Velázquez contra el sexismo
La sita Asunción nos repartió un día unos papeles que venían llenos de preguntas sobre qué nos parecían las niñas y a las niñas sobre lo que les parecíamos nosotros. Todos empezamos a escribir que muy bien, que nos comunicábamos mucho y que éramos grandes amigos, y que en los recreos lo pasábamos genial y jamás nos insultábamos. Pero la sita empezó a ver las respuestas y nos dijo que las tacháramos, y que pusiéramos la verdad verdadera, porque esa encuesta la mandaba el Ministerio de Educación, y a un Ministerio no se le puede mentir porque lo prohíbe la Constitución.
Empezamos a escribir otra vez, tapándonos el papel con el brazo porque estaba claro que lo que estábamos poniendo ahora era la cruda realidad, y claro, una vez que te piden que hables con sinceridad sobre tus compañeras, te emocionas y te faltan folios para escribir lo que piensas sin cortarte ni un pelo. El Orejones me dijo:
—Aparta el brazo, que no veo.
—¡Pero que esto no es de copiar, tío! Sólo tienes que poner lo que tú piensas de ellas.
—Es que pensar no me apetece.
¡Qué cruz!, con el Orejones no hay quien pueda. Se copió todo lo que yo pensaba de la Susana, de Jessica la ex gorda y de la niña nueva, Melody Martínez (M. M.), que todos los recreos se meten conmigo y empiezan a decirme:
—Gafotas, por qué no juegas con nosotras a la goma, que nos falta una. Total, si en el fútbol no te deja Yihad tocar el balón.
El Orejones copió esto tal cual. Así que tuve que corregirle:
—Joé, por lo menos no escribas «Gafotas», cámbialo por «Orejones».
Siempre es así, ha habido exámenes que me los ha copiado tan descaradamente que el tío ha puesto mi nombre y mis apellidos. Total, que en los controles tengo dos trabajos: hacer mi examen y corregirle luego el suyo, porque seguro que si la sita se da cuenta de que está copiado al pie de la letra, me echa a mí la culpa por dejarme. Como verás, esta vida se divide en dos grandes grupos: los que son culpables y los que son inocentes, y yo siempre estoy en el de los culpables. El Orejones, que tiene un morro que se lo pisa, está siempre en el de los inocentes. No sé por qué. Mi abuelo dice que una vez que estás en un grupo es muy difícil pasarse al otro.
El caso es que a todos nos encantó el ejercicio del Ministerio: aprovechamos para despacharnos a gusto y sacar a relucir todos los trapos sucios. Por primera vez en la historia de mi colegio, el Diego de Velázquez, seguimos escribiendo después de que sonara la sirena.
De vuelta a casa, nos fuimos contando los unos a los otros lo que habíamos puesto en el examen del Ministerio.
—Yo he contado cuando la Susana se chivó a mi madre de que cuando salía de casa me ponía el pendiente —dijo Yihad—. Por su culpa me estuvo controlando mi madre durante una semana yendo conmigo hasta la escuela.
—Y yo he puesto cuando M. M. me llamó Hormiga Atómica delante de los tíos del Baronesa Thyssen —dijo Mostaza.
—Y yo cuando me dicen que juegue con ellas a la goma porque en el fútbol no me dais pelota —dijo el Ore.
—¡Eso lo he puesto yo! —le grité—, encima de que me copias, no presumas, tío.
—Bueno, bueno, no es para ponerse así.
—Y al nene le pega la Melanie —dijo el Imbécil bastante indignado. A él siempre le gusta unirse a las conversaciones de los mayores.
—Pues eso tú te lo guardas en tu memoria y cuando dentro de unos años te hagan el examen los del Ministerio se lo plantas con letras bien grandes.
Está claro que soy todo un ejemplo vivo para mi hermano. El Imbécil se agarró de mi mano y me sonrió contento porque estaba en nuestro equipo, en el equipo A, en el equipo de los que tenían que sufrir todas las humillaciones del grupo B, el de ellas.
El grupo B (Jessica, la Susana, M. M. y tres más) pasaron por delante de nosotros sin decir ni hola. La Susana se volvió para decirle a Yihad:
—He puesto que fumas y que escupes de lado, como los del Baronesa, y que éstos te ríen la gracia —cuando la Susana hablaba de «éstos» se refería a Mostaza, al Orejones y a mí—. Seguro que del Ministerio llaman a tu madre.
