Capítulo XIV

Capítulo XIV

El hombre estaba tumbado sobre sus espaldas, muerto, en el Parque Grover.

Ya habían marcado con tiza la silueta de su cuerpo sobre la húmeda hierba cuando llegaron Carella y Hawes. El hombre parecía enmarcado villanamente en su propia ridícula postura con la tiza blanca capturando la posición de la muerte y congelándola para siempre. El fotógrafo de la policía estaba llevando a cabo su danza macabra en torno al cuerpo, en una coreografía propia, con diversos ángulos y posiciones desde las que disparaba el flash de su cámara. El cadáver parecía contemplarlo fijamente, sin parpadear, retorcido en la grotesca locura de la muerte, con una pierna doblada bajo él, de un modo que parecía totalmente imposible de adoptar, y la otra estirada por completo hacia delante.

Brillaba el sol. Era el mes de mayo y el parque estaba saturado del agradable aroma de la hierba húmeda recién cortada, de la fragancia de las magnolias, de las cerezas cornalinas y de los membrillos. El hombre tenía un cuchillo clavado profundamente en el corazón.

Todos estaban en torno al cadáver intercambiando saludos y las frases corrientes. Hombres que sólo solían reunirse cuando la muerte violenta los convocaba para que asistieran a una de sus fiestas. Los chicos del laboratorio, el ayudante del médico forense, los dos detectives de la sección Homicidios Norte, los dos hombres de la 87… Todos ellos rodeaban al hombre con el cuchillo sobresaliéndole del pecho, preguntándose unos a otros cómo estaban y si se habían enterado de que Manulus, de la 33, había sido herido de un tiro la noche pasada por un ladrón; qué pensaba de la epidemia de crímenes desatada por la luna llena, si el representante del alcalde les iba a crear problemas con las armas; que hacía buen tiempo… y la maravillosa primavera de que estaban disfrutando ese año sin apenas unas gotas de lluvia.

Seguidamente intercambiaron algunos chistes. El fotógrafo conocía uno sobre el primer astronauta que llegó a la luna… Seguidamente se dedicaron cada uno a su trabajo con el aire de eficiencia propia de los hombres de negocios. Allí había un hombre muerto, tumbado en la hierba. Aceptaron su presencia con sólo un movimiento de manos mental que, efectivamente, le negaba su humanidad. Ya había dejado de ser un hombre y se había convertido, simplemente, en un problema.

Carella extrajo el cuchillo del pecho del cadáver tan pronto como el ayudante del forense y el fotógrafo dieron por terminados sus respectivos trabajos. Tomó el máximo de precauciones envolviéndose la mano en un pañuelo antes de sacar el cuchillo suavemente, sin apretar mucho para no borrar ninguna huella dactilar o de cualquier otro tipo que pudiera existir en la empuñadura o la hoja.

—¿Vas a escribir tú la etiqueta? —le preguntó uno de los hombres del laboratorio.

—Sí —respondió Carella brevemente.

Sacó de su bolsillo dos o tres etiquetas, en blanco, de las que se utilizan para señalar las pruebas; se quedó con una a la que puso una goma en el agujero de sujeción y se metió las otras en un bolsillo. De otro bolsillo sacó su estilográfica, le quitó la tapa y comenzó a escribir.

Automáticamente dio la vuelta a la etiqueta y rellenó la información que se requería en el reverso.

Sujetó con la gomita la etiqueta al mango de la navaja. Después llevó el arma con la etiqueta hacia donde estaban los muchachos del laboratorio, uno de cuyos técnicos estaba haciendo un croquis con la posición del cuerpo y su localización.

—Creo que debéis llevaros también esto —les dijo Carella.

—Gracias —dijo el técnico que se hizo cargo del arma.

Con sumo cuidado cogió la navaja y se la llevó a su automóvil que estaba aparcado dentro del recinto del parque, cabalgando entre el césped y la senda que cruzaba el parque. En esos momentos llegó una ambulancia y los sanitarios se quedaron esperando que los demás terminaran su trabajo con el cadáver para hacerse cargo de él y poderlo llevar al depósito para que le fuera hecha la autopsia.

