16

—Janssen y yo hemos decidido tener un hijo —me anunció mi inquilina.

—Oh —le respondí.

Susana bizqueó; supongo que esperaba que yo dijese algo más.

—Ya sé que piensas que soy demasiado vieja para tener hijos —continuó.

—No me ha dado tiempo a pensar nada —le respondí.

—Los prejuicios no se formulan —me contestó.

—Estaba pensando en otra cosa. Pero si deseas saber mi opinión, te diré que lo que me acabas de decir no es más que tu propio concepto sobre ti. Se me ocurre preguntarte si vas a volverte con Janssen a Utrecht, o si se va a venir Janssen.

—Deseas averiguar si me marcho del piso.

—No pensaba en ello —mentí.

—Hasta que no me quede embarazada no puedo decírtelo.

—Pero al menos significa que os habéis arreglado un poco.

—No nos hemos arreglado. Pero nos llevamos bien y queremos hacerlo.

Susana me sirvió té rooibos en una de las tazas con dibujos de vacas que yo arrastraba de piso en piso, compradas cuando pasaba los veranos en pueblos irlandeses para aprender inglés de cara a mi prometedor futuro. Me alojaban familias cuyas mujeres se parecían a Susana en la blancura de la piel y en los ojos azul claro, aunque ninguna de esas mujeres eran altas ni corpulentas. De Irlanda solo recordaba el paisaje que iba de Greystones, el pueblo costero donde vivía, a Bray, y también que una tarde unos amigos y yo rompimos los cristales de un caserón abandonado y entramos. No había murciélagos ni cadáveres de ratas, sino columnas de paquetes de folios. Eran paquetes viejos, los folios amarilleaban; cogimos todos los paquetes que pudimos y desperdigamos las hojas de camino a la playa. No había vuelto a Irlanda.

—Bueno, pues ánimo. No sé qué decirte.

—No hace falta que digas nada.

—¿Cómo llevas tus planos?

—He terminado los mapas. ¿Quieres verlos?

No esperó a que contestara; se levantó y fue a su cuarto, de donde volvió con una carpeta grande. Ignoraba que mi inquilina hubiese trabajado tanto. Extendió los cuatro primeros mapas, que me parecieron cifrados y extenuantes con sus edificios de Madrid al retortero, hechos con una precisión que solo podía atribuir a las máquinas. Recordé lo que Susana me había dicho sobre la diferencia entre pegar las miniaturas manualmente y elaborar los planos mediante algún programa.

—No sé si sería capaz de reconocer Madrid a simple vista.

—Yo tampoco. Por eso hice unos cuantos mapas solo de barrios. A ver si adivinas cuáles son.

Susana rebuscó entre los mapas y extendió otros cuatro: en nuestra mesa no cabían más. Los observé con atención. Si hubiese entrado en una sala de exposiciones donde estuvieran colgados, habría advertido el tufo a ciudad española, pero no habría sido capaz de lanzar demasiadas hipótesis.

—Esta torre con reloj —dije—, ¿es Sol?

—Es la torre de la plaza Fortuna.

Hice lo mismo con los otros mapas, examinarlos con cuidado; me costó aún más reconocer algo. Susana parecía haber excluido lo evidente, como el edificio de Gran Vía con el cartel de Schweppes o La Cibeles. Tal vez yo no los localizaba.

—¿Me dejas que los vea todos? —le pregunté.

—Por supuesto —respondió halagada.

—Estaría bien que lograses exponer en alguna galería.

Susana rezumó más satisfacción todavía, y caminó a un lado y a otro de la ventana, supongo que fantaseando con exponer en galerías, mientras yo miraba sus mapas. No identifiqué ningún barrio, aunque era evidente cuáles podían ser céntricos y cuáles estaban fuera de la M-30. Estos últimos, además, me recordaron a mis paseos, no porque yo tuviera una imagen clara de la ciudad, sino por el caos. Me habría gustado comprarle aquellos mapas, pero veía a mi inquilina tan entusiasmada que no quería arrebatarle el ánimo con una proposición ruin. Mi bolsillo no daba para otra cosa.

—¿Es la primera vez que haces un trabajo tan sistemático? —le pregunté.

Tuve dudas sobre mi apreciación: sistemático.

—Ya sabes que me paso los días haciendo ese tipo de cosas —me respondió—. Las hago, las guardo durante un tiempo, y luego las quemo o las tiro. No puedo vivir rodeada de papeles. En realidad, lo que quiero es montar algo con las notas que voy tomando y las fotografías.