—Y a mí qué, me chupa un pie. Si llaman a mi madre, llaman a la tuya para que te lave la lengua con lejía por las palabrotas que decías el otro día en el parque.
—¡Eso, eso! —dijimos nosotros, el gran equipo, el equipo A.
Cada grupo nos fuimos por un lado de la calle, manteniendo nuestras miradas inyectadas en odio durante unos metros. En el grupo A, iba en el centro Yihad; y en el grupo B, la Susana.
—No le he dado una patada porque no he querido, porque no quería cansarme —dijo Yihad.
A todos nos pareció superbien, para qué derrochar fuerzas. Ya llegaría el momento.
Cuando ya nos habíamos despedido, y el Imbécil y yo estábamos entrando al portal, Yihad vino corriendo:
—Oye, Gafotas, ¿las… preguntas de hoy… se las van a enseñar a nuestros padres los del Ministerio?
—Espero que no.
Todo el mundo esperaba que no, porque habíamos sido tan sinceros en nuestras respuestas que, cuando los del Ministerio leyeran los exámenes, verían que, tanto los del grupo A como las del grupo B habíamos aprovechado la ocasión para clavarnos los unos a las otras cuchillos en la espalda. Y no nos habíamos parado a pensar que aquellas terribles acusaciones estaban escritas con nuestros nombres y apellidos en el encabezamiento. En eso, los del grupo A y las del grupo B éramos igual de idiotas, hay que reconocerlo aunque duela.
El miedo nos duró tres días, lo que tardó en venir una señora del Ministerio. Mientras la sita nos presentaba a aquella señora, todos mirábamos para abajo, y casi se podía oír en el aire el ruido de nuestros dientes chocando unos contra otros del miedo que nos daba aquella mujer que tenía en sus manos nuestras hojas, las pruebas del delito. Pero la señora del Ministerio hizo algo que no esperábamos: nos dirigió una supersonrisa y nos dijo que entre todos íbamos a luchar para que los niños y las niñas del mundo fueran iguales. Arturo Román levantó la mano, y todos nos preguntamos: «¿Y éste qué querrá?».
—Señora, entonces, ¿no es usted policía?
La verdad es que hay que reconocerle a Arturo Román que siempre se atreve a preguntar lo que todos tenemos en nuestras mentes.
—¿Policía yo? —se echó a reír, y eso nos dio más confianza para seguir levantando la mano.
El siguiente fue Yihad:
—Señora, ella ha puesto que yo fumo, y sólo fue un día y porque los del Baronesa me dijeron que si quería probar.
—Es un mentiroso, señora —dijo la Susana levantándose—, porque sabe tragarse el humo y hacer anillos con la boca.
—Eso, eso —dijeron las del grupo B, que ahora eran todas las chicas.
—Y ella qué, señora —volvió Yihad a la carga—, ella le llamó al señor Solís «hijo de…» y lo que sigue, un día que el señor Solís la dejó en el patio por llegar media hora tarde.
—Yo no le llamé «hijo de… y lo que sigue».
—Sí que se lo llamaste —dijo el Orejones.
—No sé para qué tienes las orejas tan grandes si luego no te sirven para oír bien —le gritó la Susana.
—Será porque no se las lava —dijo Jessica la ex gorda.
—La que no te lavas eres tú, que llevas el mismo chándal de los 101 dálmatas desde que empezó el curso —todos aplaudimos el golpe bajo que le había dado el Orejones a Jessica.
—Ahora, en vez de 101 dálmatas parecen 101 dóberman. Mírelos, señora, están todos negros —esto lo dije yo.
Pero la señora llevaba un rato con la boca abierta, mirándonos por encima de las gafas de cerca que se le habían deslizado por la nariz, quedándose justo en la punta.
—Tú cállate, Gafotas —me dijo Jessica la ex gorda, enseñándome los dientes—, que todo el mundo sabe que eres un ladrón, que robaste en la panadería.
—Pero, señora —le expliqué yo a la del Ministerio—, por ese delito ya me castigaron, y por los delitos que ya te han castigado no tienes que volver a pagar.
