Capítulo 5
Apenas había terminado Sturm su última frase cuando un terrible estruendo sacudió la comarca. Era como si una serie de atronadores estallidos se sucedieran en un esfuerzo furioso por superarse unos a otros. Los impactos rugían en cadena, con tal rapidez que la conciencia los reducía a un solo fenómeno, único y atroz. Se tambaleó la bóveda del sótano, se formaron grietas en el techo, el aire se llenó de polvo de ladrillo y se hizo irrespirable. La ventana, por el pozo de luz de la pared, fue lanzada sobre la mesa; fuertes y sofocantes ráfagas de aire penetraron en el recinto y apagaron la llama de la lámpara de carburo. Al mismo tiempo, mordientes humaredas bajaban por la escalera y por el pozo de luz. Los nervios temblaban al percibir el conocido olor de la explosión, que traía a la memoria el impacto de innumerables proyectiles.
Se oyó una voz excitada:
—¡Ataque, ataque, todos fuera!
Entre medias:
—¡Kettler, mi máscara de gas! ¡Menuda canallada, venga esas granadas de mano!
Luego salieron en tromba todos los ocupantes del sótano.
Cuando Sturm se encontró por fin en el exterior y, por un corto tramo de la trinchera, llegó a la primera línea, se vio envuelto en azuladas nubes de vapor. En el aire flotaban todo tipo de señales luminosas: luces de magnesio, blancas; demandas de fuego de barrera, en rojo; señales para regular el fuego de la artillería, verdes. El enemigo parecía trabajar con minas; los impactos, sordos y violentos, no sonaban a explosiones de granada. Una lluvia ininterrumpida de pellas de barro caía sobre la trinchera, pequeñas partículas de acero silbaban como pedrisca a través del sordo fragor. Luego, un pájaro de hierro, con crecientes aletazos, se estrelló contra el suelo; Sturm pudo justo saltar dentro de un hoyo en la tierra antes de que una figura de fuego le arrojara como un saco contra la pared de barro abierta en el suelo. La detonación fue tan fuerte que sobrepasó la escala auditiva, la lluvia de fuego que cayó con fuerza, Sturm la percibió sólo con los ojos. Apenas se hubo disipado, volvió el fuego. Sturm se aplastó lo más que pudo en el boquete que debía de haber abierto una granada en la pared de la trinchera, porque la capa interior de barro estaba calcinada y salpicada de manchas amarillentas de ácido pícrico. Veía clarísimamente ese dibujo, con esa mirada aguda con que se observa en tales momentos detalles accesorios. Cada vez que caía a su lado un proyectil, se ponía la mano delante de los ojos, aunque era consciente de que hacía algo absurdo. Porque si el destino arrojaba cualquier casco de obús en esa cueva, una pobre mano no ofrecía protección alguna. El hierro volante tenía tal fuerza que era capaz de atravesar no sólo la mano sino también el ojo y además el cráneo. Sin embargo, cada vez hacía ese movimiento y sentía alivio al hacerlo. Curiosamente le vino entonces a la mente una graciosa salida de Casanova, a quien, herido en la mano durante un duelo, una señora le preguntó por qué no la había escondido detrás de su cuerpo. «Al contrario: lo que yo intentaba era esconder el cuerpo detrás de la mano». El cerebro trabajaba con frenesí bajo las ardientes oleadas de sangre, de vez en cuando un pensamiento fragmentario, de una incoherencia casi ridícula, saltaba a la superficie.
En un fugaz momento de sangre fría notó que sudaba de miedo. Trató de imaginarse su aspecto: un manojo de temblorosos nervios en un uniforme hecho trizas, con el rostro ennegrecido y surcado de chorretones de sudor y con unos ojos abiertos de par en par que traslucían temor. Se incorporó y soltando una serie de maldiciones trató de tranquilizarse. Ya se creía lleno de heroísmo, por autosugestión, cuando una nueva y más terrible detonación volvió a lanzarlo a su agujero. Otra más que vino inmediatamente después arrancó un bloque de tierra del borde de la trinchera, tan grande que casi lo enterró. Se liberó con esfuerzo de la masa de tierra y corrió a todo lo largo de la trinchera. En los apostaderos no se veía a hombre alguno. Una vez cayó al suelo al tropezar con un montón de inmundicias bajo las que yacía un muerto. Por el motivo que fuese, una tabla larga y dentada se había incrustado en su cuerpo; los ojos, vidriosos y abultados, se salían de las órbitas.
