Capítulo I

Capítulo I

La mujer que se hallaba en el pretil llevaba un camisón de noche. Sólo eran las tres y media de la tarde pero se había vestido ya para meterse en la cama y la vigorosa brisa primaveral ceñía el ligero tejido de nilón a su cuerpo, de modo que parecía una legendaria figura griega esculpida en piedra, inmóvil en el bordillo, a doce pisos por encima de la calle de la ciudad.

La policía y los bomberos habían acudido al cebo. Se trataba de un drama nada original que ya habían tenido ocasión de ver miles de veces en el cine o en la televisión. Si hay algo que aburra a estos servidores públicos es un hecho de la vida real que parece recortado según el modelo usado, hasta el abuso, en los espectáculos de distracción. Así, los bomberos extendieron sus redes protectoras en la calle, bajo el lugar donde se hallaba la mujer y pusieron en marcha sus altavoces. Por su parte, la policía acordonó la manzana y envió a un par de detectives a la ventana cerca de la cual, en el repecho, se hallaba la muchacha apoyada contra el muro de ladrillos del edificio.

Se trataba de una mujer bonita, una muchacha joven, de unos veinte años, con una larga melena rubia agitada por la brisa de abril, que le hacía golpear vigorosamente contra su rostro y su cabeza. Andy Parker, uno de los detectives que habían sido enviados para disuadirla, deseaba que la joven se acercara más a la ventana para poder echar un vistazo a sus pechos bien desarrollados que se destacaban bajo el delgado camisón. Steve Carella, el otro detective, se limitaba a pensar que nadie debía morir en un día de primavera tan agradable como aquél.

La muchacha no parecía haberse dado cuenta de la presencia de los detectives. Se había alejado de la ventana caminando por el bordillo y lentamente, centímetro a centímetro, había caminado hasta casi llegar a la esquina del edificio y se había quedado allí con los brazos por detrás de su cuerpo y sus dedos agarrotados como si quisieran aferrarse al muro de color rojo sucio del edificio. El bordillo tenía unos treinta centímetros de ancho y se extendía por la fachada del edificio en el piso undécimo, para terminar en la esquina, con uno de esos grotescos adornos típicos, como la mayor parte de las viejas casas de la ciudad. La joven no había notado la guiñante cabeza de piedra, como tampoco pareció darse cuenta de los detectives que se asomaban por la ventana, a poco más de metro y medio de distancia de ella. Tenía los ojos fijos al frente con el largo cabello rubio agitándose sobre sus hombros y poniendo como un rayo de sol brillante sobre los ladrillos rojizos de la pared. De vez en cuando miraba hacia abajo, a la calle. No había el menor rastro de emoción en su rostro. Nada de convicción, ni determinación, ni miedo. Su rostro era como una bella máscara inexpresiva lavada por el viento; su cuerpo voluptuoso, delgado, semejaba una parte del edificio acariciada por el viento.

—Señorita… —dijo Carella.

La joven no se movió para mirarlo. Sus ojos siguieron fijos en la lejanía, frente a ella.

—¡Señorita!

Tampoco esta vez hizo nada para reconocer su presencia. En vez de ello miró de nuevo a la calle y, como si, de pronto, recordara que era una mujer bonita, atractiva y que estaba sometida a la mirada curiosa de cientos de ojos que caía sobre su figura casi desnuda, se cruzó un brazo por delante de los senos para protegerlos de la curiosidad ajena. El movimiento casi le hizo perder el equilibrio. Vaciló un instante y de nuevo retiró el brazo hasta que sus dedos se afianzaron otra vez sobre el rugoso muro de ladrillo. Carella la estaba observando y, al ver el movimiento casi automático de autodefensa, comprendió de pronto que la joven no había planeado morir.

—¿Puede oírme, señorita? —insistió.

—Sí, puedo oírle —respondió la joven sin volverse para mirarlo—. ¡Márchese…!

Su voz carecía de entonación.

—Ya me gustaría hacerlo, pero no puedo —le respondió el detective. Esperó una respuesta pero no llegó ninguna—. Se espera de mí que siga aquí hasta que usted se decida a dejar el pretil y volver a casa.

La chica hizo un movimiento rápido de cabeza, brevemente. Sin volverse le dijo:

—Márchese a casa. Está perdiendo el tiempo.

—No podría irme de todos modos. No me relevan hasta las seis menos cuarto —dijo Carella. Al cabo de una pausa añadió—: ¿Qué hora cree usted que es?

