Capítulo IV
Capítulo IV
Fred Hassler se estaba divirtiendo inmensamente. Era un hombrecillo pequeño, rotundo, que llevaba una chaqueta de un solo color y una camisa italiana deportiva de un color azul eléctrico brillantísimo. Sus ojos también eran azules y con ellos observaba, lleno de interés y placer, todo lo que ocurría en torno suyo en la sala de la brigada. Sus pies parecían agitados e inquietos por la excitación.
—Ésta es la primera vez en mi vida que estoy en una Comisaría de Policía —comentó—. ¡Jesús, qué ambiente, qué color!
El color y el ambiente en ese momento consistían en un hombre que sangraba profusamente de una cuchillada en su brazo izquierdo y a quien el detective Meyer Meyer estaba tratando de vendar, mientras el detective Bert Kling llamaba urgentemente a una ambulancia.
Aparte de esto, el color y el ambiente incluían un anciano de sesenta años que se agitaba al otro lado de los barrotes de «la jaula» —un pequeño departamento cerrado que se hallaba en un rincón de la sala de Brigada— gritando a todo pulmón:
—¡Dejadme que me cargue a ese bastardo! ¡Dejadme, que lo mato!
Alternaba sus gritos e insultos con escupitajos para todo aquel que se acercaba a él, casi inmovilizado en el interior de la pequeña prisión.
También se sumaban al ambiente y el color una mujer gruesa con un vestido de corte camisero, estampado de flores, que protestaba ardientemente ante Hal Willis de que frente a su apartamento, situado en un piso bajo, los chavales habían organizado una especie de campo de fútbol… Y una serie de llamadas telefónicas y el teclear de varias máquinas de escribir y el olor típico de la sala; un delicado aroma compuesto por un setenta por ciento de esencia de sudor humano, el diez por ciento del olor de una vieja cafetera en la que se hervía un café pasado, el diez por ciento del olor a orina del hombre de «la jaula» y el restante diez por ciento formado por el perfume que usaba la señora gorda del vestido estampado de flores.
Carella y Hawes entraron en ese ambiente y color por las escaleras de hierro que ascendían hasta allí desde el piso bajo del viejo edificio, que atravesaban el corredor que conducía a la Sala de Interrogatorios, el lavabo de hombres y la oficina administrativa. Después tuvieron que abrir la puerta que cruzaba la mampara divisoria y vieron a Andy Parker hablando con un hombrecillo pequeño y animado, que ocupaba una silla de respaldo recto y que supusieron se trataba de Fred Hassler.
Se dirigieron directamente a ellos.
—¡Apesta aquí! —dijo Carella de manera inmediata—. ¿Es que nadie puede abrir una ventana?
—Todas las ventanas están abiertas —le dijo Meyer, que tenía las manos ensangrentadas. Después se volvió a Kling y le preguntó—: ¿Vienen ya de camino?
—Sí —les respondió Kling—. ¿Por qué no has dejado que uno de los agentes de los coches patrulla se encargara de esto, Meyer? Podía haberse ocupado de llamar a la ambulancia y llevarlo al hospital. ¿Qué se ha creído que es esto? ¿La sala de urgencias de un hospital?
—No me hables de los patrulleros —comentó Meyer—. Por muchos años que viva jamás llegaré a entender su mentalidad.
—Nos traen aquí a un tipo con el brazo cortado a tiras —le explicó Kling a Carella—. Alguien debería hablar con el capitán sobre estas cosas. Ya tenemos bastantes quebraderos de cabeza y no necesitamos que nos llenen el suelo de sangre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Carella.
—El viejo de la jaula lo ha apuñalado.
—¿Por qué?
—Jugaban a las cartas y el viejo dice que le hizo trampas.
—Dejadme salir de aquí —gritó de nuevo el anciano—. ¡Dejadme que lo mate!
—Los chavales tienen que marcharse a jugar a otro lado y no delante de mi ventana —intervino también la gorda dirigiéndose a Willis.
—Tiene usted toda la razón —le respondió Willis—. Voy a enviar allí un coche patrulla inmediatamente. Les obligará a marcharse a jugar a un campo de fútbol.
—Pero no hay ninguno —protestó la gorda.
