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Nunca me había sentido demasiado interesado por las pistolas, la guerra me había hecho preferir una carabina. Pero ahora me sentía como desnudo sin la pistola de Ted, y, además, si yo no podía abrir la ventana, un trozo de plomo sí podría. Me había comportado estúpidamente y ahora era demasiado tarde para lamentarme.

En tiempos pasados, debía haber dos apartamentos en cada piso, con entrada principal y de servicio. Ahora habían sido convertidos en cuatro de una sola habitación grande cada uno. Los dos de la parte posterior tenían grandes ventanas, una a cada lado de la escalera de incendios. Había luz en uno de los del piso alto, y al bajar por la escalera que, desde el tejado, conducía a la escalera de incendios, vi a un hombre tumbado en un sofá leyendo un periódico. No me preocupó, a menos que una persona mirase directamente a la salida de incendios, lo cual significaba asomarse a la ventana formando un ángulo especial, yo estaba a salvo. Lo que me ponía nervioso era el tener que pasar delante de los iluminados ventanales de cada descansillo; cualquiera que mirase por una ventana del otro lado del patio trasero me hubiera visto.

Un perro ladró en el piso cuarto mientras descendía por los escalones de hierro, que parecían de hielo traspasando mis calcetines de lana. Menos mal que el perro se conformó con un solo ladrido. En el piso tercero me sentí mejor: la luz de Steve estaba naturalmente encendida, pero el apartamento al otro lado de la escalera se veía a oscuras, con la ventana ligeramente abierta para que entrase el aire. Steve tenía un equipo de aire acondicionado en la parte baja de su ventana. Dejando mis zapatos en los escalones, me subí a la barandilla. Esperando que la caja del aire acondicionado me sujetase me puse de cara al edificio, agarrándome con los dedos a los bastos ladrillos. Un pie sobre la caja. Parecía fuerte. Con el otro pie en la barandilla de la escalera me encontraba bien, si no me había visto nadie desde el patio. Ahora estaba fuera del alcance de miradas desde el descansillo, ya que me ocultaban las sombras. Podía ver perfectamente la habitación y la ventana no estaba cerrada. Hubiera podido abrirla y entrar sin problema.

El apartamento era algo digno de 1890. El papel de las paredes era una selva de rosas enormes y pequeños cupidos danzando entre ellas, el candelabro era una cosa tosca de cristal tallado, los muebles todos muy mullidos y varios sillones de cuero; había una estrecha cama con cuatro postes situada en una esquina. Incluso los cuadros tenían pesados marcos dorados y sobre las mesas y librerías vi jarrones curiosos y porcelanas. No sé, era todo tan afectado que apestaba.

Steve llevaba un smoking de satén rojo, con un cigarrillo colgando de sus delgados labios. Kay estaba sentada en algo parecido a una «chaise longue». Se apoyaba en el respaldo con los pies en el suelo, enseñando el nacimiento de sus medias. El asiento era de un horrible color amarillo cremoso y, no quisiera equivocarme, pero el transmisor colgaba bajo la ligera curva que formaba su trasero. La falda lo escondía inteligentemente de la vista de Steve. Parecía encontrarse a gusto. No pude evitar sentir admiración por ella, sabía mantenerse fría cuando lo requería el momento.

Con otro tipo de muebles hubiera sido un apartamento agradable, se trataba de una habitación grande y a través de dos puertas abiertas se veían el servicio y la cocinita. Parecía haber una ventana en la cocina, probablemente abierta con un eje. Estirando el cuello se apreciaba un secreter antiguo abierto, una máquina de escribir y montones de papeles manuscritos. Cerca del escritorio había una pequeña mesa de mármol con patas doradas que sostenía un par de botellas y un cubo de hielo, así como una enorme lámpara de cristal lechoso. Les podía oír hablar y parecían tranquilos. Steve le dijo si quería una copa y Kay no aceptó. Entonces le preguntó si era verdad lo de cierta dama que vivía con uno de los vicepresidentes del Central y Kay contestó que era asunto antiguo.

Sentía la planta de los pies dormida del frío y me dolían las manos de sujetarme a la pared de ladrillo, repentinamente me sentí furioso, auténticamente furioso. Todo era una estupidez, ¿qué podía tener que ver con un crimen un cursi como Steve?, ¿por qué esos dos blancos me iban a ayudar a mí? Aquí me encontraba, con los brazos y las piernas abiertos, en plan pájaro, esperando que en cualquier momento alguien me golpease y la caída era mortal. Me rondaba la idea terrible de que todo era una pérdida de tiempo, que no tenía solución, yo estaba condenado.

