I
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quel día séptimo de febrero del año del Señor de 1141 se ofrecieron plegarias especiales en todos los oficios, no por la victoria de un bando y la derrota del otro en los campos de batalla del norte sino por un mejor consejo, por la reconciliación, por el fin del derramamiento de sangre y por el respeto de la vida entre hombres de un mismo país. Todos ellos, propósitos altamente deseables, tal como pensó con un suspiro fray Cadfael mientras rezaba, pero a los cuales no era muy probable que, en aquella tierra tan desgarrada y fragmentada, se contestara más que con una respuesta sumamente vaga e imprecisa. Hasta Dios necesita cierta consideración y apoyo por parte de la materia que Él ha creado para hacer de los hombres unas criaturas racionales y benévolas.
Shrewsbury había proporcionado al rey Esteban unas apreciables fuerzas que se unirían a las suyas en el norte, donde los condes de Chester y Lincoln, los ambiciosos hermanastros, habían despreciado el favor del rey y habían decidido establecer unos dominios independientes, con muchas posibilidades de alzarse con el triunfo, por cierto. La parte pública del espacioso templo estaba más llena que de costumbre durante los oficios monásticos, y tanto las angustiadas esposas como las madres y los abuelos oraban con fervor por sus parientes. No todos los hombres que habían partido con el alguacil Gilberto Prestcote y su representante Hugo Berengario regresarían sanos y salvos a Shrewsbury. Corrían muchos rumores, pero las noticias eran más bien escasas. Sin embargo, se decía que Chester y Lincoln, que desde hacía mucho tiempo se mantenían neutrales entre los dos pretendientes a la corona, a la espera de realizar ambiciosos planes en contra de ambos, al verse amenazados por la proximidad del rey Esteban, habían solicitado precipitadamente la ayuda de los paladines de su antagonista, la emperatriz Matilde, comprometiéndose de este modo con una lealtad de la que tal vez más tarde tendrían ocasión de arrepentirse.
Cadfael salió muy abatido de vísperas, dudando de la fuerza e incluso la honradez de sus propias plegarias, a pesar de lo mucho que se había esforzado en ser sincero. Los hombres embriagados de ambición y poder no inclinan sus armas al suelo ni se detienen a pensar en el carácter humano de los seres a los que se disponen a matar. Allí no se había llegado a semejante extremo… todavía. Esteban se dirigió al norte con su gallarda y violenta prepotencia y, enfurecido por la ingrata traición de Chester, atrajo irreflexivamente a muchos en pos de sí, amén de otros muchos que, más prudentes y equilibrados, hubieran podido discurrir en su nombre de haber tenido un poco más de tiempo para pensarlo. La cuestión estaba en el aire y las buenas gentes del condado de Shrop se sentían totalmente comprometidas con su señor. Lo mismo le sucedía al amigo de Cadfael, Hugo Berengario de Maesbury, segundo alguacil del condado, cuya esposa estaría aguardando ansiosamente noticias en la ciudad. El hijo de Hugo, que ahora tenía un año, era el ahijado de Cadfael, el cual tenía permiso para visitarlo siempre que quisiera, dada la importancia y la sagrada naturaleza de los deberes de un padrino. Cadfael renunció a la cena en el refectorio y cruzó las puertas de la abadía, avanzó por el camino, dejando a su izquierda el molino y el estanque del molino y a su derecha el cinturón de bosque que protegía los principales vergeles de la abadía en el Gaye, atravesó el puente de Severa, cuyas aguas brillaban con trémula luz bajo el gélido firmamento invernal cuajado de estrellas, y franqueó la gran puerta de la ciudad.
A la entrada de la casa de Hugo junto a la iglesia de Santa María y más allá de la misma, en High Cross, ardían las antorchas, y a Cadfael le pareció que había más gente en la calle y más movimiento que de costumbre a semejante hora de la noche invernal. Se aspiraba en el aire un leve estremecimiento de emoción y, en cuanto sus pies pisaron el umbral, Aline acudió corriendo a la puerta con los brazos abiertos. Al reconocer quién era, el rostro de Aline conservó su placentera expresión de bienvenida, pero perdió en un instante el brillo especial que lo iluminaba.
—¡No soy Hugo! —dijo tristemente Cadfael, sabiendo para quién se había dejado la puerta abierta de par en par—. Todavía no. Entonces, ¿es que hay alguna noticia? ¿Vuelven a casa?
—Will Warden nos lo ha mandado decir hace una hora, antes de que oscureciera. Han avistado acero desde las torres, todavía muy lejos, pero ahora ya deben de estar en la barbacana del castillo. Tenemos la puerta abierta para ellos. Pasad y sentaos a esperarle junto al fuego, Cadfael —Aline tomó sus manos y cerró resueltamente la puerta a la noche y a su propia y dolorosa impaciencia—. Está aquí —añadió, viendo en el rostro de Cadfael un reflejo del mismo amor y la misma inquietud que ella sentía—. Han divisado sus estandartes y los soldados avanzan en formación ordenada. Sin embargo, no todo estará como a la ida, de eso no me cabe la menor duda.
No, eso jamás. Los que iban a la batalla jamás regresaban sin mostrar en sus filas unos huecos semejantes a heridas abiertas. Lástima que los que los mandaban nunca aprendieran y que los pocos hombres sabios que había entre los que los seguían nunca pudieran transmitir sus enseñanzas. Pero la confianza y la lealtad eran más fuertes que el temor, pensó Cadfael, lo cual tal vez fuera una virtud, aunque uno tuviera que enfrentarse con la muerte para cumplir su compromiso. La muerte era, en fin de cuentas, la única expectativa común a todos los hombres y de ella no escapaban ni los héroes ni los cobardes.