—Los haremos marcharse a jugar al Parque. No se preocupe usted, señora —la consoló el policía—. Nosotros nos ocuparemos de todo.
—Eso ya me lo dijeron la otra vez que estuve aquí. Y siguen jugando a la pelota exactamente delante de la ventana de mi cuarto. Y, por si eso fuera poco, no hacen más que soltar las peores palabrotas.
—¿Dónde puñeta está la ambulancia? —preguntó Meyer.
—Me han dicho que vendrá en seguida —le dijo Kling.
—Pon en marcha ese ventilador, por favor, Cotton, si no te importa —le dijo Carella.
—Esto apesta como una casa de putas del barrio chino, ¿no te parece? —le dijo Parker—. El viejo se ha meado en los pantalones cuando Genero le hizo una llave. Tiene sesenta años, desde luego, pero ha hecho un buen trabajo en el brazo de su compañero de juego.
—¿Quién va a interrogarlo? —dijo Hawes—. A mí eso es lo único que me interesa. La «jaula» huele como un zoológico.
—Genero fue quien lo metió ahí —intervino Parker—, así que dejemos que sea él quien lo interrogue.
Se echó a reír ante su maliciosa sugestión. De repente dejó de reír y dijo:
—Éste es Fred Hassler. Señor Hassler, le presento a los detectives Carella y Hawes. Son los que se ocupan del suicidio.
—¿Cómo están ustedes? —preguntó Hassler que se puso en pie inmediatamente y tendió la mano a Carella—. ¡Esto es maravilloso! Sí, ésa es la palabra: ¡maravilloso!
—Sí, maravilloso —ironizó Parker—, pero yo me voy de este manicomio. Si el jefe pregunta por mí decidle que me he ido a la confitería de la calle Culver esquina calle Seis.
—¿Para qué? —le preguntó Carella.
—A tomarme un helado —fue la respuesta de Parker.
—¿Por qué no te quedas aquí hasta que llegue la ambulancia? —sugirió Kling—. ¿Es que no ves que tenemos trabajo a manos llenas?
—Hay más policías en la brigada que en toda la Academia —le respondió Parker al tiempo que se marchaba.
La señora gorda lo siguió escaleras abajo, murmurando en voz baja algo sobre la «piojosa policía de esta asquerosa ciudad». Subió un policía de uniforme para llevarse al anciano que estaba en la jaula hasta una de las celdas de detención del sótano de la Comisaría. En el momento en que el agente abrió la puerta de la pequeña prisión, el anciano se precipitó sobre él, pero el guardia le dio un buen golpe de porra y después pudo llevárselo sin ningún nuevo intento de resistencia.
No habían pasado ni cinco minutos cuando llegó la ambulancia. El hombre con el brazo vendado le dijo al enfermero que podía bajar andando hasta la ambulancia, pero los camilleros insistieron en colocarlo en la camilla. Meyer se lavó las manos en el lavabo que había en un rincón y sé sentó con aire cansado junto a su mesa, al lado de Fred Hassler. Hawes, por su parte, tomó asiento en una esquina de la mesa.
—¿Siempre está esto tan animado? —preguntó Hassler con los ojos brillantes.
—No siempre —respondió Carella.
—¡Muchachos, qué animación! ¡Qué excitación!
—Mmm… —murmuró Carella—. ¿Dónde ha estado usted metido, señor Hassler?
—Estuve fuera de la ciudad. No tenía ni la menor idea de que sus muchachos me andaban buscando. ¡Cuando volví a mi casa esta mañana! ¡Hermanos…! Vaya un lío. Todo por el suelo. La patrona me dijo que debía llamarlos a ustedes. Y eso es lo que hice y aquí me tienen.
—¿Tiene usted idea de lo que ocurrió en su apartamento mientras usted se hallaba fuera? —le preguntó Hawes.
—Todo lo que sé es que se produjo una explosión —fue la respuesta.
—¿Conoce usted a los que estaban allí cuando se produjo la explosión?
—Al hombre sí. La pájara, no.
—¿Quién era el hombre?
—Tommy Barlow.
—¿Es ése su nombre y apellido? —le preguntó Hawes que comenzó a tomar notas escritas.
—Sí, Thomas Barlow. Sí.
—¿Dirección?
