El carácter de los presidentes
Bush ha dicho, con el fin de difamar la personalidad de Clinton, que el carácter de un candidato a la presidencia es importante. Y lo es. Según sea el presidente que elegimos, así será el país que tendremos. Con cada nuevo presidente la nación se configura espiritualmente. Él es el artífice de nuestra maleable alma nacional. No sólo propone las leyes sino la clase de ilegalidad que rige nuestra vida y provoca nuestras reacciones. Las personas que designa son hechas a su imagen y semejanza. La dificultad en que éstas se meten, y nos meten, es la dificultad que lo caracteriza a él. Por fin, los medios de comunicación amplían su carácter hasta que abarca nuestro informe meteorológico moral. Se convierte en la apariencia de nuestro firmamento, en las condiciones que prevalecen. Un período de cuatro años puede encontrarnos gozando de una paz relativa, tratando de salir adelante, y el siguiente, en cambio, peleándonos por un mendrugo de pan.
El hecho de que un presidente sea propuesto y elegido por las fuerzas del capital y el poder establecidos significa, por lo general, que cuando ocupe el cargo sus movimientos estarán condicionados. No obstante, si tiene el valor de creerlo, será, de hecho, el más libre de los hombres y, al menos teóricamente, contará con el respaldo de los millones de personas que han convalidado su candidatura con el deseo de que haga por ellas todo cuanto esté en su mano. Podría llegar a apreciar solemnemente el voto que le otorgamos los millones de ciudadanos de todos los colores y todas las clases, como un acto de confianza, un deseo de que las cosas salgan bien, una especie de plegaria.
Eso no significa que resulte de esta manera. En 1968, Richard Nixon resurgió de la derrota a manos de Jack Kennedy, y ahí estaba de nuevo, con la cabeza hundida entre los hombros gibosos de su traje de tres botones y los brazos alzados en señal de victoria, la fiel imagen de la venganza de los poderosos. El hecho de que alguien tan rígido y carente de honor y de toda clase de catadura moral; alguien tan endurecido por odios destructivos, tan desprovisto de espiritualidad, tan lejos de todo aquello que es alegre y fervientemente bello y venturoso en la vida, carente del menor respeto por la vida humana y, ciertamente, sin dar muestras jamás de sentido común, sino viviendo siempre por la política pura y sólo por ella, como si por sus venas corriera un remedo incoloro de sangre; que ese ser, digo, fuese capaz de surgir como un cazador furtivo de sus propios fracasos y utilizar la historia y el sistema bipartidista para autoelegirse presidente es, supongo, una muestra cabal de la forma democrática de gobierno que impera en Estados Unidos.
Yo creo que los hombres del presidente forjaron el carácter de Nixon: los futuros convictos Ehrlichman, Haldeman y Mitchell; y Henry Kissinger, que pareció pasar por todos los cargos como si estuviese imantado, hasta situarse al lado del presidente, su clon moral en la práctica de la autopromoción por medios maléficos. Pienso en las consecuencias del carácter de Nixon: los cuatro estudiantes abatidos por una lluvia de balas en el predio de la Kent State University. Más de siete mil manifestantes contra la guerra detenidos en un estadio en Washington D.C. Los bombardeos secretos en Camboya, las muertes secretas, los números secretos, las siempre secretas operaciones de la realpolitik. Y otro hecho más me ronda por la mente: la ocasión en que encargó cascos dorados y emplumados, capas a lo Bismarck y negras botas de montar para la guardia de honor de la Casa Blanca.
Los dos ocupantes siguientes de la presidencia, Ford y Carter, demostraron poseer muy poco carácter; el primero, una especie de estólido destructor del idioma cuya contribución más importante a la historia de Estados Unidos fue perdonar a Richard Nixon; el otro, un hombre bien intencionado pero tremendamente vacilante al encontrarse en todo momento dominado por un sentimiento de religiosidad, que hizo la campaña como un liberal y gobernó como un conservador. Durante su gobierno corrimos sin movernos de lugar. Nadie en Estados Unidos puede recordar dónde se encontraba durante el período de Carter, ni qué hacía, ni siquiera si estaba despierto. El fundamentalismo bíblico de Carter lo dotó de una excepcional paciencia a la hora de negociar un tratado de paz entre Israel y Egipto, pero Washington no se parecía en nada al monte Sinaí y, por lo tanto, no lo inspiró en absoluto. El antiguo Cercano Oriente fue su gloria y, tras la fracasada operación del desierto para rescatar a los rehenes en Irán, su derrota. Definió los derechos humanos como un factor en las relaciones internacionales, pero no se convirtió en un honorable defensor de esa idea hasta que abandonó la presidencia. Se recuerda su insipidez, al igual que la sonrisa nerviosa que revoloteaba en su rostro, como una invitación dirigida al electorado con el fin de atraer a los lobos de la derecha que durante todo ese tiempo habían estado caminando arriba y abajo, al tiempo que de tanto en tanto aullaban en la oscuridad más allá del campamento.
