DOS DÍAS ANTES

4

Estaba entre las sábanas antes de las dos, entre mis propias sábanas. Insistí en compartir con Steve la cuenta, que había sido de treinta y un dólares, aunque Kay me había musitado:

—Déjale que lo pague él, viene de una familia podrida de dinero.

Acompañamos a las chicas a casa y dejé a Steve junto a la calle Sesenta y cinco mientras yo seguía hacia el norte de la ciudad, en taxi, como un millonario.

El despertador me sacó de un profundo sueño a las seis. Me puse rápidamente unos vaqueros y una vieja camisa y me encontraba junto a la casa de Thomas cuando éste salió a las siete treinta y cinco. Le seguí hasta la calle Veintitrés, donde se paró a desayunar, y a las ocho y veintiuno le vi entrar en el edificio de la agencia de transportes silbando alegremente.

Conduje hasta casa y tuve suerte de encontrar aparcamiento. Tomé un vaso de leche, cogí una nueva copia de Jet que había traído Ollie y me dormí leyendo.

Me desperté después de la una y al salir de la ducha me sentí hambriento. Sybil telefoneó mientras me vestía; se me había olvidado que era su día libre. Quería que la llevase a un salón de belleza en la calle Ciento veintiséis para arreglarse el pelo y, finalmente, me preguntó lo que realmente estaba deseando:

¿Me había decidido a aceptar el trabajo de cartero? Le contesté que había tiempo para pensarlo y que en ese momento sólo tenía hambre. Me dijo que estaba preparando la comida, de forma que fui hasta su casa, pero decidí no contarle nada de lo de la noche anterior.

Sybil tenía un aspecto descansado y estaba bonita, como primaveral. Se había pintado los labios de un rojo lascivo. Deseaba besarla, pero no lo hice. Me encontraba todavía molesto por su manía de condicionar el porvenir a mi aceptación del puesto de cartero o si no… Pero me sentía demasiado bien para argumentar. Cuando la llevé a la calle Ciento veintiséis me quedaban dos horas libres y pensé ir a nadar un rato en el gimnasio, luego recordé que podía hacer algo del trabajo de Ted Bailey.

En la carta me decía que esa mujer, James, tenía cincuenta y dos años, que había trabajado en un hospital y que su última dirección era un edificio destartalado de apartamentos en la calle Ciento treinta y uno. Había muchas anotaciones escritas a lápiz junto al timbre de la casa: un timbrazo para Flatts; dos, para Adams, y uno, Stewart, probablemente en el último piso, que necesitaba un concierto de diez timbrazos. Desde luego no había nadie de nombre James, pero algunos estaban tan borrosos que era difícil leerlos.

Bajé al sótano y toqué el timbre. Contestó a la llamada una adolescente con labios pintados de un rojo brillante, pantalones estrechos y una camiseta sobre la cual llevaba una camisa masculina a cuadros que no lograba ocultar su pecho prominente. Masticaba chicle y parecía muy segura de su figura juvenil y bonito rostro, como si los demás tuvieran el deber de opinar que ella era la chica más llamativa del lugar. Yo me figuraba que la señora James no se había movido de la casa, sino que había acordado con la patrona que le dijese al cobrador que se había mudado. Había cambiado efectivamente su lugar de trabajo, pero una persona que posee un compacto de cocina-frigorífico no puede ir de un lado a otro fácilmente.

Cuando pregunté por la señora James, la chica me demostró lo bien que se le daba hacer globitos antes de inquirir:

—¿Quién es usted?

—Soy un amigo suyo, voy a estar en la ciudad solamente un día.

—Pues se fue hace un mes.

—¿Sabes dónde? No tengo demasiado tiempo y me gustaría verla.

Se encogió de hombros y los dos miramos a cierta parte de su anatomía, que pareció danzar.

—No, creo que a algún sitio en Long Island —no mentía bien.