—¿No ha enviado a decir cómo fue la jornada? —preguntó Cadfael.
—No, pero corren rumores de que no fue bien —contestó Aline sin vacilar, apartándose con una delicada mano el dorado cabello que le caía sobre la frente. Era una esbelta joven de apenas veintiún años ya madre de un niño de un año y tan rubia como moreno era su marido. La timidez propia de su adolescencia había madurado en una gentil dignidad—. Una perversa marea nos arrastra a todos en Inglaterra —añadió—, pero no siempre será así, tiene que haber un reflujo —lo dijo con serena firmeza, aunque le costara un esfuerzo disimular su inquietud—. No habéis comido, no creo que hayáis cenado en la abadía. Sentaos y cuidad un ratito de vuestro ahijado que enseguida os traigo carne y cerveza.
El pequeño Giles, tremendamente crecido para una criatura de un año, se apoyó en los bancos, las mesas de caballete y los arcones, rodeando la estancia con suma cautela, pero asombrosa celeridad, hasta llegar al escabel junto a la chimenea. Allí se encaramó sin ayuda a las rodillas de Cadfael, cubiertas por el deslustrado hábito negro. De su boca fluía un torrente de palabras casi todas ellas inventadas, si bien de vez en cuando pronunciaba alguna en cierto modo comprensible. Su madre hablaba constantemente con él y lo mismo hacía su fiel servidora Constanza, y aquel vástago de la nobleza las escuchaba con atención y les respondía con locuacidad. Por muchos doctos aristócratas que tengamos, pensó Cadfael, rodeando con sus brazos el sólido cuerpo del infante, nunca serán suficientes. Tanto si elige la Iglesia como si elige la espada, no estará de más una mente ingeniosa y despierta. Como un par de cachorros de sabueso alimentados en el regazo, el heredero de Hugo irradiaba el delicioso calor y la fragancia de pan recién cocido, propios de la carne joven y sin tacha.
—No dormirá —dijo Aline, entrando con una bandeja de madera y depositándola en el arca que había junto al fuego— porque sabe que hay algo en el aire. No me preguntéis cómo, porque yo no le he dicho nada, pero lo sabe. Dádmelo a mí y comed tranquilo. Es posible que la espera sea larga, puesto que tendrán que dejarlo todo en orden en el castillo antes de que Hugo vuelva a casa.
Hugo tardó más de una hora en aparecer. Para entonces, Constanza ya había retirado los restos de la cena de Cadfael y se había llevado a un principito muerto de sueño que ya no podía mantener por más tiempo los ojos abiertos por mucho que lo intentara, y que se quedó dormido en un desmañado abandono cuando ella lo tomó en sus brazos. A pesar de la agudeza auditiva de Cadfael, fue Aline quien primero irguió la cabeza y se levantó al oír unas ligeras pisadas en la puerta. Su radiante sonrisa se desvaneció de repente porque los pies parecían arrastrarse con cierta inseguridad.
—¡Está herido!
—Entumecido a causa del largo viaje a caballo —se apresuró a decir Cadfael—. Las piernas no lo sostienen. Corred y ya remediaremos lo que haya ocurrido.
Aline corrió a su encuentro y Hugo se arrojó en sus brazos. En cuanto lo hubo examinado de pies a cabeza y hubo comprobado que estaba entero, a pesar del cansancio, el polvo del camino y cualquier leve lesión que pudiera sufrir, Aline se tranquilizó y no quiso dar la menor muestra de extravagante inquietud aunque no dejara por ello de observarle con solícita atención detrás del bello escudo de su apacible semblante de esposa. Hugo era más bien de baja estatura y complexión liviana, poco más alto que su mujer, con el cabello negro y las cejas igualmente negras. Sus movimientos carecían de la habitual agilidad, lo cual no era nada extraño después de permanecer tantas horas sobre una silla de montar: su sonrisa fue muy breve y cansada cuando besó a su mujer, apoyó una cálida mano sobre el hombro de Cadfael y se hundió con un profundo suspiro entre los cojines del banco junto al fuego, estiró las piernas y apoyó cuidadosamente los pies en el suelo, el derecho con inequívocas señales de dolor. Cadfael se arrodilló y le quitó las rígidas botas cubiertas de hielo, el cual empezó a fundirse, formando unos riachuelos en el pavimento.
—¡Bendita caridad cristiana! —exclamó Hugo, inclinándose para dar una palmada con la mano sobre la tonsura de su amigo—. Yo no hubiera podido alcanzarlas. ¡Estoy muerto de cansancio! Pero no importa, ya hemos resuelto la primera necesidad… ellos están en casa y yo también.
Constanza entró presurosa con una bandeja de comida y una copa de leche caliente mezclada con vino y Aline hizo lo propio con una holgada vestidura, con la cual sustituyó de inmediato el jubón de cuero que llevaba su esposo. En las últimas fases del camino, Hugo había cabalgado más ligero, tras haberse desprendido de la cota de malla. Ahora se frotó con ambas manos las mejillas entumecidas por el frío, movió agradablemente los hombros al calor de la lumbre y lanzó un gran suspiro liberador. Le vieron comer y beber sin apenas decir nada. Hasta la voz se anquilosa después de un prolongado esfuerzo y un profundo cansancio. Cuando reposara un poco, las cuerdas de su garganta se calentarían y suavizarían y las palabras brotarían sin quebrarse.
