I
Como un ciclón, la profesora de piano Erika Kohut entra atropelladamente en la casa que comparte con su madre. La madre suele llamar a Erika su pequeño torbellino, porque los movimientos de la niña son a veces de una rapidez extremada. Intenta escabullirse de la madre. Erika se acerca al final de la treintena. Por edad, la madre podría fácilmente ser su abuela. Erika había venido al mundo después de muchos años de duro matrimonio. El padre había cedido de inmediato el bastón de mando a la hija y había desaparecido del escenario. Erika aparece, él desaparece. Hoy, Erika ha llegado a ser hábil por necesidad. Como una multitud de hojas otoñales, entra disparada en la casa e intenta llegar a su habitación sin ser vista. Pero la madre ya está ahí, muy grande delante de Erika, y la enfrenta. Contra la pared y a ver qué ocurre; es inquisidor y pelotón de fusilamiento a la vez, reconocida sin discusión como madre tanto en el Estado como en la familia. La madre inquiere por qué Erika llega a esta hora, tan tarde. Hace ya tres horas que el último estudiante partió a casa, cargando sobre sus espaldas el sarcasmo de Erika. ¿Crees tú, Erika, que no me enteraré de dónde has estado? Una niña ha de responderle a su madre sin que medie insistencia; pero su respuesta no merece crédito porque a la niña le gusta mentir. La madre aún espera, pero solo hasta contar uno, dos, tres.
Cuando ya va por el dos, la hija responde algo muy lejano de la verdad. La madre le arranca de las manos el portadocumentos repleto de partituras y ahí, sin más, descubre la triste respuesta a sus preguntas. Cuatro volúmenes de sonatas de Beethoven comparten indignadas el poco espacio con un vestido nuevo; salta a la vista que ha sido comprado recientemente. La madre estalla furiosa contra el vestido. Antes, en la tienda y colgado de la percha, el traje lucía atractivo, multicolor y suave; ahora yace tirado como un estropajo torpedeado por las miradas de la madre. ¡El dinero del vestido estaba destinado a la cuenta de ahorros! Ha sido malgastado prematuramente. Cuando hubiera querido habría podido solazarse con el vestido en forma de un depósito en la libreta de ahorros de la Caja Austriaca de la Construcción; bastaba con echar un vistazo al cajón de la ropa, donde la libreta de ahorros asomaba detrás de una pila de sábanas. Pero hoy fue sacada de paseo y se hizo un cobro. Ahí está el resultado: cada vez que quiera saber dónde ha quedado el buen dinero, Erika deberá ponerse el vestido. La madre grita: ¡así desperdicias un premio futuro! Habríamos llegado a tener una casa nueva, pero como no has sido capaz de esperar, te quedas con un andrajo que dentro de poco tiempo estará pasado de moda. La madre lo quiere todo para el futuro. Nada para ahora. Pero, eso sí, quiere tener a la niña constantemente al alcance de su mano y siempre quiere saber dónde la puede localizar por si surge una emergencia, en caso de que la madre sienta la amenaza de un infarto. La madre quiere ahorrar ahora para poder disfrutar después. Y a Erika no se le ocurre nada mejor que comprar un vestido; casi más perecible que una pizca de mayonesa en un panecillo con pescado. Este vestido estará pasado de moda no solo el próximo año, sino ya el próximo mes. El dinero, en cambio, nunca pasa de moda.
Los ahorros están destinados a un piso en un bloque de viviendas. El piso de alquiler en el que viven es ya tan viejo que no quedará más remedio que tirarlo. Juntas podrán elegir los armarios empotrados e incluso la distribución de los tabiques, ya que su piso está siendo edificado con un sistema de construcción completamente nuevo. Todo será hecho de acuerdo con los personalísimos gustos de cada uno. La madre, que no cobra más que una pequeña pensión, determina lo que debe pagar Erika. En el flamante piso, construido según el método del futuro, cada una tendrá su propio reino; Erika aquí, la madre ahí, un reino claramente separado del otro. También habrá una sala de estar común para la convivencia. Si se quiere. Pero, de acuerdo con su naturaleza, madre e hija querrán siempre, porque forman una unidad. Ya aquí, en esta pocilga que poco a poco se viene abajo, Erika tiene un propio reino donde es mangoneada a gusto. No es más que un reino provisorio, ya que la madre entra y sale cuando le da la gana. La puerta de Erika no tiene cerrojo y una niña no tiene secretos.
El espacio vital de Erika es su pequeña habitación; ahí puede hacer y deshacer. Nadie se lo impide, porque esa habitación es de su absoluta propiedad. El reino de la madre es todo el resto de la vivienda, porque el ama de casa que se preocupa de todo, ajetrea por todos los rincones, mientras Erika no hace más que disfrutar de las labores domésticas maternas. Erika nunca ha tenido que maltratarse trabajando en la casa, debido a que los detergentes dañan las manos de la pianista. Lo que a veces preocupa a la madre, durante los escasos respiros que se da, son sus múltiples pertenencias. No siempre es posible saber con precisión dónde se encuentra cada objeto. ¿Y dónde está ahora tal o cual huidiza pertenencia? ¿En qué cuarto se oculta sola o acompañada? Erika, igual que el mercurio, esa sustancia escurridiza, quizá se escape detrás de la puerta y haga alguna tontería. Pero la hija se halla cada día puntualmente en el lugar que le corresponde: en casa. Con frecuencia, la inquietud hace presa de la madre, porque todo propietario aprende ya desde un comienzo y con sufrimientos: la confianza es buena, pero ha de haber control. El principal problema de la madre consiste en fijar un lugar, ojalá inamovible, para cada una de sus pertenencias con el fin de que no se escapen. A este propósito sirve la televisión, que lleva a la casa hermosas imágenes, bellas costumbres, todo prefabricado y bien envuelto. Gracias a ella, Erika está casi siempre en casa, y si alguna vez sale, se sabe con certeza dónde anda revoloteando. Ocasionalmente, Erika va a algún concierto por la noche, pero lo hace cada vez menos. Se pasa el tiempo sentada frente al piano y se revuelve en su carrera pianística abandonada definitivamente hace ya mucho tiempo o se deja caer como un espíritu maligno sobre los ejercicios de alguno de sus alumnos. En caso de emergencia se la puede localizar allí. O, para su solaz, Erika se cita con colegas afines para hacer música de cámara y divertirse. También allí es posible llamarla. Erika lucha contra los lazos maternos y pide con insistencia que no la llame, pero la madre es indiferente ya que solo Ella determina los mandamientos. La madre también determina sobre la disponibilidad de la hija, lo cual conduce a que sean cada vez menos los que quieren ver o hablar con la hija. La profesión de Erika es al mismo tiempo su pasión: el poder celestial de la música. La música ocupa completamente el tiempo de Erika. Ahí no hay espacio para nada más. Nada es más grato que una representación musical ofrecida por intérpretes sobresalientes.
Cuando Erika acude a alguna cafetería, una vez al mes, la madre sabe a cuál ha ido y puede llamar. Hace uso indiscriminado de este derecho. Un andamio doméstico para la seguridad y el hábito.
Poco a poco, la existencia de Erika pierde flexibilidad. Se desmorona de inmediato, cada vez que la madre da un manotazo de autoridad. En esos casos, para mofa de los demás, Erika aparece sentada con los restos del cuello ortopédico de su existencia y debe acatar: tengo que irme a casa. A casa. Casi siempre está de camino a casa cuando alguien la encuentra por la calle.
La madre opina: La verdad es que me parece bien mi Erika tal como es. Probablemente no llegue más allá. Si solo yo, su madre, la hubiese tenido a mi cargo, habría podido llegar a ser una pianista que superaría las fronteras regionales, y sin dificultades, considerando sus aptitudes. Pero, contra la voluntad de la madre, una que otra vez, Erika estuvo sometida a la influencia de extraños; pretenciosos amores masculinos amenazaban con distraerla del estudio, superficialidades como el maquillaje y la ropa llamaban la atención de feas cabezotas; y la carrera termina antes de haber comenzado. Pero al menos se tiene algo seguro en la mano: el cargo de profesora de piano en el conservatorio de la ciudad de Viena. Y ni siquiera tuvo que hacer años de prácticas en otras dependencias, en alguna de las escuelas musicales de distrito, donde tantos han dejado su juventud, grisáceos, polvorientos, jorobados: séquito efímero del señor director.
Únicamente esta vanidad. La maldita vanidad. La vanidad de Erika preocupa a la madre y la irrita hasta no poderla soportar. La vanidad es lo único de lo que poco a poco Erika aún debería ser capaz de desprenderse. Mientras antes, mejor, porque en la vejez, que ya está a un paso, la vanidad es una carga muy pesada. ¡Y ya en sí la vejez es suficiente carga! ¡Esta Erika! ¿Acaso las grandes personalidades de la historia de la música fueron vanidosas? No lo fueron. Lo único de lo que Erika aún deberá prescindir es de la vanidad. Si para ello fuera necesario, la madre limará con aspereza todas las superficialidades que Erika conserve.
Por ello, hoy la madre intenta arrebatar el nuevo vestido de las manos agarrotadas de la hija, pero sus dedos están bien entrenados. ¡Suéltalo!, dice la madre, ¡entrégamelo! Tu codicia de exterioridades ha de ser castigada. Hasta ahora la vida te ha castigado ignorándote, ahora también tu madre te castiga ignorándote, aunque te acicalas y pintarrajeas como un payaso. ¡Entrégame el vestido!
De súbito Erika se dirige a su armario. Se apodera de Ella un sombrío recelo que ha visto confirmado en varias ocasiones. Por ejemplo, hoy nuevamente falta algo, el traje gris oscuro para el otoño. ¿Qué ha ocurrido? En el mismo momento en que Erika se percata de que falta algo, sabe quién es la responsable. Es la única persona que pudo hacerlo. ¡Cabrona!, ¡cabrona!; Erika da gritos furiosos a su superiora y se abalanza sobre la madre, agarrándose de su cabellera teñida de rubio oscuro, con raíces grisáceas. También el peluquero es caro y lo mejor es no recurrir a él. Erika le tiñe el pelo a su madre todos los meses con un pincel y Polycolor. Tironea de las greñas que Ella misma ha contribuido a embellecer. Las arranca con furia. La madre llora. Al final, Erika tiene las manos llenas de mechones de pelo y los mira enmudecida y con sorpresa. Como sea, la química ha debilitado la capacidad de resistencia de estos cabellos, pero tampoco la naturaleza habría podido hacer milagros. Por un momento, Erika no sabe qué hacer con ellos. Finalmente va a la cocina y tira a la basura las greñas entre rubias y descoloridas.
Con su cabellera castigada, la madre queda lloriqueando en el salón; es ahí donde Erika suele ofrecer conciertos privados en los que brilla como la mejor porque en este salón nadie jamás ha tocado el piano salvo ella. La madre aún sostiene el vestido nuevo en sus manos temblorosas. Si quiere venderlo, ha de ser pronto, porque esas amapolas del tamaño de una coliflor se llevarán únicamente un año y nunca más. La madre siente la cabeza dolorida precisamente donde le falta el cabello.
La hija vuelve al salón y llora como consecuencia de la alteración. Insulta a la madre, vulgar canalla, pero espera que enseguida se reconcilien. Con un beso cariñoso. La madre jura, se le ha de caer la mano a Erika porque le ha pegado y tirado el pelo a su mamaíta. Erika solloza con más y más fuerza y comienza a sentir remordimientos; la mamaíta, que se sacrifica en cuerpo y alma. Erika no tarda en lamentar todo lo que hace en contra de su madre, porque la quiere, Ella la conoce desde su más tierna infancia. Finalmente, como era de esperar, Erika se aplaca, pero llora con amargura. La madre cede de buena gana; no puede enfadarse seriamente con su hija. Bueno, ahora prepararé un café y lo tomaremos juntas. Durante la merienda, Erika siente aún más compasión por la madre y los últimos restos de ira desaparecen comiendo bizcocho. Busca las calvas en su cabellera. Pero no sabe qué decir, así como tampoco sabía qué hacer con los mechones. Vuelve a llorar un poco, con remordimientos, porque la madre ya es mayor y algún día ya no estará aquí. Y también porque su propia juventud ya ha quedado atrás. Sí, siempre hay algo que acaba y muy pocas veces le sucede algo nuevo.