—¿Y no es mejor que te centres en lo que se te da bien? —le contesté, y de inmediato me arrepentí.

Le acababa de dar a entender que no sabía escribir y que sus fotografías no eran interesantes. Susana no se inmutó.

—Tal vez —me dijo—. Eso es lo que me gusta. Pero estoy tan acostumbrada que no le veo el mérito. ¿Conoces tú a alguien que me pueda echar una mano?

Susana había pronunciado la última frase con una expectación afligida, como si algo estuviera a punto de concluirse y sospechara que el resultado no podía ser bueno. Yo también compartía esa sensación. Ignoraba por qué tenía una corazonada sobre un asunto que no era mío, ni me importaba. Me sentí como un perro ladrando mientras se libera de la correa para huir a las montañas la noche antes de un tsunami.

—Podemos preguntar. No será tan difícil que, al menos, te escuchen —le dije.

—¿Y cuál es tu plan?

—Pues ir de galería en galería… preguntando.

—Ya —dijo Susana con retintín.

Me exasperó en un sentido muy distinto al que solía, que era el del aburrimiento o la impertinencia. Me pareció una cría mimada que espera que alguien le solucione la vida.

—Yo salgo muchos días a caminar un rato —le dije a pesar de todo, y junto a mi corazonada y mi exasperación, noté un pavor, pues pasó por mi cabeza la imagen fugaz de los del camión, el cartón filoso con el que golpeaban la noche—. Puedo adelantar mi paseo, me acompañas y visitamos las galerías. Llévate tus mapas y los enseñas.

—Vale —fue la respuesta de Susana.

Me sorprendió que cediera con esa facilidad, y que además abriese su Hp mini dispuesta a hacer un listado de galerías a las que acudir. Me recogí en mi cuarto abrumada por la suerte que pudieran correr los mapas de la ciudad desbaratada. Ahora la congoja que me había sobrevenido se mezclaba con el presentimiento hasta ser una sola cosa. Temía descubrir un vínculo entre los recogedores de cartón y la empresa de Susana. Es más: entre ambos quehaceres encontraba una relación directa y evidente. ¿Evidente de qué? La tarde estipulada para las visitas mi inquilina llegó antes del trabajo, sacó de su carpeta todos los mapas y se pasó un buen rato interrogándome sobre su conveniencia.

—¿Vamos? —le dije cuando llevaba casi una hora decidiendo, y no porque tuviera ganas de recorrer galerías, sino porque yo misma me había puesto a examinar los mapas obsesivamente.

Durante el tiempo en que los estuve mirando, mientras contestaba a las preguntas de mi inquilina sobre cuál era el mejor, pensé que aquellas composiciones no eran inocentes, ni habían salido de la cabeza de Susana, sino que copiaban algo ambiental. Cuando subimos al metro, mi inquilina volvió a sacar los mapas de la carpeta y a escrutarlos, y a mí me pareció que se fundían con el aire. Bajamos en Alonso Martínez y abrimos nuestro plano. Susana había trazado un reguero de puntos rosa fosforescente para marcar las galerías. Observé con desazón la robustez y la elegancia un tanto sucia de los edificios del ensanche, donde siempre había deseado vivir. Llegamos a la primera galería, un espacio chiquito que me tranquilizó, en la que había bodegones actualizados, con paquetes de donuts y restos de patatas fritas a los pies de perdices y calabazas perfectas.

—Hola —dijo Susana a un chico joven—. ¿Eres tú el dueño de la galería?

—No, yo soy el encargado.

—¿Y cuándo puedo ver al dueño?

—El dueño es una dueña. Se llama Laura Díaz. ¿Qué deseas?

—Enseñarle lo que hago.

—Puedes dejar tu currículum y una copia de tu trabajo.

—Ah, pues no he caído —dijo Susana.

Salimos a la calle sin despedirnos y caminamos desorientadas un par de minutos. En Susana se adensaba un gesto amargo. Su cara se laminó en finísimas arrugas. Aunque me arrepentí por haberla animado a concurrir en una suerte de Operación Triunfo, estaba agradecida a aquel golpe de realidad. Nos metimos en una tienda de fotocopias.

—No voy a dejar mi currículum, porque sería absurdo. Yo no tengo currículum —me dijo mientras las fotocopiadoras rugían rítmicamente.

