V

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ONVENCIDOS ya de que no existía fonda ni sombra de ella, o de que nosotros no acertábamos a descubrirla, miramos a nuestro alrededor, eligiendo el merendero menos indecente y de mejor trapío. Casi en lo alto del cerro campeaba uno bastante grande y aseado; no ostentaba ningún rótulo extravagante, como los que se leían en otros merenderos próximos, verbigracia: «Refrescos de los que usava el Santo». «La mar en vevidas y comidas». «La Brillantez: callos y caracoles». A la entrada (que puerta no la tenía) hallábase de pie una chica joven, de fisonomía afable, con un puñal de níquel atravesado en el moño: y no había otra alma viviente en el merendero, cuyas seis mesas vacías me parecieron muy limpias y fregoteadas. Pudiera compararse el barracón a una inmensa tienda de campaña: las paredes de lona: el techo de unas esteras tendidas sobre palos: dividíase en tres partes desiguales, la menor ocultando la hornilla y el fogón donde guisaban, la grande que formaba el comedor, la mediana que venía a ser una trastienda donde se lavaban platos y cubiertos; pero estos misterios convinimos en que sería mejor no profundizarlos mucho, si habíamos de almorzar. El piso del merendero era de greda amarilla, la misma greda de todo el árido cerro: y una vieja sucia y horrible que frotaba con un estropajo las mesas, no necesitaba sino bajarse para encontrar la materia primera de aquel aseo inverosímil.

Tomamos posesión de la mesa del fondo, sentándonos en un banco de madera que tenía por respaldo la pared de lona del barracón. La muchacha, con su perrera pegada a la frente por grandes churretazos de goma y su puñal de níquel en el moño, acudió solícita a ver qué mandábamos: olfateaba parroquianos gordos, y acaso adivinaba o presentía otra cosa, pues nos dirigió unas sonrisitas de inteligencia que me pusieron colorada. Decía a gritos la cara de la chica: «Buen par están estos dos… ¿Qué manía les habrá dado de venir a arrullarse en el Santo? Para eso más les valía quedarse en su nido… que no les faltará de seguro». Yo, que leía semejantes pensamientos en los ojos de la muy entremetida, adopté una actitud reservada y digna, hablando a Pacheco como se habla a un amigo íntimo, pero amigo a secas; precaución que lejos de desorientar a la maliciosa muchacha, creo que sólo sirvió para abrirle más los ojos. Nos dirigió la consabida pregunta:

—¿Qué van a tomar?

—¿Qué nos puede usted dar? —contestó Pacheco—. Diga usted lo que hay, resalada…, y la señora irá escogiendo.

—Como haber…, hay de todo. ¿Quieren almorzar formalmente?

—Con toa formaliá.

—Pues de primer plato… una tortillita… o huevos revueltos.

—Vaya por los huevos revueltos. ¿Y hay magras?

—¿Unas magritas de jamón? Sí.

—¿Y chuletas?

—De ternera, muy ricas.

—¿Pescado?

—Pescado no… Si quieren latas… tenemos escabeche de besugo, sardinas…

—¿Ostras no?

—Como ostras…, no señora. Aquí pocas cosas finas se pueden despachar. Lo general que piden… callos y caracoles, Valdepeñas, chuletas.

—Usted resolverá —indiqué volviéndome a Pacheco.

—¿He de ser yo? Pues traíganos de too eso que hemos dicho, niña bonita…, huevos, magras, ternera, lata de sardinas… ¡Ay!, y lo primero de too se va usted a traer por los aires una boteya e mansaniya y unas cañitas… Y aseitunas.

—Y después… ¿qué es lo que les he de servir? ¿Las chuletas antes de nada?

—No: misté, azucena: nos sirve usted los huevos, luego el jamón, las sardinas, las chuletitas… De postre, si hay algún queso…

—¡Ya lo creo que sí! De Flandes y de Villalón… Y pasas, y almendras, y rosquillas y avellanas tostás…

—Pues vamos a armorsá mejor que el Nuncio.

Esto mismo que exclamó Pacheco frotándose las manos, lo pensaba yo. Aquellas ordinarieces, como diría mi paisano el filósofo, me abrían el apetito de par en par. Y aumentaba mi buena disposición de ánimo el encontrarme a cubierto del terrible sol.