Los tres toques de claxon desde la calle me hicieron salir del abatimiento. El transmisor estaba enviando bien. Steve agudizó los oídos.

—¡Ese asqueroso hijo de perra! Todas las mañanas a las ocho algún idiota toca el claxon, supongo que es demasiado vago para salir del coche y tocar un timbre. No sé cómo no le multa un guardia. ¡Por Dios!, que si yo viviera en uno de los exteriores le tiraba una botella. Me crispa los nervios —se agitó para que se viera cómo se crispaba—. Bien, querida, ¿qué hay de esa bicoca que te tiene tan enloquecida?

—¡Caramba! Ahora te entran las prisas —contestó ella con coquetería— cuando te llamé parecía que no te interesaba en absoluto.

—No es cierto. Estoy terminando el décimo guion para «Usted … Detective» y una vez que consigo el ritmo me molesta que me interrumpan. ¿De qué se trata?

Ella sonrió incluso al decir:

—He estado pencando en el asesinato de Tutt… Thomas.

Steve dispersó la ceniza de su cigarrillo en un vaso.

—¿Qué programa se puede hacer con eso?

—Eso es lo que te estoy preguntando —dijo Kay con dulzura, mirándole fijamente—. Se me ocurrió que solamente había tres personas que conocieran la parte publicitaria del asunto de Thomas: yo misma, B. H. y tú.

Steve sabía también conservar la sangre fría.

—Y uno más, ese sabueso privado que tú contrataste. El sabueso negro, si me perdonas la expresión, ¿o la había usado ya? ¿Qué tiene que ver el asunto de la publicidad con la muerte de Thomas?

—No lo sé, pero se me ocurrió que quizás tiene alguna conexión. Esa es la razón de que empezase a pensar en Thomas… Aunque la Policía cree que Touie lo hizo ¿qué motivo iba él a tener?

—Querida —contestó Steve abriendo mucho los ojos— si has venido a interrumpir mi trabajo sólo para jugar a detectives… ¿Quién sabe por qué lo hizo Moore? Quizá Thomas lo encontró husmeando y se pelearon. En un momento de rabia puede suceder cualquier cosa.

—¿Qué es lo que puede suceder en un momento de verdad?

—Preciosa, eres demasiado profunda esta noche para mí. ¿A qué viene todo esto?

—Lo referente a la pelea no encaja, Steve. Me he estado preocupando porque le dije a Touie que no tenía que estar todo el tiempo vigilando a Thomas, hasta después de que el programa hubiera empezado, por eso…

—Kay, ¿has tenido noticias de tu Otelo?

—Claro que no, pero supongo que todos somos un poco detectives dentro de nosotros, por eso he estado pensando esta noche sobre el tema. Es verdad que B. H. no tenía ninguna razón para matar a Thomas; no estaba siquiera en la ciudad. Yo sé que yo no lo he hecho.

Los ojos otra vez burlándose de ella.

—Y… entonces sólo queda un pequeño indio ¿yo?

Kay soltó una risita falsa.

—Resulta raro que le mataran el mismo día en que tú te enteraste del secreto publicitario.

Steve se rio con auténtica y profunda risa.

—Querida, si estás buscando una excusa para intentar otra vez la cama no deberías hacerlo tan mal. Realmente, quizá deberíamos hacer el amor… estás preciosa esta noche. Te pones realmente histérica cuando estás en celo y tratas de…

—B. H. parece estar de acuerdo conmigo.

—Tonterías —le salió como un latigazo—, estuve hablando con él esta tarde; me hubiera dado cuenta si tenía algo en su preclara mente. No Kay, se trata de un truco femenino y además es un mal truco. Estás de mal humor porque no logramos nada en la cama e intentas vengarte con esta acusación alocada. Necesitas hacer el amor con un competente salvaje. ¡Dios mío! ¿Por qué iba yo a matar a Thomas? Si era el mejor trabajo que he logrado en mi vida.

—Exactamente Steve. Recuerdo cuando llegaste con un guion sobre Thomas hecho en una sola noche. ¿Cómo pudiste investigar tan rápidamente? Las redacciones nocturnas de los periódicos locales serían inútiles.

—Todas las mujeres tenéis la memoria en desorden. ¿Has olvidado que yo tenía la idea de un programa parecido y que había hecho un borrador de la historia de Tutt? —le dirigió nuevamente el relámpago de su mirada, como probando algo.