Y así, en 1980 nos encontramos viviendo el misterio de Ronald Reagan.
Con poca cosa más que sus risitas, sus encogimientos de hombros, su sonrisa bonachona y sus chistes, Reagan logró en dos elecciones persuadir a la mayoría de la clase media/obrera blanca que votara contra sus propios intereses. El viejo actor de películas de serie B, convertido en su propia caricatura, tuvo la asombrosa capacidad de destruir la vida de la gente sin perder la lealtad de ésta. Se dijo que actuaba sin un guión previo, y a sus opositores políticos no se les ocurría endilgarle otro epíteto que el de «bobo afable», para decirlo en palabras de Clark Clifford. Pero su mojigatería cordial y sus redundancias simplistas, sus citas equivocadas y sus exageraciones, sus sensibleras referencias a la idea de la confianza en uno mismo, se convirtieron en la punta de lanza de un ataque devastador a la legislación terapéutica que había sido puesta en ejecución desde el New Deal hasta la Gran Sociedad, desataron de manera descarada en todo el país nuevos odios racistas por parte de los blancos y culminaron en la más peligrosa conspiración contra el gobierno constitucional de Estados Unidos en el siglo XX.
El actor viejo y sordo que dormitaba durante las reuniones de gabinete, siempre lograba despertar a tiempo para aprobar los proyectos que estaban reñidos con su juramento de investidura. Se opuso a imponer las leyes de derechos civiles, subvirtió los decretos antimonopolio, anuló los subsidios de la Seguridad Social para las personas minusválidas, suspendió los almuerzos escolares para niños carenciados y pasó a manos privadas la conducción de la política exterior de Estados Unidos en América Central. Bajo el mando de este ferviente seductor, fuimos conducidos hacia la formidable década del robo desregulado en nuestro país y nos enteramos de que los temas supremos de nuestra era eran el aborto y la oración en las escuelas. Mientras tanto, los ricos se hicieron asquerosamente ricos, la clase media se empobreció, se restituyó a la calle la profesión de pedir limosna y la deuda interna de la nación se elevó a unos tres billones de dólares.
Ése era un presidente con carácter.
Desde el final de la guerra del Vietnam, el gobierno de Estados Unidos regido por presidentes republicanos ha sido punitivo. Su filosofía se denomina conservadurismo, pero tras muchos años de aplicación el resultado ha consistido en el derroche de la riqueza del país y el descenso, para todos salvo para el estamento con mayor poder económico de la sociedad, del nivel de vida, de sanidad y de la esperanza de contar con un sistema educativo. Eso es punición. Lo que Clinton denomina, inadecuadamente, la teoría de la «reducción gradual» es, en realidad, la presunción oligárquica de que sólo importa realmente una ciudadanía integrada por los dirigentes ejecutivos, los financistas y los ricos y bien nacidos. Cuando Reagan hablaba de quitarnos «el gobierno de las espaldas», lo que quería decir era liberar al ejecutivo de la carga de la responsabilidad pública. Ningún organismo regulador debe interponerse en la tala indiscriminada de árboles, ningún juez puede prohibirnos actuar para eliminar la competencia, ninguna ley laboral debe detenernos cuando queremos trasladar una planta industrial a Indonesia, donde el salario de los obreros es diez veces inferior al de aquí. En ese contexto, las mujeres no tendrán derechos jurídicos en la conducción de su vida personal, y la suerte de todos los ciudadanos, así como del entorno natural donde viven, o lo que queda de él, debe quedar a perpetuidad en las manos benefactoras del hombre de negocios blanco a quien Dios, en su infinita sabiduría, le ha otorgado el poder de cuidar los intereses económicos del país.
Existe una estrategia electoral para la ejecución de este plan baronial decimonónico, en esta campaña volvemos a verla y oírla, porque siempre ha demostrado ser muy efectiva. Se basa en la verdad mordaz de que el político de derechas tiene menos distancia que recorrer para descubrir y explotar nuestros miedos y odios tribales que su opositor, quien, en cambio, se dedicará a rastrear y fomentar lo mejor de nosotros mismos. La ventaja de la derecha en todas las elecciones reside en el hecho de que busca y estimula los circuitos nerviosos antediluvianos de nuestro cerebro. Pat Buchanan, en la convención republicana, era el Neanderthal que mostraba los colmillos y esgrimía un garrote.
