HOY

6

Íbamos conduciendo por polvorientos caminos vecinales, aunque con cuidado. Un Jaguar deportivo no está hecho para semejantes carreteras, Casi me había agotado de tanto hablar y ahora esperaba que ella dijese algo. Su silencio me ponía nervioso. Al entrar en una carretera ya empedrada me preguntó:

—¿Me dejas conducir? Nunca he llevado un coche extranjero.

Paré y cambiamos de sitio. Conducía con fría precisión y, al cabo de un rato, preguntó:

—¿Qué puedo hacer para ayudarte Touie?

—Lo primero que quiero es que comprendas dónde te estás metiendo. Me buscan, de forma que el ayudarme te convierte en cómplice de un crimen, o cualquiera que sea el término legal.

—No te preocupes por eso. Yo lo único que sé es que eres músico y que yo te estoy enseñando la ciudad.

—No va a ser tan sencillo una vez que empiecen a interrogarte.

—Hablas como si esperases que te cojan, Touie.

—Estuve pensando mientras venía aquí —dije, extendiendo mi mano sobre la rodilla—. No debo engañarme. La Policía de Nueva York es buena, muy buena. Me imagino que ya me han identificado y habrán enviado órdenes de captura por correo. Bonita, necesito tu ayuda, la necesito mucho, pero al mismo tiempo no quiero perjudicarte.

—Quiero ayudarte. Con respecto a todo lo demás, creo que no nos debemos adelantar a los acontecimientos —y se metió en un camino polvoriento y lleno de baches.

—Conduce despacio, se puede romper la transmisión con alguna piedra.

Condujo durante unos cientos de metros y luego se detuvo.

—¿Por dónde empezamos?

—Contéstame a unas pocas preguntas. ¿Ha abandonado May Russell la ciudad recientemente?

—No, que yo sepa.

—¿Te hubieras enterado?

—Sí y no. Realmente hace varias semanas que no la he visto, pero en un sitio pequeño el que alguien haga un viaje es un acontecimiento, de forma que me hubiera enterado.

Eso no quería decir nada. Podía haber volado a Nueva York y luego volver en menos de una tarde.

—Y… ¿sus clientes? ¿Se ha ausentado alguno de ellos de Bingston hace poco?

Sonrió. Tenía la boca pequeña y sus gruesos labios parecían formar un constante puchero.

—Si vamos a hacer caso de los rumores, todos los blancos de la ciudad son clientes de May. No me he enterado de que nadie haya abandonado Bingston desde hace meses. Pero mañana te acompañaré a ver a alguien que te puede decir todo lo que quieras saber sobre May. También te puede contar muchas cosas sobre Porky Thomas. ¿Qué hacemos mientras tanto?

Saqué los papeles de la televisión y los puse bajo la luz del tablero.

—Cuando Thomas iba a la escuela, con una pedrada produjo una conmoción a un tal Jim Harris, ¿dónde está Harris ahora?

—En América del Sur. Se marchó de Bingston hace años, fue a la universidad y se hizo ingeniero petroquímico. Sé que está todavía en Sudamérica. Mi padre colecciona sellos y coge los de las cartas que Harris envía a su familia, que sigue aquí.

—Bien, en el año cuarenta y ocho Thomas estuvo en la cárcel junto con Jack Fulton por robo. En el cuarenta y cinco, él y Fulton estuvieron en un reformatorio. ¿Conoces a Fulton? —Frances asintió.

—Murió en Corea. Su nombre figura en la placa de bronce junto al asta de la bandera de la escuela. ¿Qué más?

Taché el nombre de Fulton. Pero el problema era que quedaba muy poco más.

—No tiene nada que ver, pero supongo que Thomas habría evitado el servicio militar también. ¿Le llamaron a filas?

—No lo sé. ¿Qué otra cosa hay?

Parecía como si estuviésemos jugando a los acertijos. Volví a guardarme los papeles en el bolsillo.

—Eso es todo. ¿Estás segura de que nadie, quiero decir, nadie que conociera a Thomas de verdad se ha marchado de la ciudad en el último mes o dos?

—Nadie se marcha de Bingston o viene. Mi padre lo sabría si alguien se hubiera marchado o… ¡Se me olvidaba! Las hermanas McCall, un par de solteronas maestras de escuela. Vendieron su casa hace dos meses y se fueron a California, pero no creo que te interesaran. Aunque cuando Porky tenía unos diez años se supone que pellizcó el trasero de Rose McCall.

—Era un gamberro completo. Mira, ¿puedes acordarte de alguien que fuera amigo de Thomas, o de alguien que le odiase?

—¿Odiarle? Mucha gente le despreciaba. Yo misma. Era un bichejo asqueroso, pero no creo que la mayoría de la gente le prestase suficiente atención como para odiarle. Pero este amigo que vamos a ver mañana te contará más cosas acerca de esto. ¿Qué más?

—Eso es casi todo, hasta que veamos a ese amigo. No te quedes tan defraudada, a mí también me gustaría tener algo más que preguntar.

—Es que tengo el cerebro lleno de televisión. Creí que íbamos a tomar huellas dactilares y… cosas de esas —puso el Jaguar en marcha y condujo muy despacio. Dimos un giro en la carretera y nos encontramos con una casa y un granero que se destacaban a la luz de la luna. Paró el coche.

—Touie, yo no quiero decirte lo que tienes que hacer, pero creo que deberías librarte de este coche. No lo ha visto mucha gente, pero estoy segura de que va a ser una sensación en Bingston. Esta es la granja de mi tío Jim. ¿Suponemos que hemos tenido avería mientras yo te estaba enseñando los alrededores?

—Como quieras, pero, ¿cómo volveremos a Bingston?

—Le pediré a mi tío uno de sus cacharros. Tu Jaguar estará a salvo aquí. Y no te olvides de que eres el señor Jones.

—De acuerdo, señorita detective —saqué una pequeña llave inglesa de la caja de herramientas y me agaché para desconectar los cables debajo y detrás del cuadro de instrumentos, con cuidado de no perder los tornillos y tuercas.

Anduvimos hacia la casa que estaba en tinieblas. Se trataba de un edificio de dos pisos muy destartalado. Un par de perros vinieron a ladrarnos. Frances me dijo:

—Quédate quieto, no te harán nada —empezó a hablar a los perros dulcemente, como a niños, y ellos agitaron sus largas colas y se acercaron a olisquearme de arriba abajo.

Apareció una luz oscilante en la ventana más alta y al abrirse apareció el cañón de una escopeta, seguido por la cabeza anciana de un hombre de color que preguntó:

—¿Quién anda ahí?

—Soy yo, tío Jim, Frances.

—¡Dios mío!, ¿pasa algo en casa? Bajo en un minuto —cerró la ventana y le oí gritar «Es Frances», y la casa se llenó de ruidos y luces que oscilaban.

—¿No ha llegado todavía la era de la electricidad aquí? —pregunté como si fuera cosa de mi incumbencia.

—Esa es la lucha de esta casa. El viejo Jim es roñoso, tiene la manía del ahorro. Cree que lo que es bueno para él es suficiente para la familia y el resto de esa vieja…

Se encendió la luz en la habitación que teníamos delante, se abrió la puerta y apareció un montón de gente. Un viejo bajito y fornido que llevaba gafas con cristales enormes y una calva adornada con rizos grises. Se había puesto unos pantalones de trabajo sobre una anticuada ropa interior de felpa. Cerca de él surgió una mujer gruesa de oscuro y redondo rostro envuelta en una bata vieja que apretaba contra su cuerpo. Detrás se veía a un joven en camiseta y pantalón de faena y una bonita muchacha de color bronce con un pijama azul brillante y zapatillas también azules. Todos los demás estaban descalzos. Me miraban con asombro, a la vez que la mujer preguntó a Frances:

—¿Qué pasa, niña? ¿Ha muerto alguien? —tenía un diente frontal de oro.