—Tu hombrecito ha mantenido los párpados abiertos —dijo alegremente Aline, observando atentamente todos sus movimientos mientras comía y entraba en calor— hasta que ya no ha podido hacerlo ni siquiera con la ayuda de los dedos. Está bien y ha crecido mucho a pesar del poco tiempo transcurrido… Cadfael te lo podrá confirmar. Ahora ya se sostiene sobre los pies y sólo se ha caído un par de veces.
No se ofreció para despertarlo y mostrárselo a su padre; estaba claro que aquella noche no había lugar para las cuestiones infantiles por muy placenteras que éstas fueran.
Hugo se reclinó en su asiento tras haber dado buena cuenta de la comida, emitió un gran bostezo, miró con una súbita sonrisa a su esposa y la atrajo a sus brazos mientras Constanza retiraba la bandeja, volvía a llenar la copa y cerraba cuidadosamente la puerta de la estancia donde dormía el niño.
—No te inquietes por mí, amor mío —dijo Hugo, reteniendo a Aline con su brazo—. Estoy magullado y cansado de cabalgar, pero nada más. Sin embargo, hemos tenido ciertamente un par de caídas y no es muy fácil levantarse. Hemos regresado con la mayoría de los hombres que llevamos al norte, pero no con todos… Nuestro señor Gilberto Prestcote… ha desaparecido. Creo que no ha muerto sino que ha sido hecho prisionero, aunque ignoro si lo retiene Roberto de Gloucester o bien el galés… ojalá lo supiera.
—¿El galés? —preguntó Cadfael, animándose de repente—. ¿Y cómo es eso? Owain de Gwynedd nunca había puesto la mano en el fuego por la emperatriz. ¿Después de haberse mantenido tanto tiempo apartado del conflicto y de las ganancias que ello le ha reportado? ¡No es tan necio como para eso! ¿Por qué iba a ayudar a uno de sus dos enemigos contra el otro? Lo más probable es que les dejara cortarse tranquilamente la garganta el uno al otro.
—Habéis hablado como corresponde a un buen cristiano —dijo Hugo, esbozando una irónica sonrisa de complacencia mientras Cadfael soltaba un gruñido y se ruborizaba ante su comentario—. No, Owain es comedido y juicioso, pero tiene un hermano. Cadwaladr estaba allí con su enjambre de arqueros en compañía de Madog de Meredith, el de Powys, ansioso de saquear lo que pudiera. Ambos han hincado los dientes en Lincoln y han dejado los campos limpios de cualquier prisionero que prometa reportarles un buen rescate, aunque esté medio muerto. Dudo que hayan capturado a Gilberto entre los demás —Hugo se removió en su asiento para apoyar mejor su dolorido cuerpo en los cojines—. Aunque no es el galés —añadió con una torva sonrisa— el que se ha llevado el mayor trofeo. Roberto de Gloucester ya está a medio camino de su ciudad y llegará esta noche con un prisionero que vale todo un reino con el fin de entregarlo a la emperatriz Matilde. Dios sabe lo que ocurrirá ahora, pero yo sé cuál deberá ser mi tarea. No podemos contar con el alguacil de este condado y no hay nadie que pueda nombrar un sucesor. Me corresponde a mí guardar este condado lo mejor que pueda y me propongo guardarlo hasta que la fortuna nos vuelva a sonreír. El rey Esteban ha sido capturado en Lincoln y ahora lo llevan prisionero a Gloucester.
Tras habérsele soltado la lengua, Hugo experimentó la necesidad de referir todos los detalles tanto para aclararse sus propias ideas como para aclarárselas a sus oyentes. Él era ahora el único señor del condado y tendría que guardarlo y guarnecerlo en nombre de un rey que se había eclipsado; su misión consistiría en cuidarlo y defender sus límites hasta que pudiera servir de nuevo a su auténtico señor.
—Ranulfo de Chester salió subrepticiamente del castillo de Lincoln y logró abandonar una ciudad hostil antes de que nos acercáramos. Después, se presentó corriendo ante Roberto de Gloucester y le prometió lealtad a la emperatriz a cambio de ayuda contra nosotros. Hay que decir que la esposa de Chester es hija de Roberto y que Chester la había dejado en el castillo con el conde de Lincoln y su mujer, mientras toda la ciudad se levantaba en armas y hervía a su alrededor. Qué gran bienvenida dispensó la ciudad a Esteban y a sus hombres. Bien caro lo ha pagado. Sea como fuere, allí estábamos nosotros, con la ciudad en nuestro poder, el castillo bajo asedio y el invierno de nuestra parte, teniendo en cuenta, además, que Roberto se encontraba a una considerable distancia y la nieve y las crecidas de los torrentes lo retenían. Sin embargo, como sabéis, Roberto no es hombre que se acobarde fácilmente.
—Nunca estuve en el norte —dijo Cadfael con un curioso brillo en los ojos y un ardor en la sangre que le costó un gran esfuerzo dominar. Sus días de soldado ya habían tocado a su fin y él había renunciado a las armas hacía mucho tiempo, pero, aun así, no podía evitar emocionarse ante el aguijón de la batalla cuando sus amigos participaban en ella—. Dicen que la ciudad se levanta en lo alto de un cerro y que la guarnición está muy cerca. Hubiera tenido que ser fácil defender la ciudad, con Roberto o sin Roberto. ¿Qué es lo que falló?
