Jack London…

La mayor compilación de las cartas de Jack London —más de mil quinientas—, completan tres volúmenes en la voz del fenomenal progenitor de Buck y Colmillo Blanco, Wolf Larsen y Martin Eden, desde la época en que era el Muchacho Socialista de Oakland y el joven aventurero del Klondike, hasta la víspera de su fallecimiento a los cuarenta años, de uremia, o de apoplejía, o de una sobredosis accidental de su calmante preferido, la heroína, o quizá de una suma de todo ello, pero en realidad por agotamiento, por haber vivido al límite cada momento de su vida y haber presenciado la conclusión cruelmente grotesca de muchos de sus sueños.

Creció en Oakland, California, y sus alrededores. Su madre fue Flora Wellman, una mujercita fría, amargada, consagrada al espiritismo. Su padre oficial, John London, fue un tendero fracasado que trabajó hasta el fin de sus días como sereno en los muelles de Oakland. El vergonzoso secreto familiar residía en el hecho de que el verdadero padre de Jack era William Chaney, un astrólogo itinerante y estafador consumado que había vivido en concubinato con Flora Wellman y a quien abandonó al quedar embarazada. Cuando su hijo se enteró de ello y le escribió, Chaney negó su paternidad.

Esto sucedía aproximadamente en la época en que el autor favorito del joven, Rudyard Kipling, publicaba El libro de la selva, en el que se cuenta la historia de Mowgli, un niño criado por los lobos para adaptarse al modo de vida honorablemente salvaje de la jungla. Durante toda su vida, Jack London se simbolizó a sí mismo como una especie de huérfano salvaje.

Las depresiones económicas de la época condicionaron los años de adolescencia del autor. Trabajaba largas jornadas en una fábrica de conservas y en una hilandería de yute. Pendenciero y con prisa por madurar, adoptó la viril costumbre de beber en los bares de los muelles de Oakland. Se convirtió en un experto navegante de embarcaciones de poco calado, y a bordo de un pequeño esquife solía saquear los bancos de ostras de South Bay. A los diecisiete años se embarcó como recio marinero en una goleta rumbo a Japón, las islas Bokin y el mar de Bering. A su regreso, estuvo traspalando carbón durante diez horas diarias para la compañía Electric Railway que unía Oakland, San Leandro y Hayward. Luego volvió a vagabundear, uniéndose en esta ocasión al contingente occidental del Coxey’s Army, una marcha de desempleados en dirección a Washington, pero que abandonó al llegar a Missouri para continuar solo hasta Buffalo, donde lo arrestaron por vagancia y cumplió una sentencia de treinta días de cárcel, que seguramente incluyó violación sexual a manos de los presos.

Al regresar a su hogar, juró que saldría de la pobreza, de las labores serviles y de la degradación social que él denominaba «El pozo». Desde su niñez había sido un gran lector de ficción, filosofía, poesía, teoría política… de todo, en suma. Ahora veía en los libros el medio para alcanzar la libertad. Se afilió a una sociedad dedicada al debate de ideas e hizo amigos entre los socialistas de la localidad. Jack era un muchacho rubio, bien parecido y fornido, con grandes ojos azules, recia mandíbula y gran energía espiritual, que la gente encontraba carismática. Sus mejores amigos eran los hermanos Ted y Mabel Applegarth, cuya instrucción, modales y vestimenta podían considerarse ligeramente superiores a los suyos. De ellos aprendió a ser más cortés y delicado, y comenzó a cortejar a Mabel.

El joven se convirtió en un popular orador del Partido Obrero Socialista. Tras leer a Marx había llegado a la conclusión de que los males que aquejaban a las clases más bajas no podían ser eliminados a menos que se produjese, como mínimo, una revolución en el sistema económico norteamericano. Los periódicos publicaban sus cartas al director. Un buen ejemplo de la confianza que tenía en sí mismo, en cuanto a ideas políticas se refiere, se encuentra en una carta fechada en 1896, cuando a la edad de veinte años escribe al Oakland Times para prevenir sobre el valor ilusorio de la competencia entre las dos compañías de aguas de Oakland: «Al vender agua a pérdida, la compañía con menor capital (…) quebrará, Entonces la otra compañía (…) estrujará a los habitantes que gozan de tarifas bajas, aumentándolas (…) La competencia [es] una pérdida de esfuerzos y capital, y siempre termina en el monopolio. ¿Existe algún camino para salir de la ferocidad? (…) Le preguntaría [al lector] si alguna vez oyó hablar de la propiedad municipal». Esta clase de cosas le otorgaron notoriedad como el «Muchacho Socialista de Oakland». Pero en realidad no era un chico precoz; a sus veinte años había vivido lo suficiente como para tener la experiencia (y, con ella, la confianza en sí mismo) de un hombre que le doblara la edad. Finalmente, fue el ritmo acelerado lo que constituyó el genio de su vida, y su tormento.