Por fin, ya en el ala de su sección, Sturm se tropezó con un suboficial, agachado detrás de su ametralladora. El hombre no le había llamado apenas la atención hasta entonces, tenía que ser uno de esos soldados en los que uno no repara sino en la batalla. Le dio unos golpes en el hombro y le estrechó la mano. Luego, dirigiéndole una mirada interrogante, señaló al terreno con el dedo índice y el hombre meneó la cabeza. Ambos se echaron a reír; era una risa extraña que deformaba los rostros. Resultaba curioso lo tranquilo que estaba Sturm ahora. Se situó detrás de la ametralladora y disparó contra el humo que flotaba delante hasta que el vapor de agua empezó a silbar por entre las junturas del manguito del cañón. Aún reventaban minas en derredor, pero ahora cada explosión martilleaba en el pecho como si exhortara a resistir por encima de todo. Sturm ya lo había notado a menudo en tales instantes: solo, el individuo se encogía ante el peligro. En cambio, cuando se sabía observado, era difícil ser cobarde.
Por fin, el fuego enmudeció de modo tan súbito como había empezado. Sólo la artillería propia describía sus curvas sibilantes en los campos. La trinchera se animaba. Los heridos eran transportados al abrigo habilitado como enfermería, algunos se quejaban, otros estaban pálidos e inmóviles. Los jefes de grupo enviaban el parte, un ordenanza trajo una nota de Döhring:
«Caído jefe de compañía, tomado mando de la compañía. Esta noche, máxima alerta, probables más fuego imprevisto y más ataques. Llega de refuerzo unidad de zapadores. Parte de bajas y demanda de munición, a mí. D.».
Luego llegó también Kettler. Afirmaba que había estado sepultado. Sturm hizo como si le creyera. «Ahora quiero pasar revista a este sector. Ordene que se presenten dentro de un cuarto de hora en este través los jefes de grupo para recibir órdenes».
La trinchera parecía un hormiguero revuelto. Por doquier arrastraban los hombres maderos y vigas para dejar el camino libre, con la pala quitaban tierra de los lugares que habían quedado cegados y apuntalaban las entradas de los refugios alcanzados por los proyectiles. Muchos estaban pálidos y trabajaban mecánicamente, otros, llenos de excitación, no paraban de hablar. Junto a un sargento había caído una mina que no llegó a explotar; el hombre describía con todo detalle el aspecto maligno del proyectil, que a él le parecía un ser vivo. A otro, una gran esquirla le había arrancado el fusil de la mano. Un tercero resumió sus impresiones con la siguiente frase: «Con esos artefactos se ha acabado la tranquilidad».
Sturm tuvo que darle la razón. El efecto real era asombrosamente limitado, dos muertos y diez heridos, aparte de los habituales rasguños y desgarraduras. Mucho peor era el efecto psicológico, o, como decía el curioso término técnico, el efecto moral. La técnica había sabido dar a esas minas una expresión tan horrenda de la idea de la muerte que las granadas aparecían, por contraste, como inocentes artefactos. Había en ellas una fuerza terrible y alevosa. Todos los sentidos, incluido el que percibía la presión del aire y que estaba arriba, en la membrana pituitaria, quedaban estimulados por ellas hasta ponerse en máxima tensión. También en eso se ponía de manifiesto hasta qué punto la técnica amplificaba las facultades humanas: los gritos estentóreos al atacar, el estrépito de las armas y de las pezuñas en tiempos pasados: todo eso estaba ahora multiplicado por mil. Por eso era necesaria una valentía que superaba con mucho a la de los héroes homéricos.