—No tengo reloj —dijo la muchacha.

—¿Qué hora calcula?

—No lo sé, ni me importa nada. Mire, ya sé bien lo que está usted intentando. Pretende hacerme entrar en conversación para distraerme. Pero no quiero hablar, ¡márchese de una vez!

—Escúcheme. No me apetece hablar —dijo Carella—, pero el teniente me ha dicho: «Suba arriba y trate de conseguir que esa loca se quite del pretil», así que ésa es la razón por la que…

—No estoy loca —dijo la chica vehementemente volviéndose hacia Carella por vez primera desde que el policía trató de darle palique.

—Oiga, yo no he sido quien lo ha dicho, sino el teniente.

—Muy bien, puede ir y decirle al teniente que se vaya directamente al infierno.

—¿Por qué no viene conmigo y se lo dice usted misma personalmente?

La chica no respondió. Volvió a girar la cabeza y miró a la calle. Pareció como si fuera a saltar en ese mismo momento. Rápidamente Carella dijo:

—¿Cómo se llama usted?

—No tengo ningún nombre.

—Todo el mundo lo tiene.

—Mi nombre es Catalina la Grande.

—¡Vamos, vamos…!

—Y María Antonieta. O Cleopatra. Soy una loca, ¿no es eso lo que ha dicho? De acuerdo, pues. Soy una loca y las locas tienen muchos nombres.

—¿Cuál de ellos es el suyo?

—El que más le guste. O todos. ¿Quiere usted marcharse de una vez?

—Apostaría a que se llama usted Blanche —dijo Carella.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Su patrona.

—¿Y qué más le ha dicho?

—Que se llama usted Blanche Mattfield, que procede usted de Kansas City y que lleva seis meses viviendo aquí. ¿Es cierto todo eso?

—¡Vaya y pregúnteselo a esa asquerosa chismosa!

—Bien, ¿se llama usted Blanche?

—Sí, ése es mi nombre. Por el amor de Dios, ¿tenemos que soportar todo esto? Puedo ver con toda claridad cuáles son sus intenciones, señor. Están tan claras como un vaso de agua. ¿Quiere hacer el favor de marcharse y dejarme en paz de una vez para siempre?

—¿Para hacer qué? ¿Saltar a la calle?

—Sí, eso es. Eso es exactamente. Saltar a la calle.

—¿Por qué?

La chica no respondió.

—¿No tiene un poco de frío ahí fuera? —le preguntó Carella.

—No.

—Hace un viento bastante fuerte.

—No lo siento.

—¿Desea usted que le busque un jersey?

—No.

—¿Por qué no viene aquí, Blanche? Vamos, venga. Va a pescar un resfriado si se queda ahí fuera.

La joven se puso a reír de improviso y fuertemente. Carella, que no se había dado cuenta de haber dicho nada cómico, se sintió sorprendido por la reacción imprevista.

—Estoy dispuesta a matarme —dijo la joven— y usted se preocupa por la posibilidad de que agarre un catarro.

—Tengo la impresión de que tiene más posibilidades de acatarrarse que de suicidarse —dijo Carella suavemente.

—Eso piensa, ¿eh?

—Sí, así es —aseguró Carella.

—¡Vaya, vaya! —comentó la joven.

—Sí, así lo creo —insistió el detective.

—En ese caso va usted a llevarse una tremenda sorpresa.

—¿Sí?

—Se lo garantizo.

—Parece usted muy dispuesta a suicidarse, ¿verdad, Blanche?

—Realmente… ¿tengo que seguir oyendo todo ese rollo? —dijo Blanche—. ¡Por favor, por favor, por favor…! ¿No podría usted marcharse de una vez?

—No, no creo que usted desee morir. Pero tengo miedo de que pueda usted caerse desde ahí y hacerse daño… y a alguna de las personas que están allí debajo.

—Deseo morir —dijo la muchacha dulcemente.

—¿Por qué?

—¿Desea usted saber, verdaderamente, por qué?

—Sí, claro que sí. Me gustaría mucho.

—Porque… —comenzó la joven hablando lentamente y con toda claridad— porque estoy sola, porque nadie me ama y nadie me desea…

Movió la cabeza y después la giró para que el policía pudiera contemplar su rostro, pues sus ojos, de pronto, se habían llenado de lágrimas que no quería fueran vistas por el detective.

