Los piolines
Si tienes la idea de que soy un ser maravilloso, no leas este capítulo. En serio, si no lo lees tienes la oportunidad de seguir teniéndome por un niño excepcional; si lo lees… sabrás quién se esconde detrás de este Manolito pluscuamperfecto. Como aquellas tías buenísimas que salían en la serie V, que ocultaban tras sus caretas de mujeres perfectas sus verdaderos rostros: los de unas lagartas.
¿Por qué cuento entonces un capítulo que puede destrozar mi imagen pública? Para que veas que tengo mis defectos, que soy un ser humano, y casi todos los seres humanos que conozco tienen unos defectos mucho más grandes que sus virtudes. Menos Paquito Medina que, como siempre, es un caso aparte en la historia de nuestra especie.
Empezaré por el principio de los tiempos: el principio de los tiempos de esta terrible historia es el 23 de enero, que es el día en que, completamente engañado, me llevaron a un hospital (sólo les faltó ponerme una venda, como a los secuestrados) y me colocaron delante de una cuna para que conociera a ese extraño ser con el que comparto mi vida: el Imbécil. Lo malo es que esa fecha se repite todos los años. Todos los años, el Imbécil cumple años, y cada año que pasa, te soy sincero, yo lo llevo peor. Al principio, cuando el Imbécil tenía un año o dos, sólo le regalaban trajecitos o ratoncitos de goma de esos que pitan. Yo me reía para mis adentros: «Ja, ja, ja, cómo le engañan con cualquier cosa».
Pero desde que el Imbécil cumplió los cuatro años quiere apagar las velas, como yo, que le canten el cumpleaños feliz, como a mí, e invitar a gente, y no se corta ni un pelo a la hora de pedir por esa boquita los regalos que quiere. Todo esto ha supuesto un duro golpe para mí, porque dime una cosa: ¿Qué cara se supone que debo poner yo viendo cómo mi hermano es el centro de la fiesta? Encima tengo que disimular, porque mi madre se pone atacada cuando yo me mosqueo por estas cosas y me llama celoso-asqueroso, y cosas peores que no puedo poner en este libro tan fino.
Una semana antes de que llegara el cumpleaños del Imbécil, mi madre y yo fuimos al híper a comprarle los regalos. Mi madre estaba empeñada en que yo le comprara un regalo a mi hermano con mi propio dinero para demostrarle todo el cariño que le tengo. Abrí las tripas de mi cerdo-hucha y conté mis ahorros: tenía tres mil doscientas pesetas. Estuve mucho rato delante del dinero. Al final decidí que cogería doscientas pesetas para el regalo, porque lo importante, me dije a mí mismo, es el detalle, no el dinero que nos haya costado el regalo. Era un buen razonamiento, no me digas.
Como siempre, el Imbécil se había pedido un muñeco de Fétido, su personaje favorito de la familia Addams. Ni lo buscamos, ya hemos hecho bastante el ridículo en otras ocasiones. Mi madre decidió que yo le regalara la película y que ella le compraría la Barbie Voladora Sky-dancer y una pistola de ventosas. Con la Sky-dancer el Imbécil ha llegado a tener una colección de cinco Barbies. Las cuatro anteriores las quería para jugar a los bolos y la Barbie Voladora la quiere para lanzarla por los aires, y cuando está sobrevolando el mueble-bar con sus alitas de hélice, la derriba con la pistola de ventosas. En algunos casos, el Imbécil utiliza las Barbies para darnos en la cabeza cuando le llevamos la contraria. A mí una vez casi me saca un ojo con la Barbie Corazón porque no le dejaba el mando a distancia. Como verás, les saca mucho más partido a las Barbies que el que te venden en los anuncios de la tele.
Le compramos la Barbie y la pistola de ventosas y fuimos a comprarle el vídeo de la familia Addams. Nosotros no tenemos vídeo, pero la Luisa nos deja utilizar el suyo siempre que sea en presencia de su abogado, porque ya se lo hemos estropeado varias veces. Cuando íbamos a pagar saqué las doscientas pesetas del bolsillo.
—¿No pensarás que con esto se paga el vídeo? —me dijo mi madre con esa cara que pone cuando estamos a punto de tenerla.
—¡Qué inocentes son los niños! —dijo el dependiente.
—¡Inocente éste, un roñoso, eso es lo que es!
Mi madre no se corta a la hora de ponerme verde delante de extraños, incluso creo que disfruta.