Hawes estaba a unos tres metros de distancia del lugar donde esperaban los sanitarios, interrogando a un hombre que declaraba haber visto perfectamente cómo había sucedido el crimen. Carella se acercó a ellos. En ocasiones tenía la sensación de que todos los trámites oficiales y rutinarios que seguían al descubrimiento de un cadáver no tenían otro objetivo que permitir un aclimatamiento menos doloroso a la idea de muerte y violencia. Los hombres tomaban fotografías, hacían sus croquis, recogían las pruebas que pudieran ser halladas y trataban de encontrar huellas o indicios de cualquier tipo que pudieran ayudar en la investigación. Y todo eso no era más que el actuar de hombres que se estaban habituando a la idea de que tenían que habérselas con un cadáver, con los restos sin vida de lo que antes fue un ser humano.

—¿A qué hora ocurrió? —le estaba preguntando Hawes al hombre que decía haberlo visto todo.

—Debe haber sido como hace media hora —le respondió el testigo. Se trataba de un anciano delgado con ojos azules reumáticos y una nariz un tanto arremangada. Probablemente se estaba limpiando la nariz con el dorso de su mano llena de mocos secos.

—¿Dónde estaba usted sentado, señor Coluzzi? —le preguntó después Hawes.

—Allí, exactamente allí, sobre aquella peña. Estaba haciendo un dibujo del lago. Vengo cada mañana y hago un par de dibujos. Estoy jubilado, ¿sabe? Vivo con mi hija y mi yerno en la Avenida Grover. Exactamente al otro lado del parque. Para llegar aquí no tengo más que cruzar la calle.

—¿Puede usted explicarnos lo que sucedió, señor Coluzzi? —preguntó Hawes.

En esos momentos se dio cuenta de que Carella estaba a su lado escuchando el interrogatorio y se volvió a él para ponerlo en antecedentes.

—Steve —le dijo—, éste es el señor Coluzzi, un testigo presencial del asesinato. —Se volvió al anciano—: Señor Coluzzi, le presento al detective Carella.

—¿Cómo está usted? —le dijo Coluzzi que, seguidamente, le preguntó—: Lei è italiano, no?

—Sí —le respondió el policía.

Va bene —dijo Coluzzi sonriendo—. Dicevo a questo suo amico

—No creo que mi compañero hable italiano —dijo Carella amablemente—. ¿Verdad que no, Cotton?

—No.

Mi scusi —dijo Coluzzi que pasó de nuevo a hablar en inglés—. Le estaba diciendo que vengo aquí cada mañana para dibujar. Estaba sentado allí, en esa roca, cuando de repente vi que llegaba un auto.

—¿Qué tipo de coche, señor Coluzzi? —le preguntó Carella.

—Un «Cadillac» descapotable —le respondió Coluzzi sin la menor vacilación.

—¿Color?

—Azul.

—¿Con la capota levantada o quitada?

—Alzada.

—¿Tuvo usted ocasión de advertir el número de la matrícula? ¿Tomó nota de él?

—Sí lo hice —dijo Coluzzi que volvió a pasarse el dorso de la mano por la nariz—. La escribí en alguna parte de mi cuaderno de dibujo.

—Es usted una persona muy observadora, señor Coluzzi —dijo Hawes que no pudo evitar que sus cejas se alzaran en señal de admiración.

Coluzzi se encogió de hombros y de nuevo se pasó la mano por la nariz humedecida.

—No sucede cada día que uno pueda ver tan de cerca cómo un hombre es muerto a puñaladas —dijo.

No cabía duda de que el hombre lo estaba pasando bien, gozando de su situación de privilegio. Debía tener sesenta y siete o sesenta y ocho años, un hombre viejo y delgado, cuyos brazos seguían siendo musculosos y secos, pero cuyas manos temblaban ligeramente, un hombre retirado sin nada más que hacer que dejar pasar los días y que se dirigía cada mañana al parque para dar rienda suelta a su afición al dibujo. Y esa mañana, que para él había comenzado de manera exactamente igual a las demás, había traído algo nuevo a su vida. La emoción de convertirse en protagonista, un testigo visual único de un alevoso asesinato.