Ahora la madre le explica a la niña por qué una chica guapa no necesita acicalarse. La niña responde afirmativamente. Tantos y tantos vestidos que Erika tiene colgados en el armario, ¿para qué? Nunca se los pone. Estos vestidos son inútiles y sirven únicamente de adorno para el armario. La madre no siempre puede evitar que la niña haga compras, pero es amo y señor de lo que ha de vestir. La madre determina la forma en que Erika puede salir de casa. Así no me sales de casa, ordena por temor a que Erika visite casas ajenas con hombres desconocidos. La propia Erika ha llegado a la conclusión de que nunca se pondrá esos vestidos. Deber de madre es apoyar las decisiones y evitar los malos caminos. Así, después no habrá que curar las heridas dolorosas por no haber tomado precauciones. La madre prefiere herir por sí misma a Erika, y después se ocupa de su curación.
La conversación pasa a más y llega al punto en que salpica con acidez a aquellos que, a izquierda y derecha, amenazan o podrían amenazar a Erika. ¡No hace falta, no hay que permitirles hacer lo que quieren! ¡Pero tú lo permites! Aun cuando bien podrías frenarlos, pero eres demasiado torpe para ello, Erika. Si la profesora se lo propone con decisión, ninguna jovencita al menos ninguna de su clase saldrá adelante ni hará carrera como pianista contra su voluntad y plan. Tú no lo lograste; ¿por qué han de conseguirlo otros en tu lugar y, además, procedentes de tu propio rebaño de pianistas?
Mientras todavía moquea, Erika coge el pobre vestido entre sus brazos y, con tristeza y muda, lo cuelga en el armario, junto a los demás vestidos, pantalones, faldas, abrigos y trajes. Nunca se los pone. Sólo han de estar ahí para cuando Ella retorna a casa por la noche. Entonces los extiende uno al lado del otro, se los pone delante del cuerpo y los mira. Porque, ¡son de su propiedad! Si bien la madre se los puede quitar y venderlos, no puede ponérselos; la madre es demasiado gorda para estas prendas tan estrechas. No le quedan bien. Todo esto es completamente suyo. Suyo. Es propiedad de Erika. El vestido aún no sospecha que en ese preciso momento ha concluido su carrera sin pena ni gloria. Es guardado sin ser utilizado y jamás saldrá de ahí. Erika desea únicamente poseerlo y mirarlo. Mirarlo desde lejos. Ni siquiera quiere probárselo, le basta con sobreponerse esta poesía de tela y colores y moverse con gracia. Como si soplara un viento primaveral. Erika se probó el vestido en la boutique y nunca volverá a ponérselo. Ya ha olvidado el placer efímero que le provocó el vestido en la tienda. Ahora tiene el cadáver de otro vestido, pero éste es, al menos, de su propiedad.
De noche, cuando todos duermen y únicamente Erika sigue despierta, mientras la señora mamá, la querida mitad de esta pareja encadenada por lazos de sangre sueña en divina quietud con nuevos métodos de tortura, algunas veces muy pocas Ella abre las puertas del armario y acaricia a los testigos de sus deseos ocultos. Éstos no son tan ocultos; gritan a voz en cuello lo que han costado y para qué toda esta historia. Los colores acompañan el griterío con la segunda y tercera voz. ¿A dónde se puede ir vestido así sin ser detenido por la policía? Habitualmente Erika viste falda y jersey o, en el verano, blusa. Algunas veces la madre despierta sobresaltada y sabe por instinto: otra vez está mirando sus vestidos, la rana vanidosa. La madre lo sabe con seguridad, porque los goznes del armario no chirrían por propia iniciativa.
Lo terrible es que estas compras de ropa posponen indefinidamente el plazo en que al fin podrán instalarse en el piso nuevo; además, Erika está en constante riesgo de hallarse envuelta en lazos amorosos y de pronto habría un zángano en casa. Sí, mañana al desayuno Erika deberá oír una severa reprimenda por su ligereza. Ayer la madre realmente habría podido morir del shock que le produjeron las heridas de la cabeza. Erika deberá cumplir determinados plazos de pago; si es necesario, que amplíe su horario de clases privadas. Falta únicamente, y por fortuna, un traje de novia en su triste ropero. La madre no desea ser la madre de la novia. Prefiere seguir siendo una madre normal, con este rango está satisfecha.
Pero un día es un día. Y ahora ha de dormir. Esta exigencia es formulada por la madre desde el lecho conyugal, pero Erika sigue dándose vueltas ante el espejo. Las órdenes maternas le llegan como mazazos en la espalda. De prisa intenta palpar la textura de un gracioso vestido de tarde con estampado de flores; lo toca por el dobladillo. Estas flores jamás han respirado aire fresco ni tampoco conocen el agua. Según asegura Erika, fue comprado en una lujosa tienda de modas en el centro de la ciudad. Su calidad y confección son para la eternidad; el corte está hecho para el cuerpo de Erika. ¡Cuidado con las golosinas y las masas! Desde el primer momento en que vio el vestido, Erika pensó: éste lo podré llevar durante años sin que pase de moda. ¡Estará de moda durante años! Derrochará este argumento ante su madre. Nunca quedará anticuado. La madre ha de escudriñar cuidadosamente en su conciencia, ¿acaso en su juventud nunca llevó un vestido con un corte similar, eh, madre? Ella lo niega por principio. Aun así, Erika decide que la compra ha sido acertada; gracias a que el vestido nunca pasará de moda, podrá llevarlo dentro de veinte años como si fuese hoy. La moda cambia velozmente. El vestido sigue sin usar, aunque no ha perdido con el tiempo. Pero nadie viene a verlo. Sus mejores días han pasado en vano y ya no se recuperarán o, si ocurriera, no será antes de veinte años.
Algunos alumnos se rebelan con decisión contra la profesora de piano, pero los padres los obligan a perseverar en el ejercicio de las artes. Y de allí que también la señorita profesora Kohut pueda utilizar medidas de fuerza. Sin embargo, la mayoría de estos que machacan el piano son dóciles y están interesados en el arte que se les impone. El arte los ocupa incluso cuando es practicado por extraños, ya sea en la Asociación Musical o en el Teatro de Conciertos. Comparan, calibran, miden, marcan el ritmo. Son numerosos los extranjeros que acuden donde Erika, cada año son más. Viena, ¡ciudad de la música! Sólo aquello que ha tenido éxito seguirá teniéndolo también en el futuro en esta ciudad. Llegan a saltar los botones de su obesa barriga blanca, llena de cultura; al igual que los cadáveres que permanecen en el agua, cada año está más hinchada.
¡El armario acoge al nuevo vestido! ¡Uno más! A la madre no le gusta que Erika salga de casa. Ese vestido es demasiado llamativo, no va con la niña. La madre dice: en algún punto hay que poner límites; no sabe qué quiere decir con eso. Hasta aquí y nada más, eso es lo que quiere decir la madre.
La madre le explica a Erika que Ella no es una más entre muchas; no, Ella es única. Un argumento que la madre siempre tiene a mano. La propia Erika afirma que ya en la actualidad es una individualista. Se ufana de que no puede someterse a nada ni a nadie. Tampoco le resulta fácil encasillarse. Una persona como Erika solo se da una vez y no se repite. Si hay algo especialmente inconfundible, se llama Erika. Algo que detesta es toda forma de igualación, por ejemplo, en la reforma escolar que no respeta la singularidad. No se puede meter a Erika en el mismo saco con otros, aun cuando sus puntos de vista sean muy afines. Se destacaría de inmediato. Precisamente porque Ella es ella. Es tal cual es y no lo puede modificar. La madre barrunta malas influencias en los lugares que están fuera de su alcance y, sobre todo, quiere protegerla de que algún hombre la transforme. Porque Erika es un sujeto único, aunque lleno de contradicciones. Estas contradicciones también la obligan a oponerse enfáticamente contra todo tipo de masificación. Erika tiene una personalidad individual muy marcada y se enfrenta completamente sola a la amplia masa de sus estudiantes; una contra todos, y Ella dirige el timón del pequeño navío del arte. Una masificación jamás le haría justicia. Si algún alumno le pregunta cuáles son sus propósitos, Ella menciona la humanidad, en este sentido resume para los alumnos el contenido del testamento de Heiligenstadt de Beethoven, sin por ello encaramarse arbitrariamente al trono del héroe de las artes musicales.
A partir de consideraciones artísticas de carácter general y cuestiones humanas de tipo individual, Erika concluye: jamás podría someterse a un hombre después de haber estado sometida a la madre durante tantos años. La madre es contraria a un matrimonio tardío de Erika, porque mi hija no puede ser reducida a un casillero y jamás podría someterse. Así es ella. Erika no debe elegir un compañero para su vida porque es inflexible. Además, ya no es un árbol joven. Si nadie es capaz de ceder, el matrimonio acaba mal. Sigue siendo tú misma, le dice la madre. A fin de cuentas, ha sido la madre quien ha llevado a Erika a ser lo que es. ¿Aún no se ha casado, señorita Erika?, preguntan la lechera y también el carnicero. Usted sabe, a mí ninguno me satisface, responde Erika.
En términos generales, proviene de una familia donde todos son postes aislados en el paisaje. Son pocos. Se reproducen con lentitud y mesura, del mismo modo proceden en la vida, siempre resistentes y cautelosos. Erika vino al mundo después de veinte años de matrimonio, un mundo que enloqueció al padre, y éste fue encerrado en un hospicio para evitar que se transformase en un riesgo para la humanidad.
En discreto silencio, Erika compra un octavo de mantequilla. Todavía tiene una mamaíta y no necesita perseguir a ningún hombre. Tan pronto se introduce un nuevo pariente en esta familia, es rechazado y expulsado. Se rompe toda relación con él apenas queda en evidencia como ya era de esperar que es inútil e incapaz. Con un martillito, la madre va golpeando a los miembros de la familia y los ausculta y califica uno a uno. Los califica y los descarta. Analiza y rechaza. De este modo no aparecen parásitos deseando uno y otro día cosas que uno quiere para sí. Nos quedamos entre nosotras, ¿no es verdad, Erika?, no necesitamos a nadie.
El tiempo pasa y nosotros con él. Están encerradas bajo la misma quesera de cristal, Erika, sus finos envoltorios protectores, su madre. La campana solo puede levantarse si, desde fuera, alguien la coge por el asa y la alza. Erika es un insecto petrificado, atemporal, sin edad. Erika no tiene historia y tampoco hace historias. Hace ya tiempo que este insecto ha perdido la capacidad de corretear y escabullirse. Fue a dar al horno en el molde de la eternidad. De buena gana comparte esta eternidad con sus queridos artistas musicales, pero en ningún caso puede competir con ellos en popularidad. Erika lucha por un lugarcito desde el que se avisten los grandes creadores de la música. Se trata de un lugar muy codiciado, ya que, al igual que ella, toda Viena querría erigir allí al menos su pequeña casucha jardinera. Erika demarca su espacio entre los tenaces y comienza a cavar los fundamentos. ¡Se ha ganado este lugar gracias a su honestidad en el estudio y la interpretación! No hay que olvidar que también la recreación es una forma de creación. Siempre condimenta el potaje de su interpretación con algo propio, algo que procede de sí misma. Sangre de su propio corazón la alimenta. También el intérprete tiene sus modestas ambiciones: ejecutar bien la partitura. Pero, en todo caso, ha de subordinarse al autor de la obra, dice Erika. Reconoce abiertamente que esto constituye un problema para ella. Porque no puede, no puede subordinarse. Mas tiene una ambición en común con todos los demás intérpretes: ¡ser mejor que todos!
ELLA se encarama en el tranvía bajo el peso de los instrumentos musicales que balancea por delante y por detrás de su cuerpo, además de la cartera repleta de partituras. Una mariposa cargada con enormes bultos. El animal siente que en su interior hay fuerzas adormecidas y que la música no basta para activarlas. El animal empuña las manitas en torno a las asas del violín, de la viola, de la flauta. Da una orientación negativa a sus fuerzas, aun cuando podría elegir. La madre le ofrece la elección, un amplio espectro de pezones en las ubres de la vaca llamada música.