—Lo siento. Tengo que darle algún dinero. Telefoneé al hospital, pero me dijeron que se había ido. Ahora no se lo puedo enviar por correo tampoco. Bueno, a lo mejor me la encuentro algún día por ahí.

La señorita Bonito Cuerpo Moreno me largó una mirada muy estudiada a través de sus largas pestañas.

—¿De qué ciudad dice usted que viene, buen mozo?

—He llegado de Chicago. Un primo de la señora James vive allí.

—Bien… —sus ojos brillantes me recorrieron despacio y decidieron que mi ropa era cara—, le voy a decir un secreto: vive aquí. Son cinco timbrazos. No volverá a casa hasta las cuatro. No quiere ver a una de esas compañías asquerosas de crédito, por eso le mentí antes. Puede usted volver aquí o llamarla esta noche al Boulevard Hospital que está en el Bronx. Empezó a trabajar allí la semana pasada.

—Gracias. Y, oye bonita, ¿sabes que crecen cosas preciosas por estos lugares?

Volvió a inflar el chicle con placer.

—Bueno, hombre, pero no crece el buen humor. Esto es Big Apple[2], grandote —cerró la puerta con una pequeña reverencia. Los niños de hoy día saben cómo llamar la atención.

Conduje a lo largo de la calle Ciento veinticinco, encontré sitio para aparcar y puse una moneda en el parquímetro. La calle Ciento veinticinco es algo así como la avenida principal de una ciudad de provincias; si se espera un rato siempre se ve a un conocido. Apenas había sacado mi pipa cuando dos tíos se acercaron al Jaguar diciendo:

—Touie, ¿cómo van las cosas?

—Ya veis, por aquí —contesté estrechándoles la mano y pensando quiénes podrían ser. Resultó que habíamos estado juntos en el Ejército. Dejé el Jaguar y los llevé al bar de Frank, donde les invité a cerveza, mientras charlábamos sobre la tierra prometida y los viejos tiempos. Me marché después de la segunda cerveza, luego volví a la calle Treinta y uno y toqué el timbre cinco veces. Una mujer bajita de color café y de ágil aspecto me abrió la puerta al momento. Tenía el rostro avejentado y las manos estropeadas, pero sus ojos eran jóvenes y su forma de hablar excitada como si fuera una chiquilla. Cuando le pregunté:

—¿Es usted la señora James? —se apresuró a decir:

—Usted debe de ser el muchacho de Chicago que me dijo Esther, el amigo de mi prima Jane. ¿Cómo está mi prima? Siempre estoy pensando en escribirle, pero… perdone, por favor, pase.

El estrecho pasillo necesitaba pintura, había una alfombra deshilachada en las escaleras de madera, una trampa en caso de incendio. Parecía que estábamos solos, de forma que le dije:

—No conozco a su prima, señora James —y le enseñé mi insignia—. Negarse a pagar la cocina-frigorífico es igual que robar.

Pareció envejecer en la fracción de un segundo, se encogió a la vez que se apoyaba en la pared, como si yo la hubiese golpeado en el estómago. El rostro se volvió de un moreno enfermizo, pero después de un momento sus ojos se enfurecieron a la vez que reaccionaba, parecía hervir.

—¡Malditos lameculos! ¡Esos tipos de la ciudad siempre pueden arreglárselas para encontrar a uno de los nuestros para que haga de Judas! Yo nunca…

—¡Cállese! —exclamé, los dos tratábamos de hablar en voz baja, la de ella era como un silbido.

—¿Por qué? —preguntó levantando el rostro—. ¿Por qué tengo que callarme? ¿Vas a pegarme? Inténtalo. ¡Yo sería la última mujer de color a la que pegarías!