—Pues, veréis, cierto que no valoramos debidamente a Roberto, según nuestra costumbre, pero eso no hubiera tenido por qué conducirnos a fatales consecuencias. Había llovido intensamente, el río que rodeaba la ciudad por el sur y el oeste estaba desbordado, el puente se hallaba muy bien defendido y el vado no se podía cruzar. ¡Pero, a pesar de ello, Roberto lo cruzó! ¿Qué podían hacer los demás sino seguirle?
»¡El camino es de ida, pero no de vuelta! —dijo según nos contó uno de nuestros prisioneros.
»Formando una sólida muralla, consiguieron cruzar el río sin apenas perder un hombre. Cierto que aún tenía que subir por la ladera desde el llano anegado hasta la cima del cerro… ¡si Esteban no hubiera sido Esteban! Con aquel ejército en los campos anegados de abajo y todos los presagios de las lecturas de la misa en contra suya… aunque vos ya sabéis que no suele prestar demasiada atención a estas advertencias… ¿qué diríais que hizo? Pues, con su nobleza y caballerosidad acostumbradas, por las cuales bien sabe Dios cuánto le estimo, aunque a veces también lo maldiga, ordena que su ejército descienda de las alturas al llano para enfrentarse con su enemigo en un combate equilibrado. —Hugo apoyó los hombros en el sólido respaldo del muro, arqueó las cejas y esbozó una sonrisa, debatiéndose entre la admiración y la exasperación—. Ellos se habían concentrado en los parajes más altos y secos de aquella especie de pantano medio congelado. Roberto colocó en primera línea y montados a caballo a los leales seguidores de Matilde que se habían quedado por ella sin sus tierras orientales y no tenían nada que perder y sí mucho que ganar, dominados por una ardiente sed de venganza. Nuestros caballeros, en cambio, tenían todo que perder y nada que ganar, se sentían lejos de sus hogares y sus tierras y ansiaban regresar para fortalecer sus propios dominios. Por su parte, las hordas de galeses hambrientos de botín tenían todos sus bienes y pertenencias a salvo en su santuario del oeste sin que nadie los amenazara. ¿Qué podíamos esperar? Cuando los que habían sido despojados de sus tierras iniciaron el ataque contra nuestra caballería, cinco condes no pudieron sobreponerse a la sorpresa y huyeron despavoridos. Por el flanco izquierdo, los flamencos de Esteban repelieron el ataque de los galeses, pero vos ya sabéis cómo suelen actuar los galeses; se retiraron lo justo para volver a concentrarse y regresaron armados casi todos ellos con arcos para poder alcanzar mejor a sus presas y, cuando los hombres de a pie echaron a correr, lo mismo hicieron sus capitanes… Guillermo de Ypres, Ten Eyck y todos los demás. Esteban se quedó sin caballo entre nosotros, rodeado de los restos de su caballería y sus infantes de tierra. Se nos echaron encima y fue entonces cuando perdí de vista a Gilberto. No es de extrañar porque aquello era un caos y cada hombre no veía más allá de su espada o su daga o cualquier otra cosa que blandiera en su mano para salvar la cabeza. Esteban aún conservaba la espada. Os juro, Cadfael, que jamás se ha visto semejante hombre en una batalla una vez enardecido, sabiendo lo mucho que eso le cuesta dada su natural bondad. Aquello más parecía el asedio de un castillo que el asalto a un hombre. Los hombres que había abatido lo rodeaban como una muralla y los que venían detrás tenían que encaramarse a ella antes de contribuir con sus cuerpos a aumentar la altura de la muralla. Finalmente, apareció Chester… hay que reconocer que Ranulfo no se acobarda ante casi nada… y poco faltó para que se convirtiera en otra piedra del baluarte de no haber sido porque al rey se le rompió la espada. Alguien que tenía muy cerca le arrojó un hacha danesa para sustituirla, pero Chester ya había pegado un brinco y no estaba a su alcance. Entonces, en medio de aquella confusión, alguien tomó una gran piedra del suelo y la lanzó contra Esteban, derribándolo y dejándolo sin sentido, momento que aprovecharon los enemigos para abalanzarse sobre él y atarle de pies y manos antes de que recuperara el conocimiento. Yo caí bajo otra oleada de hombres —añadió tristemente Hugo— y fui sepultado por los cuerpos de otros menos afortunados. Salí de allí en cuanto se llevaron al rey y subieron en tropel a la ciudad para saquearla, antes de que regresaran al campo de batalla en busca de todo lo que mereciera la pena llevarse. Reuní a nuestros hombres, cuyo número era superior al que yo esperaba, los conduje todo lo lejos que pude y me fui con un par de soldados a buscar a Gilberto. No lo encontramos y cuando los otros regresaron para recoger lo que pudieron tras haber saqueado la ciudad, decidimos regresar. ¿Qué otra cosa hubiéramos podido hacer?
—Nada de provecho —contestó con firmeza Cadfael—. Y gracias a Dios que salisteis con vida. Si hay algún lugar en el que Esteban os necesite ahora, es aquí, defendiendo su condado.
Cadfael hablaba para sus adentros. Hugo ya sabía lo que tenía que hacer; de otro modo, jamás se hubiera retirado de Lincoln. En cuanto a la matanza, no se dijo ni una sola palabra. Hugo consideró oportuno regresar con casi todos los buenos habitantes de Shrewsbury, cuyo mando le había sido especialmente encomendado, y eso fue lo que hizo.
—La mujer de Esteban se encuentra en Kent con un poderoso ejército y conserva en su poder todo el este y el sur —añadió Hugo—. Removerá todas las piedras que haga falta entre Kent y Londres, y conseguirá liberar a Esteban de su cautiverio. No es el final. Un infortunio se puede trocar en fortuna. Un prisionero se puede sacar de su prisión.