ELLA golpea a la gente por las espaldas y por delante con sus instrumentos de cuerda y de viento y con su pesada cartera de partituras. Sus instrumentos rebotan en los rollos de grasa como en un colchón de goma. Según esté de humor, toma el estuche de un instrumento en una mano y, con disimulo, introduce el puño de la otra en abrigos de invierno, capas y chaquetones de paño tirolés. Profana el traje nacional austriaco, cuyos botones hechos de cuerno parecen burlarse de Ella con arrogancia. Como un kamikaze, hace de sí misma un arma. Enseguida da golpes con el extremo más delgado de los instrumentos, ya sea con el violín o con la pesada viola, contra un grupo de gente mugrienta de trabajo. Cuando todo está muy lleno, a eso de las seis, se puede hacer daño a varias personas a la vez solo con el único ademán de tomar impulso. Porque para tomar impulso realmente no hay espacio. Ella es la excepción a la regla que la rodea provocándole repulsión; y la madre le explica gráficamente que Ella es una excepción, porque Ella es la única hija de su madre y ha de seguir por la buena senda. Cada día ve en el tranvía lo que no quiere llegar a ser. Atraviesa la masa gris de los pasajeros con y sin billete, de los que acaban de subir y de los que se preparan para descender, de los que no han obtenido nada en el lugar de donde vienen y que nada pueden esperar del lugar a dónde van. No son atractivos. Algunos descienden incluso antes de haber alcanzado a instalarse. Si la ira pública la obliga a apearse en una parada distante de su casa, desciende dócilmente del vagón, la ira contenida que se ha acumulado en sus puños cede, pero solo para esperar con paciencia el próximo tranvía, que vendrá con tanta certeza como el amén después del rezo. Esta cadena no se interrumpe jamás. Y entonces emprende el ataque con renovadas fuerzas. Se introduce con esfuerzo y cargada de instrumentos entre los que retornan del trabajo y en su interior hace explosión como una bomba de metralla. Conscientemente pone caritas y dice: por favor, yo desciendo aquí. En ese caso todos están de acuerdo. ¡Que abandone en el acto este impecable transporte público! ¡Desde luego que no circula para ella! Para los pasajeros que han pagado, Ella es algo que ni siquiera debiera tolerarse.
Miran a la estudiante y piensan que la música ha elevado tempranamente su espíritu, sin saber que lo único que se ha elevado es su puño. A veces se culpa injustamente a un joven gris que lleva cosas asquerosas en un maltrecho saco de lona, ya que más bien de él se puede esperar algo así. Que se baje y se vaya con sus amiguetes antes de que un poderoso brazo envuelto en un chaquetón de paño tirolés le dé su merecido.
La ira popular, que mal que mal ha pagado religiosamente, tiene los derechos que le otorgan los tres chelines, y puede probarlo ante cualquier controlador. Cada uno presenta orgulloso su billete y el tranvía es todo suyo. De este modo se ahorra también semanas de terrorífico purgatorio en el caso de que aparezca un revisor.
Una dama que siente el dolor igual que tú, chilla estridente: también ha sido maltratada su canilla, esa parte vital de su anatomía en la que reposa buena parte de su peso. En estos mortales apretones es imposible descubrir al culpable. Arremete contra la multitud con una andanada de inculpaciones, maldiciones, injurias, invocaciones y lamentaciones. Las lamentaciones brotan como espumarajos; las inculpaciones recaen sobre otros. Están de pie uno junto a otro como el pescado en una lata de sardinas, pero aún falta para que estén en aceite, eso será solo después de llegar a casa.
ELLA da un feroz puntapié contra un hueso duro que pertenece a un hombre. Un día le pregunta amablemente una de sus compañeras, una chiquilla cuyos preciosos tacones altos echan llamas eternas y que lleva un modernísimo abrigo de cuero forrado en piel: ¿qué acarreas ahí y cómo se llama? Me refiero a esta caja, no a tu cabeza. Esto es una viola, contesta Ella con cortesía. ¿Una qué?, ¿una miola? Jamás había oído esa palabra, comenta mofándose una boca pintarrajeada. Mira tú, cómo sale por ahí de paseo una llevando una cosa que se llama miola y no parece tener ninguna utilidad. Todos tienen que abrirle paso porque la miola ocupa tanto lugar. ELLA se atreve a llevar esto por la vía pública y nadie la detiene en flagrante delito.
Los que se cuelgan con todas sus fuerza de las barras del tranvía y los pocos afortunados que han conseguido sentarse estiran en vano el cuello por encima de sus desgastados troncos. Por ningún lado ven a alguien a quien insultar cuando sienten que sus piernas son hostigadas con algo duro. Alguien me ha dado un pisotón, exclama una boca, dando paso a una tormenta de frases de literatura mediocre. ¿Quién es el malhechor? Sesión del Primer Tribunal Vienes de los Tranvías, temido en todo el mundo, para dictar una sentencia de disuasión y condena. Hasta en la peor de las películas de guerra se presenta al menos un voluntario, incluso para llevar a cabo una misión imposible. Pero este cobarde se oculta detrás de nuestras pacientes espaldas. Toda una tropa de trabajadores con aspecto de rata y próximos a la jubilación lucha a empujones y puntapiés para descender del vagón, cargando sus maletines de herramientas sobre los hombros. ¡Éstos se toman el trabajo de ir a pie el último tramo! Cuando un carnero rompe la paz de las ovejas en el vagón es imperioso respirar aire fresco; y fuera hay aire. Hace falta oxígeno para los resoplidos de la ira con la que más tarde, en casa, será tratada la cónyuge; de otro modo quizá no funcione. Se tambalea algo de color y forma indefinible, resbala, grita como si sufriera un pinchazo. Una neblina espesa de los venenos vieneses se extiende sobre el gentío. Uno llega incluso a exigir la presencia del verdugo porque su tiempo libre ha sido fastidiado ya antes de comenzar. Así se irritan. Hoy aún no consiguen el reposo vespertino, que debió comenzar ya hace veinte minutos. O este reposo ha sido bruscamente interrumpido o destruido como el paquete multicolor de la víctima con indicaciones para su uso, que ya no podrá restituirlo a las estanterías. Ahora la víctima no pasará desapercibida al cambiar éste por otro paquete nuevo y en buen estado, sería detenida por la vendedora como un ladrón. ¡Sígame sin hacer escándalo! Pero la puerta que conduce que parece conducir a la oficina del director de la sucursal es una puerta falsa, y del lado de fuera del impecable supermercado ya no existen ofertas de la semana; ahí no hay nada, absolutamente nada, solo la oscuridad, y un cliente que jamás ha sido mezquino cae al precipicio. Alguien dice en lenguaje formal: ¡abandone de inmediato el vagón! Sobre la tapadera de los sesos lleva un sombrero tirolés adornado con pelos de gamuza; es porque el sujeto va disfrazado de cazador.
Pero ELLA se inclina a tiempo y recurre a un nuevo truco artero. Antes ha de desembarazarse de los instrumentos musicales. Éstos crean una especie de cerco en torno a ella. Aparentemente se trata de atarse los cordones de los zapatos, a partir de lo cual le hace una jugada a su vecino en el tranvía. Casi al pasar, da un buen pellizcón en la pantorrilla a una u otra mujer, da igual, son idénticas. Es seguro que la viuda se quedará con un moretón. La perjudicada dispara hacia lo alto como una clara y luminosa fuente nocturna que al fin ve la ocasión de ser el centro de atención; rápidamente y con precisión bosqueja su situación familiar y advierte que sus relaciones (sobre todo su difunto marido) se harán sentir con dureza sobre la atacante. Enseguida llama a la ¡policía! La policía no acude porque no puede ocuparse de todo.
En su rostro se dibuja la cándida mirada de un músico. Su aspecto es el de alguien que en ese preciso momento se halla entregado al poder emotivo del romanticismo musical, aquel estado de un efecto misterioso y en constante aumento; parece no atender a nada fuera de sí. Así, el pueblo afirma al unísono: desde luego que no puede haber sido la niña con la ametralladora. Como ocurre con frecuencia, también en este caso el pueblo yerra.
A veces hay alguno que piensa con más agudeza y acaba por señalar la verdadera culpable: ¡tú has sido! ELLA es interrogada; qué responde su entendimiento desarrollado bajo un sol implacable. ELLA no responde. El precinto con el que su subconsciente ha bloqueado la zona posterior del velo del paladar impide que se castigue a sí misma. No se defiende. Algunos intervienen atolondrados porque se ha acusado a una sordomuda. La voz de la razón afirma que un violinista no puede ser sordomudo. Quizá solo sea muda o simplemente lleve el violín a una tercera persona. No logran ponerse de acuerdo y desisten de su propósito. El vino joven del fin de semana ya trasiega por sus cabezas y destruye varios kilos de materia pensante. Un poco más de alcohol destruirá lo que queda. País de alcohólicos. Ciudad de la música. La mirada de esta niña se pierde en el mundo de las emociones y su acusador se sumerge en las profundidades de una cerveza hasta enmudecer receloso ante sus ojos.
Es indigno de ELLA meterse a empujones a través de la masa; la violinista y violista no da empujones. Por estas pequeñas alegrías se arriesga incluso a llegar tarde a casa, donde la madre espera cronómetro en mano y la regañará. Soporta estos sacrificios a pesar de que se ha pasado toda la tarde haciendo música y pensando, tocando el violín y mofándose de los que son peores que ella. Desea aleccionar a la gente: que conozcan el sobresalto y el estremecimiento. Los programas de los conciertos de la Filarmónica están repletos de estas emociones.
Un asistente a los conciertos filarmónicos aprovecha las palabras de la introducción del programa para explicarle a otro que en su interior tiembla ante el dolor de esta música. Hace un instante ha leído esto y cosas parecidas. El dolor de Beethoven, el dolor de Mozart, el dolor de Schumann, el dolor de Bruckner, el dolor de Wagner. Este dolor es de su exclusiva propiedad, por lo demás, él es propietario de la fábrica de zapatos Póschl o de la casa Kotzler, mayorista para materiales de la construcción. Beethoven activa el temor, ellos en cambio hacen corretear atemorizados a sus empleados. Una tal señora doctora ha establecido hace ya mucho tiempo una relación de tú a tú con el dolor. Desde hace ya diez años que busca el más profundo misterio del Réquiem de Mozart. Pero hasta el momento no ha avanzado ni un paso, porque esta obra es inescrutable. ¡No lo podemos comprender! La señora doctora afirma que es la más genial de las obras de encargo de la historia de la música; para Ella y para unos cuantos más, esto es una verdad indiscutible. La señora doctora es uno de los pocos elegidos que son conscientes de la existencia de cosas inescrutables desde todo punto de vista. ¿Qué explicación se puede dar? Es inexplicable cómo pudo ser creado algo así. Esto también es válido para algunos poemas, que tampoco debieran ser analizados. Un misterioso desconocido envuelto en una capa negra pagó un adelanto por el Réquiem. La señora doctora y otros que vieron este film de Mozart lo saben: ¡fue la muerte en persona! Con este pensamiento se abre camino a mordiscos hacia el espacio en que están los verdaderamente grandes y a la fuerza se introduce en él. Pocas veces se crece junto a los grandes. A ELLA la oprimen constantemente masas humanas detestables. Siempre hay alguien que se entromete en SU percepción. El populacho no solo se apropia del arte sin el menor derecho; también penetra en el artista. Instala su cuartel en el artista y de inmediato abre a golpes un par de ventanas hacia el exterior para ver y ser visto. Ese zoquete Kotzler manosea con sus dedos sudorosos algo que solo le pertenece a ELLA. Canturrean sin que nadie lo pida. Siguen un tema con el índice humedecido, buscan el correspondiente tema de acompañamiento, no lo encuentran y, asintiendo con la cabeza, se sienten satisfechos al encontrar y repetir el tema principal, al que vuelven con servilismo. Para la mayoría, el máximo atractivo del arte se basa en reencontrar algo que creen conocer. Una ola de emociones ahoga a un señor carnicero. Es incapaz de defenderse, aun cuando está acostumbrado a un trabajo sangriento. La sorpresa lo deja tumefacto. No cosecha, no siembra, no oye bien, pero en un concierto público puede ser visto. Junto a él, el séquito femenino de la familia, que también quiere asistir.
Le da un puntapié a una anciana en el talón derecho. Ella es capaz de señalar el lugar que le corresponde a cada frase musical. Nadie más que Ella puede colocar cualquier cosa que oye en el sitio adecuado, allí donde pertenece. La ignorancia de estos borregos que solo saben balar merece su desprecio y de este modo los castiga. Su cuerpo es como una gran nevera en la que se conserva el arte.
SU pulcritud es tremendamente sensible. Los cuerpos sucios forman un bosque resinoso a su alrededor. No es únicamente suciedad corporal, la inmundicia más grosera que escapa de sus axilas y entrepiernas, la suave pestilencia a orines de la anciana, la nicotina que corre por la red de tuberías que forman las venas y poros del anciano, las enormes cantidades de alimentación de mala calidad que suelta hedores desde sus estómagos; tampoco es solo el lívido olor de la costra de sus cabezas, la tina, ni la sutilísima pero, para el buen olfato, penetrante pestilencia de las micrométricas partículas de mierda debajo de las uñas restos de la digestión de alimentos insípidos, ese placer gris y correoso, si es que eso puede llamarse placer, eso que ellos ingieren maltrata SU sentido olfativo, SUS papilas gustativas. No; lo peor es cómo se acoplan unos con otros, cómo se mezclan unos con otros. Alguno llega incluso a penetrar en los pensamientos del otro, en lo más profundo de su sensibilidad.
