Capítulo 2
Toda sociedad constituida por hombres dependientes unos de otros evoluciona conforme a las leyes de la naturaleza orgánica. Nace por la fusión de diversos gérmenes y crece como un árbol que debe su carácter propio a una serie de circunstancias. El primer encuentro es, en el fondo, hostil; cada cual, cubierto el rostro con una máscara, merodea alrededor del otro, se presenta como quiere que le vean y observa los puntos débiles del otro. Poco a poco surgen simpatías, se descubren aversiones y aficiones comunes. Experiencias y embriagueces compartidas acortan las distancias y al final esa compañía es como una casa en la que se ha estado muchas veces y por múltiples motivos: se tiene una idea precisa de ella y como tal se la mantiene también en el recuerdo.
Lo interesante es que durante ese proceso se produce un auténtico cambio de personalidad. Cada cual habrá observado en sí mismo que es distinto según el ambiente en el que se mueve. Así como los esposos se asemejan con el paso del tiempo, toda comunidad de larga duración influye radicalmente en sus miembros.
Esa influencia recíproca la habían experimentado también los tres cabos de sección de la tercera compañía. Tras la guerra de movimiento, que los había vinculado como meros soldados y camaradas, habían descubierto también la mutua personalidad. Después de la última batalla en campo abierto pasaron a estar a la cabeza de sus secciones como teniente Döhring, sargento Hugershoff y aspirante a oficial Sturm. Mantuvieron esos puestos en el largo periodo de guerra de trincheras que vino después: con el transcurso del tiempo, los otros dos también fueron ascendidos a oficiales. No afectados hasta el momento por los avatares de la guerra, quedaron ligados por lazos cada vez más estrechos, como personas a las que une la estancia en una isla desierta.
Poco a poco habían ido sintiendo la necesidad de pasar juntos las tardes. Si estaban en la trinchera, se reunían en el abrigo de Sturm. Durante los periodos de descanso iban a verse a los respectivos acantonamientos y, habituados a la vida nocturna, solían prolongar esas visitas hasta la madrugada. De ese modo, sin notarlo, quedaron fusionados en un cuerpo espiritual de especial naturaleza.
Junto a los sucesos del día, la base que sustentaba su conversación era un interés común por la literatura. Todos ellos habían leído mucho, pero sin criterio alguno, cosa típica de los jóvenes ambientes literarios alemanes. Tenían en común una ingenua fuerza elemental, extrañamente unida a cierta decadencia. Les gustaba atribuir eso a la influencia de la guerra, que, cual atávica marea viva, había irrumpido en las llanuras de una cultura tardía, habituada a todos los lujos. Así, por ejemplo, todos venían a coincidir categóricamente en figuras tan distantes entre sí, por el tiempo, el lugar y la importancia, como Juvenal, Rabelais, Li-Tai-Pe, Balzac y Huysmans. Sturm había definido en una ocasión esos gustos como el placer producido por el perfume del mal procedente de las selvas de la fuerza.
Döhring, el mayor, del cuerpo de caballería, era oficial de la reserva y abogado de la Administración, pero todo parecía interesarle más que su profesión. En el trato con los demás, poseía una maravillosa y agradable manera de moverse en la superficie y opinaba que el ingenio era el medio más seguro para perder todas las simpatías. Cuando consideraba importante que lo conocieran mejor, como en este caso, se ponía de manifiesto que su sencillez era el producto de una educación muy esmerada y que sin duda era muy capaz de atraer también a su esfera cosas sutiles y complicadas. Eso también lo manejaba con facilidad y seguridad, por el placer innato de la forma. Le agradaba adoptar un estilo que pronto abandonaba de nuevo. Así, a veces hablaba en un alemán arcaizante y cancilleresco, redondeaba unas frases abigarradas y sonoras, como las de un cuentacuentos en un café árabe, o las entrecortaba a la manera expresionista, y los otros dos gustaban de seguirle.
A Hugershoff, el pintor, lo había sorprendido el estallido de la guerra durante un viaje a Roma. En momentos de mal humor, que en los últimos tiempos le sobrevenían cada vez con más frecuencia, maldecía por haber regresado. A veces, durante los periodos de descanso, pintaba; después de una conflictiva conversación con Döhring sobre crítica del arte habían llegado al acuerdo tácito de no hablar más de sus cuadros. Se calificaba a sí mismo de colorista puro, lo que era exacto por cuanto que en sus cuadros, fuera de los colores, no podía distinguirse nada. Como esencia interior de su quehacer, él destacaba el éxtasis. Sturm recordaba que en aquella ocasión dijo: «Si necesito una luz blanca, la pongo sin más, y si no dispongo de pincel, cojo lo primero que tengo a mano, aunque sea una cabeza de arenque vieja. Contempla, por ejemplo, un Rembrandt: hay allí quizás una capa de cielo, una franja de bosque y, delante, un prado; lo puedes colgar de la pared boca abajo y sigue impactándote». Döhring le respondió que la finalidad de un Rembrandt no era desde luego ser colgado del revés y que apenas podía imaginarse dos extremos tan contrarios como el éxtasis y una cabeza de arenque. Eso fue el origen de la disputa. Fuera de la pintura, Hugershoff era una persona sociable y de buen trato y admitía que le contradijeran en todos los demás campos. Hombre de furioso erotismo era capaz de llevar la frase más abstracta al terreno del chiste obsceno. Para eliminar tales alteraciones, se había acordado limitar cada vez el tema a la primera media hora de la reunión. Esa media hora semejaba siempre un gabinete de curiosidades histórico, etnográfico, literario, patológico y personal. Entonces Hugershoff, que dominaba la literatura erótica desde el Kamasutra y Petronio hasta Beardsley, se hallaba en su elemento. Con todo, era un excelente oficial, experimentado en la lucha, versado en todas las cuestiones técnicas y tácticas.
Curiosamente era Sturm, el más joven, quien ejercía la mayor influencia en ese pequeño círculo. Antes de la guerra había estudiado zoología en Heidelberg y de pronto, en un rapto de enajenación mental, como decía Döhring, se había alistado en el Ejército. En el fondo era sin duda la discrepancia entre una naturaleza a la vez activa y contemplativa lo que le había impulsado a dar ese paso. Sus superiores lo consideraban un colaborador tranquilo y digno de confianza, como persona gozaba de simpatías, aunque de manera distinta a Döhring. Era valiente en el combate, no por un exceso de entusiasmo o de convicción, sino por un sutil sentimiento del honor que rechazaba, como algo sucio, el menor asomo de cobardía. En su tiempo libre llevaba una extensa correspondencia, leía mucho y también escribía. Esta última actividad era seguida con mucha atención por los otros dos. Lo que realmente fascinaba en él era sin duda que sabía prescindir, en una medida poco frecuente, del acontecer actual. Así su trato daba a los amigos lo que inconscientemente buscaban en la bebida y en sus conversaciones literarias y eróticas: huir del tiempo.