—Es que… no he podido sacarle más al cerdo…
Mi madre no sabe que mi cerdo tiene una tapadera secreta debajo de la tripa que yo abro y cierro cada cinco minutos.
—Dame las doscientas pesetas —dijo mi madre extendiendo la mano—, yo te pongo el resto, pero en cuanto lleguemos a casa ya puedes ingeniártelas para sacarle al cerdo el resto.
—Y todo porque es el cumpleaños del Imbécil, si llega a ser el mío no te preocuparías tanto… —le dije yo sabiendo que con esa frase me la estaba jugando.
—Voy a hacer como que no te he oído para no cruzarte la cara delante de este señor.
El dependiente nos cobró y se quedó mirándonos con una sonrisa extraña. Mi madre echó a andar y el dependiente me preguntó en voz baja:
—¿Quién es el Imbécil?
—Mi hermano.
—Ah… —el dependiente se quedó como pensando—. Entonces será mejor que no pregunte quién es el cerdo.
Yo tampoco se lo aclaré porque me fui corriendo detrás de mi madre, que ya se había perdido entre las estanterías del híper. Estaba en la carnicería. No parecía que le preocupara mucho perderme porque ya estaba con los dientes largos mirando todas aquellas carnes crudas. La verdad, no sé cómo alguien puede mirar un trozo de carne sangrienta y decir:
—Qué buena pinta tiene ese añojo de primera…
Yo creo que mi madre ve una vaca por el campo y piensa: «Qué buena menestra» o «Con la parte del contramuslo les haría a los niños esta noche unas hamburguesas». A veces he pensado que si metieran a mi madre en una máquina del tiempo y la trasladaran a la época de las cavernas, antes de la invención del fuego, no tendría ningún problema en adaptarse, se le haría la boca agua viendo a cualquier animal prehistórico que pasara de casualidad por delante de su cueva. Y esto no lo digo por criticar, es una información completamente objetiva.
La tarde de compras fue muy dura en todos los sentidos. Mi madre no me quiso comprar a mí ni una pequeña tontería para compensar el enorme trauma que siento siempre que los regalos son para los demás.
—Pareces un niño chico —me dijo.
Lo malo de tener un hermano pequeño es que tus padres te tratan como si tuvieras ochenta años.
Encima, luego quiso que nos pusiéramos a la cola en que envuelven los paquetes para regalo.
—¿Para qué, si a él le da… igual?
El final de la frase lo dije muy bajito porque mi madre me dirigió una mirada de esas que te dejan completamente fosilizado. Como para que te estudien paleontólogos de todo el mundo.
Cuando íbamos a salir, me miró un momento y se ve que le entró un ramalazo de compasión hacia su pobre hijo de ochenta años y dijo:
—Anda, que te compro una hamburguesa.
A mí me entró un ramalazo de cariño. Ya ves, en el fondo estamos llenos de buenos sentimientos.
Mi madre dijo que no quería nada. Es lo que dice siempre desde que mi padre le regaló para su cumpleaños una báscula parlante que cada mañana le dice: «Pesa usted sesenta y dos kilos con cuatrocientos gramos». Y ella insulta a la báscula parlante con unas palabras que no puedo repetir porque hay niños delante. Entonces, casi nunca pide nada en las cafeterías, lo que hace es mirarte con cara de sufrimiento y empezar a picotear de lo tuyo. Poco a poco me fue robando todas las patatas fritas.
—Jo, mamá…
—Si sólo te cojo tres o cuatro…
No me digas que no tengo paciencia con ella.
Intenté entablar una conversación para que pareciéramos una madre y un hijo que había visto hacía poco en una película que echaron en la tele. Una madre y un hijo que comían las patatas con la boca abierta y no hacían más que reírse. Quise ser así de feliz. Hundí una patata en todo el tomatazo y dije:
—Lo bueno de no traer a la hamburguesería al Imbécil es que no lo pone todo perdido.
Dicho esto, le ofrecí la patata, que era, por cierto, la mejor patata, la más gorda de la bolsa. Se la ofrecí como quien ofrece una flor. El detalle se me estropeó porque ella fue a cogerla con una sonrisa enternecida, nos hicimos un lío entre yo, que daba, y ella, que cogía; total, que la patata voló a su blusa dejándole en el corazón una mancha terrible de tomatazo.
—Ahí va, parece que te han dado un tiro.
A ella no le habían dado un tiro pero a mí sí que me dieron una colleja que me estampó la patata que tenía en la otra mano contra mi chándal.
—Vaya tarde que me estás dando, hijo mío.
