II

ntes de que cayera la noche, Hugo ya estaba de regreso con su prisionero, tras haber inspeccionado el borde oriental del bosque Largo en el que no descubrió a ningún galés al acecho ni a ningún hombre sin amo. Fray Cadfael los vio pasar por delante de la caseta de vigilancia de la abadía para dirigirse a la ciudad y al castillo donde aquel joven galés, posiblemente valioso, sería mantenido bajo custodia en una celda suficientemente inexpugnable. Hugo no podía permitirse el lujo de perderle.

Cadfael lo observó fugazmente mientras cabalgaban bajo las primeras sombras del crepúsculo. Pensó que habría planteado algunas dificultades por el camino puesto que tenía las manos atadas, su caballo era conducido con un cabestro, le habían amarrado los pies a los estribos y un arquero cabalgaba significativamente detrás de él. Si con tales precauciones habían pretendido evitar su huida, lo habían conseguido, pero, si deseaban intimidarle, tal como el propio joven parecía suponer, habían fracasado por completo, puesto que el prisionero cabalgaba con desdeñoso descaro, erguido como una vara, silbando una alegre melodía y volviéndose a mirar de vez en cuando al arquero que lo seguía mientras pronunciaba unas frases en galés que quizá el hombre no hubiera podido tolerar con tanta impasibilidad de haber comprendido su significado, tal como lo comprendía Cadfael. Aquel prisionero era efectivamente un joven muy audaz y altanero aunque su actitud pudiera ser en parte una baladronada.

Por si fuera poco, era un mozo extremadamente bien parecido, de estatura bastante elevada para ser un galés, con los pronunciados pómulos y barbilla y la rubicunda tez propios de su pueblo, y una enmarañada masa de negros bucles que le caían sobre la frente y le enmarcaban el rostro y que ahora se agitaban al viento del suroeste, ya que no llevaba ningún tipo de gorro. Las manos y los pies atados no impedían que, sentado sobre la silla de su cabalgadura, semejara un centauro mientras que la voz con la que se burlaba de sus guardianes en insolente galés sonaba clara y ligera como un cascabel. Sor Magdalena había estado en lo cierto al decir que su atuendo era principesco y su actitud orgullosa. Probablemente, pensó Cadfael, lo habrían mimado en exceso, lo cual no era especialmente insólito, tratándose de un mozo tan apuesto y que seguramente era un hijo único.

El melodioso y desafiante silbido del prisionero se perdió gradualmente hacia la barbacana y el puente. Cadfael regresó a su cabaña del herbario y avivó el fuego del brasero para hervir un elixir de marrubio, que constituía un excelente remedio para las toses y los resfriados invernales.

Hugo bajó a la mañana siguiente del castillo para solicitar la presencia de Cadfael en nombre del prisionero puesto que el mozo tenía un profundo corte en el muslo, que se habría hecho sin duda con alguna piedra del río, y había tratado por todos los medios de ocultárselo a las monjas.

—Estoy seguro —dijo Hugo sonriendo— que antes hubiera preferido morir que mostrar los muslos para que las damas le aplicaran un emplasto. Y hay que reconocer, aunque la herida no sea muy grave, que el viaje a caballo de ayer le debió de causar muchas molestias, pero él no dio la menor señal de que así fuera. Se ruborizó como una doncella cuando le vimos tratar con cuidado el muslo herido y le obligamos a desnudarse.

—¿Y le dejasteis la herida sin vendar toda la noche? ¡No me lo creo! ¿Para qué me necesitáis entonces? —preguntó sagazmente Cadfael.

—Porque vos habláis un buen galés del norte y no cabe duda de que es de Gwynedd, uno de los mozos de Cadwaladr… si bien podríais aprovechar de paso para curarle la herida. Nosotros le hablamos en inglés y él sacude la cabeza y se limita a contestar en galés, pero yo deduzco por la pícara expresión de sus ojos que nos entiende muy bien y se está burlando de nosotros. Venid y hablad con él en inglés y pilladle por sorpresa cuando crea que sus insultos galeses pueden pasar por unas gentiles palabras de cortesía.

—Sor Magdalena le hubiera arrancado la confesión de haber adivinado que estaba herido —dijo Cadfael con aire meditabundo—. Todos sus rubores no le hubieran servido de nada.

Antes de marcharse con Hugo al castillo, se fue a la cabaña del huerto para instruir a fray Oswin acerca de las tareas que debería realizar en su ausencia. Una buena dosis de curiosidad y un poco de desmesura eran los rasgos habitualmente presentes en Cadfael cuando éste actuaba como confesor. A fin de cuentas, él era galés y, en la enrevesada genealogía de su nación, cabía la posibilidad de que aquel obstinado mozo fuera un lejano pariente suyo.