La derecha siempre invocará un enemigo interior. Sus partidarios insistirán en establecer una distinción entre los norteamericanos auténticos y los que, sin serlo, dicen que lo son. Este último grupo constituye la amalgama básica nativa compuesta por gente del color impropio, de la inmigración reciente o que recurre a una persuasión religiosa incorrecta. Al comienzo de la guerra fría, se sumaron a la lista los «compañeros de ruta» y los «rojillos» (históricamente, los comunistas siempre tuvieron un color subido de tono). Nixon aportó los «intelectuales decadentes»; el secretario del interior de Reagan, James Watt, arrojó en el crisol a los «tullidos» junto con los judíos y los negros, y el actual presidente y sus hombres han enviado al infierno a los padres solteros, los gays y las lesbianas, así como a una «élite cultural», término que aplican no sólo a los universitarios, cosmopolitas (judíos y sus compañeros de ruta), residentes en ambas costas, que se dedican a escribir o trabajan en publicidad, en el cine o la televisión, sino a cualquier persona de cualquier región del país que posea suficiente capacidad verbal para formar una frase con la que decirles que son una ignominia para la nación.
Los actos de Clinton al expresar su disensión durante la guerra de Vietnam lo situaron a la cabeza de una oscura y peligrosa coalición de falsos norteamericanos. En definitiva, es el hijo traicionero que se atreve a oponerse al padre. Por lo que a Bush y sus simpatizantes se refiere, cuando los jóvenes de Estados Unidos repudiaron la guerra de Vietnam, renunciaron a su derecho sucesorio generacional, a la supremacía y el poder. Nunca más podría confiarse en ellos. Tampoco volvería a ser digna de confianza la clase de democracia que los engendró y crió como un padre excesivamente permisivo.
Desde la guerra de Vietnam, todos los presidentes, de Nixon a Bush, han pertenecido a la misma generación de la Segunda Guerra Mundial. Ellos no serán removidos. La arremetida de sus gobiernos ha consistido, punitivamente, en mostrarnos el error de nuestra conducta, y devolver las cosas a la época en que la gente se quedaba en su sitio y se debía en cuerpo y alma a la empresa.
En junio de 1989, Bush vetó una ley que habría elevado el salario mínimo a 4,55 dólares la hora durante tres años. En octubre de 1989 vetó una ley en una de cuyas cláusulas disponía la utilización de fondos del Medicaid para pagar los abortos de aquellas mujeres sin recursos que fuesen víctimas de violación o incesto. En octubre de 1990 vetó la ley de Derechos Civiles, que el Congreso había sancionado a fin de anular los fallos de la Corte Suprema, que tornan más difícil que las mujeres y los grupos minoritarios puedan ganar un juicio por discriminación laboral. En octubre del año siguiente vetó una ley que prolongaba el beneficio para aquellas personas a quienes se les hubiesen terminado las veintiséis semanas del seguro de paro (en noviembre se rectificó y firmó una extensión más modesta). El 23 de junio de ese mismo año vetó una ley que habría permitido la utilización de fetos de abortos en investigaciones financiadas con fondos públicos federales. En septiembre vetó la ley de licencia familiar, que habría otorgado a los obreros el derecho de solicitar una licencia sin goce de sueldo en casos de nacimientos o emergencias médicas en su familia. En julio vetó la ley del «elector automovilista», que habría permitido a los ciudadanos inscribirse en el padrón electoral al solicitar el permiso de conductor.
Los posibles beneficiarios de esas leyes —gente que barre los suelos, chicos que trabajan en los McDonald’s mujeres pobres, negros, enfermos en estado crítico, gente que ha perdido el empleo, mujeres y padres que trabajan y personas que no votan (no podemos darnos el lujo de tener demasiados de ésos)— siempre oyeron decir a Bush, en el momento del veto, que contaban con sus simpatías, pero que de alguna manera, o de varias maneras, las leyes en su beneficio no habrían servido para lo que se pretendía y, de hecho, incluso habrían empeorado su situación.
Bush es un hombre que miente. El senador Dole, que competía con él en 1988, fue el primero en decírnoslo. El vicepresidente Bush mintió con respecto a sus opositores en las primarias, y mintió en relación con Dukakis en la elección. El presidente Bush miente hoy al hablar de las leyes que veta, como miente respecto de su participación en el canje de armas por rehenes con Irán y sigue mintiendo, a pesar de que lo han contradicho directamente dos ex secretarios de la administración Reagan —Schultz y Weinberger— y un ex miembro del Consejo Nacional de Seguridad. Miente con respecto a lo que hizo en el pasado y sobre el motivo por el cual hace lo que está haciendo en el presente. Habla en favor de los derechos civiles pero obstaculiza la legislación que aliviaría la iniquidad racial. Habla en favor de la protección del medio ambiente, pero se opone a las medidas que demorarían su destrucción.
