Introducción
Con una excepción, los ensayos de este libro fueron escritos porque alguien me pidió que lo hiciese. Si me dejan librado a mi voluntad, escribiré literatura de ficción. Elegiré la voz adecuada y todos sus tropos. Pero, de tanto en tanto, cuando me invitan a escribir con mi propia voz, en ocasiones que no dependen de mi voluntad, por una razón u otra, buena o innoble, lo hago.
Los primeros ensayos fueron escritos en 1977, y el más reciente, en 1992. Me sorprende descubrir que tienen en común una suerte de presunto nacionalismo. Parecen estar relacionados con textos norteamericanos: impresos o estampados de otra forma, algunos los reconocemos como nuestros, y otros, no. Los he ordenado, espero, siguiendo un proceso mental que va desde la biografía de algunos autores norteamericanos clásicos, hasta el espacio que ocupa su obra en la composición de nuestro carácter nacional, hasta las ideas que podemos extraer de ellos para adaptarlas a nosotros mismos y a nuestro tiempo, hasta nuestro tiempo en la medida en que es creado por políticos, hasta los estados anímicos en que vivimos inmersos en eso que llamamos nuestra cultura.
No puedo tener la certeza de que otra elección, en un orden distinto, no pondría de relieve la misma presunción subyacente. Los escritores de quienes hablo (blancos del sexo masculino) se convirtieron a sí mismos en depositarios del mito norteamericano, y los presidentes de quienes me ocupo (también blancos del sexo masculino) encierran valores míticos no menos ostentosos. Por último, lo que los políticos hacen se convierte en otra suerte de escritura; quizá como el escarificador de Kafka, clavando sus lancetas en la piel. Pero existe un continuo auténtico en tanto y en cuanto los que hacen la historia, la escriben, del mismo modo que quienes la escriben, la hacen, idea que desarrollé plenamente en el ensayo «Documentos falsos», y, asimismo, la reconozco en una reflexión sobre la mítica obra de George Orwell, 1984, un texto norteamericano superpolítico, debido a su pesadillesca imaginería europea.
Sin embargo, no existe otro texto que sea más central para nuestra existencia que la Constitución, que trato aquí como las Escrituras, en el sentido de un texto que se lee, estudia e interpreta como ley estatuida, del mismo modo que se leen, estudian e interpretan las escrituras del judaísmo, la cristiandad o el islam.
Y finalmente, por lo que a textos norteamericanos se refiere, tenemos el de nuestros sueños despreciados, nuestra cultura de la canción popular, las canciones estándar, como las llamamos, que resuenan en nuestra mente generación tras generación, como una especie de texto primordial del inconsciente colectivo.
Donde los escritores no se encuentran encerrados en la historia es el Paraíso, un Paraíso sin acontecimientos. Por la variedad de temas que tratan, estos ensayos son necesariamente fruto del ambiente cultural de la pasada y larga Guerra Fría, que, de una manera u otra, enmarcó la vida intelectual norteamericana durante casi medio siglo. Yo era estudiante de secundaria en 1946, cuando Winston Churchill hizo su discurso sobre la Cortina de Hierro en Fulton, Missouri. Publiqué mi primera novela el año en que John F. Kennedy fue elegido presidente. Eso no quiere decir que esté solo: casi todos los escritores que publican en la actualidad surgieron durante la guerra fría. De hecho, puede determinarse cuánto duró ésta teniendo en cuenta que, por lo que a nuestra literatura se refiere, sólo existe aún una generación —constituida por autores que cumplieron o están por cumplir los setenta años— cuya vida activa como escritores no ha quedado enteramente circunscrita por ella.