Retomamos el camino a ese mismo ritmo de máquina, y con una rapidez inusitada fuimos dejando copias en las galerías de la lista, recorriendo Chamberí, Chueca, algunas calles del barrio de Salamanca. Vimos, entre otras cosas, una exposición de fotografías que figuraban ser sangre, otra de desnudos depilados, otra de figuritas de hierro o de algún otro metal, una cuarta de manchas nubosas, una quinta de marinas para decorar pisos, otra de óleos de paisajes pop. No llegué a ninguna conclusión sobre las posibilidades de colocar los mapas. Susana tampoco. Al final, más que caminar, parecíamos vagar; en un par de ocasiones mi inquilina no fue capaz de franquear la puerta de aquellas espiritosas salas, y tuve que entregar yo las copias. No estaba ninguno de los galeristas; los encargados recogían el trabajo de Susana sin decir nada, con diligencia acostumbrada, a veces con dejadez.

—Soy como una repartidora de anuncios de esos que la gente tira en la primera papelera que se encuentra —me dijo cuando llegamos a la décima y última galería, que estaba ya cerrando, y cuya encargada guardó de mal humor las copias de Susana. Mi inquilina añadió—: Aunque, por otra parte, me ha animado comprobar que yo misma podría estar haciendo ese tipo de trabajo. El aburrimiento de esta gente es igual al que yo tengo cuando atiendo llamadas.

No quise replicarle, y además desconocía qué tecla podía satisfacerla. Parecía anhelar un empleo que tocase cierta realización, pero se consolaba descubriendo la miseria en lo que codiciaba. Los días siguientes estuvo aguardando las llamadas triunfales que no llegaban, y yo le decía que era normal que no se interesasen de buenas a primeras por sus mapas, a los que procuré no mirar.

—No es eso —me respondía.

Se quedaba meditativa sobre los planos, como si esperara encontrar errores; yo no podía figurarme qué clase de error albergaban que no fuera evidente desde el principio. Que estuvieran mejor o peor rematados no me parecía importante, y supongo que a Susana tampoco. Al final de aquella semana, mi inquilina ni siquiera deseaba hablar de los mapas, cosa que agradecí. Andaba cabizbaja, como si hubiese logrado exponer y ello hubiera conllevado el más estrepitoso de los fracasos, la confirmación de la inutilidad de todo lo que hacía y de su existencia. Era el momento de que nos olvidáramos del asunto. No tenía sentido insistir, y sin embargo mi miedo y lo que intuía, esa cosa informe que me parecía fruto de mi enfermedad, me llevó a decirle:

—Creo que es mejor que descartemos las galerías. Voy a buscarte bares donde hagan exposiciones, ¿vale?

Mi inquilina me dio un sí fugaz. Durante dos días, que fue lo que tardé en encontrarle un bar, no dijo una sola palabra, aunque multiplicó su presencia en el salón, enorme y recogida. No hacía amagos de encontrarse con Janssen en el ciberespacio. Ni siquiera encendía el portátil. Por mi parte, procuraba no pensar. Me movía sonámbula, obedeciendo una orden que procedía de una parte de mí que debía silenciar. Ignoraba cuál iba a ser su reacción cuando viera el bar que le había averiguado, un bar pequeño en una calle discreta, que no era el mejor espacio para una exposición, ni siquiera amateur. Había parado por casualidad en ese bar a descansar; si bien no se trataba del típico local con aspiraciones culturetas, me había parecido idóneo para mi inquilina. La imaginé sentada en una de las mesas con su portátil. Cuando le planteé el asunto al dueño, no puso reparos. Ni siquiera me dijo que le gustaría ver el trabajo de Susana, ni me pidió dinero. Solo me comentó que un amigo suyo hacía una tesis sobre la cartografía en el Renacimiento, y que le parecía una idea espléndida. Le habría dado lo mismo que colgásemos, en vez de mapas, una colección de tapetes. Aquel entusiasmo por la mera idea congeniaba con el carácter de mi inquilina.

No creo que Susana hubiera sido más detallista sobre su pasado, arrojando algún dato que no llegó a mi consciente, que se quedó alojado en alguna región cerebral, propiciando la impresión de que no existen casualidades sino causalidades. Cuando le mencioné que había encontrado un bar en una calle cercana a Huertas, un bar llamado Las Meninas, y acto seguido le dije de qué calle se trataba, mi inquilina alzó las cejas con desmesura y abrió la boca, y durante largos segundos permaneció así, cautiva de una sorpresa tan muda como el silencio que la precedía, y que a mí me había ido sacando de quicio.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—¿Puedes repetirme otra vez la dirección?

