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¿PALABRA DE DIOS
O PALABRAS HUMANAS? [234]
APROXIMADAMENTE UN AÑO DESPUÉS de haber escrito Los evangelios gnósticos, me encontraba, durante una soleada tarde de octubre, tomando el té en el Zen Center de San Francisco, invitada por el roshi, junto con el hermano David Steindl-Rast, un monje benedictino. El roshi, un americano cuyo nombre es Richard Baker, nos contó que en su juventud había viajado de Boston a Kioto, donde ingresó en un monasterio budista y se convirtió en discípulo de un maestro de zen, el roshi Shunryu Suzuki. «Pero bueno —dijo riéndose—, si hubiera conocido entonces el evangelio de santo Tomás, no habría tenido que convertirme al budismo». El hermano David, que aquella mañana había ofrecido a los estudiantes de zen una exposición sucinta e incisiva del credo de los apóstoles, hizo un gesto negativo con la cabeza. Reconoció que el evangelio de santo Tomás y algunos otros evangelios no ortodoxos podían ser textos cristianos místicos, pero insistió en que esencialmente no son diferentes de lo que la Iglesia ofrece: «No hay nada en estos textos que no pueda encontrarse en los escritos de los grandes místicos de la Iglesia, como santa Teresa de Ávila o san Juan de la Cruz».
Entonces intervine para decir que yo no estaba de acuerdo. En primer lugar, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz —por no hablar de Jacob Boehme, el místico alemán del siglo XVII, y otros como él, que fueron condenados y excomulgados por herejes— eran plenamente conscientes de que todas las «revelaciones» de las que hablaran a sus superiores monásticos tendrían que estar de acuerdo —al menos aparentemente— con la doctrina ortodoxa. Los místicos cristianos, como los místicos judíos o musulmanes, siempre han tenido sumo cuidado de no identificarse con Dios. Sin embargo, el evangelio de santo Tomás enseña que reconocer la afinidad de uno mismo con Dios es la llave del reino de Dios. El destacado experto moderno Theodor Gaster, decimotercer hijo del gran rabino de Londres, observó que los místicos judíos procuran hablar de relación con Dios, y no de identificación: «El místico judío puede decir, como diría Martin Buber, “Yo y Tú”, pero nunca puede decir “Yo soy Tú”», lo cual sí es lícito en la doctrina religiosa hinduista, por ejemplo, como en la frase tat thvam asi [literalmente, «Tú eres eso»]».[235]
Por supuesto, los judíos y cristianos ortodoxos nunca han negado completamente la afinidad entre Dios y los seres humanos. Pero sus líderes han tenido tendencia a impedir, o al menos a limitar el proceso mediante el cual el individuo puede buscar a Dios por su cuenta. Ésta puede ser la razón por la cual algunas personas educadas en la fe judía o en la fe cristiana buscan actualmente en otro lugar algo con lo que suplir lo que no han encontrado en la tradición occidental. Incluso el padre Thomas Keating, el que fuera abad de la Abadía de St. Joseph en Spencer, Massachusetts, después de ser monje cisterciense durante más de cincuenta años, ha intentado profundizar en la antigua práctica que él llama Centering Prayer [Oración centrada], a través del diálogo con la tradición budista y otras tradiciones del saber, así como con la ciencia contemporánea. El padre Keating piensa que ciertos elementos de la meditación budista complementan la tradición cristiana, ofreciendo otras vías experimentales para descubrir la verdad divina. Thomas Merton, el famoso monje (trapense, como Keating) que escribió el bestseller de la década de 1940, titulado The Seven Storey Mountain [La montaña de los siete círculos], había investigado de una manera similar la tradición budista. Por lo tanto, incluso algunos cristianos devotos han pensado que el impulso para buscar Dios sobrepasa los límites de una sola tradición.
Pero, como hemos visto anteriormente, un siglo después de la muerte de Jesús, algunos de sus más leales seguidores habían decidido ya excluir una amplia gama de fuentes cristianas, por no hablar de los préstamos de otras tradiciones religiosas, aunque, como también hemos dicho, estos préstamos se producían a menudo. Pero ¿por qué y en qué circunstancias consideraron aquellos primeros dirigentes de la Iglesia que estas exclusiones eran necesarias para que el movimiento sobreviviese? Y ¿por qué los que proclamaban a Jesús «el Hijo Unigénito de Dios», como afirma el evangelio de san Juan, prevalecieron en la tradición posterior, mientras se suprimían otros modos de ver el cristianismo, como el de santo Tomás, que induce a sus discípulos a reconocerse a sí mismos, además de a Jesús, como «hijos de Dios»?
Tradicionalmente los teólogos cristianos han afirmado que «el Espíritu Santo guía a la Iglesia hacia la verdad total», una afirmación que a menudo se interpreta en el sentido de que lo que ha sobrevivido ha de ser lo correcto. Algunos historiadores de la religión han racionalizado esta convicción deduciendo que en la historia del cristianismo, como en la historia de la ciencia, las ideas débiles y falsas se extinguen pronto, mientras que las que son fuertes y válidas sobreviven. Raymond Brown, prominente experto neotestamentario y sacerdote católico romano sulpiciano, expresó en sus últimos escritos este punto de vista con poco acierto: lo que los ortodoxos cristianos rechazaban era sólo «la basura del siglo II», y añadía: «sigue siendo basura».[236] Pero tal polémica no nos dice cosa alguna sobre cómo y por qué los líderes de la Iglesia primitiva establecieron los principios fundamentales de la doctrina cristiana. Para comprender lo que sucedió, hemos de examinar los retos específicos —y los peligros— a que se enfrentaron los creyentes durante los años críticos comprendidos, más o menos, entre el año 100 y el 200 de la era cristiana, y cómo afrontaron estos retos los que llegaron a ser arquitectos de la tradición cristiana.
El converso africano Tertuliano, que vivió en la ciudad portuaria de Cartago en el norte de África unos ochenta años después de que se escribieran los evangelios de san Juan y santo Tomás, hacia el año 190 (o, como Tertuliano y sus contemporáneos habrían dicho, durante el reinado del emperador Cómodo), reconoció que el movimiento cristiano estaba atrayendo a una multitud de nuevos miembros, y que los que no pertenecían a dicho movimiento estaban alarmados:
El escándalo se debe a que el Estado está lleno de cristianos, que están en el campo, en las ciudades, en las islas; y [los no cristianos] lamentan, como si fuera una especie de calamidad, que tanto hombres como mujeres, de toda edad y condición, incluso de alto rango, estén convirtiéndose y comiencen a profesar la fe cristiana.[237]
Tertuliano ridiculiza a la mayoría no cristiana por sus burdas sospechas y denuncia a los magistrados por darles crédito:
[Nos llaman] monstruos de maldad y nos acusan de practicar un ritual sagrado en el que matamos a un niño pequeño y nos lo comemos; según dicen, en este ritual, después de la fiesta, practicamos el incesto, mientras que los perros, nuestros proxenetas, apagan las luces y nos proporcionan una oscuridad desvergonzada para satisfacer nuestros apetitos. Éstas son las acusaciones que la gente nos lanza constantemente, aunque no se molestan en averiguar la verdad… Bueno, tú piensas que un cristiano es capaz de cualquier crimen, que es un enemigo de los dioses, del emperador, de las leyes, de la moralidad y de toda la naturaleza.[238]
Tertuliano estaba afligido porque en todo el imperio, desde su ciudad natal en África hasta Italia, España, Egipto y Asia Menor, y en las provincias desde la Germania hasta la Galia, los cristianos se habían convertido en el objetivo de brotes esporádicos de violencia. Los magistrados romanos ignoraban a menudo estos incidentes y a veces tomaban parte en ellos. Por ejemplo, en la ciudad de Esmirna, situada en la costa de Asia Menor, una multitud que gritaba «¡A por los ateos!» linchó al converso Germanicus y exigió —con resultado positivo— que las autoridades arrestaran y mataran inmediatamente a Policarpo, un obispo prominente.[239]
Lo que los no cristianos veían dependía en gran medida de cuáles fueran los grupos cristianos con los que tropezaban. Plinio, gobernador de Bitinia, una región situada actualmente en Turquía, ordenó a sus soldados que detuvieran a las personas acusadas de ser cristianas, en un intento de evitar que los grupos cristianos ampararan a individuos subversivos. Para obtener información, los soldados torturaron a dos mujeres cristianas, ambas esclavas, las cuales manifestaron que algunos miembros de esta religión tan particular «se reunían regularmente antes del amanecer, en una fecha determinada, para cantar un himno a Cristo, como si éste fuera un dios». Aunque se había rumoreado que ingerían carne y sangre humanas, Plinio descubrió que en realidad sólo comían «alimentos normales e inofensivos». Informó al emperador Trajano de que, aunque no había encontrado pruebas de crimen real alguno, «he ordenado que sean detenidos y ejecutados, porque, independientemente de lo que confiesen, estoy convencido de que su terquedad y su obstinación inamovible no deben quedar sin castigo».[240] Veinte años más tarde, el prefecto de la ciudad de Roma, Rusticus, interrogó a un grupo de cinco cristianos que le parecía más un seminario de filosofía que un grupo de miembros de un culto. El filósofo Justino, que luego sería mártir, fue obligado a comparecer con sus discípulos y admitió ante el prefecto que se reunía con los creyentes de su misma fe en su vivienda de Roma, situada «sobre los baños de Timoteo» para debatir sobre «filosofía cristiana».[241] No obstante, Rusticus, al igual que Plinio, sospechó que allí había delito de traición. Cuando san Justino y sus discípulos se negaron a cumplir la orden de ofrecer sacrificios a los dioses, Rusticus ordenó apalearlos y luego decapitarlos.
