Walter Klemmer se deja llevar por el deseo de abalanzarse sobre Erika Kohut, ahora que han concluido los trabajos preparatorios y que la puerta está bien cerrada. Nadie puede entrar, pero tampoco puede salir nadie sin su expresa ayuda física. La cómoda ha sido puesta delante de la puerta gracias a sus fuerzas, la mujer está con él y la cómoda los protege de lo que ocurra fuera. Klemmer le bosqueja a Erika la situación utópica de una pareja, condimentada por sentimientos amorosos. Qué bello puede ser el amor si se disfruta con un compañero ideal. Erika sostiene que ella quiere ser amada sólo después de haber andado por algunos caminos erráticos. Se envuelve completamente en la madeja de sí misma, como un objeto, y excluye los sentimientos. Se defiende con todas sus fuerzas utilizando el mobiliario de su vergüenza y los cajones de su indisposición y Klemmer ha de quitar con violencia todos esos trastos si quiere acceder a Erika. Ella no quiere ser más que el instrumento sobre el que le enseñe a tocar. Él ha de ser libre; ella ha de estar encadenada. Pero ha de ser ella quien defina cuáles son sus cadenas.

Decide hacer de sí misma un objeto, una herramienta; Klemmer deberá decidirse a utilizar este objeto. Erika presiona a Klemmer para que lea la carta y en su interior le ruega que, una vez que la haya leído, ignore su contenido, por favor. Aunque sólo sea porque lo que el siente es verdadero amor y no simplemente el resplandor que rebota en los colchones. Erika eludirá a Klemmer si él se niega a utilizar la fuerza con ella. Pero se sentirá feliz de su cariño, que excluye utilizar la violencia contra el objeto de su amor. Sin embargo, sólo con violencia podrá apropiarse de Erika. Ha de amarla al grado de entregarse a sí mismo, entonces ella lo amará hasta la negación de sí misma. Uno al otro se ofrecen sin cesar pruebas bien documentadas de cariño y entrega. Erika espera que Klemmer jure prescindir de la violencia, por amor. Erika se negará, por amor, y exigirá que se cumpla lo que pide detalladamente en la carta, pero espera de todo corazón no verse sometida a lo que pide en la carta.

Klemmer mira a Erika con amor y admiración, como si alguien lo estuviera observando mientras, emocionado, mira a Erika. El observador invisible mira a Klemmer por encima del hombro. En cuanto a Erika, es la esperada redención la que la mira por encima del hombro. Por propia disposición se entrega en las manos de Klemmer y espera conseguir la redención a través de una confianza absoluta. Lo que ella desea de sí misma es obediencia y de Klemmer espera recibir órdenes que contribuyan a hacer efectiva su obediencia. Ella ríe: ¡para esto hacen falta dos! Klemmer también ríe. Enseguida acota con autosuficiencia que no necesitamos cartearnos, ya que basta con un buen besuqueo. Klemmer le asegura a su futura amada que le puede decir todo, realmente todo lo que quiera, y no hace falta que le escriba. Esta mujer, que sólo se ha dedicado a estudiar piano, puede avergonzarse tranquilamente. Si se pone guapa puede conseguir que el hombre recupere el deseo sexual, cuya decadencia es provocada por sus conocimientos. De una vez por todas Klemmer desea emprender el celestial ataque amoroso y no seguir esperando las señales del tránsito que le han sido entregadas por escrito. Ahí está la carta, ¿por qué no la abre? Abochornada, Erika lucha con su libertad y su voluntad, que podrían acabar por presentar su renuncia; el hombre no alcanza a comprender este sacrificio. La prescindencia de su propia voluntad la hace sentir un hechizo aletargado que la excita. Klemmer bromea con ligereza: poco a poco estoy perdiendo las ganas. Amenaza que ese cuerpo blando, carnoso y tan pasivo, esa agilidad enfocada únicamente hacia el piano, acabará por no despertar ningún deseo particular en él si se acumulan tantos obstáculos. Ahora que estamos solos, ¡pongámonos manos a la obra! La situación no tiene vuelta atrás y no hay excusa. Por múltiples atajos finalmente ha conseguido llegar hasta aquí. Se come su ración y, con avidez, se sirve más y toma un cucharón repleto con los acompañamientos. Klemmer rechaza la carta con violencia y le dice a Erika que a ella hay que forzarla hacia su propia felicidad. Le describe la felicidad que él significa, sus propias virtudes y ventajas, pero también sus defectos en comparación con el papel muerto: ¡él está vivo! Y, dentro de poco, ella misma lo comprobará, dado que también está viva. A manera de una amenaza Walter Klemmer deja entrever con cuánta facilidad más de algún hombre se harta de más de alguna mujer. Por eso, una mujer debe saber presentarse de las más diversas formas. Erika, que le lleva ventaja, ya estaba enterada. Por ello insiste en la carta, donde le escribe de qué forma se puede ampliar el potrero de la relación, caso que fuera necesario. Erika dice: sí, pero primero la carta. Klemmer no tiene más alternativa que cogerla, de lo contrario tendría que dejarla caer al suelo y ofender con ello a la mujer. Besuquea a Erika con vehemencia, satisfecho de que al fin sea razonable y se muestre cooperativa en las cuestiones amorosas. Ello la hará merecedora de gratificaciones amorosas inexpresables, y todas tendrán su origen en él, en Klemmer. Erika le ordena: lee la carta. Contra su voluntad Klemmer se desprende de Erika, después de que ya la tenía en sus manos, y rasga el sobre. Sorprendido lee lo que hay escrito; lee algunos pasajes en voz alta. Si es verdad lo que dice la carta, para él las cosas no tendrán un buen final, pero para esta mujer será aún peor, eso está garantizado. Aunque haga enormes esfuerzos, ya no puede verla como una persona, algo así sólo puede tomarse con guantes. Erika saca una vieja caja de zapatos y comienza a desempaquetar todo lo que ha ido juntando con el tiempo. Duda acerca de qué elegirá él, pero, en cualquier caso, ella quiere quedar absolutamente inmovilizada. Quiere quitarse toda responsabilidad en la elección de los instrumentos que se usen. Quiere entregar su confianza a alguien, pero bajo sus condiciones. ¡Lo provoca!

Klemmer comenta que con frecuencia hace falta valor para no responder a una provocación y decidirse por la normalidad. Klemmer es la normalidad. Klemmer lee y se pregunta qué se habrá imaginado esta mujer. Se pregunta si esto es en serio. Porque, para él, sí es de una seriedad que llega a lo trágico; eso lo ha aprendido en las aguas torrentosas, donde con frecuencia se halla en situaciones peligrosas que tiene que manejar.

Erika le ruega al señor Klemmer que se le acerque cuando ella no lleve encima más que ropa interior negra de nylon y medias. Eso le gusta. El adorado señor Klemmer lee que su deseo más íntimo es que él la castigue. Como castigo ella desea que Klemmer la siga permanentemente, pisándole los talones. Erika se impone a Klemmer como castigo. Y esto ha de ocurrir de modo tal que él disfrute al encadenarla, atarla todo lo que pueda hasta hacer de ella un ovillo, y ha de ser con fuerza, tensando más y más, sin descuidar nada, con arte, con crueldad, haciéndole daño, de forma sofisticada y utilizando las cuerdas que he juntado y también las correas de cuero e incluso las cadenas que tengo aquí. La ha de golpear con las rodillas en el vientre, por favor, hazlo.

Klemmer se ríe en voz alta del asunto. Cree que bromea cuando le pide que la golpee con los puños en el estómago y que se siente encima de ella hasta quedar aplastada como una tabla, y que quiere quedar inmovilizada por sus crueles y dulces cadenas. Klemmer rebuzna, porque eso ella no lo dice en serio y el cuento está bien escrito. Esta mujer muestra otra faceta y de este modo ata al hombre con más fuerza. Ella busca diversión y no se detiene ante nada. Por ejemplo, en la carta escribe que se enroscará como un gusano en tus terribles cadenas, con las que ¡me dejarás tirada durante horas e incluso me golpearás o me darás puntapiés o hasta me azotarás en todas las posiciones! En la carta, Erika le indica que quiere perderse en él, desintegrarse. ¡Su obediencia bien entrenada aspira a ir a más! Y una madre no lo es todo, aun cuando hay una sola. Una madre es y seguirá siempre siendo madre, pero un hombre exige más. Klemmer pregunta qué se ha imaginado. Quién se cree que es, quiere saber. Y tiene la impresión de que ni siquiera se avergüenza.

Klemmer quiere salir de esta casa, que más bien es una trampa. No sabía dónde se estaba metiendo. Esperaba algo mejor. El piragüista ha caído en aguas desconocidas. No quiere admitir conscientemente dónde ha ido a parar y jamás lo admitirá ante terceros. Qué quiere de mí esta mujer, se pregunta atemorizado. ¿Ha entendido bien?, o sea que, aun siendo su amo, ¿se le escapará y jamás llegará a dominarla? Porque, en tanto es ella la que determina qué le ha de hacer, conserva un último reducto inescrutable. Con cuánta facilidad se había imaginado el amante que había penetrado en lo más profundo y ya no quedaba ningún misterio por desvelar. Erika cree que a su edad aún puede elegir, pero él es tanto más joven y por ello es el primero en elegir, y de hecho ha sido elegido el primero. Erika le pide por escrito que la tome como su esclava y le imponga tareas. Él piensa: si no es más que eso…, pero jamás la castigará, eso le resultaría imposible a este joven de buen corazón. En sus nobles costumbres hay un punto que él no rebasa jamás. Uno tiene que conocer sus propios límites, y los límites están donde comienza el dolor. No se trata de no atreverse. No quiere. Ella le señala por carta que siempre se dirigirá a él de forma escrita o por teléfono, nunca personalmente. ¡Pero si ni siquiera se atreve a decirlo en voz alta! Al menos no mirándolo a sus ojos azules.

La broma lleva a Klemmer a golpearse los muslos con tanta fuerza que se hace daño, ¡ella quiere darle instrucciones a ÉL! Y, además, ha de obedecerle de inmediato. Continúa diciendo: por favor, describe siempre minuciosamente lo que harás conmigo. Y amenázame en voz alta con lo que piensas hacer a continuación, en caso de que no te obedezca. Todo has de describirlo con lujo de detalles. También las perspectivas de mayores sufrimientos han de ser descritas en todas sus variedades. Klemmer se dirige una y otra vez con sarcasmo a Erika, quién se cree que es. Con su sarcasmo le dice implícitamente que ella no es nada o que es poca cosa. Hace referencia a otros límites que conoce sólo él porque ha sido él quien ha establecido la demarcación: el límite se sobrepasa cuando tengo que hacer algo contra mi voluntad, dice el señor Klemmer ironizando la gravedad de la situación. Lee únicamente para divertirse. Lee en voz alta, pero sólo para reírse a gusto: nadie resistiría lo que ella desea, tarde o temprano le causaría la muerte. Esto es un inventario del dolor. O sea que te he de tratar como un simple objeto. En las clases de piano todo ha de seguir igual, los demás no han de enterarse de nada. Klemmer le pregunta si acaso se ha vuelto loca. Si piensa que nadie se dará cuenta, se equivoca. Se equivoca terriblemente.

Erika no habla, ella escribe que su abúlico rebaño de estudiantes de piano quizá pida explicaciones, pero no recibirá respuesta. Erika ignora groseramente a sus estudiantes, la contradice Klemmer. Pero él no se pondrá al descubierto ante gente que, en su conjunto, es más tonta que él. Esto no es lo que yo esperaba de nuestra relación, Erika. Klemmer sigue leyendo la carta, y no puede tomarla en serio aunque quiera; dice que no debe ceder ante ningún ruego. Si satisfaces mis ruegos, cuando te pida, amado mío, que sueltes un poco mis cadenas, quizá podría llegar a liberarme. Por ello, por favor, nunca hagas caso, ¡aunque te lo suplique! Por el contrario, ante mis súplicas haz como si quisieras seguir adelante, de hecho, ciñe y aprieta aún más las cadenas y tira de la correa hasta que avances dos o tres orificios, cuanto más oprimida esté, mejor, y con todas tus fuerzas méteme en la boca las medias viejas que yo dejaré a tu alcance y amordázame con tanta maña que yo no sea capaz de hacer ni el menor ruido.

Klemmer dice no y se ha acabado. Le pregunta a Erika si quiere que la abofetee. Erika no se autoriza a hablar. Klemmer le advierte que, si sigue leyendo eso, lo hace sólo por interés en un caso clínico, que es su caso. Dice: una mujer como tú no tiene necesidad de estas cosas. No presenta ningún defecto físico, a excepción de la edad. Sus dientes no son postizos.

Aquí dice: con la correa de goma átame la mordaza con todas tus fuerzas a la boca yo te indico cómo, así no podré expulsarla con la lengua. ¡La correa de goma ya está preparada! Por favor, para aumentar el placer, con fuerza envuélveme la cabeza con una de mis blusas y átamela con fuerza y arte en torno a la cabeza para que me resulte imposible quitármela. Y deja que me consuma durante horas en esta horrorosa posición, que no pueda hacer nada, abandonada a mí misma y sola. Y cuál es mi premio, bromea Klemmer. Lo pregunta porque a él no lo divierte atormentar a los demás. Algún sufrimiento en el deporte es un asunto que él asume voluntariamente; es otra cosa: en esos casos sufre sólo él. Escanciar agua sobre las piedras de la sauna, por ejemplo, después de haber navegado por las frías aguas de la montaña. Ésas son cosas que me impongo a mí mismo y te puedo explicar cuál es mi forma de entender una situación límite.

Búrlate de mí y llámame esclava estúpida y aun peor, continúa rogándole Erika, por escrito. Por favor, describe en voz alta lo que estés haciendo y describe de qué forma puedes hacerlo más terrible aún, pero sin que de hecho con ello aumente tu crueldad. Habla de ello, pero sólo habla. Amenázame, pero no te desbordes. Klemmer piensa en los muchos ríos desbordados que ha visto, ¡pero jamás había caído en sus manos una mujer como ésta! No está ella como para provocar que alguien se salga de su cauce, viejo arroyo maloliente, así la llama sin entusiasmo, pero sólo en sus pensamientos. La sepulta con su sarcasmo, aunque sólo lo hace interiormente. Mira a esta mujer que desea perder el conocimiento de tanto placer y se pregunta: ¿quién conoce realmente al sexo femenino? Ella sólo piensa en sí misma. Querrá besarme los pies en agradecimiento, acaba por descubrir el hombre. En este sentido la carta es muy clara. La carta sugiere que lo de ellos sea secreto y no llegue a conocimiento de nadie más. La docencia ofrece el terreno ideal para la germinación de lo misterioso y lo furtivo, pero también para brillar en público. Klemmer se da cuenta de que la carta continúa eternamente en ese mismo tono. Lo que lee no es para él más que una simple curiosidad. Quisiera abandonar este cuarto lo antes posible, éste es su propósito. Lo que lo detiene es únicamente la curiosidad de saber hasta dónde puede llegar una persona que sería capaz de coger una estrella con la mano. Klemmer, en sí una estrella en una bolsita de té instantáneo, ilumina su espacio inmediato desde hace ya mucho tiempo. El universo de las artes musicales es muy vasto, a la mujer le bastaría con estirar la mano, ¡pero ella se satisface con menos! Klemmer siente cosquilleos por lanzar un puntapié cuyo destinatario sea Erika.

Erika mira al hombre. Sólo una vez fue niña y nunca volverá a serlo.

Klemmer bromea acerca de la injusticia de golpes propinados injustamente. Esta mujer cree ser merecedora de los golpes por su sola presencia, pero eso no basta. Erika piensa en las viejas escaleras mecánicas de los centros comerciales de su infancia. Klemmer dice que, por casualidad, en alguna ocasión se me puede escapar la mano, no puedo negarlo, pero los excesos casi nunca son buenos. Cuando estemos en intimidad, por favor, nada de arrogancia. Lo está poniendo a prueba en cuestiones de amor, eso lo ve hasta un ciego. No es más que una prueba para averiguar hasta dónde sería capaz de llegar por amor. Lo examina para saber si su fidelidad es eterna y quiere seguridades incluso antes de comenzar. Es frecuente que la mujer piense así. Ella parece sondear en qué medida puede edificar algo sobre la base de su lealtad y con qué fuerza puede golpear él en los muros de su entrega. En general, sí, de eso se trata: cuál es su capacidad de entrega. Las capacidades se transforman en conocimientos.

Klemmer es de la opinión y cree firmemente en ello que en este estadio se le puede prometer cualquier cosa a una mujer sin estar obligado a cumplir. El fierro candente de la pasión se enfría muy pronto si se vacila al forjarlo. Rápidamente hay que darle con el martillo. El hombre justifica su falta de interés en función de la modalidad en que está construido el correspondiente ejemplar femenino. Lo consume el deseo de estar completamente solo.

A través de la carta, Klemmer se entera de que la mujer desea ser devorada por él; por falta de apetito, él la rechaza agradecido. Klemmer justifica su negativa argumentando: no hagas a los demás lo que no quieres que hagan contigo. Y, de hecho, él no querría que le aplicaran mordazas ni cadenas. Te amo tanto, dice Klemmer, que jamás podría hacerte daño, ni siquiera al precio que tú lo pides. Porque, en última instancia, cada uno quiere hacer sólo lo que desea. Klemmer no extraerá ninguna consecuencia de lo que ha leído, eso sí está claro. Fuera, retumba mortecino el televisor, en el cual una voz masculina amenaza a una mujer. El episodio de hoy del serial toca dolorosamente el espíritu de Erika, que está abierto y es receptivo en este sentido. Este espíritu alcanza su máximo esplendor rodeado por sus cuatro paredes porque ningún tipo de competencia la amenaza. La afinidad con la madre no es más que el resultado de esas insuperables capacidades pianísticas. La madre dice: Erika es la mejor. Ése es el lazo con el que caza a la hija.

Klemmer lee una frase escrita en la que se le autoriza castigar a su gusto a Erika. Pregunta: por qué no señalaste aquí también el castigo; dispara esta pregunta contra el acorazado Erika. Aquí dice que no es más que una sugerencia. Ella se ofrece para comprar una cadena con dos candados, para que no tenga ninguna posibilidad de abrirla. Por mi madre no te preocupes en absoluto, te lo ruego. En cambio la madre sí que se preocupa por ella y desde fuera golpea contra la puerta. Apenas se oye gracias a la cómoda que colabora pacientemente ofreciendo resistencia con el lomo. La madre ladra, el televisor susurra. El aparato tiene encerradas una figuras diminutas; de ellas se dispone cuando se desea, según el capricho se las puede conectar o desconectar. Si la vida en miniatura del televisor se compara con la gran vida de verdad, vence la vida verdadera, ya que ésta dispone libremente de la pantalla. La vida se rige en función de la televisión y la televisión es una copia de la vida.