Se la volví a dar. Se mordió la uña y replicó:

—Ese es el bar donde yo tenía mis citas hace diecisiete años. Antes se llamaba El Cuatro.

Susana pronunció estas palabras con una naturalidad atípica en ella, carente del tono repipi que la acompañaba.

—Si no quieres, puedo buscarte otro —le contesté.

Me noté nerviosa y culpable de un delito cometido sin darme cuenta, como si anduviese bajo los efectos de la hipnosis para poner a mi inquilina sobre un pliegue temporal que podía desestabilizarla, hacer que se quebrara en cristales pequeños, de los que resultan luego imposibles de extraer de la carne.

—Cuando me has dicho la calle, me he visto llamando a los periódicos y dando la dirección de esa misma manera, con el mismo ímpetu con que tú lo has pronunciado —continuó Susana.

Se quedó en Babia, tirando de un padrastro, tensándolo hasta el dolor y la sangre. Su cara se crispó, y esa crispación planeó durante unos instantes sobre el padecimiento físico, que hacía de excusa para volcarse en otro. Tal vez era el mismo temor que la había atenazado estos días, y que ahora recibía una confirmación inesperada.

—No puedo no quererlo aunque no quiera —añadió—. Y no voy a molestarte más. ¿Siguen pintadas las paredes de azul?

—Ahora están rosas.

—El rosa es un color perfecto —dijo sin entusiasmo, aunque sin duda pensando en sus mapas, en cómo quedarían sobre un fondo cálido.

Temí que no fuera el mismo bar; la invité a que lo comprobásemos con el Street View. La imagen era de un día nuboso. El interior se apreciaba frío a través de los ventanales oscuros.

—Ese es el bar, sí —dijo Susana—. ¿Lo lleva un viejo que se llama Tobías?

—El hombre con quien hablé tendría cuarenta y muchos, y se llama Pedro. Me dijo que era de Guadalajara.

—Entonces ha cambiado de dueño.

—Probablemente. —Recordé que ese hombre llevaba una camiseta con un mensaje que había leído y olvidado casi al instante. Añadí—: Me dijo que un amigo suyo estaba haciendo una tesis doctoral sobre cartografía.

—¿Ah, sí? —contestó Susana.

Su cabeza seguía en ese otro asunto que no me desvelaba, y que no creo que tuviera relación con su fe en las coincidencias, ni con la llamada esperada en vano, con ese fracaso en el que se recreaba. Mi inquilina estaba convencida de que se le había pasado el arroz, y ya no iba a hacer esfuerzos distintos a aquellos que la reafirmaran en esta idea. Pero su desazón tenía ahora una intensidad diferente. Algo discurría; sus pensamientos se volcaban en averiguaciones difusas. Cuando me dispuse a encerrarme en mi cuarto, me dijo:

—He seguido pasando por delante del bar unos cuantos años, y también durante el tiempo que llevo aquí tras mi vuelta, pero no he reparado en él hasta que tú no me has dicho la dirección. A menudo sueño con sus antiguas paredes azules y con las viejas que iban a merendar. Esas viejas con sus dentaduras postizas que tenían estómagos de vaca. Recuerdo que algunas se quedaban toda la tarde. Antes de haber digerido el croasán plancha y el cortado, ya estaban pidiendo unos boquerones en escabeche. No se me había ocurrido volver.

En los días siguientes, la ayudé a preparar su exposición. No me movía la generosidad; es que no podía pensar en otra cosa. Fuimos al local varias tardes. Nos rodeaba una fauna anciana de barrio que trasegaba con sus descafeinados y sus colacaos, y que se mezclaba con otra perroflautera, acorde con la estética del barman. Susana se esforzaba por no afligirse. A menudo, mientras el dueño hablaba sobre el acomodo de los mapas y de protegerlos de la humedad de la pared, lo interrumpía para decirle que iba a salir a la calle. Quería estudiar cómo se verían sus planos desde fuera. Yo suponía que no investigaba nada; tan solo miraba la fachada para martirizarse por no haber sido capaz de reconocerla durante todos estos años a pesar de haberse topado con ella, de soñar con ella, de pensar a menudo en el tiempo que pasó allí citándose con desconocidos. Susana retornaba al local sobrecogida y se bebía un par de vermús. Empecé a temer que le diera otro brote psicótico. No le dio nada de eso, sino una tristeza callada y soberbia.

—Cualquiera puede exponer aquí sus estupideces. No tengo ningún mérito —me dijo poco antes de que se inaugurara la exposición.

