UNA ÉTICA DEL COMPROMISO MILITANTE[51]

I

ENCUENTRO una afinidad muy grande con las reflexiones éticas de Alain Badiou. Hay tres aspectos, en particular, que sin duda me parecen atractivos y cercanos a mi propio enfoque teórico. En primer lugar, su intención de articular la ética dentro de un proyecto emancipador. Contra la tendencia hoy imperante, que presenta la ética como una intervención puramente defensiva —esto es, como reacción a la violación de los derechos humanos—, la ética de Badiou echa raíces en un discurso esencialmente afirmativo. En segundo lugar, la universalidad del discurso ético no depende, para Badiou, de la presunta universalidad de su lugar de enunciación: por el contrario, la ética se vincula de modo constitutivo a la fidelidad a un acontecimiento que siempre es concreto y está situado. Por último, Badiou evita con cuidado la tentación de extraer de lo ético como tal un conjunto de normas morales —éstas pertenecen, para él, a lo calculable en una situación que es estrictamente heterogénea respecto de lo ético—.

Mi propio enfoque teórico, al menos desde este punto de vista, es comparable al de Badiou, y éste es un hecho que no ha pasado desapercibido. Slavoj Žižek, por ejemplo, escribe:

A pesar de sus diferencias obvias, los edificios teóricos de Laclau y Badiou están unidos por una homología profunda. Contra la visión hegeliana de lo «universal concreto», de la reconciliación entre lo universal y lo particular (o entre el ser y el acontecimiento), que aún es claramente discernible en Marx, ellos comienzan afirmando una brecha constitutiva e irreductible que socava la consistencia cerrada en sí misma del edificio ontológico: para Laclau, esta brecha, que exige una hegemonización, es la que existe entre lo particular y el universal vacío (la brecha entre la estructura diferencial del orden social positivo —la lógica de las diferencias— y el antagonismo político en sentido propio, que involucra la lógica de la equivalencia); para Badiou, es la brecha entre el ser y el acontecimiento (entre el orden del ser —estructura, estado de situación, saber— y el acontecimiento de la verdad, la verdad como acontecimiento). En ambos casos, el problema consiste en quebrar el campo ontológico cerrado en sí mismo como una descripción del universo positivo; en ambos casos, la dimensión que socava el cierre de la ontología tiene un carácter ético: concierne al acto contingente de decisión contra el fondo de la multiplicidad indecidible del ser; en consecuencia, ambos autores intentan conceptualizar un modo nuevo de subjetividad, poscartesiano, que corte sus vínculos con la ontología y gire en torno a un acto contingente de decisión[52].

A pesar de estos numerosos puntos de convergencia reales, también hay, no obstante, muchos aspectos en los que nuestros enfoques respectivos divergen en lo fundamental, y de estos voy a ocuparme en las páginas siguientes. Sin embargo, el hecho de que nuestros enfoques sean en efecto comparables tiene sus ventajas: decisiones teóricas opuestas se pueden presentar como trayectos alternativos cuya divergencia es posible pensar a partir de aquello que, hasta ese punto, había sido un terreno teórico relativamente común. Una última observación preliminar: a continuación voy a referirme principalmente a la ética de Badiou, sin un abordaje integral de su ontología, tarea que espero llevar a cabo en un futuro no muy lejano.

Recapitulemos primero algunas categorías básicas de la teoría de Badiou. Hay una distinción principal, desde su perspectiva, entre situación y acontecimiento. La situación es el terreno de una multiplicidad que se corresponde con lo que se puede denominar, en términos generales, el campo de la objetividad. El ser no es uno —la unicidad, para Badiou, es una categoría teológica— sino múltiple. La multiplicidad presentable o consistente se corresponde, en lo esencial, con el campo del saber, de lo calculable, lo diferenciado. El conjunto de distinciones objetivas se corresponde con un principio estructural que Badiou denomina el estado de la situación. Lo que a menudo llamamos moral —el orden normativo— forma parte de este estado y se organiza bajo este principio estructural. Hay que establecer una distinción aquí entre la presentación de una situación donde la estructuración —el orden— se muestra como tal, y la representación, el momento en que el primer plano no lo ocupa la estructura sino el proceso de estructuración (structuring). El acontecimiento se basa en aquello que es radicalmente irrepresentable dentro de la situación, aquello que constituye su vacío (una categoría que retomaremos más adelante). El acontecimiento es la declaración misma de ese vacío, un corte radical con la situación que vuelve visible aquello que la situación sólo puede ocultar. En tanto que el saber es la inscripción de lo que ocurre dentro de categorías objetivas preestablecidas, la verdad —la serie de implicancias sostenidas tras un acontecimiento— es singular: lo propio del acontecimiento no se puede subsumir bajo ninguna regla preexistente. Por lo tanto, el acontecimiento es inconmensurable respecto de la situación, su corte con ésta es realmente fundacional. Si intentáramos definir el vínculo del acontecimiento con la situación, sólo podríamos decir que es una substracción de ésta.

El concepto de acontecimiento está estrechamente ligado a lo ético. Una vez producido el acontecimiento, la visibilidad que su advenimiento posibilita abre una zona de indeterminación en relación con los modos de tratar con éste: podemos o bien ceñirnos a dicha visibilidad a través de aquello que Badiou denomina una fidelidad al acontecimiento —que supone la transformación de la situación a través de una reestructuración que toma la verdad proclamada como punto de partida—, o bien podemos negar el carácter radicalmente acontecimiental del acontecimiento. Cuando esto implica la distorsión o la corrupción de una verdad, esta alternativa es el mal. En términos de Badiou, el mal puede adoptar tres formas principales: la forma de la traición (el abandono de la fidelidad al acontecimiento), la forma del simulacro (el reemplazo, a través de la nominación, del vacío por la plenitud de la comunidad) y la forma de una totalización dogmática de una verdad.

En este punto debemos formularnos una serie de preguntas interrelacionadas. ¿Es suficiente un acontecimiento, que se define a sí mismo exclusivamente por su capacidad para sustraerse de una situación, para fundamentar una alternativa ética? ¿Posee el criterio de distinción entre vacío y plenitud la solidez suficiente para distinguir el acontecimiento del simulacro? ¿Es lo suficientemente nítida la oposición entre situación y acontecimiento como para atribuir al campo del acontecimiento todo lo necesario para formular un principio ético? Mi respuesta a estas tres preguntas será negativa.

Sería razonable empezar por considerar las tres formas del mal a las que se refiere Badiou. La pregunta principal es: ¿en qué medida pasa de contrabando en su argumento algo que había excluido formalmente en el comienzo mismo? Como dijimos, Badiou establece una oposición ontológica básica entre la situación y el acontecimiento, cuyo único fundamento está dado por la categoría de la «substracción». Esto también establece los parámetros dentro de los cuales se puede pensar la distinción. Debemos olvidar todo acerca de los contenidos materiales y ónticos de la situación y reducirla a su principio de definición puramente formal (la organización de lo calculable, lo diferencial, como tal). En este caso, sin embargo, el único contenido posible del acontecimiento como pura substracción es la presentación o la declaración de lo irrepresentable. En otras palabras, el acontecimiento también sólo puede tener un contenido puramente formal. En consecuencia, la fidelidad al acontecimiento (el contenido exclusivo del acto ético) tiene que ser, a su vez, un mandato ético enteramente formal. ¿Cómo diferenciar, en este caso, lo ético del simulacro? Tal como Badiou deja en claro, el simulacro —como una de las figuras del mal— sólo puede surgir en el terreno de la verdad. De modo que si Badiou va a ser fiel a sus premisas teóricas, la distinción entre acontecimiento y simulacro también debe ser una distinción formal —esto es, tiene que surgir de la forma del acontecimiento como tal, independientemente de su contenido real—.