Por ello han de ser castigados. ELLA castiga. Y, aun así, nunca puede deshacerse de ellos. Los tironea, los sacude igual que un perro a su presa. Y a pesar de ello se revuelcan sin escrúpulos en torno a Ella; miran su YO más íntimo y se atreven a afirmar que no saben qué hacer con Ella y que ¡incluso no les gusta! Si hasta llegan a afirmar que no les gustan Webern ni Schónberg.
La madre levanta la tapadera de SU intimidad sin dar aviso previo; desde arriba introduce la mano, revuelve y registra. Lo desordena todo y nunca restituye las cosas a su lugar. Saca esto o aquello después de una breve selección, lo observa bajo la lupa y lo tira. Otras cosas las remienda, las friega con cepillo, esponja y estropajo. Enseguida las seca enérgicamente y las vuelve a atornillar en algún lugar. Es como una cuchilla en una máquina de moler carne.
Esta anciana es uno de los que acaban de subir, aun cuando no pasa por donde el cobrador. Cree que podrá ocultar que ha subido aquí, en este vagón. La verdad es que hace ya tiempo que todo le da igual y lo sabe. Ya no le merece la pena pagar. El billete para el otro mundo lo lleva en el bolsito de mano. Éste también ha de ser válido para el tranvía.
En ese mismo instante una señora le pregunta cómo llegar a tal lugar y ELLA no responde. No responde aunque sabe perfectamente cómo ir. La señora no deja en paz a nadie, revuelve todo el vagón y quita a la gente de un lado y de otro para revolcarse debajo de los asientos buscando la calle. Es una excursionista terrible por los caminos del bosque, tiene por costumbre alterar la tranquilidad contemplativa de los inocentes hormigueros haciéndoles cosquillas con su delgado bastoncito. Provoca que los animales irritados expulsen ácidos. Ella se cuenta entre los que por principio levantan cada piedra para ver si debajo hay una serpiente. Minuciosamente, cada claro, por pequeño que sea, es rastreado por esta dama en búsqueda de setas o bayas. Ella es de ese tipo de gente. De cada obra de arte quieren exprimir lo último que le quede y proclamarlo públicamente. En el parque limpian el banco con el pañuelo antes de sentarse. En los restaurantes refriegan el servicio con la servilleta. Revuelven el traje de un pariente cercano, lo cepillan y hurgan buscando pelos, cartas o manchas de grasa.
Y ahora, esta señora se disgusta con sonora vehemencia porque nadie es capaz de darle información. Afirma que nadie quiere darle información. Esta señora representa a la mayoría ignorante, pero que desborda una única cosa: voluntad de lucha. Se enfrenta a cualquiera si viene a cuento.
ELLA desciende precisamente en la calle que buscaba la señora y de paso la mira con sarcasmo.
La búfala se da cuenta y los pistones se le ponen al rojo vivo de furia. Dentro de poco revivirá este pasaje de su vida en casa de una amiga comiendo carne de vacuno con frijoles; será como si prolongase la vida durante el corto tiempo que dure este relato, solo que el tiempo también transcurre inexorablemente mientras habla. Y con ello, la dama pierde tiempo para vivir nuevas experiencias.
Nuevamente SE da vuelta para mirar a la dama completamente desorientada y enseguida se pone en marcha por un camino bien conocido, rumbo a una casa bien conocida. De paso mira burlona a la dama, olvidando que dentro de unos pocos minutos Ella misma será reducida a un montoncito de cenizas bajo el fuego ardiente del soplete materno por llegar tan tarde a casa. Ni siquiera la totalidad del arte podrá consolarla, aunque del arte se suelan decir muchas cosas, sobre todo, que es un consuelo. Pero en algunos casos primero provoca el sufrimiento.
Erika, la flor de la pradera. La mujer tomó el nombre de esta flor. Durante el embarazo la madre se imaginaba que sería algo tímido y delicado. Pero cuando vio la masa de arcilla que salió de su cuerpo, no tuvo reparo en ponerse manos a la obra para corregirlo a golpes y conformar algo puro y delicado. Quitar algo de aquí y algo de acá. Por instinto, todo niño tiende hacia la suciedad y los excrementos, por eso hay que atajarlo. Ya muy pronto la madre elige para Erika una profesión que de alguna forma tenga carácter artístico; de este modo se podrá extraer dinero de las delicadezas alcanzadas con tanto esfuerzo. Mientras tanto, el individuo medio rodeará y aplaudirá admirado a la artista. Ahora, finalmente, Erika ha concluido su camino hacia lo delicado y su carro ha de enrielarse por los senderos de la música y de inmediato deberá comenzar a trajinar en el campo de las artes. Una muchacha como Ella no ha sido hecha para llevar a cabo tareas duras, pesadas labores manuales ni quehaceres domésticos. Desde su nacimiento estuvo predestinada a las sutilezas del baile clásico, del canto, de la música. Una pianista de fama mundial, ése sería el ideal de la madre; y con el propósito de que la niña encuentre el camino en medio de un mundo de intrigas, clava señalizadores en cada esquina y así también clava a Erika a la silla cada vez que no quiere estudiar. La madre advierte a Erika contra la horda envidiosa que a cada paso intenta destruir lo conseguido y que casi siempre es de sexo masculino. ¡No permitas que te distraigan! En ningún momento de sus logros le está permitido descansar, no debe detenerse a tomar aire reposando apoyada en su pico de alpinista; inmediatamente ha de seguir adelante. Hasta alcanzar el siguiente nivel. Los animales del bosque se acercan peligrosamente y pretenden atraer a Erika hacia su manada. Los rivales desean arrastrar a Erika hacia los acantilados con la excusa de mostrarle el paisaje. ¡Qué fácil es caer! Para que la hija se cuide, la madre le describe de forma didáctica las profundidades del precipicio. En la cima se halla la fama mundial que no alcanza casi nadie. Allí sopla un viento frío, el artista está solo, y éste así lo reconoce. Mientras la madre viva y se afane tejiendo el futuro de Erika, no existe más que una posibilidad para la niña: la más alta cima universal.
La madre empuja desde abajo, ya que tiene los dos pies bien puestos en la tierra. Y de pronto Erika ya no se encuentra sobre el suelo heredado de la madre, sino sobre las espaldas de otro al que anula con intrigas. ¡Qué endeble es este fundamento! Erika se empina apoyando la punta de los pies sobre los hombros de la madre, con sus dedos hábiles se agarra firmemente a la punta; pero esto que parecía la cima no es más que el saliente de una roca; tensa la musculatura de los antebrazos y tira y tira hacia arriba. Se encarama hasta el siguiente borde, pero nuevamente no ve sino otra roca, más abrupta aún que la anterior. La fábrica de hielo que es la fama al menos tiene aquí una filial y almacena sus productos en grandes bloques; así se reducen los costes de almacén. Erika lame uno de los bloques y participa en un concierto de estudiantes con la esperanza de ganar el concurso Chopin. Ella piensa que faltan solo unos milímetros, ¡entonces estará arriba!
La madre aguijonea a Erika por su exceso de modestia. ¡Siempre eres la última! El discreto recato no sirve para nada. Siempre hay que estar por lo menos entre los tres primeros, todo lo que llega después, acaba en la basura. Así habla la madre, que quiere lo mejor para la niña y no la deja callejear ni tampoco, por ningún motivo, participar en competencias deportivas que van en perjuicio del estudio.
A Erika no le gusta llamar la atención. Cultiva un cuidadoso recato y espera que otros consigan las cosas por ella: ésta es la queja del animal madre malherido. La madre se queja amargamente de que ella ha de resolverlo todo sola en beneficio de la niña, y así se lanza alegremente a la lucha. Erika sigue discretamente en la retaguardia, por lo cual ni siquiera recibe un par de monedas de regalo para comprarse medias o bragas.
Entre amigos y parientes muchos ya no lo son, puesto que oportunamente se ha establecido una distancia radical con ellos y también se ha alejado a la niña de su influencia, la madre fanfarronea a voz en cuello que ha dado a luz un genio. Ella lo percibe cada vez con mayor claridad en esto, el pico de la madre es incansable. Erika es un genio en lo que se refiere al piano, solo que aún no ha conseguido el merecido reconocimiento. De lo contrario, hace ya mucho tiempo que Erika habría llegado a las más altas cumbres, como un cometa. En comparación, el nacimiento del niño Jesús fue una alpargata.
Los vecinos asienten. A ellos les gusta oír cuando la niña estudia. Es como en la radio, pero no hay que pagar derechos de audición. Basta con abrir las ventanas y quizá las puertas para que los acordes penetren y se expandan como gas tóxico por todos los rincones. Aquellos vecinos que se molestan por el ruido, abordan a Erika aquí y allí y le piden silencio. La madre comenta con Erika el entusiasmo que provoca en el vecindario el soberbio ejercicio de su arte. Erika es llevada y traída como un escupitajo por el magro arroyuelo del entusiasmo materno. Más tarde se sorprende de las quejas de un vecino. La madre jamás había hecho mención de esas quejas.
Con el correr de los años, Erika superará a su madre cuando se trate de mirar a alguien con desprecio. Estos legos no interesan, madre, su juicio es torpe, su percepción no es madura, en mi profesión solo interesan los especialistas. La madre responde: no te mofes del elogio de la gente sencilla que oye la música con el corazón y que experimenta más placer que los sofisticados, los mimados, los snob. Tampoco la madre entiende de música, pero somete a la niña al arnés de la música. Se desarrolla una leal competencia vengativa entre madre e hija, ya que la niña se da cuenta muy pronto de que ha superado a su madre en lo musical. La niña es el ídolo de la madre y por ello la niña solo ha de pagar un discreto arancel: su vida. La madre desea administrar la vida infantil según su propio criterio. Erika no debe tener trato con gente simple, pero siempre ha de prestar atención a sus elogios. Lamentablemente los especialistas no elogian a Erika. Un destino diletante y antimusical escogió al Gulda y al Brendel, a la Argerich y al Pollini, entre otros. Pero sin titubear pasó dándole las espaldas a la Kohut. Se ha de saber que el destino pretende ser imparcial y que no se deja engañar por una larva encopetada. Erika no es guapa. Si quisiera serlo, la madre se lo prohibiría de inmediato. Erika estira en vano sus brazos hacia el destino, pero el destino no hace de Ella una pianista. Es arrojada al suelo como viruta de madera. No sabe qué sucede, porque hace ya tiempo que es al menos tan buena como los grandes.
Entonces ocurre que Erika fracasa rotundamente en un importante concierto de fin de curso de la Academia de Música, fracasa en presencia de la totalidad de sus competidores y de la figura singular de su madre, que ha gastado sus últimos dineros en un vestido de concertista para Erika. A continuación, será abofeteada por la madre, ya que incluso legos absolutos en cuestiones musicales se dieron cuenta del fracaso de Erika; en su propia cara o incluso ya en sus manos. Por lo demás, Ella no había elegido una pieza del gusto de la masa ignorante, sino un Messiaen, una decisión que la madre había objetado enérgicamente. De este modo, la niña no consigue colarse en los corazones de la masa, por la que madre e hija no sienten sino desprecio, la primera porque desde siempre no ha sido más que un miembro irrelevante de aquella masa, la segunda porque jamás querría llegar a ser un miembro irrelevante de la masa.
Con oprobio, Erika desciende torpemente del escenario, con vergüenza la recibe su destinataria, la madre. También su maestra, una pianista que en su tiempo gozó de renombre, la regaña duramente por su falta de concentración. Se ha desaprovechado una gran oportunidad y nunca se repetirá. Pronto llegará el día en que nadie envidiará a Erika y nadie la buscará.
Qué alternativa tiene, salvo dedicarse a la docencia. Un trago amargo para el concertista, que de pronto vuelve a encontrarse frente a principiantes que no hacen más que balbucear y a estudiantes de cursos superiores carentes de alma. Conservatorios y escuelas de música o también el ámbito de la docencia privada deben soportar pacientemente mucho de lo que en verdad debería ir a parar a un basurero o, en el mejor de los casos, hallaría un buen lugar en un campo de fútbol. Como en los viejos tiempos, muchos individuos jóvenes son empujados hacia el arte, la mayoría de ellos por sus padres, porque éstos no tienen ni la más remota idea de lo que es el arte, como mucho saben que existe. ¡Y se alegran tanto de ello! Desde luego que muchos son rechazados por el arte, porque en algún punto se han de establecer los límites. Distinguir entre el que está bien dotado y el que no lo está es una de las tareas favoritas de Erika en el ejercicio de la docencia, la selección es para Ella una compensación; Ella misma fue eliminada como un carnero entre las ovejas. Los alumnos y alumnas de Erika son de la más variada procedencia y ninguno de ellos había llegado siquiera a tomar el gustillo de quién era la profesora. Pocas veces aparece una rosa roja entre ellos. A algunos Erika consigue arrancarles con éxito una que otra sonatina de Clementi ya en el primer curso, mientras que otros aún hozan y se revuelcan en los estudios iniciales de Czerny y son dejados a la deriva en el primer examen, porque son incapaces de separar el grano de la paja, mientras sus padres creen que ya muy pronto los niños harán milagros.