Verdad que estaba a cubierto lo mismo que el que sale al campo a las doce del día bajo un paraguas. El sol, si no podía ensañarse con nuestros cráneos, se filtraba por todas partes y nos envolvía en un baño abrasador. Por entre las esteras mal juntas del techo, al través de la lona, y sobre todo, por el abierto frente de la tienda, entraban a oleadas, a torrentes, no sólo la luz y el calor del astro, sino el ruido, el oleaje del humano mar, los gritos, las disputas, las canciones, las risotadas, los rasgueos y punteos de guitarra y vihuela, el infernal paso doble, el ¡Viva España!, de los duros pianos mecánicos.

Casi al mismo punto en que la chica del puñal de níquel depositaba en la mesa una botella rotulada Manzanilla superior, dos cañas del vidrio más basto y dos conchas con rajas de salchichón y aceitunas aliñás, se coló por la abertura una mujer desgreñada, cetrina, con ojos como carbones, saya de percal con almidonados faralaes y pañuelo de crespón de lana desteñido y viejo, que al cruzarse sobre el pecho dejaba asomar la cabeza de una criatura. La mujer se nos plantó delante, fija la mano izquierda en la cadera y accionando con la derecha: de qué modo se sostenía el chiquillo, es lo que no entiendo.

—En er nombre e Dios, Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que donde va er nombre e Dios no va cosa mala. Una palabrita les voy a icir, que lase a ostés mucha farta saberla…

—¡Calle! —grité yo contentísima—. ¡Una gitana que nos va a decir la buenaventura!

—¿Le mando que se largue? ¿La incomoda a usted?

—¡Al contrario! Si me divierte lo que no es imaginable. Verá usted cuántos enredos va a echar por esa boca. Ea, la buenaventura pronto, que tengo una curiosidad inmensa de oírla.

—Pué diñe osté la mano erecha, jermosa, y una moneíta de plata pa jaser la crú.

Pacheco le alargó una peseta, y al mismo tiempo, habiendo descorchado la manzanilla y pedido otra caña, se la tendió llena de vino a la egipcia. Con este motivo armaron los dos un tiroteo de agudezas y bromas; bien se conocía que eran hijos de la misma tierra, y que ni a uno ni a otro se les atascaban las palabras en el gaznate, ni se les agotaba la labia aunque la derramasen a torrentes. Al fin la gitana se embocó el contenido de la cañita, y yo la imité, porque, con la sed, tentaba aquel vinillo claro. ¡Manzanilla superior! ¡A cualquier cosa llaman superior aquí! La manzanilla dichosa sabía a esparto, a piedra alumbre y a demonios coronados; pero como al fin era un líquido, y yo con el calor estaba para beberme el Manzanares entero, no resistí cuando Pacheco me escanció otra caña. Sólo que en vez de refrescarme, se me figuró que un rayo de sol, disuelto en polvo, se me introducía en las venas y me salía en chispas por los ojos y en arreboles por la faz. Miré a Pacheco muy risueña, y luego me volví confusa, porque él me pagó la mirada con otra más larga de lo debido.

—¡Qué bonitos ojos azules tiene este perdis! —pensaba yo para mí.

El gaditano estaba sin sombrero; vestía un traje ceniza, elegante, de paño rico y flexible; de vez en cuando se enjugaba la frente sudorosa con un pañuelo fino, y a cada movimiento se le descomponía el pelo, bastante crecido, negro y sedoso; al reír, le iluminaba la cara la blancura de sus dientes, que son de los mejor puestos y más sanos que he visto nunca, y aún parecía doblemente morena su tez, o mejor dicho, doblemente tostada, porque hacia la parte que ya cubre el cuello de la camisa se entreveía un cutis claro.

—La mano, jermosa —repitió la gitana.

Se la alargué y ella la agarró haciéndomela tener abierta. Pacheco contemplaba las dos manos unidas.

—¡Qué contraste! —murmuró en voz baja, no como el que dice una galantería a una señora, sino como el que hace una reflexión entre sí.