¿Es Badiou fiel a sus propios presupuestos teóricos en este punto? Creo que no. Su respuesta a la pregunta por el criterio que distingue al acontecimiento del simulacro es que el acontecimiento apunta al vacío de una situación.

Lo que hace que un acontecimiento verdadero pueda constituirse en origen de una verdad, única cosa que es para todos y que es eterna, reside en que justamente está ligado a la particularidad de una situación sólo por el sesgo de su vacío. El vacío, el múltiple-de-nada no excluye ni obliga a nadie. Es la neutralidad absoluta del ser. De modo que la fidelidad de la que un acontecimiento es el origen, aunque sea una ruptura inmanente en una situación singular, no por eso deja de apuntar a la universalidad[53].

El simulacro —el nazismo, por ejemplo— se vincula a la situación como plenitud o sustancia. Según la lógica de un simulacro, se supone que el seudoacontecimiento «hace advenir al ser, nombra, no el vacío de la situación anterior, sino su plenitud. No la universalidad de lo que no se sostiene, justamente, en ningún trazo (en ningún múltiple) particular, sino la particularidad absoluta de una comunidad, ella misma enraizada en los rasgos de la tierra, la sangre, la raza»[54].

¿Qué es lo incorrecto en esta solución? Muchas cosas —a las que nos referiremos más adelante—, pero en especial una que, en cierta medida, anticipa las demás: la distinción entre verdad y simulacro en última instancia no se puede formular porque no posee ningún lugar viable de enunciación dentro del edificio teórico de Badiou (al menos en esta etapa de su elaboración[55]). Hay sólo dos lugares de enunciación dentro del sistema de Badiou: la situación y el acontecimiento. Ahora bien, la situación no es un locus posible para un discurso que distinga entre acontecimientos verdaderos y falsos, entre el vacío y lo pleno, porque el vacío es precisamente aquello que la situación no puede pensar. Pero ese lugar de enunciación tampoco se puede constituir en torno al acontecimiento. La «verdad» que, con el tiempo, desarrolla las implicancias del acontecimiento no puede aportar una capacidad para distinguir entre acontecimientos verdaderos y falsos que el acontecimiento mismo no provee. Todo lo que los sujetos involucrados en un procedimiento de verdad pueden hacer, una vez que aceptan el acontecimiento como verdadero, es dejar en claro en qué consistiría distorsionar un acontecimiento —pero esto en sí no establece un criterio para distinguir la verdad del simulacro—. Sólo apelando a un tercer discurso que no se integra fácilmente al sistema teórico de Badiou se puede sostener la distinción entre verdad y simulacro. Esto no debería sorprendernos: si el acontecimiento se constituye a través de una substracción pura y simple respecto de una situación concebida como una encarnación contingente dada del principio formal de representación (de modo tal que su carácter concreto debe ser estrictamente ignorado), no hay forma de que los sujetos que afirman ese acontecimiento discriminen entre tipos de interrupción de esa situación —y menos aún de que atribuyan un valor ético diferencial a esos tipos—.

Está claro que, sobre la base de las premisas afirmadas, no podemos avanzar más allá del establecimiento de los componentes formales de una ética militante, y que no podemos legislar nada acerca de su contenido —excepto mediante el contrabando de un tercer discurso (aún no teorizado) en el argumento—. Esta apelación a un tercer discurso como una suerte de deus ex machina no es propia de Badiou exclusivamente. El análisis de Žižek sobre el nazismo procede de un modo similar. Primero subscribe a la distinción de Badiou:

En contraste con este acto auténtico que interviene en el vacío constitutivo, punto de fracaso —o lo que Alain Badiou denominó la «torsión sintomal» de una constelación dada—, el acto inauténtico se legitima a través de la referencia al punto de totalidad sustancial de una constelación dada (en el terreno político: la Raza, la Religión Verdadera, la Nación…): aspira precisamente a destruir los últimos remanentes de la «torsión sintomal» que altera el equilibrio de esa constelación[56].

Son pocas las sorpresas que ofrece el análisis del nazismo que se desprende de estas premisas:

La llamada «revolución nazi», con su repudio/desplazamiento del antagonismo social fundamental («lucha de clases» que divide el edificio social desde adentro) —con su proyección/externalización de la causa de antagonismo social en la figura del judío, y la consiguiente reafirmación de la noción corporativista de sociedad como un Todo orgánico—, anula claramente la confrontación con el antagonismo social: la «revolución nazi» es el caso ejemplar de un seudocambio, de una actividad frenética en el transcurso de la cual cambiaron muchas cosas —«pasaba algo todo el tiempo»— para que, precisamente, algo —lo que realmente importa— no cambiara; para que las cosas fundamentalmente «siguieran igual»[57].

La ventaja de las formulaciones de Žižek sobre las de Badiou es que hacen por demás explícito este tercer discurso silencioso que está presente en los textos de Badiou sólo a través de sus efectos teóricos. Žižek no oculta la naturaleza de su operación: afirma enérgicamente una teoría rudimentaria de la «falsa conciencia» que le permite detectar los antagonismos sociales fundamentales, aquello que «realmente importa» en la sociedad y cómo pudieron cambiar las cosas sin que se produjera ningún cambio significativo[58]. ¿Qué es lo que no funciona aquí? Evidentemente, no el contenido concreto de sus aserciones —con las que coincido en su mayoría— sino el papel que estas aserciones tienen en su teoría y, de un modo más sutil, también en la teoría de Badiou. Ya que se trata de un conjunto de aserciones ónticas cuya ambición es establecer distinciones entre categorías ontológicas. «Situación», «acontecimiento», «verdad», «procedimiento genérico» poseen un estatus ontológico en el discurso de Badiou[59]. Lo mismo ocurre con el «vacío» y su opuesto, esto es, una particularidad plena convocada como la sustancia de una situación. ¿En este caso, entonces, cómo se supone que determinemos cuál es el vacío real de una situación concreta? Sólo hay dos posibilidades: o bien reabsorber, de un modo hegeliano, lo óntico en lo ontológico —una solución con la que Žižek coquetea pero que Badiou intenta evitar escrupulosamente—; o nombrar el vacío a través de la postulación axiomática inherente a un procedimiento de verdad —en cuyo caso no parece haber medios disponibles para distinguir los acontecimientos verdaderos de los falsos, y colapsa el principio de distinción entre el acontecimiento y el simulacro—.

Se puede concebir una tercera solución: que las huellas de un acontecimiento verdadero ya estén ontológicamente determinadas (o, si se quiere, preconstituidas trascendentalmente). Según Badiou, estas huellas existen y están inscriptas en la alternativa exclusiva entre la vinculación con una situación particular desde el sesgo de su vacío, o bien la nominación de la supuesta «plenitud» de cierta situación. Si pudiéramos demostrar que una alternativa de este tipo es realmente exclusiva y constitutivamente inherente a toda situación concreta posible, resolveríamos nuestro problema.