Treinta años después de la muerte de san Justino, otro filósofo, llamado Celso, que detestaba a los cristianos, escribió un libro titulado Discurso verdadero, en el que ponía al descubierto cómo era en su opinión el movimiento cristiano y acusaba a algunos de sus miembros de actuar como devotos fanáticos de dioses extranjeros tales como Atis y Cibeles, y de estar poseídos por espíritus. A otros les acusaba Celso de realizar encantamientos y maleficios, como los magos; otros practicaban lo que muchos griegos y romanos consideraban costumbres orientales bárbaras de los judíos. Celso informó también de que en las grandes fincas rurales, los cristianos que trabajaban la lana, los que eran zapateros y también las lavanderas, gente que, según decía él, «normalmente tiene miedo de hablar en presencia de sus superiores,» reunían sin embargo a todos los crédulos —esclavos, niños y «mujeres bobas»— de las grandes haciendas en sus talleres para contarles que Jesús hizo milagros y, después de morir, resucitó saliendo de su sepulcro.[242] Entre los ciudadanos respetables, los cristianos suscitaban las mismas sospechas de violencia, promiscuidad y extremismo político que suscitan actualmente los cultos secretos, especialmente en aquéllos que temen que sus amigos o familiares puedan sentirse atraídos por ellos.
A pesar de la diversidad de formas que adoptó el cristianismo primitivo —o quizás precisamente a causa de esa diversidad—, el movimiento cristiano se extendió rápidamente, de modo que a finales del siglo II los grupos cristianos proliferaban por todo el imperio, sin que hubieran podido impedirlo los intentos de detener el avance de aquel movimiento. Tertuliano se jactaba ante los no cristianos diciendo: «cuantos más esfuerzos hacéis para barrernos de la faz de la tierra, más nos multiplicamos; ¡la sangre de los cristianos es semilla!»[243] Sin embargo, esta retórica desafiante no pudo resolver el problema al que se enfrentaban él y los demás líderes cristianos: ¿cómo podían fortalecer y unificar aquel movimiento ampliamente extendido y de una diversidad enorme de modo que pudiera sobrevivir a sus enemigos?
San Ireneo, contemporáneo de Tertuliano, pero más joven que él, e identificado a menudo como obispo de Lyon, había experimentado en su propia persona esta hostilidad de la que hablaba Tertuliano, primero en Esmirna (actualmente Izmir, en Turquía), su ciudad natal, y luego en la tosca ciudad provinciana de Lyon, en la Galia (ahora Francia). San Ireneo fue también testigo del descontrol que dividía a los grupos cristianos. Siendo todavía un muchacho había vivido en la casa de su maestro san Policarpo, el venerable obispo de Esmirna, al que incluso sus enemigos llamaban el maestro de Asia Menor.[244] Aunque sabía que los cristianos se encontraban dispersos en muchos grupos pequeños por todo el mundo, san Ireneo compartía la esperanza de san Policarpo de que los cristianos de todos los lugares llegaran a verse a sí mismos como miembros de una única iglesia a la que llamaban católica, que significa «universal».[245] Para unificar esta comunidad extendida por todo el mundo, san Policarpo exhortó a sus miembros a rechazar a cualquier desviacionista. Según relata san Ireneo, a san Policarpo le gustaba contar cómo su propio mentor, «Juan, el discípulo del Señor» —la misma persona a la que la tradición venera como autor del evangelio de san Juan— acudió en una ocasión a los baños públicos de Éfeso, pero, al ver a Cerinto, a quien consideraba un hereje, «se marchó a toda prisa de los baños, sin haberse bañado y exclamando “Huyamos, antes de que la casa de baños se derrumbe, porque Cerinto, el enemigo de la verdad, está dentro de ella”». Cuando san Ireneo repetía esta anécdota, añadía otra para mostrar cómo trataba a los herejes el propio san Policarpo. En una ocasión en que el influyente, pero discutible, maestro cristiano Marción se plantó frente al obispo y le preguntó: «¿Me reconoces?», san Policarpo le respondió: «¡Sí, te reconozco, hijo primogénito de Satán!»,[246]
San Ireneo dice que narra estas anécdotas para mostrar «el horror que los apóstoles y sus discípulos sentían ante el mero hecho de tener que hablar con aquéllos que corrompían la verdad».[247] Pero estas anécdotas también ponen de manifiesto lo que preocupaba a san Ireneo: que incluso dos generaciones después de que el autor del evangelio de San Juan admitiera las afirmaciones de los cristianos seguidores de san Pedro y se enfrentara a los cristianos seguidores de santo Tomás, el movimiento seguía con disputas y dividido. El propio san Policarpo denunciaba a personas a las que acusaba de «llevar el nombre [de cristianos] haciendo un fraude malintencionado»,[248] porque lo que enseñaban difería a menudo de lo que él había aprendido de sus maestros. San Ireneo, por su parte, creía que practicaba el cristianismo verdadero, porque podía vincularse a sí mismo directamente con los tiempos de Jesús a través de san Policarpo, que había oído personalmente las enseñanzas de Jesús de labios del propio san Juan, «el discípulo del Señor».[249] Convencido de que este discípulo había escrito el evangelio de san Juan, san Ireneo fue de los primeros en defender dicho evangelio y asociarlo para siempre a los de san Marcos, san Mateo y san Lucas. Un planteamiento diferente es el que adoptó un contemporáneo suyo, Taciano, brillante discípulo sirio de san Justino mártir, el filósofo al que mató Rusticus: Taciano intentó unificar los distintos evangelios, reescribiendo todos ellos en forma de un solo texto.[250] San Ireneo dejó los textos intactos, pero declaró que sólo los evangelios de san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan —y exclusivamente estos evangelios— constituían colectivamente el evangelio completo, al que llamó los «cuatro evangelios concertados».[251] Según creía san Ireneo, sólo estos cuatro evangelios habían sido escritos por testigos presenciales de los acontecimientos a través de los cuales Dios había enviado la salvación a la humanidad.[252] Este canon de los cuatro evangelios se iba a convertir en un arma poderosa dentro de la campaña de san Ireneo para unificar y consolidar el movimiento cristiano en vida suya, y posteriormente ha seguido siendo una de las bases de la doctrina ortodoxa.
Mientras supervisaba y adoctrinaba a los creyentes en Esmirna, san Policarpo envió a uno de sus adjuntos, san Potino, a organizar y unificar a un grupo de cristianos grecoparlantes de aquella misma región que se habían asentado al oeste de la Galia celta, en el interior. Posteriormente envió a su protegido, san Ireneo, que entonces tenía dieciséis o diecisiete años de edad, a trabajar con san Potino. Pero durante el invierno del año 167, cuando se desencadenó en Esmirna la hostilidad pública contra los cristianos, la policía romana arrestó a san Policarpo, al que descubrieron escondido en la finca rural de un amigo. Fue acusado de ateísmo y el gobernador le ordenó que prestara juramento al genius (el espíritu de la familia) del emperador, que maldijera a Cristo y que dijera «¡Fuera los ateos!» (los cristianos). San Policarpo se negó a cumplir la orden. Cuando lo llevaron al estadio, el anciano obispo de ochenta y seis años amenazó con el puño a la multitud hostil y ruidosa, y gritó desafiante: «¡Fuera los ateos!» Entonces lo desnudaron, lo ataron a una estaca y lo quemaron vivo.[253] San Ireneo, que visitaba Roma por aquella época, dice que aquella misma tarde del 23 de febrero del año 167 de la era cristiana, oyó una voz «como un toque de trompeta» que le revelaba lo que le estaba sucediendo a su amado maestro. A partir de los relatos de testigos presenciales, san Ireneo (u otro de los discípulos de san Policarpo) escribió más tarde un conmovedor relato de la detención, el interrogatorio y la muerte de su maestro.
Diez años más tarde san Ireneo, que quizás no había cumplido aún los treinta años, dio testimonio de primera mano sobre la violencia del acoso contra los cristianos en Lyon, donde él vivía, y también en la ciudad de Vienne, a unos cincuenta kilómetros de Lyon. Los funcionarios públicos habían prohibido a los cristianos, a los cuales consideraban contaminados, la entrada en baños públicos y mercados, y finalmente, en todos los lugares públicos protegidos por los dioses de la ciudad. Más tarde, mientras el gobernador de la provincia se encontraba ausente de la ciudad, «se desató el acoso. Se persiguió y atacó abiertamente a los cristianos. Fueron tratados como enemigos públicos y se les agredió, apaleó y apedreó».[254] El obispo Potino, que tenía ya más de noventa años, fue arrestado y torturado, y junto con él recibieron el mismo trato entre treinta y cincuenta de los miembros más destacados de su congregación. Cuando el gobernador regresó y se enteró de que algunos de los prisioneros eran ciudadanos romanos, escribió a Marco Aurelio, el llamado emperador filósofo, para preguntarle si éstos debían morir en un espectáculo público en el circo como los demás, o se les debía conceder el privilegio habitual de los ciudadanos romanos consistente en recibir una muerte más rápida y privada; por ejemplo, la decapitación.
No sabemos qué fue lo que el emperador respondió, pero entre tanto los aterrorizados cristianos que habían conseguido librarse de ser detenidos se asombraban de la energía que el poder de Dios concedía a los que confesaban su fe. Por ejemplo, durante el juicio, el joven Vettius Epagathus, perteneciente a la nobleza, se atrevió a defender a los acusados ante una multitud hostil y vociferante. Cuando el magistrado, aparentemente irritado por sus objeciones, se volvió hacia él y le preguntó: «¿Eres tú también uno de ellos?», el simpatizante que escribió el relato dice que el Espíritu Santo inspiró a Vettius una respuesta afirmativa, a consecuencia de lo cual murió con todos los demás.[255] El espíritu de Dios llenó incluso a la más joven de todos ellos: algunos dicen que fue el propio Cristo quien sufrió en la persona de una muchacha esclava llamada Blandina, que asombró a todos resistiendo las mayores torturas en su agonía; otros dicen que Cristo triunfó en el sufrimiento del esclavo Sanctus e inspiró al obispo Potino un valor inquebrantable hasta que expiró. Muchos dan testimonio de haber sentido el poder del Espíritu Santo mientras rezaban juntos en la oscura y pestilente prisión de Lyon.