Había estado allí, sentado, observando el parque, haciendo un dibujo de la parte del lago próxima al embarcadero donde las lanchas se agitaban sobre las aguas en un imperfecto unísono, cuando de repente llegó hasta cerca de allí un «Cadillac» por la senda lateral del parque y de pronto sucedió un asesinato. Un anciano que había pasado inadvertido para los protagonistas directos de la tragedia, sentado allí en la colina contemplando el lago y la escena del crimen; un anciano alerta, rápido, observador. Había visto lo que sucedía y se había puesto a gritarle al asesino y después, antes de que éste pudiera desaparecer por completo, había tomado nota del número de la matrícula del coche. Por vez primera desde hacía mucho tiempo, desde que había dejado su trabajo, el anciano volvía a sentirse útil y gozaba de esa sensación de ser necesitado, de haberse convertido en algo necesario, valioso. Estaba disfrutando al hablar con aquellos hombres, policías a los que admiraba no sólo por su labor al servicio del público, sino por la rapidez de sus pensamientos y sus ideas. Ahora esos hombres le estaban hablando de igual a igual, como si en vez de hablar con él, con un anciano al que se consideraba inútil, lo estuvieran haciendo con otro hombre, con uno de ellos, no con un viejecito al que se deja tomar el sol tranquilamente cada mañana, como si ya no sirviera para otra cosa.

—¿Cuál era el número de la matrícula, señor Coluzzi? —le preguntó Carella.

Coluzzi abrió su cuaderno de dibujo. Había estado dibujando con carboncillo, un dibujo delicado y sombreado de las lanchas en el muelle del desembarcadero llenaba la mitad de la página. En una esquina de ésta, con el mismo carboncillo había escrito:

Carella se dio cuenta de que había cruzado el palo del número siete, al estilo europeo. Se sonrió interiormente y copió el número en su agenda.

—¿Puede usted explicarnos con exactitud qué fue lo sucedido? —le preguntó.

—El coche entró por la senda, allá abajo y llegó hasta aquí. —Coluzzi señaló el lugar—. Me di cuenta en seguida porque el automóvil hizo mucho ruido al frenar rápidamente, chirriar de neumáticos, golpear de portezuela y todo eso. Después un hombre salió corriendo hacia el desembarcadero, exactamente donde había otro hombre sentado en ese banco. El hombre que estaba sentado al ver llegar al otro se puso de pie inmediatamente y trató de escapar pero el que había salido del coche fue más rápido que él. Lo tomó por el brazo y le hizo dar la vuelta. Después alzó su mano derecha y le golpeó. Al principio pensé que sólo le estaba dando de puñetazos, ¿sabe?, con la mano derecha, pero lo que realmente estaba haciendo era apuñalarlo. Yo me puse de pie sobre la roca y empecé a gritarle. Fue entonces cuando se giró para mirarme y comenzó a correr de vuelta al coche. Pienso que estaba asustado. No creo que hubiera dejado el cuchillo clavado en el pecho del muerto, como lo hizo, de no haber estado muy asustado.

—Y usted, señor Coluzzi, ¿no estaba asustado?

—¿Yo? ¿De qué?

—De que pudiera volverse contra usted. O, ahora, de hablar con nosotros. De que el asesino pueda intentar vengarse contra usted, tomar represalias.

—¿Represalias? ¿Qué es eso?

Vendetta —le aclaró Carella en italiano.

Ma che cosa —dijo el anciano—. Vendetta? Che importa? Soy un viejo. ¿Qué pueden hacerme con su vendetta? ¿Matarme? Si eso es lo peor que puede pasarme, les daría las gracias.

—Le estamos muy agradecidos por su ayuda, señor Coluzzi —le dijo Hawes.

—Según creo, en este país un hombre tiene perfecto derecho a ir a un parque y sentarse a tomar el sol en un banco si ése es su deseo. Nadie tiene derecho a llegar a asesinarlo mientras está sentado en un banco ocupándose de sus propios pensamientos y sin meterse con nadie.

—Muchas gracias otra vez —dijo Carella.

Prego —le respondió el anciano que volvió a su observatorio para seguir dibujando las lanchas junto al lago.

El anciano demostró tener una vista excelente pese a sus sesenta y siete años de edad. Una llamada a la oficina de registro de vehículos a motor confirmó que, en efecto, era un «Cadillac» descapotable de color azul el coche que llevaba la placa de matrícula IS-7146. El coche estaba inscrito a nombre de Frank Dumas, con domicilio en Fairview número 1137, en Isola, como era lógico, pues la IS que precedía a los números sólo podía ser utilizada por residentes en esa ciudad. Carella le dio las gracias al empleado que le facilitó la información y se volvió a Hawes que lo había acompañado a la oficina.