Esta demostración, no obstante, es imposible. Observemos las dos caras de esta potencial polaridad. En primer lugar, desde el vacío. Lo que figura como vacío es siempre, para Badiou, el vacío de una situación. Todo lo que se representa como vacío, o como nada, está diseminado en la situación entera y necesariamente incluido en cada subconjunto de una situación; como no hay nada «en» el vacío que pueda servir para identificarlo o localizarlo, toda operación de este tipo resulta imposible. Cada situación, sin embargo, contiene un elemento mínimamente identificable, un grupo o conjunto ubicado en el «borde» de lo que sea que se considere la nada para la situación —un elemento representado sólo como un «algo» indiscernible, que carece de otras características identificatorias—. Este elemento, según Badiou, no posee elementos propios comunes a la situación, esto es, no tiene ningún elemento que la situación pueda reconocer o discernir. Los habitantes de este espacio liminar se pueden presentar de dos modos muy diferentes, cuya articulación es crucial para la cuestión que estamos tratando. Por un lado, se los puede nombrar de un modo referencial: los sans-papiers en la Francia de hoy, la clase obrera en la sociedad capitalista, la muerte de Cristo en el discurso de San Pablo en su oposición a la Ley hebrea y al saber griego, etc. Por el otro, sin embargo, este nombre permanece vacío porque lo que designa, y lo que proclama a través del acontecimiento, no se corresponde con nada que sea representable dentro de lo calculable de la situación —sería, para utilizar una terminología diferente, un significante sin un significado—.

El problema que surge de inmediato concierne al modo preciso en que han de vincularse estas dos dimensiones. Si la designación referencial y la no representabilidad al interior de la situación coincidieran exactamente, no habría problema: el borde del vacío se ubicaría precisamente en un sitio definido por los parámetros de la situación. Pero no hay motivos lógicos ni históricos para adoptar este presupuesto simplificador. Supongamos que una sociedad experimenta lo que Antonio Gramsci denominó una crisis orgánica: lo que enfrentamos, en ese caso, no son sitios particulares que definen (delimitan) lo irrepresentable dentro del campo general de la representación, sino más bien el hecho de que la lógica misma de la representación ha perdido sus capacidades estructurantes. Esto transforma el rol del acontecimiento: no tiene que proclamar sólo la centralidad de una excepción respecto de una situación altamente estructurada, sino que tiene que reconstruir el principio de la situacionalidad como tal en torno a un nuevo núcleo.

A mi entender, esto modifica radicalmente la relación vacío/situación. Precisamente en este punto es donde mi enfoque comienza a diferir del de Badiou. Dentro del sistema de él, no hay modo de que el vacío reciba contenido alguno, ya que es y permanece vacío por definición. El «sitio del acontecimiento», por otro lado, siempre posee cierto contenido. Esto es lo que denominamos «designación referencial». Esta distinción tiene perfectamente sentido dentro del enfoque de la teoría de conjuntos con el que trabaja Badiou. La posibilidad que hemos planteado, sin embargo —que la lógica de la representación pudiera perder sus capacidades estructurantes—, plantea preguntas que no pueden responderse dentro del sistema de Badiou, ya que en este caso lo que pasa a ser no calculable en la situación es el principio de calculabilidad como tal. De modo que el procedimiento de verdad en el que participan sus sujetos consiste, en una de sus dimensiones básicas, en la reconstrucción de la situación en torno a un nuevo núcleo. La consecuencia es que ya no hay posibilidad alguna de un desarrollo lineal de las implicancias del acontecimiento: éste tiene que exhibir sus capacidades de articulación yendo más allá de sí mismo, por lo cual necesariamente tiene que ponerse en cuestión la separación radical entre vacío y sitio del acontecimiento. En consecuencia, cierta forma de llenar el vacío —de un tipo especial, que requiere de una descripción teórica— se vuelve necesaria. (No hace falta agregar que la idea misma de este llenar es un anatema para Badiou: toda forma de llenar el vacío es, para él, el mal).

¿Cómo podría verificarse este llenar? Badiou cree que el vacío, como no posee miembros propios (en la situación presentada por la teoría de conjuntos aparece como el conjunto vacío), no pertenece a ninguna situación particular —lo que significa que está incluida en todas— pero que, en lo que concierne a las situaciones humanas, los sujetos de una verdad que afirma el acontecimiento apuntan a la universalidad lisa y llana. Esto significa la humanidad indistinta, en el sentido en que Marx, por ejemplo, afirmaba que el proletariado únicamente posee sus cadenas. Sólo puedo coincidir a medias con esta argumentación. Existen dos dificultades insuperables. La primera es que la categoría del vacío —del conjunto vacío Ø– sólo está vacío cuando opera en el ámbito de las matemáticas. Cuando se la transpone al análisis social, se llena de ciertos contenidos —el pensamiento, la libertad/conciencia, «sólo cadenas», etc.— que están lejos de estar vacíos. Lo que tenemos aquí es un ejercicio irremediablemente metafórico por el cual se equipara al vacío con la universalidad. No es necesario más de un instante de reflexión para advertir que el contenido universal no está vacío. Simplemente nos enfrentamos a un intento de una defensa ética de la universalidad que procede a través de una apelación ilegítima a la teoría de conjuntos. Eso es todo lo que puede decirse en lo que respecta a la afirmación de Badiou de que todo llenar el vacío implica el mal. En segundo lugar, a veces se nos presenta el argumento de que los sujetos de una verdad poseen medios para diferenciar la verdad del simulacro —criterios tales como igualdad o universalidad estrictas, indiferencia hacia todas las cualidades y los valores, etc.—. Pero está claro que la validez de estos criterios depende por completo de la aceptación como punto de partida de la igualdad entre vacío y universalidad. De modo que el argumento es perfectamente circular.

Quisiera ser claro: no presento una objeción a la universalidad como tal sino al modo en que Badiou la construye teóricamente. Hasta cierto punto, es verdad que la interrupción radical de una situación dada interpelará a personas a través y más allá de particularismos y diferencias. Toda ruptura revolucionaria posee, en este sentido, efectos universalizadores. Las personas viven por un momento la ilusión de que, como se derrocó un régimen opresivo, aquello que se derrocó es la opresión en sí. Es en este sentido que el vacío, según Badiou, al no poseer ningún contenido distintivo, apunta a algo que está más allá de la particularidad en tanto particularidad. Pero el reverso del cuadro, el momento de la designación referencial, sigue allí, haciendo su trabajo. Ya que —y en este punto definitivamente estoy en desacuerdo con Badiou— no creo que el particularismo inherente a esa referencia local pueda simplemente eliminarse del cuadro como si se tratara de un sitio que sólo posee relaciones de exterioridad con el vacío. Los sans-papier, en tanto elemento indiscernible dentro de su situación, pueden llegar a expresar una posición verdadera para todos los miembros de esa situación (por ejemplo: «Todo el que vive aquí es de aquí»), pero también se constituyen como sujetos políticos mediante una serie de demandas particulares que se podrían satisfacer a través de una hegemonía expansiva de la situación existente y, en ese sentido, los sans-papiers individuales pueden llegar a ser calculables, esto es, convertirse en miembros normales de la situación.