Erika contempla con una alegría ambivalente a los más aplicados estudiantes de los cursos superiores. Ellos llegan a las alturas de las sonatas de Schubert, la Kreisleriana de Schumann, las sonatas de Beethoven, aquellos puntos culminantes en la vida de un estudiante de piano. En el instrumento de trabajo, el Bósendorfer, se llegan a identificar hasta los sonidos más intrincados; del otro lado se halla el Bósendorfer del maestro que solo puede ser tocado por Erika, a no ser que se trate de una pieza para dos pianos.
Cada tres años los estudiantes de piano deben someterse a un examen de madurez para acceder al siguiente nivel. La mayor parte del trabajo que conllevan estos exámenes recae sobre Erika, que debe pisar a fondo el acelerador para sacar el máximo rendimiento del pesado motor de los estudiantes. A veces el mecanismo no llega a ponerse en marcha tal como sería deseable, porque el sujeto preferiría estar haciendo otras cosas, en las que la música no figura sino como una palabra que él querría susurrar al oído de alguna jovencita. Este tipo de asuntos no son del gusto de Erika y, en la medida de sus posibilidades, los prohíbe. Antes de los exámenes, Erika suele sermonear que una nota falsa daña menos que una interpretación errónea en la que no se haga justicia a la obra en su conjunto; pero los sermones van a dar a oídos sordos, obstruidos por el miedo. Para muchos de sus estudiantes la música significa el ascenso de las profundidades del proletariado a las alturas inmaculadas del arte. En el futuro también ellos serán profesores y profesoras de piano. Temen que en el examen sus dedos húmedos y entorpecidos por el miedo, descontrolados por un pulso acelerado, vayan a dar con una tecla equivocada. Ante esto, Erika puede hablar cuanto quiera acerca de la interpretación; ellos no aspiran más que a poder tocar la pieza hasta el final sin equivocarse.
En su interior, Erika siente interés por el señor Walter Klemmer, un muchacho guapo de cabello rubio que últimamente es el primero en llegar por la mañana y el último en partir por la tarde. Es un espécimen empeñoso, Erika tiene que reconocerlo. Estudia cuestiones técnicas, se dedica a la electricidad y sus bondades. En el último tiempo asiste a las clases de todos los estudiantes, desde los primeros ejercicios picoteados tímidamente sobre el teclado hasta el último manotazo de la Fantasía en fa menor, op. 49, de Chopin. Da la impresión de que le sobra mucho tiempo, lo cual es poco probable en un estudiante que cursa la última etapa de su carrera.
Un día Erika le pregunta si no preferiría ejercitar un poco el Schónberg en lugar de estar ahí sentado perdiendo el tiempo. ¿Es que no tiene deberes pendientes en su estudio? ¿Asistir a cursos, ejercicios, en fin? Así se entera de que hay vacaciones semestrales, algo en lo que Ella no había pensado a pesar de que da clases a tantos estudiantes. Las vacaciones del curso de piano no coinciden con las de la universidad; en rigor, en el arte jamás hay vacaciones, éste lo persigue a uno a todas partes y el artista es feliz de que las cosas sean así.
Erika siente extrañeza: ¿por qué viene siempre tan temprano, señor Klemmer? Alguien que, como usted, ha estudiado la 33b de Schónberg no puede disfrutar oyendo las cancioncillas de Frohes Singen, frohe’s Klingen. ¿Por qué les presta tanta atención? Klemmer miente solícito: siempre y en todas partes se puede sacar provecho, aunque sea poco. Todo puede dar pie para extraer alguna lección, afirma el mentiroso que, en verdad, no tiene nada mejor que hacer. Argumenta que hasta del más pequeño e insignificante de los hermanos se puede aprender algo, siempre y cuando se tenga la disposición que corresponde. Desde luego que ése es un estadio que hay que superar lo antes posible para poder seguir adelante. El estudiante no debe quedarse detenido en lo pequeño e insignificante, de lo contrario intervendrían las autoridades.
Por lo demás, al joven le gusta oír a su maestra cuando toca algo, aunque solo sea un tan-ton-tin, tin-ton-tan o la escala en si mayor. Erika dice: no le haga cumplidos a su vieja maestra de piano, señor Klemmer, el cual responde, cómo puede hablar de vieja, y tampoco se trata de cumplidos, ¡se trata de mi más absoluta, honesta e íntima convicción! A veces este guapo muchachón pide estudiar piezas extras y que no forman parte del programa regular, simplemente porque es tan empeñoso. Mira a su maestra lleno de esperanzas y atiende a la menor señal. Está alerta a cualquier gesto. La profesora, sentada en lo alto de su cabalgadura, le baja los humos a este joven en tanto lo zahiere en relación con el Schónberg: tampoco es que lo domine usted tan a la perfección. Cómo disfruta el estudiante dejándose llevar por una docente como Ella; aunque lo mire con altanería, Ella tiene las riendas bien agarradas en sus manos.
A mí me parece que este chulillo guapetón está enamorado de ti, advierte la madre malhumorada una de las tantas veces que va a buscar a Erika al conservatorio para dar juntas un paseo por el centro de la ciudad una colgada del brazo de la otra y entrelazadas en todas sus complicaciones. También el tiempo es bueno, del gusto de las dos señoras. En los escaparates hay mucho que ver, cosas que Erika no debe ver por ningún motivo, ésa es la razón por la que la madre la ha ido a buscar. Zapatos elegantes, bolsos, sombreros, bisutería. La madre conduce a Erika por un camino diferente y la engaña con el falso argumento de que hoy daremos un rodeo ya que el tiempo está tan bueno. En el parque todo ya ha florecido, en especial las rosas y los tulipanes, las que por cierto no han comprado sus trajes. La madre habla a Erika de belleza natural que no requiere de ningún acicalamiento artificial. Ellas son bellas por sí mismas, Erika, igual que tú. ¿Para qué tanta historia?
El octavo distrito ya les hace guiños presionando en sus entrañas; en el establo hay paja fresca. La madre al fin respira; remolca a la hija dejando atrás las tiendas y enfila hacia su calle, la Josefstádterstrasse. La madre se alegra de que una vez más el paseo no les haya costado más que el desgaste de la suela de los zapatos. Más valen unas suelas gastadas y no que cualquiera se limpie los zapatos en las señoras Kohut.
En este distrito residencial predomina una población ya bastante vieja. Sobre todo mujeres mayores. Por fortuna esta señora mayor, la madre Kohut, se ha hecho de un apéndice más joven que la enorgullece y que cuidará de ella hasta que la muerte las separe. Sólo la muerte podrá separarlas, y ése es el puerto de destino que aparece escrito en la etiqueta del equipaje de Erika. A veces se sucede una serie de asesinatos en el distrito y unas cuantas viejecillas mueren en sus madrigueras repletas de papel usado. Sólo Dios sabe dónde van a parar sus libretas de ahorro, y también el cobarde ladrón lo sabe porque ha buscado debajo del colchón. Las joyas, las pocas joyas también han desaparecido. El único hijo, un vendedor de vajillas, se queda sin nada. El octavo distrito residencial de Viena es un barrio muy favorecido en lo que se refiere a asesinatos. No es difícil descubrir dónde vive una de estas ancianas. De hecho, para vergüenza de los demás inquilinos, en cada edificio vive una de estas abuelas que inocentemente le abre la puerta al supuesto cobrador del gas cuando llega presumiendo de ser un funcionario público. Se les ha advertido con frecuencia, pero ellas siguen abriendo su corazón y su puerta porque son personas solitarias. La señora Kohut lo comenta con la señorita Kohut con el fin de crear pánico y para que Ella nunca abandone a su madre.
Por lo demás, funcionarios de poca monta y tranquilos empleados. Pocos niños. Los castaños florecen y en el Prater los árboles vuelven a dar brotes. En el Wienerwald ya verdean las viñas. Sin embargo, las Kohut no disfrutarán nada de esto, para ellas pasará de largo como un sueño porque no tienen coche.
Pero con frecuencia van con el tranvía hasta una estación final cuidadosamente elegida, donde descienden junto con todos los demás y dan un paseo alegremente. Madre e hija, semejantes a las alegres tías de Charley Frankenstein, con las mochilas en la espalda. Bueno, solo la hija lleva una mochila en la que también tienen cabida las escasas pertenencias de la madre y están protegidas de los curiosos. Zapatos tiroleses con suela gruesa. Tampoco olvidan el chubasquero, siguiendo las instrucciones de la guía del excursionista. Más vale prevenir que curar. Las dos señoras continúan su camino con toda decisión. No entonan canciones porque ellas entienden algo de música y no quieren mancillar la música con su canto. Que las cosas sean como en tiempos de Eichendorff, grazna la madre, porque lo que importa es el espíritu, la actitud ante la naturaleza. No es tanto cuestión de la naturaleza en sí misma. Éste es el espíritu de las dos señoras, porque ellas son capaces de disfrutar de la naturaleza donde quiera que se halle. Tan pronto oyen el murmullo de un arroyuelo corren a beber de su agua fresca. Es de esperar que no haya meado en él algún venado. Tan pronto aparece un tronco grueso o matorrales densos aprovechan la ocasión para mear ellas, y la otra hace guardia para que no venga alguien y las mire sin vergüenza.
De este modo las dos Kohut cargan energía para acometer una nueva semana de trabajo en la que la madre tiene poco que hacer y la hija es desangrada por los estudiantes. ¿Has tenido muchos disgustos?, pregunta cada día la madre a Erika, la pianista fracasada. No, es llevadero, responde la hija con esperanzas que la madre perseverante se encarga de podar. La madre se queja de la poca ambición de la niña. La niña lleva más de treinta años escuchando esta falsa cantinela. La hija simula esperanzas pero sabe que lo único que aún podrá alcanzar es la cátedra, el título de profesora del que ya hace uso y que es concedido por el presidente de la República. Una ceremonia sobria por los muchos años de servicio. Algún día, que ya no está tan lejano, llegará el retiro. La comunidad de Viena es generosa, pero, en una carrera artística, el retiro cae como un rayo. A quien le toca, le toca. La comunidad de Viena interrumpe de forma brutal el traspaso de la tradición artística de una generación a otra. Las dos señoras afirman alegrarse desde ya por el retiro de Erika. Urden numerosos planes para ese momento. Hasta entonces hará ya tiempo que el piso en el condominio estará completamente amueblado y pagado. Además, habrán adquirido un terreno en Baja Austria, donde poder construir algo. Ha de ser una casita solo para las dos señoras Kohut. Quien planifica, cosechará. Quien guarda, tendrá en tiempos de necesidad. Para entonces la madre ya andará por los cien, pero todavía estará llena de energía. El follaje del Wienerwald parece inflamarse en la ladera bajo el efecto del sol.
Por todas partes emergen tímidamente las flores de primavera; madre e hija las cortan y las echan en un bolso. Se lo merecen. El atrevimiento se castiga, ésta es una premisa de la señora Kohut. Realmente hacen tan buen juego con el florero de cerámica de Gmunden, ¿no es cierto Erika?
La adolescente vive en una reserva de veda permanente. Es protegida de influencias y no se la expone a tentaciones. La veda no vale para el trabajo, solo para la diversión. La brigada femenina, la madre y la abuela, está lanza en ristre para protegerla del cazador masculino que está al acecho; si fuera necesario, espantarían al cazador con argumentos contundentes. Las dos mujeres ya envejecidas y con sus órganos genitales resecos y atrofiados se abalanzan sobre cualquier hombre para que no pueda acercarse a la cría. Ni el amor ni el placer han de provocar a la cría. Endurecidos por el ácido silícico, los labios de la vagina de las dos hembras viejas golpean con un estertor seco, como las tenazas de un cascas moribundo, pero nada cae en sus garras. Así, se ensañan con la carne joven de la hija y nieta y la trocean lentamente mientras hacen guardia armada hasta los dientes para que nadie se acerque a envenenar la sangre adolescente. Por todas partes han puesto espías que controlan el comportamiento de la cría hembra fuera de casa y que, a la llamada de las apoderadas femeninas acuden para exponer tranquilamente el resultado de sus averiguaciones tomando un taza de café. Informan de todo; como premio se les sirve pastel casero. Al retorno de su expedición de reconocimiento comunican lo que han visto junto al antiguo muro defensivo: ¡la preciosa cría con un estudiante de Graz! La niña no saldrá del cascarón doméstico hasta que se corrija y reniegue del hombre. Su casa de campo mira hacia el valle donde viven las espías y, por costumbre, éstas devuelven las miradas a través de los prismáticos.
