9
Pocos días después, en la calle, tuve una suerte de pálpito, un presentimiento desbocado, un desbarajuste absoluto de mi sistema nervioso. Me fijé en que habían cerrado la tienda donde hacía un año encargué una bicicleta estática. Los negocios clausurados, pensé, eran detalles mínimos de un organismo cuyo corazón aún latía a pleno rendimiento, y no debía alarmarme. Me dije esto cuando llegué al centro comercial Plaza de Aluche, desde cuya cúpula un proyector lanzaba imágenes de nieve sobre una calle cenicienta. Había carteles anunciando las rebajas de enero, y las tiendas estaban llenas. A pesar de que la estampa era rutinaria, la forma como hervía el bullicio tenía algo inhabitual, algo que recordaba a bulevares franceses de la periferia, donde las tiendas reúnen una clientela dudosa que se arremolina largo tiempo frente a los escaparates. Cogí un autobús; necesitaba ver más, y conforme el vehículo aumentaba su velocidad todo se ralentizaba, como si los perros tardasen el doble en olisquear las esquinas y los troncos de los plátanos. Los únicos transeúntes parados eran viejos sentados en bancos bajo un sol escaso, escena común, si bien me parecía que eran demasiados, y que su apelotonamiento en algunas plazas, bajo las estatuas y rondando ciertos edificios oficiales, ofrecía una lectura distinta y torcida. Durante algunos segundos aquellos viejos se tornaron monstruos que me miraron con sonrisas marrulleras. Tardé en formularme esta percepción de manera adecuada, en reconocer que eran visiones. Notaba los latidos del corazón en mis orejas. Tuve también este pensamiento: alguien, o algo, me advertía. Me mantuve un tiempo más al borde del desmoronamiento.
El autobús se alejó de los parásitos. Traté de hablar. La sangre no llegaba a mis extremidades. Las tenía frías, secas; iban a desprendérseme del cuerpo. Cuando di un paso no sentí el suelo y me agarré al abrigo de una mujer.
—¿Es que vas borracha? —me dijo.
Logré bajarme del autocar; el suelo seguía sin estar bajo mis pies y me sujeté a las paredes. Luego me senté en un portal y permanecí allí no sé por cuánto tiempo, hasta que recobré la sensibilidad. Pensé que estaba loca. Me lo formulé diez, veinte veces. Caminé. El movimiento me hería. Los coches con sus zumbidos lacerantes. Las voces de quienes charlaban en los portales, altas y crispadas. Los que andaban tras de mí. Sus alientos, sus cuerpos, estaban demasiado cerca. Yo misma no me aguantaba y quería arrancarme a pedazos. Llegué al piso; caminé por todas las habitaciones. También por la de Susana. Me tumbé en la cama. Huyó la impresión de que una catástrofe me convertía en su epicentro, pero todo seguía pareciéndome irreal. Comencé a andar otra vez por el piso, con lentitud. Entré en la cocina y observé la hornilla; pasé al salón y miré la vieja mesa y las estanterías atestadas de libros con roña. Las cosas desprendían una existencia pesada que me abrumaba. De nuevo me fui a la cama. Estaba exhausta y me quedé dormida.
Me desperté con un desamparo y una angustia peores que las percepciones de antes. Eso pensé al principio, pero comencé a manejarme, a sacar fuerzas para rastrear en Internet mis inhóspitas alteraciones. Busqué esquizofrenia y luego psicosis. Yo no había escuchado voces. Había visto máscaras. Me pregunté, pregunté a la pantalla, dónde estaba lo decisivo. Encontré estas tres palabras, ataques de pánico, y entonces me acordé de cuando Germán se desvanecía en sus reuniones de trabajo. Le llamé.
—Tengo ataques de pánico —le dije—. Y creo que me estoy volviendo loca.
Me pareció de fábula hablar. Hilar frases y poner nombres; que mi voz no se hubiera convertido en una escandalera de latas nupciales atadas a la parte de atrás de un coche.
El decir, el instaurar un orden, me relajaba, y seguí lanzándole a Germán variaciones de lo mismo: tengo ataques de pánico, y también creo que me estoy volviendo loca.
—Para, Elisa. Son solo ataques de pánico. Por eso sientes que te estás volviendo loca —me dijo, o yo lo escuché por primera vez y quizá me lo había repetido todo el rato.
Entonces tuvo lugar la siguiente conversación en la que fui capaz de parecerme a alguien sin pánico. No supe de dónde me venía la fuerza ni quién era la que hablaba:
—Me contabas que te quedabas paralizado.
—Eso también. ¿Qué es lo que has leído? Los ataques de pánico se manifiestan de muchas formas. ¿Quieres que vaya?