Figuras con tremendos peinados abultados por la acción del secador se miran unas a otras sorprendidas, pero sólo las figuras de fuera de la pantalla ven algo, las de dentro no hacen más que mirar desde la pantalla hacia fuera sin enterarse de nada.

Erika da más detalles en sus proposiciones; tenemos que conseguirnos un cerrojo o algún sistema para cerrar esta puerta con llave. No te preocupes, querido, yo me ocuparé de ello. Quiero que hagas de mí un paquete, para quedar inerme entregada a ti.

Con nerviosismo Klemmer se pasa la lengua por los labios al sentirse con tanto poder. Como en la televisión, se le presentan mundos en miniatura. Apenas hay espacio para poner el pie. Esta pequeña figura le zapatea en el cerebro. Ante él la mujer se encoge al tamaño de una miniatura. Puede tirarla como un balón y no correr a recogerla. La puede dejar sin aliento. Ella se encoge por su propia voluntad, aun cuando no le haría falta. Porque, desde luego, él le reconoce sus facultades. Ella ya no quiere ser superior porque de lo contrario no encontraría a nadie que pudiera sentirse superior al enfrentársele. Más adelante Erika se propone comprar otros accesorios, para que lleguemos a disponer de todo un instrumental de tortura. Y los dos tocaremos en este órgano. Pero ni una sola nota ha de ser escuchada en el exterior. Los alumnos no han de darse cuenta de nada; ésa es una preocupación de Erika. Delante de la puerta la madre solloza en silencio y furiosa. Y en el mundillo del televisor una mujer ignorada solloza casi sin voz porque ha sido oprimido el botón del volumen. La madre es capaz y también está plenamente dispuesta a hacer que la mujer del serial solloce a tal volumen que tiemble todo el edificio. Ya que ella, la propia madre, no puede intervenir, al menos los interrumpirá esta mujer tejana con su imitación de un ondulado permanente; para ello le bastará oprimir el botón del mando a distancia.

Erika Kohut aventura la idea de que cometerá un error por el cual deseará ser castigada de inmediato. No cumplirá alguna tarea. La madre no lo sabrá, pero Erika habrá dejado de cumplir su deber. Desde ningún punto de vista te preocupes por mi madre, por favor. Para Walter Klemmer no es problema despreocuparse de la madre, pero para la madre tampoco es problema hacer públicas sus preocupaciones utilizando las trompetas que le ofrece la televisión. Tu madre molesta demasiado, se queja el hombre con tono de lloriqueo. En ese preciso momento oye la sugerencia de que consiga para Erika una especie de delantal de algún plástico negro resistente o de nylon y que le haga orificios, a través de los que pueda echarle un vistazo a los órganos genitales. Klemmer pregunta dónde puede conseguir un delantal de ese tipo, si ha de robarlo o fabricarlo él mismo. O sea que el hombre sólo podrá ver a través de mirillas; acaso eso es lo más inteligente que se le ocurre, comenta con tono burlón. ¿Eso también lo ha tomado de la televisión, que nunca se muestre todo, sino únicamente detalles, cada uno de los cuales es en sí mismo un mundo entero? El director de escena ofrece los detalles, el resto se fabrica en la propia cabeza. Erika detesta a la gente que ve televisión sin pensar. De todo se saca provecho, si se hace con apertura. El aparato da lo prefabricado y la cabeza fabrica los envoltorios correspondientes. Ahí se modifica a gusto el contexto vital y se continúa elaborando la trama o se la modifica. Separa a los amantes y reúne a aquellos que el libretista había concebido separados. La cabeza modifica la trama según su gusto.

Erika desea que Walter Klemmer le dé tormento. Klemmer no quiere aplicar a Erika ningún tipo de tormento, dice, ése no era el acuerdo, Erika. Ella le pide, por favor, que ate con fuerza las cuerdas y las sogas, de modo que después incluso tú apenas puedas deshacer los nudos. No tengas ningún tipo de contemplaciones conmigo, ¡haz uso de todas tus fuerzas! Hazlo así por todas partes. Qué sabes tú de mis fuerzas, le pregunta retórico Walter Klemmer, ya que ella jamás lo ha visto cuando practica el piragüismo. Ella subestima sus fuerzas. Ni siquiera se imagina lo que él le podría hacer. Es por eso que ella ha escrito: ¿sabes que se puede aumentar el efecto dejando remojar en agua las cuerdas durante largo tiempo? Hazlo cada vez que a mí me apetezca, y disfrútalo a tu gusto. Algún día en su momento te lo señalaré por escrito sorpréndeme con cuerdas bien remojadas en agua y que, una vez que comiencen a secarse, se encojan. ¡Castiga mis faltas! Klemmer intenta explicar de qué forma Erika, que se ha callado, con su silencio, comete una falta contra las más elementales normas de la urbanidad. Erika sigue en silencio, pero no deja caer la cabeza. Ella cree que va por el camino acertado y ¡quiere que él se quede con todas las llaves de los cerrojos que utilizará próximamente para encerrarla! No las pierdas. No te preocupes por mi madre; entre tanto yo me ocuparé de pedirle todos los duplicados de las llaves, ¡que son muchísimas! ¡Enciérrame desde fuera con mi madre! Espero ansiosa el día que tengas que irte de prisa y satisfaciendo mis ardientes deseos me dejes encadenada, atada y sujeta con correas, encerrada bajo siete llaves con mi madre, pero que ella no pueda entrar en mi habitación, y que tenga que quedarme así hasta el día siguiente. No te preocupes por mi madre, ella es asunto mío. ¡Llévate todas las llaves de mi habitación y del departamento, que no quede ninguna! Klemmer vuelve a preguntar: y yo, qué saco de todo esto. Klemmer ríe. La madre araña. El televisor chilla. La puerta está cerrada. Erika está en silencio. La madre ríe. Klemmer araña. La puerta chilla. El televisor está apagado. Erika existe.

Para que no pueda lloriquear de dolor, por favor, amordázame y méteme medias de nylon y leotardos y demás, a tu gusto, en la boca. Ata la mordaza con correas de goma (consúltese en las tiendas especializadas) y con otras prendas de nylon, y disfruta; hazlo de forma tan sofisticada y cuidadosa que me resulte imposible quitármelo. Por favor, ponte además un pequeñísimo bañador triangular que, más que cubrir, sugiera. ¡Nadie llegará a enterarse!

Hazme feliz con tus comentarios y dime: ya verás qué bello paquete haré de ti y cómo quedarás a gusto después del tratamiento que te aplicaré. Adúlame, dime que la mordaza me sienta bien, que me dejarás por lo menos unas 5 o 6 horas amordazada, en ningún caso menos. Con una cuerda bien resistente, átame los tobillos; yo me habré puesto medias. Por favor, haz lo mismo con las muñecas. Sin mi consentimiento, átame los muslos hasta bien arriba más arriba aún con una cuerda. Lo ensayaremos. Cada vez te indicaré cómo lo quiero; será de la misma forma en la que tú ya lo habrás hecho en otra ocasión. ¿Es posible, te lo ruego, que me pongas frente a ti, amordazada y atada con una cuerda, como una columna? Te lo agradeceré de todo corazón. Con las correas de cuero átame los brazos al cuerpo, por favor, lo más fuerte que puedas. El propósito final es que yo no pueda estar de pie ni erguida.

Walter Klemmer pregunta: ¿cómo dices? Y se responde a sí mismo: ¡qué dices! Se acerca meloso a la mujer, que no es su madre y que demuestra que no lo es en tanto no lo abraza como a un hijo. Tranquila y de forma demostrativa deja caer las manos. El joven pide algún tipo de gesto afectuoso y se pega a su lado con ansiedad. Le pide alguna muestra de cariño, algo que sólo un monstruo sería capaz de negarle después de esta conmoción. Pero Erika Kohut sólo se ocupa de sí misma, de nadie más. Por favor, por favor, ronronea con monotonía el estudiante; la profesora no le agradece con cortesía. A manera de un rechazo le da a entender que lo deja pastar, pero que en ella no encontrará unos labios rojos que lo satisfagan. El hombre, grosero, maldice, que la lectura no es un sustituto. La mujer insiste con la carta. Klemmer le echa en cara: no tienes otra cosa que ofrecer. Es inaceptable. No sólo se puede querer recibir. Klemmer se ofrece como voluntario para mostrarle un universo que ella desconoce por completo. Erika no da ni toma.

Pero, por carta, amenaza con desobedecer. Si eres testigo de alguna transgresión, golpéame, por favor, le aconseja a Walter Klemmer, hazlo también con el dorso de la mano, abofetéame con fuerza cuando estemos solos. Pregúntame por qué no me quejo ante mi madre o por qué no respondo a los golpes. Por favor, siempre dime ese tipo de cosas para sentir mi plena indefensión. Trátame siempre tal como te he indicado. Un clímax en el que no me he atrevido a pensar hasta ahora es que, ya cansado por todos tus esfuerzos, te sientes a horcajadas sobre mí. Por favor, siéntate con todo tu peso sobre mi cara y oprime mi cabeza con tus muslos, con tanta fuerza que no pueda moverme ni un milímetro. Haz alusión al tiempo de que disponemos e insiste: ¡todavía tenemos mucho tiempo! Amenázame, dime que me dejarás durante horas en esa posición si no cumplo debidamente lo que me pides. ¡Que sean muchas horas durante las cuales me hagas sufrir con el rostro bajo el peso de tu cuerpo! Déjame así hasta que me ponga morada. Por carta te señalaré qué otros placeres deseo. No te será difícil adivinar cuáles son los placeres que quiero. No me atrevo a escribirlos aquí. Esta carta no ha de ir a dar a manos de terceros. ¡Abofetéame con entusiasmo! No prestes atención cuando diga ¡no! No oigas mis ruegos. En lo que se refiere a mi madre, ¡ni la mires!

Fuera, el televisor ya no emite más que un arrullo. La madre ha estado bebiendo grandes cantidades de licor. Busca distracción. Todas las familias están cenando. Los diminutos individuos del televisor pueden ser borrados por medio de un simple interruptor. Sus vidas seguirían su destino sin que nadie los viera, algo que no resiste el corazón de la madre. Se enjuga un ojo y los mira. A petición de la hija, mañana podrá darle un informe de lo que ha ocurrido para que las amarguras del próximo episodio no la hagan andar dando palos de ciego. Klemmer cree que ya no siente deseo alguno y que es capaz de observar con objetividad a esta figura femenina. Pero imperceptiblemente ha ido quedando atrapado. La viscosidad del deseo desenfrenado se ha adherido a su forma de pensar, y las modalidades burocráticas que le prescribe Erika le dan ideas para actuar en función de su propio placer.

Poco a poco Klemmer es arrastrado por los deseos de la mujer, quiéralo o no. Mientras lee, sigue estando al margen. ¡Pero muy pronto sentirá que el placer lo transforma!

Erika quiere que su cuerpo sea deseado con codicia. Quiere estar segura de ello. Mientras él lee, ella querría que ya todo hubiera ocurrido. Oscurece. Nadie enciende la luz. Basta con la luz de la calle. Es cierto, según dice aquí, que deberá meterle la lengua en el trasero cuando él esté sentado a horcajadas sobre ella. Klemmer duda de lo que lee y lo atribuye a la mala iluminación. Una mujer que toca tan bien a Chopin no puede haber pensado una cosa así. Pero, de hecho, es esto y nada menos lo que desea la mujer, justamente porque nunca ha hecho otra cosa que tocar a Chopin y a Brahms. Ahora pide ser violada, algo que se imagina más bien como una permanente amenaza de violación. Cuando no me pueda mover ni defender, háblame de violación, nada podría impedirlo. Pero ¡por favor, habla más de lo que realmente me hagas! Me advertirás que llegaré a perder el conocimiento de tanto placer; porque tú actúas con brutalidad y esmero. Brutalidad y esmero, dos hermanos difíciles de manejar y que gritan ante cualquier intento de separarlos. Como Hänsel y Gretel después de que el primero ya ha ido a parar al horno de la bruja. La carta pide de Klemmer que Erika llegue a perder el conocimiento de tanto placer: así será si él cumple con todas las indicaciones. La ha de abofetear a su gusto. ¡Te lo agradezco por adelantado! Entre líneas dice de forma casi ilegible: por favor, no me hagas daño.

Quiere sentir que se ahoga por la dureza de su polla, mientras permanece maniatada sin poder moverse. Lo que dice la carta es el fruto de largos años de silenciosas cavilaciones. En ese momento desea que, en virtud del amor, no ocurra nada. Entonces ella insistirá, y a cambio recibirá una respuesta amorosa en la que él se niegue. Erika es de la opinión de que el amor justifica y perdona. Por eso ella le pide, por favor, que él se corra en su boca, que siga hasta que se le reviente la lengua y quizá tenga que vomitar. Por escrito, y sólo por escrito, ella se imagina que él ha de llegar al punto de mearla. Aunque al comienzo probablemente me resista, en la medida en que me lo permitan las ataduras. Hazlo con frecuencia y en abundancia, hasta que ya no me resista.

La madre da un sonoro golpe sobre el piano porque la posición de las manos de la niña no es la correcta. Recuerdos imborrables emergen de la inagotable caja craneana de Erika. En ese momento, la misma madre bebe licor, y enseguida otro licor cuyo color contrasta con el del primero. La madre intenta poner en orden la masa de sus miembros, pero no consigue manejarlos y decide irse con su masa completa a la cama. Ya es hora, es tarde.

Klemmer ha terminado de leer la carta. No está dispuesto a dirigirle la palabra, porque esta mujer es indigna de ello. En su cuerpo, que ha reaccionado independientemente de su voluntad, Klemmer encuentra un cómplice. A través del escrito, la mujer ha establecido contacto con él, sin embargo, con un simple contacto habría conseguido muchos puntos más. Ella ha eludido conscientemente el camino del contacto femenino. En cualquier caso, básicamente ella aprueba su deseo. Él estira la mano para tocarla, ella no. Eso lo enfría. Por lo tanto, responde con silencio a la carta de la mujer. Calla durante tanto tiempo, que ella le sugiere una respuesta. Le pide que se tome la carta en serio, pero que no la publique en una serie. Por lo demás, sigue el dictado de tus emociones. Klemmer sacude la cabeza. Erika lo contradice, que también él se deja llevar por el hambre y la sed. Y agrega que tiene su número de teléfono y la puede llamar. Piénsalo todo con calma. Klemmer calla, sin mordientes ni retardos. Le sudan las manos, los pies y toda la espalda. La mujer está desencantada porque esperaba de él una reacción emocional y lo único que le llega es la misma pregunta por vigésima vez: acaso eso es en serio. ¿O es una broma de mal gusto? Klemmer da la impresión de una tranquilidad anodina que está a punto de explotar. Éste es el aspecto que tienen los individuos más codiciosos, pero sólo antes de quedar satisfechos. Erika escudriña, ¿en qué ha quedado su capacidad de sentimiento y su lealtad? ¿Estás enfadado conmigo? Espero que no. Erika se atreve a dar un paso preventivo, no tiene por qué ser hoy. Mañana es otro día, podemos posponerlo. En todo caso, en la caja de zapatos ya están listas las cuerdas y las sogas. Hay un amplio surtido. Y se adelanta a cualquier objeción diciendo que no sería problema comprar más. Se pueden mandar a hacer cadenas a medida en las tiendas especializadas. Erika dice un par de frases que combinan con el color de sus deseos. Habla como en las clases, como la profesora. Klemmer no habla porque en las clases sólo habla la profesora. Erika le exige: ¡habla ya!

Klemmer sonríe y responde bromeando: ¡crees que éste es un tema de conversación! Tantea con cuidado: acaso ella ha perdido todo el sentido de las proporciones. Le da golpecitos para comprobar si se ha desbordado en su erotismo.

Erika teme por primera vez que Klemmer la golpee antes de comenzar. Rápidamente se excusa por el lenguaje banal que ha utilizado en la carta; es una forma de intentar quitar tensión al ambiente. Sin repulsión y de buen humor, Erika dice que, a fin de cuentas, el sedimento del amor también es algo banal.

Por favor, ¿sería posible que siempre vinieras a mi apartamento? Así podrás maltratarme a gusto con tus terribles y dulces cadenas desde el viernes por la noche hasta el domingo por la noche, si te atreves. Quisiera languidecer lo más posible bajo el peso de tus cadenas; hace ya tanto tiempo que siento ansias de ellas…

Klemmer no se enreda en demasiadas palabras: quizá sea posible. Poco después señala que esta vez sí que va muy en serio al decir que ¡no tiene ninguna intención de hacerlo! Erika desea que él la bese con vehemencia y no que la golpee. Y desde ahora le señala que en un acto de amor se pueden reparar muchas cosas que parecían perdidas. Dime algo cariñoso y olvida la carta, le ruega de forma inaudible. Erika espera que éste sea su redentor, y también espera poder contar con su discreción y silencio. Erika le tiene un terrible temor a los golpes. De ahí que ella misma dé un nuevo golpe efectista al decir que podemos seguir escribiéndonos cartas. Ni siquiera tendremos que pagar los sellos. Hace gala de que en las siguientes podemos ser aún más vulgares que en ésta. Esto no era más que el comienzo, había que dar el primer paso. ¿Me está permitido escribir otra carta? Quizá para entonces todo salga mejor. La mujer está deseosa de que él la bese y no la golpee. No importa que le haga daño besándola, pero que no la golpee. Klemmer responde que da igual. Dice gracias, sí, y de nada, de nada. Habla casi sin volumen.

Erika conoce este tono a través de su madre. Ojalá que Klemmer no me golpee, piensa aterrorizada. Insiste, que él puede hacer lo que quiera, y vuelve a insistir, lo que quieras, siempre que sea doloroso, porque no hay nada que yo no desee con ansiedad. Klemmer debe excusarla porque, piensa ella, no ha escrito con buena letra. Ojalá no la golpee por sorpresa, como teme la mujer. Le confiesa que hace ya muchos años siente ansiedad de que la golpeen. Cree que al fin ha dado con el amo deseado.