Ni siquiera barren la mugre de delante de sus puertas y descuidan las labores domésticas tan pronto comienzan a llegar los habitantes de la capital, una vez que ha llegado el verano. El murmullo de un arroyo recorre la pradera. El arroyo se pierde detrás de una gran rama de avellano y continúa más allá de los matorrales en la pradera del vecino. A la izquierda de la casa la pradera se encarama por una ladera escarpada y termina en un bosque, del cual solo son propietarias de una parte, el resto es del Estado. En los alrededores la vista es interrumpida por un pinar, pero aun así se ve exactamente qué hace el vecino, y a su vez éste también ve lo que hace uno. Por los senderos van las vacas a pastar. Al fondo a la izquierda, una carbonera abandonada; a la derecha, un claro con un fresal. En lo alto, nubes, pájaros y también azores y águilas rateras.
Azor madre y águila ratera abuela prohíben a la niña que abandone el nido. LE rebanan la vida en gruesas tajadas y las vecinas se regocijan urdiendo difamaciones. Cada nivel de sedimentos en que se manifiesta algo de vida es visto como terreno en descomposición y ha de ser eliminado. Demasiados paseos dañan los estudios de música. Abajo, junto al muro defensivo revolotean los muchachos; ése es un punto de atracción para ELLA. Ríen a todo pulmón y desaparecen. Allí, entre las mujeres del campo, ELLA conseguiría brillar, ser un centro de atracción. Ha sido adiestrada para llamar la atención. Ha aprendido que Ella es el sol en torno al cual todo gira; basta con que esté quieta y ya acuden los satélites a adorarla. Ella lo sabe: es mejor que las demás porque siempre se lo han dicho. Pero más vale no ponerlo a prueba.
Al fin, contra su voluntad se encaja el violín bajo el mentón y es alzado por un brazo que se resiste. Fuera ríe el sol e invita a tomar un baño. El sol seduce a desnudarse ante los demás, lo que ha sido prohibido por las viejas mujeres de la casa. Los dedos de la mano izquierda oprimen con dolor las cuerdas de acero sobre el mango del violín. El torturado espíritu de Mozart es arrancado del cuerpo del instrumento bajo jadeos y arcadas. El espíritu de Mozart grita desde un abismo porque la estudiante no siente nada, pero está obligada a producir sonidos incesantemente. Bajo chillidos y gruñidos escapan los sonidos del instrumento. Ella no ha de temer a la crítica, lo principal es que algo suene; ésta es la señal de que la niña ha pasado del ejercicio de las escalas musicales a esferas más altas y que ha dejado atrás los restos mortales de su cuerpo. El desollado envoltorio físico de la hija es examinado minuciosamente en búsqueda de huellas de manipulación masculina y a continuación es sacudido con energía. Después de este proceso puede entrar en acción, limpia, seca y bien almidonada. Sin sentimiento alguno y sin que nadie pueda entrometerse a hacerla sentir algo.
La madre acota mordaz que, si la dejasen a su aire, Ella seguramente pondría más empeño en un jovenzuelo que en el piano. El piano ha de ser afinado cada año, ya que el áspero clima alpino daña irremisiblemente al instrumento. El afinador viaja desde Viena con el tren y sube el cerro jadeando rumbo a la casa donde unos chiflados dicen que ha sido instalado un piano de cola, ¡a mil metros sobre el nivel del mar! El afinador advierte que el instrumento resistirá uno o dos años más en el mejor de los casos; para entonces ya comenzará a sucumbir a la silenciosa acción conjunta de la oxidación, la podredumbre y los hongos. La madre cuida la correcta afinación del instrumento y también aprieta constantemente las clavijas de la hija, no porque le preocupe su afinación, sino solo para poner de manifiesto la influencia materna en este instrumento vivo, torpe y fácilmente deformable.
La madre insiste en que las ventanas han de estar bien abiertas durante los llamados «conciertos», aquella dulce recompensa del estudio empeñoso; de este modo, también los vecinos podrán disfrutar de las dulces melodías. Armadas con los prismáticos, madre y abuela controlan desde lo alto si la campesina de la granja colindante atiende como debe ser, junto a toda la familia, y si están correctamente sentados en el banquillo delante de su cabaña escuchando sin chistar. La vecina quiere vender leche, requesón, mantequilla, huevos y verdura, a cambio ha de someterse a la audición delante de su casa. La abuela elogia que, por fin, la vieja vecina dispone de tiempo libre para oír música con las manos sobre el regazo. Toda su vida había esperado ese momento. En la vejez lo ha conseguido. Y, una vez más, qué bello ha sido. También los veraneantes parecen estar sentados junto a Ella y escuchar atentamente a Brahms. La madre canturrea alegre que ellos disfrutan de una música garantizada en su frescura a cambio de la leche tibia de calidad garantizada. Hoy se ofrece a la campesina y a sus visitantes un Chopin que acaba de ser injertado en la niña. La madre le advierte a la niña que debe tocar a todo volumen porque la vecina poco a poco se está quedando sorda. Así, los vecinos oyen una melodía nueva, una que hasta ahora no conocían. Aún tendrán que oírla muchas veces, hasta que lleguen a reconocerla en la oscuridad. Además, hemos abierto la puerta para que puedan oír mejor. El sucio torrente clásico rebosa a través de todas las aberturas de la casa y se expande por las laderas hacia el valle. Los vecinos llegarán a tener la sensación de hallarse en su inmediata cercanía. Basta con que abran la boca y el suero tibio de Chopin se derrama en sus morros. Después seguirá Brahms, este músico de los insatisfechos, sobre todo de la mujer.
Rápidamente concentra todas sus energías, estira las alas y se abalanza hacia delante contra las teclas, que reciben el golpe igual que la tierra soporta la caída en picado de un avión. Toda nota a la que no llega en el primer impulso pasa a pérdida. Ésta es una sutil venganza contra sus torturadoras ignorantes en materia musical; al eliminar una que otra nota siente un ligero cosquilleo de placer. Ningún lego percibe una nota perdida, en cambio, una nota equivocada arranca a los veraneantes de sus tumbonas. ¿Qué es lo que hacen allí arriba? Año a año le pagan a la campesina para disfrutar del silencio del campo y resulta que ahora truena la música en lo alto de la colina.
Las dos madrastras acechan a su víctima, a la que ya le han chupado casi toda la sangre, las dos arañas peludas vestidas con el traje popular austriaco y sus delantales floreados. Incluso tienen más consideraciones con sus vestidos que con los sentimientos de su cautiva. Se ufanan de que la niña haya permanecido tan humilde a pesar de tener por delante una carrera mundial. Por lo pronto la hija y nieta permanece oculta al mundo, para que más tarde no solo sea de propiedad de la mamaíta y de la abuelita, sino de todo el mundo. Al mundo le piden paciencia, la niña le será entregada más adelante.
Una vez más, ¡cuánto público tienes! Mira, al menos siete personas en tumbonas a rayas de colores. Una verdadera prueba de fuego. Pero, una vez que acaba de pavonearse con Brahms, ¿qué es lo que se oye? Como un eco grosero de lo que han oído resuenan las carcajadas estruendosas de los veraneantes en el valle. ¿De qué se ríen tan torpemente? ¿No sienten veneración? Armadas con los cántaros de la leche, madre e hija emprenden una campaña para vengar a Brahms de las risotadas. En esta ocasión los veraneantes se quejan del ruido que trastorna la naturaleza. La madre responde cortante que en las sonatas de Schubert hay más paz bucólica que en la mismísima paz bucólica. Pero claro, no lo entienden. Con la mantequilla de campo y junto al fruto de su vientre, la madre retorna a su cerro solitario, arrogante y sin dirigirles la mirada. Orgullosa la sigue la hija con un jarrón de leche. No se mostrarán al público hasta el próximo atardecer. Los veraneantes seguirán largo tiempo dedicados a su entretención favorita: reírse de los campesinos.
ELLA se siente excluida de todo porque es excluida de todo. Algunos siguen su camino e incluso pasan sin tomarla en cuenta. Tan pequeño es el obstáculo que Ella representa. El excursionista sigue, en cambio, Ella se queda tirada como el papel grasiento de un bocadillo, cuando más, se mueve un poco con el viento. El papel no puede ir muy lejos, se pudre en el lugar en que cae. Esta descomposición tarda años, años en los que no ocurre nada.
Para que ocurra algo ha venido su primo a visitarlas y llena la casa con su vitalidad. Más aún, él atrae otras vidas, vidas ajenas a las que él encandila como una luz a los insectos. El primo estudia medicina y llama la atención de la juventud del pueblo con su rebosante lozanía y sus habilidades deportivas. Cuando está de humor cuenta chistes de médico, y lo llaman Chavalote porque es un chaval que sabe estar de buen humor. Se destaca como una roca en la rompiente formada por la ávida juventud del pueblo, que lo rodea y que quiere imitarlo en todos sus pasos. De pronto ha entrado vida en la casa, porque un hombre siempre trae vida a un hogar. Las mujeres de la casa miran al joven con una sonrisa condescendiente, pero llena de orgullo; sí, él tiene que desahogarse. Pero lo ponen en guardia contra la víboras femeninas que andan buscando matrimonio. El joven disfruta al máximo desahogándose a la vista de todos, necesita público y lo consigue. Hasta su rígida madre sonríe. Sea como sea, el hombre tiene que salir al mundo hostil, entretanto la hija ha de morir, desriñonarse bajo el peso de la música.
A Chavalote le encanta ponerse un bañador minúsculo y, en cuanto a las chicas, tiene preferencia por esos biquinis muy pequeños que últimamente han comenzado a estar muy de moda. Con sus amigos mide centímetro a centímetro lo que cada muchacha tiene para ofrecer y hace burla de aquello que no ofrecen. Chavalote juega al badminton con las chicas del pueblo. Él se esfuerza por iniciarlas en el ejercicio de este arte, para el cual en primer lugar es necesaria la concentración. Le gusta guiar la mano de las chicas con la paleta mientras ellas se avergüenzan de su biquini tan pequeño. Ésta se lo ha comprado con los ahorros que le permite hacer su sueldo de vendedora. La chica desearía casarse con un médico y muestra su figura para que el futuro médico sepa lo que se llevaría. No tiene por qué comprar a ciegas. Los genitales de Chavalote están comprimidos y apenas si caben en una bolsita atada con dos tiras sujetas con un nudo por encima de sus caderas. Es un poco descuidado; no se preocupa de esas cosas. A veces los nudos se sueltan y Chavalote debe volver a atarlos. Es un minibañador.
En la montaña, donde aún consigue ser admirado, el muchacho goza haciendo gala de sus habilidades de luchador. También domina unas cuantas llaves de judo. De tiempo en tiempo hace demostraciones con alguna nueva gracia. Ningún lego en estas artes es capaz de resistir estas llaves y rápidamente va a dar al suelo. Todos ríen a carcajadas y el caído también ha de reírse humildemente con ellos para no acabar siendo motivo de burla. Las muchachas rondan en torno a Chavalote como frutas maduras recién caídas del árbol. El joven deportista no tiene más que recogerlas y servírselas. Las muchachas chillan estridentes mirándose de soslayo cuidadosamente unas a otras y aprovechando para avanzar al próximo lugar más ventajoso. Ruedan por la ladera y sueltan risitas, van a dar sobre guijarros o cardos y chillan. Sobre ellas se halla el jovencito triunfante. Toma por la muñeca a la chica más cercana y presiona y presiona. Aplica un misterioso movimiento de palanca, no se ve muy bien cómo, el caso es que la afectada es doblegada por su fuerza superior y por sus trucos arteros y cae de rodillas a los pies de Chavalote. En parte ella es llevada a tierra por él, en parte ella se deja arrastrar. ¿Quién podría resistir al joven estudiante? Cuando está de muy buen humor, la chica caída que patalea ante él en el suelo es autorizada a besarle los pies; si no lo hace, Chavalote no le da respiro. Besa los pies y la supuesta víctima se hace ilusiones de otros besos, más dulces, porque serán dados y arrancados de forma furtiva.
La luz del sol juega con sus cabezas; en la pequeña piscina se tiran agua y las gotas resplandecen con la luz. Ella practica en el piano e ignora las salvas de risotadas que son disparadas por oleadas. SU madre le ha recomendado enfáticamente que no les preste atención. La madre está sentada en las gradas del balconcillo y ríe, ríe y sostiene en la mano un plato con pastas. La madre dice que se es joven solo una vez, pero con los chillidos nadie la oye.