Mi pie derecho estaba tan acolchado que cargué mi peso ligeramente hacia el pie que tenía en la barandilla. Cuando volví a apoyarme en el pie derecho, la maldita caja de aire acondicionado se quejó y sentí que mi corazón se congelaba. Pero Steve estaba demasiado agitado para oírlo.

—No me importa una broma. Pero rechazo esta acusación ridícula, esto es como un cuchillo traicionero en mi espalda. ¡Ahora sal de aquí! Te advierto: cualquier palabra sobre este tema, pronunciada en el estudio y tendré que decirles la verdad.

—¿Cuál es la verdad?

—Vamos rica, el hacerte la tonta no te va nada. Les puedo contar cómo te cansaste de tu Bobby y trataste de venirte conmigo; pero en tu avidez no te has dado cuenta de que has sido lesbiana tanto tiempo que no puedes relacionarte normalmente con un hombre.

Ella le desafió con su nariz.

—Eso sería un delicioso cuento. Todo el mundo sabe que tú eres tan raro como un iceberg en el infierno, una fruta que…

—¡Pues no pensabas antes eso! —dijo él encendiendo otro cigarrillo—. Mira Kay, vamos a comportamos como adultos. No resolveremos nada peleando entre nosotros. Estoy ocupado. Mañana incluso te invitaré a comer y podemos continuar con este tema —desorbitó los ojos añadiendo—. A propósito, no me acordaba de una parte de mi pequeño asunto, como tú curiosamente lo has llamado, una parte que no les parecerá graciosa a los de la Avenida Madison. ¿Sabes?, puedo añadir que una de las razones que tuviste para venirte conmigo fue porque ese chico negro no te hizo ni caso. 79

—Quizá me hizo demasiado caso y ése es el motivo por el que no me satisfizo tu manoseo infantil.

—¿Te trajo también algunos porros de Harlem? ¿Te has pasado ahora al caldo de carne? ¿O te dedicas a las emociones sádicas? Porque si es así, estoy preparado para complacerte con una deliciosa paliza, querida mía.

—Stevie, no prediques. Hice algo más que darle vueltas al asunto en mi cerebro de gallina… hice algunas llamadas a Kentucky.

Desde donde yo estaba, en la escalera de incendios, pude sentir la atmósfera de silencio; lo rompió él con un grito:

—¡Zorra! —su largo rostro estaba rojo y luego se tornó cadavérico.

Kay ni siquiera dio un salto; estaba disfrutando. Dibujó su sonrisa.

—Vaya, eso parece que atravesó la barrera de hielo ¿verdad? Ahora supongamos que nos dejamos de dramatismo y en palabras llanas me cuentas cosas de tu primo Thomas.

El no dijo nada, se quedó allí de pie, erguido, su rostro era una mezcla de dolor y rabia. Ella hincó el cuchillo un poco más:

—Stevie, no entiendes el matiz. Te estoy ofreciendo una escapatoria. Por la salud del programa te estoy dando la oportunidad de hablar conmigo, antes de ir a la Policía.

—¿Cómo… cómo te enteraste? —la voz le salía ahora en ahogados jirones.

—Es demasiado tarde para contarte cómo fue. Tú (que siempre eres tan locuaz, deberías hablar de prisa ahora. ¿Por qué le mataste?

El cayó sobre una mesa, parecía realmente que se encogía y arrugaba. Luego trató de animarse, respiró profundamente y se controló. Incluso hizo su gesto característico de abrir mucho los ojos al acercarse a su escritorio y sentarse en el borde para volver a encender su cigarrillo.

—Claro que voy a hablar, es una historia que tú puedes comprender. Le maté yo. Pero espera hasta que…

Hubo otro grito, un ahogado grito de alegría y alivio que quedó en mi propia garganta.

—… lo oigas todo. No fue un asesinato. Thomas era un pariente lejano, la oveja negra de la familia, nuestro esqueleto en el armario. Era un despojo y su madre una pobre prostituta. Puedes imaginarte mi situación; escribí mi novela y no pasó nada. Yo tenía que realizarme como escritor o quedarme metido en un almacén de un rincón de pueblo el resto de mi vida, el fracaso de un borracho. Di vueltas por Hollywood durante un tiempo, pero no conseguí nada. Regresé a Nueva York y lo intenté en televisión. Trabajé como un esclavo. Durante dos años bobos escribí en privado, una docena de envíos que no dieron ningún resultado. Me sentía desesperado. ¡Por el amor de Cristo; ya tengo treinta y seis años! ¡No puedo seguir pidiéndole a mi enfermo padre que me siga enviando dinero para comer!