Por temor, Erika comienza a hablar de algo completamente diferente. Klemmer responde: gracias, bien. Erika autoriza a Klemmer para que, a partir de hoy, él elija su vestimenta. Puede responder con violencia en caso de que ella cometa infracciones contra las disposiciones acerca de su vestimenta. Erika abre de par en par las puertas del gran armario y le muestra una parte de su colección. Saca algunas prendas de los colgadores y otras las deja en su lugar mostrándolas sólo de paso. Es de esperar que él sepa valorar la ropa elegante, y le dirige una mirada multicolor. ¡También puedo comprarme algo que te guste especialmente! El dinero no tiene importancia. Para mi madre, lo que importa en mí es el dinero, y regatea. De modo que no te preocupes por mi madre. ¿Cuál es tu color favorito, Walter? Lo que te escribí no es una broma, y humilla la cabeza bajo su mano. No te habrás enojado conmigo, ¿no? Si yo te pidiera que me escribieras unas cuantas líneas, ¿lo harías? ¿Qué piensas sobre el asunto?, ¿qué opinas?

Klemmer dice hasta luego. Erika humilla la cabeza deseando que su mano caiga con amor y no como un tortazo destructivo. Mañana mismo haré poner el cerrojo. Erika le entregará a Klemmer la única llave de la puerta. Imagínate lo bien que estaremos. Klemmer calla ante la proposición; Erika busca ansiosa algún modo para ganarse su interés. Es de esperar que él reaccione amistosamente, ya que ella le deja la puerta abierta para cuando él quiera. Da igual cuándo. La única manifestación de vida en Klemmer es su respiración.

Erika jura que hará todo lo que le ha escrito. Pero insiste: ¡lo escrito no está prescrito! Y posponer no es lo mismo que suspender. Klemmer enciende la luz. No habla ni golpea. Erika averigua si le puede volver a escribir pronto y decir lo que desea. ¿Me permites que te responda de forma epistolar, por favor? Klemmer no da ninguna señal a la que ella pueda atenerse.

Walter Klemmer responde: ¡un momento! Su voz se alza por encima del apagado tono medio de Erika, que, asustada, se queda en silencio. A manera de ensayo le dispara un insulto, pero al menos no la golpea. Le impone nombres y agrega el adjetivo de vieja. Erika sabe que hay que estar preparada para ese tipo de reacciones y se protege la cara con los brazos. Enseguida quita los brazos; si ha de golpear, pues adelante. Klemmer va aún más allá, que no la tocaría ni con una tenaza. Jura que antes había amor, pero ahora se ha perdido. En cuanto a él, no la buscará. Ella le causa repulsión. ¡Cómo se atreve a hacer ese tipo de proposiciones! Erika mete la cabeza entre las rodillas, como en un aterrizaje forzoso, para protegerse de lo peor. Prevé la paliza que le dará Klemmer; probablemente sobreviva. No la golpea porque no quiere ensuciarse las manos en ella, según dice. Supuestamente le lanza la carta a la cara. Pero va a caer sobre su nuca porque está agachada. Klemmer se burla de la mujer, porque entre amantes no hace falta utilizar las cartas como medio de comunicación; que se quede con su carta. Sólo en casos de engaños amorosos es necesario recurrir al papel.

Erika está inmóvil, sentada en su sofá. Los pies juntos y con zapatos nuevos. Las manos sobre las rodillas. Sin ilusiones espera algo como un arrebato amoroso de Klemmer. Intuye lo irremediable: ¡este amor amenaza con desvanecerse! Mientras esté aquí hay esperanzas. Al menos querría recibir besos apasionados, sé bueno. Klemmer responde a la pregunta con un no, gracias. Desea de todo corazón que, en lugar de maltratarla, practique con ella el amor a la usanza austriaca. Si él se dejara ir pasionalmente en ella, lo rechazaría con las palabras: según mis condiciones o no hay vuelta atrás. Espera ser cortejada de palabra y de hecho por el estudiante, que no tiene experiencia. Ella le enseñará. Ella le enseñará.

Están sentados uno frente al otro. Llegue a nosotros la redención por amor, pero demasiado es el peso de la lápida sobre la tumba. Klemmer no es un ángel y tampoco las mujeres son ángeles. Quitar la lápida. Erika ha sido implacable con Walter Klemmer en cuanto a los deseos que le ha señalado. Pero, de hecho, más allá de la carta no tiene deseos. ¡Gracias, estupendo! Para qué seguir hablando, pregunta Klemmer. Al menos no da golpes.

Abraza con todas sus fuerzas la cómoda insensible y la arrastra milímetro a milímetro hacia su cuerpo sin que Erika lo ayude. La mueve del lugar hasta dejar un espacio para poder abrir la puerta. No tenemos nada más que decirnos, dice Klemmer. Sale sin despedirse y parte dando un portazo. Se ha ido.

En su mitad de la cama, la madre ronca a todo volumen bajo los efectos de una dosis de alcohol a la que no está acostumbrada; éste es sólo para las visitas que nunca vienen. Hace muchos años, en esta misma cama, el deseo la llevó a la sagrada maternidad; y el deseo se acabó tan pronto alcanzó esta meta. Bastó una eyaculación para acabar con el deseo y abrir camino para la hija; el padre mató dos pájaros de un tiro. Y de paso se liquidó a sí mismo. Por su inercia interior y debilidad intelectual, fue incapaz de prever las consecuencias de esta eyaculación. Erika se desliza en su mitad de la cama; el padre está sepultado bajo tierra; Erika no se ha lavado, no se ha aseado en absoluto. Huele fuerte a su propio sudor, como un animal en una jaula, donde se combinan el olor a sudor y los humores de la selva y no hay posibilidades de ventilación porque la jaula es demasiado pequeña. Si uno de los animales quiere darse la vuelta, el otro tiene que ponerse contra la pared. Bañada en sudor, Erika se acuesta junto a la madre y yace insomne. La madre despierta repentinamente, después de que Erika ha pasado unas dos horas insomne y con la mente en blanco, sumida en su propio jugo. Sólo un pensamiento de la niña puede haberla despertado, ya que ésta no se ha movido. La madre recuerda de inmediato aquello de lo que huyó la noche anterior con auxilio del licor. La madre se da vuelta veloz hacia la niña, emitiendo un luminoso centelleo plateado a pesar de la oscuridad, y la afrenta con ásperos reproches combinados con amenazas y con la quimera de daños físicos. A continuación cae una avalancha de preguntas que no reciben respuesta, preguntas sin el menor orden de prioridades ni de gravedad. Como Erika sigue en silencio, la madre ofendida le da la espalda. El hecho de estar ofendida lo interpreta en el sentido de que siente repulsión por la hija. Pero enseguida se vuelve nuevamente hacia ella y le deja otra versión acústica de sus amenazas, esta vez a mayor volumen. Erika sigue apretando los dientes, la madre maldice y la regaña. Como consecuencia de las terribles acusaciones, en medio de sus gritos, la madre cae en profundidades que escapan a su control. Se deja llevar por el alcohol que sigue haciendo estragos en sus venas. El licor de huevo es traidor. Y el licor de chocolate le sigue los pasos.

Erika da un paso cauteloso en vistas a un asalto de cariño; la madre teme consecuencias de largo alcance en cuanto a su convivencia, lo que le causa espanto, por ejemplo, que Erika quiera tener su propia cama.

Erika se deja arrastrar por la tentación y emprende una incursión amorosa. Se lanza sobre la madre y la cubre de besos. La besa como no se le habría ocurrido hacerlo desde hacía muchos años. Coge a la madre firmemente por los hombros mientras ésta manotea iracunda sin conseguir acertar ni un golpe. Erika la besa entre los hombros, pero no siempre da en el blanco, porque la madre esquiva la cabeza escapándose hacia los lados. En la semioscuridad la cara de la madre no es más que un manchón claro rodeado por una cabellera artificialmente rubia, lo cual sirve para orientarse. Erika lanza besos al azar hacia este manchón claro. ¡En esta carne fue engendrada! En esta placenta reblandecida. Erika oprime repetidamente su boca húmeda contra el rostro de la madre y la mantiene firme entre sus brazos para que no pueda defenderse. Erika se monta a medias, después se encarama casi del todo sobre la madre porque ésta ha comenzado a dar golpes con vehemencia e intenta hacer remolinos con los brazos. Entre la boca en punta de Erika por la derecha y la boca en punta por la izquierda, la madre intenta escaparse moviendo con fuerza la cabeza para uno y otro lado. La madre cabecea como un animal salvaje para eludir los besos; es como en la lucha amorosa y la meta no es el orgasmo, sino la madre en sí, la madre como persona. Y la madre lucha con decisión. Pero en vano, Erika es más fuerte. La envuelve como la hiedra a una casa antigua; esta madre, que desde luego no es una acogedora casa antigua. Erika chupetea y mordisquea por todo este gran cuerpo, como si quisiera arrastrarse a su interior, cobijarse en él. Erika le declara su cariño y la madre jadeando responde lo que tiene que responder, es decir, que también quiere a la niña, pero ¡que se detenga en el acto! ¡Ahora! La madre es incapaz de defenderse de este huracán de emociones provocado por Erika, pero se siente halagada. De pronto ha sentido que es querida. Una de las condiciones básicas para el amor está en sentirse valorado gracias a que una persona busca a otra con empeño. Erika mordisquea con fuerza. La madre comienza a rechazar a Erika dando golpes. Mientras más besuqueo, más golpes; la madre da golpes, en primer lugar para protegerse y en segundo lugar para quitarse a la niña de encima, que parece haber perdido la razón a pesar de no haber bebido. En los más distintos tonos la madre chilla: ¡basta! Impone orden enérgicamente. Erika ha entrado en efervescencia y, sin cesar, borbota besos que van a dar sobre la madre por uno y otro lado. Pero como ésta no reacciona de acuerdo con sus deseos, la golpea, aunque suavemente, pidiendo respuesta. Sus golpes son de solicitud, no de castigo, pero la madre lo entiende como una actitud malintencionada y la amenaza y la regaña. Madre e hija han cambiado los papeles, ya que la que golpea ha sido siempre la madre; desde lo alto, ella controla mejor a la niña. La madre cree tener que defenderse decididamente contra los ataques parasexuales de su retoño y, a ciegas, lanza bofetadas al aire.

La hija toma el control de las manos de la madre y la besa en el cuello con intenciones criptosexuales; una amante extraña y sin ejercicio. La madre, que tampoco tuvo acceso a una buena formación en cuestiones amorosas, aplica una técnica equivocada y destruye todo lo que encuentra a su paso. Al final, la que más sufre es la carne añeja. No es tratada como madre, sino simplemente como carne. Erika pasta a mordiscos por la carne materna. Besa y besa. Besa como una salvaje. La madre opina que es una guarrería lo que está haciendo con ella la hija desbocada; hacía décadas que nadie la besaba de esa forma y ¡aún no acaba! El besuqueo sigue hasta que, después de un vendaval de besos, la hija se deja caer agotada. La niña llora sobre el rostro materno. Desde abajo la madre hace fuerzas para descargarla y le pregunta si se ha vuelto loca. En vista de que no hay respuesta, aunque tampoco esperaba que la hubiera, da la orden de dormir inmediatamente, porque ¡mañana es otro día! Alude a los deberes profesionales que la estarán esperando. La hija está de acuerdo, hay que dormir. Tantea una vez más como un topo ciego hacia el tronco de la madre, pero, con un manotazo, ésta se quita de encima las manos de la hija. Por un instante la hija consiguió ver, bajo una abultada barriga, la rala vellosidad púbica de la madre. Un cuadro inhabitual. Hasta ahora ella había mantenido bajo llave esta vellosidad. Intencionadamente, durante la lucha la hija se abrió camino a través de su camisón de dormir para llegar a verla; sabía de su existencia: ¡tiene que estar ahí! Por desgracia, la luz era insuficiente. Erika tuvo la precaución de descubrir completamente a la madre para poder verlo todo. La madre intentó en vano protegerse. Erika es más fuerte que su madre desgastada, por lo menos en lo que se refiere a la capacidad física. La hija le dispara a la cara lo que acaba de ver. La madre calla para que parezca como si no hubiese ocurrido.

Las dos mujeres se duermen una junto a la otra. La noche será corta, dentro de poco el día se anunciará con su desagradable claridad y con el molesto trinar de los pájaros.

Walter Klemmer se ha llevado una buena sorpresa con esta mujer, ya que se atreve a lo que otras sólo prometen. Después de haberse tomado un tiempo para pensar, contra su voluntad se da cuenta de que está impresionado por el hecho de que ella presione contra la demarcación de los límites con el fin de sobrepasarlos. Sin duda ampliará el ámbito de juego de su diversión. Klemmer está impresionado. En este espacio otras mujeres no dan cabida más que a una estructura para trepar y uno o dos columpios, además, sobre un terreno encementado, resquebrajado y polvoriento. En cambio, ¡aquí hay un campo de fútbol, canchas de tenis y una pista de ceniza para el afortunado que la use! Erika conoce su cercado desde hace ya muchos años; la madre ha puesto la estacada, pero ella no se da por satisfecha. Quita las estacas y no titubea en poner nuevas con gran esfuerzo, reconoce el estudiante Klemmer. Está orgulloso de haber sido elegido para el experimento y ha llegado a esta conclusión después de largas meditaciones. Es joven y está bien dispuesto para lo nuevo. Es sano y está preparado para la enfermedad. Está abierto a todo y para todos, sin importar cuál sea su procedencia. No es pacato y tiene la voluntad de abrir nuevas puertas de par en par. Incluso sacaría medio cuerpo por la ventana, casi hasta llegar a perder el equilibrio. ¡Quedaría afirmado sobre la punta de los pies! Conscientemente se arriesga a algo y se alegra del riesgo porque es él quien lo asume. Hasta ahora había sido una hoja en blanco que esperaba la tinta de una nueva imprenta; nadie habrá leído algo por el estilo. ¡Lo marcará para toda su vida! Después no será el mismo; será más y tendrá más.

Piensa para sí que, si es necesario, incluso se decidirá a recurrir a la crueldad, en lo que se refiere a esta mujer. Aceptará sin reservas sus condiciones y le dictará las suyas: más crueldad. Sabe con toda precisión cómo se darán las cosas después de que se haya mantenido alejado de ella durante algunos días para poner a prueba si los sentimientos resisten este inhumano tironeo de la razón. El acero de su espíritu se dobló, pero no se quebró bajo el peso de las promesas que le hizo esta mujer. Se pondrá en sus manos. Él está orgulloso de las pruebas a las que se someterá; ¡estará a punto de matarla!

De todos modos, el discípulo se alegra de haber puesto una distancia de varios días. Más vale hacer esperar que entregar el dedo meñique. Hace ya unos cuantos días está esperando a ver qué trae en el hocico esta mujer, porque es ella quien tiene que dar el siguiente paso: ¿traerá un conejo muerto o una perdiz? O quizá simplemente un zapato viejo. Por propia decisión y capricho no ha asistido a las clases. Piensa que la mujer lo perseguirá descaradamente. A modo de experimento, primero dirá que no y esperará a ver cuál será el siguiente paso. Por ahora el joven prefiere quedarse solo consigo mismo; no existe mejor compañía para el lobo antes de abalanzarse sobre la cabra.

En lo que se refiere a Erika, hace, ya muchos años que ella aprendió la palabra renunciar; a partir de ahora quiere cambiar radicalmente. La presión de sus apetitos se hace notar en sus deseos; brota el fluido rojo. Mira constantemente hacia la puerta por si aparece el estudiante, pero todos vienen menos él. Ha dejado de asistir sin presentar excusa alguna.

En su permanente afán por asistir a cursos, en los que comienza muchas cosas pero concluye pocas, incluso se ha interesado por las artes marciales japonesas, idiomas, viajes culturales y exposiciones de arte; y, desde hace algún tiempo, su ambición del saber ha llevado a Klemmer a asistir, en el aula colindante, al curso de clarinete; desea adquirir los elementos básicos que después aplicará al saxofón con vistas al jazz y para improvisar. En el último tiempo sólo elude el piano y a su maestra. Klemmer suele abandonar los cursos una vez que ha conocido los conceptos básicos de cada una de estas numerosas materias. No es muy constante. Pero ahora quiere llegar a ser un amante de alto rendimiento; la mujer lo provoca a ello. De vez en cuando se queja cuando tiene tiempo de que el corsé de la formación musical clásica le resulta demasiado estrecho, a él, que sabe disfrutar de lo amplio, siempre que no se exceda. Intuye un territorio vasto, campos que jamás ha visto, y, naturalmente, nadie los ha visto antes que él. Siempre levanta la punta de las telas que cubren las cosas y enseguida la deja caer asustado para, a continuación, volver a levantarla: ¿es cierto lo que ha visto? Apenas lo puede creer. La Kohut intenta obstruirle esos campos y esos valles, pero en privado los utiliza como un anzuelo. El estudiante se siente arrastrado por la resaca de lo infinito. En las clases ésta mujer es implacable, ya de lejos oye hasta el último detalle; en la vida, en cambio, quiere ser obligada a suplicar. Ante el piano lo envuelve completamente con los vendajes elásticos de los ejercicios de digitación, prácticas para trinos, con el método de Czerny para agilizar los dedos. Para ella será una bofetada que, con un competidor como el clarinete, él haya podido superar las limitaciones que le impone el contrapunto. ¡Cómo improvisará cuando tenga el saxofón soprano en las manos! Klemmer practica clarinete. Pero practica poco piano. Decididamente se abre camino en nuevos campos musicales y proyecta comenzar a tocar con un grupo de jazz estudiantil que él conoce y, una vez que los haya superado, creará un grupo propio que tocará de acuerdo con sus ideas y sus indicaciones y cuyo nombre ya tiene pensado, pero lo mantiene en secreto. De esa forma satisfará su marcada tendencia hacia la libertad en cuestiones musicales. Ya se ha inscrito en el curso de jazz. Quiere aprender a hacer arreglos. Primero debe someterse, adaptarse, pero en su momento saltará adelante con un solo arrobador, como el agua que brota de un manantial. Su voluntad no es fácil de clasificar, sus intenciones y sus capacidades no se dejan someter al esquema de un cuaderno de música. Lleno de entusiasmo rema con los codos junto al cuerpo, sopla con energía en el tubo del instrumento, no piensa en nada. Disfruta. Ensaya los comienzos y la vuelta de las páginas. En la lejanía ve cómo se producen grandes avances, le dice su profesor de clarinete, y se alegra de tener a este alumno que ya trae buenos conocimientos del curso de la Kohut; espera poder quitárselo a la colega. Tiene el proyecto de poder lucirse con él en el concierto de fin de curso.

Una mujer que no es posible identificar a primera vista, ataviada como una sofisticada excursionista, se acerca a la puerta del curso de clarinete y espera. Tiene que ir en esa dirección y decide que quiere ir en esa dirección. De acuerdo con su estilo, se ha equipado en función de la situación.