—Eso es verdad, eso es verdad, señora —salió Yihad en mi defensa—, me lo ha explicado mi hermano cantidad de veces.
—Y su hermano sabe mucho de esto —le explicó Mostaza—, está en régimen abierto allí.
—Por robo con intimidación —gritó Melody Martínez.
—No, por robo a secas, que mi hermano es muy buena persona.
Todos le señalamos a la señora la cárcel, que se veía desde la ventana de nuestra clase.
La señora miró la cárcel, tenía los ojos superabiertos y levantó tanto las cejas que las gafas se le descolgaron del todo y se le cayeron. Todos nos tiramos a por ellas. Fue Yihad el que consiguió atraparlas en el aire.
—Tome, señora, casi se le rompen.
Yo nunca había visto a Yihad tan pelota, pero me alegraba, porque en este caso era el capitán del grupo A. Nos representaba a todos.
La señora tragó saliva y miró a la sita Asunción, que nos había escuchado sin hacernos mucho caso, porque ella está acostumbrada a que varias veces al día tengamos los roces normales entre compañeros.
—Bueno, niños, que esta señora no está aquí para perder el tiempo con tonterías. Los del Ministerio han leído vuestras respuestas y sois un ejemplo de mala educación en el planeta…
La sita siguió diciendo que nos habíamos distinguido entre todos los colegios por ser los más sexistas, que daba asco ver lo que pensábamos los niños de las niñas, y también las niñas de los niños, y que iban a intentar corregir nuestros comportamientos, aunque mi sita cree, y así lo dijo, que eso es completamente imposible.
La señora del Ministerio (que no era policía) nos dijo que iríamos todos a unos cursillos fuera del horario de clases para intentar que crezcamos en igualdad aunque no queramos.
La primera semana nos pusieron unos vídeos para que viéramos a una mujer y a un hombre trabajando en lo mismo y con los mismos uniformes. Eran siempre la misma mujer y el mismo hombre, que ahora salían de mineros y luego de médicos y luego de carteros, y ahí me quedé porque, como las luces estaban apagadas y este cursillo contra el sexismo era por la tarde, me quedé completamente frito. No fui el único: cuando encendieron las luces, tenía en un hombro la cabeza del Orejones y en el otro la de Mostaza. Por los ojos y los pelos que llevábamos todos al salir de clase, creo que nadie había aguantado más de cinco minutos viendo a aquella mujer y aquel hombre tan superperfectos haciendo de todo. A mí la gente tan lista me cae como un cuerno. En eso estuvimos todos de acuerdo (incluyo también al grupo B).
No se puede decir que aquel vídeo cambiara mucho nuestra idea de la vida vital. Se ve que por eso decidieron ponernos un tratamiento de choque. Unos días de la semana iríamos a clase de labores, y otros iríamos a clase de defensa personal. Y no se podía decir que no, estábamos obligados, porque el colegio Diego de Velázquez ¡tenía que luchar contra el sexismo!
La sita nos dio a elegir entre las posibles labores: haríamos un guardamedias, un guardacalcetines o una funda para el abrelatas.
El grupo B eligió el guardacalcetines y el grupo A el guardamedias; la funda para el abrelatas sólo la eligió Arturo Román, que siempre va a su bola.
Hicimos una bolsa de tela de cuadritos y tuvimos que bordar la palabra: «Guardacalcetines». Todo el mundo se equivocó con las letras, a mí me salió «Guarracalcetines», pero al final no andaba tan descaminado porque yo le regalé la bolsa a mi padre, y mi madre, con muy mala intención, le dijo: «Aquí vas echando los sucios», así que mi padre se la lleva todas las semanas de viaje y cuando vuelve y la saca del equipaje, parece que dentro de la bolsa de cuadritos lleva un queso manchego.