—Vive con su hermano en algún lugar de Riverhead. No estoy seguro de la dirección.
—¿No sabe el nombre de la calle?
—No, tampoco. Nunca estuve allí.
—¿De qué conoce usted a Tommy, señor Hassler?
—Trabajamos juntos en el mismo negocio.
—¿Dónde?
—Laboratorio fotográfico Lone Star.
—¿En esta ciudad?
—Sí. Cuatrocientos Diecisiete Norte esquina a Ochenta y Ocho. —Hassler hizo una pausa y poco después continuó—: ¿Le extraña eso de Lone Star? Un chico de Texas fue quien comenzó el negocio.[2]
—Lo entiendo. ¿Cuánto tiempo lleva usted trabajando en esa empresa?
—Seis años.
—¿Conoce a Tommy desde todo ese tiempo?
—No, señor. Tommy sólo lleva en la Compañía algo más de dos años.
—¿Son ustedes buenos amigos?
—Bastante buenos.
—¿Estaba casado?
—No. Ya se lo he dicho: vivía con su hermano. Su hermano es un inválido. Lo vi una vez en nuestra empresa. Anda con muletas.
—¿Sabe usted su nombre?
—Sí… Un momento… ¿Andy…? No. ¿Angelo…? No… un momento… algo así. ¡Amos! ¡Eso es: Amos! Amos Barlow. Sí, eso es.
—Muy bien, señor Hassler… ¿Podría usted decirnos qué estaba haciendo Tommy Barlow en su apartamento?
Hassler hizo un gesto picaresco:
—Bueno… ¿qué creen ustedes que estarían haciendo allí?
—Quiero decir…
—Lo encontraron en la cama con una pájara desnuda a su lado, ¿qué creen ustedes que estarían haciendo?
—Lo que quiero decir es por qué razón se hallaba precisamente en su apartamento, señor Hassler.
—¡Ah, eso…! Me había pedido la llave. Sabía que yo estaría fuera de la ciudad y me preguntó si podía usar mi casa. Naturalmente le dije que sí. ¿Por qué no había de hacerlo? No creo que haya nada malo en ello.
—¿Sabía usted que salía con una mujer casada?
—No.
—Pero ¿sabía que iba a utilizar su casa para llevar a ella a una mujer?
—Lo supuse.
—¿Le dijo él algo al respecto?
—No. Pero ¿para qué otra cosa iba a querer la llave?
—¿Diría usted que Tommy era un buen amigo suyo, señor Hassler?
—Sí, un buen amigo. Hemos ido a jugar a los bolos algunas veces. Y también me ha ayudado en mis películas.
—¿Sus películas?
—Sí, soy un fanático del cine amateur. Mire, donde nosotros trabajamos no revelamos ni hacemos copias de filmes que se procesan con «Kodak» y Technicolor y cosas parecidas. Nosotros sólo trabajamos con fotografía fija. Blanco y negro y color, pero sólo fotos, nada de filmes. Y a mí me gusta filmar y revelar mis películas. Hago películas que a veces edito yo mismo. Tommy me ayudó bastantes veces en el trabajo… Tengo esta cámara japonesa, como ve…
—¿Le ayudaba? ¿En qué? ¿En el rodaje o en el montaje?
—En ambas cosas. Y actuando también. Tengo una película de casi cien metros y casi toda ella tiene como actor a Tommy. Si quieren pueden ver algunas de mis obras. Creo que son bastante buenas. Ésta es la razón por la que este lugar me causó tanta impresión cuando llegué. ¡Qué color! ¡Qué ambiente! Maravilloso… ¡justamente maravilloso! —Hassler hizo una pausa—. ¿Cree usted que se me permitiría venir aquí y hacer algunas tomas?
—Lo dudo —respondió Carella.
—Sí, lo comprendo. ¡Qué pena! —dijo Hassler—. ¿Supone usted el efecto del brazo sangrante de ese tipo en una buena toma? ¡Muchachos!
—¿Podemos volver a hablar de Tommy por un minuto, señor Hassler?
—¡Claro, claro! Lo siento. Escuche… Lamento haber cambiado el tema, pero es que soy un fanático del cine, ¿sabe? Es algo más fuerte que yo.