Que conste que si hubiera justicia en este mundo, yo hubiera tenido derecho a devolverle la colleja, ya que ahora era ella la que me había tirado la patata en mi chándal y así podríamos haber estado dándonos collejas y tirándonos las patatas encima. El gordo y el flaco le hubieran sacado mucho partido a esta simpática situación, pero a mi madre sólo le gusta el cine de amor.
Llegamos a casa con cara de grandes enemigos y tuve que soportar oír cómo mi madre contaba su versión sobre la tarde que habíamos pasado. Hasta a mí llegó a convencerme de que había un Manolito completamente insufrible escondido debajo de mi piel. Menos mal que mi abuelo dijo, como siempre:
—No será para tanto, Cata.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, noté cómo un cuerpo frío y babeante me tocaba un ojo. Lo abrí: era el Imbécil que me estaba dando con su chupete en la cara para despertarme. No te creas que tiene la delicadeza de secar un poquillo el chupete que se saca de la boca.
—El nene cumple cuatro, ¿y Manolito?
El Imbécil se piensa que todo lo que le pasa a él tiene que pasarme a mí, y no hay quien le saque de eso.
—Manolito ninguno.
Puso el chupete en el ojo de mi abuelo:
—El nene cumple cuatro y Manolito cumple ninguno.
Mi abuelo levantó al bebé gigantesco y lo metió con nosotros en la cama. Yo no tenía ganas de nada, pero tuve que acabar riéndome porque los pedos mañaneros del Imbécil tienen música, te lo juro, y hay veces que se puede distinguir el estribillo de alguna canción, como Macarena o Campana sobre campana. No me digas cómo lo consigue. Mi madre ha estado muchas veces a punto de llamar a científicos de todo el mundo para que estudien este extraño fenómeno, pero los García Moreno tampoco queremos pasar a la Historia como el eslabón perdido entre el cerdo y el hombre.
Así que ya te digo: me reí. Intenté que se me pasara la rabia podrida que me daba esa fiesta de cumpleaños que se celebraría por la tarde. Pensé en que lo bueno que tenía el cumpleaños es que no volvería a producirse hasta dentro de un año.
A la salida del colegio mi abuelo y yo tuvimos que traernos a los dos invitados del Imbécil: la Melanie (que es hermana de Mostaza) y Zeus, su compañero de preescolar, tristemente conocido porque se come los mocos. Éste es el tipo de informaciones que nos da el Imbécil sobre su clase a la hora de la comida:
—Zeus se come los mocos… La Melanie ha hecho pis en mi banqueta… Aarón Martínez vomitó a la seño… El nene hizo caca suelta.
Cuando lleva cuatro frases como éstas se te hace un nudo en el estómago y se te quitan las ganas de comer, te lo juro. Sin embargo, mi madre hurga más en la herida y a menudo pregunta:
—Pero ¿cómo de suelta era la caca, cielo mío, como el puré o como el gazpacho?
—La caca del nene como el puré.
Ésas son nuestras conversaciones a la hora de comer desde que el Imbécil empezó en la escuela. La cosa puede hacerse más dramática si encima está la Luisa:
—Pero… ¿como un puré de lentejas o un puré de patatas?
—La caca del nene como…
Hay una expectación que se masca en el ambiente. El Imbécil se lo piensa tranquilamente y suelta:
—Puré de lentejas.
Esto venía porque yo estoy al corriente de todos los trapos sucios de los compañeros del Imbécil. Así que debo confesar que cuando fuimos a cruzar la calle intenté por todos los medios que Zeus no me cogiera de la mano, pero Zeus me adora y se vino corriendo a mi lado, qué le vamos a hacer.
Al subir para mi casa, el Imbécil y la Melanie se empujaron varias veces peleándose por ir los primeros en la escalera. Más de una vez tuvimos que frenarlos para que no se dieran con la cabeza contra los escalones. Me estaban poniendo cardíaco. Entre ellos y Zeus, que en cuanto me descuidaba se sacaba un moco y abría la boca, no daba abasto. Me puse tan nervioso que le di un cachete en la mano donde iba el moco y le dije:
—Que no se comen, joé.
Entonces Zeus se quedó mirando el moco y luego me miró a mí como preguntándome: «¿Entonces qué hago con él?». La pregunta estaba en el aire: ¿qué hace uno con un moco una vez que el moco ya ha sido extraído de la nariz? Zeus lo fue a pegar en la pared, pero yo le sujeté la mano antes de que lo hiciera:
—No, cómetelo mejor.