—Y entonces leíste lo de «Usted … Detective» —dijo Kay inclinándose sobre la mesa para tomar uno de sus cigarrillos. Él le dio lumbre a la vez que decía:

—Había estado dando vueltas alrededor del Central durante mucho tiempo. Esta tenía que ser mi entrada. Yo no había visto a Porky más que unas…

—¿Porky?

—El apodo de Bob Thomas. Tenía los modales de un cerdo, supongo. Como te iba diciendo, no le había visto más que unas cuantas veces cuando éramos niños, pero el cotorreo familiar me informaba de sus hazañas. Francamente, había olvidado todo lo referente a él hasta que me lo encontré en Times Square, yendo a trabajar. No dejé que él me viera. Eso sólo hubiera significado un contacto. Estaba pensando hacer un libro sobre su historia para editarlo en rústica… cuando me enteré del programa. Era fácil para mí hacer un guion en una noche. Funcionó, me abrió las puertas de par en par… Repentinamente me había convertido en un éxito. El mundo se presentaba brillante y lleno de sol. Me figuraba que había pocas probabilidades de que cogieran a Porky a causa del programa. La gente lo olvidaría en el momento de apagar el aparato. Además, él no era nadie, no importaba. Tarde o temprano terminaría otra vez en la cárcel. Pensé que era perfecto.

Kay asintió, fumaba despacio el cigarrillo. O era muy buena actriz o realmente creía que esa forma de pensar era la normal. Steve estrujó su cigarrillo y encendió otro. Todo en un movimiento estudiado.

—Cuando me dijiste que Porky había sido elegido para la parte publicitaria el pánico se apoderó de mí. Sin preparación, las probabilidades de que él lo hubiera visto eran de una entre mil y mucho menos se iba a fijar en los títulos y observar mi nombre. Pero en cuanto le arrestaran, toda la publicidad y las historias nuevas… bien, se hubiera enterado de que era yo. Él no tenía nada que perder. Se enfadaría y seguramente hubiera hablado de nuestra relación familiar. Mi carrera en televisión hubiera acabado. Fui a verle esa noche, le dije lo del programa y le ofrecí quinientos dólares si se marchaba. Se enfadó y peleamos… repentinamente me vi con un par de tenazas ensangrentadas en la mano y él estaba muerto. Si no le hubiera matado, él me hubiera matado a mí.

—Autodefensa —dijo Kay, casi comprensiva.

—Obviamente. Desde luego hubiera habido un escándalo y… no tengo que repetir el viejo proverbio sobre la ley de la supervivencia. Tenía que pensar de prisa. Salí y disimulando mi voz telefoneé a tu chico negro, dije que eras tú. Una cosa muy sencilla; yo he hecho algo de teatro. Pasé un mal rato cuando me dijeron que no estaba en casa, pero el que me contestó dijo que sabía cómo ponerse en contacto con Moore. El resto fue coordinación, telefoneé a la Policía en el momento en que vi a Moore entrar en la casa. Yo estaba vigilando desde una tienda en la esquina. Realmente no lo pasé bien, pero él encajaba tan estupendamente en el asunto y yo no tenía dónde elegir. Y, además, ¡qué diablos!, mi vida estaba en la balanza, a él le hubieran echado unos años por homicidio. ¿Qué son unos cuantos años en la vida de un negro? Así que ya sabes mi historia hasta el último episodio, todo puesto al día, querida.

—Ja, ja.

Se enderezó e hizo su cómica mueca con los ojos.

—Lo siento si tiene que ser de esta manera, Kay, porque eres realmente una especie de diversión. Lo digo con sinceridad. Quisiera decir que cada vez significas más para mí, pero otra vez no puedo elegir. Toda acción tiene reacción…, tengo que matarte.

—Me alegro de haberme enterado de que habías hecho algo de teatro; parece que te gustan los dramas contundentes, Stevie.

Oí tres golpes nerviosos de claxon desde el otro lado de la casa. Steve se encogió de hombros.

—Querida, no me vayas a decir eso de que puedo tener confianza en ti, que no hablarás nunca, nunca. No puedo confiar.

—Tienes toda la razón —Kay era tremenda, ni siquiera un estremecimiento nervioso.