Hay algo más: era de acción rápida y saltó sobre la historia de su tiempo como un hombre sobre el lomo de un caballo. Cuando la fiebre del oro llegó a San Francisco, socialista o no, él la contrajo y se unió a la carrera precipitada hacia el Klondike, para hacer fortuna.

Por supuesto que tenía que emprender la búsqueda de veneros de oro. Se trataba de una dura prueba de virilidad y una promesa de riqueza a la que ningún socialista norteamericano animoso podía resistirse. «Espero llevar cien libras de carga en las buenas sendas, y setenta y cinco, en las peores», le escribió a Mabel desde Alaska con un tono de heroísmo autocompasivo. «Por cada milla (…) tendré que viajar de veinte a treinta millas. Mi equipo pesa mil libras». Sin embargo, debió de abrigar alguna esperanza o hacer alguna previsión con respecto al Yukon como la tierra de sus sueños literarios. Cargó con todo aquel peso sólo para pasar el invierno bloqueado por la nieve en una cabaña al sur de Dawson City. Fue víctima del escorbuto y, en vez de separar el oro en la gamella, estuvo reponiéndose en los bares de Dawson, mientras escuchaba los relatos de los veteranos en esas lides. Allí, en medio de las penalidades y el frío más rigurosos, tenía lugar la fabulosa aventura vital que se adaptaba a sus teorías. En la primavera del año siguiente, parcialmente curado del escorbuto y totalmente de la fiebre del oro, descendió por el Yukon en una balsa y regresó en buque de vapor a San Francisco, con cuatro dólares y medio en polvo de oro, como premio a sus esfuerzos.

Pero volvió de allí con algo más que, como él mismo dijo, le permitiría «separar en la gamella el pan de cada día» durante el resto de su vida. Había descubierto un mundo para su imaginación, un terreno para su alma huérfana.

Dedicado de forma metódica a la tarea de convertirse en un escritor profesional, Jack analizaba los relatos que le gustaban, o los copiaba a mano para aprender cómo estaban estructurados, y luego, con estos ejemplos en mente, escribía sus propias narraciones. Enviaba por correo tanto material a las revistas, que tuvo que idear un sistema de registro a fin de seguirles el rastro. Los rechazos le llovían sin cesar. Pero al cabo de un año logró vender al Atlantic Monthly un cuento cuya acción se desarrollaba en la región septentrional, y así se inició su carrera. En 1900, publicó su primera antología de relatos cortos, The Son of the Wolf, y fiel al veloz metabolismo de su sino, al cabo de sólo cuatro años era el escritor más famoso del país.

La América industrial demostró tener un voraz apetito por los relatos centrados en la Naturaleza, por las aventuras de seres, humanos o animales, desplazados por la civilización. Para 1904 Jack London ya había publicado diez libros, que incluían La llamada de la selva, The Daughter of the Snows, Children of the frost, y su novela clásica El lobo de mar. Sus artículos, ensayos y relatos llenaban las revistas. Escribía echando mano del capital que suponía su niñez emocionalmente desolada, la vida que había presenciado en el mar y en la tierra, y la servidumbre que había tenido que sufrir. Escribió en cantidades ingentes. Los periódicos importantes lo contrataban como corresponsal extranjero. En Inglaterra, donde estaba de camino para cubrir la guerra de los bóeres para la Associated Press, le rescindieron el contrato. Aprovechando la situación, se perdió de vista para convertirse en un residente de los barrios bajos del East End londinense, de donde salió para escribir The People of the Abyss, un clásico del periodismo de investigación sobre la pobreza y la indigencia de los sin techo, que redactó en siete semanas.