—No pasa nada, tía Rose —contestó Frances mientras entrábamos—. Este es el señor Jones, es un músico que está de paso para Chicago. Está parando con nosotros y le estaba enseñando los alrededores cuando se nos estropeó el coche.

—¿Estabais conduciendo a estas horas de la noche? —se extrañó la señora.

—¡Cállate! No hay ninguna ley que prohíba conducir a cualquier hora —dijo el tío Jim. Su voz era profunda y su apretón de manos fuerte. Me presentó a los otros. El joven era su hijo Harry y la muchacha de azul la mujer de éste.

La señora dijo que iba a hacer café y Frances les preguntó si podíamos dejar mi coche en el granero hasta que lograse los repuestos y les pidió que nos prestasen otro coche.

El tío Jim contestó que le parecía bien. Harry se calzó y se puso una vieja guerrera militar con una insignia de las Fuerzas Aéreas en el hombro. Salimos juntos a empujar el Jaguar hasta el granero. Al ver el coche suspiró:

—¡Qué maravilla! —y gritó—. ¡Ruth, madre, padre, venid todos a ver esto!

Sonreí en la oscuridad. Era como si se tratase de una estampa que repentinamente hubiese cobrado vida. La familia entera desfiló, ya calzados, y miraron el Jaguar por todos lados bajo la luz de la luna. Tuve que explicarles lo de siempre: el precio de un coche de este tipo, cuando es nuevo, la gasolina que gasta por kilómetro, la velocidad que puede alcanzar. Después, entre Harry y yo, gruñendo y sudando, lo empujamos cuesta arriba. Frances, a nuestro lado, movía el volante. Era algo agotador, ya que el granero estaba en una pequeña colina. El tío Jim abrió la puerta y pudimos meterlo dentro. Habla un Dodge bastante nuevo en el granero y en el patio trasero vi cinco o seis coches viejos como si fueran chatarra. Los dos estábamos sudando y resoplando. Me limpié la cara y encendí la pipa. Harry contemplaba todavía el Jaguar.

—Gracias por ayudarme —le dije—. ¿Dónde estuviste con el Ejército?

—Tuve suerte, no dejé los Estados Unidos. La mayor parte del tiempo estuve en California. Allí conocí a Ruth y nos vinimos juntos para acá. Al principio no le gustó mucho.

Había tenido «suerte» según él. Pensé lo que hubiera opinado de la granja y de Bingston si hubiera tenido la fortuna de que le hubiesen enviado a Europa.

Mientras volvíamos camino de la casa le pregunté:

—He leído algo sobre un tal Robert Thomas, ¿le conocías?

—Solía ver mucho al pobre Porky. ¿Qué ha hecho ahora?

—Dice el periódico que le han asesinado en Nueva York.

—¿Han matado al pobre Porky? No hemos bajado al pueblo desde hace días y no tenemos ningún periódico, tampoco he oído nada de eso en la radio. No es que haya mucho de interés en los periódicos, pero esto…

—Creí que lo sabíais. Me han dicho que solías tratarle.

—Cuando éramos niños. Diría que hace que no veo a Porky… casi diez años. Después de que una vez le di una paliza no volví a tener ningún problema con él.

—Dice el periódico que era un tipo duro —comenté, parándome a encender mi pipa, apretándola bien, intentando perder el tiempo antes de regresar a la casa.

—No era realmente malo. Un niño blanco como Porky que no tenía nada, se sentía importante metiéndose con los chicos de color. Yo le veía en el bosque muchas veces; siempre estaba vagabundeando, robaba huevos, para poder comer, ¿sabes? La primera vez que le pillé robándonos los melocotones me insultó. Yo era muy grande para mi edad, de forma que le di una paliza y empezó a llorar. Nunca olvidaré cómo lloraba. Le dije que no me importaba que robase la fruta, pero que no tenía derecho a insultarme. Después de aquello solía venir de vez en cuando y yo le conseguía comida caliente. Siempre llevaba cigarrillos. Solíamos sentarnos en el campo y fumábamos. Desde luego, cuando creció no volví a verle mucho. ¿Y dices que ha muerto? ¡Caramba!

—¿Tú crees que todos le tenían manía en el pueblo?

—No. ¿Quién se va a acordar de él o…?

Nos sorprendió la luz al abrirse la puerta trasera y tía Rose nos llamó:

—Harry, ¿qué estáis haciendo ahí fuera con este frío? He preparado algo de comer.

Entramos en una enorme cocina que tenía una vieja bomba junto al fregadero, una mesa antigua redonda y el fogón de carbón más grande que había visto en mi vida. El café se estaba terminando de hacer, los huevos se freían en la sartén y Ruth cortaba rebanadas de pan caliente de maíz. Yo tenía la impresión que esta era la primera vez que la familia había estado levantada después de medianoche desde hacía mucho tiempo. Habíamos convertido aquello en un acontecimiento.

—El señor Jones dice que ha leído que han matado a Porky Thomas —dijo Harry—. Viene en los papeles.

Frances me lanzó una mirada inexpresiva y el tío Jim comentó:

—Supongo que la gente estará contenta ahora. Siempre decían que terminaría mal. ¿Le pilló un coche?

—Le asesinaron, padre. En Chicago.

—Dice el periódico que ha sido en Nueva York —corregí.

Ruth, que estaba poniendo la mesa con diligencia, comentó:

—Si hubiese electricidad podríamos tener un televisor y todo. Nos enteraríamos de lo que pasa.

—Jim dice que lo va a pensar después del verano. Así que vamos a sentarnos y no discutamos eso —dijo la señora, terminando la conversación.

Comimos un montón de cosas mientras me preguntaban sobre Nueva Orleans y Chicago. Querían saber si tendría que pedir a Inglaterra los repuestos del coche y el viejo tocó la tela de mi traje y se le veía con ganas de preguntar el precio, pero no se atrevió. Toda esa charla intrascendente y la luz de queroseno que parpadeaba sobre nosotros prestaban un aire irreal a la escena. Especialmente la forma de mirarme de la vieja, con desagrado manifiesto, como si yo fuese el novio de Frances.

Nos marchamos una hora más tarde, Frances conducía un viejo Chevrolet con tapicería rota que olía a gallinero. Dije que volvería en un día o dos a recoger el Jaguar y nos estrechamos las manos como si hubiese sido una fiesta nocturna.

—Estaré en casa mañana a la hora de la comida para recogerte —dijo Frances—. Te llevaré a ver a Tim; él te podrá contar todo lo que quieras saber sobre May, Russell y Porky. Se trata del hermano de May.

—Entonces ¿es blanco?

—Naturalmente.

—Por la forma en que hablabas —dije, moviendo la cabeza— cuando veníamos hacía pensar que huías de los blancos como de la plaga.

—Tonterías, hay blancos buenos. El problema es que los malos ¡son tan malos!