Zeus se lo comió como la cosa más normal de mundo. La verdad, prefería que se lo comiera a encontrarme el moco todas las veces que subiera o bajara la escalera. Me conozco: me hubiera obsesionado con el moco de Zeus y tendría que pasar por ese tramo con los ojos cerrados. Estoy de psiquiatra.
Mi madre había tirado la casa por la ventana, estaba todo lleno de globos y el mueble-bar lleno de regalos. Mi padre había venido del trabajo, y eso que era martes y los martes no duerme en casa. La verdad, aunque me había propuesto no comerme el tarro con el cumpleaños, tantos detalles con el Imbécil me estaban atacando.
El Imbécil abrió los paquetes: la Sky-dancer, la pistola, la película, dos monstruos que le había traído mi padre, un disfraz del Zorro que le regaló la Luisa, un chándal de Piolín de parte de mi abuelo. ¡Parecían los Reyes! Menos mal que la cosa se estropeó un poco porque después de cantar el Cumpleaños el Imbécil dijo que no quería que la Melanie comiera tarta. La Melanie montó en cólera, le quitó al Imbécil el chupete de la boca, fue a la terraza y se lo tiró por la ventana. El Imbécil se puso a llorar como si le estuvieran torturando cruelmente y tiró la mochila de la Melanie por la misma ventana. Zeus, sin inmutarse, se sacó un moco gigantesco. Yo pensé para mis adentros: «Que se lo coma, por Dios, que se lo coma». Se lo comió. Bernabé bajó corriendo a la calle a recuperar el chupete del Imbécil (era su chupete preferido) y la mochila de la Melanie. Mi madre gritó: «¡Con estos niños no se puede!». Y yo pensé: «¿Por qué dice “con éstos” si el único que la ha montado ha sido el Imbécil?», porque sé muy bien cuándo hay collejas sobrevolando nuestras cabezas. Cuando la Melanie y el Imbécil tuvieron en su poder sus cosas arrojadas por la ventana, Bernabé consiguió que se dieran un beso. Se lo dieron al aire.
El Imbécil no quiso que los juguetes se sacaran de sus cajas. Sus amigos sólo los pudieron mirar.
—¡No se tocan! —gritaba el Imbécil cada vez que uno de los dos acercaba un dedo.
Así que los tres se sentaron en el sofá sin saber muy bien lo que hacer. Bernabé y mi padre les cantaban canciones, pero ellos no seguían ni una. Hasta que dijo mi padre:
—¡Pues que les zurzan!
Y se bajó con Bernabé al Tropezón.
Cuando por fin se llevaron a la Melanie y a Zeus, el Imbécil me llevó al mueble-bar y abrió las cajas de su Sky-dancer y de su pistola.
—Mira, por fin se ha decidido el niño a jugar con sus regalos —le dijo mi madre a la Luisa.
—El nene sólo quiere con Manolito —dijo el Imbécil.
—Qué raros que son, hija mía —dijo mi madre con mucha pena de ser nuestra madre—. Ni juntos, ni separados.
El Imbécil era un maestro disparando a la Sky-dancer. Yo se la hacía volar y él se escondía detrás de un sillón como se esconden los pistoleros de las películas. Asomaba la cabeza y disparaba. No fallaba ni una. En una de ésas, la Sky-dancer se fue contra un ojo de la Luisa y mi madre decidió que había llegado el momento de que nos fuéramos a la cama. Por la noche siempre es así, sabes que si tienes un pequeño fallo corres el peligro de que te quiten de en medio mandándote a dormir.
Cuando se acostó mi abuelo, yo le hice la pregunta que llevaba barruntando toda la tarde:
—¿Por qué le has regalado al Imbécil ese chándal si sabes que yo también lo quería?
—Tú ya eres muy grande para Piolín, yo te compraré otro para chico mayor cuando sea tu cumpleaños. De los dinosaurios, de Manostijeras…
Mi abuelo bostezó.
—Manolito, ven aquí con tu abuelo y deja de pensar, que piensas mucho. Todo el día nada más que pensando y pensando.
Él se durmió y yo me quedé nada más que pensando y pensando. Primero pensé en que me daba rabia que mi abuelo me dijera que el chándal de Piolín ya no era para mí, me daba una rabia rabiosa que me dijeran continuamente que yo ya era muy grande para eso. Pero a mí me gustaba mucho Piolín en su columpio, tan amarillo sobre el chándal verde. Y pensando y pensando le empecé a dar vueltas a lo de la suma: ¿cuánto se habrían gastado en el Imbécil? Me daba la impresión de que le habían hecho muchos más regalos que a mí. Intenté acordarme del precio de cada cosa y sumarlo al otro, pero se me caían los ojos y me bailaban las cifras en el cerebro. Bueno, ya lo dejaría para el día siguiente. Pero… ¿y si mi madre tiraba los paquetes antes de que yo me levantara?