—Tranquilícese, señora James. Yo me limito a cumplir con mi trabajo. Déjese de grandes palabras acerca de esos «hombres» y de que alguien la está amenazando. Si usted tuviese una tienda y alguien intentase timarla, sería la primera en poner el grito en el cielo. Escúcheme, sé que es una persona decente y trabajadora, y yo estoy seguro que nunca hubiera pensado en robar, pero…

—¿Robar? ¡Esos de la compañía sí que son unos ladrones! Ya he pagado trescientos veinte dólares por la cocina, más el interés y el pasaporte. Cincuenta dólares de entrada y veinte al mes. Y ahora escúcheme: al mes siguiente, entiéndalo bien, ¡al mes siguiente!, después de haberla comprado, veo una cosa exactamente igual en Macy ¡por ciento cuarenta dólares!, ¿qué le parece? Me acerco a la compañía y, ¡maldita sea!, ellos la están vendiendo por doscientos sesenta. Bien, me decidí, yo tengo que trabajar mucho y no estoy como para regalar dinero. Les había pagado ciento cincuenta dólares, además de esos impuestos asquerosos y desde luego no pienso darles nada más.

—Señora James, ¿por qué se mete en esas compras a crédito? Es más barato comprar algo directamente en una tienda.

—¡Habla como si yo tuviese la cabeza de chorlito! ¿De dónde voy yo a sacar ciento cuarenta dólares de una vez? Tengo que comprar a plazos. ¿Cree que me sobra algo de lo que me pagan en el hospital? ¡No dice más que tonterías, chico!

Me sentía mal y al mismo tiempo furioso, furioso contra ella. La mayoría de esas compañías de crédito ganan el dinero liando a los pobres. Sentía que esta mujer fuera tan estúpida; seguramente hubiera podido ir a unos grandes almacenes y haber comprado el trasto. No sé por qué, pero sucede que los que menos tienen siempre acaban pagando más. De todas formas, no era asunto mío, de forma que le dije:

—Mire, señora James, vamos a hablar racionalmente. No tiene usted que decirme cuánto trabaja, ni que seguramente paga demasiado por su habitación, por la comida y por todo. Pero nadie la obligó a comprar esta cocina-frigorífico. Es verdad que no ha hecho una buena compra, pero usted es una persona adulta y ha firmado un contrato. No tengo que recordarle que la Ley está del lado de los otros. Ellos pueden llegar hoy y llevarle la cocina y usted no tendrá un apoyo legal. Es un lío, pero se metió en él con los ojos bien abiertos. Ahora tiene que decidir qué es lo que va a hacer: perderlo todo o ponerse al día en el pago —las palabras me sabían amargas conforme las iba pronunciando. Ella empezó a llorar con pequeñas y dolidas lágrimas.

—Cualquiera tiene derecho a vivir decentemente y a sacarle a la vida un poco de alegría y…

—Un ladrón que amenaza a alguien con una pistola podría decir lo mismo.

—¡Yo no soy una ladrona! No se le ocurra llamarme eso. ¡Jamás he hecho nada malo en mi vida! Usted es… es un negrazo bastardo —sus ojos húmedos me miraban furiosamente al añadir—: No había insultado a nadie así en mi vida, si no es verdad que me quede muda, pero se lo llamo a usted que tiene la piel tan negra como la mía.

No me hubiera sentido peor si me hubiera escupido en la cara.

—Señora —murmuré— yo me limito a hacer mi trabajo, una rutina…

—¿Trabajo? ¿Es un trabajo torturar y ayudar a que engañen a su propia gente? Los tipos de la ciudad se llevan la tajada mientras usted rebuzna sobre su trabajo y se lleva las sobras. Está bien, dígales que les enviaré el dinero mañana, me pondré al día. Y ahora, ¡quítese de mi vista!

—¿Cuánto debe todavía?

—Unos ciento setenta dólares. Váyase. Ya le he dicho que lo voy a pagar.

—¿Cuánto puede pagar hoy?

—¿Qué es lo que quiere? ¿Mi sangre?

—¡Por el amor de…! ¡Déjese de tonterías! Estoy intentando ayudarla. Quizá pueda llegar con ellos a un arreglo.

—Bien, aunque no tenía intenciones de pagar he ido guardando el dinero de los plazos. Supongo que les podría dar cien dólares al final de la semana.

—¿Hay por aquí un teléfono?