En sus cartas, Jack London no manifiesta abiertamente el asombro, la disociación ni la gratitud que la fama súbita suele provocar en la gente. Se adaptó a los buenos tiempos con extraordinaria rapidez. Era un ávido lector de Nietzsche y había llegado a creer en el poder de la voluntad. Creía que su vida era una prueba evidente de que poseía una fuerza de voluntad superior. (Cualquier aspirante a escritor que se comunicara con él recibía, de manera inevitable, el consejo de trabajar arduamente). Aunque ya a edad avanzada logró terminar los estudios secundarios, era esencialmente un autodidacta; se había formado a sí mismo sobre la marcha, y tenía por la Idea que lo Explica Todo la debilidad característica del hombre que ha triunfado por su propio esfuerzo. Deseoso de dar una forma al caos de su experiencia, hizo suyas las mañosas conclusiones del darwinismo social y en sus viajes por mar y por tierra y en las severas regiones nevadas vio la confirmación de la idea de la supervivencia de los más aptos que, para su mente Kypliniana, significaba la supremacía de la raza más dotada. Así, a los veinticinco años era un portador de las ideas establecidas y mutuamente excluyentes de su época —el socialismo democrático y el racismo pseudocientífico— en el cuerpo de su propia vitalidad ardiente.

No debe sorprendernos, pues, que su correspondencia se caracterice, en su mayor parte, por las imperiosas opiniones que en ella vierte. Acerca de sus ideas es capaz de expresar aflicción o enfado, pero raras veces dudas. En 1899, le dice confidencialmente a su amigo Cloudsley Johns: «Está claro que la teutónica es la raza dominante del mundo. Las razas negras, las razas mestizas (…) son de mala uva». En una carta de 1900, dirigida al mismo amigo, filosofa acerca de sus ideas materialistas: «La característica fundamental de toda la vida es la IRRITABILIDAD». Otro aspecto destacado de estas cartas es el amor a la discusión, a la disputa. Para él, toda correspondencia mantenida con un admirador o un crítico, por fortuita que sea, constituye una ocasión para el debate. La necesidad de comunicarse es abrumadora. En 1905, ya es mundialmente famoso cuando escribe: «Querido camarada: No puedo leer tu carta. He malgastado veinte minutos, me he gastado la vista y he perdido la paciencia sin lograr entender qué has escrito. Inténtalo de nuevo y procura hacer una letra más legible. Sinceramente tuyo, Jack London. P.S. Ni siquiera puedo descifrar tu nombre».

Las opiniones inflexibles de Jack London se extendían a las relaciones entre los sexos. Como buen materialista no creía en los idilios amorosos. Poco antes de llegar a la cumbre de su carrera como escritor, abandonó a la dulce y (según pensaba ahora) superficial Mabel Applegarth, y perdió la cabeza por una mujer inteligente y progresista llamada Anna Strunsky, miembro de un grupo de bohemios, artistas, escritores e intelectuales del área de la bahía de San Francisco conocido como The Crowd. Sin embargo, se casó con una burguesa a quien no amaba, Bessie Mae Maddern, porque consideró que serían unos buenos padres biológicos, y que ella le proporcionaría el hogar y la estabilidad que necesitaba para protegerse de la voracidad de sus apetitos y la impetuosidad de su temperamento. «Me siento justificado por mil razones para concretar este matrimonio», le escribe a Anna Strunsky en abril de 1900. «Sin embargo, no modificará gran cosa mi antigua vida ni mi existencia tal como la había planeado con vistas al futuro».

Era inevitable, pues, que siguiera con sus amoríos. En 1903, siendo ya padre de dos niñas biológicamente fidedignas, Joan y Becky, Jack se enamoró de Charmian Kittredge, editora y amante de la vida al aire libre. También ella era miembro de The Crowd, si bien menos destacada que Anna Strunsky y el mismo Jack. Bess Maddern no podía evitar sentirse celosa por el tiempo que su esposo pasaba lejos del hogar mientras ella se dedicaba fielmente al cuidado y crianza de sus hijas. Bajo la influencia del poeta George Sterling, los miembros de The Crowd se habían trasladado a Carmel, donde fijaron su residencia. Bess consideraba que se daban aires de superioridad y hacían alarde de su antipatía por la clase media llana, de la que ella formaba parte con obstinada satisfacción. Cuando Jack inició un amorío furtivo con Charmian Kittredge («No sé si sabré de ti, si vendrás o no a verme esta noche», le escribe él en el estilo retórico propio del amante dominado por la convicción cósmica, «pero de una cosa estoy seguro: esto es inevitable. El momento ya es demasiado importante como para que se convierta en algo inferior. No podemos fracasar, reducirnos, sumirnos nuevamente en la noche cuando el alba se presenta ante nuestros ojos», y así sucesivamente), Bess Maddern se dio cuenta de que algo había sucedido, aunque ella no sabía bien con quién. Entabló demanda de separación, señalando por error a Anna Strunsky como causante, si bien, por irónico que parezca, ésta se había negado a consumar su relación con Jack por tratarse de un hombre casado.