Pero cuando los presos oyeron decir a sus visitantes que en Roma era otro «el espíritu que llenaba» a los cristianos cuando eran perseguidos —no por los magistrados romanos, sino, aún peor, por sus propios hermanos cristianos— decidieron intervenir. Apelando a la autoridad especial que los cristianos reconocían en aquéllos que habían ofrecido sus vidas por Cristo, escribieron una carta al obispo de Roma exhortándole a conseguir que pudieran vivir en paz aquéllos que estaban sufriendo ataques, que eran los que se habían unido a un movimiento de renovado fervor religioso llamado «la nueva profecía». Los prisioneros pidieron a san Ireneo, que de algún modo se había librado de la detención, que viajara a Roma para entregar la carta, a lo cual accedió.
San Ireneo no nos explica su actitud con respecto a la nueva profecía, pero, dado que él había nacido en Asia Menor (actualmente Turquía), es probable que supiera que este movimiento de cristianos carismáticos había surgido unos diez años antes en pueblos rurales de aquella zona, cuando los profetas Montano, Maximila y Priscila, llamados popularmente «los tres», comenzaron a desplazarse de una iglesia rural a otra, afirmando que se comunicaban directamente con el Espíritu Santo. Allí donde iban, los tres compartían sus visiones, hablaban en éxtasis y urgían a otros a que ayunaran y rezaran para que pudieran también recibir visiones y revelaciones. Desde Asia Menor, este movimiento se extendió de una iglesia a otra por todo el imperio, hasta llegar a África, a Roma y a Grecia, e incluso a provincias remotas como la Galia, suscitando entusiasmo, y también oposición.
San Apolinar, que llegó a ser obispo de la ciudad asiática de Hierápolis el año 171 de la era cristiana, dice que cuando fue a Ancira (en griego Ankyra, la actual Ankara, en Turquía) «y vio que la iglesia de allí se había dividido en dos a causa de esta nueva corriente», se opuso a ella, declarando que «no es una profecía, como lo llaman, sino, como ya demostraré, una falsa profecía».[256] Los que se oponían a ella, como san Apolinar, acusaban a Montano, Maximila y Priscila de ser unos oportunistas o estar poseídos por el demonio. En una ciudad, un cristiano llamado Zotimo interrumpió a Maximila mientras ésta se encontraba profetizando e intentó exorcizarla, ordenando a los «demonios» que salieran de ella, hasta que los seguidores de Maximila se abalanzaron sobre él y lo expulsaron de la iglesia. Maximila, tras empezar a recibir efusiones del espíritu, había abandonado a su marido para dedicarse a la profecía. Después de entrar en un trance extático, declaró: «No me escuchéis a mí, sino a Cristo… Estoy obligada, tanto si quiero como si no, a llegar a conocer la gnosis de Dios».[257] Priscila afirmaba que Cristo se le había aparecido en forma femenina. Sus adversarios acusaron a Maximila y a Priscila de haber roto sus votos matrimoniales, vestir ropas caras y hacer dinero engañando a las personas crédulas. Después de ser finalmente excomulgada por un grupo de obispos en Turquía, Maximila protestó diciendo: «Se me separa como a un lobo de las ovejas, pero no soy un lobo; soy palabra, espíritu y fuerza».[258]
Cuando san Ireneo llegó a Roma, encontró a ambos lados de la barricada grupos y facciones que ponían en duda la forma en que él entendía el evangelio. Es posible que la carta de la cual era portador contribuyera a persuadir al obispo Eleuterio de que debía moderar su actitud de censura ante la nueva profecía, pero este movimiento estaba dividiendo a los cristianos en toda Asia Menor y también en Roma. Mientras muchos atacaban a sus dirigentes tachándolos de mentirosos y fraudulentos, otros defendían la nueva profecía, y ambos bandos metían el evangelio de san Juan en sus controversias. Algunos partidarios de la nueva profecía afirmaban que la presencia del Espíritu entre ellos no era sino el cumplimiento de lo que Jesús prometió según el evangelio de san Juan: «Os enviaré al Defensor[259] [paraclete,]… el espíritu de la verdad, [que] os guiará hacia la verdad toda».[260] Enfurecido por tal argumento, Gayo, un líder cristiano que vivía en Roma, alegó que el evangelio de san Juan, junto con otro libro controvertido de «profecías espirituales», el Apocalipsis (o Revelación), no había sido escrito por «Juan, el discípulo del Señor», sino por su peor enemigo, Cerinto, el hombre al que, según san Policarpo, san Juan había denunciado personalmente por considerarlo un hereje.[261] Sin embargo, poco después Tertuliano, que ya era famoso como defensor de la ortodoxia, se sumó él mismo a la nueva profecía y defendió a sus miembros alegando que eran cristianos en los que verdaderamente había entrado el Espíritu Santo. Aunque actualmente Tertuliano figura entre los «padres de la Iglesia», al final de su vida se volvió en contra de lo que entonces empezó a llamar «la iglesia de un puñado de obispos».[262]
Cuando san Ireneo se encontró en Roma con un amigo de la infancia, natural de Esmirna, llamado Florinus, que también había estudiado en su juventud con san Policarpo, se sorprendió al enterarse de que su amigo se había unido a un grupo encabezado por Valentín y Ptolomeo, unos teólogos sofisticados que, sin embargo, al igual que los nuevos profetas, se basaban a menudo en sueños y revelaciones.[263] Aunque se llamaban a sí mismos cristianos espirituales, san Ireneo los consideraba unos desviacionistas peligrosos. Con la esperanza de convencer a su amigo para que reconsiderara su postura, san Ireneo le escribió una carta para advertirle de que «estas ideas, Florinus, por decirlo suavemente, no son acertadas; no están en consonancia con la Iglesia y acaban sumiendo a sus devotos en la peor impiedad, incluso en la herejía».[264] San Ireneo quedó muy afligido al saber que un número cada vez mayor de personas formadas en el cristianismo estaban desviándose en aquella misma dirección.
Cuando regresó desde Roma a la Galia, san Ireneo encontró su propia comunidad devastada; unas treinta personas habían sido brutalmente torturadas y asesinadas en el circo, en una fecha señalada, para entretener a los habitantes de la ciudad con este espectáculo. Tras fallecer el obispo Potino, el resto de los miembros de su grupo habían puesto los ojos en Ireneo para que fuera el sucesor. A pesar de ser consciente del peligro que esto conllevaba, aceptó el nombramiento, porque estaba decidido a unificar a los supervivientes. Sin embargo, vio cómo algunos miembros de su propio «rebaño» se separaban para unirse a distintos grupos, a menudo disidentes e ingobernables. Todos estos grupos proclamaban estar inspirados por el Espíritu Santo.
¿Cómo podía san Ireneo seleccionar lo adecuado entre todas estas proclamaciones contradictorias e imponer cierto orden? La tarea era enorme y complicada a causa de la confusión existente. Ciertamente, san Ireneo creía que el Espíritu Santo había sido el iniciador del movimiento cristiano. Desde la época en que había comenzado, unos ciento cincuenta años atrás, tanto Jesús como sus seguidores afirmaban haber experimentado las efusiones del Espíritu Santo —sueños, visiones, anécdotas, dichos, palabras pronunciadas durante el éxtasis—, que en muchos casos se habían transmitido de forma oral, y en muchos otros por escrito, reflejando la vitalidad y diversidad del movimiento cristiano. Los evangelios del Nuevo Testamento abundan en visiones, sueños y revelaciones, como la que según san Marcos dio inicio a la actividad pública de Jesús:
Y sucedió que en aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al punto que salió del agua vio los cielos abiertos y al Espíritu que, como una paloma, descendía hacia él. Y llegó una voz desde el cielo: «Tú eres mi hijo muy amado; en ti tengo puestas todas mis complacencias».[265]
San Lucas añade en su versión de esta historia un relato del nacimiento de Jesús, en el que siempre hay una visión que precede a todos y cada uno de los acontecimientos mencionados, desde las apariciones del ángel Gabriel, primero al anciano sacerdote Zacarías y luego a María, hasta la noche en que «un ángel del Señor» se apareció a los pastores para comunicarles el nacimiento de Jesús, aterrorizándoles con un resplandor repentino que iluminó el cielo nocturno.[266]
Pero las visiones y los sueños que tuvieron lugar durante la vida de Jesús quedaron eclipsados por los que, según los evangelios, se produjeron después de su muerte, cuando sus afligidos seguidores oyeron que: «En verdad ha resucitado el Señor y ha sido visto por Simón [Pedro]».[267] Todos los evangelios hablan de que los discípulos de Jesús recibieron visiones después de la muerte de su maestro, unos momentos que, según dice san Lucas, estuvieron especialmente cargados de poder sobrenatural. Para san Lucas, esta profusión de sueños y visiones demostraba que el espíritu de Dios estaba presente entre los seguidores de Jesús. Según él, era lo que el profeta Joel había predicho:
Y será en los días postreros, dice Dios, cuando verteré mi espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos ensoñarán con ensueños.[268]
Algunas décadas antes de que san Lucas escribiera esto, su mentor, Pablo de Tarso [san Pablo], un desconocido entonces para los discípulos de Jesús —o demasiado bien conocido para todos ellos como enemigo y espía—, empezó de repente a decir que Jesús se le había aparecido en una luz cegadora y le había elegido como su representante especial. A partir de entonces Pablo, que no había conocido a Jesús en vida de éste, se llamó a sí mismo «un apóstol de Jesucristo» (apostolos en griego significa «representante») y afirmó que durante toda su vida confiaría en los consejos que recibiera directamente del Espíritu.[269] San Pablo escribió a los cristianos de Corinto diciéndoles que había sido «arrebatado al Paraíso», sin embargo también precisó que lo que había visto y oído allí nunca podría contarlo, ya que fueron «palabras inefables que no le es lícito al hombre decir».[270] San Lucas relata en los Hechos de los Apóstoles, escritos por él como una continuación del evangelio, que incluso después de que el Jesús resucitado se apareciera personalmente a sus asombrados discípulos y luego ascendiera a los cielos cuarenta días más tarde, el Espíritu continuó inundando a sus seguidores de charismata; es decir, poder para sanar, exorcizar y profetizar, e incluso para resucitar a los muertos.