Yihad quería regalarle la bolsa a su hermano, el de la cárcel, y le bordó la palabra: «Lima’s», porque dice Yihad que si su hermano no se fuga es porque no quiere darle un disgusto a su madre, pero no porque no sepa. Lo malo fue que, cuando Yihad acabó de bordar la palabra, se dedicó a incordiar a los demás, y en cuanto que estabas desprevenido te pinchaba con su aguja en el culo. Sólo pinchaba a los chicos, claro. A Yihad le gusta hacerse el gracioso delante del grupo B, y el grupo B se moría de risa al ver cómo saltábamos del asiento cada vez que Yihad nos atacaba por sorpresa. Paquito Medina fue el primero que se atrevió a devolverle el pinchazo, pero no fue el último: cada tarde del cursillo de labores acabábamos buscando los culos de nuestros compañeros con la aguja al ataque y poniéndonos en nuestro propio culo la mano para no ser atacados. El grupo B se partía de risa y nosotros íbamos con cara de dolor buscándonos los unos a los otros y sintiendo que estábamos dejando de ser el grupo unido que habíamos sido en nuestros orígenes.
Pero el cursillo de labores no fue lo peor. La sita nos dejó en manos del profesor de judo para el curso de defensa personal. Como estábamos luchando por la igualdad de sexos, el profesor nos puso en parejas de niño y niña. A mí me tocó con Jessica la ex gorda. Sólo de verla con el traje de judoka que se puso la tía me eché a temblar, porque me miraba con una cara de «Por fin, ésta es la mía, Gafotas».
El profesor dijo que íbamos a ensayar una llave de aniquilamiento del contrario. Yo fui a decirle al profesor que si me podían cambiar de pareja, que si me podía poner con el Orejones, por ejemplo, porque yo sé que si me pone de pareja con mi amigo somos los dos tan mantas que seguro que acabamos en el suelo sin haber llegado a efectuar la terrible llave. No fui el único que se acercó al profesor para cambiarse de pareja, le rodeábamos seis o siete, del grupo A, eso sí. Pero el profesor nos miró con una sonrisa de maldad contenida y nos mandó a nuestros lugares de lucha.
Yo me toqué la goma que me sujetaba las gafas al cerebro porque me puse en lo peor: aquella bestia me rompería las gafas, fijo. Mi enemiga me dijo muy amable:
—Si quieres te las ato un poco más fuerte para que no se te caigan.
—Bueno.
Era mejor que nos hiciéramos amigos en los dos minutos que nos quedaban antes de la llave, algo que no habíamos conseguido en los tres años que llevábamos de compañeros.
¡Qué asesina!, me puso la goma tan apretada que parecía una enfermera del Samur haciendo un torniquete de urgencia. Se me quedó media cabeza roja y media blanca. Parecía del Athletic. Aunque en el fondo me vino bien porque perdí un poco el sentido. El profesor sádico nos dijo que nos pusiéramos en posición de ataque. Nos pusimos y yo pensé: «Para qué me voy a molestar defendiéndome, me quedaré como un muñeco y que me haga las llaves que quiera».
Además, mi padre me ha dicho cincuenta y cinco mil veces que a las niñas no se les pega ni se les hacen llaves criminales, aunque la niña sea alguien como Jessica. Eso me consolaría si yo pudiera hacerle una llave alguna vez a un chico, pero es que no tengo ni idea de cómo se gana una pelea.
Total, que la tía ex gorda me dio una patada mortal que me dejó tumbado en el suelo, en una postura que podríamos llamar de «aniquilamiento total». Cuando volví en mí, porque entre la goma de las gafas y la llave me había quedado contando las estrellas del universo, miré para un lado y para otro y pude ver a muchos de mis compañeros, tumbados igual que yo. Parecíamos un ejército derrotado, el ejército del grupo A. La Susana puso el pie encima de la barriga de Yihad, que también había perdido, y levantó los brazos en señal de triunfo. Las demás la imitaron sin compasión. Esta escena se repitió durante las seis clases que dimos de defensa personal, y se ve que, como el profesor ya estaba harto de vernos hacer el mismo numerito de grupo B acabando con el pie en la barriga del grupo A, nos dijo que volviéramos sólo los que quisiéramos. A la tarde siguiente sólo volvió el grupo B, y estuvieron esperando media hora a que llegara alguien del grupo A para machacarlo. Pero al ver que ninguno de nosotros aparecía, le pidieron al profesor que les enseñara sus bíceps y el profesor les hizo una demostración muscular, porque es un chulito musculoso, lo sabe toda España.