De todo ello nos informa en detalle el libro American Dreamers: Charmian and Jack London, de Clarice Stasz. En 1905, el divorcio del famoso escritor de una esposa con la que tenía dos hijas pequeñas y su posterior casamiento con una mujer, Charmian, de ideas avanzadas, que montaba a caballo a horcajadas y se mantenía a sí misma trabajando en una oficina, ocupó los titulares de todos los periódicos e hizo sacudir la cabeza a los editorialistas. Sin embargo, el matrimonio de Jack con Charmian London duraría hasta la muerte de aquél, once años más tarde, y el nivel de intensidad emocional que lo caracterizó indicaba que eran una verdadera pareja.

La intención de Stasz consiste en presentar una asociación de seres semejantes que resultaba revolucionaria para la época y tal vez aún hoy lo sería. No estoy seguro de que sea tal como ella afirma. No hay duda de que Charmian London era una mujer notable, físicamente audaz, pródiga en recursos y, en muchos aspectos, adelantada a su tiempo. Tenía cinco años más que su esposo, pero poseía el cuerpo atlético, esbelto y fuerte de una persona mucho más joven. Era una excelente nadadora y una gran tiradora. Amaba la vida al aire libre y aprobaba los regímenes que le permitieran estar en buena forma física. De soltera, había logrado vivir de las rentas que le proporcionaba una pequeña propiedad y de sus propios ingresos obtenidos en diferentes tareas, entre otras, la de directora de la revista Overland Monthly. Era una feminista orgullosa de su inteligencia y su independencia. El modelo de mujer norteamericana del 1900, presentada como la hogareña mojigata que se sacrificaba en aras de su familia, le causaba risa.

Charmian London hizo frente a todos los desafíos que su matrimonio con Jack London le planteaba. Él creía en las pruebas físicas; y su esposa solía calzarse los guantes de boxeo y combatir con él. Charmian fue su redactora y mecanógrafa, responsable de la tromba diaria de palabras que nacía de su pluma, incluyendo la correspondencia. Cuando se produjo el terremoto de San Francisco, ella acompañó a su esposo desde Oakland ante el deseo de éste de recorrer las calles y observar los edificios derruidos y en llamas. Mediante este casamiento, Jack racionalizó de alguna manera su idea de llevar una vida de cruzado del socialismo hasta el punto de necesitar hacer un viaje en barco alrededor del mundo, como Joshua Slocum. Charmian partió con él a través del Pacífico en un queche funesto y mal construido, que él mismo había proyectado, el Snark, y demostró ser una intrépida navegante cuya capacidad física y mental para resistir los embates del océano era superior a la de su esposo.

Charmian perdió dos hijos al dar a luz, uno a causa de la negligencia del médico partero, y escribió sobre esos infortunios con honestidad y conmovedora dignidad. Era, de hecho, una escritora muy buena, y su Log of the Snark, así como The Book of Jack London, una obra menor escrita al enviudar, pueden leerse con interés aún hoy. Para él fue una musa inspiradora que le sirvió como modelo de varios de sus personajes femeninos, por ejemplo Paula, la heroína de su última novela Little Lady of the Big House.

A pesar de ello, empero, no fue un matrimonio de seres semejantes. En julio de 1903, durante su primer período pasional, Jack escribió a Charmian una carta peculiar. En ella le contaba un sueño recurrente en el cual vivía como un solo ser con un «gran camarada», sueño que, según creía, nunca se haría realidad. «Era evidente que (…) jamás podría tener la esperanza de encontrar esa camaradería, esa intimidad, esa simpatía y comprensión mediante las cuales el hombre y yo podríamos fusionarnos y convertirnos en un solo ser para el amor y la vida. ¿De qué modo expresar lo que quiero decir? Ese hombre sería tan semejante a mí, que nunca habría un malentendido entre nosotros (…) Sería delicado y tierno, valiente y osado, sensible de alma y de cuerpo como el que más, aguerrido y despreocupado ante el dolor. ¿Te das cuenta, amor mío, del hombre que trato de describir para ti? (…) ¿No ves, querida mía, el hombre completo en todos sus aspectos que tengo en mente?».