Incluso unos cien años después de que san Lucas escribiera estas cosas, los miembros de la nueva profecía recordaban complacidos lo que, según el evangelio de san Juan, había prometido Jesús a sus seguidores: «el Espíritu de la verdad os guiará en la verdad toda» y os hará capaces de «hacer cosas aún más grandes que las que yo hago».[271] Entonces, como ahora, muchos cristianos creyeron que el autor de este evangelio también había escrito el Apocalipsis (palabra que significa «revelación»), un texto en el que se describen unas visiones asombrosas que el autor afirma haber recibido «en el espíritu», es decir, en estado de éxtasis. El autor del Apocalipsis, cuyo nombre era Juan, dice que, estando preso en la isla de Patmos «a causa de la palabra de Dios y de haber dado testimonio de Jesús», fue «arrastrado hacia el cielo» y vio al Señor entronizado gloriosamente sobre un mar celestial, reluciente como una superficie cristalina, y oyó a los ángeles cantar los secretos relativos a «lo que ha de venir».[272] Sin embargo, a diferencia de san Pablo, san Juan sí escribió lo que había visto y oído en el cielo, y ésta es la razón por la que este libro recibe el nombre de Revelación o Apocalipsis.
Así pues, sin visiones y revelaciones el movimiento cristiano nunca habría comenzado. Pero ¿quién puede decir al Espíritu Santo cuándo ha de detenerse? O como posiblemente habrían dicho los contemporáneos de san Ireneo, ¿quién puede decir si el Espíritu Santo se ha detenido ya? Además, cuando tantas personas —algunas de ellas rivales o incluso antagonistas— afirman poseer la inspiración divina, ¿quién sabe cuáles de ellas tiene realmente al espíritu y cuáles no? Estas cuestiones preocupaban a san Ireneo y preocupan a muchos cristianos actualmente. Algunos se preguntan ahora, como muchos lo hicieron entonces, si las personas que vivieron después del tiempo de los apóstoles siguieron recibiendo una revelación directa. Hoy en día, un número creciente de cristianos carismáticos cree que sí la recibió, y algunos, como san Ireneo, creen que el Espíritu puede decir cosas diferentes a distintas personas. Por ejemplo, los que se llaman a sí mismos pentecostales se identifican con los apóstoles que san Lucas describe en los Hechos de los Apóstoles, incluidos en el Nuevo Testamento. San Lucas relata que los apóstoles, en la fiesta de Pentecostés, sintieron que el espíritu de Dios se derramaba sobre ellos «como lenguas de fuego» y los llenaba de fuerza.[273] Aquellos primeros cristianos que se sumaron a la nueva profecía estuvieron sin duda de acuerdo con esto. Un miembro anónimo de este movimiento se opuso a «aquéllos que desean restringir el poder del Espíritu único a determinadas temporadas y épocas» y afirmó que, por el contrario, «reconocemos y honramos no sólo las nuevas profecías, sino también las nuevas visiones».[274]
Sin embargo, los que se oponían a éstos, incluido Gayo en Roma, alegaron que las visiones y revelaciones auténticas se habían terminado al finalizar la época de los apóstoles. Gayo insistía en que los creyentes debían rechazar cualquier revelación recibida después de dicha época, desde las visiones incluidas en el Apocalipsis hasta las de los nuevos profetas. Gayo afirmaba que, dado que «el número de profetas y apóstoles está ya completo»,[275] nadie que haya vivido después de la época de los apóstoles ha podido recibir revelación alguna directamente. En cuanto al relato de san Lucas sobre el día de Pentecostés, los que estaban de acuerdo con Gayo podían decir que en la misma escena con que comienzan los Hechos de los Apóstoles, los discípulos de Jesús se comunican directamente con el Cristo resucitado durante sólo cuarenta días. San Lucas dice que, cuando habían transcurrido cuarenta días, «estando ellos mirando, empezó a elevarse y una nube lo arrebató de sus ojos»,[276] finalizando así para siempre la comunicación directa entre el Jesús resucitado y sus discípulos.
El propio san Ireneo intentó encontrar un término medio. A diferencia de Gayo, se negó a trazar una línea definida entre la época de los apóstoles y el presente. Después de todo, él mismo había recibido la revelación; por ejemplo, el día en que murió san Policarpo. También había oído que san Policarpo, cuando estaba escondido para que no le detuviera la policía, había soñado que su almohada se incendiaba, y profetizó: «Seré quemado vivo».[277] San Ireneo también oyó de los mártires de su propia ciudad, así como de otros cristianos, que tales cosas seguían sucediendo:
Oímos en la iglesia a muchos hermanos y hermanas que tienen dones proféticos hablar a través del espíritu en todo tipo de lenguas, y sacar a la luz cosas que estaban ocultas para los seres humanos, y revelar los misterios de Dios.[278]
Así, san Ireneo llevó la contraria a los que sugerían que los relatos milagrosos que aparecían en los evangelios no se debían interpretar literalmente, o que los milagros ya no sucedían:
Los que son de verdad sus discípulos pueden realmente expulsar a los demonios… Otros prevén cosas que sucederán; ven visiones y formulan profecías… también hay otros que curan a los enfermos poniendo las manos sobre ellos, de tal modo que dichos enfermos quedan completamente sanos…
Además, como ya he dicho, incluso los muertos han sido resucitados y han seguido viviendo entre nosotros durante muchos años. ¿Qué más podría decir? No es posible enumerar la cantidad de dones que la Iglesia ha recibido en todo el mundo en nombre de Jesucristo y utiliza todos los días en beneficio de las naciones, sin engañar a nadie, ni aceptar dinero alguno.[279]
Estos milagros atrajeron a multitudes de nuevos conversos a los grupos cristianos, a pesar de los peligros existentes. San Ireneo añade que aquéllos que consiguen una curación «a menudo creen y se unen a la Iglesia».[280]
Aunque san Ireneo dejó inmediatamente de defender a Maximila, Montano y Priscila, e incluso de mencionar a los nuevos profetas por su nombre —si es que conocía realmente sus nombres—, criticó a los que se oponían a ellos por «despreciar» erróneamente «tanto el evangelio de san Juan, como el espíritu profético». Recordó a sus contemporáneos que también san Pablo, no sólo tuvo visiones y formuló profecías, sino que además «dio su reconocimiento a los hombres y mujeres que profetizaban en las iglesias».[281]
Sin embargo, el problema inmediato al que san Ireneo tuvo que enfrentarse en Lyon no fue la falta de revelación espiritual, sino un excedente abrumador. Quizás se abstuvo de criticar a los nuevos profetas porque pensó que las cosas que decían cuando hablaban «por el espíritu» no se desviaban tanto de la tradición que él aceptaba. Sin embargo, otros supuestos profetas decían y hacían cosas que a él le parecían totalmente erróneas, y san Ireneo consideraba a éstos cismáticos e impostores. El problema era cómo distinguir: «¿Cómo podemos establecer la diferencia entre la palabra de Dios y las palabras meramente humanas?»,[282] se preguntaba san Ireneo.
