XIX

XIX

L colarse en el palomar los dos tórtolos, no lo hicieron sin ser vistos y atentamente examinados por una taifa de gente humilde, que a la puerta de la cocina del merendero fronterizo se dedicaba a aderezar un guisote de carnero puesto, en monumental cazuela, sobre una hornilla. Es de saber que ambos enseres domésticos los alquilaba el dueño del restaurant por módica suma en que iba comprendido también el carbón: en cuanto al carnero y al arroz de añadidura, lo habían traído en sus delantales las muchachas, que por lo que pueda importar, diremos que eran operarias de la Fábrica de tabacos.

Capitaneaba la tribu una vieja pitillera, morena, lista, alegre, más sabidora que Merlín; y dos niñas de ocho y seis años travesaban alrededor de la hornilla, empeñadas en que les dejasen cuidar el guisado, para lo cual se reconocían con superiores aptitudes. Toda esta gentuza, al pasar la marquesa viuda de Andrade y su cortejo, se comunicó impresiones con mucho parpadeo y meneo de cabeza, y susurrados a media voz dichos sentenciosos. Hablaban con el seco y recalcado acento de la plebe madrileña, que tiene alguna analogía con lo que pudo ser la parla de Demóstenes si se le ocurriese escupir a cada frase una de las guijas que llevaba en la boca.

—Ay… Pus van así como asustaos… Ella es guapotona, colorá y blanca.

—Valiente perdía será.

—Se ve caa cosa… Hijas, la mar son estos señorones de rango.

—Puee que sea arguna del Circo. Tié pinta de franchuta.

—Que no, que este es un belén gordo, de gente de calidá. Mujer de algún menistro lo menos. ¿Qué vus pensáis? Pus una conocí yo, casaa con un presonaje de los más superfarolíticos… de mucho coche, una casa como el Palacio Rial… y andaba como caa cuala, con su apaño. ¡Qué líos, Virgen!

—No, pus muy amartelaos no van.

—¿Te quiés callar? Ya samartelarán dentro. Verás tú las ventanas y las puertas atrancás, como en los pantiones… Pa que el sol no los queme el cutis.

Desmintiendo las profecías de la experta matrona, los postigos y vidrieras del palomar se abrieron, y asomó la cabeza de la dama, sin sombrero ya, mirando atentamente hacia el merendero.

—Miala, miala…, la gusta el baile.

En efecto, el corredor aéreo de enfrente ofrecía curiosa escena coreográfica. Un piano mecánico soltaba, con la regularidad que hace tan odiosos a estos instrumentos, el duro chorro de sus martilleadoras tocatas: Cádiz hacía el gasto: paso doble de Cádiz, tango de Cádiz, coro de majas de Cádiz… y hasta una veintena de cigarreras, de chiquillas, de fregonas muy repeinadas y con ropa de domingo, saltaba y brincaba al compás de la música, haciendo a cada zapateta temblar el merendero… Asís veía pasar y repasar las caras sofocadas, las toquillas azul y rosa; y aquel brincoteo, aquel tripudio suspendido en el aire, sin hombres, sin fiesta que lo justificara, parecía efecto escénico, coro de zarzuela bufa. Asís se imaginó que las muchachas cobraban de los fondistas algún sueldo por animar el cuadro.

—¡Calla! —secreteó minutos después el grupo dedicado a vigilar la cazuela del guisote—. ¡Pus si también han abierto la puerta! Chicas… quien que se entere too el mundo.

—Estas tunantas ponen carteles.

El mozo subía y bajaba, atareado.

—Mia lo que los llevan. Tortilla… Jamón… Están abriendo latas de perdices… ¡Aire!

—No se las cambio por mi rico carnero. A gloria huele.

—¡Chist! —mandó el mozo, imponiéndose a aquellas cotorras—. Cuidadito… Si oyen… Son gente… ¡uf!

Al expresar la calidad de los huéspedes, el mozo hizo una mueca indescriptible, mezcla de truhanería y respeto profundo a la propina que ya olfateaba. La vieja cigarrera, de repente, adoptó cierta diplomática gravedad.