La conclusión es evidente: la frontera entre lo calculable y lo no calculable es, en lo esencial, inestable. Pero esto significa que no hay locus, no hay sitio dentro de la situación, que lleve inscripto a priori dentro de sí las garantías de universalidad: esto es, no hay nombre natural para el vacío. A la inversa, ningún nombre está excluido a priori de nombrarlo. Veamos un ejemplo. El movimiento Solidaridad comenzó como un conjunto particular de reclamos de un grupo de obreros en Gdansk. Sin embargo, como estos reclamos se formularon en un contexto particularmente represivo, se convirtieron en los símbolos y en la superficie de inscripción de una pluralidad de otros reclamos que no eran calculables dentro de la situación definida por el régimen burocrático. Esto es, fue a través de su articulación entre sí que estas demandas construyeron cierto universalismo que trascendió todas las particularidades. Eso es especialmente aplicable a los símbolos centrales de Solidaridad: no se puede eliminar de ellos cierto vestigio de particularismo, pero como estos símbolos sirvieron para representar un conjunto mayor de reclamos democráticos equivalenciales, se convirtieron en la encarnación de la universalidad como tal. Es a través de esta equivalencia/trascendencia de particularidades que se puede construir algo así como el nombre del vacío. Esto es lo que en mi trabajo he denominado hegemonía: el proceso por el cual una particularidad asume la representación de una universalidad con la que es en última instancia inconmensurable.

De esta argumentación se desprenden dos conclusiones capitales: 1) la universalidad no posee sitios de emergencia a priori, sino que es el resultado del desplazamiento de la frontera entre lo calculable y lo no calculable, esto es, de la construcción de una hegemonía expansiva; 2) si se le otorga a la articulación el papel central que merece, nombrar el vacío se vincula constitutivamente al proceso de llenarlo, pero este llenar sólo puede proceder a través de un equilibrio inestable entre universalidad y particularidad —un equilibrio que, por definición, nunca se puede romper a través del dominio exclusivo de uno de sus dos polos—. Llenar un vacío no es sólo asignarle un contenido particular, sino hacer de ese contenido el punto nodal de una universalidad equivalencial que lo trascienda. Ahora bien, desde el punto de vista de nuestro problema original, que era la determinación de un acontecimiento verdadero (cuya condición previa era nombrar un vacío puro, es decir, una universalidad no contaminada por la particularidad), esto significa que dicha universalidad pura es imposible. Su lugar siempre va a estar ocupado/encarnado por algo que es menos que ella misma.

Pasemos ahora al otro lado de la polaridad: el llenar particularista del vacío que Badiou y Žižek analizan en conexión al nazismo. Mantengamos ese ejemplo que, por ser extremo, presenta el mejor terreno posible para que Badiou presente su argumento. No se lo puede acusar de intentar simplificar la cuestión: por el contrario, enfatiza sin concesiones los paralelos estructurales entre el acontecimiento y el simulacro. «“Simulacro” debe ser tomado en sentido fuerte», admite:

todos los rasgos formales de una verdad son puestos en obra en el simulacro. No solamente una nominación universal del acontecimiento, induciendo la fuerza de una ruptura radical, sino también la «obligación» de una fidelidad y la promoción de un simulacro de sujeto, erigido —sin que ningún Inmortal sin embargo advenga— por encima de la animalidad humana de los otros, de aquellos que son arbitrariamente declarados como no perteneciendo a la sustancia comunitaria, de la cual el simulacro de acontecimiento asegura la promoción y dominación[60].

¿Cómo establece Badiou, bajo estas premisas, la distinción entre el acontecimiento y el simulacro? No debería sorprendernos que lo haga a través de una oposición radical entre el vacío y lo que se presenta como la sustancia de la comunidad —precisamente la distinción que intentamos socavar—. «La fidelidad a un simulacro, a diferencia de la fidelidad a un acontecimiento, regla su ruptura no sobre la universalidad del vacío, sino sobre la particularidad cerrada de un conjunto abstracto (los “alemanes” o los “arios”)»[61]. Para evaluar la viabilidad de la solución de Badiou debemos plantearnos algunas preguntas que son opuestas a las que nos hicimos en el caso del vacío: ¿en qué medida el particularismo del discurso nazi es incompatible con toda apelación a lo universal (al vacío)? ¿Y en qué medida el conjunto abstracto que regula la ruptura con la situación (los «alemanes», los «arios», etc.) funciona en el discurso nazi como una instancia particularista?

Consideremos de forma sucesiva ambas preguntas. Respecto a la primera no cabe ninguna duda: el vacío es objeto del discurso nazi tanto como de cualquier discurso socialista. Recordemos que desde nuestra perspectiva el vacío no es la universalidad en el sentido estricto del término sino aquello que no es calculable en una situación dada. Como hemos argumentado, y creo que aquí Badiou coincidiría, el vacío no posee un sitio único y preciso en una situación crítica, cuando los principios mismos de la calculabilidad están amenazados y la reconstrucción de la comunidad como un todo en torno a un nuevo núcleo pasa a un primer plano en tanto una necesidad social fundamental. Ésta fue exactamente la situación que prevaleció en la crisis de la República de Weimar. No se trató en ella de un choque entre una presencia no calculable y una situación bien estructurada (entre un acontecimiento proclamado y el estado de la situación), sino de una desestructuración fundamental de la comunidad que exigía que el acontecimiento nombrado se convirtiera, desde el comienzo mismo, en un principio de reestructuración. No se trató de sustituir una situación existente bien afianzada por otra derivada de nuevos principios subversivos del statu quo, sino de una lucha hegemónica entre principios enfrentados, entre diferentes modos de nombrar lo no calculable a fin de determinar cuál poseía una capacidad mayor para articular una situación contra la alternativa de la anomia y el caos. En este sentido, está claro que el vacío como tal sin duda fue un objeto del discurso nazi.

¿Qué ocurre, sin embargo, con el conjunto particular (sangre, raza, etc.) que el nazismo convocó como el acontecimiento que establecía un corte con la situación? ¿No es esta sustancia comunitaria particular incompatible con la universalidad del vacío (del conjunto vacío)? Hay que abordar este asunto con cuidado. En nuestro tratamiento de la nominación del vacío, distinguimos entre la designación referencial del borde del vacío y la universalidad del contenido encarnado por ese sitio. También hemos argumentado que la universalidad dependerá de la extensión de la cadena de equivalencias expresada a través de dicho nombre. Esto significa que un nombre que posea cierta centralidad política nunca tendrá una referencia particular unívoca. Los términos que nombran formalmente una particularidad adquirirán, a través de las cadenas de equivalencia, una referencia mucho más universal en tanto que, a la inversa, otros cuya denotación es aparentemente universal pueden devenir, en ciertas articulaciones discursivas, nombre de sentidos en extremo particularistas. Esto significa que: 1) no hay nombre de una universalidad pura, incontaminada (de un vacío puro); 2) un nombre particular puro también es imposible[62]. Lo que antes hemos denominado hegemonía consiste, precisamente, en este juego indecidible entre universalidad y particularidad. En ese caso, no obstante, colapsa la distinción entre acontecimiento verdadero y simulacro: es imposible simplemente concebir el mal como resultado de una invocación particularista en oposición a la universalidad de la verdad. Por el mismo motivo, tampoco se puede sostener la distinción marcada entre conjunto genérico y conjunto construible en lo que concierne a la sociedad.