—Claro, nos hacemos cargo —dijo Hawes—. Díganos, señor Hassler, ¿daba muestra Tommy de estar deprimido, desanimado, desgraciado…?
—¿Tommy? ¿Quién? ¿Tommy…? —Hassler soltó una carcajada—. Si era el tipo más optimista y alegre del mundo. Siempre riendo, siempre feliz.
—¿Cuando le pidió a usted la llave, tenía un aspecto triste o preocupado?
—Ya se lo he dicho, siempre estaba riéndose.
—Sí, ya lo he oído. Pero ¿exactamente el día en que le pidió la llave…?
—Me la pidió… espere un momento… fue hace unos tres días, creo. Sabía que me iba de la ciudad. Yo tenía que irme por motivos personales… Tengo una anciana tía que vive fuera del Estado y espero que cuando se muera me deje su casa. Últimamente no se encontraba bien de salud y hay un primo que también va detrás de la herencia, así que pensé que sería una buena idea ir a visitarla y acariciar su mano antes de que llegara el otro y la convenciera de que debe dejarle la casa a él. ¿Lo comprende? Así que ayer me tomé el día libre. Hoy es sábado, ¿no es así?
—Sí, sí.
—¿Trabajan ustedes siempre los sábados?
—Lo intentamos al menos, señor Hassler —dijo Carella—. ¿Podemos volver a hablar de Tommy un ratito?
—¡Claro, claro! Otra vez me he salido del tema. Lo siento. Pero es que la casa es muy importante para mí, ¿comprende? No es que desee que mi anciana tía se muera ni nada de eso. Pero la verdad es que me gustaría que la casa pasara a mis manos. Es una casa grande, antigua, con tilos alrededor…
—¡Hablemos de Tommy! —le interrumpió Carella—. Según creo haber entendido, cuando Tommy le pidió la llave parecía ser el mismo de siempre, ¿es así? Feliz, sonriente, como siempre.
—Correcto.
—¿Cuándo lo vio usted por última vez?
—El jueves. En el trabajo.
—¿Se tomó él también libre el viernes?
—¡Vaya…! No lo sé. ¿Por qué me lo pregunta?
—Nos interesa saber a qué hora se encontró con la chica. No le dijo nada de ello, ¿verdad?
—No. Pueden ustedes comprobarlo con el jefe, supongo. Enterarse de si se tomó libre el viernes o no. Al menos eso es lo que yo haría de encontrarme en su lugar.
—¡Gracias!
—Estaba casada, ¿verdad? La chica.
—Sí.
—¡Mala cosa! El que ella estuviera casada, quiero decir. Por mi parte yo tengo una regla de conducta, ¿sabe? Nunca me lío con una mujer casada. Pienso que hay suficientes mujeres solas en esta ciudad que parecen dispuestas a…
—¡Muchas gracias, señor Hassler! ¿Dónde podríamos localizarle si tenemos necesidad de hablar de nuevo con usted?
—En el apartamento. ¿Dónde si no?
—¿Va a quedarse allí? —preguntó Hawes incrédulamente.
—Seguro. El dormitorio está en buen estado. No se nota que allí haya ocurrido nada. La sala de estar tampoco ha sufrido mucho. Es allí donde guardo todas mis películas. ¡Muchachos, si las hubiera guardado en la cocina…! ¡Qué terrible desastre!
—Bien, muchas gracias de nuevo, señor Hassler.
—De nada. Siempre que quieran —dijo Hassler.
Estrechó las manos con ambos detectives y le lanzó un saludo con la mano a Meyer Meyer, quien correspondió al saludo con un seco movimiento de cabeza. El testigo cruzó la sala de la brigada y se perdió en el corredor, camino de la salida.
—¿Qué creía que estaba haciendo? ¿Presentándose a elecciones para alcalde? —comentó Meyer.
—En esta ciudad realmente nos haría falta un alcalde —respondió Kling.
—¿Qué opinas de esto? —le preguntó Carella a Hawes.
—Una cosa —dijo Hawes—. Si Tommy Barlow estaba planeando suicidarse, ¿por qué iba a utilizar el apartamento de un amigo? La gente no suele ir por el mundo causando tan graves problemas a sus amigos, especialmente cuando están dispuestos a dejar esta vida.