Cogí mi linterna, salí al salón de puntillas y llegué hasta los paquetes. Me apunté en un papelillo:
Sky-dancer: 3.500
Pistola: 2.000
Familia Addams: 2.500
Y así fui juntando los precios de todos los regalos, que habían sido en total ¡siete! Me guardé las pruebas del delito dentro del calzoncillo y me fui como un ladrón con su botín hasta la cama. Por el camino, el dedo meñique del pie se me quedó enganchado en el sillón. ¡Ayyyyy! Casi me muero. Pero en esas circunstancias no podía gritar ni quejarme, así que cojeando me metí en la cama. Sonriendo por mi hazaña, pensé por último: «Mañana hago mi suma». Y digo que lo pensé por último porque ya no me acuerdo de más.
Al día siguiente, me levanté y se me había olvidado la famosa cuenta. Así soy yo: un obseso al que se le olvidan sus obsesiones. Fui al váter a hacer pis (para mí ése es uno de los mejores momentos de la vida), y al ir a bajarme el calzoncillo, el papel se cayó dentro de la taza.
—¿Qué es eso? —me pregunté a mí mismo.
Y al acordarme, me di una torta en la cabeza que casi me salto las gafas. ¡La cuenta! ¿Merecía la pena meter la mano en el váter? Pienso tan lentamente cuando me despierto por las mañanas que no me había decidido todavía cuando me di cuenta de que los números se estaban borrando. Bueno, pues nada. Meé encima de las pruebas del delito y pensé: «Esa suma era un mal rollo, que se vaya al vertedero». Salí del váter dispuesto a ser un nuevo Manolito: generoso, hermano de sus hermanos, amigo de sus amigos, hijo de su madre…
El Imbécil estaba ya sentado en la mesa, lleno de servilletas por todas partes menos por la cabeza, y eso que en muchas ocasiones se ha manchado el pelo con Cola Cao, porque se suele rascar la cabeza con la cuchara. Teníamos todavía un trozo de tarta del cumpleaños. Mi madre fue a meter la cuchara, pero el Imbécil la paró con la suya:
—La tarta para el nene y Manolito.
Qué puntazos tiene. Intenté que la risa sólo me diera por dentro, pero me acabó saliendo fuera de la boca. Es que a veces tengo que reconocer que el Imbécil tiene golpes buenísimos.
—¿Has visto, Manolito, lo que te quiere tu hermano? Para que luego siempre te estés quejando de él. Con lo infeliz que es el pobrecillo, que siempre te lo está dando todo.
Esta charla mañanera me hizo olvidar a ese nuevo Manolito lleno de buenos sentimientos que me había propuesto ser. De repente vi que en el mueble-bar seguían los paquetes de los regalos. Me tomé rápido el desayuno y disimuladamente me acerqué con un lápiz a tomar los datos de la suma asesina.
Nos fuimos para la escuela mi abuelo, yo y el Imbécil. Llevábamos, como siempre, al Imbécil en medio, cada uno cogiéndole de una mano. Y, como siempre, iba saltando y colgándose de nosotros, llenándonos del barrazo que se monta en el parque del Ahorcado en invierno. Además, se había puesto la pistola de ventosas en la goma del pantalón y se le iba cayendo a cada momento. Fue un camino interminable. Cuando lo dejé en la puerta de su clase, las piernas de su chándal de Piolín estaban negras.
—Acuérdate que el bollo no se come hasta el recreo. No te pegues con la Melanie. No les tires las ventosas a los niños y si te piden alguna vez la pistola, déjala, no seas egoísta.
Al decirle yo esto, el Imbécil me dio la pistola:
—Toma.
—¡Que no, para mí no, para los niños!
—Los niños rompen la pistola del nene.
—Que no la rompen, no seas así.
La señorita del Imbécil salió a la puerta:
—Y esta mañana, ¿qué os pasa?
Me lo dijo con una de sus sonrisas superespeciales. En ese momento pensé que algún día lejano me casaría con ella. Pero pensé un instante después que, a lo mejor, dentro de quince años se habría transformado y se volvería como mi sita Asunción, con su verruga correspondiente.
—Le digo que… tiene que dejar su pistola nueva a sus amigos —dije yo saliendo de mis horribles pensamientos.