¿El alumno Klemmer no le había prometido contacto con la naturaleza, naturaleza pura, en su forma más acrisolada? ¿No es él quién mejor sabe dónde puede encontrarse esa naturaleza? Asustado, el estudiante se asoma por la puerta con el pequeño estuche negro de su instrumento y ella, tartamudeando insegura, le propone dar un paseo a lo largo del río. ¡Ahora mismo! Por su atuendo, él ya debería haberse imaginado cuál era el plan. La causa de mi venida, dice: caminemos por la orilla del río hasta el bosque. Con esta dama bien aperada se le viene encima una avalancha de deberes; ruidosas y poco apetecibles morrenas de un glaciar. En algún refugio de montaña poco acogedor le van a exigir esfuerzos pensados con mucha atención; en el suelo hay cáscaras de plátano y restos de manzana, alguien vomitó en un rincón y, además, hay un sinfín de otros testimonios humanos, sin valor, papeles mugrientos por todos lados, billetes usados que nadie se ocupa de barrer.

Según podrá constatar Klemmer, Erika se ha equipado con un atuendo completamente nuevo; la ropa va con la ocasión y la ocasión con la ropa. Como es habitual en ella, la ropa parece ser lo principal; en general, la mujer necesita adornos para hacerse valer, y hasta ahora ninguna ha pensado que el bosque en sí ya es suficiente adorno. Por el contrario, es la mujer la que enriquece al bosque con su presencia; en eso se parece a los animales que son observados a través de los prismáticos del cazador. Erika se ha comprado un sólido par de zapatos de excursionista y los ha engrasado bien para que no se dañen con la humedad. Si hiciera falta, con estos zapatos no tendría dificultades para caminar muchos kilómetros. Lleva una deportiva blusa a cuadros, una chaqueta tirolesa y unos pantalones ceñidos a las rodillas y con borlitas de lana roja. ¡Y una pequeña mochila con golosinas! No lleva cuerdas porque no le gusta exagerar. Si hubiera que afrontar situaciones límite, lo haría sin red y sin cuerdas; esta mujer probablemente se expondría a cualquier desenfrenado retozo corporal sin pensar en el equipo de rescate, todo dependería únicamente de ella y de su pareja.

Erika tiene pensado ofrecerse al hombre en pequeños bocados. La idea es que no coma demasiado de una vez, sino que ha de languidecer de apetito por ella. De esta manera se lo ha imaginado mientras está sola con su madre. Después de largas cavilaciones en los más distintos rumbos, ha decidido ahorrar consigo misma y entregarse con mezquindad. Ha de conseguir que sus kilos se multipliquen. Onza a onza servirá a la mesa de Klemmer su cuerpo en proceso de descomposición, de modo que él creerá que las existencias reales son aún mucho mayores de lo que ella le ofrece. Después del atrevido golpe epistolar se ha batido en retirada, lo cual no le ha resultado fácil. Se siente comprimida en la alcancía de su cuerpo, este inflamado tumor azuloso que siempre arrastra consigo y que está repleto y a punto de reventar. Por ejemplo, por el modelo de excursionista que lleva puesto ha debido pagar una suma suculenta en la tienda de artículos deportivos. Compra cosas de buena calidad, pero aún más le preocupa la estética. Sus gustos son muy variados. Con toda calma Klemmer examina a esta mujer henchida de fuerzas. Sus ojos se pasean tranquilamente por los botones de imitación de su atuendo y van a dar a una pequeña cadena plateada (también una imitación) en estilo cazador, adornada con dientes de ciervo, que cuelga sobre su barriga. Erika le susurra al oído que le había prometido una excursión para hoy y ha venido a cobrarse. Él pregunta: ¿por qué ha de ser específicamente aquí, ahora y hoy? Ella responde: ¿no recuerdas que dijiste hoy? Sin decir una palabra le tiende los cupones de su descuidada promesa. La promesa hacía expresa referencia al día de hoy. El alumno no debe creer que la profesora olvida algo. Klemmer afirma que no es el lugar ni la hora adecuada. Sin titubear Erika propone lugares más lejanos y momentos más apropiados. Dentro de poco la pareja amorosa ya no tendrá que buscar bosques ni lagos. Pero, hoy, quizá la perspectiva de cumbres y crestas acreciente el apetito en el hombre.

Walter Klemmer medita. Decide que no hace falta alejarse tanto para probar algo nuevo. Con interés científico, como siempre, propone ¡qué sorpresa se va a llevar Erika! hacerlo aquí mismo. ¿Para qué dar tantos rodeos? Además, ello le permitiría llegar cómodamente a las tres al club de judo. Hay sólo una cosa que no se debe hacer con el amor: chancearse. Si para ella las cosas van en serio, él hace ya mucho tiempo que está dispuesto. Así pues, adelante. Hasta ahora ha sido amable y cariñoso, pero también puede ser brutal, y se lo demostrará. Dicho y hecho. En lugar de responder, Erika Kohut arrastra al estudiante al cuartucho de las mujeres de la limpieza que, como sabe, siempre está cerrado. De una vez tendrá que demostrar lo que es capaz de hacer. El impulso es dado por la mujer. Él tendrá que poner a prueba aquello que jamás ha aprendido. Los artículos de la limpieza tienen un olor fuerte y penetrante; los utensilios para limpiar están amontonados. A manera de introducción Erika se excusa porque no debió haber abusado del joven entregándole la carta. Se explaya en esta idea. Se pone de rodillas frente a Klemmer y con besos torpes hurga en una barriga que intenta defenderse. Las rodillas de la excursionista, inexpertas en incursiones por las elevadas artes del amor, se revuelcan en el polvo. Curiosamente el cuarto de la limpieza es el más sucio de todos. Reluce el perfil de las suelas de los impecables zapatos de la excursionista. Alumno y maestra, cada uno por su lado se aferra a su propio pequeño planeta de amor; témpanos que se repelen como continentes hostiles e incultos. Klemmer comienza a sentirse humillado y temeroso ante exigencias que la humillación y la inhabilidad tienden a hacer más y más imperiosas.

La humillación grita con más fuerza que el más vehemente de los deseos. Klemmer responde: por favor, ¡ponte de pie inmediatamente! Ve cómo ella ha tirado su orgullo por la borda y se impone a sí mismo, como cuestión de orgullo, jamás saltar por la borda. Si hace falta, se atará a los remos. Apenas han empezado y ya resulta imposible que lleguen a unirse, pero ambos desean tercamente la unión. Sube el airecillo tibio de los sentimientos de la profesora. En verdad, Klemmer no quiere, pero está obligado porque siente que se lo exigen. Oprime las rodillas como un escolar cohibido. La mujer recorre sus muslos a toda prisa y pide colaboración y empuje. ¡Cómo podríamos estar disfrutando! Su carne se golpea como mendrugos de pan mojado tirados contra el suelo. Erika Kohut hace una declaración amorosa en la que no ofrece más que exigencias majaderas, contratos rebuscados y acuerdos reafirmados ya mil veces. Klemmer no da amor. Dice: alto, no tan rápido. Ni los prusianos disparan tan rápido. Erika especula cuan lejos estaría dispuesta a llegar bajo tales y cuales condiciones y Klemmer piensa, cuando más, en un paseo por el parque del ayuntamiento, y a paso lento. Y pide: ¡no hoy, la próxima semana! Entonces tendré más tiempo. Como sus ruegos no dan resultados, comienza a acariciarse discretamente, pero en él todo sigue muerto. Esta mujer lo ha arrinconado en un cuarto en el que se requiere su instrumento, pero su instrumento no se deja requerir. Estira, golpea y sacude como un histérico. Ella todavía no se entera de nada. Se deja caer sobre él como una avalancha de amor. Ya comienza a sollozar, se retracta de algunas cosas que había dicho y promete a cambio cosas mejores. Qué aliviada se siente: ¡al fin! Klemmer manipula en frío su bajo vientre, le da vueltas a la herramienta, la golpea con objetos de hierro. Las chispas saltan y se pierden. Teme a los mundos interiores de la profesora de piano, viciados por desuso. ¡Quieren devorarlo por completo! Por lo visto, Erika quiere desde la partida todo lo suyo y él ni siquiera ha sacado su rabito para hacerle una demostración. Ejecuta movimientos amorosos tal como se los imagina. Y como los ha visto en otros. Emite señales de torpeza que confunde con señales de entrega y no recibe más que señales de desamparo. En este momento él está OBLIGADO y por eso NO PUEDE. Dice como excusa: conmigo no, ¡métete eso en la cabeza! Erika comienza a tirar de la cremallera. Le saca la camisa de los pantalones y revuelve según tradición y costumbre. Klemmer sigue sin poder demostrar nada. Desencantada, Erika va y viene por el cuartucho haciendo crujir las suelas. Como sustituto, ella ofrece todo un mundo de sentimientos. Da una explicación acerca de sobreexcitación y nerviosismo y, en cualquier caso, está feliz de esta tremenda prueba de amor. Klemmer no puede porque está obligado. Esta mujer trasmite el deber mediante olas magnéticas. Ella es la personificación del deber. Erika se pone en cuclillas —el cuerpo de la torpeza, un obstáculo grotesco doblando sus huesos— y se retuerce besuqueando los muslos del alumno. El joven suspira como si esa insistencia consiguiera provocarle algo, gimotea lo último que puede, esto es: así no me conseguirás. No me conseguirás. Pero, en principio, él está siempre dispuesto a probar lo nuevo en el amor. Desarmado, tira a Erika al suelo y la golpea suavemente con el canto de la mano en la nuca. Ella baja obediente la cabeza olvidándose de su entorno, algo que ya tampoco él ve. Sólo el suelo del cuartucho. La mujer se deja ir fácilmente en el amor, porque en sí misma ella encuentra poca cosa en qué pensar. Klemmer escucha atentamente qué ocurre fuera y da un respingo. Rápidamente encaja su sexo en la boca de la mujer como en un guante viejo. Pero el guante es demasiado grande para esto que, después de un breve amago de interés, vuelve a colgar. Con eso no ocurre nada y con Klemmer tampoco; mientras tanto, en la distancia comienza a declinar la luz de la profesora.

Klemmer da brutales empujones hacia la boca de Erika, pero no consigue demostrar nada. La polla nada lánguida, como un corcho insensible a esas aguas. De todos modos tiene a Erika firmemente cogida por el cabello, quizá con la esperanza de que le crezca. Klemmer se esfuerza para oír qué ocurre en el pasillo, por si viniera la mujer de la limpieza. El resto de sus esfuerzos se concentran en sus genitales para conseguir una erección. Domada por el amor y al mismo tiempo bajo severo control, la profesora chupetea a Klemmer como lo haría una vaca con un ternero recién nacido. Hace juramentos de que muy pronto empezará a funcionar y que disponen de todo el tiempo del mundo, ahora que ya no cabe dudar de su pasión. ¡Pero sin ponerse nervioso! Las promesas mal formuladas sacan de quicio al joven; en ellas percibe el tono imperativo. ¿Acaso la autoridad no está siempre imponiéndole tal digitación y el uso del pedal en tal o cual pasaje musical? Se impone sobre él con sus conocimientos musicales, mientras, perdida ahí abajo, lo asquea más allá de lo que es capaz de expresar. Ella se humilla ante su polla, que por su parte no recupera el orgullo. Klemmer empuja y da golpes hacia el interior de la boca de Erika, al punto que ésta comienza a sentir arcadas, pero todo es en vano. Con la boca medio llena la mujer trata de consolarlo y hace planes para un futuro próximo. ¡Ya tendremos placeres futuros! Nadie ve sus ojos; no imparte órdenes; no es más que cabello, nuca, cuello; algo inescrutable. Un autómata del amor que ni siquiera reacciona a las patadas. Y lo único que desea el alumno es poner a prueba su instrumento con ella. De hecho, este instrumento no tiene nada que ver con el resto de su cuerpo. En cambio, a la mujer el amor siempre la domina por completo. La mujer siente la necesidad de entregarlo todo en el amor y dejar tirado el cambio. Erika y Walter Klemmer dicen al unísono: hoy no funciona, sin duda que más adelante sí. Erika ve el fracaso como la máxima prueba del amor. Klemmer se pone furioso por su incapacidad y sigue agarrado con fuerza al cabello de la mujer, hasta hacerle daño, para que no se le escape como de costumbre, con su habitual indiferencia. Ya que está aquí, aprovechemos la ocasión y, como acordamos, que reciba un buen tirón de pelo. De común acuerdo, cada uno de ellos grita algo que tiene que ver con el amor.

Pero la estrella del alumno declina ante esta tarea. No consigue altura. Para él este laberinto sigue siendo un enigma sin solución por más que tire y tire del hilo. Entre árboles y arbustos sin podar no consigue dar con la huella del placer. La mujer desvaría pensando en bosques pletóricos de las más increíbles gratificaciones y como consuelo no encuentra más que zarzamora y setas. Pero ella está segura de habérselas ganado como premio a su larga espera. El alumno ha sido empeñoso, lo que lo hace merecedor de un premio. El premio consiste en el amor que le entrega Erika. Revolviendo torpemente el gusanillo blando que tiene entre el paladar y la lengua, imagina placeres, piensa en un camino didáctico en el que encontrará plantas claramente rotuladas. Ahí lee un rótulo y allí identifica feliz un matorral que le resulta familiar. De pronto aparece la serpiente en el prado causando disgusto porque no lleva rótulo. La mujer da el nombre de cubículo de amor a este lugar detestable. ¡Aquí y ahora! Sin decir una palabra, el alumno introduce la corneta muda al interior de la blanda cavidad bucal y siente ligeramente los dientes, que le ha advertido se cuide de ocultar. En una situación como ésta, el hombre tiene más temor a los dientes que a cualquier enfermedad. Suda y jadea como si estuviera cumpliendo. Le echa en cara que no puede dejar de pensar en su carta. Qué estupidez. Por su carta ella es culpable de que no pueda dar muestras de amor, inevitablemente sólo puede pensar en el amor. Ella, esta mujer, ha puesto los obstáculos.

El famoso y temido tamaño de su sexo es algo de lo que le ha hablado con entusiasmo, aun cuando hasta ahora ella no ha tenido ocasión de valorarlo debidamente, y para él ha sido motivo de tanta alegría como para un niño sabiondo un juguete nuevo con piezas para armar. Pero su grandeza no se manifiesta. Con un entusiasmado afán de placer que jamás ha sentido, la profesora se deja llevar por esta minuciosa descripción. Asiente y desde ahora comienza a disfrutar esa experiencia futura con él, ¡y aún más! De paso intenta discretamente escupir la polla, pero enseguida ha de recuperarla por orden del discípulo Klemmer, que hace caso omiso de la calidad de docente de su profesora. ¡No se deja vencer tan rápido! Ha de tragarse la amarga medicina, y sin azúcar. Los primeros temores de un fracaso, del que quizá ella sea culpable, comienzan a abrazar a Erika Kohut. El joven alumno continúa buscando el placer sexual con la mente en blanco, pero no tiene éxito. En la mujer comienza a emerger el fantasmal barco del temor desplegando sus velas; ella, entre tanto, llena el precipicio con toda su existencia. Involuntariamente, tan pronto se recupera del frenesí, comienza a tomar conciencia de los detalles del diminuto espacio en que se encuentran. A través de la ventana ve, muy abajo, la copa de un árbol. Un castaño. El insípido bombón del apéndice amoroso de Klemmer sigue metido por la fuerza en su cavidad bucal; el hombre presiona con todo el cuerpo contra su rostro y jadea inútilmente. De soslayo Erika alcanza a ver el movimiento casi imperceptible de las ramas, que comienzan a sufrir el acoso de las gotas de lluvia. Las hojas ceden bajo el peso. Apenas se alcanza a oír la lluvia; cae un chubasco. Una mañana primaveral no suele cumplir sus promesas. Las hojas nuevas se doblan en silencio ante el ataque de las gotas. Del cielo caen cañonazos sobre las ramas. El hombre sigue enchufado en la boca de la mujer y la retiene firmemente cogida por el pelo y las orejas; entre tanto, fuera, las fuerzas de la naturaleza imponen su dominio. Ella sigue queriendo y él aún no puede. Continúa pequeño y blando en vez de ponerse duro y consistente. El estudiante emite chillidos de ira y hace rechinar los dientes porque hoy no ha podido dar lo mejor de sí. No cabe duda, hoy no podrá descargarse en ese agujero, esa boca en la que tiene puesta la más conspicua de sus partes. Erika no piensa en nada, siente arcadas a pesar de que es poca cosa lo que tiene en la boca. Siente que algo le sube desde el vientre y trata de respirar. El alumno amonesta a su instrumento y, a falta de consistencia en sus genitales, restriega el bajo vientre contra Erika arañándole la cara con los alambrillos púbicos. Erika siente arcadas. Con fuerza se desprende y vomita en un viejo cubo de latón que está ahí para prestarle sus servicios. Se oye un ruido como si alguien fuera a entrar, pero ese cáliz pasa de largo. En medio de la fanfarria de los vómitos, la profesora tranquiliza al hombre, que no ha sido tan terrible como parece. Escupe la hiel que le brota de las profundidades. Se contrae con las manos sobre el vientre y, casi inconsciente, hace alardes de futuros y mayores placeres. Lo de hoy no ha sido precisamente un placer, pero dentro de poco llegará como disparos incesantes de una maquinilla. Después de recuperar el aliento ofrece una y otra vez sus sentimientos, más vehementes, más sinceros, les saca brillo con un pañuelo blanco y los presenta ufana. Todo esto lo he ahorrado para ti, Walter, ¡ahora ha llegado el momento! Ya incluso ha dejado de vomitar. Quiere enjuagarse un poco con agua y recibe por ello una ligera bofetada juguetona. El hombre la regaña: no vuelvas a hacer eso cuando estemos en los promontorios de mi frenesí. Ahora sí que me has desconcertado completamente. No pudiste esperar hasta llegar a mis cumbres nevadas. No veo por qué tengas que lavarte la boca después de tenerme a mí. Erika balbucea tentativamente una manoseada frase de amor y no provoca más que risas. La lluvia golpetea de forma regular. Las ventanas se cubren de agua. La mujer estira sus brazos para abrazar al hombre y describe algo latamente. El hombre le responde que ¡apesta! ¿Acaso no sabe que apesta? Repite varias veces la frase porque suena tan bien, ¿sabe que apesta, señora Erika? Ella no lo entiende y vuelve a mamar con suavidad. Pero no es como debería ser. Fuera, las nubes comienzan a oscurecer el cielo. Klemmer sigue repitiendo inútilmente, puesto que ya lo había entendido a la primera, que Erika apesta, que todo el cuartucho apesta a ella. Ella le había escrito una carta y ahora su respuesta es: no quiere nada de ella, y además su hedor es insoportable. Klemmer tira con más y más fuerza del cabello de Erika. Que abandone la ciudad para que su nariz joven y lozana no tenga que seguir sintiendo ese olor particular y nauseabundo, esos humores animales, de podredumbre. Demonios, cómo apesta, no se lo puede imaginar, señora profesora de piano.