—¿Una chica tan bonita como usted? ¿Ésas tenemos? Sola, sin amor y sin nadie que la busque. ¿Qué edad tiene usted, Blanche?

—Veintidós.

—¿Y no desea llegar a cumplir los veintitrés?

—No, no quiero llegar a tener veintitrés —repitió Blanche sin ninguna entonación en su voz—. No deseo envejecer ni un solo minuto más, ni siquiera un segundo. Lo que quiero es morir. Por favor, ¿no puede usted marcharse y dejarme morir sola?

—Deje eso de una vez —dijo Carella como si hablara con un niño—. No me gusta oír ese tipo de conversación. ¡Morir, morir…! ¡Cuando sólo se tienen veintidós años…! ¿No se da cuenta de que tiene toda la vida por delante?

—No, no tengo nada, absolutamente nada.

—Todo.

—Nada. Él se ha ido. No me queda nada, absolutamente nada. Se ha marchado.

—¿Quién?

—Nadie. Todo el mundo. ¡Oh, oh!

Se llevó una mano a la cara y comenzó a llorar en ella. Con la otra mano seguía sujetándose al edificio, vacilante. Carella se asomó aún más por la ventana y cuando ella lo vio se giró repentinamente y le gritó:

—No se acerque a mí.

—No iba a…

—No venga aquí.

—Vamos, vamos, tómese las cosas con tranquilidad. No saldría a ese pretil ni aunque me diera usted un millón de dólares.

—Está bien. Quédese donde está. Si trata de acercarse a mí, saltaré.

—Bien, ¿y quién cree usted que se preocupará por ello, Blanche?

—¿Cómo?

—Si salta, si se mata, ¿cree usted que eso le preocupará a nadie?

—No, ya lo sé… A nadie le importará. No es eso lo que me preocupa.

—Se convertirá usted en una pequeña noticia de dos líneas en la página de sucesos de los periódicos. Un día. Después nada, nada en absoluto. ¿Es que no puede comprenderlo?

—No, no puedo. Tengo que pedirle a usted que me lo explique.

La joven contuvo un sollozo y agitó la cabeza. Después volvió la cabeza para mirar al detective y con voz lenta y paciente le dijo:

—Él se ha ido, ¿no lo ve?

—¿Quién se ha ido?

—¿Importa algo quién sea? Él. Un hombre. Y se ha marchado. «Adiós, Blanche, ha sido muy divertido». Eso es todo. Divertido. Y yo…

De repente sus ojos parecieron llamear de rabia y volvió a hablar:

—¡Maldita sea…! ¡No quiero seguir viviendo, no quiero seguir viviendo sin él!

—Hay muchos otros hombres.

—No. —La joven sacudió la cabeza—. No. Le quiero a él. Le amo a él. No quiero saber nada de ningún otro hombre. Lo que deseo…

—Vamos, venga… —insistió Carella—. Tomaremos una taza de café y trataremos de…

—No.

—Venga, venga. No va usted a saltar desde ese condenado pretil. Está perdiendo su tiempo y haciéndonoslo perder a todos los demás. Vamos, venga, venga aquí.

—Voy a saltar.

—De acuerdo, salte. Pero no ahora. Ya lo hará en cualquier otra ocasión. La próxima semana. El año próximo. Hoy hemos tenido mucho trabajo y estamos cansados. Los chavales no han hecho más que abrir los grifos de las conexiones de agua por toda la ciudad. Vamos, venga aquí, Blanche. Hágame un favor y salte cualquier otro día… ¿Lo hará, Blanche?

—¡Váyase al infierno! —le gritó la joven volviendo a mirar a la calle.

—Blanche…

No logró respuesta.

—Blanche —repitió.

Al no tener respuesta tampoco ahora, Carella se volvió a Parker. Le dijo algo al oído y su compañero hizo un gesto de asentimiento y dejó la ventana.

—Me recuerda usted un poco a mi mujer —le dijo Carella a la joven.

Tampoco ahora respondió nada. Carella volvió a insistir.

—Sí. Cada vez más. Realmente mi mujer, Teddy, es sordomuda. Ella…

—¿Es qué?

—Sordomuda. De nacimiento —sonrió Carella—. ¿Y usted cree que tiene problemas? ¿Le gustaría a usted ser sordomuda de nacimiento y, para colmo, estar casada con un policía?

—Verdaderamente… su esposa… ¿es sordomuda?

—Seguro.