Anochecía. Sturm regresó despacio por la tierra removida de la trinchera. Los apostaderos estaban ahora ocupados por hombres con casco que, silenciosos e inmóviles, tenían la vista clavada en el terreno que se extendía ante ellos. En el cielo había una nubecilla entre verde y azul, orlada de rosa por un rayo del sol ya desaparecido. El primer proyectil luminoso subió a las alturas, dando la señal para que empezara un centelleante y sobrecogedor juego de pelota. A veces se oía una llamada, con voz apagada e inquieta al mismo tiempo, de algún centinela. Luego saltaba el disparo de una ametralladora, como el grito con el que una histérica calma los nervios.
Los jefes de grupo estaban en el través convenido. Choque de tacones, y uno de ellos tomó la palabra:
—Sargento Reuter, suboficial del servicio de trinchera. Sin novedad.
Sturm habló a su vez:
—Todos hemos visto qué peligrosos son esos ataques con minas. Si el inglés, como es muy probable, ataca tras una ola de fuego de ese calibre, llegará a la trinchera sin haber recibido un disparo. Por eso no puede volver a ocurrir que todos los puestos de guardia estén sin ocupar. El jefe de la compañía ha decretado para esta noche grado máximo de alerta. Todo el destacamento estará en las escaleras de la galería: cinturón puesto, fusil en mano, granadas en el cinturón; los centinelas permanecerán en la línea de fuego. En todo momento. En caso de ataque todos saldrán al exterior y ocuparán los puestos de guardia. Les hago responsables a ustedes de los sectores que corresponden a sus grupos. Su puesto está, como es natural, en el escalón superior de su galería; han de estar en permanente contacto con sus centinelas. Hagan comprender a sus hombres que estarán indefensos si el enemigo penetra y los encuentra aún en la galería. Hay que ensayar enseguida en cada grupo cómo se ocupan los puestos de guardia. Hemos de considerar las especiales circunstancias del combate como una especie de concurso. En los pocos segundos de que se dispone cuando cese el fuego, los ingleses tienen que superar la distancia entre su trinchera y la nuestra; nosotros, en cambio, hemos de alcanzar con la mayor celeridad los puestos de tiro. El que primero logre su objetivo gana. Intenten por eso recomponer la alambrada de delante de sus sectores; cuanto más obstáculos encuentre el enemigo, de tanto más tiempo dispondremos nosotros. Para dar parte, me encontrarán de momento en mi abrigo; en caso de ataque, en el grupo Reuter. Doy especialmente las gracias al suboficial Abelmann por su valeroso comportamiento bajo fuego enemigo, tras el relevo presentaré el correspondiente informe. ¿Está todo claro o alguien tiene alguna pregunta?
Siguió una discusión sobre señales de fuego de barrera, consignas, cápsulas de granadas y asuntos similares. Luego se deshizo el grupo. Sturm recorrió una vez más el sector. Delante de cada entrada de galería había un grupo que hablaba a media voz. De vez en cuando se captaba una frase: «Entonces cada cual se lanza a su puesto de guardia y dispara. Consigna, Hamburgo. El jefe de sección estará en el grupo Reuter». Todo parecía en regla. Sturm regresó a su abrigo.
Cuando bajaba la escalera tenía la sensación de no haber estado durante mucho tiempo en aquel lugar. Apenas hacía tres horas que había dejado el recinto y ya se había desplegado entre las cosas y él ese velo sutil que suele tejer el tiempo.
Kettler, entretanto, parecía haberse esforzado por eliminar el desorden. La ventana había sido sustituida por una lámina de cartón, y sobre la mesa ardía la lámpara de carburo. Sturm cogió la botella y tomó un largo trago. Luego se sentó sobre la cama y encendió un cigarro. Sentía frío, el aguardiente no le había dado calor. Le parecía extraño estar sentado allí. Había faltado muy poco para que le alcanzara el proyectil. Ahora podría yacer en tierra con los miembros contraídos como el muerto con el que había tropezado en la trinchera. Con grandes y absurdas heridas en el cuerpo y con la cara sucia, salpicada de granos de pólvora azul oscuro. Un segundo antes, un metro más allá: eso era lo decisivo. No le asustaba la muerte —ésta era segura— sino el azar, ese movimiento vacilante, a través del tiempo y del espacio, que en cualquier instante puede hundirse en la nada. Esa sensación de ser portador de valores y sin embargo no ser más que una hormiga que, al borde del camino, aplastó la distraída pisada de un gigante. Si hay un Creador, ¿por qué dotó al hombre de ese afán de penetrar en la esencia de un mundo en el que nunca ha podido profundizar? ¿No era mejor vivir en el valle, como animal o como planta, en lugar de sentir ese miedo continuo ante todo lo que se hacía o se decía en la superficie?