—Tendré que explicar por qué hago preguntas. Podemos decir que soy un periodista y que estoy preparando una historia sobre el asesinato de Thomas. No, es muy pronto para eso. Creo que seguiré con la historia de que soy músico. Me dedico a hacer el tema musical y ese tipo de cosas para el programa de televisión, de esta forma…

—No tienes que preocuparte, no hay que darle explicaciones. Ya te he dicho que no hay problemas con Tim.

Su voz era seca. No podía comprender qué quería decir con que no había problemas con Tim, pero no se lo pregunté. Cuando llegamos a casa de los Davis había luz en el piso bajo. Frances comentó con voz cansada:

—Lo que me figuraba. Mamá está levantada esperándome.

—Bueno, muéstrale la espalda para que vea que no tienes pajitas enganchadas en la ropa.

Me miró con rabia, conteniendo la respiración, o quizá es que solamente se encontraba sorprendida.

—Perdona, no quería salirme del tiesto. Ha sido una broma, y por lo que veo no muy graciosa.

Se echó a reír y su rostro serio se iluminó con nueva vida.

—Creo que sí tiene gracia. Acuérdate de mañana, levántate tarde. No vendré a recogerte hasta las doce.

—De acuerdo. ¿Cuánto me dijiste que hay desde aquí a Kentucky?

—Depende. Por la carretera principal unos treinta kilómetros. ¿Por qué?

—¿No importa que me lleve el coche?

—No creo. ¿Qué tienes que hacer en Kentucky?

—Tengo que telefonear a un amigo de Nueva York y preguntarle cómo van las cosas. Si luego localizan la llamada no quiero que nadie piense en Bingston —contesté, sabiendo que sonaba a estupidez. Con un mapa, la Policía se daría cuenta de la distancia entre Kentucky y Bingston.

Entramos en la casa. La señora Davis estaba dormitando en uno de los sillones de cuero y no nos oyó. Se parecía mucho a la vieja de la granja, si hubiese tenido también un diente de oro se las hubiera podido tomar por gemelas. Dije adiós con la mano a Frances y subí. La oí como la despertaba diciéndole:

—Vamos, mamá, vete a la cama. Estoy en casa sana y salva. Estuvimos tomando un bocado en casa del tío Jim, el coche del señor Jones se estropeó.

—Ya digo yo siempre que esas cosas llamativas no son buenas —murmuró la vieja.

Me desnudé y me tumbé en la cama sintiéndome completamente despierto. Encendí la pipa y pensé en lo anticuado que era Bingston, y eso que no era el sur realmente. Aquel policía preparado para romperme el cráneo por una tontería tan simple como una taza de café y que, sin embargo, al preguntarme acerca del coche se había puesto tan amigable. Y una chiquita como Frances, amarga y dura a su manera, pero arriesgando el cuello para ayudarme. ¿Por qué? ¿Cuál podía ser su razón? Y aquella granja…, con su mundo propio. ¿Cómo podría una chica joven como la mujer de Harry ser feliz viviendo en el campo, sin electricidad y seguramente sin agua corriente Y Harry, ¿Cómo podía haber regresado a la nada después de ver California y esas ciudades grandes cuando estuvo en el ejército? Si hubiera visto París, Londres, Roma, ¿hubiera vuelto? Sybil hubiera enloquecido a la insinuación de vivir en un sitio así. Yo también seguramente. Pero, de alguna manera, se trataba de un mundo mucho más limpio que Harlem o cualquier gran ciudad. Aquí no había ninguna señora James acosada por acreedores o timada, o programas de televisión capitalizando la desgracia de nadie para vender productos. Kay y Bobby hubieran parecido habitantes de otro planeta en la granja.

En cierto sentido el tío Jim era inteligente: fuera periódicos, fuera televisión y seguramente la radio sin pilas la mayor parte de los días. Apenas veía rostros blancos tampoco. Quizá merecía la pena vivir con olor a gallinero y tener lámparas de queroseno. Me recordaban a un matrimonio de color que conocí hacía tiempo, eran unos maestros de mediana edad. Tenían, y a lo mejor tienen todavía, un apartamento en el Bronx. Todos los veranos se marchaban a París y durante el invierno, en el momento que regresaban a su apartamento, hablaban solamente francés, comían platos franceses y leían los periódicos de París… Tan pronto como entraban en su casa dejaban de ser negros viviendo en el Bronx: estaban otra vez en París. Sin darse cuenta, el tío Jim había conseguido lo mismo en su granja, había…

Entonces, todo se agolpó repentinamente en mi memoria, como cuando en un partido no te das cuenta de que vienen por ti y recibes el golpetazo de la tierra que parece absorberte. Estaba allí tumbado, pensando en la granja y en Bingston como si fuese un turista, un simple espectador…, como si no me estuviesen persiguiendo por asesinato.

El miedo se apoderó de mí de tal forma que sufrí un calambre y tuve que correr al servicio en paños menores. ¿Qué es lo que estaba haciendo aquí en Bingston realmente? ¿Jugando a detectives o jugándome la vida? ¿Estaba la respuesta al crimen en esta ciudad dormida? Realmente, ¿había alguna respuesta? ¡Maldita sea! Si por lo menos no hubiera pegado al policía. Supongamos que le hubiera dejado detenerme y le hubiera contado mi historia. Después de todo, ¿qué motivos podía yo tener para matar al tipo aquel? Con sus medios humanos y sus laboratorios, la Policía podía haber encontrado al criminal. Al menos hubiera habido profesionales trabajando en el caso.

Pero ¿se hubieran puesto a trabajar en él? Ni hablar, hubieran dicho que yo tenía rencor a Thomas por aquella pelea en la cafetería y que había ido a matarle. Cualquier cosa tiene sentido para los blancos cuando se trata de alguien de color. Un jurado tampoco me hubiera hecho caso. ¿Adónde quería llegar con tanto pensar? Nadie se queda quieto si le van a golpear con una pistola. Había pegado a un policía blanco y ahora me encontraba en esta extraña ciudad provinciana, con poco dinero y perdiendo el tiempo en filosofar acerca de una granja. No estaba haciendo nada útil para mi seguridad. Pero el problema era que no sabía cómo protegerme. Yo era sólo un tercera jugando en la liga de los de primera.

Volví a mi habitación y apagué la luz. Con sorpresa empecé a adormecerme y me quedé como un tronco. La siguiente cosa que vi fue la luz del sol dándome en la cara. Eran las nueve de la mañana y me sentía lleno de vitalidad. Me lavé y estuve pensando en afeitarme con la anticuada navaja del cartero que colgaba junto al armarito de las medicinas, luego me vestí y bajé la escalera.

La señora Davis, con un viejo vestido estampado, estaba limpiando el polvo. Se había puesto una extravagante cofia de encaje. Me dijo que hacía mucho que se habían ido el señor Davis y Frances.

—Aquí no dormimos demasiado.

Yo podía haberle dicho que no tenía ni idea de que en realidad se pasaba la vida durmiendo, pero en vez de eso me tomé uno de esos desayunos que sólo se encuentran en el campo: unas mil calorías en forma de salchichas, huevos y bollos empapados en almíbar y mantequilla. Con mucha corrección, la señora me preguntó cosas acerca de mi familia, sobre mi nariz rota, cuánto tiempo iba a quedarme, si había estado casado alguna vez. Estaba tomando café conmigo, contándome también los problemas que le daba Frances.

—Esa niña tiene unas ideas tan raras, quiero decir, que no hace nada para arreglarse el pelo, ni usa polvos.