—O intercambiar por otro —dijo Cadfael sin demasiado convencimiento—. ¿No hay en el bando del rey ningún trofeo importante? Aunque dudo mucho que la emperatriz soltara a Esteban a cambio de alguno de sus tres mejores señores, ni siquiera del propio Roberto, a pesar de lo desvalida que estaría sin él. No, retendrá con mano firme a su prisionero e intentará ocupar el trono. ¿Pensáis que los príncipes de la Iglesia se interpondrán durante mucho tiempo en su camino?
—Bueno —contestó Hugo, estirando el cuerpo con precaución porque lo tenía todo magullado—, yo sé por lo menos cuál es mi misión. En el condado de Shrop impera ahora mi ley, que es la ley de mi soberano, y yo me encargaré de conservar por lo menos este condado para el rey.
Hugo bajó a la abadía dos días más tarde para asistir a la misa que el abad Radulfo había decidido oficiar por las almas de los muertos de Lincoln de ambos bandos y por la cicatrización de las enconadas heridas abiertas en Inglaterra. Se ofrecieron preces especiales por los desventurados moradores de la ciudad norteña, a la merced de unos vengativos ejércitos y despojados de todas sus pertenencias, y algunos incluso de sus vidas, amén de los muchos que habían huido a los desolados parajes de la campiña invernal. El condado de Shrop se encontraba ahora más cerca de los combates de lo que jamás hubiera estado en tres años, como vecino de un conde de Chester embriagado por sus triunfos y ansioso de añadir más tierras a sus dominios. Cada una de las maltrechas guarniciones de Hugo se encontraba alerta y preparada para defender su amenazada seguridad.
Ya habían salido de misa y Hugo se encontraba conversando con el abad en el gran patio cuando, de pronto, se advirtió un repentino revuelo en la arcada de la caseta de vigilancia y apareció un pequeño cortejo procedente de la barbacana. Cuatro fornidos campesinos vestidos con rústicas prendas entraron sin temor, dos de ellos portando unos arcos listos para entrar en acción, otro con una podadera al hombro y un cuarto con una larga pica. Entre ellos, con dos hombres de su escolta a cada lado, una rolliza mujer cabalgaba en una pequeña mula. La mujer vestía el negro hábito de las monjas benedictinas. Las blancas bandas de su toca enmarcaban un redondo y sonrosado rostro de fina tez y delicados huesos, iluminado por unos grandes ojos castaños. Calzaba botas de hombre y se había recogido el hábito para montar, pero lo soltó inmediatamente con un rápido movimiento de su recia mano mientras desmontaba, y miró discretamente a su alrededor, buscando a alguien revestido de autoridad a quien pudiera dirigirse.
—Nos ha venido a visitar una hermana —dijo benignamente el abad, mirándola con interés—, pero es alguien a quien yo no conozco.
Fray Cadfael, que en aquel momento estaba cruzando despaciosamente el patio para dirigirse al huerto y el herbario, también había observado el súbito bullicio de la entrada y se había detenido en seco a la vista de aquella figura a la que tan bien recordaba. Había conocido a aquella dama en ciertas memorables circunstancias. Al parecer, ella también recordaba el encuentro con agrado, puesto que, en cuanto sus ojos se posaron en Cadfael, un fulgor de reconocimiento le iluminó el semblante mientras él se adelantaba alegremente a recibirla. Sus rústicos acompañantes, tras haberla escoltado sana y salva hasta el lugar al que se dirigía, permanecieron de pie junto a la caseta de vigilancia sin sentirse en modo alguno intimidados o impresionados por el ambiente que los rodeaba.
—Ya sabía yo que reconocería vuestros andares —dijo la dama con satisfacción—. Vos sois fray Cadfael, el que vino una vez a nuestro convento a propósito de cierto asunto. Me complace haberos encontrado tan oportunamente puesto que no conozco a nadie más aquí. ¿Tendréis la bondad de presentarme a vuestro abad?
—De mil amores —contestó Cadfael—, precisamente ahora os está mirando desde una esquina del claustro. Han transcurrido dos años… ¿Debo decirle que tiene el honor de recibir la visita de sor Avice?
—Sor Magdalena —dijo recatadamente la dama, esbozando una leve sonrisa. Cuando sonreía, por muy leve y decorosamente que lo hiciera, el delicioso hoyuelo que Cadfael recordaba, fulguraba como una estrella en su mejilla curtida por la intemperie. Cadfael se preguntó si no sería conveniente que buscara algún medio de exorcizarlo en su nueva vocación o si dicho hoyuelo no seguiría siendo tal vez el arma más eficaz de su arsenal. Fue consciente de su parpadeo y de que ella se había dado cuenta. Siempre había en Avice de Thornbury un aire de misteriosa conspiración que inducía a cada hombre que la trataba a pensar que era el único en quien ella confiaba[1].
—El asunto que me trae —añadió Avice— interesa especialmente a Hugo Berengario puesto que, según me han dicho, Gilberto Prestcote no regresó de Lincoln. Nos han informado en la barbacana de que le encontraríamos aquí y, en caso de no encontrarle, que fuéramos a verle al castillo.
—Está aquí —dijo Cadfael—, recién salido de misa y conversando con el abad Radulfo. Por encima de mi hombro los podéis ver a los dos.