—Demasiado fácil. Todo resulta excesivamente fácil —se quejó.

Hawes no se mostró tan optimista.

—Aún no lo hemos cogido —dijo.

Tomaron un coche de la policía sin identificación oficial y se dirigieron a la calle Fairview. Carella iba pensando que a la mañana siguiente estaba obligado a asistir a una rueda de identificación de maleantes y esto le obligaba a levantarse una hora antes para poder llegar a tiempo a la Jefatura Superior. Por su parte, Hawes meditaba sobre la necesidad que tenía de acudir el lunes ante el tribunal para declarar en un caso de robo. Condujeron con las ventanillas del coche abiertas pues el día era muy agradable. El coche era un viejo «Buick» que, aunque no llevaba ningún distintivo externo de pertenecer al Departamento de Policía, llevaba radio policíaca y neumáticos nuevos. En sus tiempos había sido un coche estupendo, pero Carella se preguntó qué podría hacer en caso de verse en la necesidad de dar caza a un delincuente que escapara en uno de esos bólidos supermodernos de último modelo.

Llegaron a la calle Fairview y la encontraron llena de gente que había salido fuera de las casas para charlar entre ellos o simplemente respirar un poco del aire puro y cálido de la mañana primaveral. Aparcaron el coche junto al bordillo, frente al número 1137 y se dirigieron a pie hacia el edificio. La gente que estaba en los escalones de entrada de la casa se dio cuenta de inmediato de que eran de la «poli», pese a que el coche era particular y ellos iban de paisano, con trajes apropiados a la clase media, camisas blancas y corbatas. Sí, se dieron cuenta de que eran de la policía e igualmente lo hubiesen sabido aun cuando fuesen vestidos con tejanos, pantalones de Bermudas y camisas floreadas. Un «poli» parece tener un olor especial y si uno vive en un distrito infectado de «polis» acaba por saber identificar el olor allí donde lo encuentre. Aprenderá a identificarlo y también a temerlo, porque con los policías nunca se sabe lo que tienen entre manos; te ayudarán quizás en un momento determinado y, segundos después, te harán la pascua si pueden… y si quieren siempre pueden.

La gente que estaba sentada en los escalones de entrada al edificio observaron a Carella y Hawes, dos extraños, dos forasteros en el barrio, que subían los escalones y entraban en el vestíbulo. Los escalones se vaciaron de inmediato. Dos chavales que estaban allí, decidieron de improviso que había llegado el momento de irse al drugstore a comprarse un par de helados. El viejo que estaba junto a la casa de al lado tuvo la idea de subir a la azotea para ocuparse de dar de comer a sus palomas. La anciana que vivía en el piso bajo, se guardó el punto que estaba haciendo, tomó su silla plegable y se metió en su casa para ver el programa diurno de la TV. La presencia de la policía casi siempre significa problemas y líos… y si son detectives de paisano, todavía más.

Carella y Hawes no dejaron de apreciar la sutil discriminación de que eran objeto, a sus espaldas, pero ya estaban acostumbrados, así que se decidieron por seguir adelante como si nada hubiera ocurrido. Observaron los buzones de correspondencia y encontraron que un tal Frank Dumas vivía en el apartamento 44. Los dos detectives cruzaron el vestíbulo y comenzaron a ascender por la escalera. Al llegar al segundo piso pasaron junto a una niña sentada en la escalera y que estaba ocupada en arreglar sus patines.

—¡Hola! —saludó.

—¡Hola! —le respondió Carella.

—¿Venís a mi casa? —preguntó.

—¿Dónde es tu casa?

—Apartamento veintiuno.

—Entonces no, lo siento —dijo Carella sonriendo.

—Pensé que erais los del seguro —dijo la niña que siguió ocupada con sus patines.

Cuando llegaron al vestíbulo del piso cuarto sacaron sus revólveres. El apartamento 44 estaba a la mitad del corredor. Se acercaron a la puerta de puntillas, en silencio, escucharon desde fuera por un momento y se dieron cuenta de que la puerta estaba cerrada. Carella le hizo un gesto a Hawes que se preparó para abrirla de una patada en la cerradura. Pero antes de que pudiera estirar la pierna se produjeron los disparos. Procedían del interior, resonando fuertemente y levantando astillas en la madera de la puerta.