—Lo siento.

—No tiene por qué sentirlo. A ella jamás se le ocurrió siquiera la idea de saltar desde la planta doce de un edificio.

—Yo… No pensaba hacerlo de este modo —dijo la joven—. Pensaba tomar unas tabletas de dormir. Ésa es la razón por la que estoy en camisón… Pero no estoy segura de tener bastantes… Sólo medio frasquito. ¿Hubiera sido suficiente?

—Para hacerla enfermar, sí —dijo el detective—. Venga aquí, Blanche. Le contaré cosas de la época en la que yo mismo estuve a punto de cortarme las venas de la muñeca.

—Nunca lo hizo.

—Estuve a punto, lo juro por Dios. Mire, todo el mundo se siente desesperado en algún momento de su vida, dispuesto a todo. ¿Qué es lo que le ha pasado? ¿Es que ha tenido hoy su regla?

—¡Eh…! ¿Cómo… cómo lo sabe?

—Una suposición. Venga, Blanche.

—No.

—Venga, venga de una vez.

—¡No! ¡No se me acerque!

En el interior del apartamento se oyó de repente el timbre del teléfono. El sonido fue oído con toda claridad por la joven. Por un momento volvió la cabeza, pero casi de inmediato decidió cerrar su mente, olvidarse por completo del teléfono que sonaba.

Carella fingió sorpresa. Había sido él quien hizo bajar a Parker para que llamara al número de la chica, pero ahora tenía que aparentar que la llamada le sorprendía. Se volvió a Blanche y le dijo:

—Su teléfono está sonando.

—No estoy en casa.

—Puede ser algo importante.

—No lo es.

—Puede ser… ¡él!

—Está en California. No, no es él. No me importa quién sea. —Hizo una pausa. Después volvió a repetir—: Está en California.

—También hay teléfonos en California, ¿es que no lo sabe? —insistió Carella.

—No, no es él.

—¿Por qué no responde y así se asegura?

—Ya sé que no es él. ¡Déjeme sola!

—¿Quiere usted que contestemos nosotros? —dijo alguien desde dentro del apartamento.

—No, ella viene —dijo Carella. Extendió sus manos para coger a la chica. El teléfono seguía sonando detrás de él—. Tome mi mano, Blanche —insistió.

—No, voy a saltar.

—No, no va a hacerlo. Va a venir a contestar al teléfono, Blanche… ¡Venga!

—No, ¡ya he dicho que no!

—Vamos, me está cansando y aburriendo —gritó Carella—. Me parece que no es usted más que una tipa estúpida… ¿es eso lo que es? ¿Quiere romperse los sesos contra la acera? Es de cemento, Blanche. No se trata de un colchón de plumas.

—No me importa. Voy a saltar.

—Pues bien, salte de una vez, por amor de Dios —gritó Carella enfadado, utilizando el tono de la voz de un padre cuya paciencia se ha agotado—. Si está dispuesta a saltar, hágalo de una vez y así pronto nos podremos ir a casa. ¡Vamos, hágalo ya de una vez!

—Lo haré —respondió la joven.

—Adelante. O salta o coge mi mano. Estamos perdiendo el tiempo aquí.

Tras él, en el apartamento, él teléfono seguía sonando furiosamente. No había ningún otro sonido. Ni en toda la fachada del edificio, excepto el timbre del teléfono y el canto del viento.

—Lo haré —dijo la muchacha con voz suave.

—Vamos, aquí tiene mi mano. Tómela.

Hubo un momento de silencio, un momento cargado de emoción en el que el detective no se dio cuenta de lo que había sucedido. Inmediatamente después sus ojos se abrieron hasta el máximo y se quedó inmóvil, sorprendido, atónito, con la mano extendida, como helada en el espacio, cuando la chica de repente se separó de la pared y se dejó caer en el vacío.

Carella oyó su grito. Oyó el sonido de su cuerpo atravesando el aire en su salto de doce pisos hasta la calle… Sonidos que por unos instantes ahogaron el ruido del timbre del teléfono.

Después le llegó el golpe del cuerpo al estrellarse contra el cemento. Se volvió, ciegamente, de la ventana y dijo sin dirigirse a nadie:

—¡Dios mío, lo ha hecho!

El vendedor ambulante se convertiría en un hombre muerto en los próximos cinco minutos.