En el castillo respetaban debidamente la fuerza, el ingenio y la astucia del joven, razón por la cual lo habían encerrado en una celda sin ventana en la que, sin embargo, no faltaba lo más necesario. Había una lámpara, un pabilo flotando en un platito de aceite, suficiente para ver, ya que la pálida piedra de los muros reflejaba la luz por todos lados. El prisionero miró de soslayo el hábito benedictino sin saber qué podía presagiar aquella visita. En respuesta a lo que evidentemente era un amable saludo en inglés, el mozo contestó con la misma amabilidad en galés, pero, en respuesta a todo lo demás, sacudió la cabeza para dar a entender que no comprendía ni una sola palabra. No obstante, reaccionó con agrado cuando Cadfael abrió su bolsa y sacó los ungüentos, las lociones y las vendas. Quizá durante la noche había tenido buenas razones para alegrarse de que le hubieran curado la herida, porque esta vez se desnudó de buen grado y permitió que Cadfael le cambiara el vendaje. La herida se había agravado durante el viaje, pero, con un poco de descanso, no tardaría en sanar. Tenía una carne extremadamente sólida y flexible. Bajo la piel, los músculos parecían tan suaves como la nata.

—Fuisteis un insensato, soportando esta situación. Si hubierais permitido que os curaran, ahora ya estaría todo olvidado —dijo Cadfael, hablando indiferentemente en inglés—. ¿De veras sois tan insensato? En las circunstancias en que os encontráis, tendréis que aprender a ser discreto.

—De los ingleses —contestó el mozo en galés, sacudiendo la cabeza para indicar que no comprendía ni una sola palabra— no tengo nada que aprender. Y no soy un insensato, de lo contrario, sería tan locuaz como vos, viejo cabeza rapada.

—Os hubieran podido curar en el Vado de Godric —añadió inocentemente Cadfael—. Perdisteis unos días preciosos allí.

—Un hato de mujeres estúpidas —contestó el mozo con descaro—, y, por si fuera poco, viejas y feas como el demonio.

Fue más que suficiente.

—Un hato de mujeres —dijo Cadfael en indignado galés— que sacó del agua, escurrió a vuestra señoría y le aporreó el pecho hasta devolverle el aliento. Y, si no podéis encontrar unas corteses palabras de agradecimiento hacia ellas en un idioma que puedan comprender, sois el mozo más desagradecido que jamás haya deshonrado a Gales. Tal vez sepáis, mi gallardo paladín, que no hay nada más viejo ni más feo que la ingratitud ni tampoco más necio; a punto estoy de arrancaros este vendaje y dejaros pudrir por vuestra desvergüenza.

El joven se levantó de un salto del banco de piedra y entreabrió la boca en una mueca de infantil asombro. Después, miró fijamente a Cadfael, tragó saliva y enrojeció poco a poco desde la garganta hasta las sienes.

—Soy tres veces más galés que vos, estúpido mozuelo —dijo Cadfael más calmado—, puesto que, a mi juicio, os triplico la edad. Ahora recuperad el resuello y hablad en inglés porque os juro que, si me volvéis a hablar en galés como no sea en casos extremos, os dejo con vuestra locura, la cual será, por cierto, una compañía muy poco placentera. Bueno, ¿estamos de acuerdo?

El mozo vaciló por un instante al borde de la humillación y el enojo, por no estar acostumbrado a semejante trato, pero se redimió bruscamente, estallando en una sonora carcajada con la cual dio a entender que lamentaba su locura y admiraba al mismo tiempo la astucia de Cadfael al haberle tendido aquella trampa en la que tan incautamente había caído. Por fortuna, tenía un natural amable que le impedía ser un joven totalmente malcriado.

—Así está mejor —dijo Cadfael, cautivado—. Me parece muy bien que silbarais y os mostrarais arrogante para conservar el valor, pero ¿por qué fingir que no hablabais inglés? ¿Cuánto tiempo creéis que hubieran tardado en descubrirlo?

—Con un par de días más —contestó el joven, lanzando un suspiro de resignación—, tal vez hubiera podido averiguar qué destino me aguarda —tras haber accedido a hablar en inglés, estaba demostrando que lo podía utilizar con soltura—. Soy nuevo aquí. Quería orientarme.

—Y supongo que el descaro estaba destinado a sostener vuestro vigor. Vergüenza debería de daros haber insultado a las santas mujeres que os salvaron la insolente vida.

—Lo dije pensando que nadie me entendería —protestó el prisionero, aunque en seguida reconoció magnánimamente—: Pero tampoco me enorgullezco de ello. Era un pájaro atrapado en una red, dando picotazos de rabia por todas partes y ansiando escapar. Y, además, no quería revelar nada sobre mí mismo hasta que no conociera las intenciones de quienes me han capturado.

—O tal vez no queríais reconocer vuestro valor —apuntó audazmente Cadfael— por temor a que se pudiera exigir un alto rescate por vuestra persona. Si no dierais el nombre ni indicarais vuestro rango, ¿cómo podrían poneros un precio?

La morena cabeza asintió en silencio mientras los ojos miraban a hurtadillas a Cadfael. El joven dudaba sin saber qué decir, a pesar de que ya había sido descubierto. De pronto, abrió impulsivamente las compuertas y las palabras empezaron a surgir a borbotones.