Erika se mete poco a poco en el nido tibio de la vergüenza, en el pequeño arroyo a la temperatura del cuerpo, como en una bañera en la que se entra con cuidado porque el agua está muy sucia. Sube a borbotones y cubre su cuerpo. La mugrienta espuma del bochorno, las ratas muertas del fracaso, pedazos de papel, los trozos de madera de la fealdad, un colchón viejo con manchas de semen. Sube y sube. Y sigue la crecida. Hipando, la mujer se alza a la altura del hombre, hasta alcanzar la implacable copa de cemento de su cabeza. La cabeza continúa emitiendo frases monótonas que hablan de más y más hedor, del que el estudiante culpa a su maestra de piano.

Erika siente la distancia que existe entre el mundo habitado y la nada. Por lo visto ella, Erika, apesta, según dice el alumno. Él está dispuesto a jurarlo. Erika está dispuesta a seguir adelante hasta la muerte. El alumno se dispone a abandonar este cuarto en el que ha fracasado. Erika busca un dolor que conduzca a la muerte. Klemmer se cierra la bragueta y quiere salir de ahí. Con los ojos vidriosos, Erika desearía ver cómo él la estrangula. En sus ojos conservará su imagen hasta que comience su descomposición física. Ha dejado de decir que apesta; para él, ella ya no está en este mundo. Quiere partir. Erika quiere sentir caer su mano mortífera, y la vergüenza se asienta sobre su cuerpo como un almohadón.

Caminan por el corredor. Van uno al lado de la otra. Entre ellos hay una distancia. Klemmer afirma en voz baja que se siente aliviado porque en estos espacios más amplios se pierde un poco ese hedor añejo. En el cuartucho el hedor era realmente insoportable, créemelo. Le recomienda de todo corazón que abandone la ciudad.

A poco de andar, la profesora y el alumno se encuentran en el pasillo con el señor director, ante el que Klemmer, con la debida humildad, hace un saludo estudiantil. Erika intercambia un saludo de colega con su superior, ya que éste no exige que se mantengan las distancias. No satisfecho con eso, el director saluda amablemente al señor Klemmer como el solista, del próximo concierto de final de curso. Enseguida le da la enhorabuena. Erika le responde que, en lo que se refiere al solista todavía no se ha decidido definitivamente. Este estudiante ha decaído de forma notoria, de eso no cabe duda. Está pensando si será el estudiante K. u otro. Aún no lo sabe. Lo dará a conocer a su debido tiempo. Klemmer está ahí y no habla. Oye lo que dice la profesora. El director da un chasquido con la lengua ante las terribles faltas que describe Erika Kohut y que constantemente comete el estudiante Klemmer. Erika denuncia en voz alta estos desagradables hechos referentes al alumno para que después no se la pueda acusar de actuar en secreto. Ha descuidado sus estudios, ella puede demostrarlo. Ha constatado que su entusiasmo y empeño han ido decayendo día a día. ¡En esas circunstancias no merece ser premiado! El director responde que, a fin de cuentas, ella conoce mejor que él al alumno, y hasta luego. Al estudiante K. le desea una pronta mejoría.

El director ha entrado en su despacho de director.

Klemmer repite que Erika Kohut apesta terriblemente y que debería abandonar la ciudad lo antes posible. Por lo demás, él podría decir otras cosas de ella, pero no quiere ensuciarse la boca. Es suficiente con que ella apeste, ¡él no quiere apestar! Tendrá que ir a enjuagarse la boca; siente el mal olor en su propia cavidad bucal. Percibe esa peste de maestra hasta en el estómago. Ella no puede imaginarse cómo son de nauseabundos los humores de su cuerpo, y qué suerte para ella no imaginarse siquiera lo infernal que es su mal olor.

Se alejan uno de otro en direcciones divergentes sin haberse puesto de acuerdo en cuanto a una tónica común, más aún, ni siquiera han coincidido en una tonalidad común, aparte de que Erika Kohut apesta de forma nauseabunda.

Apresurada y con buen tino, Erika se pone manos a la obra. Quiso saltar sobre su propia sombra y no pudo. Hay muchas cosas que le duelen. Poco de lo que ella ofrece ha sido aceptado. Está muy confusa. En la televisión descubrió una forma para bloquear las puertas sin necesidad de recurrir a los armarios. En la película policíaca lo mostraron. Poniendo el respaldo de una silla bajo la manilla de la puerta. El esfuerzo es innecesario ya que la madre duerme dulce y apaciblemente, como suele ocurrir en el último tiempo, dejando que el alcohol dulzón se evapore sin recato por los poros y los pólipos de las vías respiratorias.

Erika busca su misteriosa cajita de los tesoros y revisa su rico contenido. Aquí se acumulan tesoros que Walter K. ni siquiera alcanzó a ver porque destruyó prematuramente la relación entre ellos con sus insultos. ¡En cambio, para la mujer, las cosas no hacían más que empezar! Cuando ella por fin estaba dispuesta, él se retiró a su concha. Erika selecciona las pinzas para la ropa y, después de titubear un instante, los alfileres, una buena cantidad de alfileres que va sacando de un recipiente de plástico.

Con lágrimas, Erika se aplica en el cuerpo las ávidas sanguijuelas, o sea, las multicolores pinzas plásticas para la ropa. Trabaja sobre los lugares a los que accede con facilidad; después quedarán marcados con manchones azulados. Llorando, Erika hostiga su cuerpo. Descompone su superficie. Rompe el ritmo de su piel. Se acribilla con utensilios domésticos e instrumentos de la cocina. Fuera de sí, se mira y busca superficies sin cubrir. Tan pronto descubre un lugar en el ámbito de su cuerpo, se pellizca con las tenazas hambrientas que le ofrecen las pinzas para la ropa. La piel tensa es perforada con alfileres. Esta operación, que puede tener consecuencias lamentables, lleva a que la mujer pierda el control y llore a gritos. Está completamente sola. Se pincha con alfileres que tienen cabezas de todos los colores, cada alfiler con una cabeza de un color propio. La mayoría de ellos salen enseguida. Por temor al dolor, Erika no se atreve a pincharse por debajo de las uñas. Diminutos moretones van cubriendo la pradera de su cuerpo. La mujer llora y llora y está sola consigo misma. Después de un rato, Erika interrumpe su quehacer y se pone frente al espejo. Su imagen horada el camino hacia su cerebro con palabras de detrimento y de burla. Es una imagen multicolor. En principio, la imagen podría parecer alegre, si no se tratara de una situación tan triste. Erika está completamente sola. La madre sigue durmiendo profundamente al calor del licor. Con ayuda del espejo, Erika descubre un lugar sano y lo ataca de inmediato con las pinzas y el alfiler y llora ininterrumpidamente. Con estos instrumentos se mortifica en la superficie y hacia el interior del cuerpo.

Le corren las lágrimas y está completamente sola.

Después de un largo rato Erika se quita las pinzas para la ropa y los alfileres y los guarda cuidadosamente en su lugar. El dolor disminuye, las lágrimas disminuyen.

Erika Kohut va junto a su madre para acabar con su soledad.

Atardece una vez más, las grandes arterias están atiborradas con el disparatado tráfico de los que regresan a toda prisa a sus casas, y también Walter Klemmer está atareado en inquieta actividad manoseando un hilo untuoso, sólo para no tener que sentirse ocioso. No hace nada particularmente apasionante, pero está siempre en movimiento. No se esfuerza demasiado, pero, eso sí, el tiempo pasa vertiginoso ante su afán de movimiento. Se pone en marcha, primero toma el bus y después el metro, imponiéndose un viaje con todo tipo de dificultades de circulación; intuye que el viaje acabará en el parque de la ciudad, pero aún están por definir la meta y el camino hacia esa meta. Camina enérgico esperando que pase la hora. Mata el tiempo. Está dispuesto, eso lo tiene claro. De forma nunca vista atacará a los animales inermes que supuestamente tienen sus moradas en el parque. Allí han hecho anidar flamencos y otros engendros exóticos desconocidos en el país; esas criaturas aparecen hoy como una verdadera provocación y se siente el deseo de asaltarlas y destrozarlas. Walter Klemmer es un amante de los animales, pero lo que es excesivo provoca que hasta él se desborde, y puede llegar el momento en que algún inocente crea que eso es real. Fue tanta la ofensa que le infligió la mujer, y él, por su parte, la insultó. Esa cuenta está saldada, pero de todos modos, como expiación, ha de haber una víctima mortal. Deberá morir un animal. A Klemmer se le ocurrió esta idea a través de los periódicos, donde se habla de las extrañas formas de vida de estos inocentes seres exóticos; también se describe minuciosamente más de alguna golpiza con asesinato incluido.

El joven sale disparado al aire libre por las escaleras mecánicas. El parque ya está quieto y en silencio, enfrente, en cambio, el hotel está lleno de luces y bullicio. No aparece ninguna pareja de amantes que pueda ser intimidada por el señor Klemmer; pero él no ha venido a mirar furtivamente a otros, sino para que otros no lo vean a él cometiendo brutalidades. En él los instintos insatisfechos se vuelcan hacia la maldad; esto ha sido despertado por una mujer. Klemmer se pasea buscando por uno y otro lado y no encuentra ningún pájaro. Viola las normas pisando el prado y ni siquiera respeta las especies foráneas mientras avanza sin contemplación alguna. Intencionadamente pisotea cuidadas terrazas con flores. Los tacones acaban con los mensajeros de la primavera. Lo que él le ofreció a esta mujer detestable no fue aceptado; ésta es una carga amorosa con la que tendrá que vivir. La carga que tiene que soportar no es tremendamente pesada, pero, para la vida animal, sus consecuencias serán devastadoras. Tampoco el deseo físico de Klemmer ha podido abrirse una brecha para dar salida a la presión. Después de una cuidadosa selección, la mujer no ha hecho más que extraer de su cabeza uno o dos logros musicales. ¡Le ha quitado lo mejor para tirarlo después de someterlo a un examen! Con la punta del zapato, Walter Klemmer se ensaña contra los pensamientos porque le han desilusionado de la forma más burda en medio de sus empeños amorosos. Por ello, no es su culpa si fracasa. Si Erika sigue por ese camino sufrirá experiencias aun peores de lo que pueda imaginarse. Klemmer se rasguña en las espinas de un matorral y las ramas le golpean la cara en el instante en que salta adelante con ímpetu porque ha olido agua al otro lado del follaje. Él es un animal malherido que el cazador ha dejado escapar, contraviniendo todas las normas del deporte. Un cazador diletante que no ha sabido dar en el corazón. Por eso, Klemmer es un peligro en potencia para cualquiera, ¡para cualquiera! Como un terrible duende de amor, hace una ronda nocturna por este lugar de esparcimiento que de hecho está pensado para visitas diurnas con el fin de descargar su ira sobre animales inocentes. Busca una piedra para lanzarla, pero no encuentra nada que le sirva. Recoge una pequeña rama que ha caído de un árbol, pero la madera está podrida y casi no tiene consistencia. Una mujer, a la que él ofreció su amor, le ha hecho proposiciones crueles; por eso ahora tendrá que seguir agachándose a la búsqueda de un arma más efectiva que un trozo de madera podrida. Como no pudo llegar a ser el amo de la mujer, tendrá que reventarse el lomo y, sin cesar, buscar leña. Con este palito, el flamenco se reiría de él. No es un garrote, sino una pobre rama seca. Klemmer, que carece de experiencia pero quiere conocer cosas nuevas, no consigue descubrir dónde pasan la noche los pájaros para ocultarse de sus perseguidores. ¡Quizá tengan una cabaña! Klemmer en ningún caso quiere ser menos que los gamberros que salen por la noche a matar pájaros. Con más y más nitidez siente que está acercándose al agua, un elemento que le resulta familiar. Según dicen los periódicos, es ahí donde se encuentra la presa de color rosa. El viento sopla provocando todo tipo de ruidos, ¡y no cesa! Se arrastran las serpientes de colores claros. Bueno, y ya que está aquí, también podría atacar a un cisne, un animal que es más fácil de ser sustituido. Con este pensamiento Klemmer se da cuenta de que su ira contenida tiene una enorme necesidad de encontrar un escape. En caso de que los pájaros reposen apacibles en el agua, verá el modo de atraerlos. Si están en la orilla, mejor aún, no tendrá que mojarse.

En lugar de pájaros, lo único que se oye es el constante retumbar del paso de los coches. ¿A esta hora por la calle? Hasta aquí la ciudad persigue con su ruido a quienes buscan la tranquilidad, hasta las áreas verdes, hasta los pulmones de Viena. En las áreas grises de su ira infinita, Klemmer busca a alguien que por fin no lo contradiga. Por eso busca a alguien que no lo entienda. El pájaro quizá huya, pero no le contestará. Klemmer va dejando sus propias huellas nocturnas en el prado. Siente afinidad con aquellos solitarios que también vagan de noche. Pero se siente superior a otro tipo de noctámbulos, esos que pasean cogidos de la mano de alguna mujer, porque su ira es mayor que el fuego del amor. El joven ha huido hasta aquí de la cercanía de las mujeres. Unos chillidos se expanden en círculos concéntricos a partir de una pequeña fuente sonora: tan faltos de armonía como sólo pueden ser producidos por el pico de un pájaro o por un principiante en su instrumento musical. ¡Al fin, ahí hay un pájaro! Dentro de poco los periódicos podrán escribir sobre actos vandálicos, y con el periódico recién salido de la imprenta se podrá enfrentar al amor roto, porque ha llegado a destruir algo vivo. Entonces también podrá destruir de forma igualmente brutal la vida de la amada. Esta señora Kohut no ha hecho más que reírse de sus sentimientos, ¡inmerecidamente recayó sobre ella su amor durante meses! Su pasión brotaba del cuerno de la abundancia de su corazón y caía sobre ella, y ella le ha tirado de vuelta esta dulce lluvia. Ahora recibirá la factura en forma de horribles obras de destrucción; sólo ella es culpable.

Mientras Klemmer busca en vano un determinado pájaro, la mujer se ha metido muy temprano en la cama y duerme triste en su casa. Perdida en sí misma, lucha con sus sueños, y Klemmer lucha por las praderas de la ciudad. Klemmer busca y no encuentra. Ahora ha ido tras otra llamada cuyo origen aún no ha podido identificar. Se mueve aprensivo para no caer de rodillas bajo los golpes de algún garrote ajeno. Hasta hace poco los tranvías se oían pasar junto al parque y servían de orientación, pero, por este lugar, su recorrido subterráneo ya cambia de nombre y no se los alcanza a oír. Klemmer ha perdido la orientación; no sabe hacia dónde lo conduce su viaje. En todo caso, es posible que se adentre por tierras incultas donde impera la ley de comer o ser comido. ¡En vez de encontrar alimento, él mismo se transformaría en presa! Klemmer busca un flamenco y otro quizá busque algún bobo con cartera. Avanza dando zancadas por los matorrales y sale a la pradera. Va atento a cualquier ruido, a izquierda y derecha, que haga algún paseante como él y se burla de antemano. Sabe que un excursionista no se preocupa de otra cosa que no sea el alimento y la familia y las características de los animales y de la naturaleza que lo rodean, y lo preocupan porque sus existencias disminuyen día a día a causa de la destrucción del medio ambiente. El excursionista explicará por qué se destruye la naturaleza, y Klemmer se ocupará de dar un ejemplo con una pequeña parte de esta naturaleza, según amenaza a medida que avanza por la oscuridad. Klemmer protege con una mano su cartera, con la otra se aferra al garrote. Así, no le es difícil entender que cualquier vago sienta miedo.