—Y pué que sean gente tan honrá como Dios Padre. No sé pa qué ha de condenar una su arma echando malos pensamientos. Serán argunos novios recién casaos, u dos hermanos, u tío y sobrina. Vayasté a saber. Oigasté, mozo…

Se apartó y secreteó con el mozo un ratito. De esta conferencia salió un proyecto habilísimo, madurado en breves minutos en el ardiente y optimista magín de la señá Donata, que así se llamaba la pitillera, si no mienten las crónicas. Arriba dama y galán empezaban a despachar los apetitosos entremeses, las incitantes aceitunas y las sardinillas, con su ajustada túnica de plata. Aunque Pacheco había pedido vinos de lo mejor, la dama rehusaba hasta probar el Tío Pepe y el amontillado, porque con sólo ver las botellas, le parecía ya hallarse en la cámara de un trasatlántico, en los angustiosos minutos que preceden al mareo total. Como la señora exigía que puertas y ventanas permaneciesen abiertas, el almuerzo no revelaba más que la cordialidad propia de una luna de miel ya próxima a su cuarto menguante. Pacheco había perdido por completo su labia meridional, y manifestaba un abatimiento que, al quedar mediada la botella de Tío Pepe, se convirtió en la tristeza humorística tan frecuente en él.

—¿Te aburres? —preguntaba la dama a cada vuelta del mozo.

—Ajogo las peniyas, gitana —respondía el meridional apurando otro vaso de jerez, más auténtico que la famosa manzanilla del Santo.

Acababa el mozo de dejar sobre la mesa las perdices en escabeche, cuando en el marco de la puerta asomó una carita infantil, colorada, regordeta, boquiabierta, guarnecida de un matorral de rizos negrísimos. ¡Qué monada de chiquilla! Y estaba allí hecha un pasmarote, si entro si no entro. Asís le hizo seña con la mano; el pájaro se coló en el nido sin esperar a que se lo dijesen dos veces. Y las preguntas y los halagos de cajón: —Eres muy guapa… ¿Cómo te llamas? ¿Vas a la escuela?… Toma pasas… Cómete esta aceitunita por mí… Prueba el jerez… ¡Huy qué gesto más salado pone al vino!… Arriba con él… ¡Borrachilla! ¿Dónde está tu mamá? ¿En qué trabaja tu padre?

De respuesta, ni sombra. El pajarito abría dos ojos como dos espuertas, bajaba la cabeza adelantando la frente como hacen los niños cuando tienen cortedad y al par se encuentran mimados, picaba golosinas y daba con el talón del pie izquierdo en el empeine del derecho. A los tres minutos de haberse colado el primer gorrión migajero en el palomar, apareció otro. El primero representaba cinco años; el segundo, más formal pero no menos asustadizo, tendría ya ocho lo menos.

—¡Hola! Ahí viene la hermanita… —dijo Asís—. Y se parecen como dos gotas… La pequeña es más saladilla… pero vaya con los ojos de la mayor… Señorita, pase usted… Esta nos enterará de cómo se llama su padre, porque a la chiquita le comieron la lengua los ratones.

Permanecía la mayor incrustada en la puerta, seria y recelosa, como aquel que antes de lanzarse a alguna empresa erizada de dificultades, vacila y teme. Sus ojazos, que eran realmente árabes por el tamaño, el fuego y la precoz gravedad, iban de Asís a Diego y a su hermanita: la chiquilla meditaba, se recogía, buscaba una fórmula, y no daba con ella, porque había en su corazón cierta salvaje repugnancia a pedir favores, y en su carácter una indómita fiereza muy en armonía con sus pupilas africanas. Y como se prolongase la vacilación, acudióle un refuerzo, en figura de la señá Donata, que con la solicitud y el enojo peor fingidos del mundo, se entró muy resuelta en el gabinete refunfuñando:

—¡Eh!, niñas, corderas, largo, que estáis dando la gran jaqueca a estos señores… A ver si vus salís afuera, u sino…

—No molestan… —declaró Asís—. Son más formalitas… A esa no hay quien la haga pasar, y la chiquitilla… ni abre la boca.

—Pa comer ya la abren las tunantas…

Pacheco se levantó cortésmente y ofreció silla a la vieja. El gaditano, que entre gente de su misma esfera social pecaba de reservado y aún de altanero, se volvía sumamente campechano al acercarse al pueblo.