—No.
—De todas maneras voy a ir esta tarde cuando salga de trabajar. ¿Susana no tiene ansiolíticos?
—Y yo qué sé. ¿Por qué?
—¿No te ha contado nada?
—No cuenta nada sobre ella. Solo cosas de su novio o su ex novio y de proyectos artísticos raros. Tú me dijiste que era una tía normal.
—No te dije eso. Te dije solo que una persona acostumbrada a compartir piso no iba a darte problemas. Además, es una tipa curiosa, ¿no te parece?
—No quiero hablar ahora de Susana.
—Perdona. Iré a verte esta tarde.
Cuando colgué algo muy leve había vuelto a su sitio. Luego retornó el zumbido silencioso. Ese zumbido tenía unos cuantos decibelios más que ayer, que anteayer, que hacía un mes. Pero sabía cómo quitármelo. Guardaba dos botellas de vino, otras dos de whisky, un vodka polaco y el orujo que me había regalado un fraile de Burgos en un arcón pintado con motivos campestres. Encontré el arcón durante una noche de recogida de muebles en el barrio de Salamanca, junto con algunas joyas modestas a las que roía la carcoma.
Agarrarme al pensamiento. Siempre que había estado cerca de quebrarme había buscado una forma lógica de salir. Una forma que el conocimiento asegurara. Como si el conocimiento no fuera una construcción endeble. Hasta que llegó Germán estuve buscando en Internet causas y remedios contra mi mal. No comí. No podía tragar, pero había regresado a mí. A mi depresión incipiente y lógica. Eran las ocho cuando Germán arribó al piso; Susana salió a saludarle y fue la primera vez que los vi juntos. Hablaron de personas a quienes yo no conocía y no pude aguantar estar allí de pie, entre el olor de sus camisas; creí que me iba a dar otro ataque. Saqué del arcón la botella de whisky y me bebí medio vaso a palo seco. Cuando volví al salón Susana dijo:
—Bueno, os dejo para que habléis.
No nos molestó. Sentí el alivio de la borrachera que me fui pillando con Germán mientras él no paraba de advertirme que al día siguiente iba a levantarme peor, que el alcohol dispara el pánico cuando el efecto se pasa. Me daba igual: estaba eufórica, con una alegría que me apabullaba, con esa convicción ebria de que es posible instalarse en la gloria para siempre. Dejé de creer en lo sucedido. Germán me había conseguido una tableta de trankimazines. Cuando se marchó, vomité, me tomé una pastilla y me metí en la cama. Al levantarme me tomé otra. Miré la dosis mínima indicada en el prospecto que encontré en la web. Pasé el día con sueño e intentando corregir. No sentí pánico. Tampoco me encontraba bien, pero mi malestar era soportable.
Los días siguientes me fui a trabajar a la biblioteca. Me llevé un litro y medio de té porque era incapaz de cazar erratas sin excitantes. También me tomaba el trankimazin. El efecto del té me disuadía de mirar demasiado por la ventana y de salir a fumar; el trankimazin mantenía a raya el pánico. Aunque me empeñaba en estar bien, no dejaba de sentir que todo podía tornarse apocalíptico, y me inquietaban la disposición del espacio y la mirada de los bibliotecarios, ante quienes creía que iba a desvanecerme. No entendía por qué ese mecanismo se detenía si me concentraba. Al cabo de una semana se me acabó la tableta de trankimazines. No me habían dado más ataques; pensé que si dejaba pasar un tiempo más lograría cierta estabilidad. Ese pensamiento me duró un día. A la mañana siguiente volví a romperme. Ocurrió también en un autobús. Había ido a primera hora a la oficina para dejar un manuscrito; a la vuelta me senté detrás del conductor. Noté un hormigueo en las piernas y en los brazos, que se me paralizaron. Asistí a lo que me pasaba como si le ocurriera a otra persona. Pensé que se trataba de un ictus, y que la muerte debía de ser un acto tranquilo y de comunión con la propia escasez de fuerzas.
—¿Pueden parar y llamar a una ambulancia? No puedo mover los brazos —le dije a la señora que estaba a mi lado, una ecuatoriana que, en lugar de hablar con el chófer, me miró como si yo fuera Marilyn Manson y se bajó del autocar.
A los pocos minutos recobré el movimiento, y fue entonces cuando me espanté. Conseguí abandonar el autobús, refugiarme en una cafetería y llamar a Germán, que vino a recogerme en un taxi. Luz vejatoria, trajín, sonidos ásperos. Momias. La marea de mi cabeza mientras Germán me abrazaba y su piel tibia que volvió más liviano el quiebro. Retorné a un estado igualmente patológico, pero sin atravesar la frontera.