Tenía sencillamente ganas de hablar con alguien y me contó cosas del primer hijo que había perdido porque ella había seguido trabajando demasiado tiempo y las esperanzas que tenía en el que estaba en la universidad e iba a entrar en la Facultad de Medicina cuando terminase su servicio militar.

Cuando me levanté de la mesa, a las diez, me comentó:

—Supongo que me pagará por adelantado, como le debo un dólar, me tiene que dar tres más por el día de hoy completo.

Le di los tres dólares y le dije que me iba a dar un paseo por el campo y que volvería a las doce.

—Tendré la comida preparada. Tenga cuidado, por favor, señor Jones. Recuerde las costumbres de aquí. Ya sabe usted…

Le contesté que ya las sabía. El viejo Chevrolet se movía como el sonajero de un niño y todavía apestaba, pero el motor parecía marchar bien. Me paré en el «centro» para comprar un periódico y una muda interior, una maquinilla y un cepillo de dientes y me marché camino del viejo Kentucky. No había nada nuevo en el periódico, una repetición de lo del día anterior. Eso no significaba nada, la Policía da únicamente las noticias que les vienen bien a ellos.

Hacía un día claro, casi cálido diría yo. Como un idiota me sentía casi feliz. Me quité el abrigo y lo sacudí y traté de limpiar el sucio asiento del coche con el periódico y le metí marcha. Estuve conduciendo una media hora a través de un bonito escenario. Pasé algunos bares de carretera, pueblos con una sola tienda, mientras me preguntaba en qué lugar me encontraría. Vi una gasolinera y me acerqué a preguntarle al chico blanco:

—¿Puede decirme cómo llegar a Kentucky?

Se me quedó mirando, quizá maravillado de mi corbata Countess Mara.

—Usted debe ser nuevo aquí, muchacho.

—Sí…, señor —casi me atraganté con la palabra. ¿Sería igual de desagradable para los chicos en el ejército «señorearme» a mí?

—Está usted en Kentucky, ¿dónde va?

—Bueno…, a Louisville.

—Mejor que se dé prisa, muchacho, tiene usted un buen trecho por delante —dijo, y empezó a darme instrucciones.

Me puso veinte litros diciendo que eran un dólar y sesenta y cinco centavos.

Al sacar mi cartera eché una ojeada al contador y vi cómo su cara larga se ponía roja.

—¿Qué pasa, muchacho? ¿No se fía de mí?

Casi rompí la cartera de lo fuerte que la agarré. Después le dirigí una sonrisa falsa al darle un billete de cinco dólares a través de la ventanilla.

—Estaba mirando a ver si tenía usted teléfono por aquí, jefe —se podía ver una cabina cerca de la oficina; hubiera tenido que estar ciego para no verla.

—¡Oh! —contestó con alivio. Me dio el cambio y añadió—: Continúe por este camino durante un rato; se encontrará con una carretera sin urbanizar a la derecha, después de algo más de un kilómetro y medio. Tuerza a la izquierda por esa carretera unos doscientos metros. Allí hay un almacén para los de color.

—Gracias, señor —contesté, y me fui.

El «almacén» para los de color era una chabola ampliada con sucias ventanas, daba la impresión de que un ligero vientecillo se podía partir. Dentro, en la parte trasera del mostrador, se veían hileras de conservas, un tocadiscos de los que necesitan moneda, un teléfono de pared, dos mesas bastas y, contra la pared, una bañera llena de hielo en la cual nadaban botellas de cerveza y soda.

Un tipo delgado con una cara pequeña y aguda y piel de un moreno claro, que llevaba un mono de mecánico muy usado, estaba apoyado en el mostrador jugando con una botella de gaseosa vacía. Detrás del mostrador había un hombre de unos sesenta y cinco años y más de ciento cincuenta kilos de peso. Lo tenía bien distribuido y lo acarreaba como un jugador de rugby sus almohadillas. La cara era del tamaño de una calabaza, de un moreno sucio con una cicatriz, como un navajazo, en la parte inferior de una mejilla. El pelo grasiento era una plasta en su enorme cráneo, bajo un gorro de punto y la camisa de lana a cuadros y los pantalones que llevaba puestos debían ser de hierro para poder aguantar la carga de su gordura.

Cuando entré, el flaco se limitó a mirarme por el rabillo del ojo, mientras que el gordo preguntaba:

—Nuevo por aquí, ¿no es así, muchacho?

—Sí, soy nuevo y ya he oído eso de muchacho suficientes veces esta mañana. Cámbieme un dólar, voy a telefonear.

Me miró de arriba abajo y no se movió. Después de un rato dijo:

—No me gusta que los muchachos de color entren en mi almacén diciéndome que haga esto o lo otro. ¿Qué es lo que busca, una paliza?

En la décima de un segundo pensé sacarle de detrás del mostrador y partirle la cara; luego me relajé y me puse a pensar. Claro, estoy hablando de esta forma porque es un hombre de color, pero, sin embargo, me he comportado como Charlie McCarthy llamándole «señor» a aquel blanco de la gasolinera. Era muy fácil, demasiado fácil, vengarme ahora en este sucio tipo de color. Puse un dólar en el mostrador y le dije:

—Tranquilo, yo no le conozco a usted y usted no me conoce a mí, de forma que no se ponga duro conmigo por nada. Sólo he entrado para llamar por teléfono, ¿o no tiene cambio?

—Claro que tengo cambio de un dólar. Puedo cambiarle también un billete de cien cualquier día de la semana, ¿y usted?

—No —contesté pacientemente.

—Eso es lo que me figuraba. Nunca he visto a un tipo con traje elegante que tenga la cartera llena —decidió que había dicho todo lo que su cabeza era capaz de pensar, metió la mano en el bolsillo y puso cuatro monedas sobre el mostrador. Me acerqué al teléfono, preparando todo el cambio que tenía. Ya había pensado cómo hacerlo. Hablaría con Sybil a través del teléfono público que tenían en el salón de descanso de los empleados, de la misma forma que solía llamarla para decirle que la iba a buscar. Me parecía que de esa forma no iban a poder localizar la llamada. Con el Gordo y el Flaco, que ni siquiera se molestaban en simular que no escuchaban, pedí el número a la telefonista, hablando lo más bajo que podía. No había pasado ni un segundo antes de que contestara una chica. Cuando pregunté por Sybil me dijo que estaba trabajando, le pregunté si podía hablar con ella y me pidió que esperase, que iba a ver.

Unos segundos más tarde, la misma chica volvió a decirme que todavía estaba tratando de localizar a Sybil. Esperé unos minutos. La operadora indicó que avisara cuando hubiese terminado. El montón de grasa detrás del mostrador comentó, como si no hablase con nadie:

—Seguro que es una llamada muy cara. Elegante. No había visto nunca a un hombre que hablara menos —soltó una risita ahogada como si fuera un rebuzno—. Todo eso por tanto dinero.

Al final oí la aguda voz de Sybil:

—¿Quién es?

—Hola, cariño. ¿Cómo va todo?

Con voz enloquecida, histérica, pero baja, contestó:

—Touie Moore, ¡me van a echar del trabajo por tu culpa! ¡Anoche vino la Policía a mi casa! —se atragantó al pronunciar la palabra—. Además, estoy segura de que un coche me ha seguido esta mañana cuando venía… Irrumpiendo en mi casa… Si se entera la compañía.

—Cálmate, Bonita. ¿Qué preguntaron esos chicos, qué querían?

—Me preguntaron si yo sabía dónde estabas y cuándo te había visto por última vez. Eso es todo.