Avice miró y, a juzgar por la expresión de sus ojos, pareció que lo aprobaba. El abad Radulfo era insólitamente alto y vigoroso, se mantenía erguido como una lanza y poseía un enjuto rostro de halcón y una mirada serena y perspicaz en extremo; por su parte, Hugo, aunque fuera una cabeza más bajo y estuviera muy delgado, hablaba con suavidad, y nunca hacía ningún movimiento susceptible de llamar la atención; raras veces pasaba inadvertido. Sor Magdalena lo estudió de pies a cabeza con una rápida mirada de sus ojos castaños. Era una excelente conocedora de los hombres y sabía distinguir perfectamente a los varones de cuerpo entero.
—¡Muy bien! —dijo, asintiendo con la cabeza—. Venid, les presentaré mis respetos.
Radulfo adivinó su intención y avanzó a su encuentro, acompañado de Hugo.
—Padre abad —dijo Cadfael—, os presento a sor Magdalena, de nuestra orden, del convento de Polesworth situado al suroeste a unas dos leguas de aquí en el bosque del Vado de Godric. El asunto que la trae interesa también a Hugo Berengario en su calidad de gobernador de este condado.
Sor Magdalena hizo una graciosa reverencia y se inclinó para besar la mano del abad.
—En realidad, lo que tengo que deciros interesa a todos cuantos tengan que ver con la paz y el orden, padre. Fray Cadfael ha visitado nuestro convento y sabe lo aisladas y lo cerca de Gales que vivimos en estos tiempos tan revueltos que corren. Él os podrá explicar mejor la situación si yo no acertara a hacerlo con la debida eficacia.
—Sed bienvenida, hermana —dijo Radulfo, estudiándola con la misma sagacidad con que ella lo había estudiado a él—. Fray Cadfael intervendrá en nuestra conversación. Confío en que seáis mi invitada a la hora del almuerzo. En cuanto a vuestros acompañantes… ya he visto su solícita actitud para con vos… me encargaré de que sean debidamente atendidos. Y, si todavía no le conocéis, aquí a mi lado está Hugo Berengario a quien buscáis.
Aunque la religiosa mantenía la mejilla apartada de él, Cadfael no tuvo la menor duda de que su hoyuelo se iluminó cuando se volvió hacia Hugo y le dijo ceremoniosamente:
—Mi señor, jamás había tenido el alto honor de conoceros —Cadfael no supo adivinar si sus palabras eran una muestra de cortesía o bien una manifestación de fina ironía—; fue con vuestro alguacil con quien tuve una vez ocasión de conversar. Me han dicho que no regresó con vos y que podría estar prisionero, cosa que lamento profundamente.
—Yo también —dijo Hugo— y espero redimirle si se me ofrece la oportunidad. Juzgo por vuestra escolta que habéis tenido que atravesar el bosque con muchas precauciones. Creo que esto es algo que también me corresponde resolver a mí, ahora que he regresado.
—Vayamos a mis aposentos —terció el abad— y veamos qué tiene que decirnos sor Magdalena. Fray Cadfael, ¿tendréis la amabilidad de decirle a fray Dionisio que lo mejor de nuestra casa está a la disposición de los acompañantes de nuestra hermana? Después, venid a reuniros con nosotros ya que vuestros conocimientos podrían ser necesarios.
Cuando Cadfael entró en los aposentos del abad unos minutos más tarde, sor Magdalena se encontraba un poco apartada del fuego, con los pies discretamente ocultos bajo el dobladillo de su hábito y la espalda erguida contra el muro revestido de madera. Cuanto más detenidamente la observaba, tanto más cordialmente la recordaba. Había sido durante muchos años y desde su más tierna juventud, la hermosa amante de un barón y había aceptado aquella situación como un honrado acuerdo y un justo trato con tal de poder escapar de la pobreza y cultivar su espíritu. Mientras su señor vivió, había sido afectuosamente fiel al acuerdo. La pérdida de aquel oficio que tantas posibilidades le había ofrecido de desarrollar su talento la indujo a buscar, con su habitual determinación, otro oficio análogamente satisfactorio, a pesar de las numerosas dificultades que ello entrañaba después de tantos años de fidelidad al anterior. La superiora del Vado de Godric primero y la priora de Polesworth después, a pesar del asombro que les debió de causar la petición de semejante postulanta, debieron de ver en Avice de Thornbury algo muy digno de ser aceptado en beneficio de la orden. Siendo una mujer tan fiel cumplidora de su palabra en el primer oficio, lo sería igualmente en el segundo. Cabía dudar de que inicialmente ello hubiera podido llamarse una vocación, pero con aplicación y paciencia tal vez lo llegara a ser con el tiempo.
—Cuando esta cuestión de Lincoln estalló repentinamente en enero —dijo sor Magdalena—, nos llegaron rumores en el sentido de que ciertos galeses estarían dispuestos a levantarse en armas. Supongo que no por lealtad a alguno de los dos bandos, sino por el botín que podrían obtener cuando ambas fuerzas se enzarzaran en combate. El príncipe Cadwaladr de Gwynedd empezó a reunir un ejército y los galeses de Powys decidieron unirse a él para acudir en ayuda del conde de Chester. Por consiguiente, antes de que se iniciara la batalla, nosotras ya estábamos advertidas.
Era ella quien lo habría intuido. ¿Quién sino ella, en aquel pequeño nido de santas mujeres, hubiera podido adivinar qué vientos soplaban entre los dos pretendientes a la corona, entre los galeses y los ingleses, entre el ambicioso conde y sus ávidos secuaces?