Lo que a san Ireneo le preocupaba especialmente era que «incluso en nuestro propio distrito del valle del Ródano», un profeta llamado Marcos estaba ocasionando una auténtica conmoción entre los creyentes; dentro de la congregación de san Ireneo, Marcos había atraído a
un gran número de hombres y unas pocas mujeres… habiéndoles convencido para que se unieran a él, como si él poseyera el más profundo conocimiento y la mayor madurez, y hubiera recibido el máximo poder, conferido por las invisibles e inefables regiones de lo más alto.[283]
Aunque su relato es hostil y acusa a Marcos de ser un agente de Satanás, san Ireneo ofrece una descripción detallada de lo que hizo este profeta. Marcos no sólo tuvo visiones y formuló profecías él mismo, sino que también animó a otros a hacerlo. En una ocasión, cuando alguien pidió a Marcos que invocara el poder del espíritu, el supuesto profeta colocó sus manos sobre la cabeza de la persona en cuestión y pronunció una plegaria con la que se hacía eco de las palabras de Jesús citadas en el evangelio de san Mateo («No despreciéis a ninguno de estos pequeñuelos, porque os digo que sus ángeles en los cielos ven perpetuamente el rostro de mi Padre»).[284] Marcos rezaba por cada iniciado pidiendo: que «puedas recibir la gracia, ya que el Padre de todos nosotros ve a tu ángel, que se encuentra ante él». Luego colocaba sus manos sobre la cabeza de esta persona y decía: «Mira, la gracia ha descendido sobre ti, abre tu boca, y profetiza». Entonces, según san Ireneo, el candidato protestaría, ya que había sido instruido para hacerlo así: «Nunca jamás he profetizado, ni sé cómo profetizar», con el fin de reconocer que la profecía no tiene ninguna relación con la capacidad natural del ser humano, sino únicamente con el don de la gracia divina. Finalmente, Marcos animaría de nuevo al iniciado —que, según san Ireneo, solía ser una «mujer necia»— a formular profecías, y en ese momento diría indignado:
entonces ella, henchida de vanidad y regocijada por esas palabras, y enormemente emocionada ante la perspectiva de estar ella misma a punto de empezar a hacer profecías, con el corazón latiéndole alocadamente, alcanza el nivel necesario de audacia y neciamente, pero también con descaro, dice la primera tontería que se le ocurre, tal como se podría esperar de alguien a quien calienta un espíritu vacío.[285]
Después de recibir el espíritu a través de esta iniciación, cada miembro del grupo de Marcos creía compartir «el don de la profecía». Dice san Ireneo que, cuando se reunían para celebrar la Sagrada Cena, la eucaristía, «todos ellos [estaban] acostumbrados a echar a suertes» quién era el que iba a profetizar. De esta manera seguían una antigua práctica israelita que, como dice san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, los cristianos reinstauraron y que consistía en echar suertes con el fin de invitar al Espíritu Santo a que indicara, según el modo en que caía la suerte, a quién elegía para formular la profecía del día. [286]
Según dice san Ireneo —quizás añadiendo detalles para causar sensación—, Marcos afirmaba que la verdad divina se le había revelado a él desnuda, «en forma femenina, descendiendo sobre él desde un espacio invisible e inefable, ya que el mundo no habría soportado [la verdad] si ésta hubiera llegado en forma masculina».[287] Según san Ireneo, Marcos dijo que esta verdad se revelaba a través de letras y números, estando cada parte de su cuerpo adornada con una de las veinticuatro letras del alfabeto griego, y pronunciaba el nombre místico «Cristo Jesús».[288] Las letras y los números mediante los cuales Marcos recibía su visión constituían un reflejo de las tradiciones judías conocidas por los seguidores de su maestro espiritual, Valentín, que afirmaba estar iniciado en la sabiduría secreta que le había enseñado san Pablo. Más de mil años después florecerían unas tradiciones similares entre los grupos judíos dotados de inclinaciones místicas, y estos grupos llamarían kabbalah (en castellano, cábala) al conjunto de estas tradiciones.
Aunque esta palabra hebrea significa sencillamente «tradición», la cábala transforma radicalmente la tradición. El difunto Gershom Scholem, profesor de misticismo judío en la Universidad Hebrea de Jerusalén, que era más favorable a Marcos que san Ireneo, explicaba que aquéllos que toman el camino de la cábala buscan conocer a Dios, «no a través de una teología dogmática, sino a través de la experiencia vital y la intuición».[289] Al igual que otros judíos, los cabalistas interpretan las escrituras sagradas, pero, en sus manos, éstas se convierten en el lenguaje de la exploración espiritual. Como harían los cabalistas más de mil años después, Marcos preguntaba: ¿Cómo podemos hablar de lo que es inefable?, ¿cómo se puede poner de manifiesto el invisible e inabarcable Dios? La visión de Marcos sugiere que el alfabeto completo —todo el discurso humano— puede convertirse en una forma mística de la verdad divina, convicción que muchos cabalistas compartirían.
Como muchos otros, Marcos se sentía fascinado por el Génesis, ya que se preguntaba a sí mismo qué fue lo que sucedió «al principio» del universo, e incluso antes del principio. Al igual que los autores de los evangelios de santo Tomás y san Juan, Marcos interpretó el Génesis 1 y sugirió lo siguiente: «cuando al principio el padre unigénito e inconcebible, que no es ni masculino ni femenino, deseó crear… abrió su boca y formuló la palabra (logos)».[290] Marcos explicaba que, cuando en una visión vio este proceso, cada una de las letras que Dios pronunció al principio no reconocía su propia naturaleza ni la de las otras, porque «dado que cada una de ellas es parte del todo, cada una imagina que su propio sonido es el nombre completo» del ser divino. Sin embargo, sigue diciendo Marcos, «tendrá lugar la restauración de todas las cosas» sólo cuando se supere esta ilusión de separación y «todos estos [elementos], mezclándose en un único sonido, se junten unánimemente» en la misma canción de alabanza,[291]6 porque el propio universo surgió de «la gloria de aquel sonido de alabanza». Marcos creía que esto era algo que todos los seres humanos conocen intuitivamente y reconocen desde el primer grito que emite un recién nacido al salir del útero hasta en los momentos de angustia en que una persona gime o grita al encontrarse «en dificultades o en la aflicción… diciendo ¡oh!».[292] Tales sonidos, dice Marcos, repiten el nombre divino, que, según creía él, formulan las personas instintivamente —incluso inconscientemente— en forma de plegaria espontánea para pedir la ayuda divina. Y cuando las personas unen sus voces en una ceremonia de culto para cantar «Amén» (palabra hebrea que significa «así sea»), su voz unánime predice que todo lo que existe quedará restaurado finalmente en un todo único y armonioso.
San Ireneo dice que intentó por todos los medios, a petición de un amigo, investigar la doctrina de Marcos con el fin de demostrar públicamente que era un intruso fraudulento y un impostor. Lo peor era que por el hecho de atraer discípulos, realizar iniciaciones y ofrecer unas enseñanzas especiales a los cristianos «espirituales», la actividad de Marcos era una amenaza que afectaba a los esfuerzos que realizaba san Ireneo para unificar a todos los cristianos en una iglesia homogénea. San Ireneo acusó a Marcos de ser un mago, «el heraldo del Anticristo», un hombre cuyas visiones ficticias y pretensiones de conseguir un poder espiritual enmascaraban su auténtica identidad de apóstol de Satanás.[293] San Ireneo ridiculizó las declaraciones de Marcos en el sentido de pretender investigar «las cosas profundas de Dios» y se burlaba de él por instar a los iniciados a que buscaran revelaciones por su cuenta:
Mientras decían cosas tales como las relativas a la creación, cada uno de ellos generaba algo nuevo cada día, según su propia capacidad; porque a nadie que no invente alguna mentira enorme se le considera «maduro» [o «iniciado»].[294]
San Ireneo afirmaba consternado que también muchos otros maestros dentro de las comunidades cristianas «presentan un número indescriptible de textos secretos e ilegítimos que ellos mismos ha forjado, para desorientar las mentes de la gente necia que ignora las verdaderas escrituras».[295] Cita algunos de estos escritos, incluso parte de un texto muy conocido e influyente titulado el Libro secreto de san Juan[296] (descubierto entre los llamados evangelios gnósticos de Nag Hammadi en 1945) y menciona muchos otros, entre los que figura un Evangelio de la verdad (quizás también el que se descubrió en Nag Hammadi), que atribuye al maestro de Marcos, Valentín, y asimismo un Evangelio de Judas. San Ireneo decidió que frenar esta riada de «textos secretos» sería un primer paso esencial para limitar la proliferación de «revelaciones», de las que sospechaba que sólo eran engañosas o, peor aún, que estaban inspiradas por el demonio.[297]
Sin embargo, los descubrimientos de Nag Hammadi muestran lo extendido que estaba el intento de «buscar a Dios»; no sólo entre aquéllos que escribieron los «textos secretos», sino entre muchas más personas que los leyeron, copiaron y veneraron, incluidos los monjes egipcios que los atesoraron en la biblioteca de su monasterio hasta doscientos años después de que san Ireneo los hubiera denunciado. Sin embargo, en el año 367 de la era cristiana, Atanasio, el estricto obispo de Alejandría —un admirador de san Ireneo—, escribió para la Pascua una pastoral en la que exigía a los monjes egipcios que destruyesen todos aquellos textos, excepto los que él listaba específicamente como «aceptables» e incluso «canónicos», una lista en la que figura prácticamente todo nuestro «Nuevo Testamento» actual.[298] Pero alguien —quizás unos monjes del monasterio de San Pacomio— reunió docenas de ejemplares de los libros que Atanasio quería quemar, los sacó de la biblioteca del monasterio y los introdujo en una pesada tinaja, de unos sesenta centímetros de altura, la selló y, para esconderla, la enterró en la ladera de una colina cercana, en las proximidades de Nag Hammadi. Allí, un campesino egipcio llamado Mohamed Alí encontró por casualidad la tinaja unos mil seiscientos años más tarde.