Jack la llamaba «compañera», y ella, a él, «compañero», términos extrañamente primitivos que denotan la forma en que comprendían la modernidad de su relación. Pero ella encarnaba el ideal —en la medida en que una persona puede llegar a satisfacer un sueño— que Jack, al parecer, se había formado del hombre femenino en la estructura de su vida psíquica. Y era esa vida la que ambos vivían en cuerpo y alma: su obra, sus ideas políticas, sus proyectos y sus costumbres disolutas, que les llevaban a emprender sus aventuras y constituían los temas fundamentales del pensamiento de su esposa.

La vida de Charmian con Jack cubrió el período en que los sueños socialistas de éste se transformaron en consolaciones del idealismo tempestuoso. Fue Charmian quien más sufrió el final farsesco de los grandiosos planes de Jack. Del mismo modo que cuando él enfermó en Alaska de escorbuto se vio obligado a pasar un tiempo de convalecencia, ahora tuvieron que vender el Snark, que era esencialmente inservible, y embarcarse en un vapor para regresar al hogar con el fin de que se recuperara de una u otra de sus afecciones cada vez más frecuentes: caries, dolorosas hemorroides, fístula intestinal, cólicos renales. Se dedicó a dirigir un rancho en el valle de Sonoma, para lo cual compró enormes extensiones de tierra, crió ganado de raza y reforestó con vistas a la explotación maderera. Además, se gastó otra fortuna en erigir una imponente casa solariega construida con piedra del lugar y madera de secoya, la Wolf House, que al cabo de cinco años resultó misteriosamente destruida por el fuego cuando aún no había sido terminada. La farsa final más cruel fue el colapso de sus energías físicas. Sujeto al ritmo acelerado de su existencia, como todo cuanto lo rodeaba, al acercarse a la cuarentena su salud empeoró rápidamente. Poseía hábitos alimentarios infames, pues era dado a comer patos crudos, por ejemplo, y era un bebedor desmedido. Fumaba sin cesar y tomaba narcóticos sin prescripción facultativa, pues por entonces no existían restricciones legales a su consumo, para mitigar los terribles dolores intestinales y renales. Sufría de insomnio y de edema, con lo cual su cuerpo se hinchaba, y la última fotografía que se conserva de él lo muestra con su sombrero a lo Baden-Powell y pantalones de montar, mirando en dirección a la cámara con un aire de desamparo que recuerda a Archie Bunker, una ridícula caricatura del apuesto y joven muchacho socialista, del amante y del osado pendenciero que había sido.

Fue su capacidad para vivir realmente en el mundo, para convertirlo en presuntuosos y a menudo temerarios actos de coraje, lo que convirtió a Jack London en el primer héroe escritor de Estados Unidos. Pero para el lector de su correspondencia resulta aún más evidente que fue un auténtico hijo de California. Es virtualmente posible trazar un perfil de su espíritu: a los diecisiete años, se embarca hacia Japón y el mar de Bering. A los veintiuno, parte rumbo a los campos auríferos de Alaska. A los veintiocho, cubre como corresponsal la guerra ruso-japonesa en Corea para la cadena de periódicos de Hearst. A los treinta y dos, zarpa con Charmian hacia Tahití y las islas Marquesas, donde seguirá la ruta de Melville hasta el valle del Typee. Vivió durante largos períodos en Hawai, donde hizo amistad con los terratenientes blancos de Honolulú y los leprosos de Molokai. Los excéntricos escritores de la siguiente generación, entre ellos Hemingway y Fitzgerald, se trasladarían a Europa —a Francia, a España—, pues les desesperaba el provincianismo norteamericano, pero Jack London fue en verdad un provinciano, perteneciente a la orgullosa estirpe californiana que sabe encontrar su propia senda hacia la afectación; él vivió sus últimos diez años dedicado a su Beauty Ranch, en el valle de Sonoma, y desde la bahía de San Francisco hasta el Yukon y las playas de la Polinesia, o el Valle de la Luna, el mundo que hizo suyo fue el que sacudían los terremotos de la cuenca del Pacífico.