Del páramo de su cerebro emergió una visión. Estaba, vestido con elegancia, en una gran librería de su ciudad natal. Por doquier, sobre las mesas, se veían libros, y en unas estanterías enormes, con escalerillas apoyadas en ellas, los libros llegaban hasta el techo. La encuadernación era en piel, en tela, en seda y en pergamino. El saber y el arte de todos los países y de todos los tiempos estaban reunidos en aquel espacio reducidísimo. También se veían grandes carpetas atadas con cintas. Sólo había que deshacer las lazadas para poder hurgar entre viejos grabados y reproducciones de magníficos cuadros. En una estaba escrito en caracteres dorados: «El altar de Isenheim», en otra, «La pasión verde». Él conversaba con el librero, un joven de enjuto rostro de asceta. En la conversación intercambiaban nombres de pintores, filósofos, poetas líricos, dramaturgos y de novelas famosas. Editoriales, traducciones, presentación, composición e impresión: todo era comentado con profesionalidad. Cada nombre daba lugar a mil otros, cada nombre era único en su género. Era una conversación de entendidos, de expertos, cada cual en su propio campo. Los puntos de vista diferían lo suficiente para que, a los ojos del observador, cada cuadro apareciera en imagen estereoscópica. Las palabras encajaban unas con otras como el mecanismo de una máquina de precisión, era un juego, una pieza excepcional que los aficionados se pasaban de mano en mano. Lo más hermoso era que en realidad carecía de finalidad, que sólo era manejada por el placer de dominar un elemento perfectamente delimitado. Y esa complacencia del espíritu siempre se veía reforzada por la de los sentidos, cuando uno sacaba un volumen de las estanterías, lo abría y pasaba las yemas de los dedos por la encuadernación y las páginas. Sí, él, Sturm, estaba ese día alegre y animado. Había caminado por las avenidas de la ciudad, por cuyo pavimento el otoño había dispuesto un amplio mosaico de hojas pardas, rojas y amarillas. El aire claro y húmedo, que daba a los pasos esa ligereza y agilidad, la nítida silueta de los grandes edificios, los contornos metálicos de los árboles a punto de morir, le habían hecho sentir esa alegría temblorosa y profunda que a veces se apoderaba de él. Se había detenido sobre un puente antiquísimo y había visto cómo un niño pescaba y sacaba del agua una anguila larga y de reflejos dorados. Bajo la tela ligera del traje, la sangre, joven y cálida, le bullía contra la piel. Qué significativo se volvía en tales momentos hasta lo más pequeño. Donde quiera que la mirada se posaba, el espíritu, mediante bellos y singulares pensamientos, vinculaba cada cosa consigo mismo. Había días en los que todo salía bien, en los que uno irradiaba fuerza como una batería recién cargada. Entonces, el destino ya no era algo incierto que acechaba en las encrucijadas de la vida, sino un jardín multicolor cuyas puertas uno abría de golpe y arrancaba con manos llenas de fuerza flores y frutos. En tales días, uno daba de sí mismo hasta lo último de lo que era capaz. Era una certidumbre lo que Sturm sentía en tales momentos: los hombres de antes no habían conocido esa amplitud del placer. Porque el mundo de los fenómenos había aumentado enormemente. Se pronunciaba una palabra, un nombre: era leve como un soplo y sin embargo de un peso inconmensurable. Se mencionaba un personaje de la Alemania romántica, del París de 1850, de la Rusia de Gógol, del Flandes de los hermanos Van Eyck: y qué red de vinculaciones surgía de golpe. Cada palabra era un árbol que crecía sobre las raíces de mil representaciones, una luz que el cerebro rompía en haces de luces. Sí, era un regalo grande y divino que en una mañana como aquélla se pudiera estar en el corazón de la urbe y lanzar palabras como diamantes en el refulgente riachuelo de una conversación. En ese lugar, rodeado de maderas de caoba y de brillantes espejos, uno se sentía como el hijo lúcido y valioso de una época tardía, a la que los siglos dejaron en herencia tesoros inconmensurables.