Ahora que podemos leer con nuestros propios ojos algunos de los textos que san Ireneo detestaba y san Atanasio prohibió, vemos que muchos de ellos expresan la esperanza de recibir revelaciones y dan ánimos a «aquéllos que buscan a Dios». El autor del Libro secreto de Santiago,[299] por ejemplo, reinterpreta la escena inicial de los Hechos de los Apóstoles, del Nuevo Testamento, que ya hemos citado, en la que san Lucas relata cómo Jesús ascendió a los cielos y partió. El Libro secreto de Santiago, escrito aparentemente como una continuación de aquella escena, comienza cuando Santiago, el hermano de Jesús, se ofrece a revelar en este libro lo que sucedió después de que Jesús, «estando ellos mirando, empezó a elevarse».[300] Acto seguido, Santiago dice:
… estaban una vez todos sentados y reunidos los doce discípulos y recordaban lo que el Salvador dijo a cada uno, bien en secreto, o bien abiertamente, y lo registraban en libros, y yo escribía lo que está en este libro.[301]
Pero el Libro secreto de Santiago dice que Jesús sorprendió a sus discípulos cuando regresó repentinamente —un año y medio después de su partida— y les explicó que en realidad nunca se había apartado de ellos:
he aquí que el Salvador se manifestó… quinientos cincuenta días después que hubiera resucitado de entre los muertos. Le dijimos: «¿Te has ido y te has alejado de nosotros?» Pero Jesús dijo: «No, sino que me voy al lugar del que he venido. Si queréis venir conmigo, ¡venid!».[302]
Según el Libro secreto de Santiago, Jesús invitó entonces a Santiago y a Pedro a ascender con él al cielo, quizás en el mismo tipo de trance extático que Juan de Patmos dice haber experimentado antes de escribir el libro del Apocalipsis. Primero, Jesús los separó de los otros y les explicó en privado que podrían reunirse con él, no sólo después de la muerte, sino también en aquel mismo momento y lugar, si llegaban a estar «llenos del Espíritu».[303] Sin embargo, en vez de instar a sus discípulos sencillamente a que le siguieran, Jesús les anima aquí a superarle a él mismo. Explica que aquéllos que sufren y se sobreponen al temor de la muerte pueden conseguir algo importante: «¡Sed mejores que yo, asemejaos al Hijo del Espíritu Santo! Sed estrictos y, si es posible llegad [al cielo] antes incluso que yo».[304] Al final del Libro secreto, Santiago relata que:
Pedro y yo dimos gracias y elevamos nuestros corazones hacia los cielos. Oímos con nuestros oídos y vimos con nuestros ojos estrépito de combate y un son de trompeta junto con un gran tumulto.
Y cuando habíamos superado ese lugar, elevamos nuestro intelecto todavía más y vimos con nuestros ojos y oímos con nuestros oídos… un regocijo angélico… y también nosotros nos regocijábamos.[305]
Como es natural, muchos otros cristianos que buscaban la revelación —y que probablemente incluso esperaban ascender a los cielos en vida— tomaron a san Pablo como su apóstol patrón. El autor de la Oración del apóstol san Pablo (o sencillamente Oración de Pablo), descubierta en Nag Hammadi, es uno de los muchos que recuerdan lo que san Pablo escribió en su carta a los cristianos de Corinto en relación con sus propias «visiones y revelaciones del Señor», especialmente el famoso episodio en que san Pablo dice que fue:
arrebatado hasta el tercer cielo —si con el cuerpo, o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe… oí cosas que no pueden decirse, que a ningún mortal le está permitido expresar.[306] [307]
El autor de la Oración de Pablo toma a éste como el paradigma de «aquéllos que buscan a Dios» y expresa el ansia por llegar a la presencia de Dios, como san Pablo la había expresado:
Mi Salvador, sálvame, pues soy tuyo, el que ha procedido de ti. Tú eres mi Intelecto. ¡Engéndrame! Tú eres mi tesoro. ¡Ábrete a mí! Tú eres mi plenitud. ¡Recíbeme![308]
Finalmente, haciéndose eco de lo que san Pablo escribe en su primera carta a los Corintios, la oración concluye diciendo: «Concédeme lo que ningún ojo de ángel ha visto, ni oído de arconte ha oído, y lo que no ha entrado en el corazón humano… puesto que tengo la fe y la esperanza».[309]
Es posible que los que escribieron, tradujeron y copiaron cuidadosamente obras tales como el Libro secreto de Santiago y la Oración del apóstol san Pablo conocieran las técnicas que ciertos grupos judíos utilizaban para inducir un estado de éxtasis e invocar visiones. Por ejemplo, un grupo de ascéticos judíos que vivían en Egipto en la época de Jesús, llamados los terapeutas, practicaban un régimen riguroso de oraciones, celibato, ayuno y cantos con el fin de prepararse para recibir «la visión de Dios». Algunos de los Manuscritos del Mar Muerto contienen también oraciones y rituales cuya finalidad es aparentemente ayudar al devoto a llegar a la presencia de Dios y unirse a la adoración con los ángeles.[310]
No sabemos con exactitud qué querían decir cuando hablaban de «la visión de Dios». Es probable que unas personas concibieran esta idea de manera diferente a como la concebían otras. Algunos expertos interpretan esta expresión dándole el significado de que estas personas intentaban experimentar la presencia de Dios a través del trance extático.[311] El relato que hace san Pablo de su propia ascensión al Paraíso sugiere que esto le sucedió a él, aunque, como ya hemos observado, afirma que esta visión le sobrevino de manera espontánea y admite que «si con el cuerpo, o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe».[312] Sin embargo, otros expertos indican que aquéllos que afirman estar buscando una visión de Dios posiblemente se refieran a lo que sucede en las prácticas de devoción y culto,[313] porque actualmente muchos judíos y cristianos utilizan un lenguaje místico todas las semanas —o incluso cada día— en sus servicios religiosos al llegar a un momento culminante en el que se pretende unir a la congregación humana con los ángeles, por ejemplo, cuando cantan juntos lo que, según el profeta Isaías, cantan los ángeles en el cielo: «¡Santo, santo, santo eres, Yahveh todopoderoso; el cielo y la tierra están llenos de tu gloria!». Isaías dice que oyó esta canción cuando él mismo recibió una visión y fue llevado a presencia de Dios.[314]
Algunos expertos en historia y literatura judías están también investigando un enorme patrimonio de literatura mística que floreció unos mil años antes del surgimiento de la cábala. Algunos de estos textos, llamados textos hekalot, se centran en la figura de Enoc, quien, según el Génesis, «caminó con Dios» y, sin pasar por el trance de la muerte, fue elevado a la presencia de Dios.[315] Con anterioridad al siglo I a. C., Enoc se había convertido ya en un paradigma para aquéllos que buscaban el acceso a la sabiduría celestial.[316] Otros grupos de judíos sentían fervor por la llamada literatura merkabah (carro), que se desarrolló desde el siglo II hasta el siglo VI. Estos textos surgieron de algunos maestros judíos y de sus discípulos, que intentaban actuar según ciertas indicaciones que encontraban en el profeta Ezequiel, concretamente en su maravillosa visión de Dios entronizado sobre un carro que brillaba como el fuego, llevado por querubines alados y recibiendo las alabanzas de una hueste de ángeles.[317]
Algunos de los que describen visiones como las encontradas en el Libro secreto de Santiago parecen querer decir implícitamente que ellos mismos recibieron tales visiones, como los profetas Isaías y Ezequiel. Algunos de los libros descubiertos en Nag Hammadi revelan técnicas específicas para invocar revelaciones; otros sugieren que tales técnicas no siempre dan el resultado esperado. Por ejemplo, el Apocalipsis de Pedro dice cómo san Pedro vio a personas corriendo hacia él y los demás apóstoles, amenazándoles con piedras «como si fueran a matarnos». San Pedro apeló inmediatamente —probablemente mediante una oración— al Jesús resucitado, quien dijo a su aterrorizado discípulo:
«… pon tus manos sobre tus ojos… y di lo que ves». Y cuando lo hice, no vi nada. Dije: «No es posible ver [nada]». Me dijo de nuevo: «Hazlo otra vez». Y se produjo en mí un temor y una alegría (al mismo tiempo), pues vi una nueva luz más grande que la luz del día.[318]
Durante un instante, suspendido en el tiempo, mientras oye a la multitud gritar a voces, san Pedro se queda anonadado por una visión en la que Jesús está siendo crucificado. Después de gritar de temor y angustia, san Pedro oye decir al «Jesús viviente» que lo que es espiritual no puede morir. Finalmente san Pedro, atónito, contempla otra visión en la que Jesús está «alegre y sonriente en la cruz… y se llenó del Espíritu Santo… y hubo una gran luz inefable que los rodeó, y una multitud de ángeles inefables e invisibles que los alababa».[319] El anónimo autor del Apocalipsis de Pedro dice que esta visión dio a san Pedro el valor necesario para afrontar su propia muerte con ecuanimidad, sabiendo que el espíritu que estaba dentro de él podía superar la muerte, como podrían hacer también en generaciones posteriores aquéllos que tuvieran que afrontar las persecuciones.
Pero ¿cómo se reciben las visiones y cuáles de ellas son de inspiración divina? Hablando con sentido práctico, ¿quién ha de juzgarlo? Esta cuestión fundamental —y que causa perplejidad— es lo que los cristianos, desde tiempos remotos, han denominado «el problema de discernir los espíritus»: cómo decir cuáles de las aparentes inspiraciones proceden de Dios, cuáles se deben al poder del demonio y cuáles surgen en una imaginación calenturienta. Aunque la mayoría de los individuos de aquella época —tanto judíos como paganos o cristianos— aceptaba que lo divino se revela en sueños, muchos reconocieron entonces, y asimismo muchos reconocen ahora, que los sueños pueden también expresar únicamente deseos y esperanzas, y que algunos pueden acabar en delirios fatales. Hemos visto que san Ireneo reconoció el poder de Dios en ciertos profetas, sanadores y maestros, quizás especialmente en aquellos cuya doctrina concordaba con lo que muchos cristianos aceptaban en común. Sin embargo, en otros veía la mano de Satanás; por ejemplo, en el caso de Marcos, al que llamaba el «apóstol de Satanás», acusándole de inventar visiones con el fin de embaucar a sus seguidores y explotarlos para obtener favores sexuales y dinero.