Con la caída del Muro de Berlín en 1989, y el desmembramiento de la Unión Soviética, se declaró terminada la guerra, pero sin la correspondiente sensación nacional de júbilo. Si estuviera dando un discurso sobre el estado espiritual de la Unión, describiría a los norteamericanos de hoy como convalecientes. «La realidad supera lo que se teme», dice Melville, hablando de la ballena blanca, y así en espíritu, como en el cuerpo, todavía estamos sufriendo la guerra fría. Esto tal vez guarde relación con los años en que nos negábamos a ver la realidad. Ha habido épocas en que hemos estado tan habituados a los peligros de la guerra, que vivimos y trabajamos como si no existiera. Nacían niños, iban a la escuela, se casaban y tenían hijos. La gente se embarcaba en sus empresas, y los ritmos de la vida privada iban marcando el paso de los años. En cambio, la guerra fría constituyó un estado de alerta nuclear durante cincuenta años, con dos contiendas en toda la regla sin que se emplease en ellas armas nucleares, Corea y Vietnam, libradas a su sombra, así como innumerables guerras sustituías, subversiones encubiertas de gobiernos extranjeros, golpes de Estado, incursiones, escaramuzas, saqueos, incidentes internacionales y pruebas con armas nucleares efectuadas en su respaldo. Más aún: a pesar de que el enemigo que tenía que ser contenido era la Unión Soviética, el ánimo creativo de nuestro espíritu guerrero se desencadenó, hasta un grado sorprendente, sobre nosotros mismos.
El penúltimo ensayo del libro, «James Wright en Kenyon», rememora el poeta, amigo mío, durante nuestra época de estudiantes en la oscuridad norteamericana de finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta. La revista Time nos denominaría «la generación silenciosa»; ¿quién, dadas las circunstancias, no lo habría sido? Una ideología basada en el miedo —sembrado, de manera sincera o cínica, por los políticos del momento—, se convirtió en una poderosa religión civil signada por inequívocas barbaridades puritanas. Absolutista y maniquea, se dedicó a descubrir y purgar los elementos tildados de subversivos que pudieran existir, no sólo mediante procesos legales cuando se habían cometido delitos, sino mediante juramentos de fidelidad, listas negras y rituales públicos de confesiones y arrepentimientos ante comisiones del Congreso, cuando supuestamente no se había cometido otro delito que el de las ideas.
Ésa fue la primera fase de la guerra fría. La segunda, durante la década de los sesenta, se llevó la vida de más de cincuenta mil jóvenes norteamericanos, y otras decenas de miles quedaron heridos y mutilados. Vietnam fue la expresión más absurda e irracional de la guerra fría, y como consecuencia de ella una generación de estudiantes manifestó su disentimiento y desafió masivamente sus rígidas ortodoxias. Su disidencia tuvo la dinámica de una Reforma: los jóvenes levantándose contra los dogmas y la cultura concomitante de sus mayores, para propiciar otra. En ningún otro momento desde la Guerra Civil el país ha sufrido un desgarramiento tan doloroso.
En el aciago período posterior a Vietnam, los supervivientes generacionales de los cincuenta mil muertos se encontraron de nuevo en un país impasible, una tierra de corderos, cuyos hijos salieron estudiosos, obedientes y oliendo a limpio como un coche nuevo. Ésta fue la tercera fase, semejante a la Contrarreforma: el castigo de los ingratos por el lado de la derecha, conocidos como la Aurora en Estados Unidos.
En esta década final, con el mandato de una plebe dócil ante las circunstancias imperantes, las últimas administraciones de la guerra fría combinaron su ideología con los principios capitalistas del siglo XIX. Al desregular la industria, desmantelar la legislación de los beneficios sociales para todos salvo su núcleo de electores, revocar la observancia de la ley cuando la norma legal no es de su agrado, y politizar los tribunales de justicia, distribuyeron democráticamente los enormes costos de la guerra fría entre todas las clases sociales con excepción de las más opulentas. El efecto sobre nuestro nivel de vida nacional fue semejante al de la succión de un vampiro en una arteria.
Cuando los historiadores comiencen a trabajar, tendrán que considerar la proposición según la cual este medio siglo de guerra fría generó en Estados Unidos una patología cultural y social tan particular como cualquier otra de las guerras en que el país se hubiese visto envuelto. Y que ello constituyó un acto de automutilación nacional tanto más asombroso por la grandeza del país que lo realizó.
Así, publico estos ensayos en un momento histórico extraordinariamente diferente, cuando esa era ha terminado, y otra, aún por definirse, acaba de comenzar. ¿Cómo podría un ciudadano escritor no considerarse bienaventurado al haber sobrevivido a las interminables décadas frías de esta época? ¿Cómo podría no orar por los muertos, así como por los difamados y los desvalidos…, y no ofrecer cuanto documento posea para la articulación pública de la nueva era y el futuro nacional que confiamos descubrir para nosotros mismos?
Nueva York
Marzo, 1993