—A decir verdad, mucho antes de que atacáramos el convento, yo no estaba muy de acuerdo con aquella salvaje empresa. Owain de Gwynedd no sabía nada sobre las correrías de su hermano y se enojaría con nosotros, y cuando Owain se enoja, yo me ando con mucho tiento. Cosa que no hice cuando decidí seguir a Cadwaladr. Ojalá me hubiera mantenido apartado de él. Jamás tuve intención de causar el menor daño a las damas, pero ¿cómo podía retirarme una vez en ello? ¡Y, por si fuera poco, me dejé atrapar! ¡Por un puñado de ancianas y de campesinos! En casa se disgustarán conmigo y yo me convertiré en el hazmerreír de todos —el muchacho parecía más molesto que abatido, pero enseguida se encogió de hombros y sonrió de buen grado ante la idea de que pudieran burlarse de él, por más que tal posibilidad le resultara dolorosa—. Y, como tenga que costarle muy caro a Owain, no quiero ni pensar lo que va a ser de mí. A Owain no le hace demasiada gracia tener que pagar a precio de oro la devolución de unos idiotas.

Cuanto más le conocía, tanto más apreciaba Cadfael al mozo. Con honrada y viril actitud, estaba reconociendo que su deseo de atacar a los demás no era más que una excusa para no tener que culparse a sí mismo de lo ocurrido. Cadfael empezó a cobrarle cariño.

—Dejadme que os diga una palabrita al oído. Cuando más alto sea vuestro valor, tanto mejor recibido seréis por Hugo Berengario, que os retiene aquí. Y no por deseo de adquirir oro. Es probable que el alguacil de este condado se encuentre prisionero en Gales tal como vos os encontráis aquí, y Hugo Berengario quiere liberarlo. Si vos tenéis un valor análogo y el alguacil está vivo, tal vez muy pronto podáis regresar a casa. Sin que ello le cueste ni un céntimo a Owain de Gwynedd, el cual nunca quiso intervenir en este asunto y se alegrará de poder demostrarlo, devolviéndonos a Gilberto Prestcote.

—¿Habláis en serio? —El joven miró a Cadfael asombrado y se ruborizó de emoción—. Entonces, ¿debo hablar? ¿Estoy en condiciones de recuperar mi libertad y de complacer tanto a los galeses como a los ingleses? Sería un resultado mucho más satisfactorio de lo que yo pudiera esperar.

—¡O merecer! —dijo categóricamente Cadfael mientras el moreno cuello se erguía ofendido y volvía súbitamente a relajarse mientras los negros bucles se agitaban y en el bello rostro se dibujaba una alegre sonrisa—. Pero ¡qué se le va a hacer! Contadme vuestra historia aprovechando que estoy aquí, pero contádmela en seguida porque soy bastante curioso. Iré en busca de Hugo Berengario y llegaremos a un acuerdo. ¿Por qué permanecer tendido sobre la piedra en esta semioscuridad, pudiendo estirar libremente las piernas por las salas del castillo?

—¡Me habéis convencido! —exclamó el joven con una esperanzada sonrisa—. Escuchad mi confesión y no os ocultaré nada.

Tras haber tomado la decisión, el joven, que era comunicativo por naturaleza y no muy aficionado al silencio, habló alegremente por los codos. Su comedimiento debía de haberle costado un enorme esfuerzo. Hugo le escuchó con rostro inexpresivo, aunque Cadfael ya sabía interpretar los más leves movimientos de sus cejas y el más mínimo centelleo de sus ojos negros.

—Me llamo Elis de Cynan y mi madre era prima de Owain de Gwynedd. Él es mi señor y ha seguido mi desarrollo en el hogar adoptivo en el que me colocó al morir mi padre. Es decir, en casa de mi tío Griffith de Meilyr donde crecí como un hermano con mi primo Eliud. La esposa de Griffith también es pariente lejana del príncipe y Griffith es uno de sus más destacados oficiales. Owain nos tiene mucho aprecio. No permitirá que yo permanezca en cautiverio —añadió resueltamente el joven.

—¿A pesar de que seguisteis a su hermano en una batalla en la que él no quería tener la menor parte? —preguntó Hugo con una gentileza no exenta de seriedad.

—A pesar de eso —insistió Elis con firmeza—. Aunque, a decir verdad, ojalá no lo hubiera hecho. Eso pensaré todavía con más vehemencia cuando regrese y tenga que comparecer ante él. Lo más seguro es que me exija la vida —el mozo no pareció angustiarse demasiado ante semejante idea. La presencia de Hugo no impidió que esbozara una tímida sonrisa—. Fui un insensato. No ha sido la primera vez y me temo que no será la última. Eliud fue más juicioso. Tiene un carácter serio y profundo, piensa como Owain. Es la primera vez que seguimos distintos caminos. Ojalá le hubiera hecho caso. Él nunca se equivoca. Pero yo estaba deseando entrar en acción y, como soy muy terco, me fui.

—¿Y os gustó la acción que visteis? —preguntó secamente Hugo.

Elis se mordió el labio inferior con expresión meditabunda.