Me señaló el vestíbulo. Había un teléfono público detrás de la escalera. Telefoneé a Bailey y le dije:

—Ted, estoy con la señora James. Está muy mal. Se encuentra enferma y sin trabajo. No creo que pueda trabajar en unos meses. Debe ciento setenta dólares, pero piensa que una amiga le puede prestar cien, si la compañía acepta. De lo contrario se tendrían que llevar el compacto que ya no está en buenas condiciones. Esos cien son lo único que tiene en el mundo, todo lo que puede reunir. Aconsejo que lo acepten. Lo puede pagar dentro de un día o dos.

Ted me dijo que preguntaría y me llamaría, le pedí que se apresurase y que recordase a la compañía que ya habían conseguido ventaja en la venta, que el compacto se estaba vendiendo ahora por la mitad de lo que le habían pedido a esta señora.

Encendí la pipa y esperé en el estrecho pasillo sin que ninguno de los dos hablase. La señora James me miraba con ojos sombríos, aborreciéndome con toda su alma, a mí y a mi elegante traje. Eran las cuatro y diecisiete. Si seguía haciendo el tonto con este caso poco importante iba a perder a Thomas a su salida.

Al final se llamó Ted y dijo que de acuerdo. Quería hablar con la vieja y ella le dijo que enviaría el dinero por correo al final de la semana.

—Sí, sí. Lo comprendo. Naturalmente. ¡Sí! —cuando colgó, dando un golpe, le dije:

—Ahora, señora James, cuando vaya a pagar asegúrese de que le dan un recibo donde ponga «totalmente abonado». O si lo envía por correo, diga en el banco que le den un cheque y en el respaldo usted escribe «Último pago por el compacto de cocina-frigorífico, según lo acordado». La próxima vez que vaya a comprar algo tómese tiempo suficiente para pensar qué es lo que va a hacer y luego no se queje.

—¡Váyase! Ya ha terminado su trabajo.

—Me he arriesgado por usted y le he ahorrado setenta dólares, señora James.

—¿Está esperando la propina?

—Desde luego que no, pero por lo menos… Hice lo que pude. Comprendo la situación en que se encuentra, en la que nos encontramos todos.

—Gracias. ¡Gracias por nada!

Me encogí de hombros, me puse el sombrero y me dirigí a la puerta. Se quedó al pie de la escalera, mirándome, todavía como si yo fuera una basura. Salí, cerrando de un portazo y conduje hacia el centro. Había mucho tráfico y ya eran más de las cinco cuando llegué a la agencia de transporte. Me dirigí hacia Brooklyn maldiciendo camino de la escuela de soldadura, pero luego cambié de parecer y aparqué en doble fila delante de la cafetera de la calle Veintitrés. Thomas estaba cenando dentro, su camarera revoloteando alrededor de su mesa, ambos reían y charlaban.

Me sentí un poco mejor hasta que legó un policía preguntando qué era lo que estaba haciendo. Era viejo, con un rostro blanco lleno de venillas rojas y una obvia dentadura falsa. Al hablar, la parte inferior se le movía, le dije que estaba esperando a un amigo y me contestó que no podía estar en doble fila en la calle Veintitrés ¿no lo sabía? Contesté que lo sentía y puse el Jaguar en marcha, pero él me pidió el carnet. Si hubiera tenido la cabeza de celofán no hubiera visto con más claridad las ideas barajándose en su cerebro de gallina: un tipo de color en un coche caro, tiene que tratarse de un robo. Le enseñé el carnet y mi chapa de registro, rezando para que a Thomas no se le ocurriese mirar por la cristalera. El guardia gruñó:

—Le multaré la próxima vez que le pille aparcando en doble fila —y me devolvió el carnet.

—No lo dudo.

—¡Póngase chulo y le multo ahora mismo!