Cuando llegó el día, cambió su turno en el trabajo, y desde primera hora trajinó con vestidos y peinados, todos severos y raros. Pensé que esa noche le pondría unos cuernos triunfales a Janssen. No sé por qué lo pensé; mi inquilina, desde que planeaba la exposición, solo había sido capaz de centrarse en los mapas. Cuando le pregunté si Janssen iba a venir a la inauguración, me dijo: «He hecho otras cosas similares cuando vivía en Utrecht, pero en mi casa. Organizaba fiestas artísticas. Él está harto de ver mis collages». Su formidable y musculoso trasero acabó embutido en unos pantalones de terciopelo granates que parecían de equitación, y se puso una camisa blanca abotonada hasta el cuello, muy ceñida sobre sus pechos. Vista de perfil, parecía una zeta con cabeza y piernas.

Durante el tiempo que duraron los preparativos del evento me desentendí de mi trabajo. El día de la exposición llegamos temprano al bar. Ayudé a Susana a colgar los mapas y bebimos, ella cerveza con alcohol y yo sin porque el psiquiatra me había prohibido beber. Mi inquilina estaba de nuevo expectante; me pregunté qué esperanzas albergaría. La más modesta tal vez sería vender sus mapas, obtener un dinero extra con lo que hacía, incluso ganarse la vida con ello en un circuito menor, como quien comercia con su artesanía. Puede que también fabulara con que alguien relevante entrara en el bar y se fijara en sus planos, e incluso en su compulsión por la miniatura; alguien que entendiera hasta el final esa pasión. Yo no podía imaginarme qué implicaba componer esos collages puntillosos para destruirlos cuando ocupaban demasiado sitio en sus cajones, pero había una diferencia radical entre hacerlos arder en un parque y valorarlos. Quizá Susana solo aspirase a gustar a los amigos, si bien, y aunque persistía en ella la fe en su fracaso, esta vez había ido demasiado lejos y debía de tener otras expectativas. Ahora se tambaleaban sus credos. «No puedo no quererlo aunque no quiera», me había dicho, y la afirmación cobró más importancia de la que le di. Susana esperaba algo que no tenía que ver con el triunfo ni con sus mapas, sino con estar diecisiete años después en el lugar de su locura, y que ahora se había convertido en el lugar de su arte. Juraría que ella se había aferrado a ese hilo invisible. Brotaron esperanzas nuevas, o no tan nuevas, pero que no estaban destruidas por los fracasos. No era una vuelta atrás, sino una suspensión temporal sobre la que mi inquilina tomaba asiento.

Cuando faltaba poco para que su exposición diera comienzo, Susana se puso a acariciar su Hp mini. Yo había aprendido a leer algunos de sus gestos, como ese de acariciar el ordenador, de saborear los instantes previos a la ejecución de una idea. Susana le pidió permiso al hombre del bar para grabar. Fue mapa por mapa; luego dejó la cámara de su portátil encendida, apuntando hacia la puerta. Cuando comprobó que nadie iba a quedarse sin cabeza, enchufó el adaptador. Los invitados asistirían a su propia visita.

—No va a poderse grabar bien —dijo el dueño del bar, pero a Susana no le importaba que se grabara bien, no le perturbaba que el resultado pudiera no ser satisfactorio.

Lo que le importaba era tomar una idea y observar su desenvolvimiento.

Antes de ponerse a grabar, mientras hablaba con el hombre y conmigo, Susana se había acordado de una película argentina. El barman le preguntó si iba a venir su familia, a lo que Susana respondió:

—Prefiero no hablar de mi familia.

—A las familias es mejor tenerlas lejos —añadió el hombre para no contrariar a la artista.

Susana sonrió. Pensé que iba a empezar a coquetear con el dueño, quien miraba con mal disimulado arrobo su pechera. Pero la sonrisa de Susana se debía a la película argentina:

—Hay una peli de Lucrecia Martel —nos dijo—, que se llama La ciénaga, donde los únicos libres son los niños. Juegan, se toquetean, espían, y los adultos siguen con sus cosas al margen de la orgía. En esa película la cámara está situada a la altura de los niños. Todo se ve desde la estatura de un infante.

El dueño del bar y yo esperamos a que añadiera algo más, pero Susana se limitó a sacar su Hp mini y a rozar el on, y luego vino lo de grabar los mapas, poner el ordenador en una silla emulando la mirada de un niño muy quieto mientras los mayores entran. El temor se había borrado de su cara. Tal vez agarraba por primera vez el hilo invisible. A Susana le gustaba experimentar con lo que aprendía para ver qué se desataba y porque así se sentía importante. Su necesidad la volvía original de una manera que solo podía acarrear burlas.