En efecto, sin vanidad, tengo que reconocer que la mano de la gitana, al lado de la mía, parecía un pedazo de cecina feísimo: la tumbaga de plata, donde resplandecía una esmeralda falsa espantosa, contribuía a que resaltase el color cobrizo de la garra aquella, y claro está que mi diestra, que es algo chica, pulida y blanca, con anillos de perlas, zafiros y brillantes, contrastaba extrañamente. La buena de la bohemia empezó a hacer sus rayas y ensalmos, endilgándonos una retahíla de esas que no comprometen, pues son de doble sentido y se aplican a cualquier circunstancia, como las respuestas de los oráculos. Todo muy recalcado con los ojos y el ademán.

—Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto, y nadie saspera que susea… Un viaje me vasté a jaser, y no ae ser para má, que ae ser pa sastisfasión e toos… Una carta me vasté a resibir, y lae alegrá lo que viene escribío en eya… Unas presonas me tiene usté que la quieren má, y están toas perdías por jaserle daño; pero der revé les ae salir la perra intensión… Una presoniya está chalaíta por usté (al llegar aquí la bruja clavó en Pacheco las ascuas encendidas de sus ojos) y un convite le ae dar quien bien la quiere… Amorosica de genio me es usté; pero cuando se atufa, una leona brava de los montes se me güerve… Que no la enriten a usté y que le yeven toiticas las cosas ar pelo de la suavidá, que por la buena, corasón tiene usté pa tirarse en metá e la bahía e Cadis… Con mieles y no con hieles me la han de engatusar a usté… Un cariñiyo me vasté a tener mu guardadico en su pechito y no lo ae sabé ni la tierra, que secretica me es usté como la piedra e la sepultura… También una cosa le igo y es que usté mesma no me sabe lo que en ese corasonsiyo está guardao… Un cachito e gloria le va a caer der sielo y pasmáa se quedará usté; que a la presente me está usté como los pajariyos, que no saben el árbol onde han de ponerse…

Si la dejamos creo que aún sigue ahora ensartando tonterías. A mí su parla me entretenía mucho, pues ya se sabe que en esta clase de vaticinios tan confusos y tan latos, siempre hay algo que responde a nuestras ideas, esperanzas y aspiraciones ocultas. Es lo mismo que cuando, al tiempo de jugar a los naipes, vamos corriéndolos para descubrir sólo la pinta, y adivinamos o presentimos de un modo vago la carta que va a salir. Pacheco me miraba atentamente, aguardando a que me cansase de gitanerías para despedir a la profetisa. Viendo que ya la chica del puñal en el moño acudía con la fuente de huevos revueltos, solté la mano, y mi acompañante despachó a la gitana, que antes de poner pies en polvorosa aún pidió no sé qué para er churumbeliyo.

Empezábamos a servirnos del apetitoso comistrajo y a descorchar una botella de jerez, cuando otro cuerpo asomó en la abertura de la tienda, se adelantó hacia la mesa y recitó la consabida jaculatoria:

—En er nombre e Dió Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que onde va er nombre e Dió…

—¡Estamos frescos! —gritó Pacheco—. ¡Gitana nueva!

—Claro —murmuró con aristocrático desdén la chica del merendero—. Como a la otra le han dado cuartos y vino, se ha corrido la voz… Y tendrán aquí a todas las de la romería. Pacheco alargó a la recién venida unas monedas y un vaso de Jerez.

—Bébase usté eso a mi salú…, y andar con Dios, y najensia.

—E que les igo yo la buenaventura e barde… por el aqué de la sal der mundo que van ustés derramando.

—No, no… —exclamé yo casi al oído de Pacheco—. Nos va a encajar lo mismo que la otra; con una vez basta. Espántela usted… sin reñirla.

—Bébase usté el Jerés, prenda… y najarse he dicho —ordenó el gaditano sin enojo alguno, con campechana franqueza. La gitana, convencida de que no sacaba más raja ya, después de echarse al coleto el jerez y limpiarse la boca en el dorso de la mano, se largó con su indispensable churumbeliyo, que lo traía también escondido en el mantón como gusano en queso.

—¿Tienen todas su chiquitín? —pregunté a la muchacha.