—Por consiguiente, padre, no nos sorprendimos demasiado cuando, hace unos cuantos días, el mozo de una granja situada en un claro del bosque al oeste de nuestra casa, acudió corriendo para decirnos que la cabaña y la propiedad de su padre habían sido atacadas, que su familia había huido hacia el este y que una partida de galeses estaba acabando con lo poco que quedaba de su hogar y jactándose de que pronto asaltarían el convento del Vado de Godric. Los cazadores que regresan a casa nunca desdeñan cobrar las ocasionales piezas que puedan añadir a su botín. Por aquel entonces aún no habíamos recibido la noticia de la derrota de Lincoln —añadió sor Magdalena, clavando los ojos en la atenta mirada de Hugo—, pero hicimos nuestros cálculos y tomamos buena nota de lo ocurrido. El camino de regreso más corto de Cadwaladr con su botín hasta su castillo de Aberystwyth pasa muy cerca de Shrewsbury. Al parecer, aún temía aproximarse a la ciudad, pese a constarle la debilidad de su escasa guarnición. Se sentía más seguro con nosotras en el bosque. Teniendo que habérselas tan sólo con un puñado de mujeres, merecería la pena divertirse un poco y despojarnos de todo lo que poseyéramos.
—¿Y eso ocurrió hace cuatro días? —preguntó Hugo con interés.
—Cuatro cuando vino el mozo. Ahora está a salvo y su padre también, pero se han llevado su ganado hacia el oeste. Hace tres días que llegaron al convento. Dispusimos de un día para prepararnos.
—Es un comportamiento innoble atacar como unos cobardes la casa de unas mujeres indefensas —dijo Radulfo con indignada cólera—. Vergüenza para los galeses y para todos los que cometen semejantes infamias. ¡Y nosotros aquí sin saber nada de vuestra apurada situación!
—No temáis, padre, hemos capeado muy bien el temporal. Nuestra casa sigue en pie, no ha sido saqueada; nuestras mujeres no han sufrido ningún daño y los hombres del bosque apenas han sufrido algún que otro rasguño. No estamos totalmente indefensas. Vinieron por el oeste y nuestro arroyo discurre por aquella parte. Fray Cadfael conoce aquellos parajes.
—El arroyo sería una barrera muy frágil en casi todas las estaciones del año —dijo Cadfael en tono dubitativo—. Pero han caído lluvias muy intensas este invierno. Sin embargo, hay que defender el vado y el puente.
—Muy cierto, pero nuestros buenos vecinos tardan muy poco en juntar fuerzas. Estamos muy bien consideradas entre la gente del bosque y los hombres son muy valientes y esforzados —cuatro de los esforzados hombres de su ejército se encontraban en aquellos momentos en la caseta de vigilancia, dando buena cuenta de un festín de carne, pan y cerveza, orgullosamente satisfechos de sí mismos y de sus hazañas—. El arroyo ya bajaba muy crecido, pero conseguimos ahondar el vado por si acaso, y Juan Miller abrió sus compuertas para que se desbordara el agua. Después, aserramos la madera de los machones del puente, dejando tan sólo un fragmento sin aserrar, y les ajustamos unas cuerdas alrededor desde los arbustos. Ya recordaréis que las orillas están bien arboladas. En cualquier momento que lo consideráramos oportuno, podríamos arrancar los machones. Todos los hombres del bosque vinieron con picas, horcas y arcos y se apostaron en la orilla para cerrar el paso a quienquiera que se hubiera atrevido a cruzar el arroyo.
No cabía la menor duda de que ella había sido la inventora de semejante recibimiento. Parecía una plácida y hermosa matrona de aldea, comentando con orgullo las proezas de sus hijos y nietos aunque en presencia de éstos tuviera la prudencia de no exteriorizar su satisfacción.
—Los hombres del bosque —añadió— son tan buenos arqueros como el que más. Los distribuimos entre los árboles a lo largo de nuestra orilla mientras que en la otra orilla se situaron otros hombres al acecho para hostigar la huida del enemigo cuando éste echara a correr.
El abad estudió a sor Magdalena con cauteloso respeto y comedido asombro.
—Recuerdo que la madre Mariana es una frágil anciana. Este ataque le habrá causado una profunda aflicción. Me alegro de que os tuviera a vos y pudiera delegar sus poderes en una ayudante tan valerosa.
Sor Magdalena esbozó una benigna sonrisa que, a juicio de Cadfael, debió de ser un piadoso intento de disimular el recuerdo del pánico y la inutilidad de la madre Mariana ante la inminencia del peligro. Sin embargo, sólo se limitó a decir:
—Nuestra superiora no se encontraba muy bien en aquellos momentos, pero ahora ya está restablecida, gracias a Dios. Le pedimos que se encerrara en la capilla con las monjas de más edad y con los objetos de valor que poseemos, y que juntas rezaran para que pudiéramos superar aquella apurada situación. Eso fue sin duda lo que nos salvó, más que las picas y los arcos, porque todo pasó sin que nadie sufriera ningún daño.
—No obstante, las plegarias no impidieron que los galeses perpetraran el previsto ataque, supongo —dijo Hugo, esbozando una sonrisa de admiración—. Veo que tendré que reparar algunas vallas por ahí abajo. ¿Qué sucedió a continuación? Decís que todo fue bien. ¿Utilizasteis las cuerdas?