El hombre no adivinó la relación entre la película y la idea de Susana. Las viejas que habían venido al bar a merendar se asomaban al jolgorio. Los conocidos de Susana fueron llegando en grupos. No había nadie demasiado cercano, ninguna amiga que acaparara miradas cómplices. Pensé que mi inquilina no tenía amigos porque no quería. Sus conocidos, gente cuarentona y cincuentona, permanecieron apartados, hablando entre sí con un aura de otra época. Susana charlaba con ellos, les enseñaba los mapas y miraba hacia la puerta, como si esperase a alguien que no debía fallar, que tenía que estar a punto de franquear el umbral. En el exterior el ambiente era suave y recogido. Apenas había comercios. Los planos desordenados de Susana resultaban turbadores por la anarquía minuciosa que los presidía. En un par de mesas, Pedro había colocado cinco tortillas y siete botellas de vino. Se juntaron treinta personas entre conocidos de Susana, míos y algunos espontáneos que escrutaron los mapas, y en el culmen de la reunión mi inquilina se puso frenética y comenzó a graznar «Gracias» con su voz de pajarraca. Me pareció que temía a quienes observaban de más los mapas, a los que se acercaban a los cristales y estudiaban la composición. Como Susana comía cuando se agitaba, no la vi en ningún momento sin un trozo de tortilla o de pan en la boca. Al acabarse la tortilla y el pan, empezó a vaciar vasos de vino, si bien mantuvo las formas hasta que la reunión declinó y los invitados se disolvieron en la fresca noche. Susana miró de nuevo hacia la puerta y estuvo otro rato esperando. Quizá aguardase al enano a quien yo había bautizado como Fabio en mi escrito sobre su desquiciamiento. Se sentó a una mesa que, según ella, estaba en el mismo sitio que la antigua mesa donde hacía veinte años quedaba con los hombres y las mujeres de los anuncios. Me dijo:

—Esto es como Los amigos de Peter.

Luego le preguntó al dueño del bar:

—¿He vendido algo?

—No —dijo el hombre.

Esquivé su mirada; ni siquiera yo le había comprado un mapa a pesar de que los precios eran baratos. Pero yo tenía excusa, me dije miserablemente.

—Cuando los descuelgue de aquí te los regalaré todos —me soltó Susana.

Ni siquiera me atreví a musitar un «No hace falta» ni «Gracias». Ya no quería los mapas. Me imaginé en el piso de Aluche con las treinta ordenaciones de Madrid colgadas de las paredes. La visión me horrorizó.

—Necesito pasear —me dijo, y yo le respondí que también.

Al día siguiente tenía que levantarme temprano y trabajar a destajo con la apretada y parkinsoniana caligrafía de la viuda del escritor de posguerra. Pero prefería demorar la jornada de mañana. Quería hacer las cosas mal.

En ningún momento decidimos regresar al piso caminando, y solo cuando ya estábamos a mitad del trayecto comenzamos a decirnos «Ya falta menos para llegar a casa». Habíamos dejado atrás el puente de Toledo, la M-30 recién soterrada, y subíamos hacia Aluche como dos sombras o dos insectos danzantes. La madrugada caía sobre la zona sur sin que los servicios de limpieza que barrían y refrescaban las calles del centro hubiesen hecho amago de pisar por allí alguna vez, y el polvo y el asfalto duro era lo único que se sentía. Teníamos sed, pero a partir de General Ricardos no encontramos nada abierto. Ni chinos, ni bares, ni salas de fiesta de dominicanos. Solo el silencio y algún que otro coche. Todo era como siempre, si bien lo que se desplegaba ante mí no parecía la ciudad que veía a diario, sino los planos de Susana, que creí habitados de manera subrepticia, y que ahora que la ciudad se descubría como otra cobraban sentido. No habría podido precisar en qué consistía esa otredad, pero me resultaba obvio que la tenía delante, que crecía y conspiraba contra mí. Me entró terror de que nos encontráramos con los del camión; era tarde, y yo suponía que ya habrían peinado el barrio y que ahora debían de transitar por el centro aprovechando que había menos policías, aunque este razonamiento no servía de nada, porque todo obedecía a otras leyes. Cuando miraba a Susana, mi zozobra se disipaba un poco; ella no se daba cuenta de la extrañeza por la que avanzábamos. Se la veía derrotada y borracha, y su cabeza parecía presa de un zumbido que la llevaba a caminar con resolución y a musitar con rabia palabras sueltas. Este hecho me beneficiaba; necesitaba arribar cuanto antes a la casa, o a cualquier sitio que devolviera mi percepción al rincón de mi locura. Pensé que Susana y yo caminaríamos así aunque estuviésemos dando un paseo por Gran Vía a las siete de la tarde, que nunca habíamos pasado tanto tiempo juntas fuera del piso y que era asombrosa la poca resistencia que yo oponía al hecho de encontrar a Susana tan semejante a mí, con esa misma forma de andar que no disimulaba la ansiedad por llegar de inmediato a aquellos árboles y a aquel coche fucsia que se perfilaban a lo lejos, y luego a ese conjunto de edificios que siempre había tomado por un geriátrico, pero que no era un geriátrico, sino un conservatorio de música. Por otra parte, si yo hubiese expuesto algo, unos dibujos o una colección de orquídeas disecadas, me habría sentido igual de incómoda que ella; me habría pasado la exposición con la boca llena de tortilla y vino y deseando caminar después para despejar mi cabeza. O para perderme. O incluso para toparme con algo parecido a lo que estaba viviendo ahora.