—Exactamente —dijo Carella—. ¿Y desde cuándo un presunto suicida va por ahí feliz y sonriente? —Movió la cabeza—. No parece como si Tommy hubiera estado planeando su propio funeral.
—No —dijo Hawes—. Más bien parece como si hubiera estado planeando una fiesta.
Hubiera sido verdaderamente sencillo calificar aquello de suicidio y poner fin al caso. Ni Carella ni Hawes estaban particularmente ansiosos de despertar a un muerto y desde luego había bastantes pruebas que indicaban que Tommy Barlow e Irene Thayer habían dejado la vida voluntariamente. Al fin y al cabo se había encontrado una nota indicando que se iban a suicidar. Y suficiente cantidad de gas doméstico como para causar la explosión. Por si eso fuera poco había que tener en cuenta la presencia de las dos botellas de whisky vacías en la habitación. La desnudez clara y serena de los dos cuerpos parecía una indicación evidente de que se trataba de un pacto amoroso, en el que los dos amantes se enlazaron en un abrazo final antes de que el gas les hiciera sentir la inconsciencia que precede a la muerte. Todas esas cosas combinadas hacían que fuese sencillo llegar a una conclusión. Y ésta no podía ser otra que un veredicto de suicidio.
Sin embargo, Carella y Hawes eran dos policías demasiado conscientes, que habían aprendido a lo largo de años de práctica y experiencia que todo caso puede ser algo distinto a lo que en principio parece. Tenían una intuición que iba más allá de la lógica y el razonamiento. Algo así como un sentimiento interno, parecido a una identificación total con la víctima y con el homicida al mismo tiempo. Y cuando ese sentimiento hacía acto de presencia, sabían que valía la pena tomarlo en consideración. Pueden encontrarse botellas de whisky vacías, ropas cuidadosamente ordenadas, una nota de suicidio escrita a máquina y un apartamento lleno de gas. Se suman todas esas pruebas y se llega a creer en el suicidio, pero una sensación íntima dice que no es así. Algo verdaderamente simple.
Resultó igualmente simple para el toxicólogo agregado a la Oficina del Jefe Forense llegar a sus conclusiones. Milt Anderson, doctor en medicina, no era un hombre perezoso ni tampoco particularmente negligente. Con toda justicia cabe decir que se trataba de un hombre que había venido practicando la toxicología legal durante más de treinta años y que era profesor de toxicología forense en una de las mejores universidades del país. Conocía perfectamente su trabajo y lo llevó a cabo con seguridad y rapidez.
Los detectives sólo deseaban saber tres cosas:
- La causa de la muerte.
- Si la pareja estaba embriagada o no, antes de que se produjera la muerte.
- Si la pareja había realizado el acto sexual antes de su muerte.
Nadie le había pedido que especulara sobre si las muertes fueron accidentales, consecuencia de un suicidio o de un homicidio. Así que se limitó a responder extractadamente a lo que le habían preguntado. Examinó a las víctimas e informó, como se le había pedido, dentro del terreno de las tres preguntas que preocupaban a los detectives. Pero desde luego estaba informado de las circunstancias que rodeaban al suceso y esto estaba grabado firmemente en su mente mientras realizaba sus exámenes y pruebas.
Anderson sabía que se había producido una explosión del llamado gas del alumbrado o de uso doméstico. Sabía que las espitas del suministro de gas del apartamento habían sido dejadas abiertas. Observó el color rojo cereza brillante de los tejidos corporales de las víctimas, la sangre y las vísceras y esto le hizo sentirse dispuesto a expresar que la causa de las muertes había sido una intoxicación aguda, debido al monóxido de carbono. Pero se le pagaba para que realizara a fondo su trabajo y sabía que el mejor modo para determinar la existencia de monóxido de carbono en la sangre era el método manométrico de Van Slyke. Dado que entre el equipo de su laboratorio se incluía la serie de instrumentos necesarios para realizar la prueba, comenzó a trabajar inmediatamente en la sangre de las víctimas. En ambos casos encontró la saturación de monóxido próxima al sesenta por ciento y sabía que una saturación del treinta y uno por ciento podía haber causado un envenenamiento mortal. Sacó una conclusión absolutamente correcta: tanto Irene Thayer como Tommy Barlow habían muerto como consecuencia de un envenenamiento agudo provocado por el monóxido de carbono.