Sturm se sobresaltó. Había reinado un gran silencio todo el tiempo. Ahora se oía fuera el tableteo de una ametralladora. Ésta enmudeció después, y el aire se llenó del silbido de proyectiles luminosos. Eso seguramente no significaba nada: un centinela que se había puesto nervioso o una patrulla enemiga ante la alambrada. Reanudó el hilo de sus pensamientos. El presentimiento de la aniquilación se deslizaba en su interior como un fantasma que no podía ahuyentar. ¿Y si antes lo hubiera alcanzado el proyectil? Entonces sin duda todo lo que, cálido y brillante, se movía en su interior estaría frío y mudo. Entonces quizás ese cerebro, del que a veces él, su portador, estaba tan tiernamente orgulloso, habría quedado pegado, como rosada esponja, en algún punto de la pared de la trinchera. Y los ojos, que en tantas cosas selectas se habían iniciado en el conocimiento de la belleza, mirarían, vidriosos y turbios, a una lívida nada. También las manos, que tantas veces se habían posado suavemente sobre seda y raras pieles, sobre elásticos cuerpos femeninos y finos trabajos en mármol, bronce y porcelana, ahora, cerradas y convulsas, no tendrían agarrada otra cosa que un puñado de tierra.
¿Para qué todo ese esplendor en que uno se complacía si acababa cayendo en un gélido abismo, si se hacía absurdamente añicos en el despeñadero como una copa de cristal tallado? Cierto, ese aniquilamiento no era una excepción en el gran movimiento cósmico. La guerra era como la tempestad, como el granizo y el rayo, entraba brutalmente en la vida, sin mirar por dónde. En los trópicos había huracanes que, como animales salvajes, rugían a través de bosques gigantescos. Doblaban palmeras como si fueran plumas o las arrancaban de raíz, derribando así a otras. Descuajaban de sus ramas las grandes orquídeas de perfume de vainilla, y mataban un sinnúmero de brillantes colibríes. A las mariposas, de una inmensa variedad de colores, les borraban el brillo de las alas y sacaban de los nidos a los jóvenes papagayos. Y sin embargo la naturaleza aceptaba serenamente esa devastación y producía nuevos y más bellos organismos. Pero ¿era eso un consuelo para el individuo? Éste vivía sólo una vez en la luz y, al desaparecer, también se apagaba con él la imagen de su mundo.
Oyó pasos por la escalera. Era Döhring, acompañado de un oficial desconocido. Sturm se alegró de que una voz humana rompiera el silencio. Döhring parecía animado y lleno de seguridad.
—Vaya susto el de antes, un poco más y habríamos liado el petate. Voy a trasladar aquí el puesto de mando de la compañía; una de las primeras minas ha dejado hecho trizas el abrigo del pobre teniente Wendt. Wendt y sus dos ordenanzas han muerto al instante. Acabo de recorrer otra vez toda la trinchera y he visto que ya has tomado las disposiciones necesarias. Hugershoff te envía saludos, él se queda esta noche en el ala izquierda. Tiene un buen chichón en la nuca. Por cierto, disculpen, aún no he hecho las presentaciones: teniente Von Horn, jefe de la sección de zapadores; teniente Sturm.