Camina y camina, pero no aparece ningún pájaro. Inesperadamente, cuando ya estaba a punto de perder las esperanzas, descubre algo: una pareja entrelazada en un avanzado estadio del placer. No es posible precisar el punto preciso de este estadio. Walter Klemmer casi cae sobre ellos, que juntos constituyen una entidad cuya forma exterior cambia a cada instante. Con un pie pisa torpemente una prenda de vestir que estaba tirada, con el otro ha estado a punto de tropezar con la carne en ebullición que, en un acto de consumismo, se tragaba la carne del otro. Arriba crujen las ramas de un enorme árbol en sí mismo parte de las reservas de la naturaleza y fuera de todo peligro que hasta último momento había mantenido oculta una respiración acelerada. En su ansiosa búsqueda de un pájaro, Klemmer no se fijó en dónde pisaba. Su odio se descarga contra esta carne que florece insólita al borde del camino aplastando sin contemplaciones otras flores, puesto que ha venido a revolcarse precisamente donde la ciudad fomenta otro tipo de fecundidad. Estas flores habrá que tirarlas. Klemmer no encuentra otra cosa que su escuálida porra para participar en la lucha de los cuerpos. Ahora se verá si golpea o es golpeado. En este caso podría participar en el certamen amoroso como un tercero que se divierte. Klemmer grita una grosería. La grita de todo corazón. Se envalentona porque la pareja no responde. Blande un arma. De prisa las prendas son tironeadas para arriba o para abajo, todo intenta volver a su orden ante Klemmer. En silencio y atemorizados, los protagonistas tratan de recuperar la compostura y sus envoltorios. Al parecer había un buen revoltijo y a toda velocidad se ha de recomponer el orden. Cae una suave lluvia. Se retorna al punto de partida. Klemmer declara en tono poco amistoso cuáles serán las consecuencias de este tipo de comportamientos. Golpea rítmicamente con el garrote sobre su muslo derecho. Siente que sus fuerzas aumentan porque nadie se atreve a enfrentársele. Klemmer percibe el terror animal de la pareja; es mejor que si proviniera de un verdadero animal. Se huele un deseo de castigo. Ellos lo esperan. Es la razón por la que acuden de noche al parque. En torno a ellos se abre un gran espacio. La pareja comienza a aceptar el cerco de Klemmer y no da respuesta alguna a sus vehementes gritos de ira. Klemmer vocifera: ¡cerdos asquerosos! Los pensamientos que lo invaden mientras escucha música palidecen ante la vida y el placer. En el campo de la música sabe de qué habla, aquí se enfrenta a algo de lo que siempre se ha negado a hablar: la banalidad de la carne. Desde luego, no es un jardín para enamorados, pero al menos sí un jardín público. La pareja de amantes se oculta obstinada a la sombra imprecisa de los árboles. Por lo visto se someterán humildemente, ya sea a una denuncia o al golpe veloz. La lluvia aumenta. No cae el golpe. Los sentidos de la pareja se concentran en buscar protección y refugio: ¿vendrá el golpe? El atacante titubea. La pareja retrocede intentando ocultarse, ojalá sin llamar la atención. Querrían ¡levantarse!, ¡correr!, ¡correr! Los dos son muy jóvenes. Klemmer acaba de ver a estos menores revolcándose como cerdos. Desea, al fin, desprenderse del garrote y lanzarlo al amplio campo de la indulgencia, pero el arma sigue golpeando contra su propio muslo. Esta noche no ha de quedarse sin presa. Al estar de pie en este lugar y causar temor, Klemmer ha adquirido algo que puede llevarle a Erika, que en estos momentos duerme. Además, le llevará una brisa de aire fresco de los campos vastos, lo que le vendrá muy bien. Klemmer continúa moviendo el arma por el aire, como sobre un gozne bien aceitado. Si ataca, los amantes se verán amenazados por el dolor, si retrocede, quizá les permita escapar. Los dos niños se han escabullido hacia atrás, hasta que algo macizo a sus espaldas les ha cortado la retirada. Si no dan un salto hacia un lado, no encontrarán el camino, aunque quieran. La situación es del gusto de Klemmer y se mueve haciendo sus habituales ejercicios musculares. Mientras está de pie ensaya uno o dos movimientos reflejos del piragüismo, sólo que sin agua. Este cuadro con figuras vivas está lleno de contenido, pero no pierde la visión del conjunto. Contrincantes: dos. Son manejables, además de cobardes, y no quieren luchar. Klemmer puede aprovechar la ocasión o dejarla ir. Es dueño de la situación. Puede mostrarse comprensivo o actuar como vengador de la quietud alterada del parque y de una juventud degenerada. Pero ha de decidirse de una vez, porque el vacío es una tremenda invitación a escapar. El grito de Klemmer, ¡al ladrón!, no serviría de nada; se halla en medio de un amplio territorio, el campo de su ira perdería terreno y las víctimas huirían. La joven pareja percibe inseguridad en el tono de lo que dice este hombre. Quizá un momento de indecisión que Klemmer ha dejado ver por un instante, inconscientemente, pero ¡una señal para los niños! Parece haber retrocedido imperceptiblemente en sus intenciones de recurrir a la violencia. Ellos lo aprovechan. Es una oportunidad que hay que aprovechar. Como no está en el agua, Klemmer se pregunta: ¿qué hacer? Los dos dan un rodeo en torno al árbol y se alejan a toda carrera. La tremenda figura de Klemmer los ha disparado hacia atrás. Sus suelas resuenan apagadas sobre la pradera. En algunos lugares aparecen claros de la tierra sobre la que crece el prado. En la fuga olvidaron una especie de chaleco o quizá sea un abrigo corto. Un abrigo de niño. Klemmer no hace ningún esfuerzo por perseguirlos. Prefiere pisotear la chaqueta que han dejado tirada. No busca la cartera. No busca algún documento de identificación. No busca objetos de valor. Descarga su peso una y otra vez sobre la chaqueta y se afana a gusto pisoteando, como un elefante encadenado que, a causa de las cadenas de las patas, sólo dispone de un campo de movimiento de un par de centímetros, pero sabe aprovecharlo. Entierra la chaqueta hasta que se pierde. No sabe por qué lo hace. Pero su ira aumenta y el prado en su conjunto se transforma en su enemigo. Ensimismado y alterado, Walter Klemmer pisotea sobre esta almohada blanda obedeciendo a su ritmo interior. No la deja en paz. Klemmer pisotea el chaleco hasta que, poco a poco, se cansa.

Ya en las afueras del parque, Walter Klemmer camina un rato por las calles sin preguntarse cuál es su destino. En medio de su resistente agilidad pierde la orientación; mientras él camina, otros ya duermen. En sus entrañas lleva suspendido un balón de violencia. El balón no encuentra ningún cuerpo en el que pueda rebotar. Klemmer se da cuenta de que camina sin destino, pero en cierta medida ya ha tomado una dirección determinada, rumbo a una determinada mujer que él conoce. Por todos lados intuye hostilidad, pero no se enfrenta con ningún enemigo, porque siente que su meta es tanto más atractiva: una mujer muy especial, con talento. Duda entre dos o tres mujeres, pero al fin se decide por una en particular. No perderá a esta mujer a cambio de una lucha cualquiera. A partir de este momento elude todo tipo de actos de violencia; con ella, sin embargo, no tendrá contemplaciones tan pronto estén frente a frente. Baja corriendo por unas escaleras mecánicas hacia un pasaje vacío. Compra un helado a un vendedor callejero. Un hombre con una gorra de disfraz le da el helado con total desinterés, sin darse cuenta de que esa falta de amabilidad puede acarrearle una paliza. Pero finalmente no le ocurre nada. Su gorra es la de un marinero o de un cocinero o de una combinación de uno y otro; la cara sin edad demuestra cansancio. Poniendo la boca en forma de embudo, Klemmer saca el helado de su envoltorio con dos soplidos. Pocos van; pocos vienen. Pocos permanecen en el tenderete de vidrio de un snackbar en el interior del pasaje. El helado estaba tibio y reblandecido. La tenacidad anida en la cómoda tranquilidad de Klemmer. Poco a poco se consolida un núcleo; se consolida una ligera tensión para el ataque. Lo único que le importa es la meta de su viaje, donde sabe que llegará pronto. Sin entrar en disputas, pero siempre con ánimo de disputar, recorre calles en dirección a una determinada mujer. Seguramente la persona en cuestión lo estará esperando. Y, arrogante en lo que se refiere a sus deseos, vuelve a ella sin la intención de hacer concesiones. Tiene que comunicarle unas cuantas cosas que le parecerán nuevas, y es bastante lo que tiene que decir. Ha de aplicar algún que otro correctivo. El bumerang Klemmer sólo se había alejado de esta mujer para retornar cargado con nuevos propósitos. Klemmer busca el vértice de su huracán interno en el que supuestamente reina la quietud. Antes de seguir se le ocurre la posibilidad de entrar en una cafetería. Quisiera estar un instante entre personas comunes y corrientes, piensa Walter Klemmer, una exigencia nada simple para alguien que también intenta ser una persona, pero constantemente se encuentra con dificultades. No entra en la cafetería. Los estropajos mugrientos dejan huellas pegajosas en la superficie de aluminio de la barra, debajo de la cual los escaparates presentan tartas y pasteles hinchados con gelatina o nata. Los mostradores de los puestos de salchichas están pringados con pegotes de grasa endurecida. Todavía no corre una brisa matinal que alivie al animal herido. Eleva la velocidad. En la parada de los taxis no hay más que un coche al que le hace señas de inmediato.

Klemmer ha llegado al portal del edificio de Erika. El placer de la llegada; quién se lo habría imaginado. La ira se cobija en las células de Klemmer. El hombre no intenta llamar la atención con piedrecitas, como suelen hacerlo los muchachos con sus novias. Klemmer, el alumno, se ha hecho adulto de la noche a la mañana. Hasta ahora no se había dado cuenta de con qué rapidez madura la fruta. No hace ningún empeño por ser recibido. Mira hacia las distintas ventanas y trata de orientarse en silencio. En particular mira hacia una ventana a oscuras, sin saber a quién pertenece. Intuye que puede ser la que comparten Erika y su madre. Piensa que podría ser la de la alcoba conyugal. La del matrimonio Erika/madre. Klemmer corta los lazos tensados con amor que lo unen a Erika y los ata a algo nuevo, en lo que Erika no ocupa sino un papel secundario, es un medio para otros fines. En el futuro él se ocupará de mantener el equilibrio entre el trabajo y el placer. Dentro de poco concluirá sus estudios y tendrá más tiempo para su pasatiempo acuático. Ya no desea las atenciones asquerosas de esta mujer. No desea que las cosas queden a medio hacer. Quizá se dirija a la mujer; o quizá no lo haga. Un hilo de sudor avanza sobre su sien derecha, hacia donde caía desde hacía rato a causa de su prisa. Se oyen los silbidos de su respiración. Han sido varios kilómetros los que ha dejado atrás corriendo en medio de un ambiente más bien tibio. Hace unos ejercicios respiratorios, como buen deportista. Klemmer se da cuenta de que elude algunos pensamientos para no tener que pensar en lo impensable. Por su cabeza todo pasa rápido y fugaz. Las impresiones cambian. El propósito está claro; los medios, preestablecidos.

Klemmer se mete en el hueco del portal y se baja la cremallera de sus vaqueros. Se acomoda en la cavidad maternal del portal, piensa en Erika, la mujer, y se masturba. Está a cubierto de mirones. Está distraído, pero no por ello descuida su foco de atención ahí abajo. Tiene una agradable conciencia de su cuerpo. Lleva el ritmo de la juventud. El trabajo que realiza es en y para sí mismo. Nadie más que él obtiene beneficios. Con la cabeza echada contra la nuca, Klemmer se masturba en dirección a una de las ventanas que están a oscuras, sin siquiera saber si acaso es la ventana que corresponde. No siente emoción alguna. Nada lo conmueve mientras se manipula con afán. Sobre su cabeza, la ventana sigue sin luz, como un paisaje.

El lugar que él apoya con su masculinidad está una planta más abajo. Klemmer se masturba con vehemencia; no tiene intenciones de terminar. Manipula su cuerpo sin placer ni alegría. No pretende reparar ni destruir nada. No quiere subir donde está la mujer; pero, si alguien abriese la puerta, sin dudarlo subiría donde ella. ¡Nada podría detenerlo! Se manosea con tanta discreción, que cualquiera que lo viera le abriría el portal sin la menor aprensión. Podría seguir eternamente de pie manipulándose aquí abajo, también podría intentar abrirse camino. Está en sus manos hacerlo. No ha decidido esperar que alguien que vuelva tarde a casa le abra el portal; Klemmer simplemente espera aquí que alguien vuelva tarde a casa y le abra el portal. Y así puede seguir hasta que amanezca. Y puede esperar hasta que el primero salga de casa por la mañana. Klemmer se manosea la polla hinchada y espera que se abra el portal.

Walter Klemmer está de pie en su hornacina y piensa hasta dónde sería capaz de llegar. Ahora siente claramente el hambre y la sed, las dos cosas a la vez. Reaviva el apetito por la mujer masturbándose. Siente en su cuerpo lo que significa embarcarse en juegos sin propósitos claros, y ella deberá experimentar lo propio para que sepa el precio que tiene hacer eso con él. Darle paquetes vacíos. ¡Sus blandos despojos físicos tendrán que recibirlo! La sacará del lecho tibio, la arrancará del lado de su madre. Nadie viene. Nadie le abre el portal. En este mundo cambiante, sobre el que ha caído la noche, Klemmer no conoce otra constante que la de sus sentimientos; por fin se decide a llamar por teléfono. Aparte de una discreta desnudez parcial, su comportamiento junto al portal ha sido tranquilo y correcto. Esperando a alguien que volviera tarde a casa. Hacia el exterior no ofrecía la imagen de una persona iracunda. Pero hacia dentro sus sentidos le golpean el vientre. Los vecinos no deben verlo así para que no desconfíen. Está poseído por sus emociones. Se siente conmovido por sí mismo. Dentro de muy poco la mujer deberá descender de las alturas del arte al nivel al cual fluye el río de la vida. Se verá inmersa en trajines y vergüenza. El arte no es un caballo de Troya para ocultarse buscando contenidos únicamente en el ámbito artístico, dice Klemmer dirigiéndose a la mujer allí arriba. Cerca hay una cabina telefónica. Va de inmediato hacia allá. Klemmer desprecia a los vándalos que han arrancado la guía de teléfonos; esto quizá impida salvar una vida porque alguien buscará un número y no lo podrá encontrar.

Erika duerme el inquieto sueño de los justos junto a su madre, que tranquilamente se deja ir en sus sueños a pesar de haberla tratado tantas veces con injusticia. Erika no se merece el sueño mientras hay alguien que va y viene inquieto por las calles a causa de ella. Con la conocida ambición de su sexo, espera un final feliz y el ansiado placer al menos en el sueño. Sueña que el hombre la conquistará en un arrebato. Por favor, te lo ruego. Hoy ha prescindido voluntariamente de la televisión. A pesar de que precisamente hoy habría podido ver uno de sus temas favoritos, calles de otros países, hacia las que se deja ir sin dificultades y hoza protegida en su rincón. Desea para sí tanta atención y dedicación como la que se dedica a las figuras de la televisión. Casi siempre se trata de los infinitos paisajes americanos, desde luego, porque ese país casi no conoce fronteras. Quizá hasta emprenda un pequeño viaje con ese hombre, piensa Erika Kohut angustiada, pero qué ocurriría entre tanto con la madre. No todos consiguen partir de este mundo en su debido momento. Involuntariamente su cuerpo reacciona produciendo humedad, sí, porque todo no puede estar controlado por la voluntad. La madre duerme feliz, sin enterarse de nada. Suena el teléfono; quién podrá ser a esta hora. Erika se sobresalta y en el acto sabe quién puede ser a esta hora. Una voz interior que le resulta muy conocida se lo advierte. Esa voz lleva inmerecidamente el nombre del amor. La mujer se felicita por su triunfo amoroso y espera recibir la copa de la victoria. En el piso nuevo del condominio la pondrá en un lugar de honor junto a los floreros. Se siente completamente liberada. Cruza a oscuras la habitación y la antesala y busca a tientas el teléfono. El teléfono grita. Sólo el amor conseguirá que desista de las condiciones que había impuesto, y se alegra de poder hacerlo. Qué alivio. Mal que mal, la reciprocidad amorosa suele ser la excepción a la regla, ya que en la mayoría de los casos el amante es sólo uno, mientras que el otro está pendiente de escapar tan lejos como sus pies se lo permitan. Para esto hacen falta dos, y uno de ellos acaba de llamar al otro, cuyos sentimientos son coincidentes; esto sí que es bueno. Ocurre en el momento preciso. Qué acierto.

En la cama, la profesora sólo ha dejado una huella tibia que se enfría lentamente. Ahí ha quedado su madre que aún no despierta. La niña malagradecida deja olvidada a su fiel compañera de tantos años. Al teléfono el hombre exige que se le abra el portal. Erika se agarra al auricular del teléfono. No contaba con que la familiaridad llegara a estos extremos. De hecho, esperaba oír palabras dulces en las que se le hablara de deseos nocturnos y de la ansiedad de poder estar juntos muy pronto, quizá mañana a las tres en tal o tal cafetería. Erika esperaba que el hombre le hablara de planes bien meditados para construir un nido. ¡Mañana y en los próximos días lo estudiarán! Discutirán si la relación durará eternamente y después darán comienzo a la relación. El hombre disfruta, a él no le gusta esperar; en las mismas circunstancias, la mujer construye edificios para la eternidad porque, en su caso, ella siente una conmoción enorme y amenazante para toda su existencia. Aquel espacio engorroso: la mujer y su mundo emocional. La mujer comienza de inmediato a fabricar un entorno complicado, como el de un nido de avispas, para instalarse en él y, después, una vez que ha empezado a construir, resulta imposible desprenderse de ella: es lo que Walter Klemmer teme en términos muy generales. Está nuevamente junto al portal y espera que se le abra, y Erika debería acudir rápido, en su propio beneficio. ¡Ahora o nunca!, piensa Erika tan segura de sí misma como siempre y va en busca del manojo de llaves. La madre sigue durmiendo. Durante el sueño no hay nada capaz de entrar en su cerebro, porque ella ya tiene su casa y su hija. Cualquier tipo de planes le parece innecesario. En ese mismo instante la hija espera recibir el premio por el disciplinado trabajo de muchos años. Ha merecido la pena. Pocas mujeres cuentan con llegar a conseguir a aquel que realmente quieren, la mayoría se quedan con el primero, con el más insignificante. Erika ha elegido al último, y éste resulta ser realmente el mejor de todos. ¡Nadie lo supera! Inevitablemente la mujer piensa en cifras y valores equivalentes. Ella piensa que se lo merece por los buenos servicios prestados en el campo de las artes. Si la voluntad masculina incluso puede llegar a alejarla de una madre tan probada como la suya, la empresa tiene buenas expectativas, así que adelante, yo estoy de acuerdo. El estudiante está a punto de concluir sus estudios, además, ella gana dinero. La diferencia de edad es irrelevante, ella lo decide por los dos.

Erika abre el portal y se entrega confiada a los brazos del hombre. Bromea que está en su poder. Insiste en que querría que lo de la estúpida carta no hubiese ocurrido, pero lo hecho, hecho está. La desgracia ya sobrevino, pero ella la reparará, querido. Para qué queremos cartas si nos conocemos hasta en lo más íntimo y recóndito. ¡Compartimos el espacio de nuestros más delicados pensamientos! Y nuestros pensamientos nos alimentan con su miel. Erika Kohut, que por ningún motivo quisiera recordarle al hombre su fracaso físico, dice: ¡entra, por favor! Walter Klemmer, que querría dar por no ocurrido su fracaso físico, entra en la casa. Tiene una gran oferta a su disposición, y la variedad lo halaga. ¡Hoy se servirá sin consultar! Le dice a Erika: para que nos entendamos en la partida. Nada peor que una mujer que quiere reescribir la Historia de la Creación. Ese tema caricaturesco. Klemmer es un tema para una novela. Él disfruta de sí mismo y, en ese sentido, jamás se vanagloria. Por el contrario, disfruta su frialdad como un trozo de hielo en la boca. Tomar libremente posesión de algo significa poder partir cuando lo desee. La propiedad queda atrás esperando. Muy pronto dejará atrás el capítulo de esta mujer, de eso está seguro. En su momento, la mujer rechazó la oferta seria de reciprocidad de sentimientos que él hizo. Ahora ya es demasiado tarde. Ahora yo impongo las condiciones, es lo que Klemmer dispone. Dos veces no se reirán de él, K. lo promete por su honor. En tono amenazante le pregunta por quién lo ha tomado. La pregunta no lo lleva más adelante, por mucho que la repita.