¿Significa esto que debe abandonarse la noción misma del mal, que todo vale y que no es posible emitir un juicio ético acerca de fenómenos tales como el nazismo? Evidentemente no. Lo único que efectivamente se desprende de nuestro argumento previo es que resulta imposible basar opciones éticas al nivel abstracto de una teoría dominada por la dualidad situación/acontecimiento, y que estas categorías —más allá de su validez en otras esferas— no proveen criterios para la elección moral. Esto también significa que el terreno en el cual estos criterios pueden surgir será uno mucho más concreto. Badiou mismo estaría dispuesto a aceptarlo: la verdad para él es siempre la verdad de una situación. En ese caso, sin embargo, lo que he denominado el tercer discurso silencioso implícito en su enfoque —aquel que le proporcionaría realmente una posición legítima de enunciación para su discurso sobre el mal— necesita ser llevado a un primer plano de forma explícita. No obstante, esta operación no es posible sin introducir algunos cambios en el aparato teórico de Badiou. De esto me ocuparé a continuación.

II

Resumamos nuestro argumento hasta este punto. Badiou, de un modo absolutamente correcto, se niega a fundamentar su ética en un normativismo a priori —éste pertenecería, por definición, a la situación en tanto calculable dado—. La fuente del compromiso ético debería hallarse en las implicancias o las consecuencias extraídas del acontecimiento concebido como substracción respecto a esa situación. En ese caso, no obstante, no se puede basar ninguna distinción entre acontecimientos verdaderos y falsos en aquello que los acontecimientos proclaman realmente; en primer lugar, porque eso pasaría de contrabando en el argumento el normativismo excluido de modo axiomático y, en segundo lugar, porque exigiría una instancia de juicio externo tanto para la situación como para el acontecimiento (lo que hemos denominado un «tercer discurso»). Esto es lo que hace de la argumentación de Žižek algo irremediablemente ecléctico, y es lo que Badiou intenta evitar. Siendo esto así, el único camino que Badiou tiene disponible es el intento de fundamentar la distinción acontecimiento/simulacro en las diferenciaciones estructurales mismas establecidas por su ontología dualista. Este fundamento lo encuentra en la dualidad vacío/pleno. Esto no elimina por completo el problema del tercer discurso, ya que Badiou aún tiene que explicar por qué dar expresión al vacío es bueno en tanto que dar una expresión a lo pleno es malo, pero al menos se ha dado un paso en la dirección correcta. La piedra angular del argumento reside entonces en el hecho de que la distinción vacío/pleno carezca de ambigüedad. Pero, como hemos visto, la distinción de Badiou es insostenible. En primer lugar, porque, como argumentamos antes, el vacío —en la medida en que la categoría es aplicable a una situación humana— no está realmente vacío para Badiou, sino que ya posee cierto contenido, el universal. Y, en segundo lugar, porque el ordenamiento de los elementos de la situación que produce el sujeto a partir de la inconsistencia genérica revelada por el acontecimiento exige, si queremos que la noción de «ordenamiento» tenga algún sentido, cierta consistencia entre la universalidad exhibida por el acontecimiento y el nuevo ordenamiento que resulta de la intervención del sujeto. ¿En qué consiste esta «consistencia»? Una posibilidad es que sea una consistencia lógica. Pero Badiou —y yo mismo— rechazaríamos esta posibilidad porque en ese caso la brecha entre el acontecimiento y la situación se cancelaría, y la noción de una ontología basada en la multiplicidad dejaría de tener sentido. La única alternativa es que la consistencia entre el acontecimiento y el nuevo ordenamiento sea el resultado de una construcción contingente —y necesariamente tiene que serlo, dado que parte del terreno de una inconsistencia primordial—. Esto sólo significa que la consistencia del nuevo ordenamiento será, en todo sentido, una consistencia construida. Ergo, «procedimiento de verdad» y «construcción contingente» son términos intercambiables. Ahora bien, ¿qué es esto si no un llenar el vacío? Si mi argumento es correcto, la distinción vacío/pleno pierde sentido, o al menos se establece entre sus polos un sistema mucho más complejo de desplazamientos mutuos que el permitido por la dicotomía nítida de Badiou.

Lo que argumentaremos a continuación es que, paradójicamente, el callejón sin salida del que nos ocupamos no está desvinculado de la que tal vez sea la característica más valiosa de la ética de Badiou: su negativa a postular algún tipo de normativismo a priori. Esta negativa, sin embargo, ha sido acompañada por la aserción de algunos presupuestos ontológicos que son la fuente misma de las dificultades que enfrentamos. Hagamos una última observación antes de embarcarnos en este asunto. De las tres figuras del mal a las que se refiere Badiou, sólo la primera —la distinción entre verdad y simulacro— tiene la intención de distinguir entre un acontecimiento verdadero y uno falso. La segunda, como Badiou mismo reconoce, sería considerada como el mal no sólo desde la perspectiva del acontecimiento verdadero, sino desde la del simulacro (tanto un fascista como un socialista considerarían que cualquier tipo de debilitamiento de la voluntad revolucionaria es el mal). En cuanto a la tercera figura, presenta problemas propios que analizaremos a continuación.

Como dije al comienzo, no es mi intención en este ensayo analizar en detalle la compleja —y en muchos sentidos fascinante— ontología desarrollada por Badiou. Pero alguna referencia a ésta es necesaria, dado que su ética depende estrictamente de sus distinciones ontológicas. Las categorías más importantes que estructuran a éstas son las siguientes: situación y acontecimiento, vacío y pleno, ya las hemos explicado. Agreguemos que, como la situación es esencialmente múltiple, se debe introducir una nueva categoría —el «estado de la situación»— para generar un principio de estabilización interna —esto es, la posibilidad de que los recursos estructurantes de la situación puedan ser representados como uno—. Las fronteras entre la situación y su vacío se conciben en términos de «bordes», esto es, «sitios del acontecimiento». Estos, si bien pertenecen a la situación, proporcionarán cierto grado de infraestructura a un acontecimiento en caso de que se produzca; lo llamo infraestructura en un sentido puramente topográfico, obviamente sin ningún tipo de connotación causal.

Ya he planteado la posibilidad de algunos desplazamientos dentro de las categorías de Badiou que, a mi entender, podrían conducir a la resolución de algunas de las dificultades que presenta en este momento su teoría ética. Ahora repasaré en orden: 1) la naturaleza precisa de estos desplazamientos; 2) la medida en que estos ubican al argumento ético en un mejor terreno; 3) las consecuencias que tendrían —en caso de ser aceptados— para la perspectiva ontológica de Badiou.

He intentado realizar una deconstrucción inicial de la oposición vacío/pleno. He sugerido que el borde del vacío no es un lugar preciso dentro de una situación por lo demás completamente ordenada (calculable), sino algo cuya misma presencia vuelve imposible a una situación estructurarse por entero como tal. (Es como el real lacaniano, que no es algo que exista junto a lo simbólico, sino que está al interior de lo simbólico de modo tal que impide que lo simbólico se constituya plenamente). En este caso, sin embargo, se ha de introducir una distinción entre la situación y lo que podríamos denominar con un neologismo la situacionalidad, donde la primera es el orden óntico realmente existente y la segunda el principio ontológico de la ordenación como tal. Estas dos dimensiones nunca se yuxtaponen por completo. Por lo tanto, el acontecimiento —cuya imprevisibilidad dentro de la situación sostenida por Badiou acepto plenamente— posee desde el comienzo mismo los dos roles antes mencionados: por un lado, subvertir el estado de la situación existente mediante la nominación de lo innombrable; por otro lado, agregaría, reestructurar un nuevo estado en torno a un nuevo núcleo. La larga marcha de Mao no sólo triunfó porque fue la destrucción de un antiguo orden sino también por ser la reconstrucción de la nación en torno a un nuevo núcleo. Y la noción gramsciana del «devenir Estado» de la clase obrera —en oposición a toda noción simplista de «toma del poder»— se mueve en la misma dirección. En ese caso, no obstante, la situación y el acontecimiento se contaminan entre sí: no son ubicaciones separadas dentro de una topografía social, sino dimensiones constitutivas de toda identidad social. (Una consecuencia central de esta aserción es, como veremos, que el acontecimiento pierde, en algunos aspectos, el carácter excepcional que le atribuye Badiou).