Anderson sabía, igualmente, que dos botellas de whisky habían sido halladas en el suelo del dormitorio del apartamento. Llegó a suponer, como sabía que habían hecho los detectives, que la pareja había estado bebiendo antes de abrir las espitas del gas. Pero los detectives requerían de manera específica que se les informara de si la pareja se había embriagado o no. Anderson estaba satisfecho de que los cuerpos se le hubieran entregado con razonable rapidez. El alcohol es un veneno muy curioso. Se siente una sensación placentera cuando se ingiere y puede darle a uno alegría y felicidad. Pero se oxigena rápidamente en el interior del sistema corporal y desaparece por entero del cuerpo, en el transcurso de las primeras veinticuatro horas que siguen a la ingestión. Anderson recibió los cuerpos inmediatamente después de que Michael Thayer identificó a su esposa, es decir, menos de veinte horas después de acaecida la muerte. Se dio cuenta de que se trataba de un plazo peligrosamente justo para la certeza de su información, pero estaba seguro de que si la pareja había estado ebria, todavía podría encontrar un porcentaje de alcohol identificable en sus cerebros. Por suerte para él, el tejido cerebral de ambas víctimas estaba intacto y podía disponer de él para sus tests. Si existe un aspecto de toxicología (y realmente son muchos) que produce controversia y discusión ardientes, con respecto a métodos y resultados, es el análisis del alcohol etílico. La controversia alcanza un espectro tan amplio que va de la A a la Z y comienza con la porción o porciones del cuerpo que pueden considerarse como muestras biológicas más útiles y merecedoras de confianza, para las pruebas a determinar la presencia del alcohol y sus porcentajes. Anderson era uno de los defensores del cerebro. Sabía que había otros toxicólogos que preferían tejido muscular o del hígado o, incluso, muestras de los riñones y el bazo. Por su parte, siempre que pudiera disponer de un trozo de cerebro se decidía por éste. Los dos cerebros intactos de Irene y Tommy estaban a su disposición dentro de sus cuerpos y usó una parte de ellos para realizar una prueba de vaporización rutinaria en un intento de aislar y separar cualquier veneno volátil existente en los cuerpos. No halló nada. Entonces, puesto que en otras ocasiones ya había logrado aislar y recuperar alcohol durante el proceso de destilación, utilizó las mismas muestras para sus tests cuantitativos. Existen tablas, gráficos y más gráficos referentes a los porcentajes de alcohol recuperados del cerebro y cuánto alcohol es necesario para causar la embriaguez de un hombre, desde la más débil borracherita a lo que se suele llamar estar algo alegre, hasta la trompa colosal que puede derrumbar a un hombre, hacerle ver doble, perder los reflejos o dejarlo borracho perdido. En aquellos dos cerebros encontró sólo una debilísima señal de alcohol y sabía mediante la comparación con el gráfico o tabla que más le gustara, que ninguna de las víctimas había estado borracha, ni siquiera débilmente intoxicada. Anderson prefería utilizar un gráfico basado en las investigaciones y datos obtenidos por Gettler y Tiber, que habían examinado los cadáveres de seis mil alcohólicos en un intento de descubrir su grado de embriaguez. En cumplimiento de su deber, volvió a examinar sus índices con toda atención:
Clasificación |
Porcentaje de alcohol en el cerebro |
Efectos psicológicos |
1.— Indicios | 0.005 a 0.02 | Normal |
2.— * | 0.02 a 0.10 | Normal |
3.— * * | 0.10 a 0.25 | Débil pérdida de atención |
4.— * * * | 0.25 a 0.40 | Débil pérdida de sentido del equilibrio |
5.— * * * * | 0.40 a 0.60 | Desequilibrio. Embriaguez |
Con pleno sentido del deber decidió que la respuesta a la segunda pregunta que se le había hecho, tenía que ser un «no» rotundo, definitivo. La pareja no había estado embriagada antes de la muerte.