—La batalla se libró con nobleza en ambos bandos. ¿Estuvisteis vos allí? En tal caso, sabréis que conseguimos cruzar el río a pesar de la crecida y que supimos mantener nuestras posiciones en medio de aquel pantano congelado, calados hasta los huesos y estremeciéndonos de frío —el emocionante recuerdo le hizo evocar el fallido intento de cruzar otro río y su menos heroico final, pescado en el arroyo como un gatito a punto de ahogarse, arrastrado a la orilla en medio del barro, vomitando entre accesos de hipo el agua que se había tragado y aporreado por las manos de un musculoso campesino. Elis captó la mirada de Hugo, vio su propio recuerdo reflejado en ella y tuvo la suficiente humildad como para sonreír—. Bueno, el agua de un río desbordado no favorece a ningún bando en particular y se traga con la misma voracidad a los galeses que a los ingleses. Pero en Lincoln no lo lamenté. Libramos un buen combate. Lo que ocurrió después en Lincoln me revolvió las tripas. De haberlo sabido antes, no hubiera ido. Pero ya estaba allí y no podía volverme atrás.

—Os asqueó lo que visteis en Lincoln —señaló Hugo— y, sin embargo, os fuisteis a saquear el Vado de Godric.

—¿Qué podía hacer? ¿Enfrentarme a mis amigos y compañeros, mirarles por encima del hombro y decirles que lo que iban a hacer era una vileza? ¡No soy un héroe! —dijo Elis—. No obstante, reconoceréis que no le hice ningún daño a nadie. Me hicieron prisionero y, si os complace decirme que me estuvo bien empleado, no lo consideraré una ofensa. El resultado de todo ello es que estoy aquí, a vuestra disposición. Estoy emparentado con Owain y, cuando él sepa que estoy vivo, querrá que vuelva.

—En tal caso, es muy posible que vos y yo lleguemos a un acuerdo satisfactorio —dijo Hugo— porque creo que el gobernador de este condado, cuyo regreso deseo tanto como Owain desea el vuestro, se encuentra prisionero en Gales como vos os encontráis aquí. Si eso es cierto, no habrá dificultades para que se efectúe un intercambio. No deseo manteneros encerrado bajo llave en una celda, siempre y cuando os comportéis con decoro y esperéis el resultado. Es el camino más rápido para vuestro regreso a casa. Dadme vuestra palabra de que no intentaréis escapar y no saldréis de estas salas, y podréis recorrer el castillo a vuestro gusto.

—¡De mil amores! —exclamó Elis con entusiasmo—. Os doy mi palabra de que no intentaré escapar y no pondré los pies fuera de vuestras puertas hasta que recuperéis a este hombre y me concedáis la venia para marcharme.

Cadfael volvió a visitar al joven galés al día siguiente para cerciorarse de que la herida ya estaba cicatrizando sin problemas, y que los bordes de la juvenil carne se unirían como dos amantes y el corte desaparecería sin apenas dejar huella.

El tal Elis de Cynan era un mozo encantador, tan fácil de leer como un libro y tan abierto como una margarita al mediodía. Cadfael permaneció un rato con él para sonsacarle algo más, tarea no demasiado ardua por cierto, y consiguió recolectar una abundante cosecha. Tanto más cuanto que el joven no tenía nada que perder. Como sólo le escuchaba un tolerante anciano de su propia raza, el muchacho se abrió con locuaz inocencia.

—No me dejé convencer por Eliud —dijo con tristeza—. Él insistió en que esto no sería bueno para Gales y en que cualquier botín que pudiéramos conseguir no valdría ni la mitad del daño que causaríamos. Hubiera tenido que comprender que tenía razón porque él nunca se equivoca. ¡Y lo más maravilloso es que jamás me ofende! ¡Nadie puede enojarse con él… por lo menos, yo no!

—Ya sé que los parientes que se crían juntos pueden estar tan unidos como los hermanos de sangre —dijo Cadfael.

—Más unidos que la mayoría de hermanos. Casi parecemos gemelos. Eliud vino al mundo media hora antes que yo y siempre se ha comportado como el hermano mayor. Estará muy preocupado por mí en estos momentos, porque sólo debe de saber que me arrastró la corriente de un arroyo. Ojalá pudiéramos acelerar el intercambio para que él supiera que estoy vivo y seguiré incordiándole.

—Sin duda habrá alguien más, aparte de vuestro primo y amigo, inquieto por vuestra ausencia —dijo Cadfael—. ¿Aún no tenéis esposa?

Elis hizo una pícara mueca.

—Eso no es más que una amenaza, de momento. Mis mayores me prometieron en matrimonio cuando era niño, pero no tengo ninguna prisa. Ésta es la suerte común que aguarda a todos los hombres cuando alcanzan la madurez. Hay que tener en cuenta las tierras y las alianzas.

El joven hablaba de todo ello como si fuera algo así como el peso de los años, aceptado, pero no bien recibido. Era evidente que no estaba enamorado de la dama. Probablemente la conocía y había jugado con ella desde la infancia, pero ahora apenas le dedicaba el menor recuerdo y su persona le era indiferente por entero.

—Puede que esté más preocupada por vos de lo que vos estáis con ella —apuntó Cadfael.

—¡Ja, ja! —se rió bruscamente Elis—. ¡Ni soñarlo! Si yo me hubiera ahogado en el arroyo, la hubieran emparejado con otro, con tal de que perteneciera a un linaje adecuado, y todo se hubiera resuelto a la perfección. Ella jamás me eligió ni yo a ella. Y que conste que no pone ningún reparo como tampoco lo pongo yo; cosas peores nos podrían ocurrir.