A la altura de Eugenia de Montijo, donde se encontraba la cárcel demolida durante el invierno, no pude soportar mi impaciencia, y me detuve porque necesitaba contarle mi neura a Susana, y también para preguntarle de dónde le había venido la idea de hacer varias ciudades sobre el mismo plano. En realidad quería preguntarle si había visto esas ciudades, y que de paso advirtiera mi canguelo, que me mirase, pero mi inquilina tan solo observaba el descampado mientras peinaba con la nariz unas ráfagas de aire inexistente.

—Ahí estaba la cárcel —fue todo lo que me atreví a decirle.

—Lo sé. Mi padre estuvo preso. No sabía que la hubieran demolido.

—La echaron abajo hace unos meses —dije.

—Ah —respondió Susana, y calló sobre los motivos por los que su padre había entrado en prisión.

Yo tampoco indagué porque no quería hablar de eso. Aunque no estuviera aterida por mi inquietud me habría encogido de hombros. Supuse que el padre de Susana había sido un preso político de finales del franquismo, pues no me parecía que ella procediera de una familia de quinquis. También supuse que tal vez había asesinado a su madre, o a alguna de sus hermanas, o que había violado a Susana con la complicidad del clan familiar, lo que podría explicar su historial psiquiátrico y que ahora no quisiera encontrarse con nadie de su familia. Todas estas figuraciones pasaban a toda velocidad ante mí; quería apartarlas para ver mejor el solar alambrado, el parque; para devolverlos a la tranquilidad con la que yacían en mi recuerdo. Cuando nos dispusimos a salir del parque llegó hasta nosotras el ruido de un motor que no era de un coche, sino de un vehículo de mayor envergadura; sin mirar hacia aquella dirección, supe que se trataba de un camión de los que andaban recogiendo cartones. Salió de mi garganta un maullido abortado; le pedí a Susana que retrocediéramos y que no hiciera ruido. Nos sentamos en un banco; mi inquilina se había puesto tensa y yo no supe contarle lo de sus mapas y la ciudad porque me pareció que no tenía una traducción al lenguaje, que no podía decirlo porque no sabía qué le tenía que contar. Desde aquella distancia no distinguía si se trataba del camión de los gitanos; tan solo se veían bultos humanos trajinando en los contenedores de basura. Noté algo en mi frente, que pasó rápido; podría haber sido una hoja del árbol bajo el que estábamos sentadas, o un insecto, pues no palpé ningún rasguño cuando toqué mi piel.

—¿Tienes miedo? —me preguntó mi inquilina, y vi que sonreía de una forma cómplice y maligna.

—¿Quién diablos eres? —le contesté.

Me puse en pie; hubiera echado a correr si no hubiese sido por las cinco figuras que se habían colocado en la linde del parque, y que miraban hacia nosotras con una inmovilidad propia de los espectros.

Susana me dijo sin dejar de sonreír:

—¿Estás loca o qué? Haz el favor de sentarte.

Las cinco figuras se disolvieron, y Susana me contó el argumento de una película antigua que transcurría en un Madrid donde se escondía una ciudadela subterránea en la que siete jorobados hacían desaparecer a la gente. Según Susana la película no explicitaba cuál era el móvil de los siete jorobados. Se trataba, añadió, de una película de humor.