Con un oído ELLA presta atención al ruido del exterior provocado por su primo y las muchachas. Ve cómo él clava sus dientes sanos en el tiempo devorándoselo con apetito. Para Ella el tiempo es más doloroso cada segundo que pasa; como el engranaje de un reloj, sus dedos marcan el tictac de los segundos sobre las teclas. Las ventanas del cuarto en que estudia tienen barrotes. La sombra de los barrotes es la cruz con la que rechaza el divertido ajetreo que tiene lugar ahí fuera, como la defensa contra un vampiro que pretende chuparle la sangre.
El muchacho salta a la piscina para refrescarse; se lo ha merecido. La piscina fue llenada hace poco con agua fresca, es agua helada del pozo; solo el valiente, el dueño del mundo se atreve a chapotear. Chavalote reaparece en la superficie resoplando como una ballena. ELLA lo percibe todo, pero sin verlo. Entre gritos y bravos se suman al futuro médico las nuevas amiguitas, tantas como quepan. ¡Qué chapoteo y revolcones! Ellas imitan en todo lo que haga Chavalote, ríe la madre. ELLA es tolerante. También la vieja abuela, que Ella comparte con el primo, se acerca de prisa para ver las travesuras del estudiante. Hasta la abuela centenaria toca agua, porque para Chavalote no hay nada sagrado, ni siquiera la edad. Todas ríen del nieto varón, tan vital. Pero la madre, cuidadosa, le llama la atención porque Chavalote no tuvo la precaución de enfriarse cuidadosamente la región cardiaca antes de saltar al agua: al final también ella acaba riendo, y hasta con más fuerza que las demás, aunque contra su voluntad. Se contrae y llega a hipar de risa cuando Chavalote imita con toda naturalidad a una foca. La madre se sacude y se contrae como si en su interior alguien estuviera revolviendo bolas de cristal. Chavalote dispara una pelota al aire e intenta atraparla con la nariz, pero hasta para hacer payasadas se requiere ejercicio. Todos se revuelcan de risa, risotadas van, risotadas vienen hasta las lágrimas. Alguien canta a la tirolesa a toda voz. Otro da gritos como se suele hacer en la montaña. Dentro de un instante estará la comida. Es mejor refrescarse inmediatamente y no más tarde, cuando resulte peligroso.
Enmudecen, se desvanecen los últimos acordes del piano, SUS tendones se relajan, el despertador que había puesto la madre ya ha sonado. Salta en la mitad de la frase y corre hacia fuera cargada de confusos sentimientos juveniles, para quizá alcanzar a participar de la última parte del griterío y jugueteo general. La prima es recibida con los debidos honores. ¿Otra vez te has pasado tanto tiempo practicando? Que tu madre te deje en paz, si estamos de vacaciones. La madre no quiere que la niña esté expuesta a malas influencias. Chavalote, que no bebe ni fuma, agarra un bocadillo de salchichón entre los dientes. Aun cuando la comida estará lista en un instante, las señoras de la casa no pueden negarle un pan a su preferido. En seguida, Chavalote escancia una buena cantidad de jarabe de frambuesa, de la propia cosecha, en un vaso de medio litro, lo llena con agua del pozo y se lo vacía en el gaznate. Con esto ya ha recuperado fuerzas. Con la palma de la mano se golpea satisfecho el musculoso abdomen. También se da golpes en otros músculos. La madre y la abuela pueden discutir durante horas sobre el bendito apetito de Chavalote. Compiten con ingeniosas ideas sobre los detalles de la alimentación, discuten el día entero si Chavalote prefiere las escalopas de ternera o de cerdo. La madre le pregunta al sobrino qué tal los estudios y el sobrino responde que no quiere pensar en eso. Quiere comportarse como un joven y desahogarse. Ya llegará el día en que tenga que aceptar el hecho de que su juventud ha quedado muy atrás.
Chavalote apunta con la vista hacia ELLA y le sugiere que se ría un poco. ¿Por qué está tan seria? Le recomienda el deporte, porque da pie a risas y, en general, porque puede surtir efectos muy positivos. El primo ríe con tanta fuerza por el simple placer deportivo que los restos del bocadillo de salchichón salen disparados de sus fauces. Llega a gemir de placer. Se estira a su gusto. Gira en torno a sí mismo como una peonza y se tira sobre el prado como si estuviera muerto. Pero inmediatamente vuelve a saltar, que nadie se asuste. Porque ahora ha llegado el momento de aplicarle la llave patentada del luchador a la prima, a ella hay que divertirla. La prima se alegra, la tía se disgusta.
A toda velocidad emprende el viaje al suelo, ¡que lo disfrutes! Viaje sin retorno. Desciende a lo largo de su propio eje; hacia abajo con todo el ascensor desciende. Con vértigo ve pasar los árboles, la pequeña barandilla de las escaleras con las rosas silvestres, los que se hallan alrededor, todo desaparece. De un tirón es alzada. Sus costillas se comprimen, la vellosidad del pecho del Chavalote se pierde por encima de su cabeza, el punto de vista cambia y ya tiene en su campo visual las tiras que sostienen el paquete con sus testículos. Inexorablemente aparece de inmediato el pequeño monte Everest de color rojo y más abajo, en visión ampliada, los vellos de los muslos. De pronto el ascensor se detiene. Planta baja. En algún lugar de su espalda crujen con fuerza los huesos y rechinan las articulaciones; tan repentina ha sido la presión. Y, ¡hela ahí!, de rodillas, ¡bravo! Una vez más Chavalote ha conseguido doblegar a una muchacha. Ella está arrodillada ahí, delante de su primo que se divierte con estos juegos inventados para las vacaciones, un niño en vacaciones ante otro niño en vacaciones. Una ligera ráfaga de lágrimas brilla en SU cara; alza la mirada para ver el gesto de una risa a punto de reventar. Este bribón la ha manipulado con verdadero acierto y se alegra de su victoria. Es aplastada en la hierba. La madre hace una llamada de atención cuando ve que la niña es tratada del mismo modo que la juventud del pueblo, la hija prodigiosa a la que todos admiran.
El paquetito rojo cargado de sexo comienza a balancearse, nota sugerente ante SUS ojos. Es propiedad de un seductor al que ninguna resiste. Tan solo por un momento apoya en él su mejilla. Ni ella misma sabe por qué. Al menos una vez quiere sentirlo, quiere tocar con los labios esa resplandeciente bola del árbol de Navidad. Durante un instante es ella quien recibe este paquete. ELLA lo roza con los labios, ¿o quizá fue con el mentón? Ocurrió sin que se lo propusiera. Chavalote no sabe que ha desencadenado una avalancha en su prima. Ella mira y mira. El paquete ha sido puesto ahí para ella como un preparado bajo el microscopio. Cuánto desea que este instante se prolongue, es tan bello…
Nadie alcanzó a darse cuenta, todos estaban ocupados con la comida. Chavalote LA suelta de inmediato y titubea dando un paso hacia atrás. En vista de las circunstancias, hoy prescindirá del besapiés con el cual suele terminar el ejercicio. Se mueve un poco para relajarse, da saltitos para salir de la situación embarazosa y escapa a toda prisa soltando una carcajada. La pradera se lo traga, las señoras llaman a comer. Chavalote ha emprendido el vuelo, ha abandonado el nido. No dice nada. Pronto habrá desaparecido del todo y unos cuantos amiguetes lo seguirán. ¡A cazar en descampado! En ausencia, Chavalote es censurado suavemente por la madre a causa de sus locuras. La madre se ha esforzado tanto en la cocina y ahora se queda con la comida hecha.
Chavalote reaparece mucho más tarde. Reina el silencio de la noche, solo el ruiseñor junto al arroyo. Los demás juegan a las cartas en las gradas del balconcillo. Las mariposas revolotean torpemente en torno a la lámpara a petróleo. Ella no se deja atraer por un haz de luz. Ella está sentada sola en su habitación, separada de la masa que la ha olvidado porque es un peso liviano. No ejerce peso sobre nadie. De un paquete con muchos envoltorios saca una hoja de afeitar. Siempre la lleva consigo, dondequiera que vaya. La hoja de afeitar ríe como el novio ante la novia. Ella prueba cuidadosamente el filo, es tan cortante como debe ser una hoja de afeitar. Entonces aplasta varias veces la hoja profundamente en el dorso de la mano, pero no tanto que pudiera cortarse los tendones. No siente dolor. El metal penetra como en un trozo de mantequilla. Por un instante, en el tejido de la piel aparece una ranura como la de una alcancía, enseguida brota la sangre que hasta entonces permanecía retenida con esfuerzo detrás de las compuertas. En total son cuatro cortes. Basta con eso, de lo contrario se desangraría. Limpia la hoja de afeitar y la guarda. Todo el tiempo brota y corre la sangre de color rojo claro de las heridas y lo mancha todo a su paso. Brota tibiamente y sin hacer ruido, no es molesto. Es muy líquida. Fluye sin cesar. Lo tiñe todo de rojo. Cuatro ranuras de las que brota constantemente. En el suelo y ya también sobre las sábanas se reúnen las cuatro vertientes formando una corriente. Guíate solo por mis lágrimas, pronto te acogerá el pequeño arroyuelo. Se forma un pequeño charco. Y sigue fluyendo. Y fluye y fluye y fluye y fluye.
Por hoy, la siempre pulcra profesora Erika abandona alegremente el lugar en que desarrolla sus actividades musicales. Su discreta partida es acompañada por clarines y trombones, además de uno que otro trino de violín; todo se abre paso a través de las ventanas. Música de acompañamiento. Erika apenas se posa sobre los peldaños de las escaleras. Hoy la madre no la espera. Con resolución, Erika toma inmediatamente un camino que ya ha recorrido una que otra vez. Éste no conduce directamente a casa; quizá haya algún soberbio lobo, un lobo feroz, apoyado en algún poste de telégrafos situado en un descampado y se escarbe entre los dientes para extraer los restos de carne de su última víctima. Erika desea sentar un precedente en su vida más bien monótona e invitar al lobo con la mirada. Lo identificará ya desde la distancia y oirá el rasguido de los tejidos y el reventar de la piel. Esto será ya a última hora de la tarde. En la bruma de verdades musicales a medias, ésta será una experiencia extraordinaria. Erika camina con un destino bien definido.
Calles abismales se abren y vuelven a cerrarse porque Erika no se decide a atravesarlas. Ella mira hacia delante con terquedad cuando casualmente algún hombre le hace un guiño. Éste no es el lobo, y su sexo no se abre húmedo, sino que se tapona férreamente. Como una gran paloma, Erika alza la cabeza, de modo que el hombre continúa su camino y no vuelve a detenerse. El hombre queda sorprendido por el desprendimiento de tierra que ha provocado. Se quita de la cabeza la idea de utilizar o proteger a esta mujer. Erika mira con arrogancia; la nariz, la boca, todo se transforma en una flecha que cruza veloz como queriendo decir: ¡allá voy! Una jauría de jovenzuelos hace un comentario despectivo sobre la señorita Erika. Ellos no saben que se trata de la señorita profesora y no le rinden honores. La falda a cuadros de Erika cubre exactamente hasta las rodillas, ni un milímetro por debajo, ni uno por encima. Además, una blusa de seda que cubre su torso a la medida. La cartera con las partituras, como siempre segura bajo el brazo; la cremallera rigurosamente cerrada. En Erika todo lo que tiene cierres está cerrado.
Hagamos un tramo con el tranvía que va a los suburbios. El billete normal no cubre este recorrido y Erika debe comprar un billete adicional. No suele ir en este rumbo. Estos territorios no se visitan si no es por deber. Tampoco los estudiantes suelen proceder de esta zona. Aquí no hay música que resista más de lo que dura un disco en la gramola.
Los pequeños chiringuitos ya escupen su luz sobre las aceras. En las islas creadas por los faroles hay grupos disputando porque alguien ha formulado una falsa afirmación. Erika ve muchas cosas que no le son muy familiares. Aquí y allí arrancan los ciclomotores o despiden su crepitar punzante por los aires. Después se alejan a toda prisa, como si alguien las esperara. La casa parroquial, donde la noche adquiere colores y por donde no han de circular las ciclomotores porque alteran la paz. Por lo general hay dos personas encaramadas en estos vehículos sin fuerzas; hay que aprovechar el espacio. No cualquiera es dueño de un ciclomotor. Los coches más pequeños van repletos hasta la bandera. Hasta la abuela suele hallarse ahí, entre la parentela, y es llevada de paseo al cementerio.