A los pocos días de haber terminado nuestro tratamiento de choque, la señora del Ministerio volvió y repartió otras hojas para que le contáramos a las autoridades españolas cómo había sido nuestra experiencia en la lucha contra la diferencia entre los sexos. Y todos se lo escribimos con nuestra mejor letra. Por ejemplo, unos ejemplos:
A sido una esperiencia muy buena. Aora estamos más unidos que antes. Gracias, Ministerio. Mi ermano dice que la carcel sería más dibertida si fuera mixta.
Yihad
Las niñas son menos idiotas de lo que yo creía.
O. López
Jamás me volveré a meter con ninguna de ellas. Me han pegado igual que me pegan los niños.
Manolito
Les pusimos el pie en la barriga después de vencerles. Fue maravilloso.
Jessica, la ex gorda
En el cursillo de labores fue genial: se atacaban los unos a los otros con las agujas. Son superdivertidos, aunque a primera vista parezcan imbéciles.
Susana B. S.
Como verás, ya nadie estaba dispuesto a meterse en líos; además nos daba pena que la señora del Ministerio se fuera decepcionada, pensando que su tratamiento no nos había servido para nada. Ella fue leyendo por encima nuestros trabajos y por la sonrisa que le salió en la cara estaba supersatisfecha.
—No todo está perdido —le dijo a la sita.
—Usted no los conoce.
La sita no cree que podamos cambiar en la vida. La señora pasó sus ojos por todos los bancos de la clase.
—Espero que estos cursillos os hayan servido para daros cuenta de que las niñas y los niños podéis trabajar juntos, como amigos, como compañeros, de que no sois tan diferentes como vosotros creíais. Me doy cuenta de que todos los niños estáis en los pupitres de la izquierda y las niñas en los pupitres de la derecha.
Es verdad, llevamos así sentados desde hace tres años. Una línea invisible divide la clase en dos.
—Con permiso de vuestra sita, os propongo que os levantéis y os mezcléis. Ha llegado la hora de romper barreras. Venga, chicos, chicas, atreveos…
Nos costó un poco, la verdad, porque la sita nunca nos deja levantarnos en mitad de una clase.
—Yo creo —dijo la sita con cara de preocupación— que sería mejor dejar los cambios para otro momento.
—No, ellos han demostrado que pueden convivir: ¡adelante!
Fue Mostaza el primero en levantarse. Como es tan ligero, tomó impulso y voló sobre dos bancos en un salto que aplaudimos todos. Y luego ya nos levantamos a mogollón. Pasábamos por encima de los pupitres, pisando con nuestras botazas los cuadernos que estaban abiertos, chocándonos los unos con los otros, disfrutando de estar haciendo el bestia en plena clase y con el permiso del Ministerio en persona.
—¡Se lo dije, se lo dije! —gritaba mi sita—. ¡Niños, delincuentes, que os quedáis sin recreo!
Había dicho la palabra mágica: recreo. Cada uno de nosotros buscó un sitio rápidamente y se sentó. Yo estaba sudando de lo bien que me lo había pasado y todos respirábamos muy fuerte por los choquetazos.
La señora volvió a tener la cara de aquel primer día en que había estado con nosotros: los ojos muy abiertos y la cara de susto. Miró para un lado, miró para otro, y comprobó lo que poco a poco comprobamos todos, que si momentos antes los niños estábamos sentados en los bancos de la izquierda y las niñas en los de la derecha, ahora estábamos igual pero al revés: los niños a la derecha y las niñas a la izquierda. Miré a mi compañero de pupitre: era el Orejones, como siempre. Todos teníamos el mismo compañero que antes pero en el lado contrario de la clase.
Han pasado tres meses desde aquello y así seguimos, y así seguiremos hasta que acabemos el colegio, hasta que acabemos con la sita o hasta que acabe ella con nosotros.
—Se lo dije —volvió a decirle la sita a aquella señora del Ministerio.
Ella tragó saliva, levantó las cejas y las gafas fueron deslizándose por su nariz hasta que se le cayeron, y esta vez nadie fue lo suficientemente rápido para atraparlas al vuelo, y todos, desde nuestros nuevos sitios, oímos el «cras» de los cristales contra el suelo. A todos, a los de una orilla y a los de otra, nos dio un poco de risa y un poco de pena, y es que había momentos en que, a pesar de la línea invisible que dividía la clase, el grupo A y el grupo B estábamos superunidos.