—Todas, pues ya se ve —explicó ella con tono de persona desengañada y experta—. Valientes maulas están. Los chiquillos son tan suyos como de una servidora de ustedes. Infelices, los alquilan por ahí a otras bribonas, y sabe Dios el trato que les dan. Y está la romería plagada de estas tunantas, embusteronas. Lástima de abanico.

—¿Ustedes duermen aquí? —la dije por tirarle de la lengua—. ¿No tienen miedo a que de noche les roben las ganancias del día o la comida del siguiente?

—Ya se ve que dormimos con un ojo cerrado y otro abierto… Porque no se crea usted: nosotros tenemos un café a la salida de la Plaza Mayor y venimos aquí no más a poner el ambigú.

Comprendí que la chica se daba importancia, deseando probarme que era, socialmente, muy superior a aquella gentecilla de poco más o menos que andaba por los demás figones. A todo esto íbamos despachando la ración de huevos revueltos y nos disponíamos a emprenderla con las magras. Interceptó la claridad de la abertura otra sombra. Esta era una chula de mantón terciado, peina de bolas, brazos desnudos, que traía en un jarro de loza un inmenso haz de rosas y claveles, murmurando con voz entre zalamera y dolorida: «¡Señoritico! ¡Cómpreme usté flores pa osequiar a esa buena moza!». Al mismo tiempo que la florera, entraron en el merendero cuatro soldados, cuatro húsares jóvenes y muy bulliciosos, que tomaron posesión de una mesa pidiendo cerveza y gaseosa, metiendo ruido con los sables y regocijando la vista con su uniforme amarillo y azul. ¡Válgame Dios, y qué virtud tan rara tienen la manzanilla y el jerez, sobre todo cuando están encabezados y compuestos! Si en otra ocasión me veo yo almorzando así, entre soldados, creo que me da un soponcio; pero empezaba a tener subvertidas las nociones de la corrección y de la jerarquía social, y hasta me hizo gracia semejante compañía y la celebré con la risa más alegre del mundo. Pacheco, al observar mi buen humor, se levantó y fue a ofrecer a los húsares jerez y otros obsequios; de suerte que no sólo comíamos con ellos en el mismo bodegón, sino que fraternizábamos.

Cuando está uno de buen temple, ninguna cosa le disgusta. Alabé la comida; de la chula de los claveles dije que parecía un boceto de Sala; y entonces Pacheco sacó de la jarra las flores y me las echó en el regazo, diciendo: «Póngaselas usted todas». Así lo ejecuté, y quedó mi pecho convertido en búcaro. Luego me hizo reír con toda mi alma una desvergonzada riña que se oyó por detrás de la pared de lona, y las ocurrencias de Pacheco que se lio con los húsares no recuerdo con qué motivo. Volvió a nublarse el sol que entraba por la abertura y apareció un pordiosero de lo más remendado y haraposo. No contento con aflojar buena limosna, Pacheco le dio palique largo, y el mendigo nos contó aventuras de su vida: una sarta de embustes, por supuesto. Oyole el gaditano muy atentamente, y luego empezó a exigirle que trajese un guitarrillo y se cantase por lo más jondo. El pobre juraba y perjuraba que no sabía sino unas coplillas, pero sin música, y al fin le soltamos, bajo palabra de que nos traería un buen cantaor y tocador de bandurria para que nos echase polos y peteneras hasta morir. Por fortuna hizo la del humo.

Yo, a todo esto, más divertida que en un sainete, y dispuesta a entenderme con las chuletas y el Champagne. Comprendía, sí, que mis pupilas destellaban lumbre y en mis mejillas se podía encender un fósforo; pero lejos de percibir el atolondramiento que suponía precursor de la embriaguez, sólo experimentaba una animación agradabilísima, con la lengua suelta, los sentidos excitados, el espíritu en volandas y gozoso el corazón. Lo que más me probaba que aquello no era cosa alarmante, era que comprendía la necesidad de guardar en mis dichos y modales cierta reserva de buen gusto; y en efecto la guardaba, evitando toda palabra o movimiento que siendo inocente pudiese parecer equívoco, sin dejar por eso de reír, de elogiar los guisos, de mostrarme jovial, en armonía con la situación… Porque allí, vamos, convengan ustedes en ello, también sería muy raro estar como si me hubiese tragado el molinillo.