—La de mi curro solo me ha dado lexatines —me dijo Germán cuando me vio más compuesta—. Tienes que ir al psiquiatra. Ahora vamos a pedir cita con tu médico de cabecera.
Asentí. Mi médico de cabecera era una mujer que me recibió esa misma tarde, y su sentido del deber la llevó a reñirme: ¿cómo es que no había avisado a mi familia de lo que me pasaba?, ¿mi soberbia llegaba al punto de privar a mis padres del derecho a saber cómo estaba? La doctora llevaba ese tipo de mechas rubias mezcladas con raíces castañas y grises que hacen pensar en un cenicero sucio, labios color rosa Sisí, pañuelo estampado con motivos propios de una cortina. Me dio una receta para más lexatines, un volante para el psiquiatra y una bola de goma que, al estrujarla, apaciguaba los nervios. Había una lista de espera de una semana para el psiquiatra.
Estuve cuatro jornadas sin tomar más decisiones que la de aguardar a que la ansiedad pasara, y lo único que pasó fue la sombra del monstruo durante el día y las presencias negras durante la noche, arremolinadas en torno a mi cama para clavarme sus garras en la primera vértebra cervical. Resolví mezclar los lexatines con el alcohol y la ansiedad cedió, aunque no podía emborracharme mucho para trabajar. Solo me alcoholicé salvajemente el día que tuve que ir a por un manuscrito a la oficina. No sé en qué estado llegué, ni qué pensaría Carmentxu. A pesar de que había atravesado la ciudad, ni siquiera fui capaz de aprovechar esa salida para irme al hospital. Ahora que escribo esto, me doy cuenta de que algo en mí se aferraba al desmoronamiento.
Germán impidió que torpedeara mi cita con el psiquiatra. El día en que tenía que presentarme en su consulta decidí no ir; sin embargo, él me llamó un par de horas antes, y cuando le solté que había resuelto quedarme en casa, se plantó en el piso, me obligó a vestirme y me metió en su coche; creo que Susana, de la que me había estado escondiendo toda la semana, dijo algo así como «¿Pasa algo?», y que Germán le respondió que la llamaría. Yo estaba tan enajenada por tener que salir a la calle que no atendía.
En la consulta del psiquiatra se reanudaron los temblores, y mi mandíbula se entregó a toda clase de movimientos espasmódicos. El facultativo me inyectó un tranquilizante y le extendió a Germán una receta. Apenas me dijo nada, o eso creo. El tranquilizante me hizo dormir dieciséis horas; cuando me desperté, tenía en la mesita de noche dos cajas de medicamentos sobre un folio con instrucciones en las que reconocí la letra apretada, escueta, de Germán. El cóctel sanador mezclaba ansiolíticos con antidepresivos. Me los tomé; estuve toda la mañana ahuevada, y cuando Susana volvió del trabajo me repitió las instrucciones que Germán me había dejado escritas. Añadió:
—Tienes que volver al psiquiatra la semana que viene. Si no quieres que vaya contigo, Germán te acompañará. Me ha dicho que lo llames.
En mi estado, comparable al de un enfermo de narcolepsia, apenas podía corregir, y le dije a mi jefa que estaba con cuarenta de fiebre. La duermevela química, que describía ciclos caprichosos, me mantenía en una calma impostada en la que a ratos lograba ser alguien casi normal que se ha levantado con resaca y remordimientos por el ridículo de la noche anterior.
Susana me preguntaba a diario si me había tomado la medicación. Me observaba con parsimonia; quizá se sentía a salvo contemplando mi debilidad. Se esforzó en convencerme de que yo había tenido suerte, pues las crisis podían ser devastadoras. Le pregunté qué quería decir y no se explicó.
Una tarde la vi aparecer con mi libro. Lo había sacado de la biblioteca y lo puso sobre la mesa. Metió entre sus páginas el pequeño relato, o lo que fuera, que yo había escrito para el periódico, como si estuviera reuniendo mis obras completas. Juzgué maldito ese cuento arrugado, con su descripción anticipada de trayectos y caídas, y le pedí que lo retirara de la mesa.
—Pensé que te daría fuerza ver lo que has hecho —se excusó como si fuera un manual de autoayuda.
—Te lo agradezco, pero más bien me perturba —mentí.
Lo que me molestaba era que Susana observase mis reacciones ante algo que me comprometía. Ahora todos los objetos, incluido mi libro, despedían un aura de vivos en otra dimensión. Yo ya tenía bastante con esos otros objetos. ¿Y si me daba por abrir la novela y leer un par de páginas? ¿Qué sinsentido trenzarían esas palabras?