—¿Quién es esta afortunada dama? —preguntó secamente Cadfael.

—Veo que mi sinceridad no os agrada —le reprochó Elis en tono burlón—. ¿He dicho yo acaso que fuera una ganga? En realidad, la muchacha tiene grandes cualidades; es menuda, perspicaz, y morena, bastante agraciada a su manera y, si debo casarme, no me irá del todo mal. Su padre es Tudur de Rhys, el señor de Tregeiriog en Cynllaith… un hombre de Powys, pero íntimo amigo de Owain, cuyas ideas comparte, y su madre era una mujer de Gwynedd. Cristina se llama la chica. Su mano se considera un gran trofeo —añadió el presunto beneficiario sin demasiado entusiasmo—. Y lo es en verdad, pero gustosamente me pasaría algún tiempo sin ella.

Ambos estaban paseando por el recinto exterior para entrar en calor puesto que, aunque hubiera mejorado el tiempo, el aire era frío y al mozo no le apetecía regresar a su celda hasta que no tuviera más remedio que hacerlo. Caminaba con el rostro levantado al cielo por encima de las torres y su paso era tan ligero y flexible como si ya pisara la hierba de los campos.

—Os podríamos salvar durante algún tiempo de este peligro —sugirió astutamente Cadfael—, alargando los tratos para la liberación de nuestro alguacil y reteniéndoos tranquilamente aquí todo el tiempo que quisierais.

—¡Oh, no! —Elis soltó una carcajada—. ¡Eso, no! Mejor una esposa en Gales que esta especie de libertad de aquí. Aunque lo mejor de todo sería poder regresar a Gales sin casarme —reconoció el renuente prometido sin dejar de reírse—. Tanto si me caso como si no, supongo que, al final, todo es lo mismo. Siempre habrá cacerías, ejercicio de las armas y amigos.

Malas perspectivas, pensó Cadfael, sacudiendo la cabeza, para aquella menuda, perspicaz y morena criatura llamada Cristina, hija de Tudur, en caso de que necesitara algo más que un jovial adolescente por marido, dispuesto a ser tolerante con sus caprichos, pero menos dispuesto a amarla. Aunque bien era cierto que muchos matrimonios honrados no comenzaban con mejores augurios y más adelante se encendía la llama.

Había llegado a la arcada que daba acceso al recinto interior, iluminada por los fríos y oblicuos rayos del sol. En la parte superior de la torre de la esquina, Gilberto Prestcote había instalado sus aposentos familiares en lugar de mantener una casa en la ciudad. Entre las almenas del lienzo de la muralla, el sol iluminaba una angosta puerta que conducía a los aposentos de arriba y a través de la cual apareció de pronto una joven. Era todo lo contrario de menuda y morena: alta y esbelta como un plateado abedul, con un rostro delicadamente ovalado y un cabello rubio y ondulado, que brilló con fulgurantes destellos cuando ella se detuvo un instante en el umbral y experimentó un leve estremecimiento al sentir el abrazo del gélido aire.

Elis contempló su pálido rostro iluminado por el sol y se detuvo en seco, mirando a través de la arcada con unos ojos inmensamente redondos al tiempo que abría la boca de asombro. La muchacha se arrebujó en su capa, cerró la puerta a su espalda y cruzó rápidamente la arcada para dirigirse a la ciudad. Cadfael tuvo que tirar a Elis de la manga para sacarle de su aturdimiento, apartarle del camino de la joven y hacerle comprender que la turbadora intensidad de su mirada podría ofender a la muchacha en caso de que ésta se diera cuenta. Elis se apartó obedientemente, pero, tras dar unos pasos, se detuvo de nuevo, giró la barbilla hacia el hombro y no quiso moverse.

La joven esbozó una leve sonrisa de complacencia al contemplar la clara mañana, pese a la tristeza e inquietud que revelaba su semblante. Elis no se había apartado lo suficiente como para pasar inadvertido. La joven intuyó una presencia y volvió bruscamente la cabeza. Hubo un breve instante en que los ojos de Elis se encontraron con los ojos de la muchacha, azul oscuro como las flores de la pervinca. La joven interrumpió el ritmo de su paso, se detuvo ante su mirada y casi pareció esbozar una leve sonrisa, tal como ocurre cuando se reconoce a alguien. Un ligero rubor tiñó su rostro antes de que recuperara la compostura, apartara la mirada y apurara el paso en dirección a la barbacana.

Elis se la quedó mirando hasta que cruzó la puerta y se perdió de vista. Su propio rostro estaba intensamente arrebolado.

—¿Quién era esta dama? —preguntó con una urgencia no exenta de reverente admiración.

—Esta dama —contestó Cadfael— es la hija del gobernador, justamente el hombre que esperamos encontrar vivo y prisionero en Gales y al cual pretendemos comprar con vuestra persona. La esposa de Prestcote ha venido a Shrewsbury por este asunto en compañía de su hijastra y su hijito, confiando en poder saludar muy pronto a su señor. Es su segunda esposa. La madre de la muchacha murió sin darle un hijo.