—¿Es eso todo? ¿No dijeron nada más? ¿Dijeron por qué, o, mejor dicho, para qué querían hablar con este hombre?

—¿Por qué estás hablando en clave? Ya te he dicho lo que dijeron. En mi vida había estado tan azarada. Creía que podías ser tú y estaba desnudándome todavía cuando abrí la puerta. ¡Tenías que haber visto cómo me miraban!

—¿Qué les dijiste?

—¡La verdad! Que no te había visto desde el día anterior, que no tenía idea de dónde estabas. Touie, no sé en qué lío te has metido, pero si tuvieras un trabajo normal en correos…

—¿No lo sabes? Querida, ¿no has leído los periódicos ni has visto la tele como haces siempre?

—Eres un asqueroso, ¿no te fías de mí? Tú tienes tu…

—No, no, por favor. No lo preguntaba por eso.

—Pero ¿qué es lo que te pasa? Hablas como en acertijo.

—Estoy en un teléfono público.

—¿Cuándo nos vamos a ver?

—No lo sé. Espero que pronto. Te llamaré.

—Escúchame, Touie Marcus Moore, me devuelves mi dinero. ¡Todo! Debía de estar loca cuando dejé que te lo llevases. Dios sabe lo que estarás haciendo con él.

—Estoy comprando un pozo de petróleo para Kim Novak, ¿qué otra cosa iba a estar haciendo con el dinero? Te llamaré otra vez. Ahora tranquila y no te preocupes.

—¡Tengo noventa y cuatro razones para preocuparme!

—Adiós por ahora, guapa.

Colgué sin poderme explicar lo sucedido. ¿Por qué no había dicho la Policía nada sobre el crimen? ¿Por qué no había salido en el periódico o en la radio? Si habían ido a casa de Sybil era porque sabían cosas mías. Entonces, ¿por qué ese secreto? Diablos, ¡si Sybil pudiera pensar en algo que no fuese su dinero! Podría enterarme de algo por ella. Pero no sabía nada. ¿Cómo habían podido identificarme tan pronto? ¿Kay? Era difícil adivinar de qué lado se encontraba. Tenía que haber sido el mismo que había preparado todo para que me cogiesen junto al cadáver… Una sola palabra: q-u-i-e-n, que podía costarme la vida; K-a-y, otra interesante palabra; aunque la que yo realmente necesitaba era SOS.

La operadora llamó nuevamente para decir cortésmente que debía otros ochenta y cinco centavos. Aquí se habían equivocado; no habían descubierto la forma de que las operadoras supieran si estaban hablando con alguien de color y poder olvidarse de la educación. Le dije que tenía que conseguir más cambio. Coloqué otro dólar en el mostrador y el Gordo que estaba apoyado sobre él me preguntó:

—¿Cómo sabe que tengo más cambio, Elegante?

—El teléfono es suyo. Puedo marcharme y olvidarme del tema —contesté con calma. No iba a dejar que me apabullara ese tipo obeso.

Se puso finalmente en movimiento y me dio el cambio. Mientras yo ponía las monedas en la ranura me comentó:

—Mucho dinero por hablar. ¿Alguna guapa chica?

—Era mi madre —contesté dirigiéndome a la puerta.

El «Mantecas» tenía un cómico aspecto y cambió de expresión al decir:

—Lo siento, muchacho. No debía haber hablado así. Sin rencor.

Le dije adiós con la mano y cerré la puerta. Mientras volvía a Bingston pensaba que lo que me había dicho Sybil no tenía sentido. Desde luego estaban procurando que no apareciese en los periódicos; los policías no querían decirle que me buscaban por asesinato. Pero, por lo que me había comentado, se habían comportado como si no tuviera importancia, como si se tratase de una infracción de tráfico. ¿Quizá no era por el asesinato? Narices, seguro que me querían coger por pegarle al agente, seguro que les interesaba eso más que el crimen. Pero ¿cómo habían encontrado «al negro» con tanta rapidez? ¿Quién estaba organizando esto si no era Kay? Después de todo, yo sólo tenía la palabra de Bobby de que había sido ella, y no Kay, la que me había elegido. Bobby hubiera dicho cualquier cosa por proteger a Kay. Pero, incluso si se trataba de Kay, ¿qué posible relación podía existir entre ella y un tipo como Thomas?, y… yo no tenía tiempo de enterarme de nada relacionado con su jefe, el tal B. H. … Esa coartada de su ausencia de la ciudad podía ser un cuento. Pero ¿qué tenía que ver un alto ejecutivo de televisión con un don nadie como Thomas? Desde luego podía existir una respuesta a eso, ya que en ese grupo era difícil distinguir entre «ellos» y «ellas». No sabía cómo había logrado Kay toda la información sobre Thomas. ¿Supongamos que hubiera sido su jefe el que realizara la investigación? ¿Se había entrevistado con Thomas y se había insinuado? Puede que Thomas le despreciara… Eso podría ser un motivo.

Esto parecía encajar un poco, porque esa opinión mía de que Thomas era un tipo trabajador que llevaba una vida poco interesante no quería decir nada. Solo le había visto unas cuantas veces, realmente no sabía nada de él. Pero si B. H. era un homosexual y había conocido a Thomas, ¿cómo es que Kay no había sospechado de él? ¿O no se había enterado? Y, además, ¿por qué iba yo a pretender que arriesgase su puesto de trabajo por mi causa? Incluso Sybil no pensaba más que en su asqueroso dinero.

Sólo había una cosa segura: si la Policía sabía algo acerca de mí, me había comportado más inteligentemente de lo que yo creía al abandonar Nueva York.

Llegué a casa de los Davis antes de mediodía, me lavé y afeité. Frances llamó a mi puerta. Tenía muy buen aspecto con sus pantalones ajustados, una sencilla blusa de estilo italiano cuyo escote le dejaba los hombros al aire, unos hermosos hombros, nada huesudos. Llevaba zapatos rojos tipo ballet y el cabello en un apretado moño con una especie de diadema de perlas alrededor, las perlas destacaban en la negrura. Se había pintado los labios cuidadosamente con un rojo suave. Yo miraba sus labios cuando me preguntó:

—¿Te han dado el nombramiento de coronel de Kan-Tuck?

—Estuvieron a punto de multarme a causa de que me agoté de tanto decir «señor». ¿Vamos a ver a ese Tim Russell?

—En cuanto termines. Te espero en el coche.

Mientras me colocaba la corbata y la chaqueta oí a la señora Davis preguntarle por qué se había puesto el traje nuevo y a Frances pedirle que se callara. Al salir yo, se encontraba ya al volante del Chevrolet. Al sentarme, Frances lo puso en marcha y me preguntó:

—¿Has encontrado algo nuevo?

—No.

—He hablado con mi padre, nadie ha dejado la ciudad recientemente.

Al salir, un muchacho alto y delgado con pantalones de mecánico, botas pulidas y chaquetón a cuatros saludó a Frances; pero la mano pareció quedar suspendida en el aire, y su rostro, de un moreno pálido con recortado bigotito, mostró sorpresa. Ella movió la mano también, saludando, al dar la vuelta a la calle.

—Frances, yo… —gritó el chico—. ¡Espera!

—No tengo tiempo —contestó ella tomando velocidad—, es Willie.

—¿Tu novio?

—Caramba. ¿habla el detective? No, no es mi novio. Salgo a veces con él. Tengo que salir con alguien. Es que como soy algo difícil de conseguir supongo que él piensa que le apetece casarse conmigo.