—En efecto. Avanzaron en un apretado grupo y, cuando ya ocupaban todo el puente y estaban a punto de alcanzar nuestra orilla, tiramos de las cuerdas y se rompieron los machones. Cayeron todos a la corriente y los que intentaron alcanzar el vado perdieron pie en los hoyos que habíamos cavado y fueron arrastrados por el agua. En cuanto nuestros arqueros empezaron a disparar las primeras flechas, los galeses dieron media vuelta. Los mozos que aguardaban al acecho en la otra orilla los atacaron a su vez y aceleraron su huida. Ahora Juan Miller ya ha cerrado las compuertas. Bastarán un par de semanas sin lluvia para que podamos reconstruir el puente. Los galeses dejaron tres muertos que se habían ahogado en el arroyo y a otros se los llevaron consigo medio muertos. A todos menos a uno que es precisamente el motivo de mi presencia aquí. Vimos a un gallardo mozo arrastrado por la corriente y conseguimos sacarlo completamente hinchado de agua y a punto de expirar si no lo hubiéramos sacudido para que expulsara el agua y nos contara su historia. Podéis venir a haceros cargo de él cuando gustéis. Tal y como están las cosas, quizá os pueda ser útil.
—Cualquier prisionero galés nos puede ser útil —dijo Hugo, animándose—. ¿Dónde lo tenéis alojado?
—Juan Miller lo tiene a buen recaudo bajo llave. No me atreví a traéroslo por muy buenas razones. Es tan ágil como un martín pescador y tan escurridizo como un pez, y, a no ser que lo hubiéramos atado de pies y manos, dudo que hubiéramos podido traerlo hasta aquí.
—Nos encargaremos de ir a buscarle —dijo Hugo con entusiasmo—. ¿Qué clase de hombre es? ¿Os ha revelado su nombre?
—Habla sólo en galés, lengua que ni yo ni ninguno de nosotros conocemos. Pero es joven, viste como un príncipe y sus modales son los propios de un caballero de alto linaje, no de un vulgar patán. Os podría ser muy valioso en caso de intercambio.
—Mañana mismo iré por él —prometió Hugo— y os doy sinceramente las gracias. Por la mañana ya tendré preparada una compañía. Aprovecharé para inspeccionar la frontera y, si podéis quedaros a pasar la noche aquí, hermana, os escoltaremos a casa.
—Sería lo más prudente —terció el abad—. Nuestra hospedería y todo lo que tenemos está a vuestra disposición. Los vecinos que os han prestado tan buen servicio son igualmente bienvenidos. Regresaréis más tranquilos con la seguridad de unos hombres armados. Podría haber alguna partida merodeando por el bosque.
—Lo dudo —dijo sor Magdalena—. No vimos la menor señal por el camino. Fueron los hombres los que no quisieron permitir que viniera sola. Pero acepto vuestra hospitalidad, padre, y os agradeceré vuestra compañía, mi señor, durante el camino de regreso —añadió, mirando con una cortés sonrisa a Hugo.
—A fe mía que es valiente —le dijo Hugo a Cadfael mientras ambos cruzaban el patio y sor Magdalena se iba a almorzar con el abad—, podría encomendarle la vigilancia del bosque en lugar de ofrecerle protección. Ojalá la hubiéramos tenido en Lincoln cuando nuestros enemigos cruzaron el río, cosa que no pudieron hacer los suyos. Viajar al sur con ella mañana será sin duda un placer muy provechoso. Escucharé con interés cualquier consejo que esta dama me quiera dar.
—No sólo depararéis placer sino que, además, lo recibiréis —señaló Cadfael con su habitual franqueza—. Puede que esta dama haya hecho voto de castidad y que cumpla lo que juró hacer. Pero no juró no deleitarse en la apariencia, el trato y la compañía de un hombre como Dios manda. Dudo que alguna vez se comprometiera a renunciar a tal cosa, lo consideraría una lástima y no juzgaría conveniente despreciar los dones de Dios.
El grupo se reunió a la mañana siguiente después de prima. Lo formaban sor Magdalena y sus cuatro acompañantes y Hugo con media docena de guardias armados de la guarnición del castillo. Fray Cadfael estuvo presente en la partida y se despidió cordialmente de la dama.
—Creo que me va a costar un enorme esfuerzo —le confesó— aprender a llamaros por vuestro nuevo nombre.
Al oír sus palabras, sor Magdalena esbozó una sonrisa al tiempo que en su mejilla aparecía fugazmente el seductor hoyuelo.
—¡Vaya! Estáis pensando que todavía no me he arrepentido de nada de lo que hice… y reconozco que ni yo misma recuerdo tal cosa. Tenéis razón, pero fue un gran consuelo y una gran satisfacción para estas mujeres. Fueron muy buenas conmigo y acogieron con enorme gozo a una hermana caída que deseaba enmendar sus errores. No podía negarme a darles lo que querían y consideraban conveniente. Yo soy un motivo de orgullo para ellas y presumen de mí.
—Bien pueden hacerlo —dijo Cadfael— puesto que las habéis salvado del pillaje, la violación y probablemente la muerte.
—En realidad, ellas lo consideraran un comportamiento poco femenino, aunque se alegran del resultado. Las palomas se asustaron y empezaron a revolotear… si bien yo nunca fui una paloma —señaló sor Magdalena— y sólo los hombres admiran al halcón que hay en mí.
Esbozando una gentil sonrisa, sor Magdalena montó en su pequeña mula e inició el camino de regreso a casa, rodeada por los hombres que ya la admiraban y por otros hombres que estaban más que dispuestos a ofrecerle su admiración. Tanto en la corte como en el claustro, Avice de Thornbury jamás pasaría sin que los hombres volvieran la cabeza y la siguieran con la mirada.