—¿Sabéis cómo se llama? Me refiero a la chica.

—Su nombre —contestó Cadfael— es Melicent.

—¡Melicent! —Pronunciaron los labios del mozo en silencio. En voz alta, el joven añadió, dirigiéndose al cielo y al sol más que a Cadfael—: ¿Dónde se vio jamás un cabello semejante a los hilos de plata y más sutil que la gasa? Su semblante es como de leche y rosas… ¿Cuántos años podrá tener?

—¿Cómo podría yo saberlo? Tendrá unos dieciocho, a juzgar por su aspecto. Más o menos la misma edad que vuestra Cristina, supongo —contestó fray Cadfael, soltándole un recordatorio no excesivamente amable de la realidad—. Le haréis un gran favor y un gran servicio, devolviéndole a su padre. Sé que vos también estáis deseando regresar a casa —subrayó con intención.

Elis apartó a regañadientes la mirada de la esquina que había doblado Melicent Prestcote y parpadeó como si no hubiera comprendido y como si acabara de despertar de un profundo sueño.

—Sí —dijo con voz vacilante, reanudando el camino con expresión absorta.

A media tarde, mientras Cadfael se hallaba ocupado en la tarea de rellenar los frascos de cordiales para el invierno en su cabaña del huerto de hierbas medicinales, entró Hugo, trayendo consigo una gélida corriente de aire antes de que pudiera volver a cerrar la puerta contra el viento del este. Hugo se calentó las manos sobre el brasero, se sirvió sin que lo invitaran un vaso del vino de Cadfael y se sentó en el ancho banco adosado a la pared. Se encontraba a gusto en aquel minúsculo mundo, perfumado por la madera y las crujientes hierbas, en el que Cadfael dejaba pasar buena parte de su jornada y en el que solía meditar con gran provecho.

—Vengo de ver al abad —dijo Hugo— y he conseguido que nos prestara vuestra persona durante unos días.

—¿Y ha accedido a prestarme? —preguntó Cadfael con interés mientras colocaba un tapón a una jarra cuyo contenido estaba todavía caliente.

—Por una buena causa y por un motivo justificado, sí. Está tan interesado como yo en encontrar y recuperar a Gilberto. Cuando antes sepamos si tal intercambio será posible, tanto mejor para todos.

Cadfael no pudo por menos que estar de acuerdo. Estaba pensando, con cierta inquietud, aunque sin demasiada preocupación, en la aparición matutina. Una visión tan alejada de todo lo que era más habitual en Gales bien podía deslumbrar a unos jóvenes e impresionables ojos. Sin embargo, había un previo compromiso de por medio, las obligaciones del honor galés y la más amarga realidad del inveterado y floreciente odio de Gilberto Prestcote hacia los galeses, al cual ciertos representantes de aquella raza correspondían con análogo fervor.

—Tengo una frontera que guardar y una guarnición que conservar —dijo Hugo, sosteniendo el vaso con ambas manos para calentarlo—, y unos vecinos al otro lado de la frontera, embriagados por sus proezas y probablemente ansiosos de nuevas conquistas. Llegar hasta Owain Gywnedd es una empresa muy arriesgada, y todos lo sabemos. No me atrevería a encomendar semejante misión a un capitán que no dominara el galés porque tal vez no volviera a verle vivo. Incluso podría perder a una partida de cinco o seis hombres bien armados. Vos sois galés, estáis acostumbrado a la cota de malla y, al otro lado de la frontera, tenéis parientes por todas partes. Creo que vos tenéis mejores posibilidades que una banda de guerreros: con una pequeña escolta por si os tropezarais con hombres sin ley, vuestro dominio del galés y la red de parientes que os permitiría hacer frente a cualquier compañía regular que os saliera al paso. ¿Qué decís?

—Me avergonzaría como galés —contestó complacido Cadfael— si no pudiera enumerar dieciséis generaciones de mi estirpe, aparte el hecho de que algunos de mis parientes se encuentran a este lado de la frontera, en este condado, y eso ya es un buen comienzo para iniciar el camino hacia Gwynedd.

—Corren rumores de que Owain no se encuentra en los inhóspitos parajes de Gwynedd. Teniendo en cuenta la voracidad de Ranulfo de Chester y su afán de adquirir mayores ganancias, el príncipe se ha desplazado al este para vigilar a los suyos. Eso dicen los rumores. Dicen que podría estar a este lado de los Berwyns, en Cynllaith o en Glyn Ceiriog, vigilando Chester y Wrexham.

—Eso sería muy propio de él —convino Cadfael—. Tiene una mente muy abierta y procura anticiparse a los acontecimientos. Decidme en qué consiste la misión.