Lo mismo es aplicable a la dualidad acontecimiento/sitio del acontecimiento. (El sitio sería, por ejemplo, en el discurso cristiano, la mortalidad de Cristo, en tanto que el acontecimiento sería su resurrección). Según Badiou, hay una exterioridad esencial entre ambos. Es sólo a ese precio que el acontecimiento puede ser realmente universal —esto es, puede revelar el vacío que no pertenece a ninguna parte de la situación si bien está incluido necesariamente en todas—. En la noción cristiana de la encarnación, de nuevo, no hubo ninguna cualidad física que anticipara, en el cuerpo particular de María, que iba a ser la madre de Dios. Esta lógica me resulta inaceptable. Como en el caso previo, la relación entre el acontecimiento y el sitio del acontecimiento tiene que concebirse como una relación de contaminación mutua. Las demandas de los sans-papiers son claramente, en primera instancia, demandas particulares y no universales. ¿Cómo puede surgir entonces algún tipo de universalidad de éstas? Sólo en la medida en que las personas excluidas de muchos otros sitios dentro de una situación (que son innombrables dentro de ésta) perciban su naturaleza común en tanto excluidos y vivan sus luchas —en su particularidad— como parte de una lucha emancipatoria más amplia. Pero esto significa que todo acontecimiento de relevancia universal está construido a partir de una pluralidad de sitios cuya particularidad está articulada de modo equivalencial pero no definitivamente eliminada. Como hemos intentado mostrar antes con el ejemplo de Solidaridad, un sitio particular puede adquirir una relevancia especial como locus de un equivalente universal, pero incluso en ese sitio la tensión entre universalidad y particularidad es constitutiva de la lucha emancipatoria.

La consecuencia de esto es clara: una sociedad sólo puede alcanzar una universalidad de tipo hegemónica. Lo infinito de la tarea emancipatoria está muy presente —no se trata de negarla en nombre de un particularismo puro— ya que se puede construir la lucha contra un régimen opresor, mediante cadenas de equivalencia, como una lucha contra la opresión en general, pero el particularismo de la fuerza hegemónica (por diluida que estuviera su particularidad) sigue actuando y produciendo efectos limitadores. Es como el oro, cuya función como equivalente general (del dinero) no anula las oscilaciones inherentes a su naturaleza en tanto mercancía particular. Hay un momento en que el análisis de Badiou prácticamente se acerca a la lógica hegemónico-equivalencial que estamos describiendo: es cuando se refiere a las «investigaciones» (enquêtes) como intentos militantes por conquistar elementos de la situación para la causa del acontecimiento[63]. Pero su intento es limitado: no lo concibe como la construcción de un sitio del acontecimiento más amplio a través de la expansión de cadenas de equivalencia, sino como un proceso de conversión total en el cual hay o bien «conexión» o bien «desconexión» sin la posibilidad de un punto intermedio. Si bien el resultado de esta construcción pieza por pieza es tanto para Badiou como para mí una ampliación del sitio del acontecimiento, no hay en su descripción ninguna profundización acerca de los mecanismos que subyacen a las operaciones de «conexión» y «desconexión». Finalmente, el proceso de conversión, cuya forma más pura se observa en el caso de la religión, sigue siendo, para Badiou, el paradigma modelo para toda descripción del proceso de conquista.

¿Dónde nos deja, en lo que se refiere a la cuestión ética, aceptar este conjunto de desplazamientos de las categorías de Badiou (y estoy seguro de que él no las aceptaría)? En primer lugar, está claro que ya no hay fundamento para la distinción entre verdad y simulacro. Ese fundamento —en el discurso de Badiou— estaba dado por la posibilidad de una diferenciación radical entre el vacío y la plenitud. Pero es precisamente esa distinción la que no se sostiene una vez que el llenar el vacío y su nominación se han vuelto indistinguibles entre sí. Sin embargo, este colapso mismo de la distinción abre el camino a otras posibilidades que la dicotomía absoluta de Badiou había clausurado. Ya que el borde del vacío no sólo no posee una ubicación precisa (si la tuviera, poseería un nombre propio e inequívoco) sino que nombra la totalidad ausente de la situación —es, si se quiere, la presencia de una ausencia, algo que se puede nombrar pero no representar (esto es, no se puede representar como una diferencia objetiva)—. Si además aceptamos que el vacío está incluido de forma constitutiva en toda situación —y esto es algo con lo que concuerdo, si bien desde una perspectiva teórica distinta—, la posibilidad de nombrarlo, que Badiou considera adecuadamente su única posibilidad de inscripción discursiva, sería atribuir a una diferencia en particular el rol de nombrar algo enteramente inconmensurable consigo misma, esto es, la totalidad ausente de la situación[64]. En ese caso, nombrar el vacío y nombrar lo pleno se vuelven indistinguibles. La única otra posibilidad, que el sitio del acontecimiento en tanto sitio determine lo que el acontecimiento puede nombrar, está excluida de iure por el argumento de Badiou; y, en todo caso, nuevamente invocaría el espectro del «tercer discurso». En ese caso, sin embargo, sangre, raza, nación, revolución proletaria o comunismo son modos indiferentes de nombrar el vacío/pleno. Seamos claros: desde un punto de vista político, por supuesto, qué significante nombrará el vacío establece una diferencia. El problema, no obstante, es cómo construir discursivamente tal diferenciación política. La respuesta implícita de Badiou sería —malgré lui— que el vacío potencialmente posee cierto contenido: el universal. Para mí —dada la subversión que he intentado a nivel ontológico de la distinción verdad/simulacro—, esta solución no está disponible. A continuación presentaré un esbozo del que considero el modo correcto de abordar el problema.

¿Cómo salir de este callejón sin salida? En mi visión, la respuesta exige dos pasos. Nuestro primer paso supone el reconocimiento pleno de que, bajo el rótulo de lo «ético», se han reunido dos cosas diferentes que no necesariamente se yuxtaponen; de hecho, a menudo no lo hacen. La primera es la búsqueda de lo incondicionado, esto es, aquello que salva el hiato entre lo que la sociedad es y lo que debería ser. El segundo es la evaluación moral de los distintos modos de llevar a cabo este papel de llenar; por supuesto, en la medida en que esta operación de llenar sea aceptada como legítima (lo que no ocurre en el caso de Badiou). ¿Cómo interactúan estas dos tareas distintas? Una primera posibilidad es que se niegue la distinción entre ambas. La búsqueda de Platón de la «buena sociedad» es a la vez la descripción de una sociedad que carece de vacíos o huecos y que es moralmente buena. La Ética nicomaquea de Aristóteles busca una conjunción similar de esferas. El problema surge cuando se percibe que la función de llenar puede operar a través de muchos agentes diferentes, y que no hay modo de determinarlos a través del mero análisis lógico de su función. Volviendo a nuestra terminología previa: el vacío socava el principio de calculabilidad en la sociedad (lo que hemos denominado la situacionalidad de la situación) pero no anticipa cómo elegir entre diferentes estados de la situación. En una sociedad que experimenta una crisis orgánica, la necesidad de algún tipo de orden, sea conservador o revolucionario, se vuelve más importante que el orden concreto que colma esta necesidad. En otras palabras: la búsqueda de lo incondicionado prevalece sobre la evaluación de los modos de alcanzarlo. El soberano de Hobbes derivaba su legitimidad del hecho de que podía generar un orden, más allá de su contenido, en oposición al caos del estado de naturaleza. Es más: lo que en estos casos es el objeto de una investidura ética no es el contenido óntico de cierto orden sino el principio de ordenación como tal.