—Te voy a enseñar una ermita, y luego regresaremos por un camino de tierra —anunció cuando nos pusimos de pie.

Yo sabía de qué ermita se trataba: una construcción del siglo XIII frente a la cárcel y al lado del Cementerio Parroquial de Carabanchel Bajo.

—Antes estaba aquí la casa del sepulturero. Luego la echaron abajo para que no estropeara el conjunto monumental —dijo Susana, y estalló en carcajadas.

Jamás me había parado a contemplar la ermita. Traté de reírme, pero seguía sin entender. No quería salir del parque; no me atrevía a ir a ningún lugar sin Susana.

El boquete por el que me había estado colando durante los meses de invierno, obra quizá de los gitanos, estaba ahora reparado. El camino entre el cementerio y el solar parecía conducir al campo o a unas huertas, aunque el sentido común dictaba que solo podía desembocar en la urbe. Nunca me había animado a tomar ese atajo durante mis incursiones nocturnas, pues no había manera de salir de él si me encontraba con algún maleante. Ahora no se me antojaba más seguro. Era como un túnel, o un callejón: no tenía salidas por sus costados, y a los temblores de mis piernas les sucedió el sudor de mis manos. Temí que volviéramos a toparnos con esas cinco figuras, a las que bastaba sumarles el número par que éramos Susana y yo para que la película de humor que acababa de contarme mi inquilina redondeara su misterio. Avanzamos en silencio y presas, en aquella oscuridad inesperada, de un cielo que por contraste lucía el esplendor naranja de la contaminación lumínica. Parecíamos estar caminando por la bóveda celeste, y que lo que se desplegaba sobre nuestras cabezas fuera la ciudad. Llevaba meses sin llover; la tierra se levantaba con facilidad a nuestro paso. Salimos del camino sin que nadie nos cercara y Susana volvió a su seriedad. Yo debía de estar lívida; mi inquilina me miró con cierta sorpresa, pero no dijo nada. Cuando llegamos a la casa y nos quitamos los zapatos, observamos agarrados en los cordones decenas de insectos minúsculos que al principio nos parecieron las semillas adherentes de alguna planta, y que cuando fuimos a sacudirlos rodaron hasta el suelo y se esfumaron detrás de los muebles.

—Son pulgas —dijo Susana.

Yo negué:

—Las pulgas habrían encontrado nuestra piel. Estaríamos ya rascándonos.

Me sentía mareada; ignoraba si había alucinado durante la última hora y media. Todo volvía a ser sólido, compacto; me forcé a pensar en esos bichos minúsculos y concluí que eran arañas. Aquellos bichos también me habían recordado a las formaciones de hielo en nuestras ventanas durante el otoño y el invierno. Fui a por el bote de insecticida y regué con él la parte trasera de los muebles del salón, las estanterías con los libros, las hojas de árboles y los botes de tierra tintada de Susana, que observó cómo sus novelas y sus manuales se colmaban de veneno sin poner más reparos que un «Vamos a tener que estar lavándonos las manos cada vez que nos dé por leer». Yo asentí, entré en mi cuarto y seguí echando insecticida; luego me fui al antiguo balcón pletórico de aluminio, que era ahora un cuartucho inútil de cristal, pues en invierno hacía demasiado frío para permanecer en él y en verano te freías. Aquella noche, sin embargo, pasé más de una hora allí, mirando el paisaje y sin saber qué pedirle. Ni siquiera reparaba ya en la distancia que me separaba de los lugares que había deseado habitar, y además todo olía a tóxico, y yo huía de lo que no fuera inmediato: esos bichos deslizándose como libélulas diminutas desde nuestras piernas a los muebles, y desde ahí quién sabe adónde. Tenía bien abiertas las ventanas del falso balcón para que se fuera el pestazo a Cucal. No le había dado las buenas noches a Susana, pero qué importaba eso. Tampoco me había tomado mi medicación, y eso sí me importaba, aunque no tanto como para abandonar mi atalaya frente al solar donde en primavera crecían jaramagos de un tenue amarillo, y que me permitía ver a una escala digna de un tetris el Palacio Real, la fea Almudena, la cúpula de San Francisco el Grande, el faro de Moncloa cuya cafetería sobre la ciudad había resultado un fracaso, los deslucidos edificios de Ciudad Universitaria. Seguía interrogando inadvertidamente al paisaje, de la misma manera que él se había hecho presente de un modo que no era posible calibrar desde mi balcón. Desde allí todo cabía en la palma de mi mano, extendida hacia un aire ilusorio.