—Tome usted asiento… Se va usted a bebé una copita de Jerés a la salú de toos.

¡Oídos que tal oyeron! ¡Señá Donata, fuera temor, al ataque, ya que te presentan la brecha franca y expedito el rumbo! Y tan expedito, que Pacheco, desde que la vieja puso allí el pie, pareció sacudir sus penosas cavilaciones y recobrar su cháchara, diciendo los mayores desatinos del mundo. Como que se puso muy formal a solicitar a la honrada matrona, proponiéndole un paseíto a solas por los tejares. Oía la muy lagarta de la vieja, y celebraba con carcajadas pueriles, luciendo una dentadura sana y sin mella; pero al replicar, iba encajando mañosamente aquella misión diplomática que bullía en su mente fecunda desde media hora antes. Tratábase de que ella, ¿se hacen ustés cargo?, trabajaba en la Frábica de Madrí… y tenía cuatro nietecicas, de una hija que se murió de la tifusidea, y el padre de gomitar sangre, así, a golpás…, en dos meses se lo llevó la tierra, ¡señores!, que si se cuenta, mentira parece. Las dos nietecicas mayores, colocaas ya en los talleres; pero si la suerte la deparase una presona de suposición pa meter un empeño…, porque en este pícaro mundo, ya es sabío, too va por las amistaes y las enfluencias de unos y otros… Llegada a este punto, la voz de la señá Donata adquiría inflexiones patéticas: «¡Ay Virgen de la Paloma! No premita el Señor que ustés sepan lo que es comer y vestir y calzar cinco enfelices mujeres con tristes ocho u nueve riales ganaos a trompicones… Si la señorita, que tenía cara de ser tan complaciente y tan cabal, conociese por casualidá al menistro… o al menistraor de la Frábica…, o al contaor…, o algún presonaje de estos que too lo regüerven… pa que la chiquilla mayor, Lolilla, entrase de aprendiza también… ¡Sería una caridá de las grandes, de las mayores! Dos letricas, un cacho de papel…».

Pacheco respondía a la arenga con mucha guasa, sacando la cartera, apuntando las señas de la pitillera detenidamente, y asegurándole que hablaría al presidente del Consejo, a la infanta Isabel (íntima amiga suya), al obispo, al nuncio… Enredados se hallaban en esta broma, cuando tras la abuela pedigüeña y las nietecillas mudas, se metieron en el gabinete las dos chicas mayores.

—Miren mis otras huerfanicas enfelices —indicó la señá Donata.

Imposible imaginarse cosa más distinta de la clásica orfandad enlutada y extenuada que representan pintores y dibujantes al cultivar el sentimentalismo artístico. Dos mozallonas frescas, sudorosas porque acababan de bailar, echando alegría y salud a chorros, y saliéndoles la juventud en rosas a los carrillos y a los labios; para más, alborotadas y retozonas, dándose codazos y pellizcándose para hacerse reír mutuamente. Viendo a semejantes ninfas, Pacheco abandonó a la señá Donata, y con el mayor rendimiento se consagró a ellas, encandilado y camelador como hijo legítimo de Andalucía. Todas las penas ajogadas por el Tío Pepe se fueron a paseo, y el gaditano, entornando los ojos, derramando sales por la boca y ceceando como nunca, aseguró a aquellas principesas del Virginia que desde el punto y hora en que habían entrado, no tenía él sosiego ni más gusto que comérselas con los ojos.

—¿Vienen ustés de bailar? —les preguntó risueño.

—Pus ya se ve —contestaron ellas con chulesco desgarro.

—¿Sin hombres? ¿Sin pareja?

—Ni mardita la falta.

—Pan con pan… Eso es más soso que una calabasa, prendas. Si me hubiesen ustés llamao…

—¿Que iba usté a venir? Somos poca cosa pa usté.

—¿Poca cosa? Son ustés… dos peasito del tersiopelo de que está forraa la bóveda seleste. ¡Ea!, ¿echamos o no ese baile? Ahora me empeñé yo… ¡A bailar!

Salió como una exhalación; dio la vuelta al pasillo aéreo; cruzó el puente que a los dos merenderos unía, y en breve, al compás del horrible piano mecánico, Pacheco bailaba ágilmente con las cigarreras.