XVII
XVII
UY atareadas estaban la marquesa viuda de Andrade y su doncella en revisar mundos, sacos y maletillas, operación necesaria cuando se va a emprender un viaje. Y mire usted que parece cosa del mismo enemigo. Siempre en los últimos momentos han de faltar las llaves de los baúles. Por mucho que uno las coloque en sitio determinado, diciendo para sí: «En este cajón se queda la llavecita; no olvidar que aquí la puse; le ato un estambre colorado, para acordarme mejor; no sea que el día de la marcha salgamos con que se ha obscurecido», viene el instante crítico, la busca uno, y… ¡echarle un galgo! Nada, no parece: venga el cerrajero, tiznado, sucio, preguntón, insufrible; haga una nueva, y lléveselo todo la trampa.
Nerviosa y displicente, daba Asís a la Ángela estas quejas. El ajetreo del viaje la ponía de mal humor: ¡son tan cargantes los preparativos! ¡Qué babel, qué trastorno! Nunca sabe uno lo que conviene llevar y lo que debe dejarse; cree no necesitar ropa de abrigo, porque al fin se viene encima la canícula, pero ¡fíese usted de aquel clima gallego, tan inconstante, tan húmedo, tan lluvioso, que tiene seis temperaturas diferentísimas en cada veinticuatro horas! Se quedan aquí las prendas en el ropero, muertas de risa, y allá tirita uno o tiene que envolverse en mantones como las viejas… Luego las fiestecitas, los bailes dichosos de la Pastora, que obligan a ir provisto de trajes de sociedad, porque si uno se presenta sencillo, de seda cruda, les choca y se ofenden y critican… Nada, que la última hora es para volverse loco. ¿A que no se había acordado Ángela de pasarse por casa de la Armandina, a ver si tiene lista la pamela de la niña y el pajazón? ¿Apostamos a que el impermeable aún está con los mismos botones, que lastiman y en todo se prenden? ¿Y el alcanfor para poner en el abrigo de nutria? ¿Y la pimienta para que no se apolillase el tapiz de la sala?
Atarugada y dando vueltas de aquí para allí, la Diabla contestaba lo mejor posible al chaparrón de advertencias, reconvenciones y preguntas de su señora. La hábil muchacha, después de los primeros pases, conocía una estocada certera para su ama: si los preparativos de viaje andaban algo retrasados, era que la señorita aquel año había dispuesto la marcha un mes antes que de costumbre, por lo menos; también a ella (la Diabla) se le quedaba sin alistar un vestido de percal, y calzado, y varias menudencias; ella creía que hasta mediados de junio, hacia el día de San Antonio… ¿Cómo se le había de ocurrir que se largaban tan de prisa y corriendo? La señora contestaba con reprimido suspiro, callaba dos minutos, y luego, redoblando su gruñir, corría del cuarto-ropero al dormitorio, de la leonera o cuarto de los baúles al saloncito, y aún se determinaba a entrar en la cocina y el comedor, para regañar a Imperfecto que no le había traído a su gusto papel de seda, bramante, puntas de París, algodón en rama… Imperfecto, con la boca abierta y la fisonomía estúpida, subía y bajaba cien veces la escalera haciendo recados: las puntas eran gordas, se precisaban otras más chiquitas; el algodón no convenía blanco, sino gris: era para rellenar huecos en ciertos cajones y que no se estropease lo que iba dentro… En una de estas idas y venidas del criado, la señora cruzaba el pasillo, cuando repicó la campanilla. Impremeditadamente fue a abrir —cosa que no hacía nunca— y se encontró cara a cara con su Diego.
El primer movimiento fue de despecho y contrariedad mal encubierta. ¿Quién contaba con Pacheco a tales horas (las diez y media de la mañana)? No estaba Asís lo que se llama hecha un pingo, con traje roto y zapatos viejos, porque ni en una isla desierta se pondría ella en semejante facha; pero su bata de chiné blanco tenía manchas y visos obscuros, y aún no sé si alguna telaraña, indicio de la lidia con los baúles de la leonera; su peinado, revuelto sin arte, con rabos y mechones saliendo por aquí y por acullá, parecía obra de peluquería gatuna; y en la superficie del pelo y del rostro se había depositado un sutil viso polvoriento, que la señora percibía vagamente al pestañear y al pasarse la lengua por los labios, y que la impacientaba lo indecible. Y en cambio el galán venía todo soplado, con una camisa y un chaleco como el ampo de la nieve, el ojal guarnecido de fresquísimo clavel, guantes de piel de perro flamantitos y, en suma, todas las señales de haberse acicalado mucho. En la mano traía el pretexto de la visita madrugadora: dos libros medianamente gruesos.
—Las novelas francesas que le prometí… —dijo en voz alta después del cambio de saludos, porque la dama le había hecho seña con el mirar de que había moros en la costa—. Si está usted ocupada, me retiro… Si no, entraré diez minutos…
—Con mucho gusto… A la sala: el resto de la casa está imposible… no quiero que se asuste usted del estado en que se encuentra.