Ambos se inclinaron. Decidieron pasar juntos esa noche de vela. Kettler salió de su cueva y se presentó; con la bayoneta hizo astillas los maderos de los cajones de granadas y encendió la chimenea. Colocaron la botella y el cartucho de las pipas en el estante, junto a la lámpara de carburo; pusieron las butacas alrededor del fuego. El zapador, militar de experiencia, había traído una botella llena de ron. Kettler mezcló su contenido con un poco de agua en una gamella y colgó ésta de una bayoneta francesa triangular que, incrustada en las paredes de la chimenea, servía para suspender sobre el fuego los recipientes. Pronto se llenó la habitación de un fuerte olor a grog, todos fumaban y tenían en la mano un vaso de hojalata caliente. Los rostros de los tres hombres, con las guerreras grises manchadas de barro, eran flacos y estaban deformados por los fuertes contrastes de luz. Sus sombras bailaban, con el oscilar de las llamas, sobre las lóbregas paredes, en las que brillaba con luz fosforescente el color luminoso de los dibujos prehistóricos. La conversación era ruda, objetiva, propia de soldados y versaba sobre las experiencias vividas en los combates y sobre lo que aún estaba por venir.
El zapador resultó ser una persona nacida para tales situaciones. Allí, la palabra sencilla y viril de quienes llamaban tan poco la atención en las tertulias de cafés de la retaguardia adquiría un timbre atrevido, metálico. Horn sólo conocía el oficio de las armas, pero ése lo conocía a fondo. Familia de militares, cuerpo de cadetes, una pequeña guarnición en la frontera occidental y luego la guerra. Era uno de esos hombres para los que el manejo de explosivos era lo habitual, y el encuentro nocturno con el enemigo, lo más normal, uno de esos hombres que uno sólo puede representarse como soldado. Había sido uno de los primeros que penetraron en Lieja, y desde entonces, en no pocas ocasiones, se había lanzado al asalto, con pistola y granada, contra las trincheras enemigas. Cuando todo era caótico, él estaba en su elemento. Sturm no pudo menos de preguntarse qué habría sido de aquel hombre si no hubiera estallado la guerra. Él mismo se habría buscado una, simplemente. Habría marchado a África o a China o habría muerto en un duelo. Horn conocía el frente desde los Alpes hasta el mar y contaba sus experiencias con ese tono indiferente que confiere un peso especial al horror.
—Sí, caballeros, lo de Lens fue algo espantoso, allí conocí de verdad la guerra subterránea de minas; se estaba realmente día y noche sobre un volcán. Había por todas partes, bajo la línea del frente, una red de galerías de explotaciones hulleras y los franchutes estaban perfectamente al tanto. Casi cada día saltaba por los aires un trozo de trinchera, después daban orden de tomar por asalto el boquete caliente, mientras a uno todavía le seguía cayendo encima toda aquella porquería. El primero que se metía en el agujero había ganado. Además, había que llevar siempre en la mano un cigarrillo encendido, porque en aquel entonces no teníamos aún granadas con encendido por ruptura sino otras de confección propia de las que colgaba una mecha que accionaba el detonador. Quizá las conozcan ustedes, eran cajitas que se llenaban de explosivos, de clavos viejos y trozos de vidrio.
»Y nosotros estábamos allí abajo, en estado de alerta por turnos de día y de noche, con las cargas explosivas siempre a mano. A menudo oíamos cómo el enemigo manejaba la pica muy cerca de nosotros y entonces era cuestión de minutos el hacerlos papilla nosotros a ellos o ellos a nosotros. He estado varias veces metido en el hoyo, con el micrófono pegado al oído, esperando el momento en que dejaran de picar y acercaran los cajones de dinamita. En una ocasión tuvimos el tiempo justo para encender la mecha y salir corriendo. La explosión fue tan fuerte que a dos hombres que trabajaban en una galería transversal a trescientos metros de distancia los mató la onda expansiva. Al día siguiente me ocurrió una cosa increíble. Trabajábamos en otro sitio y de pronto abrimos un gran agujero en la pared. Antes de saber lo que ocurría, gritaron al otro lado: “Qui vive?”. Habíamos ido a tropezar con zapadores franceses. Como es natural pasamos por aquel orificio con cuchillo y pistola. Todavía era aquello poco confortable, aún olía a humo de cigarrillos, y se tenía la insoportable sensación de que por allí cerca había hombres al acecho. Ya saben ustedes: esos instantes anteriores al encuentro en los que uno maldice por tener que respirar.