Walter Klemmer empuja a la mujer al interior del apartamento. La consecuencia es una discusión apagada, porque ella no se lo tolera. Para ella las discusiones suelen tener un carácter preventivo. En medio del altercado, Erika le echa en cara al hombre que la ha empujado en su propia casa, donde él no es más que una visita. Pero enseguida decide que ha de quitarse esa mala costumbre: refunfuñar constantemente. Tengo mucho que aprender, dice con modestia. Incluso presenta sus excusas; las trae entre sus garras y las pone a los pies del hombre como una presa que aún chorrea sangre. No quiere estropearlo todo antes de empezar, piensa para sí. Lamenta haber cometido muchos errores nada más comenzar. Todo comienzo es difícil y con ello Erika demuestra la importancia que tiene un buen comienzo. Dubitativa, la madre despierta poco a poco a causa del estridente campanilleo de unas palabras que han llegado hasta sus oídos. La madre tiene la ambición de gobernar. ¿Quién habla aquí en medio de la noche como si fuera de día y, como si fuera poco, en mi propia casa y con mi propia hija? El hombre reacciona con un gesto amenazante. Las dos mujeres se preparan para dar un contragolpe en forma de una onda explosiva que se expanda en dirección al hombre. En un abrir y cerrar de ojos y sin saber cómo, Erika recibe una bofetada en plena cara. Sí, no hay error, el golpe fue aplicado por el hombre Klemmer, y ¡con absoluto éxito! Atónita se lleva la mano a la mejilla sin decir una palabra. La madre está alelada. La única que puede dar golpes aquí es ella. Pasados unos instantes, en vista de que Klemmer no dice nada, Erika le grita ¡que salga de su casa inmediatamente! La madre lo corrobora y enseguida vuelve la espalda. Con ello demuestra que el espectáculo le repugna. En voz baja, con un tono casi inaudible, Klemmer le pregunta a Erika: no te lo habías imaginado así, ¿no es verdad? La madre está sorprendida de que haga falta una disputa para que el hombre desaparezca de sus vidas. Pero a ella no le interesa nada de lo que dicen, asegura dirigiéndose al vacío. Todavía nadie ha levantado la voz como para dar motivo de quejas. Y ya cae un segundo golpe, esta vez en la otra mejilla de la señora Erika. No es precisamente un amable encuentro de cuerpo a cuerpo. Erika lloriquea en voz baja por consideración con los vecinos. La madre da un respingo y se percata de que, en el interior de su propia casa, su hija está siendo degradada a la categoría de una especie de aparato de deporte por este hombre. Indignada advierte que se está dañando la propiedad ajena, en este caso, ¡su propiedad! La madre concluye: ¡váyase de inmediato!, ¡tan rápido como sus pies se lo permitan!

Como una herramienta, el hombre abraza mecánicamente a la hija de esta madre. Erika todavía se siente medio atontada por el sueño y no entiende cómo es posible que el amor sea tan mal recompensado, su amor. Por nuestros trabajos siempre esperamos una gratificación. Creemos que los trabajos de otros no necesitan ser remunerados, siempre esperamos poder conseguirlos a mejor precio. La madre se dispone a dar otros pasos, entre los que también piensa recurrir a la policía. De ahí que reciba un contundente empujón que la lanza a su habitación y cae bruscamente de espaldas al suelo. Y de paso Klemmer le dice lo que piensa, ¡que no es ella con quien él quiere hablar! La madre ve que la situación la supera. Hasta ahora era ella quien controlaba todos los derechos de decisión. Klemmer asegura, tenemos tiempo, si viene a cuento, toda la noche. Erika ya no se estira como una flor hacia la luz. Klemmer le pregunta si era esto lo que ella se había imaginado. Hinchando la voz como una sirena responde que no. Como un escarabajo que ha quedado patas arriba, la madre consigue sentarse a duras penas y sentencia al estudiante a cosas terribles, en las que ella jugará un papel decisivo. Si la situación va a peor, ella recurrirá a la ayuda de terceros, jura la vieja y santa mujer. Y tendrá que lamentarse de haberle hecho eso a una mujer que merece cuidados y que, en principio, podría incluso ser madre. ¡Que piense en su madre! Siente piedad por ella, que lo tuvo que parir. Entre palabra y palabra la madre ha ido ganando terreno en dirección a la puerta, pero otro empujón la dispara hacia atrás. Para esto, Walter K. debe desprenderse un instante de su Erika. La habitación queda bajo llave, con la madre encerrada entre sus cuatro paredes. Por lo demás, como castigo, con la llave de la alcoba aísla a la hija, por si viniera a cuento. Excluida, piensa la madre aún bajo los efectos del golpe y arañando la puerta. La madre gimotea y amenaza terriblemente, Klemmer se siente crecer ante la resistencia. La mujer: un peligro para el deportista ante competencias difíciles. Sus deseos chocan con los de Erika. Erika moquea, así no es como yo me lo había imaginado. Hace el comentario que suele hacer el público en el teatro: ¡esperaba otra cosa! Por una parte, Erika se siente arrollada por su propia carne, por otra, por la violencia ajena, provocada por un amor rechazado.

Erika espera que ahora él al menos se excuse o incluso más, pero no. Está satisfecha de que la madre no pueda seguir inmiscuyéndose. Por fin lo privado podrá ser resuelto en privado. En esos momentos, ¿quién piensa en madres y amores de madre, excepto aquel que quiere hacer un niño? En Klemmer habla el hombre. Erika intenta incitar la voluntad del hombre a través de una calculada aunque discretísima desnudez. Sus ruegos llegan hasta el punto en que las astillas ya hayan ardido y sea necesario echar al fuego un buen tronco del árbol del deseo. Una vez más es golpeada en la cara, a pesar de que ella dice: por favor, ¡no en la cabeza! Oye algo acerca de su edad, que llega cuando menos a los treinta y cinco, quiéralo o no. Comienza a entristecerse por la falta de interés sexual que él manifiesta. Sus pupilas se enturbian más y más. Klemmer está encantado; por fin le llegan los beneficios del odio. La realidad se le presenta tan nítida como un nublado día de finales del verano. Sólo el engaño de sí mismo ha podido llevarlo a que durante tanto tiempo haya interpretado como amor este odio maravilloso. Largo tiempo disfrutó con este manto amoroso, pero ahora ha caído. La mujer ahí en el suelo cree que una buena parte de lo que está ocurriendo es consecuencia de ansias pasionales, y su comportamiento sólo podría explicarse en cierta medida en función de la pasión. Eso es lo que Erika había oído alguna vez. Pero ya basta, cariño. ¡Entreguémonos a algo mejor! Querría quitar el dolor del repertorio del amor. Ahora lo ha sentido en su propio cuerpo y le pide volver atrás, a la versión normal de las prácticas amorosas. Acerquémonos uno al otro con comprensión. Walter Klemmer toma violentamente en sus manos a la mujer que ahora dice haber cambiado de opinión. Por favor, no más golpes. Ahora mis ideales apuntan en dirección a la reciprocidad de los sentimientos, pero Erika modifica demasiado tarde sus puntos de vista. Expone nuevas ideas sobre sí misma, que como mujer necesita mucho calor y atenciones; entre tanto se lleva la mano a la boca, que le sangra en un extremo. Es un ideal imposible, responde el hombre. Sólo está esperando que la mujer se retire un poco para volver a atacar. Lo mueve el instinto del cazador. Es el instinto de uno que practica deportes acuáticos, del técnico, que lo alerta contra los lugares poco profundos o con rocas. Escapa tan pronto como la mujer lo busca. Erika le implora que muestre su lado bueno. Pero él ha comenzado a saber lo que es la libertad.

Con el puño derecho Walter Klemmer golpea a Erika en el estómago, ni muy fuerte ni muy suave. Es suficiente para que vuelva a caer después de que había conseguido ponerse de pie. Erika se dobla con las manos sobre el vientre. Es el estómago. Él hombre lo ha hecho sin el menor esfuerzo. No es que él se desdoble, por el contrario, jamás había estado tan satisfecho consigo mismo. Se burla, bueno, ¿y?, ¿dónde están las cuerdas y las sogas?, ¿y las cadenas? Distinguida señora, yo no hago más que cumplir órdenes. Ahora no te ayudan ni las mordazas ni las correas. Klemmer se ríe mientras provoca los mismos efectos que las mordazas y las correas, pero sin recurrir de hecho a esos accesorios. Obnubilada por el licor, la madre machaca la puerta como si fuera un tambor y no llega a comprender cómo ha podido ocurrirle esto y no sabe qué hacer. También la pone nerviosa no saber qué ocurre con la hija. Pero una madre ve incluso sin mirar. Ella nunca respetó la libertad de su hija y ahora es otro el que abusa de esa libertad. A partir de hoy redoblaré mis cuidados en ese sentido, promete la madre deseando que el joven deje alguna sobra que merezca la pena cuidar. Ahora que por fin había enderezado a la niña, viene éste y la quiebra. La madre descansa un momento.

A ratos Klemmer se burla de la carne que doblega, ¡pero que a tu edad ya está tan dura como la línea del tren! Entre sollozos Erika le ruega que piense en lo que han vivido y sufrido juntos en las clases. ¿No recuerdas nuestras diferencias acerca de las sonatas? Él se burla de aquellos hombres que les permiten todo a las mujeres. Él no se cuenta entre ésos, y ella ha estirado demasiado la cuerda. Ella es una persona que estira demasiado la cuerda; bueno, ¿y?, ¿dónde están los látigos y las cuerdas? Klemmer la pone ante la alternativa: yo o tú. Su decisión es: yo. Pero en mi odio renaces; el hombre se consuela y le dice su opinión a todo volumen. Mientras la maltrata a la altura de la cabeza, que ella apenas puede protegerse con los brazos, le tira un hueso para que mordisquee: si no fueras una víctima, ¡no podría tratarte como tal! La golpea y al mismo tiempo le pregunta: ¿qué ocurrirá ahora con su deliciosa carta? No cabe una respuesta.

Al otro lado de la puerta, la madre teme que ocurra lo peor en su zoológico particular. Erika menciona llorando todos los gestos de bondad que ha tenido con el alumno, el incansable empeño por formar su gusto musical y por conducirlo hacia un perfeccionamiento en el ámbito de la música. Erika alude entre sollozos a las bondades con que lo ha obsequiado su amor, lo que con esfuerzo le ha dado como hombre y como alumno. Intenta recuperar el dominio de la situación, pero la violencia desnuda se lo impide. El hombre es más fuerte. Erika le echa en cara que él sólo consigue dominarla por la simple fuerza física, y recibe una doble y triple tanda de golpes.

En su odio, Klemmer de pronto ve crecer como un árbol a la mujer. Este árbol ha de ser podado y debe recibir su merecido. Las bofetadas suenan apagadas en su cara; detrás de la puerta, la madre no sabe qué ocurre, pero también llora desesperada y una vez más acude al bar casero, que en el curso de la noche ha sufrido numerosos asaltos. Pero ya no habla de pedir auxilio. El teléfono está fuera de su alcance en la antesala.

Klemmer insulta a Erika a causa de su edad; una mujer como ella no tiene nada que esperar de él en cuestiones de amor. En ese sentido, él no ha hecho más que simular, ha sido un experimento científico; Klemmer niega toda intención honesta. Y, dónde quedan tus famosas cuerdas, lanza un tajo al aire como si intentara cortarlo con una hoja de afeitar. Que se busque gente de su edad o incluso mayores, le sugiere propinándole un golpe. En las relaciones de pareja, el hombre suele ser mayor que la mujer. Klemmer golpea sin fijarse dónde. Esta ira no ha buscado una excusa en perjuicios o daños, por el contrario. La ira se ha ido formando poco a poco, pero de forma consistente, como consecuencia de un enamoramiento. Después de examinarlo largamente, Erika le dio al hombre muestras de su amor y, he ahí lo qué ocurre…

Para poder seguir adelante tanto en la vida como en el amor ha de aplastar a la mujer que hasta se ha reído de él, cuando aún lo dominaba. Lo creyó capaz e incluso le exigió que la encadenara, la amordazara y la violara; ahora recibe su merecido. Grita, grita todo lo que quieras, exclama Klemmer. La mujer llora a gritos. La madre de la mujer también llora. A pesar de que no sabe muy bien por qué. Sangrando un poco, Erika se dobla hasta quedar en posición fetal, y la destrucción sigue adelante. El hombre ve en Erika a muchas otras que ya hacía tiempo quería quitarse del camino. Le dispara a la cara que él aún es joven. Yo tengo toda la vida por delante, es más, ¡ahora las cosas comienzan a ponerse atractivas! Al concluir los estudios me tomaré unas largas vacaciones, viajaré al extranjero, le tira el anzuelo y lo quita de inmediato: ¡solo! Desde luego que no puede decirse de ti que seas joven, Erika, ¿no es verdad? Él es joven; ella es vieja. Él es hombre; ella es mujer. Erika está tirada en el suelo y Walter Klemmer, con todas sus ganas, le da un puntapié en las costillas. Dosifica la fuerza para no quebrar nada. Al menos sobre su cuerpo siempre ha tenido control. Walter Klemmer pasa por encima de Erika para alcanzar la libertad. Ella lo provocó en la medida en que quiso dominarlo a él y sus deseos. Aquí tiene las consecuencias. Tiene impresiones e intuiciones sombrías con respecto a esta mujer. Ahora ella censura su odio, pero únicamente porque sufre las consecuencias en su propio cuerpo. Lanza un chillido y le formula ruegos sin orden ninguno. La madre oye el chillido y se suma en medio de su rabia aletargada. Quizá el hombre no le deje nada sobre lo que ella pueda gobernar. Además, la madre tiene un terror animal de que le ocurra algo a la hija. Siente el impulso de dar puntapiés contra la puerta y de lanzar gritos amenazantes, pero la puerta cede aún menos de lo que hace ya tantos años cedía el capricho de la niña. Los temores que manifiesta la madre no se entienden con claridad porque la puerta los detiene. La madre chilla cosas terribles que dicen relación con el asalto violento de una casa. Le recuerda a la hija las profecías que ella había hecho acerca del amor de los hombres, pero la hija no la oye. La hija llora desconsoladamente y recibe un puntapié en el vientre. El comportamiento de Klemmer merece el más absoluto rechazo femenino. Y Klemmer disfruta desdeñando esta censura. El hombre quiere borrar lo que Erika había llegado a ser y no lo consigue. Te lo imploro, dice ella rogando. Detrás de la puerta, la madre teme que su niña se deje ofender y humillar por temor al hombre. A ello se añade el daño físico. La madre está preocupada por el marchito fruto de su vientre. Ruega a Dios y a su Hijo. Debido a que la pérdida podría ser definitiva, la madre se desespera ante la posibilidad de quedarse sin su hija. Los largos años de esmerado adiestramiento habrían sido en vano. El hombre la entrenaría para que realizara otro tipo de piruetas. Ella preparará un té tan pronto la dejen salir, en caso de que alguien tenga deseos de tomar té. Con voz de falsete habla de ¡venganza!, y de ¡denuncia policial! Erika lloriquea a causa del abismo amoroso. Los deseos que manifestó por escrito le parecieron demasiado frívolos al hombre, dice él. Demasiado humillante su fracaso, dice. Jamás había andado tanto tiempo en público ufanándose y sintiendo que era la mejor. Pero su éxito es irrelevante. Y ya es demasiado tarde.

Erika está tirada en el suelo. Hasta aquí ha venido a dar la alfombra de la antesala. Ella dice: ten piedad de mí. La carta no es motivo para tanto castigo. Klemmer se siente desatado; Erika no está encadenada. El hombre la golpea desaprensivo y pregunta jadeando: bueno, y ¿dónde queda la carta? Esto es lo que te has ganado. Orgulloso le dice que, como puede ver, las cadenas no eran necesarias. Le pregunta si acaso en ese momento la carta le serviría de algo. ¡Esto es lo que te has ganado! Golpeándola con poco entusiasmo, Klemmer le demuestra a la mujer que eso, y nada más que eso, era lo que ella quería. Erika lo contradice llorando que no era así como ella se lo había imaginado, sino de otra manera. Entonces, la próxima vez tendrás que expresarte con más claridad, responde el hombre, y sigue golpeándola. Con una tanda de puntapiés le demuestra que: yo soy una ecuación simple. Y no me avergüenzo de ello. Me hago cargo. Le advierte a la mujer que ha de tomarlo tal como soy. Soy tal como soy. Erika siente que el puntapié le ha astillado el hueso nasal y una costilla. Oculta la cara con las manos y Klemmer le dice que le da la razón. Esa cara no tiene nada de particular, ¿no es cierto? Las hay más bellas, dice el especialista, y espera que la mujer responda que también las hay más feas. El camisón de dormir se le ha desprendido parcialmente y Klemmer piensa en la posibilidad de una violación. Pero, con el propósito de manifestar su desprecio por los atractivos del sexo femenino, dice: primero tengo que beber un vaso de agua. Le da a entender a Erika que, para él, ella ofrece menos atractivos que, para un oso, un árbol hueco con un panal de abejas. Erika jamás le llamó la atención por su belleza, sino por sus capacidades musicales. Y ahora puede esperarse tranquilamente unos cuantos minutos. He resuelto el asunto a mi manera, decide para sus adentros el futuro técnico. La madre profiere juramentos. Erika preferiría huir. Pero sus habilidades no están en la acción, sino en el pensamiento. Se le escapan las ideas y, por lo demás, jamás se ha destacado por su coherencia.