A unas veinte manzanas de distancia del lugar donde Blanche se lanzó a su muerte, había entrado en una calle, gozando de la primavera, llevando una pesada maleta de muestras en una mano y alegre de ver que el vernal equinoccio había traído el buen tiempo. Para aquel vendedor ambulante, la primavera era una mujer que había llegado danzando sobre el río Harb, abriéndose paso entre restos y desechos, entre dos viejos bailarines de vodevil, mostrando sus piernas a los transeúntes, con el rugir de las sirenas de los remolcadores, guiñándole el ojo a los condones que flotaban en las orillas del río, viendo por un momento un relámpago de muslos carnosos en la Silvermine Road y el parque y después dejándose caer graciosa y airosamente en las terrazas para posarse, por fin, en el centro de las calles. La gente había salido a las puertas de su casa para saludarle, con sus sonrisas y sus batas estampadas de flores o las camisas de cuello abierto, pantalones deportivos o shorts. Con un guiño afectuoso tomaban a la primavera en sus brazos, la apretaban contra sus cuerpos y besaban su garganta, mientras le preguntaban: ¿Dónde estuviste durante todo este tiempo, nena?

El vendedor ambulante no sabía que iba a ser cadáver en unos minutos. De haberlo sabido, posiblemente no hubiese gastado sus últimos minutos en la tierra arrastrando una pesada maleta de muestras, llena de cepillos para el pelo, por una calle que hacía el amor con la primavera… Si hubiera sabido que iba a morir quizás hubiera brindado o saludado o Dios sabe qué. O, al menos, hubiera tirado su maleta al aire y se hubiese ido a Bora-Bora. Desde que por primera vez leyó Hawai, había ido frecuentemente a Bora-Bora. A veces, cuando la venta de cepillos se hacía demasiado dura y difícil, se dirigía a Bora-Bora; en ocasiones diez o doce veces al día. Una vez allí, hacía el amor con muchachas de quince años y piel suave y bronceada. Había algunas muchachas de esa edad y características en la calle, pero no demasiadas. Además, no sabía que estaba a punto de morir.

Descendió por la calle, pesadamente, sintiéndose como Lee J. Cobb menos una maleta de muestras. Se preguntó si ese día lograría vender algún cepillo más; todavía necesitaba hacer tres ventas para cubrir su cuota, pero ¿quién demonio piensa en comprar cepillos para el pelo cuando la primavera ha llegado y está danzando en medio de la calle? Con un suspiro subió los escalones que conducían a la entrada de la primera casa de inquilinos, dejando atrás a una chica gordita de dieciséis años, vestida con un pantalón ceñido y una blusa blanca. Sin saber por qué se preguntó si la muchacha sabría bailar el hula-hula. El vendedor ambulante cruzó el estrecho vestíbulo, maloliente, dejando atrás los buzones con sus cerraduras rotas y sus tarjetas colgando y después atravesó la puerta interior de cristal esmerilado, milagrosamente intacta. Los cubos de basura estaban alineados junto al descansillo de la escalera en el piso bajo. Estaban vacíos pero su mal olor permanecía e impregnaba el camino. Aspiró con desagrado y comenzó a subir la escalera hacia la luz natural que entraba por una claraboya del primer piso.

Le quedaban tres minutos de vida.

Una maleta de muestras se hace mucho más pesada cuando se camina hacia arriba o se suben escaleras. Mientras más se asciende, más pesada se hace. El vendedor ambulante lo sabía ya desde mucho tiempo atrás. Creía ser un hombre especialmente astuto, inteligente y observador y había venido notando, con el transcurso de los años, que existía una correlación entre el acto físico de trepar y el peso de su maleta de muestras que crecía durante el ascenso. Se sintió satisfecho cuando llegó al primer piso. Dejó en el suelo la maleta y sacó su pañuelo para secarse la frente.

Le quedaba minuto y medio de vida.

Dobló cuidadosamente su pañuelo y volvió a guardárselo en el bolsillo. Miró los números metálicos que había en las puertas a la altura de su cabeza. Apartamento 1 A. La A estaba un poco torcida. El tiempo no pasa en vano.

Localizó el botón del timbre en el quicio de la puerta.

Lo alcanzó con su dedo índice.

Tres segundos.

Apretó el botón.

La inesperada y rápida explosión cegadora arrancó la pared frontal del departamento, partió al vendedor en dos y envió una catarata de cepillos para el cabello y carne humana quemada al aire y escaleras abajo.

La primavera, realmente, había llegado.