Sin duda, sus viajes y su ferviente fe en la vida basada en el esfuerzo físico difícilmente habrían dejado de influir en Hemingway, cuya inflexible devoción por las empresas varoniles era aún más afectada y, de hecho, una degradación de la idea en sí, al fijarse, como finalmente hizo, en los deportes y las pruebas rituales de su virilidad antes que en la abierta confrontación con la naturaleza: en la nieve, el acarreo; en alta mar, la navegación a vela; en las islas Solomón, una estancia con los cazadores de cabezas.

La otra ética laboral de la vida de London era la del trabajador independiente. Estaba obligado a escribir para pagar las cuentas, y nunca destruía un buen relato si sabía que podía venderlo. Dondequiera que se encontrara y por muy atribulado que estuviese, escribía su millar de palabras diarias. Sus cartas, aun en los años en que obtuvo las mayores ganancias, están repletas de baladronadas, juramentos, promesas y porfías dirigidos a editores y cineastas de quienes requería dinero. Cuanto más ganaba, más seguro era que se embarcase en empresas que lo dejarían sin un centavo; primero el Snark, luego el rancho, en el que trabajarían hasta cincuenta peones, la monumental Wolf House, donde nunca llegó a vivir y así sucesivamente. Fundó la Jack London Grape Juice Company y perdió hasta la camisa. Al igual que Mark Twain, financió al inventor de una linotipia que nunca funcionó. Y como Chejov, cargó con una gran familia: su madre, el hijo adoptivo de ésta, su primera esposa abandonada, Bess Maddern, y sus dos hijas, su segunda esposa, Charmian, y varios parientes y amigos, camaradas socialistas y otros parásitos a quienes puso en plantilla o que regularmente se sentaban a su mesa. En este aspecto, así como por su afición a la bebida, debió de ser un modelo para Scott Fitzgerald, quien llevó a la perfección más exquisita el sacrificio del talento del escritor en aras de un estilo de vida expansivo.

Pero cuando todo hubo terminado, Jack London dejó publicados cincuenta libros, entre obras de ficción y de otros géneros, incluidos quinientos artículos o ensayos, doscientos relatos y diecinueve novelas. Hasta la fecha, es el autor norteamericano más leído en el mundo. Uno de sus primeros biógrafos, Andrew Sinclair —que presenta de manera más convincente que Stasz la compleja y atormentada vida interior de London, así como las abrumadoras consecuencias de sus conflictos psíquicos no resueltos, por ejemplo entre su socialismo y su racismo en favor de la supremacía blanca, o sus ideas igualitarias y el creerse un superhombre nietzscheano, o bien su devoción por la masculinidad y su feminismo—, señala que fue el primer norteamericano que escribió una road-novel, el primero en tratar el boxeo como un tema serio en la literatura y el primero en utilizar la prensa para alcanzar la celebridad mítica así como para vender sus libros. Lo que quizá podríamos considerar como un epitafio extraordinario son los dos volúmenes antológicos de London en la colección de clásicos de la literatura norteamericana de la definitiva Library of America. Los tomos incluyen La llamada de la selva, Colmillo blanco y El lobo de mar, por supuesto; The People of the Abyss, su reportaje sobre los desheredados; The Road; El talón de hierro, fantasía de ficción científica y a la vez profecía política; Martin Eden; John Barleycorn, las confesiones de su alcoholismo; un par de docenas de excelentes relatos, así como un puñado de ensayos, entre ellos «Révolution», el que solía ofrecer, como si de una conferencia se tratara, cada vez que lo invitaban a hablar.

Jack London nunca fue un pensador original. Fue un voraz devorador del mundo, tanto física como intelectualmente, la clase de escritor que se trasladaba a un lugar e inscribía sus sueños en él; que descubría una Idea y hacía girar su espíritu en torno a ella. Fue un laborioso genio/peón literario que supo instintivamente que la Literatura era un anfitrión generoso en cuya mesa siempre había lugar para uno más. Jack London ya no ocupa un puesto de honor, mientras que las voces más frescas y mundanas de la ironía modernista se hacen cargo de la conversación.

(1988)