»Caballeros: una vez, para divertirme, volé al frente con un aviador amigo que iba a destruir una batería; hizo felizmente blanco en nuestro motor un avión de combate inglés, a mi amigo se le fracturaron todos los huesos, a mí no. Sé también lo que significa participar en un asalto y combatir en trincheras, pero todo eso es un juego de niños comparado con un encuentro con el enemigo en el pozo de una mina. Se tiene la sensación de estar en la propia tumba cavada por uno mismo, o ardiendo ya en el infierno. El agobio que producen las enormes masas de tierra de que se está rodeado provoca una sensación de infinito desamparo y lleva a pensar que, en caso de caer en el combate, jamás lo encontrarán a uno.
»Bueno, nosotros habíamos quedado, pues, tumbados en el suelo de la galería y no movíamos un músculo. Por fin uno del otro lado cometió la tontería de disparar. Nos levantamos de un salto y lo dejamos clavado en el sitio, asimismo a otro que también disparó y que me hirió levemente en la cabeza.
»Luego continuamos avanzando por la galería en dirección al enemigo. Pronto noté una corriente de aire y un ruido extraño, como un zumbido. Cuando estábamos ya a unos cien metros de ese ruido, me pareció evidente que habíamos hecho un importante descubrimiento. Porque desde hacía tiempo sospechábamos la existencia de una gran central eléctrica subterránea que, alimentada por el carbón de la antigua mina, proveía de luz a las posiciones francesas y suministraba la energía eléctrica que ponía en movimiento las vagonetas. El ruido de esa central tenía que ser lo que nosotros oíamos. La corriente de aire la causaba probablemente un gran ventilador que extraía el aire viciado de los pozos.
»A la luz de una linterna de bolsillo dibujé un croquis y retrocedimos en silencio. Después de traer hasta nosotros los dos cadáveres, camuflamos con tierra la abertura para que pareciera que un desprendimiento de tierras había enterrado a los zapadores. Mi capitán, al que di parte de esta historia, tuvo una idea genial. Pidió al depósito de zapadores del Ejército una serie de botes de acero llenos de gas comprimido que esa misma noche fueron transportados al lugar del encuentro. Por la mañana fuimos allí con aparatos de escucha. Habíamos contactado por teléfono con la artillería y le habíamos pedido que a partir de una hora determinada tuvieran en la línea de fuego las salidas de los pozos. Nosotros, abajo, dejamos libre de nuevo la brecha, metimos por ella una botella de gas tras otra y dejamos salir el gas. Para nosotros, naturalmente, no era nada peligroso, porque el ventilador aspiraba muy rápidamente el gas. Con nuestros aparatos podíamos oír muy bien el zumbido. Al cabo de un rato sucedió lo que habíamos previsto: el ruido enmudeció un momento y volvió a empezar. Los franchutes habían llevado a cabo un cambio en su ventilador y trataban de repeler las nubes de gas y desviarlas hacia nosotros. Nosotros sin embargo habíamos vuelto a taponar con todo cuidado la abertura y desayunábamos tranquilamente con los auriculares pegados al oído. El ruido duró como un cuarto de hora, luego se tornó cada vez más débil, y por fin todo quedó en silencio. Por declaraciones de prisioneros supimos después que habíamos fumigado como ratas a los ocupantes y que la pestilencia había dejado inservible durante meses toda la instalación. Además el fuego de nuestra artillería les había causado fuertes bajas cuando salían en tromba.
»Sí, fue en Lens donde propiamente conocimos de verdad la guerra. Unos días antes de aquella aventura…
Los episodios se sucedían. De vez en cuando aparecía Kettler y echaba una brazada de leña al fuego. Cuando la gamella quedó vacía, el zapador se marchó un momento y volvió con la cantimplora llena. Parecía estar bien provisto.