—En preguntarle a Owain de Gwynedd si tiene, o puede arrebatarle a su hermano, la persona de mi gobernador, prisionero en Lincoln. Y, en caso de que lo tenga o pueda encontrarlo y adueñarse de él, si estaría dispuesto a intercambiarlo por este joven pariente suyo, Elis de Cynan. Vos sabéis y podéis informar de ello mejor que nadie, que el mozo se encuentra sano y salvo. Owain podría conseguir todas las garantías que quisiera, puesto que todo el mundo sabe que es un hombre de palabra, pero, con respecto a mí, es muy posible que no esté tan seguro. Puede que ni siquiera me conozca de nombre. No obstante, tendrá ocasión de conocerme mejor cuando iniciemos los tratos. ¿Accederéis a ir?

—¿Cuándo? —preguntó Cadfael, apartando la jarra para que se enfriara y sentándose al lado de su amigo.

—Mañana, si podéis delegar en otra persona vuestras tareas aquí.

—El hombre mortal tiene que estar dispuesto a delegar sus tareas en todo momento puesto que es mortal —contestó serenamente Cadfael—. Oswin ha adquirido una extraordinaria experiencia con las hierbas, mucha más de la que yo esperaba cuando llegó aquí. Y fray Edmundo es el dueño de su propio reino y se las podrá arreglar muy bien sin mí. Si el padre abad me libera de mis obligaciones, soy vuestro. Lo que pueda hacer, lo haré.

—En tal caso, subid al castillo mañana después de prima y os tendré preparado un buen caballo —Hugo sabía que eso constituiría para Cadfael una atracción irresistible y esbozó una sonrisa al comprobar el efecto de sus palabras—. Y algunos hombres especialmente escogidos para que os sirvan de escolta. El resto dependerá de vuestro dominio del galés.

—Muy cierto —dijo Cadfael, satisfecho—, una rápida palabra en galés es mucho mejor que un escudo. Allí estaré. Pero poned claramente por escrito en un pergamino vuestras condiciones. Owain tiene una mentalidad muy legalista y le gustan los documentos bien redactados.

Por la mañana después de prima, una mañana mucho más gris que la víspera, Cadfael se puso las botas y la capa y cruzó la ciudad para dirigirse al castillo, donde los caballos de su escolta ya estaban ensillados y los hombres ya le esperaban. Los conocía a todos y confiaba en que pudieran intercambiar al joven que Hugo había elegido como posible rehén por el deseado prisionero. Quiso despedirse de Elis y le encontró soñoliento y ligeramente malhumorado en su celda a aquella temprana hora de la mañana.

—Deseadme buen viaje, muchacho, porque voy a ver qué se puede hacer con este intercambio. Con un poco de buena voluntad y una pizca de suerte, puede que emprendáis la vuelta a casa dentro de un par de semanas. Os alegraréis de poder regresar a vuestro país como un hombre libre.

Elis convino en que así sería, en efecto, puesto que eso era evidentemente lo que se esperaba de él, aunque lo hizo con suma tibieza.

—Pero aún no es seguro que vuestro gobernador se encuentre allí y pueda ser redimido, ¿verdad? Y, aunque esté allí, se tardará algún tiempo en encontrarlo y arrancarlo de las manos de Cadwaladr.

—En tal caso —dijo Cadfael—, tendréis que armaros de paciencia y permanecer un poco más de tiempo en este cautiverio.

—Si no hay más remedio, lo haré —dijo Elis con excesiva conformidad, tratándose de alguien no acostumbrado hasta entonces a armarse de paciencia—. Confío, no obstante, en que vayáis y regreséis sano y salvo —añadió cortésmente.

—Portaos bien mientras yo intento resolver este asunto —le aconsejó Cadfael, dando media vuelta para retirarse—. Transmitiré vuestro saludo a vuestro medio hermano Eliud, si tengo ocasión de verle, y le comunicaré que no habéis sufrido ningún daño.

Elis acogió con agrado el ofrecimiento, pero se abstuvo de añadir otro nombre que hubiera podido relacionarse en justicia con aquel mismo mensaje. Por su parte, Cadfael evitó también mencionarlo. Ya había alcanzado la puerta cuando Elis le llamó súbitamente:

—Fray Cadfael…

—¿Sí? —contestó Cadfael, volviendo la cabeza.

—Aquella dama… la que vimos ayer, la hija del gobernador…

—¿Qué hay de ella?

—¿Está prometida en matrimonio?

¡Vaya por Dios!, pensó Cadfael, montando en su cabalgadura con la misión bien ensayada en la cabeza y su puñado de hombres armados a su alrededor, amor a primera vista, y eso que ella jamás le ha dicho una sola palabra y probablemente jamás se la dirá. Una vez en casa, la olvidará. Si no hubiera tenido un cabello tan claro como la plata y no hubiera sido tan distinta de las menudas y morenas muchachas galesas, el joven jamás se hubiera fijado en ella.

Cadfael contestó a la pregunta con cautelosa indiferencia, diciendo que no tenía la menor idea acerca de los planes del gobernador con respecto a su hija y evitando añadir la seria advertencia que tenía en la punta de la lengua. Tratándose de un muchacho tan vehemente como aquél, la disuasión sólo hubiera servido para intensificar su deseo. No cabía duda de que la joven poseía una serena hermosura realzada por la aureola de inocente tristeza que la envolvía. ¡Cuánto antes se alcance el éxito en esta misión, tanto mejor!, pensó Cadfael.