—No te preocupes —dijo la supersita—, ya aprenderá. Tiene de quien aprender a ser generoso.
¡Uf! Me hice todo el recorrido de la clase del Imbécil a la mía sin rozar el suelo, levitando por el pasillo, y con la cara completamente roja. Te lo juro. Me suele ocurrir cada vez que ella me habla. El tiempo que duró ese recorrido fui una gran persona gracias a la influencia de supersita, pero, claro, en cuanto entré a la clase y vi a mi sita volví a tocar el suelo y volvieron a inundarme los malos sentimientos.
La sita había decidido empezar el día con unas cuentas de esas que te dejan el cerebro estropeado para todo el día. Así que me saqué el papelillo de la información secreta, al que a partir de ahora llamaremos «información S. S.» (por suma y por secreta), y escribí las cantidades de los regalos del Imbécil. La sita no podía notar que yo estaba haciendo una S. S. entre las doce cuentas que ella nos había puesto. El resultado de la S. S. fue éste: 12 586 pesetas.
Entonces, me puse a hacer memoria y a acordarme de lo que me habían regalado a mí para mi cumpleaños. Como mucho, como mucho, se habían gastado 10 000 pesetas, porque hay que tener en cuenta que, además, no recibo regalos de amigos, ya que, como sabes, la primera mala suerte de mi vida fue la de nacer el 10 de agosto.
Seguí haciendo las otras cuentas sin ganas. Estaba bastante triste por mi descubrimiento. ¿Y ahora qué? Seguro que si iba a mi madre con el rollo de las cuentas encima se pondría como una loca a insultarme sin piedad (ya sabes, celoso-asqueroso).
Por el camino fui casi todo el rato callado. Mi abuelo dijo:
—Manolito, Manolito, no quiero ni pensar en lo que estarás pensando.
No sé si te he dicho alguna vez que mi abuelo tiene la habilidad de leerme el pensamiento cerebral. Como verás, somos una familia con bastantes habilidades paranormales: mi abuelo lee el pensamiento, yo levito…
El silencio me duró toda la comida. Mi madre me miró, miró a mi abuelo y le preguntó:
—Tú sabrás lo que está pensando este niño.
—Yo no sé nada —dijo mi abuelo, que aunque te lea el pensamiento nunca se chiva.
Seguí a mi madre hasta la cocina y me quedé mirándola sin decir nada mientras ella fregaba los platos. Bueno, a lo mejor no se enfadaba por la pregunta. Era una pregunta como otra cualquiera, era decirle: «¿Por qué os gastasteis más en el Imbécil que en mí?».
Me lancé y la hice:
—¿Por qué… por qué os habéis gastado más dinero en los regalos del Imbécil que en los míos?
Mi madre volvió lentamente la cabeza hacia mí como sólo ella sabe hacerlo. La saliva me pasó por la garganta y sonó muy fuerte, como suena cuando tragan los pavos del Zoo.
—¿Y quién te ha dicho a ti que nos hemos gastado más en él? —dijo ella muy bajito y muy lentamente.
En el aire se podía tocar la terrible tensión ambiental. Podía haberme dado media vuelta, haberme ido de la cocina y haber cerrado este capítulo de mi vida que se estaba poniendo peligroso, pero como soy un poco kamikaze seguí con el tema:
—Yo, que he hecho la cuenta.
No me preguntes por qué fui a la cartera, saqué la hoja del archivador y se la enseñé a mi madre.
—Y en mí sólo os gastasteis 10 900.
—¡Manolito, Manolito! ¡Me vas a volver loca! —dijo mi madre gritando.
Un día te voy a grabar a mi madre para que la oigas gritar, ya verás como inmediatamente se te ponen los pelos de punta.
Mi abuelo entró a la cocina:
—Pero ¿qué pasa, Catalina, a qué vienen esas voces?
Mi madre tartamudeaba como si no le salieran las palabras al explicarse:
—Que ha hecho… que ha hecho una suma para ver en cuál de los dos nos hemos gastado… el niño este… que quiere que pierda la cabeza… ha contado lo que nos hemos gastado… y dice que si a su hermano… porque él se acuerda de lo que nos gastamos en él… y me lo pregunta…
—No entiendo nada —dijo mi abuelo mirándome.
La verdad es que mi madre no estaba para explicarse, había perdido los nervios completamente.
—Pues que te enseñe la suma que ha hecho —dijo mi madre.
Le di la suma a mi abuelo y mi madre le explicó por fin el resto. Mi abuelo se empezó a rascar la oreja derecha como hace cuando no sabe muy bien qué decir.