No es difícil darse cuenta de que una ética militante del acontecimiento, en oposición al orden normativo determinado situacionalmente, tiene que privilegiar este momento de ruptura sobre los recursos ordenadores de la dimensión situacional. Pero con una lógica implacable esto conduce a una incertidumbre total acerca del contenido normativo del acto ético. Podemos terminar fácilmente en la exaltación de Žižek de lo despiadado del poder y el espíritu de sacrifico como valores en sí[65]. Badiou intenta evitar este escollo a través de una distinción estricta entre vacío y pleno. Pero, como hemos demostrado, ésta es una distinción insostenible. A fin de evitar este callejón sin salida, hemos de realizar una primera operación ascética y separar estrictamente los dos significados que el rótulo ética abarca en una simbiosis infeliz: el «ordenamiento» como un valor positivo más allá de cualquier determinación óntica y los sistemas concretos de normas sociales a los que otorgamos nuestra aprobación moral. Sugiero que restrinjamos el término «ética» a la primera dimensión. Esto significa que, desde un punto de vista ético, el fascismo y el comunismo son indistinguibles; pero, por supuesto, la ética ya no tiene nada que ver con la evaluación moral. ¿Cómo podemos entonces pasar de un nivel al otro?

Es aquí que debemos dar nuestro segundo paso. Lo ético como tal, como hemos visto, no puede tener ningún contenido óntico diferenciador como rasgo distintivo. Su significado se agota en la pura declaración/llenar un vacío/pleno. Sin embargo, éste es el punto en el que pueden operar los efectos teóricos de la deconstrucción de los dualismos de Badiou. Ya hemos explicado el patrón básico de esta deconstrucción: la contaminación de cada polo de las dicotomías por parte del otro polo. Pasemos a la distinción óntico/ontológica que hemos establecido entre la situación y la situacionalidad. No hay acontecimiento que se agote, en lo que concierne a su significado, en su ruptura pura con la situación; es decir, no hay acontecimiento que, en el momento mismo de su ruptura, no se presente a sí mismo como un portador potencial de un nuevo orden, de la situacionalidad como tal. Esto implica que el significado del acontecimiento per se está suspendido entre su contenido óntico y su papel ontológico o, para expresarlo en otros términos, no hay nada que pueda proceder como una substracción pura. El momento de ruptura implicado en un acontecimiento —en una decisión radical— está todavía presente, pero el sitio del acontecimiento no es completamente pasivo: volviendo a San Pablo, sin muerte no habría habido resurrección.

¿A dónde nos conduce esto en lo que concierne a la teoría ética? A este punto: lo ético como tal —como lo hemos definido— no posee un contenido normativo, pero el sujeto que se constituye a través de un acto ético no es un sujeto puro y libre de obstáculos, sino uno cuyo sitio de constitución (y la falta inherente a ésta) no se suprime a través de dicho acto ético (el acontecimiento). Esto es, el momento de lo ético supone una investidura radical; y en esta fórmula se debe otorgar a sus dos términos el mismo peso. Su radicalidad significa que el acto de investidura no se explica por su objeto (en lo que concierne a su objeto, el acto procede realmente ex nihilo). Pero el objeto de la investidura no es tampoco un medio puramente transparente: posee una opacidad situacional que el acontecimiento puede torcer pero no eliminar. Para servirnos de una formulación heideggeriana, estamos arrojados al orden normativo (como parte de nuestro estar arrojados al mundo) de modo que el sujeto que se constituye a sí mismo a través de una investidura ética ya es parte de una situación y de su falta inherente. Toda situación despliega un marco simbólico sin el cual incluso el acontecimiento carecería de sentido; la falta implica que, dado que el orden simbólico nunca se puede saturar, no puede explicar el acontecimiento a partir de sus propios recursos. «Acontecimientos», en el sentido de Badiou, son los momentos en que el estado de la situación se pone radicalmente en cuestión; pero es un error pensar que tenemos períodos puramente situacionales interrumpidos por intervenciones puras del acontecimiento: la contaminación entre lo propio del acontecimiento y lo situacional es el tejido mismo de la vida social.

De modo que la respuesta a la cuestión de cómo podemos pasar de lo ético a lo normativo, de la aserción incondicional inherente a todo acontecimiento al nivel de la elección y evaluación moral, es que tanto la elección como la evaluación ya han sido realizadas en gran parte antes del acontecimiento con los recursos simbólicos de la misma situación. El sujeto es sólo parcialmente el sujeto inspirado por el acontecimiento; la nominación de lo irrepresentable que constituye el acontecimiento supone la referencia a lo no representado dentro de una situación y sólo puede proceder a través del desplazamiento de elementos que ya están presentes en esa situación. Esto es lo que hemos denominado la contaminación mutua entre la situación y el acontecimiento. Sin ésta, la conquista por parte del acontecimiento de los elementos de la situación sería imposible, excepto a través de un acto totalmente irracional de conversión.

Creo que esto nos provee las herramientas intelectuales para resolver lo que de otro modo sería una aporía en el análisis de Badiou. Me refiero a la cuestión vinculada a cuál es para Badiou la tercera forma del mal: el intento de totalizar una verdad, de erradicar todo elemento de la situación extraño a sus implicaciones. Que este intento totalitario sea el mal es algo que estoy totalmente preparado a aceptar. La dificultad reside en el hecho de que, en el sistema de Badiou, no hay recursos teóricos adecuados para tratar con esta forma del mal y, en especial, con el acuerdo social alternativo donde la situación y el acontecimiento no se encuentran en una relación de exclusión mutua. ¿Qué significa exactamente para una verdad no intentar ser total? La respuesta parcial de Badiou, en términos de un reconocimiento necesario de la animalidad humana, es sin duda muy poco convincente. Ya que lo que una verdad que no llega a ser total enfrentará son otras opiniones, visiones, ideas, etc., y si la verdad es no total de forma permanente, tendrá que incorporar en su forma este elemento de confrontación, que supone la deliberación colectiva. Peter Hallward ha señalado correctamente, en su introducción a la edición inglesa de la Ética de Badiou, que es difícil, dada su noción de acontecimiento, considerar cómo este elemento de deliberación se puede incorporar a su marco teórico[66]. Yo agregaría que no es difícil, sino imposible. Ya que si la verdad proclamada se autofundamenta, y si su vínculo con la situación es de pura substracción, no hay deliberación posible. Las únicas alternativas reales en lo que concierne a los elementos de la situación son el rechazo total de la verdad (la desconexión) o lo que hemos denominado conversión (conexión), cuyos mecanismos no han sido especificados. En estas circunstancias, que la verdad no intente ser total sólo puede significar que la deliberación es un diálogo de sordos donde la verdad simplemente se reitera a sí misma a la espera de que, como resultado de algún milagro, se produzca una conversión radical.