Abandonaron Shrewsbury por el puente de Gales y tomaron el camino del noroeste hacia Oswestry.

Sibila, lady Prestcote, era veinte años más joven que su esposo, una agraciada dama muy favorablemente dispuesta hacia todo el mundo y notable sobre todo por algo que la primera esposa del gobernador no había podido hacer, dándole el ansiado hijo varón. El pequeño Gilberto tenía siete años y era la niña de los ojos de su padre y el rey del corazón de su madre. Melicent se sentía mimada, pero olvidada, aunque el amor hacia su hermanito le impedía albergar el menor resentimiento. Un heredero era un heredero, mientras que una heredera era un logro mucho menos importante.

Los aposentos del castillo, a pesar de que gozaban de todas las comodidades, seguían siendo un pétreo y frío lugar lleno de corrientes de aire, y nada adecuado para acoger a una familia. El hecho de que Sibila se hubiera trasladado a Shrewsbury con su hijo era algo excepcional, teniendo a su disposición otras seis mansiones mucho más agradables. Hugo le hubiera ofrecido la hospitalidad de su casa, pero los numerosos criados de la dama no hubieran podido encontrar acomodo en ella y Sibila prefería la austeridad de su inhóspita, pero espaciosa morada de la torre. Su esposo estaba acostumbrado a ocuparla en solitario cuando sus deberes le obligaban a permanecer en la guarnición. Estando tan preocupada por él como estaba, Sibila prefería alojarse en aquel lugar que por derecho le correspondía por muy espartanas que fueran las condiciones.

Melicent quería a su hermanito, y no ponía ningún reparo a las normas vigentes según las cuales él heredaría todas las posesiones de su padre mientras que a ella sólo le correspondería una modesta dote. Hubo un momento en que pensó seriamente en la posibilidad de tomar el hábito y dejar intacta la herencia Prestcote, dada su gran inclinación a los altares, las reliquias y los cirios, aunque tuvo el suficiente sentido común como para darse cuenta de que lo suyo distaba mucho de ser una vocación, ya que no le hacía experimentar aquella abrumadora sensación de revelación que suele producirse en tales casos.

El asombro, el deleite y la curiosidad que sintió, por ejemplo, cuando se detuvo indecisa en los peldaños, cruzó la arcada para salir al recinto exterior y miró instintivamente hacia la presencia que advertía tan cercana y vio los sobresaltados ojos oscuros de aquel desconocido prisionero galés. Lo que le traspasó el corazón no fue siquiera su juvenil apostura sino la mirada de embeleso que el joven clavó en su persona.

Siempre había considerado a los galeses con temor y desconfianza como si fueran unos toscos salvajes; y de pronto, allí estaba aquel joven tan gallardo y apuesto cuyos ojos se iluminaron y cuyas mejillas se arrebolaron al cruzarse con su mirada. Pensaba en él constantemente y se hacía preguntas, tratando por todos los medios de disimular la profundidad de su interés. El mismo día en que Cadfael emprendió el viaje para ir a entrevistarse con Owain de Gwynedd, Melicent vio a Elis desde la ventana de la torre, medio aceptado entre los jóvenes de la guarnición, desnudo de cintura para arriba y enzarzado en una lucha con uno de los mejores pupilos del maestro de armas en el recinto interior del castillo. No era adversario suficiente para el alto y fornido mozo inglés, el cual le hizo caer pesadamente al suelo mientras ella contenía el aliento consternada. Sin embargo, el prisionero se levantó en seguida entre risas y le dio al vencedor una amable palmada en el hombro.

No había nada en él, ningún movimiento ni mirada en los que ella no descubriera generosidad y gallardía.

La joven tomó la capa y bajó presurosa por la escalera de piedra y se dirigió a la arcada por la cual tendría que pasar el mozo para dirigirse a su celda del recinto exterior. Ya estaba empezando a oscurecer y todo el mundo habría interrumpido sus tareas y diversiones para ir a cenar a la sala. Elis cruzó la arcada renqueando levemente a causa de las magulladuras y silbando una alegre melodía. El mismo estremecimiento de intuición que había inducido a Melicent a volver la cabeza obró ahora el prodigio en el joven.

La melodía quedó en suspenso en sus labios entreabiertos. Elis se detuvo en seco, conteniendo la respiración. Los ojos de ambos se cruzaron y no pudieron apartarse, aunque tampoco lo intentaron demasiado.

—Señor —dijo la muchacha, tras haber observado el vacilante ritmo de sus pasos—, me temo que os habéis lastimado.

Vio el temblor que recorrió el cuerpo del joven de la cabeza a los pies antes de que éste pudiera recuperar el resuello.

—No —contestó el mozo como hablando en sueños—, no me había lastimado hasta ahora. Ahora, en cambio, estoy herido de muerte.

—Me parece —dijo Melicent, temerosa y emocionada a la vez—, que todavía no me conocéis…

—Os conozco —replicó Elis—. Vos sois Melicent. Tengo que comprar el regreso de vuestro padre… a un precio…

A un precio desastroso, al precio de desgarrar aquel matrimonio de miradas que los fue acercando cada vez más hasta que sus manos se rozaron y ambos se sintieron perdidos.