—Es un chico guapo.

—Willie es como el premio gordo para las chicas de color en Bingston; todo un partido, y él lo sabe. Fue paracaidista, el único en Bingston, y eso le hace importante, tiene un puesto de trabajo fijo conduciendo un transporte de carbón y gana bastante. Cree que todo lo que tiene que hacer es abrir la boca y cualquier chica se pondrá a dar volteretas de alegría. No creo que pudiera soportar la idea de casarme con él. Aunque a veces…, cuando ya se han cumplido los veinticinco, Willie puede representar lo mejor del mundo…, visto desde aquí.

No quise interferir, de forma que me limité a preguntar:

—¿Qué tengo que decirle a ese Tim? Quiero decir, ¿qué excusa pongo para hablar con él?

—No tienes que decirle nada. Sabe que estás en un aprieto, no hará preguntas. Fue uno de los pocos blancos que nos ayudó en nuestra lucha para poder sentarnos en butacas en el cine… Es… yo creo que lo que se podría llamar el radical de la ciudad. Se trata de una buena persona. Hubo un tiempo en que me creí enamorada de él.

Me volví para mirarla.

—¿Y luego?

—Nada. Yo…, nosotros no hicimos nada. Ahora está casado. Pronto me di cuenta de que mis sentimientos por Tim eran una chiquillada. Había confundido la admiración con el amor.

—¿Y eso fue antes o después de que se casara?

—Antes. ¡Deja de tomarme el pelo! —lo dijo igual que cuando Kay me pidió que no me riese de ella.

—Perdona.

Atravesamos la calle principal y unos minutos más tarde entramos en un terreno enlodado que no podía haber sido un campo de béisbol. Pasamos delante de una pequeña tribuna, muy estropeada por la intemperie, y Frances se dirigió hacia un grupo de árboles en el otro lado del campo y se detuvo junto a una furgoneta de reparto aparcada. El muchacho que se encontraba al volante representaba unos veintitrés años. Su pelo amarillo, cortado a cepillo, me recordaba el de Thomas, su rostro era enjuto y curtido, con ojos azules muy agudos. Parecía un peso medio. Llevaba camisa sport y una sucia guayabera de ante.

—Hola, Tim —saludó Frances—. Este es el señor Jones.

Dijo «hola» y sacó la mano por la ventanilla para dármela. Quizá era un luchador; tenía como un mordisco en su nariz chata y una cicatriz en la ceja izquierda.

—¿Qué es lo que quiere saber de mi hermana? —su voz era seca y sin matices.

—Sobre el problema que tuvo con Porky Thomas.

—Yo nunca le llamé así —dijo, y su mirada se endureció—. No era un… ¿Usted no será uno de esos de la televisión que estuvieron aquí hace uno o dos meses?

—No.

—Ya les dije entonces que no iba a desenterrar ninguna basura para ellos. Lo mantengo todavía.

—¿Cómo reaccionó su hermana May con la gente de televisión?

Se pasó la mano por el corto cabello.

—Oiga, mire. Yo no estoy de acuerdo con May la mayoría de las veces, pero trato de comprenderla. May…, bueno, le estuvieron dorando la píldora. Dijeron que era una joven promesa de la canción; ella siempre había querido ser cantante. Le grabaron la voz y dijeron que saldría en las pantallas de televisión de todo el país. Me han dicho que cooperó con ellos.

—¿La ve usted mucho?

—No. No es que seamos enemigos. Es que ya no somos amigos. Esa es la diferencia.

—¿Abandonó ella la ciudad hace unos días?

—No, no ha salido nunca de Bingston. Sólo va a Cincinnati a hacer compras.

—Pero, desde que no la ha visto, podía haberse marchado…

—Sé que no lo ha hecho. Yo creía que me iba a preguntar cosas sobre Bob Thomas.

—Sí. ¿Sabe de alguien de aquí que tuviera alguna razón para odiarle?

—No lo suficiente como para matarle. Después de todo, hace años que se fue. Se olvidaron de él y del odio que le tenían.

—¿Cómo reaccionó usted cuando leyó que le habían matado?

—¿Yo? No sé; creo que lo sentí. Vivíamos en una chabola al final del pueblo, un sitio que se llama Hills[3]. Bob vivía allí con su madre, nunca llegué a conocer a su padre. Allí había otras familias pobres. Ahora es un vertedero de basuras; entonces también lo era, pero no de forma oficial. Los montones de basura hicieron que lo llamaran Hills. Éramos una siete u ocho familias, blancos y de color —dirigió sus ojos a Frances—. ¿Fran, has vuelto a hablar con la señora Simpson?

—No desde hace más de una semana.

Él jugueteó con su pelo otra vez.

—Es malo para su salud. La señora Simpson sigue viviendo allí. Estamos tratando de que se cambie… Bueno, usted lo que quiere es saber cosas de Bob. Es…, era varios años mayor que May y que yo. Pero siempre estábamos juntos, cazando ratas con tirachinas, construyendo chozas…, cosas de críos. A veces, cuando su madre no aparecía durante unos días, comía con nosotros. Mi madre se murió cuando yo era un bebé y mi padre era un borracho. Creo que hizo lo posible para educarnos a May y a mí lo mejor que pudo, sólo que era demasiado para él y se perdía por el trago. Lo que estoy intentando decir es que… éramos un grupo de críos salvajes, hambrientos y siempre en harapos. Cuando yo tenía nueve años se vino a vivir con nosotros un tío nuestro. Trabajaba como mecánico, él me enseñó lo que sé de coches. Lo más importante es que empezamos a comer todos los días… Le cuento estos detalles porque me ha dicho Fran que usted quisiera tener un cuadro completo.

—Sí, eso es lo que necesito exactamente —contesté, pensando si el enamorado Willie la llamaría también Fran.

Tim me miró durante un segundo como si me estuviera estudiando; parecía que me iba a preguntar por qué, pero no lo hizo.

—Bob solía comer con nosotros muchas veces. Su madre tardaba cada vez más en volver a casa. Trabajaba como camarera en una tasca de Cincinnati. Eran los últimos años de la Depresión y cada vez se le ponía más duro el ganarse el pan. May crecía y se estaba convirtiendo en una auténtica belleza. Tenía quince años cuando nuestro tío se marchó… Señor Jones, esto me cuesta mucho contárselo; voy a decirlo en pocas palabras. Mi padre murió aquel invierno de congelación y nosotros, los chiquillos, nos dedicamos a robar en los campos de los granjeros, vivíamos como animales. Cuando May empezó a traer dinero a casa yo era demasiado joven para sospechar cómo lo conseguía. Bob estaba loco por ella y por aquel tiempo sus relaciones iban bien…, creo que es así cómo se dice. Supongo que ya sabe que estuvo un tiempo en el reformatorio después de que su madre desapareciera y…

—¿Qué le pasó a su madre?

—Más tarde nos enteramos que había muerto en un accidente de tráfico en Virginia occidental. Dejamos bastante de hacer el loco. Yo incluso empecé a ir a la escuela algo más y cuando Bob volvió del reformatorio siempre tenía algo de dinero y me dijo que trabajaba para un granjero. Naturalmente, era May la que le daba el dinero. Yo ya sabía entonces a lo que se dedicaba, tuve que enterarme. Traté de que lo dejara. Abandoné la escuela y busqué un trabajo, ¿pero cuánto puede ganar un niño? Bob trataba también de que lo dejara, pero él nunca se mantuvo en un trabajo mucho tiempo, ¿y cuánto podía sacar? Ya comprende. May no era una chiquilla que buscase emociones en el sexo. Ella lo veía de otra manera… Ella vendía su cuerpo, pero ¿no vende sus brazos y sus piernas una chica que trabaja en una fábrica?