Como se trataba de un hombre muy concienzudo, decidió, incluso, realizar un análisis de los fluidos de los cadáveres y sus órganos, en busca de cualquier otro veneno volátil. Conocía, ya estaba casi seguro de ello, la causa de la muerte —envenenamiento agudo a causa de monóxido de carbono— pero el intento de aislamiento, recuperación e identificación de cualquier otro veneno —hasta entonces desconocido— fue llevado a cabo no obstante. De haber sospechas de la existencia de una cantidad de cualquier veneno determinado en un cadáver, Anderson era un toxicólogo lo suficientemente competente como para haber consultado sus textos para descubrir el mejor medio de aislamiento de esa droga. Pero, desgraciadamente, las drogas no están catalogadas de acuerdo con sus propiedades. Esto significa que si existe alguna droga determinada en un cadáver y si el toxicólogo no tiene la menor idea inicial de las circunstancias de la muerte o un previo informe de la autopsia, tendrá que realizar todo tipo de pruebas que se le ocurran, algo así como un juego de la gallina ciega, en busca de descubrir cualquier tóxico. Los venenos orgánicos no volátiles, van desde los glucósidos como la adelfa y las digitalinas, a los aceites esenciales como la nuez moscada, el cedro y la ruda, pasando por los hipnóticos alifáticos, como los barbitúricos, o los purgativos orgánicos como el aceite de ricino y la «cáscara sagrada», hasta los alcaloides como el opio, la morfina y la atropina… Son muchos y Anderson estaba familiarizado con todos ellos. Pero nadie le había pedido que llevara a cabo tests tan exhaustivos y no vio necesidad alguna de realizarlos. Se le habían pedido respuestas a tres preguntas y ya tenía las dos primeras. De inmediato comenzó a trabajar para responder a la tercera.
No podía comprender por qué los polis de la Comisaría 87 deseaban saber si las víctimas habían hecho el amor o no antes de la muerte. Más bien sospechaba que entre los jefes de la brigada había algún bastardo perverso, o un necrófilo en potencia. De todos modos deseaban tener esa información y no resultaba demasiado difícil darles una respuesta adecuada. La situación quizás hubiera sido más complicada si los cadáveres le hubieran sido entregados más tarde. El esperma, al igual que el alcohol, deja de estar presente en el cuerpo después de transcurridas veinticuatro horas. No esperaba encontrar ninguna célula móvil en el conducto vaginal de Irene Thayer, porque sabía que eso resultaba imposible después de transcurridas tantas horas desde su muerte. Pero cuando pudo examinar el cadáver existía la posibilidad de encontrar espermatozoides inmóviles. Tomó una muestra húmeda, examinó el espécimen bajo un microscopio de gran potencia y no encontró rastro alguno de espermatozoides. No se conformó con ello (existían muchas condiciones y circunstancias que podían justificar la ausencia de espermatozoides en la vagina, incluso si se hubiera llevado a cabo el acto sexual), así que se volvió al cadáver de Tommy Barlow e irrigó su canal uretral con una solución salina, extrajo el fluido con una jeringa y lo sometió igualmente a examen microscópico en busca de restos de esperma. No halló ninguno.
Satisfecho con sus descubrimientos, terminó su informe que ordenó fuera mecanografiado, para su transmisión a la Comisaría 87.
El informe fue redactado en lenguaje médico y explicaba exactamente por qué Anderson respondía como lo hacía a cada una de las preguntas; daba todo tipo de detalles de las pruebas realizadas y en las que basaba sus conclusiones. Pero los hombres de la 87 se saltaron todas esas explicaciones técnicas y decidieron que el significado de las respuestas dada a cada una de las preguntas era:
A la primera: gas doméstico.
A la segunda: estaban sobrios.
A la tercera: no habían fornicado.
Este informe los hizo preguntarse, a su vez, con bastante extrañeza, adónde había ido a parar el alcohol de las dos botellas, si ninguna de las dos víctimas había bebido. El informe también los llevaba a intrigarse sobre las razones que habían impulsado a Tommy e Irene a quitarse las ropas si no era para «simbólicamente» estar «unidos» por última vez. Había sido una presunción razonable por parte de los detectives el pensar que los amantes habían hecho el amor y después se habían vestido parcialmente y habían abierto la espita del gas. Si no habían hecho el amor, ¿para qué se habían desnudado?
En cierto modo, los hombres de la brigada llegaron a desear no haber recibido jamás aquel maldito informe de Anderson.