—Saben ustedes —dijo—, al beber es cuando uno reconoce a su gente. Haber brindado una vez a la par es lo mejor si se quiere saber quiénes son los amigos. ¿No le parece a usted? —dijo, vuelto hacia Sturm.
—Por supuesto, he hecho a menudo observaciones de esa índole. Tanto en otras personas y en animales, como en mí mismo.
—¿En animales?
—En animales. Yo era zoólogo. Den ustedes alcohol, por ejemplo, a un gallo. Cacarea, salta y aletea como loco. Eso es debido, además de a la exacerbación de todo el organismo, sobre todo a la relajación de los elementos inhibitorios de los ganglios.
»Es una característica especial de la embriaguez. Cada uno puede observarlo en sí mismo. Unas cien veces al día se sienten deseos que afloran fugazmente del cerebro a la superficie y luego desaparecen. Uno querría soltar una absurda carcajada, dar un puñetazo contra la mesa, establecer relación con otra persona diciéndole cosas groseras o amables. A veces también se tienen ganas de hacer muecas, de tocarse la nariz con la punta de la lengua o de silbar una melodía absurda. Uno hasta cede quizás a tales impulsos cuando se encuentra solo en su habitación. Pero en presencia de otros esconde bajo la máscara de la convención esos impulsos que se presentan de continuo y que desean exteriorizarse.
»Son justamente esas inhibiciones las que desaparecen bajo el efecto del alcohol. Uno se muestra como es, sin coberturas, pero de esa manera no pone en absoluto al descubierto su verdadera naturaleza porque la verdadera naturaleza de una persona es algo que, al igual que la cosa en sí, el hombre no puede representarse. Pero las personalidades pierden la envoltura y se unen más fácilmente unas con otras. Los sentimientos se tocan de cerca, ya no quedan separados por atributos como la cortesía, la reflexión, la timidez y la moderación. Uno golpea en el hombro amigablemente a quien tiene delante, o le rodea la cintura con el brazo, si es una chica. Uno abre el corazón y deja fluir libremente los sentimientos. Se siente que sólo en la embriaguez, sólo en ese instante que se quisiera retener, la vida tiene cierto valor.
Al zapador parecían interesarle poco esas consideraciones. Con su bayoneta removía indolentemente el fuego y murmuraba:
—Hasta ahora la cosa en sí no me ha dado quebraderos de cabeza.
—Pues entonces hay que felicitarle —replicó Sturm—. Es un vicio nacional alemán darles tantas vueltas a las cosas que esas mismas cosas acaban perdiendo su realidad. Para nosotros hoy tienen más valor los hombres que saben arrojar granadas a más de sesenta metros.
—Y serán seguramente los mismos que saben apreciar una buena botella —intervino Döhring, que había guardado silencio hasta ese momento.
—Eso se corresponde con lo que acabo de decir. Para las personas que desean ardientemente superar sus inhibiciones en alas de la embriaguez no existe una gran diferencia entre la acometida durante el ataque y la excitación que se siente en medio de un grupo de comensales borrachos. Una vida más intensa, la acelerada circulación de la sangre, el cambio brusco de sensaciones, la explosión de pensamientos en el cerebro, ésa es la forma del ser que se manifiesta en ellos.
—Pero esta tarde, durante nuestra conversación interrumpida de modo tan súbito, hablaste de unas líneas que habías escrito sobre el hombre nacido para la guerra. ¿Y si nos leyeras algo? El tiempo avanza condenadamente despacio. Al señor Von Horn se le cierran ya los ojos.
—No tengo inconveniente, aunque no puedo esperar excesiva atención. Por lo demás, esta noche se me quedará grabada en la memoria. Es perfectamente típica de esta guerra. Si salgo con vida, puede que intente algún día escribir el Decamerón del abrigo: diez antiguos guerreros que, como nosotros ahora, están sentados en torno a un fuego y cuentan sus aventuras.
Sacó un pequeño cuaderno de la barahúnda que había sobre la mesa y que ahora era aún mayor debido a unos trozos de ladrillo caídos del techo, enderezó la lámpara de carburo y empezó a leer.