Hizo una pausa, quizá esperando algún comentario, de forma que le dije:

—Es una manera de verlo.

—No sé —contestó Tim, como si lo estuviera estudiando. Luego hizo un ligero movimiento—. En los años cincuenta, cuando tenía casi diecisiete años. May descubrió que estaba embarazada y quería que Bob se casara con ella. Él estaba de acuerdo, pero exigía que abandonara lo que estaba haciendo. Ella no lo consideraba necesario. Aunque Bob trabajase, no conseguiría más que unas perras haciendo cosas de vez en cuando y May estaba harta de pobreza. Él se negó a casarse. El embarazo de May avanzaba y le preocupaba que el niño no tuviera «un nombre». Otros empezaban a preocuparse. El «trabajo» de May era todavía muy secreto, incluso en una ciudad pequeña como Bingston; eran muy pocos hombres los que tenían trato con ella. Las cosas culminaron cuando Bob estaba a punto de irse al servicio. Ella pensó que tenía que obligarle de alguna manera e hizo que le arrestaran por violación. Fue algo detestable, pero ella pensaba que así se asustaría y se casaría con ella. No hay necesidad de decir que los respetables ciudadanos que la pagaban estuvieron encantados con la idea. Era una escapatoria para ellos. Creo que ya sabe usted lo demás…, a Bob le dieron permiso para que tuviera oportunidad de casarse con ella; pero él la cogió y le dio tal paliza que perdió al niño y estuvo a punto de morir. Nadie ha vuelto a verle por aquí.

Yo saqué mi pipa y la encendí.

—¿No volvió usted a ver a Thomas ni a buscarle?

Negó con la cabeza.

—Si le hubiera encontrado ese día le hubiese matado. Llevaba un trozo de tubería en el bolsillo para romperle el cráneo. Pero no tuve mucho tiempo que perder en la búsqueda, estaba muy ocupado cuidando a May. Un año después, cuando estaba en el Ejército, traté de encontrarle en todas las ciudades a las que llegaba; pero no le vi nunca.

—¿Qué hubiera hecho de encontrarle?

Se pasó una nerviosa mano por el pelo.

—No lo sé. Para entonces, aunque yo le enviaba una asignación, May estaba trabajando sin tapujos en su… negocio. Creo que entonces me di cuenta de que no era realmente culpa de Thomas. Había estado tan condicionado por las circunstancias como May. Aunque creo que no debería haberle pegado. No puedo perdonarle eso.

—Quizá, a su manera, amaba a May tanto que perdió la cabeza —dijo Frances repentinamente.

—Puede ser. Pero yo odio la violencia, cualquier violencia —contestó Tim. Sacó un paquete de cigarrillos y le preguntó a Frances si quería uno. Ella dijo que no y él inhaló profundamente el suyo, casi con rabia.

—¿Se ha hecho ahora una idea de cómo era Thomas, señor Jones?

—Sí, bastante buena.

—Es curioso las cosas que se recuerdan de la gente. Bob era consciente de su falta de cultura. Cuando mi tío estaba viviendo con nosotros Bob solía hablar de aprender un oficio, de ser alguien. Pero luego, cuando él tenía un poco de dinero, quiero decir que May le hubiera ayudado a ir a una escuela profesional, pero no volvió a hablar del tema.

—En este mundo de gente que no es nada todos quieren ser algo —dije, casi para mi interior, pensando que Porky Thomas había mantenido su deseo de aprender algo hasta su muerte.

—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó Frances.

—Una frase que podría ser inteligente. La dijo un tipo que también podría ser inteligente, alguien que conocí en… Chicago —me dirigí otra vez a Tim—. ¿Tenía Thomas algún hermano o hermana?

—No.

—¿Hubo alguna vez una profesora inglesa en la escuela de Bingston que se llamase Bárbara? Una mujer con aspecto apagado, podrá tener ahora entre treinta y cinco y cuarenta años.

—Nunca oí nada relacionado con una profesora así. El señor Kraus ha estado enseñando gramática desde que yo recuerdo.

—¿Era raro Thomas?

—¿Raro?

—Bueno…, quiero decir marica.

—No. Nunca sospeché de él una cosa así.

—Thomas se marchó hace unos seis años. En todo ese tiempo ¿nadie en Bingston le ha visto o ha sabido algo de él?

—No. Yo creo que se lo hubieran dicho a la Policía si hubieran sabido dónde estaba. No era sólo por la paliza que le dio a May, sino que la mayoría de la gente piensa que fue él quien la puso en aprietos.

—Pero esos admiradores de May, supongamos que alguno se encuentra con Thomas, con la intención, quizá, de detenerle y…

—No sé de ninguno que haya abandonado la ciudad en varios años. Todos tienen sus familias aquí. Creo que esto es todo lo que puedo contarle.

—Está bien. ¿Sería de alguna utilidad ver a su hermana?

—Llamaría a la Policía. Su respetabilidad ahora se manifiesta en un violento racismo.

—Ya veo. Otra pregunta. Cuando llegaron los de la televisión haciendo entrevistas y tomando fotos ¿no se empezó a hablar de Thomas con nuevo interés?

—Tiene usted razón, hubo mucho cotorreo —replicó con amargura—. Todavía están todos esperando verse en la pantalla. Y se sentían contentos de sacar dinero por las entrevistas…, el dinero de Judas.

—Cuando le licenciaron del Ejército ¿por qué regresó aquí?

Se le vio sorprendido.

—¿Y por qué no? Es mi ciudad. Uno de estos días, May tendrá problemas… Es mi hermana; quiero estar cerca para recogerla.

No se me ocurría nada más que preguntar. Realmente no había añadido mucho a lo que yo ya sabía. Puso su camión en marcha y dijo:

—Espero haberle sido útil, no importa el motivo que tenga usted, señor Jones. Ya me he retrasado en el trabajo —nos estrechamos las manos y se fue. En el borde del grupo de árboles, donde no había barro, paró el camión y llamó a Frances. Ella condujo el Chevrolet hasta allí, salió y estuvieron hablando en voz baja un momento; luego, Tim Russell se marchó.

Al volver Frances al coche, y antes de que yo pudiera preguntar, me dijo:

—Quería saber si eras un policía. Le dije que no.

Esperó hasta que perdimos de vista el camión antes de poner el Chevrolet en marcha. Yo sabía que se habían visto muchas veces en este mismo lugar.

—¿Tiene Tim algún otro hermano o algún familiar en Bingston o en cualquier otro sitio? —pregunté.

—No. Sólo su tío, yo lo recuerdo muy poco, era un viejo encorvado. Yo no creo que Tim le haya vuelto a ver desde que era un niño.

—¿Podías ver a Tim otra vez y preguntarle si sabe dónde está su tío ahora y su nombre?

—Se lo preguntaré. ¿Crees que lo podía haber hecho el tío?

—Preciosa, no creo nada realmente. Me siento igual que un oso. Dime una cosa, ¿ves mucho a Tim? Quiero decir: ¿le ves todos los días?

—Sí, ya te lo he dicho. Tiene un pequeño garaje.

—¿Y estás segura de que se encontraba en Bingston hace tres días?