Entró Pacheco en la sala; pero por aprisa que Ángela cerrase las puertas de las habitaciones interiores, el gaditano pudo ver baúles abiertos, con las bandejas fuera, ropa desparramada, cajas, sacos…
—¿Está usted de mudanza… o de viaje? —preguntó quedándose de pie en medio del saloncito, con voz opaca, pero sin emplear tono de reconvención ni de queja.
—No… —tartamudeó Asís—, tanto como de viaje precisamente… no. Es que estoy guardando la ropa de invierno, poniéndole alcanfor… Si uno se descuida, la polilla hace destrozos…
Pacheco se acercó a la dama, y bajando el diapasón, con las inflexiones dolientes y melancólicas que solía adoptar a veces, le dijo:
—A mí no se me engaña, te lo repito. Antes de venir sabía que te ibas. Tú no me conoces; tú te has creído que me la puedes dar. Aún no pasaron las ideas por esa cabecita y ya las he olfateado yo. Siento que gastes conmigo tapujos. Al fin no te valen, hija mía.
La señora, no acertando a responder nada que valiese la pena, bajó los ojos, frunció la boca e hizo un mohín de disgusto.
—No amoscarse. Si no me enfado tampoco. La nena mía es muy dueña de irse a donde quiera. Pero mientras está aquí, ¿por qué me huye? Ayer me dijiste que no podíamos vernos, por estar tú convidada a comer…
Movidos por el mismo impulso, Asís y don Diego miraron en derredor. Las puertas, cerradas; al través de la que comunicaba con los cuartos interiores, pasaba amortiguado el ruido del ir y venir de la Diabla. Y sin concertarse, a un mismo tiempo, se acercaron, para cruzar mejor esas explicaciones que el corazón adivina antes de pronunciadas.
—Hazte cargo… Los criados… Es una atrocidad… Yo nunca tuve de estas…, vamos…, de estas historias… No sé lo que me pasa. Por favor te pido…
—¡Bendita sea tu madre, niña! Si ya lo sé… ¿Te crees que no me informo yo de los pasos en que anduvo mi reina? Estoy, enterao de que nadie consiguió de ti ni esto. Yo el primerito… ¡Ay!, te deshago… Rica, gitana… ¡Cielo!
—Chist… La chica… Si pesca… Es más curiosa…
—Un favor te pido no más. Vente a almorsá conmigo. Que te vienes.
—Estás tocado… Quita… Chist…
—Que te vienes. Palabra, no lo sabrá ni la tierra. Se arreglará…, verás tú.
—¿Pero cómo? ¿Dónde?
—En el campo. Te vienes, te vienes. ¡Ya pronto te quedas libre de mí…! La despedía. Al reo de muerte se le da, mujer.
¿Cómo cedió y balbució que sí, prometiendo, si no por la Estigia, por algún otro juramento formidable? ¡Ah! Aunque la observación ya no resulte nueva, cedió obedeciendo a los dos móviles que, desde la memorable insolación de San Isidro, guiaban, sin que ella misma lo notase, su voluntad; dos resortes que podemos llamar de goma el uno y de acero el otro: el resorte de goma era la debilidad que aplaza, que remite toda gran resolución hasta que la ampare el recurso de la fuga; el resorte de acero, todavía chiquitín, menudo como pieza de reloj, era el sentimiento que así, a la chiticallando, aspiraba nada menos que a tomar plenísima posesión de sus dominios, a engranar en la máquina del espíritu, para ser su regulador absoluto, y dirigir su marcha con soberano imperio.
Fiado en la palabra solemne de la señora, Pacheco se marchó, pues no convenía, por ningún estilo, que los viesen salir juntos. Asís entró en su cuarto a componerse. La Diabla la miraba con su acostumbrada curiosidad fisgona y aún le disparó tres o cuatro preguntas pérfidas referentes a la interrumpida tarea del equipaje.
—¿Se cierra el mundo? ¿Se clavan los cajones? ¿La señorita quiere que avise a la Central para mañana?
¿Cómo había de responder la señora a interrogaciones tan impertinentes? Claro que con alguna sequedad y no poco enfado secreto. Además, otros incidentes concurrían a exasperarla: por culpa del revoluto del equipaje, ni había cosa con cosa, ni parecía lo más indispensable de vestir: para dar con unos guantes nuevos tuvo que desbaratar el baúl más chico: para sacar un sombrero, desclavó dos cajones. Más peripecias: la hebilla del zapato inglés, descosida: al abrochar el cuerpo del traje, salta un herrete; al cepillarse los dientes, se rompe el frasco del elixir contra el mármol del lavabo…
—¿Almuerza fuera la señorita? —preguntó la incorregible Diabla.
—Sí… En casa de Inzula.
—¿Ha de venir a buscarla Roque?
—No… Pero le mandas que esté con la berlina allí, a las siete…
—¿De la tarde?
—¿Había de ser de la mañana? ¡Tienes cosas…!
La Diabla sonrió a espaldas de su señora y se bajó para estirarle los volantes del vestido y ahuecarle el polisón. Asís piafaba, pegando taconacitos de impaciencia. ¿El pericón? ¿El gabán gris, por si refresca? ¿Pañuelo? ¿Dónde se habrá metido el velo de tul? Estos pinguitos parece que se evaporan… Nunca están en ninguna parte… ¡Ah! Por fin… Loado sea Dios…