Steve se salió de su papel: como cualquier navajero de barrio bajo sacó una gran navaja de su bolsillo trasero; parecía un experto, la navaja se abrió automáticamente.

Los ojos de Kay estaban fijos en el instrumento, pero todavía parecía estar pasándoselo estupendamente.

—Como ya sabes —dijo Steve—, nunca me han faltado las ideas. Esto encajará bien: tuvimos una aventura poco satisfactoria, lo cual no es realmente un secreto en la oficina, y ahora has venido para intentarlo otra vez, vestida adecuadamente para ello. No lo logramos tampoco, tú creíste que era culpa tuya y te deprimiste. Yo me emborracho y me quedo sin sentido, mientras tú tomas una dosis excesiva de somnífero. Mucho jaleo en los titulares de la prensa, pero por otro lado completamente a salvo.

Empecé a prepararme para entrar en acción, pero me detuvo la voz tranquila de Kay preguntando:

—¿Y ese pincho moruno me va a obligar a hacerlo? —parecía tan fría, como si todavía no hubiese terminado su papel. Steve asintió.

—Vamos, bonita, tú ya sabes cuántas… partes… de una mujer se pueden rajar. Te estoy ofreciendo una muerte sin dolor. Pero puedo cambiar el guion: te heriste tú misma antes de tomar el somnífero. También le va bien al suicidio.

—Steve, deberías haberte quedado en el almacén de carretera de tu padre, eres todavía un paleto. Todo está grabado en cinta. La casa está rodeada de detectives.

El rio, una risa corta y aguda.

—Podías inventar algo mejor que eso, Kay. Pensé que me ibas a hacer la escena rutinaria de «tengo una pistola en mi bolso».

—Steve, tira esa navaja, estás haciendo que las cosas sean mucho peor para ti. Hay un pequeño transmisor sujeto en la parte baja de este sofá. Lo puse yo misma. Mira —se levantó y separó las piernas. Hubo un relámpago de faldas plateadas y medias que ceñían sus muslos y el transmisor quedó a la vista.

Me retiré de la barandilla de la escalera de incendios. Apoyé todo mi peso en la caja del aire acondicionado durante un segundo, el aparato empezó a derrumbarse. Sentí que me iba hacia atrás. Arremetí frenéticamente, con las manos cubriéndome el rostro, y me lancé hacia adelante, estrellándome contra la ventana. Caí al suelo con un golpe que me dejó casi desvanecido, con cortes en miles de sitios.

Gritando, Steve se volvió y se echó sobre mí. Yo giré sobre mí mismo y me puse de pie, resbalando en mi propia sangre. Lancé una finta con mi mano derecha. El dirigió un navajazo al brazo, pero yo tenía ya tantas heridas que no sé si llegó a tocarme. Le di un izquierdazo en el vientre y le alcancé en el pecho, permaneció quieto un momento para luego derrumbarse en el suelo.

—¿Estás bien? —pregunté a Kay. Ella asintió y yo añadí—: Ya has oído su confesión. Naturalmente que todo eso de la defensa propia es un cuento. La sangre de Thomas estaba todavía caliente cuando llegué allí… Steve le mató después de telefonearme. Probablemente le dejaría sin sentido y terminó con él cuando… ¿Dónde vas? —fuera se podía oír a Ted corriendo escaleras arriba.

—Estoy llamando al periodista que te… —empezó Kay, para luego gritar—: ¡Touie, cuidado!

Steve, el canijo canalla, se había puesto en pie, ya no tenía la navaja. Al volverme para mirarle, el saco de huesos me dio una patada en la espinilla con tal rabia que me hizo danzar de dolor. Si lo hubiera repetido me hubiera dejado fuera de combate. Pero, en vez de eso, se echó sobre mí para arañarme, golpeándome en los muslos con las rodillas. Puse los brazos alrededor de su cuerpo en un abrazo de oso y estrujé. Su rostro se puso de un blanco grisáceo y los ojos se le desorbitaron de verdad. Cuando le solté cayó al suelo, era seguro que ya no nos molestaría durante un buen rato.

No sé si a causa del puñetazo o por la pérdida de sangre, después de aquello, todo pareció moverse de una manera rápida y a saltos, como en una película antigua. Ted y Bobby irrumpieron cuando finalmente logré abrir la puerta, el traje de confección de Ted me pareció lo único real a la vista y por algún motivo me recordó aquella granja en Bingston.

