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El Grupo Editorial Término había sido el primero de un cuestionario en el que, cinco años antes, señalé mis preferencias a la hora de hacer las prácticas de un máster de edición. Las prácticas dejaban abierta la posibilidad de un contrato, y el contrato era la aspiración fundamental de las ochenta personas que íbamos todos los viernes y sábados a que nos enseñaran el oficio. Mi grupo editorial, cuyos sellos eran los más mencionados en el cuestionario, organizaba el máster. Tras mis prácticas, encadené tres contratos temporales, y luego todo se precipitó: la empresa debía hacer frente a una deuda cuantiosa y comenzaron los recortes salariales y la conversión de los que estábamos contratados temporalmente a colaboradores externos. Eso implicaba, aparte de cobrar menos, corregir no solo para el sello donde había trabajado, sino también para la colección de bolsillo, en la que se editaban libros de todo tipo, incluyendo primeras ediciones. Al principio no me quejé, ni busqué la solidaridad de nadie. Ni siquiera quise saber cuántas conversiones a colaboradores externos habían tenido lugar en el resto de los sellos. Tampoco mantuve contacto con ninguno de mis antiguos compañeros de mesa. Nuestra amistad, si es que podía llamarse así, la atravesaba la punta filosa de la competición, de esos leves y extenuantes signos tipográficos cuya pertinencia era siempre evaluada.
—Se ha vuelto a estropear la caldera —me dijo Carmentxu cuando llegué a su despacho.
—Vaya —le contesté.
Me acerqué al radiador para comprobar que, en efecto, estaba frío. Me sentí violenta; había venido todo el camino rumiando una pregunta que debía ser simple y embarazosa, y de repente, ante ese comentario ajeno al rumor sobre el ERE que me había llegado por la mañana, y que motivaba mi visita, me pareció imposible poder llevar la conversación a mi terreno. No me resigné, y dije con mal disimulada brusquedad:
—¿Cómo van con los pagos atrasados?
—De eso quería hablarte —respondió Carmentxu—. Vamos a adelantaros algunos pagos. Los de los libros urgentes. Luego, cuando desbloqueen, os daremos el resto. Es una forma de aliviaros. No creen que tarden más de tres meses en normalizar la situación.
—Vale —le contesté.
Quise inquirirle sobre el origen de ese dinero por pura impertinencia, pero me callé. Carmentxu resoplaba inquieta, no sé si por efecto de mi propio nerviosismo. Le pregunté al fin sobre el ERE, y mi jefa me dio una réplica exacta del rumor que me había llegado. No me sorprendió que no supiera más.
—Tengo confianza porque sigo aquí y eso me obliga a ser optimista, aunque puede pasar cualquier cosa. Ya son muchos meses. No sé si nos vamos a ir todos a tomar por el culo, pero algunos días lo deseo. ¿Quieres un café?
—Mejor un té —dije.
En la planta había una máquina expendedora de líquidos calientes, excitantes y azucarados. Me bebí rauda, y con la impresión de abrasarme las cuerdas vocales, mi té con sabor a chicle de limón, y de esa misma forma veloz y atropellada pensé que mi conversación con Carmentxu había evidenciado un miedo que no me convenía poner sobre la mesa. Me sentí absurda. Aquella mañana, al enterarme del posible ERE, me había asaltado la necesidad de hacer algo por la situación, pero esa situación no era más que un puñado de habladurías y oficinistas entregados a la rutina. Cuando me despedí de Carmentxu, resolví dar vueltas de un piso a otro y preguntar a mis conocidos. No saqué nada en claro, y menos aún hice algo por la situación. Mi afán detectivesco me sirvió, no obstante, de autoengaño ligero.
Me marché en autobús. Hacía más de un mes que no tomaba el interurbano para volver a casa, y vi que habían cerrado algunas de las boutiques en cuyos escaparates me fijaba. Al llegar a Cibeles y a la Gran Vía tuve la impresión de que había menos estatuas coronando las fachadas. No habría sido capaz de precisar qué estatuas faltaban. Pensé que la nerviosidad que arrastraba desde hacía meses me llevaba a percibir de forma anómala.