Quitó los ojos de la carretera para posarlos en mí. Fue un segundo, pero su mirada era solemne.

—No es un asesino, Touie. Yo sé que se encontraba aquí. Viene a la panadería todas las tardes camino de su casa para comprar pan y bollos, de forma que… yo tendría que estar en la tienda en este mismo instante. ¿Qué vas a hacer ahora?

—No lo sé —no tenía ni idea de dónde dirigirme. Estaba estancado mientras el tiempo corría, escapándoseme.

—Si quieres, puedo decir que estoy enferma y quedarme a ayudarte.

—Gracias, pero es mejor que te deje allí; volveré a la casa y trataré de pensar. ¿Tú crees que Tim se ve con May ahora?

—Raras veces. Cuando se licenció, quería que ella dejase ese… negocio y que se marchase con él a algún sitio a empezar una nueva vida juntos. Había ahorrado mil dólares y pensaba que podía comprar un pequeño garaje en cualquier sitio. May se rio de él. Le ofreció ponerle una gasolinera de diez mil dólares. Eso fue lo que les hizo enfadarse.

Paró delante de un pequeño edificio, con un piso sobre la panadería que tenía una amplia cristalera. Todo estaba pintado de blanco, muy limpio. Al salir Frances, yo me senté al volante, el asiento mantenía su calor.

—¿Te veré en la cena? —me preguntó.

—Sí. Por favor, cuando hables con Tim pregúntale también acerca del padre de Thomas. Creo que era hijo de soltera, pero trata de descubrir si Tim tiene alguna idea de quién era el padre, dónde vivía y si él cree que Thomas le conocía.

—Le preguntaré, pero estoy segura de que Porky nunca conoció a su padre, ¿algo más?

—Sí… Gracias por regalarme tu hora de comida.

Sonrió al decirme adiós con la mano y la vi entrar en la tienda. Conduje hasta la casa de los Davis, entré y aparqué. La señora se asomó a la ventana, recogiendo las cortinas de encaje, me saludó con la cabeza. Yo hice un gesto con el sombrero, luego saqué los papeles de la televisión y los leí nuevamente. Bingston no añadía nada nuevo a todo lo anterior. Como detective auténtico, yo era una ruina. Seguía mirando los papeles de la forma en que lo había visto hacer a los detectives en el cine. No tenía ni la más mínima idea, ni mucho menos una pista. ¡Dios mío! ¡Cuánto me gustaría que esto fuese una película!

Pero, a menos que se tratase de uno de esos crímenes sin motivo, siempre existe una buena razón para un asesinato y la razón tenía que estar en algún lugar de esta lista. Thomas había estado libre durante seis años, pero le mataron cuando la gente de la televisión se interesó por su caso, de forma… ¿Qué? Por lo poco que yo sabía del asunto, Thomas podía tener algún lío en Nueva York. ¿Se habría peleado con su chica y habían roto? Pero ¿cómo podía ella haber sabido nada sobre Kay y sobre mí mismo? Ollie había dicho que había telefoneado una chica. ¿Podía haber sido ella? No tenía aspecto de criminal… Bueno, ¡como si yo supiera qué aspecto tienen los criminales! Seguramente nadie lo sabe. Supongamos que Thomas la invitó a su habitación y se propasó y ella cogió las tenazas… Claro que esto no explicaba cómo se había enterado del asunto de Kay y mío. No cesaba de acordarme de Kay. Realmente, por lo que me había dicho, todo el asunto de la televisión podía ser mentira… Me había pagado en metálico, no podía estar realmente seguro de que ella trabajara para Central o para ningún estudio de televisión. No, realmente existía un programa; habían entrevistado a la gente de aquí.

Traté de seguir estudiándolo todo y lo único que saqué fue un dolor de cabeza y la penosa idea de que, como detective…, yo era simplemente un pobre aficionado. Y además tenía una cliente idiota. Había estado loco en creer…

La señora Davis abrió la puerta principal.

—¿Quiere comer, señor Jones?

Asentí y salí del coche limpiando mi chaqueta con la mano. La señora añadió:

—Supongo que Frances le llevó a un taller para ver si le pueden arreglar el coche.

—Sí. Van a pedir los repuestos a Cincinnati —contesté siguiendo a la vieja entrometida hasta la cocina.

—He preparado un salpicón muy bueno, o si lo prefiere, hay jamón, arroz con leche recién hecho, café o té. ¿Quiere una toalla? Se puede lavar las manos en la pileta de la cocina.

La señora me alucinaba; este tipo de conversación sobre la comida, como si se tratase de un momento rutinario, como si no me estuviesen buscando por asesinato. ¡No tenía yo otra cosa en qué pensar más que en elegir entre un salpicón o jamón!

¿Pero… qué podía hacer? Yo había creído que Tim me iba a proporcionar alguna clave. Siempre había leído que cuando un policía se atasca empieza a hurgar nuevamente en el caso. Pero todo estaba claro. ¿Dónde podía empezar a hurgar? ¿Dónde…?

—Si quiere, puede tomar un poco de salpicón además del jamón, señor Jones.

—Yo… sólo quiero un vaso de leche, señora Davis.

—Vamos, vamos, un hombre tan grande como usted necesita algo más que un vaso de leche para alimentarse. Y, además, por dos dólares al día por comer podría usted…

—Todavía tengo el desayuno en el estómago, un vaso de leche si tiene.

—Como quiera.

Lo único que me quedaba por hacer era ver a algunas personas que habían sido entrevistadas. Empezar con la gente que había conocido a Thomas cuando era pequeño. ¿Cómo se llamaba la vieja que había dicho Tim que vivía en el vertedero? Busqué los papeles en mi bolsillo, pero me acordé de que la señora Davis estaba por allí. Mientras bebía la leche a pequeños sorbos le dije:

—He visto una vieja chabola cerca del vertedero de basuras. ¿Vive alguien allí?

—La loca de la señora Simpson. La única cosa que la obligará a marcharse de aquella porquería será la muerte.

—¿Es blanca?

—Me avergüenza decir que es de los nuestros. Yo digo que se podía haber marchado con toda facilidad hace mucho, incluso habían encontrado otro sitio para ella, pero yo creo que es tan vieja que no le rige bien la cabeza.

—Creo que me voy a dar un paseo —dije, poniendo el vaso vacío sobre la mesa.

La señora Davis se frotó las manos como si le hubiera comunicado alguna buena noticia; me dirigió una sonrisa de complicidad al decirme:

—Una vez vi un programa en televisión de músicos como usted, pero no creía que eran todos tan inquietos. Supongo que la música ruidosa se les mete en la sangre, como la corriente eléctrica.

Me dirigí a la puerta.

—Creo que tiene razón —me hubiera gustado que no mencionara eso de la electricidad en mi sangre: podía llegar a ser demasiado real.

Conduje camino de la calle principal, después torcí a la derecha, hacia el lado del pueblo que no había visto todavía. Había unos cuantos coches en la carretera y cuando ya llegaba al confín de la ciudad pude ver las «Hills» de basura delante de mí. Me pasó un camión que frenó bruscamente y se paró de forma seca. Yo casi agujereé el suelo del coche apretando el pedal del freno y el Chevrolet giró y se fue contra la cuneta. Luché con el volante, rezando para que el coche no diera una vuelta y mi oración fue escuchada. Me parecía que había sido deliberado, que si yo no lograba hallar al asesino… por lo menos él me acababa de encontrar a mí.