—Pero ¿quién se está poniendo chulo? Usted me dijo una cosa y me he limitado a contestarle —dije, escurriéndome hacia dentro; toda la furia que había sentido en casa de la señora James hervía en mi interior. Sacó su libro de notas y amenazó:

—Voy a tomar nota de su nombre y de la matrícula, listo. Puede estar seguro que no se me va a olvidar —su labio inferior se movía como el del muñeco de un ventrílocuo.

Cerré el pico; no existía razón para que me complicase en una multa. Cuando terminó de garrapatear le pregunté:

—¿Puedo irme?

—Sí —gruñó otra vez.

Encontré un sitio para aparcar en la Novena Avenida y retrocedí andando para situarme frente a la cafetería, diciéndome a mí mismo que era idiota por hablar con el policía; si me veía ahora podía empezar otra batalla verbal.

Thomas tardó bastante en comer y a mí me estaba entrando apetito. Finalmente él y la señorita Burns comprobaron sus relojes y él salió y subió a su habitación, yo me paré en la esquina, desde donde podía observar su casa sin ponerme en evidencia. Salió a las siete, con camisa y corbata bajo la guayabera y muy bien cepillado su cabello rubio. Recogió a su chica frente a la cafetería y cruzaron la calle para entrar en el cine.

Telefoneé a Kay, pero Bárbara me dijo que no estaba, por lo que le dejé el recado de que todo estaba bajo control. Bobby no hizo preguntas. Llamé a Sybil para preguntarle si le apetecía comida china, pero me dijo que ya había comido y que me haría una cena, que llevase cerveza.

Después de dar varias vueltas alrededor de la casa de Sybil. en círculos cada vez mayores, encontré un lugar donde aparcar, compré un par de botellas de High Life. Sybil me sirvió un plato recalentado de estofado, arroz pasado, pan de ajo y ensalada. Tenía rulos en el pelo, lo cual es algo que odio, pero por lo demás se encontraba de buen humor y no mencionó Correos ni una sola vez. Yo no dejaba de pensar en la señora James y se lo conté a Sybil, la cual me comentó:

—¿Qué puedes esperar de los negros de clase baja? —sólo que no dijo la palabra «negros», de forma que me sentí hervir y ella vino a sentarse en mis rodillas y empezó a besarme dulcemente, preguntando entre besos:

—¿Qué le pasa a mi Touie grandote?

Desde luego era un procedimiento diabólico, pero efectivo. Yo miraba su cara bonita mientras acariciaba su hermoso cuerpo y, pensando en el trabajo de televisión, me preguntaba a mí mismo el motivo de sentirme tan enfadado.

Después de que yo fregara los platos, bebimos cerveza y vimos televisión. Empezamos a jugar a las cartas mientras esperábamos el combate que iban a retransmitir. Sobre las once, después de las noticias, cuando nos acomodábamos para ver una película inglesa, sonó el teléfono. Sybil contestó y dijo que era para mí. Era Ollie.

—Sabía que te encontraría allí, viejo. Mira, te acaba de llamar una mujer que dice que es la señorita Robbens. Que era muy importante que te localizara en seguida. Le dije que sabía dónde estabas y ella me dio este recado para ti: que tienes que encontrarte con ella en la habitación de Tutt, dentro de la habitación, exactamente a las doce.

—¿Dentro de la habitación? Ollie, ¿seguro que lo has entendido bien? ¿Dentro de la habitación?

—¿Tú también? Voy a tener que despedirme como secretaria privada. Mira, escribí el recado y ella me lo hizo incluso repetir por teléfono. Parecía nerviosa, no dejaba de preguntarme si era seguro que te podía localizar. Le dije que no se preocupara, que te daría su recado. ¿Lo has entendido, sabueso? Exactamente a medianoche en la habitación de Tutt. Piensa que no te queda mucho tiempo.

—Sí. Tienes razón. ¿Tengo que entrar en la habitación? —oí suspirar a Ollie.

—Ya te lo he dicho, tomé nota de todo, se lo leí a ella luego. Te lo estoy leyendo ahora, ¿de acuerdo?

—Sí, sí. Gracias, Ollie.

