréis colocado una guardia en la entrada y un centinela en la muralla para evitar la huida de cualquiera de ellos.

—Me avergonzaría de mis dotes de mando si no lo hubiera hecho. Creo que era mi deber —dijo sinceramente Hugo.

—¿Saben los mozos a esta hora que un vaquero galés bastardo al servicio de la abadía ha arrojado su muleta y ha huido como alma que lleva el diablo? —preguntó Cadfael.

—Lo saben. ¿Y sabéis lo que han dicho, Cadfael? Pues, han dicho unánimemente que un alma tan humilde y por si fuera poco galesa y sin ningún pariente ni privilegio en Inglaterra, no ha tenido más remedio que huir en cuanto le han puesto los ojos encima, en la seguridad de que le echarían la culpa de lo ocurrido a no ser que pudiera demostrar que se encontraba a media legua de distancia cuando ocurrieron los hechos. ¿Acaso se puede poner algún reparo a este razonamiento? Es lo mismo que dije yo cuando me comunicasteis la noticia.

—Ninguno en absoluto —dijo Cadfael con expresión meditabunda—. Pero merece la pena estudiarlo, ¿no creéis? Es una muestra de gran magnanimidad hacia un amenazado por parte de unos amenazados.