Ahora si pasamos a nuestra propia perspectiva, que supone la contaminación entre situación y acontecimiento, la dificultad desaparece. En primer lugar, los agentes sociales comparten, al nivel de una situación, valores, ideas, creencias, etc. que la verdad, por el hecho de no ser total, no pone por completo en cuestión. Por lo tanto, puede haber un proceso de argumentación que justifique los reordenamientos situacionales en términos de aquellos aspectos situacionales no subvertidos por el procedimiento de verdad. En segundo lugar, el vacío exige, desde nuestra perspectiva, un llenar, pero aquello que lo realiza no establece con el vacío una relación de necesidad —éste es el motivo por el cual el acontecimiento es irreductible a la situación—. En ese caso, el proceso de conexión deja de ser irracional en la medida en que presupone una identificación que procede a partir de una falta constitutiva. Esto ya supone la deliberación. Pero, en tercer lugar, los bordes del vacío son, como hemos visto, múltiples, y el acontecimiento sólo se construye a través de cadenas de equivalencias que vinculan una pluralidad de sitios. Esto necesariamente implica una deliberación concebida en un sentido amplio (que implica conversiones parciales, diálogos, negociaciones, luchas, etc.). Si el acontecimiento sólo ocurre a través de este proceso de construcción colectiva, observamos que la deliberación no es algo agregado externamente a ésta sino que pertenece a su naturaleza inherente. La aspiración de volver total una verdad es el mal en tanto interrumpe este proceso de construcción equivalencial y convierte un único sitio en lugar absoluto para la enunciación de la verdad.

Hay sólo un último punto que tenemos que abordar. Hemos sugerido una serie de desplazamientos de las categorías que conforman el análisis de Badiou. ¿Pueden estos desplazamientos producirse dentro del marco general de su ontología; esto es, dentro de su atribución a la teoría de conjuntos de un rol fundamentador en el discurso referido al ser en tanto ser? La respuesta es claramente negativa. Permítaseme expresar mi pregunta de un modo trascendental: ¿cómo debe ser un objeto de modo que el tipo de relación que hemos subsumido bajo la etiqueta general de «contaminación» se vuelva posible? O, en otros términos: ¿cuáles son las condiciones de posibilidad de dicha relación? Quiero dejar en claro que no estamos hablando de una ontología regional; si algo del tipo de una «articulación» o una «relación equivalencial», o la «construcción de lo universal a través de su absorción hegemónica por parte de alguna particularidad» va a producirse, la posibilidad misma tiene que darse al nivel de una ontología que trate con el ser en tanto ser; en especial si, como creemos, estas operaciones no son expresiones superestructurales de una realidad oculta más profunda sino el terreno primario de la constitución de objetos.

Ahora bien, debería quedar claro que la teoría de conjuntos encontrará serias dificultades para tratar con algo parecido a una relación de articulación, en especial si está fundamentada en el postulado de la extensionalidad. No es necesario agregar que no estoy proponiendo el retorno a un tipo de fundamentación intensional que presentaría todas las dificultades bien conocidas desde la paradoja de Russell. En lo que concierne a la teoría de conjuntos, la extensionalidad es adecuada. Lo que cuestiono es que la teoría de conjuntos pueda tener el papel de ontología fundamental que le atribuye Badiou. Creo que esta teoría es sólo un modo de constituir entidades dentro de un campo mucho más amplio de posibilidades ontológicas. Si tomamos la relación equivalencial, por ejemplo, ella implica una articulación entre universalidad y particularidad que sólo es concebible en términos de analogía. Pero una relación de este tipo no se puede pensar de forma apropiada dentro del marco de la ontología matemática de Badiou. Lo mismo ocurre con el conjunto de fenómenos conocidos en psicoanálisis como «sobredeterminación». E insisto en que no es posible esquivar esta incompatibilidad atribuyéndola al nivel de abstracción en el que estamos trabajando[67] (la teoría de conjuntos opera a un nivel tal que todas las distinciones sobre las que se basa nuestro enfoque teórico no serían pertinentes o representables). El asunto verdadero es que el surgimiento de un campo nuevo de objetividad presupone posibilidades ontológicas que es tarea del filósofo develar.

¿Existe un campo más primario que el develado por la teoría de conjuntos, uno que nos permitiera dar cuenta ontológicamente de un modo adecuado del tipo de relaciones que estamos explorando? Creo que lo hay, y es la lingüística. Las relaciones de analogía a través de las cuales se establece el agrupamiento que construye un sitio del acontecimiento son relaciones de sustitución, y las relaciones diferenciales que constituyen el área de las distinciones objetivas (que definen la «situación» en términos de Badiou) componen el campo de las combinaciones. Ahora bien, las sustituciones y las combinaciones son las únicas formas posibles de objetividad en un universo saussureano, y si se las extrae de su anclaje en el habla y la escritura —esto es, si la separación de la forma y la sustancia tiene lugar de un modo más consecuente y radical que la de Saussure— no estamos en el campo de una ontología regional sino de una ontología general o fundamental.

Agregaría algo más. Esta ontología no puede ser limitada por la camisa de fuerza del estructuralismo clásico, que privilegió el polo sintagmático del lenguaje sobre el paradigmático. Por el contrario, una vez que las relaciones equivalenciales se reconocen como constitutivas de la objetividad como tal —esto es, una vez que el polo paradigmático de las sustituciones recibe su peso adecuado en la descripción ontológica— no estamos sólo en el terreno de una ontología lingüística sino también de una retórica. En nuestro ejemplo previo de Solidaridad, el «acontecimiento» ocurrió a través del agrupamiento de una pluralidad de «sitios» sobre la base de su analogía en su oposición común a un régimen opresor. ¿Y qué es la substitución a través de la analogía si no un agrupamiento metafórico? La metáfora, la metonimia, la sinécdoque (y en especial la catacresis como su denominador común) no son categorías que describan los ornamentos de la lengua, como lo entendía la filosofía clásica, sino categorías ontológicas que describen la constitución de la objetividad como tal. Es importante entender que esto no supone ningún tipo de nihilismo teórico o antifilosofía[68] porque es el resultado de una crítica que es plenamente interna al medio conceptual como tal y, en ese sentido, una empresa estrictamente filosófica. Muchas consecuencias se desprenden de seguir este camino, incluyendo la habilidad para describir en términos conceptuales más precisos lo que hemos denominado la contaminación (un término mejor podría ser quizá la sobredeterminación) entre lo acontecimiental y lo situacional[69].

La gran pregunta que permanece es la siguiente: ¿puede el conjunto de relaciones que he descripto como retóricas ser absorbido y descripto como un caso especial dentro de las categorías más amplias de la teoría de conjuntos, de modo que ésta retenga su prioridad ontológica; o, por el contrario, podría la teoría de conjuntos como tal ser descripta como una posibilidad interna —hay que reconocer que sería una posibilidad extrema— dentro del campo de una retórica generalizada? Estoy convencido de que la respuesta correcta implica la segunda alternativa, pero esta demostración tendrá que aguardar a otra oportunidad.