En cosa de segundos, o por lo menos lo pareció, surgieron en la habitación un periodista grueso y un fotógrafo muy joven, junto con una docena de policías. Yo estaba manchando de sangre uno de los mullidos sillones de Steve, tratando de contestar a un millón de preguntas, pero sin decir nada con claridad. Al final me quedé simplemente sentado allí, contemplando a los otros que hablaban y corrían por todas partes. Un mediquito de urgencia, enano, apareció y arrancó lo que quedaba de mi ropa y me inyectó algo que me dejó revoloteando en el aire. Sabía que me estaba curando y cosiendo aquí y allá, yo insistí en que me podía poner de pie perfectamente y uno de los policías me dio una manta para cubrirme.

Quizá me quedé un poco traspuesto. Ahora nos encontrábamos en la comisaría del distrito con la Policía y más periodistas con miles de flashes relampagueando en salvas. Steve debía haber decidido hacerse el loco; estaba balbuceando y gritando hasta que se lo llevaron fuera de la habitación. Yo miraba todo como si fuese un espectador, pero hay dos cosas que recuerdo perfectamente.

Kay… los fotógrafos festejaban su vestido y su sujetador, mientras ella se convertía en la persona más activa de la comisaría de Policía; luego me empujó hasta un rincón y colocó un trozo de papel y una pluma en mis manos vendadas, diciendo:

—Firma esto, Touie. Vamos a poner todo en una película, se emitirá después del estreno de «Usted … Detective» con la historia de Thomas. Dios mío, ¡nunca más volverá a haber un momento publicitario como éste! No lo podría hacer mejor si me hubiesen dado un presupuesto de un millón de dólares… es como un río y voy a estrujar hasta la última gota…

Repentinamente su rostro me parecía viejo y duro.

—¿Qué dice este documento? —pregunté con la voz estropajosa por la inyección.

—Tú tienes que representar tu propio papel en la película… cobrarás dos mil. Y lo mejor que he podido obtener. Firma, Touie, tengo un montón de cosas que…

—¿Estoy todavía a sueldo? —pregunté mientras firmaba.

—Naturalmente —señaló una caja que había en un rincón del departamento de Policía— te he traído un traje y una camisa de guardarropía, lo más grande que he logrado encontrar. Puedes poner tu traje roto en la lista de gastos.

—Gracias. ¡Atiza! Mis zapatos están todavía en la escalera de incendios. La cartera se ha debido de quedar en algún otro sitio. Me iré a casa en taxi y…

—Claro, claro. Tienes que estar en mi oficina mañana, bueno hoy, a las dos en punto. Ahora tengo que volver a ensillar mi caballo… Oh, ¿te haces idea de lo grande que va a ser esto?

Otra cosa de la que me acuerdo es de un agente muy grueso y carnoso con insignias doradas de capitán en sus hombros, un rostro de duras facciones y mirada en la que se leía que odiaba mi piel oscura, diciéndome:

—No sabía que era usted tan buen detective, Moore. Los periódicos le harán un héroe y se lo pasará de miedo en la Avenida Lenox, pero ya estábamos enterados de todo con respecto a usted, muchacho.

—¿Quiere decir que sabían que había ido a Bingston? —el «hombre» hablaba; yo nuevamente era el «muchacho».

—No nos molestamos en buscar. Un borracho oyó desde el vestíbulo la discusión en la habitación de Thomas y vio a un hombre blanco que salía. La borrachera le hizo quedarse dormido, pero nos lo contó por la mañana. No le buscábamos a usted por… asesinato. No voy a hacer nada en contra suya porque le haya pegado a un agente… Pero le voy a dar un consejo gratis: no vuelva a meterse en líos, ni siquiera se le ocurra provocar una multa de tráfico. El que yo no vaya a hacer nada por pegar a un agente no quiere decir que lo hayamos olvidado.

—¿Qué se suponía que iba a hacer yo? ¿Dejarle que me abriese la cabeza? —pero el capitán ya se había retirado de mi lado.

Al empezar a amanecer, Ted, que había estado sonriendo y repartiendo tarjetas como si le acabasen de elegir alcalde, me dijo:

—Vamos Toussaint, te llevaré a casa.

Al final conseguí mi cartera y el resto de mis cosas y ya fuera, al meternos en el coche, le propuse:

—Vamos a tomar café. Estoy muerto de hambre.

—No llevas zapatos.

—No suelo beber con ellos —murmuré, muerto de cansancio y me sorprendió que Ted se pusiera a reír como un tonto.