En la cocina, el agua corre un buen rato; al hombre le gusta que esté fría. Tiene muy claro que su comportamiento puede acarrearle consecuencias. Las asume como hombre. El agua tiene un gusto desagradable. Pero también ella sufrirá las consecuencias, piensa, y ya se siente más complacido. Desde luego que a partir de ahora se acabaron las clases de piano, en cambio, al fin podrá dedicarse con todas sus fuerzas al deporte. Ninguno de los presentes está particularmente a gusto. Pero las cosas han de seguir su curso. Nadie busca una reconciliación. En parte la culpa es tuya, tienes que reconocerlo, Klemmer acusa a la mujer. No se puede provocar a tal extremo a alguien y después quedarse como si no ocurriera nada. Cuando uno se siente tan a gusto, no debe ufanarse de ello y dejar la verja abierta. Klemmer da una feroz patada contra la puertecilla de un armario misterioso y de contenido desconocido; ésta se abre de golpe y deja delante de sus narices un basurero con una bolsa de plástico. La violencia del golpe ha provocado que la basura caiga por los suelos y se reparta por toda la cocina. Lo que hay son sobre todo huesos. En la cacerola, carne quemada. Involuntariamente Klemmer se ríe del espectáculo. Fuera, la mujer siente que esta risa la hiere. Ella hace una proposición: por favor, discutámoslo todo. Asume públicamente una parte de la culpa. Mientras él siga aquí hay esperanzas. Pero, por favor, no te vayas. Quiere levantarse, pero no puede y vuelve a caerse. La madre grita detrás de una barricada que no ha construido ella y le pregunta a la hija: ¿cómo estás? La hija le responde: gracias, más o menos. Todo se aclarará. La hija le pide al hombre que deje salir a su madre. Llamando a la madre se arrastra hasta la puerta y la madre grita repetidamente el nombre de Erika desde el otro lado de la puerta. Y en el mismo instante la madre suelta una maldición, fiel a sus maneras. Klemmer se siente fortalecido por el agua fría. Erika casi ha llegado a la puerta de su madre, pero el alumno la tira hacia atrás de un golpe; Una vez más ella le ruega: por favor, no en la cabeza ni en las manos. Klemmer le explica que él no puede salir a la calle en esas condiciones; no conseguiría más que asustar a la gente. Por su culpa ha llegado a este estado, sé cariñosa conmigo, Erika. Por favor. Se abalanza a toda marcha sobre ella. Le babosea la cara y le pide cariño. ¿Quién puede darlo con más generosidad y de forma más incondicional que una mujer que ama? Mientras pide cariño se descubre bajándose la cremallera. Pidiendo amor y comprensión, penetra rápida y decididamente en la mujer. Ahora exige su ración de cariño, un derecho que cualquiera tiene, incluso el peor. Klemmer, el terrible, taladra a la mujer. Espera oír el jadeo de placer de ella. Erika no siente nada. No emite ningún sonido. No ocurre nada. Es muy tarde o quizá todavía sea muy temprano. La mujer pone en evidencia que obviamente está siendo víctima de un engaño porque no siente nada. En esencia, el amor es aniquilación. Ella ansia que Klemmer desee que ella lo ame. Klemmer abofetea a Erika para que jadee. Da igual por qué jadee. Erika busca el deseo, pero no desea nada ni siente nada. Por eso le pide al hombre ¡que termine rápido! Comienza a darle golpes fuertes con la mano abierta y sigue pidiendo cariño; se inicia una carrera de violencia. Una angustiosa expedición de alta montaña. La mujer no se entrega voluntariamente, pero Klemmer, el hombre, desea que ella se ofrezca a sí misma en trozos bien servidos. No tiene necesidad de obligar a una mujer. Le grita ¡que lo reciba gustosa! Ve su rostro inexpresivo, al que su presencia no le imprime otro sello que el del dolor. Acaso eso significa que te da lo mismo si me voy, pregunta Klemmer mientras la golpea. Klemmer le ofrece a esta mujer lo mejor de sí para que al fin se libere de su codicia. De una vez por todas, según amenaza. Erika llora, que la deje, me haces daño. Por simple inercia o pereza, Klemmer no puede desprenderse de la mujer antes de acabar. Le ruega: ámame, la moja con su saliva y la golpea. Se mueve hasta enrojecer y pone su cabeza junto a la de ella. La madre pide que las cosas acaben ya. Golpea contra la puerta al ritmo de una ametralladora. Dispara una ráfaga sin pensar en los vecinos. Klemmer aumenta la velocidad, que entre tanto llega a niveles muy altos. No yerra el tiro, da en el blanco perfecto. El maestro del deporte ha cumplido con su tarea. Enseguida se limpia rápidamente con un pañuelo de papel y lo tira al suelo junto a Erika. Le advierte que no debe comentarlo con nadie. Por su propio bien. Se excusa por su comportamiento. Se justifica diciendo que algo se apoderó de él. Cosas que le ocurren a uno. Le promete cualquier cosa a Erika, que sigue tirada en el suelo. Y ahora, lamentablemente, tengo prisa; a su manera, el hombre exige que lo perdone. Ahora, lamentablemente, me tengo que ir; el hombre, nuevamente a su manera, le jura amor y admiración a la mujer. Si tan sólo tuviera una rosa roja se la regalaría a Erika, sin más. Se despide algo confuso, bueno pues, adiós, y en la mesita de la antesala busca el manojo de llaves donde está la llave del portal. No es bueno que dos mujeres vivan solas, le dice finalmente a manera de auxilio. Y una vez más tensa las riendas. ¡Que medite con tranquilidad lo de la distancia generacional! Klemmer le sugiere a Erika que se junte con gente; si no sale con él, al menos que salga sola. Se ofrece para acompañarla a asistir a espectáculos, pero sabe que jamás iría con Erika. Y agrega: muy bien, lo dicho. Acaso volvería a intentar lo mismo con otro hombre, le pregunta interesado. Él mismo se da una respuesta lógica: no, gracias. En palabras de Goethe, dibuja la silueta del diablo sobre el muro; una vez que se invoca a los espíritus, ya no es posible desprenderse de ellos, y se ríe. Sólo puede reírse: ya ves, así son las cosas. Y le aconseja: ¡cuidado! Que ponga un disco y se tranquilice. Él no se despide a la francesa, y ya se ha despedido varias veces en voz alta. Le pregunta si necesita algo y él mismo se responde: ¡ya pasará! Hasta que te cases, todo estará bien, dice Klemmer mirando al futuro con sabiduría popular. También esta vez ha de irse a casa sin recibir un beso, pero en cambio él ha besado. No se va sin premio. Se lo ha tomado con sus propias manos. Y también la mujer ha recibido su merecido. El que no quiere es porque ya tiene; de esa forma reacciona Klemmer frente a Erika en vista de que ella no ha mostrado ninguna reacción física frente a él. Baja las escaleras a saltos, abre el portal y tira el manojo de llaves hacia el interior. Los inquilinos quedan a la buena de Dios en un edificio sin cerrar. Klemmer emprende su camino. Mientras camina decide que, desenfadado y arrogante, mirará a la cara a la gente que encuentre por la calle, en caso de que aparezca alguien a esta hora. Se propone encarnar la viva imagen de la provocación y quemar las naves detrás de sí. Se ejercita en las barras de la conciencia; las dos mujeres no perderán ni una sola palabra sobre lo ocurrido, en su propio interés. Por un instante hace cálculos sobre eventuales gastos e intereses. Ya no circulan coches, y, si los hubiera, con un buen reflejo juvenil saltará rápidamente hacia un lado. Joven y ágil, además, ¡Klemmer está dispuesto a enfrentarse con cualquiera! Dice: ¡hoy podría arrancar los árboles desde la raíz! Se siente tranquilizado, porque ahora está mucho mejor que antes. Mea contra un árbol. Se propone que su cerebro no dé cabida sino a pensamientos positivos; ése es el gran secreto de su éxito. Su cerebro es unidireccional. Utilizar una vez y desconectar. Se propone no volver a echarse encima pesos de ese calibre. Como provocación se va por el medio de la calle.

El nuevo día encuentra a Erika sola, pero atendida por su madre con compresas y esparadrapos. Erika bien habría podido comenzar el día en compañía del hombre. La mujer comienza el día en mal estado. Nadie acudirá a las instituciones del Estado para hacer arrestar a Walter Klemmer. Excepcionalmente la madre está callada. De vez en cuando lanza el balón, pero no da en la cesta porque la ha puesto muy alta a causa de la hija. En el curso de los años, la altura de la cesta ha ido aumentando. Ahora apenas la puede ver. La madre da a entender que la niña debería ver a más gente; así se encontraría con nuevas caras y nuevos muebles. A la edad de la hija, ¡ya va siendo hora! Con espíritu calculador, la madre le llama la atención a la niña, que permanece en silencio: siempre conmigo, una mujer vieja, tú, una joven temeraria. Pero, teniendo en cuenta lo poco que Erika sabe de la gente, según ha quedado en evidencia recientemente, quizá por segunda vez en un año se líe con quien no debe. La madre habla de lo que es bueno para Erika. El hecho de que Erika se dé cuenta es el primer paso para conocerse a sí misma. Hay muchos otros hombres; la madre, temerosa, la anima en vista de un futuro nebuloso. Erika calla sin enojo. La madre teme que Erika esté pensando, y no oculta sus temores. Quien no habla, podría pensar. La madre le exige que exponga sus pensamientos y no se encierre en sí misma. Lo que piense debe saberlo la madre para que esté informada. La madre barrunta los perjuicios del silencio. ¿La hija quizá cobije el deseo de la venganza? ¿Se atreverá a decir algo impropio?

Sale el sol detrás de un desierto polvoriento. Las fachadas de las casas quedan impregnadas de rojo. Los árboles se cubren de verde. Deciden hacer un aporte decorativo. De las plantas brotan botones como un aporte adicional. La gente comienza a moverse. El habla sale a borbotones de sus bocas.

Erika siente dolores por todas partes y, cuidadosa, evita hacer movimientos bruscos. Los vendajes no están muy bien hechos, pero, en cambio, sí llenos de cariño. La mañana podría inducir a Erika a buscar una razón por la que se ha cerrado al mundo durante todos estos años. ¡Para, un día, aparecer en toda su plenitud y superarlos a todos! Por qué no ahora. Hoy. Erika se pone un vestido viejo, de los tiempos ya pasados de la moda de los vestidos cortos; el vestido no es tan corto como otros que hubo en aquella época. Le queda demasiado estrecho y no cierra bien en la espalda. Está completamente pasado de moda. A la madre tampoco le gusta, es demasiado corto y demasiado estrecho. Desde luego que a la hija apenas le alcanza a cubrirse.

Erika irá por la calle y todos perderán el habla, bastará su sola presencia. El ministerio de asuntos exteriores de Erika lleva un vestido anticuado y más de alguien se dará la vuelta en tono burlón.

Como maniobra disuasoria, la madre sugiere una excursión, pero con esa vestimenta no me sales. La hija no la escucha. Animada, la madre va a buscar los mapas para las excursiones. Revuelve cajones polvorientos en los que ya había escarbado el padre; con el dedo sigue los senderos, señala metas, descubre merenderos. En la cocina, la hija guarda veladamente en su cartera un cuchillo cortante. Hasta ahora éste sólo ha visto y tocado animales muertos. La hija aún no sabe si cometerá un crimen o si se tirará al suelo a besar los pies de un hombre. Más adelante decidirá si lo pincha. O si acude a él con ruegos apasionados y serios. No escucha a la madre que describe en detalle las distintas rutas.

Erika espera al hombre que ha de venir a rogarle. Se sienta en silencio junto a la ventana y piensa si salir o quedarse. Primero decide quedarse. Quizá vaya mañana, decide. Mira hacia la calle y enseguida sale. Dentro de poco sé iniciarán las clases en el Politécnico; materia: Klemmer. En una ocasión se lo preguntó. En esa dirección la conducen las señales del amor. La melancolía es su consejera ciega.

Erika Kohut ha partido dejando atrás a la madre, que estudia cuáles podrían ser los móviles de Erika. Hace ya mucho que la madre sabe que el tiempo es una terrible planta devoradora, pero ¿no es inusualmente pronto para exponerse?

Por lo general, Erika comienza el día más tarde, de ese modo la erosión del día también comienza más tarde.

Tras cerciorarse de que el cuchillo tibio está en su cartera, Erika recorre a pie las calles en dirección a su destino. Ofrece un aspecto poco habitual, pensado como para que las personas la rehuyan. La gente no teme quedarse mirándola. Se dan vuelta y hacen comentarios. No callan su opinión. Con esa especie de minifalda, Erika aparece en toda su plenitud y compite cuerpo a cuerpo con la juventud. La juventud, que está a la vista por todas partes, se ríe abiertamente de la señora profesora. La juventud se ríe de Erika por su aspecto exterior. Erika se ríe de la juventud a causa de su interior sin verdaderos contenidos. Los ojos de un hombre apuntan hacia Erika; no debería llevar una falda tan corta. ¡Lo cierto es que sus piernas no son tan hermosas! La mujer avanza riéndose; el vestido no hace juego con sus piernas y sus piernas no hacen juego con el vestido, como diría un buen sastre que la aconsejara. Erika se eleva por encima de sí misma y de los demás. Siente desasosiego, ¿será capaz de enfrentarse a ese hombre? También en el centro de la ciudad la juventud se burla. Erika les devuelve abiertamente el sarcasmo. Todo lo que puede la juventud, Erika lo puede mucho mejor. Lleva más tiempo ejercitando. Atraviesa las plazas delante de las fachadas de los museos. Las palomas se echan a volar, ¡a causa de su ímpetu! Los turistas se quedan embobados mirando primero a la emperatriz María Teresa, enseguida a Erika y, después, nuevamente a la emperatriz. Se oye el aleteo. Los horarios están a la vista del público. Los tranvías que recorren la avenida de circunvalación se lanzan contra los semáforos. El polvillo centellea al sol. Detrás de la verja del jardín del palacio real, las madres inician sus paseos matinales. Tiran sobre los senderos de guijarros los letreros que indican prohibiciones. Desde su altura, las madres dejan caer gota a gota su veneno. La respuesta es un griterío a más y más volumen, un arma maravillosa. Por todos lados hay dos o más personas conversando. Encuentros de colegas; disputas entre amigos. Los automovilistas se dirigen a toda velocidad hacia el cruce frente a la Ópera, en tanto los peatones desaparecen de su vista; éstos están entre sí en un pasaje subterráneo, donde tienen que hacerse responsables de los daños que causan. Ahí no tienen a los automovilistas como chivo expiatorio. Hay algunos que ya vagan sin destino fijo. Los edificios en la avenida de circunvalación se tragan una tras otra a las personas que se ocupan de la exportación e importación. En la pastelería Aída, las madres miran el trabajo que, por su sexo, les corresponderá hacer a sus hijas. Valoran el empeño que ponen sus hijos en la escuela y en los deportes.

Erika Kohut lleva la mano hacia un cuchillo que ha ido a dar a su cartera. ¿Participará del viaje este cuchillo o acabará Erika haciendo una peregrinación a Canosa para pedir el perdón masculino? Todavía no lo sabe y lo decidirá en el último instante. Por ahora el cuchillo sigue siendo el favorito. ¡Que baile! La mujer se dirige hacia el edificio de la Secesión y levanta la cabeza en dirección a la cúpula con sus escamas. Abajo, un conocido artista de la ciudad muestra lo que fue el arte del pasado, ya que en la actualidad el arte no tiene posibilidades de existencia. Desde aquí, en la distancia se alcanza a ver la técnica, el polo opuesto del arte. Erika sólo tiene que recorrer el pasaje bajo el cruce y atravesar el parque Ressel. Hay algo de viento. Ya se oyen voces de jóvenes ávidos de conocimientos. Las miradas rozan a Erika y ella las enfrenta. Por fin consigo que las miradas me rocen, piensa Erika satisfecha. Durante años y años había eludido ese tipo de miradas en tanto permanecía en casa. Pero algo que ha resistido al tiempo salta a la vista de forma tanto más punzante. Erika no se enfrenta inerme a las miradas, mi buen cuchillo. Alguien ríe. No todos ríen tan fuerte. La mayoría no ríe. No ríen porque no se ven más que a sí mismos. No ven a Erika.

Grupos de gente joven se separan de la corriente principal. Algunos forman grupos de choque y otros quedan en la retaguardia. Jóvenes entusiastas que se empeñan por vivir nuevas experiencias. Constantemente hablan de ello. Algunos quieren vivir experiencias consigo mismos, pero también los hay que las prefieren con otros, hay para todos los gustos.

Delante de la fachada del politécnico, columnas con metálicas cabezas masculinas de científicos famosos que han fabricado bombas y embalses.

Como una tortuga se levanta la iglesia de San Carlos en un entorno árido, en el que al menos no la amenazan los gases de los coches. El agua brota alegre por todos lados. Nuevamente sólo piedra al salir del parque Ressel, que intenta ser un verde oasis. También se podría tomar el metro, si se quisiera.

Erika Kohut descubre a Walter Klemmer en medio de un grupo de compañeros que poseen los más diversos niveles de conocimientos; todos ríen. Pero no se ríen de Erika, ni siquiera la han visto. Es evidente que Walter Klemmer hoy no ha hecho novillos. La última noche no le ha exigido más descanso que cualquiera de las anteriores. Erika ve a tres jóvenes y una chica que, por lo visto, también estudia algo técnico, con lo cual representa una verdadera novedad técnica. Walter Klemmer deja descansar alegremente su brazo sobre los hombros de la muchacha. Ella ríe a gran volumen y lleva su cabeza rubia hacia el cuello de Klemmer, sobre el que a su vez también reposa una cabeza rubia. De tanto reírse, la muchacha es incapaz de sostenerse de pie, según lo pone de manifiesto con el lenguaje corporal. La chica tiene que apoyarse en Klemmer. Los demás siguen el juego. También Walter Klemmer ríe desenfadado y se sacude el cabello. El sol lo abraza. La luz juega con él. Klemmer sigue riendo a todo pulmón y lo mismo hacen los demás. Qué ocurre, por qué tantas risas, pregunta uno que acaba de llegar e inmediatamente participa de las risas. Se contagia. Le explican algo entre ataques de risa y sólo entonces sabe de qué se ha reído.

Supera a los demás, para recuperar la risa que le faltaba. Erika Kohut está de pie y mira. Observa. Es pleno día y Erika mira. Una vez que el grupo ya se ha reído a su gusto, se dirige hacia el edificio del politécnico. Cada par de pasos se detienen para seguir riendo. Se interrumpen unos a otros con sus risas.

Las ventanas reflejan la luz. Sus hojas no se abren para esta mujer. No se abren para cualquiera. No aparece ningún individuo bondadoso, aunque lo busque. Muchos querrían ayudar, pero nadie lo hace. La mujer estira el cuello hacia un lado y enseña la dentadura, como si se tratara de un caballo enfermo. Nadie la apoya con la mano, nadie la ayuda a cargar con su peso. Mira débilmente por encima del hombro hacia atrás. ¡El cuchillo ha de llegarle hasta el corazón! Le flaquean las fuerzas que necesitaría, su mirada se pierde y, sin un impulso de enojo o de ira o de pasión, Erika Kohut se hiere en un punto del hombro y comienza a sangrar. La herida no es grave, pero no debe entrarle suciedad ni infectarse. El mundo, que no está herido, no se detiene. Los jóvenes han desaparecido en el edificio, probablemente estarán ahí durante mucho tiempo. Un edificio linda con el siguiente. El cuchillo vuelve a la cartera. En el hombro de Erika se ha abierto un tajo; el delicado tejido se ha rasgado sin oponer resistencia. El acero penetró, y Erika se va. No toma locomoción colectiva. Se pone la mano sobre la herida. Nadie la sigue. Son muchos los que vienen en dirección contraria y le hacen el quite, como el agua al llegar a un barco encallado. No siente ninguno de los dolores terribles que esperaría sobreviniesen en cualquier momento. Alguien abre la ventanilla de un coche.

En la espalda, Erika siente un calorcillo en el lugar en que la cremallera está parcialmente abierta. La espalda recibe el calor del sol, que es más y más fuerte. Erika camina y camina. El sol le calienta la espalda. Le brota la sangre. La gente la mira de los hombros a la cara. Incluso se dan vuelta para mirarla. No todos lo hacen. Erika sabe en qué dirección tiene que caminar. Va a casa. Camina y poco a poco acelera el paso.