Colgué y llamé a Kay. Contestó Bárbara con voz medio dormida. Me dijo que Kay había salido, que no la había visto desde la mañana. Repentinamente preguntó con nueva vivacidad:

—Touie, ¿no has visto a Kay esta noche?

Le dije que no y colgué. Mientras me ponía la corbata y los zapatos, Sybil inquirió:

—¿Qué pasa?

—No lo sé.

—Pareces preocupado.

—Y lo estoy. Algo ha pasado en este asunto de la televisión de la Avenida Madison, algo que no acabo de entender —seguía pensando que si Kay quería que nos encontrásemos en la habitación de Thomas era que el secreto había dejado de serlo y que el montaje publicitario se había esfumado…, y que yo había perdido el trabajo.

—Si estuvieras trabajando en Correos no tendrías que marcharte a perseguir a nadie a medianoche o…

—Vamos, vamos, cielo —le dije besándola—, quizá vuelva luego.

—No, no lo hagas, no me despiertes; tengo que tener tiempo mañana para ir de compras antes de entrar a trabajar.

—Te llamaré entonces como siempre a la telefónica.

Eran las once y dieciocho cuando salí a buscar el coche, pero tomé un taxi en Broadway, no iba a poder jugar al escondite buscando un sitio donde aparcar en el centro. Saqué mi agenda, Thomas-Tutt tenía la habitación 3 del piso 2F. ¡Maldición! Si perdía el trabajo tendría que devolver parte de lo que me habían dado y me quedaban menos de cincuenta dólares, aunque Kay había dicho que un mínimo de un mes. Desde luego, desde un punto de vista legal, no tenía por qué devolver ni un céntimo, pero quería conservar la buena voluntad de Kay. Si había habido un chivatazo, ¿por qué decirme que fuese a la habitación de Thomas? Kay podía haberme telefoneado que todo se había terminado y se acabó. O ¿el citarme en la habitación quería decir que todavía estaba trabajando?, o…

Me senté bien derecho a la vez que el chico del volante corría por la autopista sobre dos ruedas. Esto sólo podía significar una cosa: ¡Thomas se había esfumado!, se había olido el asunto y yo había tenido la culpa. Yo y mi gran agencia de detectives no éramos capaces de hacer un simple trabajo de seguimiento. Pero, ¡demonios!, ella me había dicho que solamente tenía que comprobar dos veces al día dónde se encontraba hasta que su caso fuese televisado. Yo le había visto meterse en el cine con su chica hacía unas pocas horas y, a menos que fuese más inteligente de lo que parecía, no se estaba preparando para marcharse. Y además ¿cómo lo iba a saber Kay? ¿o tenía a alguien más siguiendo a Thomas? ¿o me estaba siguiendo a mí?

Pagué el taxi junto a la esquina. Faltaban todavía siete minutos para las doce. La casa y el bloque estaban silenciosos. Me detuve un momento frente a la casa. ¿Por qué exactamente a medianoche? Dos borrachetes de mediana edad salieron y me dirigieron la «mirada habitual», pero con ojos algo vidriosos. Doblaban la esquina y se volvieron a mirarme, murmurando algo, a la vez que yo subía las escaleras de entrada.

Me paré frente al piso 2F, un pasillo oscuro y tortuoso que olía a comida rancia y a diversos sudores humanos. Harlem no tiene el monopolio de casas deprimentes. Probé el pestillo, no estaba cerrado. Otro pasillo más estrecho y más sofocante todavía, con puertas a ambos lados. Un sucio «3» de metal sobre una de ellas, la más cercana a la salida. Escuché y no oí nada, pero se veía luz a través de la ranura inferior. Golpeé suavemente, esperé unos segundos y luego di la vuelta al pestillo, la puerta se abrió. Supongo que en el momento en que vi la desordenada habitación me di cuenta de todo. Pero me costaba trabajo creerlo.