En el Evangelio de María Magdalena, descubierto en Egipto en 1896, los apóstoles san Andrés y san Pedro plantean las mismas preguntas que preocupaban a san Ireneo, pero esta vez se oye una respuesta dada desde el punto de vista del visionario. En el Evangelio de María Magdalena se escenifica cómo ciertos líderes de distintos grupos —representados aquí por los apóstoles san Andrés y san Pedro— atacaban y denunciaban a veces a los que afirmaban ver visiones. Aunque se ha perdido el comienzo de este texto, la parte del Evangelio de María Magdalena que ha llegado hasta nosotros empieza con una visión en la que el Jesús resucitado dice a sus discípulos: «El hijo del hombre está dentro de vosotros; seguidlo. Los que lo busquen lo hallarán. Id y proclamad el evangelio del reino». Sin embargo, los discípulos, en su mayoría, aparentemente sin saber cómo encontrar la divinidad dentro de ellos mismos, «estaban entristecidos y lloraban amargamente», aterrorizados por la idea de que los podían matar como mataron a Jesús. Entonces, María Magdalena se levantó, habló y «convirtió sus corazones al bien»:
No lloréis y no os entristezcáis; no vaciléis más, pues su gracia descenderá sobre todos vosotros y os protegerá. Antes bien alabemos su grandeza, pues nos ha preparado y nos ha convertido en seres humanos.[320]
Entonces san Pedro dice a María Magdalena: «Mariam, hermana, nosotros sabemos que el Salvador te apreciaba más que a las demás mujeres. Danos cuenta de las palabras del Salvador que recuerdes, que tú conoces y nosotros no, que nosotros no hemos escuchado»[321] Parece ser que san Pedro espera oír cosas que Jesús había dicho en ocasiones en que él estaba ausente. Pero María Magdalena deja asombrado a san Pedro cuando le dice que no sólo conoce lo que él no llegó a oír, sino también lo que Jesús decidió no decirle: «Lo que está escondido para vosotros os lo anunciaré». Y continúa diciendo: «[Hoy] vi al Señor en una visión», y afirma que estaba tan asombrada que inmediatamente le preguntó cómo se producían las visiones:
«Señor,… el que ve la visión ¿la ve en alma o en espíritu?» El Salvador respondió y dijo: «No la ve ni en alma ni en espíritu, sino que es el Intelecto que se halla en medio de ellos el que ve la visión».[322]
Después de oír que las visiones vienen a través del intelecto, o de la conciencia, María Magdalena dirige su atención a lo que la visión le muestra. En este punto crucial el texto del papiro se interrumpe; una gran parte de él se ha perdido. Lo que queda es un fragmento en el que, como en el Diálogo del Salvador, Jesús revela lo que sucede después de la muerte. Explica que el alma encuentra las «siete potestades de la ira», que la desafían, diciéndole: «¿De dónde vienes, homicida? ¿A dónde vas, dueña del espacio?» A través de esta visión Jesús enseña al alma cómo ha de responder de manera que pueda vencer a estos poderes hostiles.
Cuando María Magdalena deja de hablar, surge una discusión:
Después de decir todo esto, Mariam permaneció en silencio, dado que el Salvador había hablado con ella hasta aquí. Entonces Andrés habló y dijo a los hermanos: «Decid lo que os parezca acerca de lo que ella ha dicho. Yo, por mi parte, no creo que el Salvador haya dicho estas cosas. Estas doctrinas son bien extrañas».[323]
El hermano de san Andrés, san Pedro, añade: «¿Ha hablado con una mujer sin que lo sepamos, y no manifiestamente, de modo que todos debamos volvernos y escucharla? ¿Es que la ha preferido a nosotros?»
Entonces Mariam se echó a llorar y dijo a Pedro: «Pedro, hermano mío, ¿qué piensas? ¿Supones acaso que yo he reflexionado estas cosas por mí misma o que miento respecto al Salvador?».
Entonces Leví habló y dijo a Pedro: «Pedro, siempre fuiste impulsivo. Ahora te veo ejercitándote contra una mujer como si fuera un adversario. Sin embargo, si el Salvador la hizo digna, ¿quién eres tú para rechazarla? Bien cierto es que el Salvador la conoce perfectamente; por esto la amó más que a nosotros. Más bien, pues, avergoncémonos y… prediquemos el evangelio».[324]
Así, el autor del Evangelio de María Magdalena discrepa de san Ireneo en cuanto a cómo distinguir visiones auténticas, ya que san Ireneo, cuando se veía confrontado con un profeta del que desconfiaba, como en el caso de Marcos, probablemente habría dicho lo que san Pedro y san Andrés dijeron a María Magdalena, acusando a aquéllos que afirmaban haber recibido visiones de tener «extrañas ideas» o de «inventárselas».
Es posible que san Ireneo, al enfrentarse con este problema, se diera cuenta de que en realidad no era nada nuevo; algunos de los antiguos profetas de Israel habían planteado —y les habían sido formuladas— las mismas preguntas. Por ejemplo, cuando Jeremías predijo que la guerra con Babilonia (alrededor del año 580 a. C.) terminaría con la derrota de Israel, algunos profetas que habían pronosticado la victoria le acusaron de hacer una profecía falsa. Jeremías replicó diciendo que él se limitaba a transmitir lo que venía «de labios del Señor» y acusó a sus adversarios de divulgar unas mentiras que venían «de sus propios labios». En este sentido, escribió:
Oráculo de Yahveh: «He oído lo que han dicho los profetas… cuando afirman: “He tenido un sueño, he tenido un sueño.”… Por eso, heme aquí contra los profetas —oráculo de Yahveh— que se roban mis palabras los unos a los otros… que voltean sus lenguas y profetizan sueños mentirosos —oráculo de Yahveh— y los narran y descarrían a mi pueblo con sus mentiras y su jactancia, pues yo no los he enviado, ni les he dado orden alguna, ni les he hablado. Os profetizan una visión embaucadora, una adivinación falsa y la superchería de sus propias mentes»[325]
De esta manera, Jeremías desprecia como carente de valor todo lo que viene de los «propios labios» de los profetas, así como de sus «sueños particulares» y de «sus propias mentes». San Ireneo, que siempre estaba pensando en Marcos, era de la misma opinión que Jeremías, y añade lo que había aprendido de su mentor cristiano anónimo, al que llama «aquel anciano divino, predicador de la verdad»: las falsas profecías, especialmente las de Marcos, vienen de Satanás.
San Ireneo tomó de la tradición profética de Israel un segundo modo de distinguir qué profecías vienen de Dios: la convicción de que la verdad de los oráculos queda revelada por los acontecimientos que los confirman. Cuando los ejércitos babilonios derrotaron a Israel, los seguidores de Jeremías, convencidos de que este suceso demostraba la inspiración divina del profeta, recogieron sus profecías —después de descartar las de sus oponentes— y las añadieron a la colección sagrada que más tarde se convertiría en la Biblia hebrea.
Los seguidores de Jesús de Nazaret habían formulado unas afirmaciones similares, como bien sabía san Ireneo. Por ejemplo, el autor del evangelio de san Mateo insiste en que David, Isaías y Jeremías habían pronosticado unos acontecimientos específicos que sucedieron en la época de Jesús, entre quinientos y mil años después de que las profecías se escribieran; por lo tanto, estos acontecimientos demostraban la existencia de un plan divino. Sin embargo, actualmente muchos expertos sugieren que la correspondencia entre la profecía y el acontecimiento que describe san Mateo demuestra que éste a veces confeccionaba su narración de forma que encajara con las profecías. Por ejemplo, san Mateo descubrió en los escritos del profeta Zacarías el siguiente oráculo:
¡Alégrate en gran manera…, oh hija de Jerusalén! He aquí que tu Rey viene a ti; justo y victorioso, humilde y cabalgando sobre un asno, y sobre un pollino, cría de asnas.[326]
San Mateo interpretó este pasaje como una predicción del modo en que Jesús entró en Jerusalén durante la Pascua judía, pero, según parece, no se dio cuenta de que Zacarías repetía las frases finales sólo para conseguir un efecto poético. Por consiguiente, escribió en su evangelio que, cuando Jesús estaba haciendo los preparativos para entrar en Jerusalén, ordenó a sus discípulos que le llevaran al mismo tiempo una asna y su pollino. San Mateo escribe: «Y caminando los discípulos y haciendo como les había mandado Jesús, trajeron la asna y el pollino, y pusieron sobre ellos sus vestidos, y él montó encima de éstos»[327] (Por el contrario, los evangelios de san Marcos y san Lucas coinciden en que Jesús entró en Jerusalén montado, no en dos animales, sino en un único pollino. San Mateo no pretendía confundir a sus lectores; lo que probablemente le indujo a relacionar de esta manera las profecías con los acontecimientos fue su convicción de que, dado que Jesús era el Mesías, su venida tenía que haber cumplido las antiguas profecías.