—Ríñele tú, porque yo ya no sé cómo hacerlo para que me entienda —le dijo mi madre al abuelo.
—Yo… yo no sé reñirle…
—¡Pues ahí os quedáis!
Y dicho esto, mi madre se quitó el delantal y salió por la puerta pegando un portazo que casi tira la torre de platos que había fregado.
Esta vez sí que se había enfadado. El Imbécil se puso a llorar y el abuelo lo cogió en brazos.
—Manolito… —se veía que mi abuelo no sabía por dónde empezar— los regalos no se comparan por el dinero que han costado. En realidad, los regalos no se comparan.
—Pues mamá sí que comparó lo que se había gastado ella en papá para el cumpleaños y lo que se había gastado papá en ella…
—Pues entonces es que en esta casa somos todos idiotas, no tengo otra explicación.
Mi abuelo se llevó al Imbécil hasta el sofá y puso la telenovela para olvidar. Estaba muy serio. Yo me quedé de pie, parado como un pasmarote, al lado del mueble-bar. Si hubiera tenido veinte años más y hubiera habido alguien al otro lado del mostrador le hubiera dicho:
—Dame un whisky doble. Necesito una copa.
Pero el mueble-bar de mi casa nos lo vendieron sin camarero y tienen que pasar muchos años para que yo pueda decir esa frase.
El Imbécil se escapó de los brazos del abuelo, cogió la Sky-dancer que estaba encima de la televisión y vino hasta mí. Tenía todavía las lágrimas en medio de la cara, pero me miraba con una de esas sonrisas que le dejan el chupete a punto de caerse. Me dijo:
—El nene quiere jugar con Manolito.
Ahora era yo el que me estaba poniendo a llorar. No sé por qué mi madre siempre se empeñaba en decir que yo no quería al Imbécil. Ella siempre tenía que mezclarlo todo.
El Imbécil fue hasta la oreja del abuelo, que había hincado ya la barbilla en el pecho, y le dijo bajito:
—Que Manolito llora.
El abuelo se levantó lentamente (es que cuando se sienta en el sofá necesitaría una grúa para ponerse de pie) y me cogió de la mano para llevarme con él al sofá.
—No sé para qué veo las telenovelas, si los dramones que se me montan a mí en casa son mucho más fuertes.
Nos quedamos los tres dormidos.
De repente, alguien dio la luz. Se había hecho de noche y nos despertamos los tres sudando y mirándonos como si no supiésemos quiénes éramos.
—¿Y esto? —dijo mi madre desde la puerta.
«Esto», éramos nosotros tres, con todos nuestros brazos y nuestras piernas mezcladas.
—Papá, ¿sabes qué hora es? Las ocho de la tarde. ¿Por qué no bañas tú al nene mientras yo empiezo a preparar la cena?… Manolito, no te va a dar tiempo a hacer los deberes…
Mi madre se puso a dar órdenes como si nada hubiera ocurrido entre nosotros, como si no se hubiera marchado de casa dando un portazo, como si yo jamás le hubiera dado aquella suma espantosa. Parecía que el asunto quedaba archivado en el capítulo destinado a los peores momentos de la familia García Moreno.
Yo ya me hubiera olvidado de todo aquello de no ser porque ocurrieron varias cosas que cambiaron el final de esta historia.
Al día siguiente de la bronca mi sita se llevó los cuadernos de cuentas para corregir. En ese cuaderno iba la suma, y me alegré, porque así me olvidaba de ella. También ese mismo día mi abuelo vino al colegio con un regalo para mí. Estaba envuelto en papel de regalo y destrocé el papel allí mismo, delante de mis amigos, para ver cuál era la sorpresa inesperada. La sorpresa inesperada era un chándal de Piolín.
—¡Ya ves tú, Piolín! —dijo Yihad con cara de desprecio—. ¡Ése es un chándal de niño chico!
—Como que tú no ibas a dar tu opinión, metomentodo —le dijo mi abuelo.
Yo subí corriendo a casa para enseñarle el regalo a mi madre. Ella miró el chándal de reojo, sin querer verlo del todo, y luego le dijo a mi abuelo que ésa no era forma de educarme, que no se me podía dar todo cada vez que yo protestara. A mí me daba igual porque ya tenía el chándal de mis sueños. Nunca mejor dicho, el chándal de mis sueños, porque me puse a pensar y a pensar en que lo más seguro es que si me ponía el chándal para ir a la escuela, Yihad se burlaría de mí llamándome enano y cosas así. Me lo probé y salí al salón para que me lo vieran todos.