El lector y yo podemos mentir respecto de nuestros actos y deformar los actos de los demás; podemos simular devotamente que adherimos a principios en los que no creemos; podemos lamentarnos y culpar a otros por el mal que hacemos. Podemos pensar únicamente en nosotros y en los nuestros y mostrarnos despiadadamente indiferentes para con los necesitados a los que no nos une nada. Podemos manipular a la gente, insultarla, estafarla y robarle sin pretexto. Nuestro virtuosismo es inagotable, cabría esperar de una raza signada por el Pecado Original, y sin duda todos tendremos que rendir cuentas ante el Hacedor. Pero con respecto a la magnitud del daño y la devastación provocados, la persona que detenta el cargo político más poderoso del mundo y comete esos actos y actúa de esa manera debe multiplicarlo por negligencia moral por una cifra superior a la que es imaginable para el resto de los mortales.
Sin embargo, en todo esto podemos columbrar algo que resulta esperanzador. Bush es un candidato a la defensiva. Su mandato ha sido desastroso. El heredero presidencial del legado conservador de Nixon y Reagan está rodeado por el ambiente del delfín bobo. Su grupo de electores de derechas se muestra disgustado con él, posiblemente porque presiente el fin de una era, la decadencia de una idea predominante, o sencillamente, que la mina de oro de la República se ha agotado. No hay duda de que Bush es, en todos los aspectos, poco resuelto. Al mentir, reconoce de manera tácita que ha hecho algo inadmisible. El mosaico de mentiras presidenciales ofrece la críptica imagen de un mundo mejor.
Cuando todo lo demás es igual, ¿qué clase de carácter presidencial es más probable que nos toque en suerte?
¿Quién no desearía, en primer lugar, a alguien capaz de comprender que, una vez elegido, no puede ser únicamente el presidente del grupo de electores que lo llevó al poder, sino que, si cumple el papel definido que estipula el cargo, ha de gobernar en beneficio de todos? Ése es un simple concepto de escuela primaria y, dada la relación que existe en Estados Unidos entre el dinero y la política, no puede ser nada más que eso. Sin embargo, el presidente que tuviese el valor de vivir de acuerdo con ese concepto, tendría que iniciar de inmediato un movimiento reformista tendente a eliminar los privilegios que los grandes capitales se otorgan a sí mismos mediante sus contribuciones políticas y sus cabildeos. Esto haría suponer que se trata de un presidente tan moralmente inteligente como valeroso.
Yo quisiera, para darle un sentido de desarrollo histórico al presidente, que fuese capaz de comprender y reconocer honestamente que la filosofía política de lo que benignamente denominamos libre mercado, ha justificado en el pasado la esclavitud, la explotación laboral de los niños, el fusilamiento de huelguistas en manos de fuerzas militares estatales, etcétera.
Desearía un temperamento presidencial afín con un amor por la justicia y una capacidad para reconocer la honradez de los humildes y los atribulados. Y el genio espiritual que le ayude a comprender que incluso los límites de la nación son demasiado estrechos para contener el desempeño presidencial, pues, en la actualidad, de buen o mal grado, e ipso facto, somos desatinados seres planetarios.
El verdadero presidente debería poseer la fuerza necesaria para ampliar el alcance del discurso político, así como amar y respetar la lengua como el mejor medio con que contamos para acercarnos a la realidad. Eso implica una sensibilidad acorde con la inmensa trascendencia moral de toda vida humana. Quizá hasta una noción de lo trágico que lo desvelase por las noches.
Además, diría que tiene que ser alguien que realmente ame a los niños, que ría cuando se encuentre rodeado de ellos y que esté dispuesto a morir por ellos, pero que jamás recurra a la estratagema política de manifestarlo en público.
Tal vez el mayor aporte de Bush a esta campaña sea el haber contribuido a destacar la idea del carácter en la mente del público. No puede haber sido consciente de ello, pero nosotros hemos estado viviendo con él. Conocemos su temple. Cuando un candidato se postula para un segundo período, ya no tenemos que basarnos en lo que hizo cuando era un estudiante de veintitrés años en Oxford, para determinar si tiene lo que hay que tener. Sin embargo, quizá fuese de gran utilidad para el electorado, y hasta una especie de redención personal, que nos invitara a imaginar, mediante la confrontación con su carácter y el de sus predecesores, cómo debería ser el de un verdadero presidente de Estados Unidos.
(1992)