Capítulo 8

De pronto, cuando Sturm había leído hasta aquí, Hugershoff lo agarró del brazo:

—Silencio, ¿no acaba de gritar alguien fuera?

Escucharon con atención. ¡En efecto! El grito prolongado de un centinela cercano resonaba, extrañamente débil y penetrante:

—¡Aleeertaa, mina!

Siguió un crujido y un aleteo que terminó en una inmensa explosión. El sótano se tambaleó, sus muros reventaron por todas sus junturas, una mina de grueso calibre parecía haberle alcanzado de pleno. Se apagó la lámpara, se consumió el fuego. De un rincón llegaba la voz del zapador:

—¡Luz, por Dios, luz!

En la escalera se oían los gemidos de Kettler:

—¡Socorro, mi teniente, estoy sepultado, aire, aire!

Lo salvaje de la escena estaba recrudecido por las incesantes detonaciones, bajo cuyas sacudidas se tambaleaba el sótano como un barco en el huracán. Los breves momentos de descanso entre las explosiones de los obuses estaban llenos de un incesante fuego de barrera. No cabía la menor duda: empezaba la ofensiva.

Por fin consiguió Sturm encontrar las cerillas en medio de la confusión. Encendió una y vio que la lámpara había desaparecido. Sin vacilar, cogió el cuaderno que había estado leyendo, arrancó varias hojas y prendió fuego. Dejó caer al suelo las hojas en llamas, mientras el zapador destrozaba libros y dibujos para alimentar el fuego con los jirones de papel.

Cuando los ocupantes del sótano, que habían cogido las armas a toda prisa, quisieron salir, se encontraron con un nuevo obstáculo: la escalera del sótano estaba obstruida hasta el techo por grandes trozos de pared. La primera mina tenía que haber caído justo en la escalera.

—¡Por el pozo de luz! —gritó el zapador cuya voz había recuperado su timbre claro y sosegado. Döhring arrancó la lámina de cartón, de forma que la luz del amanecer penetró por la ventana en la habitación. El zapador se encaramó sobre la mesa, juntó los brazos por encima de la cabeza y se metió por la angosta abertura mientras Döhring le sostenía por abajo. Luego pidió que le dieran un fusil y ayudó a salir a Döhring y a Hugershoff. Sturm quería seguirles pero cuando pensó en Kettler cambió de idea y se dedicó a quitar las piedras que habían caído delante del hoyo excavado en la tierra. Pronto había despejado la entrada; entonces consiguió agarrar a Kettler por el cuello del uniforme y sacarlo tirando de él. Dejó sobre las piedras el cuerpo, que no daba señales de vida, y corrió detrás de los otros.

Cuando llegó al aire libre, encontró a los camaradas en plena contienda. El fuego de minas había cesado, a la espalda había una pared llena de impactos de artillería. Döhring y Horn estaban pegados a la pared delantera de un gran cráter abierto por una explosión y disparaban. Hugershoff yacía en tierra, parecía muerto o gravemente herido. Cuando Sturm se metió de un salto en el cráter, el zapador volvió los ojos hacia él y le miró con rostro desencajado. Un disparo le había rozado la frente; de un profundo surco, bajo el nacimiento del pelo, fluía la sangre. Retiró el fusil y con la mano derecha desenroscó el indicador de distancia del anteojo de puntería, mientras que con la mano izquierda se quitaba la sangre de los ojos. Sturm golpeó a Döhring en el hombro:

—¿Qué ocurre?

—Los ingleses están en la trinchera.

En efecto, de la zona de delante llegaba el sordo e inconfundible estallido de las granadas. A veces asomaba por la pared de la trinchera una silueta color barro, hacía un movimiento de arrojar y desaparecía. Ahora Sturm sacó también su fusil y disparó. Se trataba de apuntar con la rapidez del rayo y de disparar. Así, los tres hombres estaban tendidos uno junto al otro y disparaban hasta que el aire caliente temblaba por encima de los tubos de los fusiles. Poco a poco retornó el silencio. Sturm se inclinó sobre Hugershoff para ponerle un vendaje, pero tras una mirada al rostro amarillo como la cera tiró el paquete de apósitos.

Döhring miró el reloj.

—Parece que han acabado con la guarnición de la trinchera. Horn, hemos de intentar que su unidad de zapadores…

Una ametralladora que, inesperadamente, empezó a disparar por el flanco izquierdo, le cortó la palabra. Los proyectiles pasaban rozando el cráter o explotaban en el borde. Horn recibió un segundo impacto que se llevó por delante una hombrera y un jirón, como un palmo de grande, del uniforme. La cosa se ponía fea. Por la izquierda, el enemigo parecía haber penetrado ya bastante en las trincheras. Los tres compañeros de combate estaban hechos un ovillo en el fondo del cráter, era imposible levantar la cabeza bajo aquel fuego nutrido. Sturm pasaba la vista del uno al otro, tenía la extraña sensación de que todo aquello no le concernía. Era como si estuviese contemplando un espectáculo ajeno a él. Döhring estaba muy pálido, su mano se tensaba con fuerza, pero con un ligero temblor, en torno a la culata de la pistola. La calma del zapador era admirable. Cogió de la anilla del cinturón su cantimplora, la descorchó, se bebió el contenido de un trago y la lanzó por el aire:

—Sería una pena no haber bebido hasta la última gota.

Luego todo ocurrió muy deprisa. De pronto cesó la lluvia silbante de proyectiles. Cuando se levantaron los tres, tenían delante de ellos una tropa de choque inglesa.

You are prisonners —les gritó una voz.

Sturm clavó la vista en el rostro del zapador. Era como una llama, blanca y viva. Luego vino la respuesta.

No, sir —acompañada de un disparo de pistola.

Resonó una salva de granadas y de tiros de fusil. Las siluetas desaparecieron bajo una nube de fuego, de salpicaduras de tierra y de humo blanquecino. Cuando se disipó la nube, Sturm estaba solo. Levantó una vez más la pistola, luego una bala en el costado izquierdo lo dejó sin luz y sin oído.

Su última sensación fue la de hundirse en el torbellino de una antiquísima melodía.