—Lo puedo utilizar como pijama, mami…
—¡De eso nada, vas a desaprovechar el chándal de esa manera, el chándal te lo pones para ir al colegio!
Entonces mi abuelo salió en mi defensa de la manera más inesperada:
—Pero si yo se lo he comprado como pijama, Catalina, que al niño le hace mucha falta un pijama abrigado.
Así quedó la cosa. Antes de dormirme, le dije a mi abuelo:
—Abuelo, tú no me habías comprado el chándal para dormir, ¿verdad?
—Manolito, majo, a tu abuelo no hace falta que le expliques nada…
—Pero, abu, el que lo utilice como pijama no quiere decir que me guste menos.
—Pues si ya lo sé.
Esta historia se podía haber terminado también aquí a no ser porque mi sita nos devolvió los cuadernos corregidos. ¡Un siete, me había puesto un siete! ¡El primer siete de mi vida en matemáticas! Me puse tan contento que en un arrebato de alegría le di un beso al Orejones.
—¡Aggggg! —dijimos a la vez los dos separándonos horrorizados.
—Perdona —le dije yo—, no volverá a ocurrir.
Me puse a mirar mi siete en números rojos y mi cuaderno y, de pronto, me encontré con la famosa hoja de la suma. La suma… estaba corregida. La sita había puesto en letras grandes:
«¿QUIÉN TE HA ENSEÑADO A SUMAR DE ESA MANERA?»
El verdadero resultado de la suma de los regalos del Imbécil era 10 400. Ya te lo advertí: en este capítulo quedo como un idiota. Pero no soy el único.
Mi abuelo me contó que Yihad le había pedido a su abuelo que por favor le comprara a él también un chándal de Piolín, pero que no se lo dijera a nadie porque sólo se lo iba a poner para dormir. Me dio una risa cuando me lo contó que me tuve que tirar al suelo para poderme reír a gusto, pero mi abuelo me prohibió contárselo a nadie.
El viernes por la noche, cuando llegó mi padre de la carretera, le esperamos el Imbécil y yo en el rellano de la escalera. El Imbécil también llevaba el chándal porque desde que yo me lo puse para dormir él ya no lo quiere sacar tampoco a la calle. Mi padre gritó al vernos:
—¡Mis piolines!
Y los dos nos tiramos en plancha a sus brazos, como dos pájaros gordos, y casi le hacemos perder el equilibrio, y casi perdemos a un padre desnucado por sus propios hijos.
Llegó la hora de dormir y el Imbécil se puso a llorar porque quería quedarse en la cama con mi abuelo y conmigo. Se lo tuvieron que llevar casi con camisa de fuerza y entre los gritos de niño loco que metía, se le entendía a veces:
—¡Con el abu, con Manolito!
Pobrecillo, me lo imaginaba agarrándose a los barrotes de su cuna, como un bebé gigantesco y rabioso en su jaula.
—Le podían haber dejado esta noche —le dije a mi abuelo mientras oía al Imbécil llorar desde la habitación de mis padres.
—Los tres no podemos dormir aquí, Manolito. Cuando tus padres compren las literas podréis dormir los dos juntos.
—Y tú te quedarás solo, abu.
—Me aguantaré. Entonces seré yo el que tenga celos de vosotros.
—¿Cómo va a tener un abuelo celos de sus nietos?
—¡Anda!, ¿qué te crees, que tú eres el único celoso porque tu madre te lo dice cada dos por tres? Todo el mundo tiene celos, Manolito. Hasta Yihad, por muy chulito que sea, tiene celos de ti. Tu madre tiene a veces celos porque se cree que me quieres a mí más que a ella. Y tu hermano, porque sabe que nosotros lo pasamos mejor aquí en nuestra terraza que él con tus padres.
—¿El Imbécil tiene celos de mí?
Por primera vez en mi vida quise que las literas prometidas llegaran pronto. Me daba pena el Imbécil enjaulado. Claro que, una vez que llegaran las literas, el abuelo se quedaría solo durmiendo en la terraza con su radio y su dentadura en el vaso de agua. Tendría que pasar la mitad de la noche con cada uno, de cama en cama. Me acordé de una canción que canta mi madre en la cocina: «Qué difícil es tener dos amores a la vez y no estar loco». Pero en el fondo en el fondo yo nunca había imaginado que alguien pudiera tener celos de mí y esa noche me dormí con una sonrisa de patilla a patilla (de las gafas).