Ahora bien, desde el siglo I hasta nuestros días, las «razones surgidas a través de las profecías» han convencido a muchas personas, incluso, según parece, al mentor de san Ireneo. El filósofo san Justino mártir relató en sus escritos que, siendo un joven estudiante que buscaba la verdad (hacia el año 140 de la era cristiana), se había desilusionado con todos sus maestros de filosofía, uno tras otro: primero un estoico, luego un peripatético, más tarde un maestro pitagórico y, para terminar, un discípulo de Platón. Finalmente llegó a la conclusión de que la mente humana era incapaz por sí misma de encontrar la verdad, y se preguntaba consternado: «¿Vale la pena, pues, contratar maestros? ¿Cómo puede alguien conseguir ayuda, si no hay verdad ni siquiera en ellos?». San Justino escribe que un día, cuando estaba paseando por la costa y reflexionando sobre estas cuestiones, se encontró con un anciano que le habló de los profetas hebreos y de cómo la verdad de sus antiguos oráculos había quedado demostrada por los sucesos acaecidos tras la venida de Jesús. El anciano explicaba que
hace mucho tiempo existieron ciertos hombres, más antiguos que todos los que ahora consideramos como filósofos, y aquellos hombres, justos y amados por Dios, hablaban inspirados por el Espíritu Santo y pronosticaron acontecimientos que habrían de producirse y que se están produciendo ahora. Se les llama profetas. Son los únicos que han visto y proclamado la verdad… después de llenarse del Espíritu Santo. En sus escritos no utilizaban demostraciones [lógicas], ya que ellos eran testigos de la verdad más allá de cualquier demostración… y los acontecimientos que han sucedido y están sucediendo actualmente os obligan a asentir ante lo que ellos dijeron.[328]
«Después de decir estas cosas» afirma san Justino, «se marchó… y no he vuelto a verle desde entonces. Pero inmediatamente se encendió un fuego en mi alma y me poseyó el amor de los profetas y de todos aquéllos que son amigos de Cristo».[329]
A un grupo de éstos conoció san Justino y, finalmente, recibió el bautismo en nombre del «Espíritu Santo, que a través de los profetas predijo todo sobre Jesús», y que, como escribió san Justino más tarde, iluminó su mente. Posteriormente, cuando ya se había convertido en un «filósofo cristiano», se ofreció a demostrar a un filósofo judío llamado Trifón que «no hemos creído fábulas vacías, o palabras sin fundamento alguno, sino aquellas palabras que están llenas del espíritu de Dios, tienen una fuerza grandiosa y florecen con la gracia».[330] Aunque dice que los compañeros de Trifón «rieron y gritaron burdamente» al oír esto, san Justino presentó lo que él consideraba una prueba irrefutable. Explicó a Trifón que, por ejemplo, el profeta Isaías había predicho: «una virgen concebirá y parirá un hijo»,[331] un milagro que, según san Mateo, sucedió casi quinientos años más tarde, cuando María dio a luz a Jesús. San Justino añade que otros profetas, incluidos David, Isaías y Zacarías, habían predicho detalladamente el nacimiento de Jesús, su entrada final en Jerusalén, la traición de Judas y la crucifixión. San Justino dice que cuando entabló con Trifón un debate público, presentó meticulosamente una serie de correlaciones entre algunas profecías específicas y los acontecimientos que, en su opinión, hacían que estas profecías se cumplieran; unas correlaciones imposibles de explicar, según san Justino, si no se aceptaba que las profecías eran de inspiración divina y que existía una intervención de Dios en la historia de la humanidad. Sin embargo, los que critican esta «demostración a partir de la profecía» sugieren que los cristianos que hablan como san Justino utilizan argumentos falaces; por ejemplo, confundiendo una traducción engañosa con un milagro. El autor del evangelio de san Mateo, que según parece leyó la profecía de Isaías en una traducción al griego, interpretó que significaba que «una virgen [parthenos en griego] concebirá». El propio san Justino reconoce que los intérpretes judíos, al igual que algunos seguidores de Jesús, indicaron que lo que el profeta había escrito realmente en el original hebreo era sencillamente que «una mujer joven [almah] concebirá y parirá un hijo», pronosticando, según parece, unos acontecimientos inmediatos que habrían de producirse en la sucesión al trono.[332]
No obstante, a san Justino y san Ireneo, como a muchos cristianos desde entonces hasta ahora, estos argumentos no llegaron a convencerles, sino que creyeron que las antiguas profecías predecían el nacimiento, la muerte y la resurrección de Jesús, y que la inspiración divina quedaba demostrada mediante hechos reales. Los no creyentes consideran a menudo que estas pruebas son rebuscadas, pero para los creyentes demuestran que la «historia de la salvación» es cierta. San Justino se jugó la vida por esta convicción y creyó que había proporcionado una especulación filosófica sobre la verdad, tan verificable empíricamente como la del científico cuyos experimentos dan un resultado que coincide con lo que se ha predicho.
Dado que san Ireneo consideró la demostración a partir de la profecía como un modo de resolver el problema de distinguir qué profecías —y qué revelaciones— proceden de Dios, añadió ciertos escritos de «los apóstoles» a los textos de «los profetas», ya que creía, como san Justino, que todos juntos constituían unos indispensables testimonios de la verdad. Como otros cristianos de su época, san Justino y san Ireneo, cuando hablaban sobre «las Escrituras», se referían primordialmente a la Biblia hebrea: el conjunto de textos que nosotros llamamos el Nuevo Testamento todavía no se había ensamblado. Su convicción de que la verdad divina se revela en los hechos de la historia de la salvación proporciona el vínculo esencial entre la Biblia hebrea y lo que san Justino llamaba «las memorias de los apóstoles», que constituye lo que conocemos como los evangelios del Nuevo Testamento.
Fue san Ireneo, por lo que sabemos, quien se convirtió en el arquitecto principal de lo que llamamos el canon de los cuatro evangelios, es decir, el marco que incluye en el conjunto del Nuevo Testamento los evangelios de san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan. En primer lugar, san Ireneo denuncia a varios grupos cristianos que se basan en un solo evangelio, como los cristianos ebionitas, que, según dice san Ireneo, utilizan únicamente el evangelio de san Mateo, o los seguidores de Marción, que utilizan sólo el de san Lucas. A continuación, afirma san Ireneo que igualmente equivocados están los que invocan muchos evangelios. Ciertos cristianos, dice él, «alardean de tener más evangelios de los que realmente existen… pero en realidad no tienen un solo evangelio que no esté lleno de blasfemias».[333] San Ireneo decidió talar el bosque de textos «apócrifos e ilegítimos» —textos tales como el Libro secreto de Santiago y el Evangelio de María Magdalena— y dejó en pie únicamente cuatro «pilares».[334] Declaró resueltamente que «el evangelio», en el cual estaba contenida toda la verdad, sólo puede apoyarse en estos cuatro «pilares»: a saber, los evangelios atribuidos a san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan. Para justificar esta selección afirmó que «no es posible que existan ni más ni menos que cuatro», porque «del mismo modo que hay cuatro regiones del universo y cuatro vientos principales», la Iglesia también necesita «sólo cuatro pilares».[335] Además, al igual que el profeta Ezequiel tuvo una visión del trono de Dios sostenido por cuatro criaturas vivientes, la palabra divina se sostiene sobre este «evangelio formado por cuatro versiones». (Siguiendo este ejemplo, los cristianos de generaciones posteriores tomaron las apariencias de estas cuatro «criaturas vivientes» —el león, el toro, el águila y el hombre— como símbolos de los cuatro evangelistas). Lo que hace que estos evangelios sean fiables, afirmó san Ireneo, es que sus autores, entre los cuales consideraba incluidos a san Mateo y san Juan, discípulos de Jesús, hubieran sido realmente testigos de los sucesos que relataban; de manera similar, añadió que san Marcos y san Lucas, siendo seguidores de san Pedro y san Pablo, escribieron lo que habían oído de labios de los propios apóstoles.
Actualmente pocos expertos en el Nuevo Testamento estarían de acuerdo con san Ireneo; no sabemos quiénes escribieron en realidad estos evangelios, en la misma medida en que no sabemos quiénes escribieron los de santo Tomás y María Magdalena; lo único que sabemos es que todos estos «evangelios» se atribuyen a discípulos de Jesús. Sin embargo, como veremos en los próximos capítulos, san Ireneo no sólo unió el evangelio de san Juan a los de san Mateo y san Lucas, que eran los más citados, sino que lo ensalzó como el evangelio más importante. Para san Ireneo, el evangelio de san Juan no era el cuarto evangelio, como lo denominan los cristianos actualmente, sino el primero y más destacado de todos los evangelios, porque creía que sólo san Juan comprendió quién era en realidad Jesús: Dios en forma humana. Lo que Dios reveló en el momento extraordinario en que «se hizo carne» superaba todas las revelaciones recibidas por otros que eran únicamente hombres y mujeres, incluso las de los profetas y los apóstoles, por no hablar del resto de los seres humanos.
Por supuesto, san Ireneo no podía impedir que la gente buscara revelaciones de la verdad divina; y, como ya hemos visto, tampoco lo intentó. Después de todo, las tradiciones religiosas sobreviven a través del tiempo sólo en la medida en que sus partidarios las reviven y las reimaginan, transformándolas continuamente a medida que avanza el proceso. Sin embargo, desde su época hasta el momento actual, san Ireneo y sus sucesores, junto con otros dirigentes eclesiásticos, se esforzaron por obligar a todos los creyentes a someterse al «evangelio cuádruple» y a lo que san Ireneo llamaba tradición apostólica. Como consecuencia, todas las «revelaciones» atribuidas a dirigentes cristianos tendrían que estar siempre de acuerdo con lo que plantean los evangelios incluidos en lo que llegaría a ser el Nuevo Testamento. Por supuesto, a lo largo de los siglos estos evangelios han hecho surgir una extraordinaria gama de arte, música, poesía, teología y leyendas. Pero incluso los santos mejor dotados de la Iglesia, como santa Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz, tendrían cuidado de no transgredir —mucho menos de trascender— estas fronteras. Hoy en día, muchos cristianos de mentalidad tradicional continúan creyendo que todo aquello que viole las directrices canónicas no puede ser sino «mentiras y perversidades» surgidas de la maldad del corazón humano o inspiradas por el diablo.
Sin embargo, san Ireneo reconocía que la prohibición de todos los «escritos secretos» y la creación de un canon de cuatro evangelios no conseguirían por sí solas salvaguardar el movimiento cristiano. ¿Qué pasaría si alguien que leyera los evangelios «adecuados» los interpretaba de forma errónea, o de muchas formas erróneas? ¿Qué sucedería si algunos cristianos interpretaban esos evangelios de tal manera que inspirasen —o, como diría el obispo, engendrasen— nuevas «herejías»? Esto es lo que sucedía en la congregación de san Ireneo; y, como veremos más adelante, la respuesta que él dio consistió en trabajar para construir lo que llamaba cristianismo ortodoxo (literalmente «de pensamiento recto»).