Se trataba de una habitación pequeña, sólo había una cama y una cómoda metálica cuyos cajones habían sido sacados y el contenido revuelto. Thomas parecía estar dormido en la cama, con las mantas sobre su cabeza. Tuve la repentina y angustiosa idea de que la persona que estaba en la cama pudiese ser Kay. Cerré la puerta y salté sobre los pantalones de Thomas y sobre la chaqueta que estaban en el suelo y entonces me di cuenta de la sangre todavía húmeda en la almohada grisácea. En el suelo había un par de tenazas también manchadas de sangre.

Retiré la ropa de la cama y pude ver la aplastada nuca de Thomas. Tenía la cara vuelta hacia abajo y había sangre en la cabeza y los hombros, sangre húmeda todavía. Incluso había salpicado la fea pintura rosa de la pared detrás de la cama.

Me quedé inmóvil, sujetando por largo rato las ropas con la punta de los dedos, sabiendo que tenía que pensar en algo rápidamente y asustado de lo que me estaba viniendo a la mente. No era necesario ser detective para darse cuenta de lo que esto significaba.

Creo que permanecí allí unos segundos, o quizá fueron minutos. Oí pasos en la escalera, en la entrada primera. En el fondo de mi mente, la única porción de mi cerebro que se mantenía alerta, esperaba esos pasos. Dejé caer la manta a la vez que se abría la puerta; apareció un policía blanco de rostro grueso. No estaba esperando un muerto, pero cuando se fijó en la ensangrentada cama sacó la pistola del bolsillo de su grueso abrigo azul, como si tuviese las manos articuladas. Con voz profunda dijo:

—Mantenga las manos a la vista, arriba, ¡negro hijo de perra! Te he cogido con las manos en la masa —se trataba probablemente de mi imaginación, pero yo diría que se sentía casi feliz pensando en un ascenso.

Lo que yo había imaginado desde que me llamara Ollie se presentaba ahora claramente: me habían preparado el escenario. Ahora sentía la mente clara y pensaba con rapidez. La Policía se enteraría de la pelea en la cafetería cuando fuesen a preguntar a la escuela, el policía de Brooklyn se acordaría de mí y también el que quería multarme a la hora de la cena. Y los dos borrachos que me habían visto entrar en la casa unos minutos antes. Me habían pillado bien.

Mantuve los brazos arriba, los hombros levantados. El policía estaba solo, probablemente era el de la vigilancia del distrito. Exactamente a medianoche. La coordinación era sencilla, una llamada telefónica a la policía a las doce menos cinco diciendo que había jaleo en la habitación 3 del piso 2F y vienen y me detienen. Lo habían preparado a sangre fría.

Me estaba mirando fijamente, esperaba que yo dijera algo, pero no me molesté en hacerlo. Todo se reducía a un policía blanco y a mí, que era negro y además él llevaba en sus manos la «diferencia». Hubiera sido estúpido tratar de explicar nada… lo mejor era permanecer quieto y callado.

En aquel instante se me vino a la memoria algo que mi viejo solía decir: «La vida de un negro es como basura, porque no tiene derechos que el hombre blanco crea que se deben respetar. Esta es la ley, la Decisión de Dred Scott, hijo mío. No te olvides de eso.»

Lo estaba recordando, sabía que a un movimiento mío me mataría inmediatamente.

—¿Por qué no os quedáis en Harlem, ladrones, allí es donde pertenecéis? ¿por qué venís aquí a robar y matar a la gente? —su voz era chillona y se veía la ira en su rostro blanco al dar un paso en mi dirección.

A una distancia precisa levantó la pistola para golpearme en la cabeza. En el momento en que alejó la pistola de mi rostro yo, con una acción refleja, sujeté rápidamente por la muñeca la mano con que sostenía la pistola. Golpeé con mi rodilla derecha su ingle y con esa misma mano le golpeé la mandíbula.

No pudo ni disparar al techo; cayó al suelo como un fardo, quejándose con la boca abierta, tratando de respirar. Salté sobre él, cerré la puerta y bajé las escaleras lo más silenciosamente que pude.