Erika desciende. Desde aquí sigue a pie. No mira ni a izquierda ni a derecha. Los empleados están poniendo los candados a las puertas de un supermercado; enfrente carraspean suavemente los últimos motores de las conversaciones de las amas de casa. Un falsete se impone sobre un barítono, que las uvas estaban muy pasadas. Las peores eran las últimas, las del recipiente de plástico. Por eso, hoy no había que comprarlas, grazna una a voz en cuello delante de las demás; todo un cerro de quejas e ira. Una cajera lucha con su calculadora detrás de las puertas de cristal. No lo consigue, no consigue descubrir el error. Un niño sobre una patineta, y otro corre junto a él lloriqueando porque le había prometido que él también podría jugar. El otro niño ignora los ruegos del más débil. En otros barrios ya no se ven estas patinetas, piensa Erika. También ella recibió una de regalo y se alegró mucho. Pero no le fue permitido utilizarla porque las calles matan a niños.
La cabeza de una niña de unos cuatro años sale disparada hacia la nuca de un tortazo como un huracán e, inerme, se queda rotando un instante cual si se tratase de un dominguillo que momentáneamente ha perdido el equilibrio, hasta que se recupera con bastante esfuerzo. Al fin la cabeza de la niña retorna a su lugar y estalla en espantosos gritos, ante lo cual la impaciente mujer vuelve a ponerla en movimiento rotatorio. La pequeña cabeza comienza a mostrar señales de tinta apenas perceptibles y que prometen pasar a peor. Ella, la mujer, tiene que cargar pesadas bolsas y de buena gana vería desaparecer a la niña por las rejillas del desagüe. Cada vez que se dispone a maltratar a la pequeña ha de dejar en el suelo las bolsas, con lo cual se suma un trabajo adicional. Pero el pequeño esfuerzo parece merecer la pena. La niña aprende el lenguaje de la violencia, pero es lerda y en la escuela casi no da muestras de progreso. Domina unos cuantos vocablos, los indispensables, aun cuando no es fácil entenderla en medio del griterío.
La mujer y la niña quedan atrás. Desde luego, ¡sí se quedan detenidas cada dos por tres! Son incapaces de avanzar al ritmo de nuestro tiempo. Erika, la caravana, avanza veloz. Éste es un barrio meramente residencial, pero no es bueno. Van llegando los padres de familia y desaparecen por los portales laterales para reaparecer como martillazos en medio de sus familias. Orgullosos y prepotentes suenan los últimos portazos de los coches; hasta el coche más pequeño ocupa el lugar de un favorito indiscutido en estas familias y a él le está permitido todo. Permanece amablemente brillando junto a la acera mientras su dueño va de prisa tras la cena. Quien en este instante no tiene un hogar, lo desea, pero jamás logrará construir algo, ni siquiera a través de la Caja de la Construcción y sus créditos. Los que tienen su hogar aquí, precisamente aquí, prefieren callejear en vez de estar en casa. Cada vez son más los hombres que se cruzan en el camino de Erika. Como por arte de magia han desaparecido las mujeres en sus cuevas, que aquí acostumbran a llamar viviendas. A esta hora no salen solas a la calle. Cuando más van a tomar una cerveza en compañía de sus familiares o visitan a algún pariente. Pero solo si van acompañadas de un adulto. Por todas partes se intuyen su presencia indispensable y sus quehaceres. Los olores de las cocinas. A veces los golpes de las cacerolas y el raspado con un tenedor. Azuloso titila en una que otra ventana el primer serial de la televisión; poco a poco ya está en todos. Ventanas centelleantes con las que se alhaja la noche. Las fachadas se transforman en bambalinas planas detrás de las cuales nadie se imagina qué ocurre; todo es igual y se junta con lo igual. Lo único real es el ruido de la televisión; éste representa la verdadera vida. En este sector todos viven las mismas experiencias, salvo en los pocos casos en que algún sujeto especial ha seleccionado el programa El mundo de la Cristiandad en el segundo canal. Tales individualistas son informados acerca de un congreso eucarístico, sobre el cual incluso se dan cifras. En efecto, actualmente es recompensado el que quiere ser distinto de los demás.
Aquí: ladridos en los que retumba el sonido de la ü del turco. Enseguida se oye la segunda voz, guturales contratenores serbocroatas. Manadas de hombres que aparecen como disparados mediante un arco, pequeños grupos que emergen correteando aisladamente y golpean al unísono: hacia una bóveda bajo la línea del metro, en la cual se ha instalado un peepshow. Está en una de las bóvedas del viaducto, sobre la que pasa retumbando el tren. Se ha aprovechado impecablemente hasta el último rincón, no han desperdiciado ni un centímetro. Es probable que los turcos estén vagamente familiarizados con las bóvedas a través de sus mezquitas. Quizá el conjunto les recuerde un harén. La bóveda de un viaducto, completamente despejada, repleta de mujeres desnudas. Una detrás de la otra, a todas les toca. Un pequeño monte de Venus. En miniatura. Ya se acerca Tannháuser y golpea con su vara. Una bóveda construida con ladrillos. En su interior más de alguno se ha quedado embobado mirando a una mujer. Todo está acomodado perfectamente en este pequeño local donde las mujeres se estiran y retozan. Ellas, las mujeres, se alternan. Rotan de acuerdo con el principio del tedio en la serie del peepshow, para que el cliente fiel y los visitantes regulares puedan ver una buena variedad de carne a intervalos previamente establecidos. De lo contrario, no vuelven. Mal que mal, ellos vienen con su precioso dinero y lo introducen moneda a moneda por la insaciable ranura. Porque cada vez que el asunto se pone atractivo debe introducir otra moneda. Una mano introduce la moneda, la otra bombea la virilidad sin beneficio alguno. En casa, el hombre come por tres y aquí lo tira desconsideradamente por los suelos.
Cada diez minutos retumba el tren suburbano de Viena. Resuena en toda la bóveda, pero las chicas continúan revolcándose imperturbables. Uno se acostumbra a que cada cierto tiempo se oiga este tronar apagado. Se introduce la moneda por la ranura, la ventanilla hace un clic y aparece la carne rosada; es una maravilla de la técnica. Esta carne no debe tocarse, además, ni siquiera se podría porque está separada por una pared. La ventana que da al exterior, hacia la pasarela de las bicicletas, está cubierta con un papel negro. La decoran adornos de color amarillo. Sobre el papel negro se ha colocado un espejo para poderse mirar. No se sabe muy bien para qué, quizá para ordenarse el pelo después de la función. Al lado hay un pequeño sexshop. Ahí se puede adquirir lo que dicte el apetito. En la oferta no se incluyen mujeres, pero, a cambio, hay diminutas prendas de nylon con numerosas aberturas situadas delante y detrás. Una vez en casa, se viste a la mujer con ellas y uno puede meter mano sin que la mujer tenga que quitarse las bragas. También pueden encontrarse camisetas; arriba tienen dos agujeros circulares en los que la mujer ha de introducir las tetas. Lo demás queda cubierto, pero se trasparenta. Cada prenda lleva pequeños encajes. Existen dos colores para elegir, rojo oscuro o negro. A una mujer rubia le va más el negro, a una morena le sienta mejor el rojo. También hay libros y revistas, películas y vídeos, todo más o menos polvoriento. Aquí estos últimos no se venden. La clientela no tiene un aparato de vídeo en casa. Mejor se da la venta de los condones con distintos tipos de rugosidad en la superficie; también las mujeres hinchables. Primero ven ahí dentro a la mujer de verdad, después se compran aquí la imitación. Porque lamentablemente el comprador no puede llevarse al pequeño cubículo las bellezas desnudas y servirse de ellas hasta reventarlas. Estas mujeres no han vivido experiencias profundas, de lo contrario no se expondrían a las miradas tal como lo hacen. Ésta no es una profesión para una mujer. Lo mejor sería llevarse de una vez a una, cualquiera, al fin, todas son iguales. No presentan diferencias fundamentales, cuando más en el color del pelo; los hombres, en cambio, tienen una personalidad más individualizada, uno prefiere esto, aquél lo otro. La cerda cachonda detrás de la ventanilla, o sea, del lado de allá de la barrera, querría a su vez que el buey del otro lado del cristal se arrancara la polla de tanto masturbarse. De esta forma, cada uno saca beneficio del otro y el ambiente es muy relajado. Ningún servicio sin su contrapartida. Ellos pagan y reciben algo a cambio.
El bolsito que Erika lleva junto a su cartera con las partituras está repleto de monedas de diez chelines ahorradas para esta ocasión. Casi nunca aparece una mujer por aquí, pero claro, Erika siempre quiere ser algo especial. Ella es así. Cuando hay muchos que son así o asá, ella por principio quiere ser todo lo contrario. Mientras unos dicen arre, solo ella dice soo, y se alegra de ser como es. Es la única forma en que consigue llamar la atención. Y ahora quiere entrar ahí. Los enclaves e islotes idiomáticos turcos y yugoslavos ceden tímidamente ante esta aparición de otro mundo. De pronto son incapaces de contar hasta tres, pero les encantaría ultrajar mujeres, si pudieran. A espaldas de Erika le dicen cosas que ella por fortuna no comprende. Ella lleva la cabeza en alto. Nadie le mete mano, ni siquiera uno que está completamente borracho. Además, hay un hombre mayor que está atento. ¿Será el dueño o el administrador? Los pocos naturales del país tratan de pasar inadvertidos. Ellos no cuentan con una panda que les insufle seguridad, y, además, aquí tienen que rozarse con gente a la que normalmente evitarían. Están expuestos a un contacto físico que no desean, y el que desean obtener no lo consiguen. Por desgracia, el impulso sexual del hombre es fuerte. Ya no da para una buena copa de vino, ésta es la anterior a la última. Los nativos pasan titubeando junto a los muros del viaducto. Bajo el arco, junto al gran espectáculo, hay una tienda especializada en artículos para esquiar y, en el arco anterior, una tienda de bicicletas. Los de estas tiendas ya están durmiendo, adentro no se ve más que oscuridad. Aquí, en cambio, una luz amable los atrae, estas mariposas nocturnas, estas falenas atrevidas. Ellos quieren ver algo a cambio de su dinero. La separación de uno a otro es rigurosa. Las cabinas de madera están hechas a su medida. Son pequeñas y estrechas y sus inquilinos temporales también son gente pequeña. Por otra parte, mientras menores sean sus dimensiones, más cabinas caben. De este modo se da oportunidad de aligerarse a un número relativamente grande en un tiempo relativamente corto. Las preocupaciones se las llevan de vuelta, pero su valioso semen se queda aquí. Las mujeres de la limpieza se ocuparán de que no fecunde. Aun cuando, en caso de ser consultados, cada uno de ellos cree ser particularmente fértil. Por lo general está todo ocupado. La empresa es una mina de oro, un tesoro. Los trabajadores extranjeros esperan pacientemente en grupos haciendo fila. Matan el tiempo contando chistes sobre mujeres. La pequeñez de las casetas es directamente proporcional a la pequeñez de sus propias viviendas, en las cuales suelen ocupar apenas un rincón. De modo que están acostumbrados a la estrechez y aquí incluso están separados unos de otros mediante un tabique. En cada cubículo solo entra uno cada vez. Ahí está solo consigo mismo. La mujer aparece en la mirilla tan pronto ha introducido el dinero. Los dos apartamentos individuales con atención especial para el hombre exigente están casi siempre vacíos. Porque son pocas las veces que aparece un hombre con deseos singulares.
Erika entra en el local, toda una señora profesora.
Una mano intenta acercársele, algo tímida, pero se recoge de inmediato. Ella no se dirige al área para empleados de la casa, sino al sector destinado a los clientes que pagan. Es la sección principal. Esta mujer quiere ver algo que en casa podría mirar con menos gasto frente al espejo. Los hombres no ocultan su sorpresa, porque ellos han debido ahorrar dinero de la comida para poder venir aquí como furtivos cazadores de mujeres. Máxima atención, la de estos cazadores. Se asoman por las ventanillas y el dinero se agota muy pronto. No puede escapárseles nada.
También Erika viene solo a mirar. Aquí, en esta cabina ya no es nada. Nada hace juego con Erika, pero ella sí que hace buen juego con esta cartuja. Erika es un instrumento compacto con forma humana. La naturaleza no parece haber dejado en ella ninguna abertura. Erika siente que tiene madera maciza donde el Gran Carpintero hizo un orificio a las mujeres de verdad. Es fofo, pútrido, madera solitaria en medio de un bosque, y la descomposición avanza. En cambio, Erika va y viene como una gran señora. Se pudre interiormente, pero rechaza a los turcos con su sola mirada. Los turcos la quieren recuperar para el mundo de los vivos, pero se dan de narices en su altanería.
Erika entra con señorío en la gruta de Venus. Los turcos no son corteses, pero tampoco descorteses. Simplemente dejan que Erika entre con su cartera llena de partituras. Incluso puede abrirse paso hacia delante y nadie lo objeta. Además, lleva guantes. El hombre de la entrada tiene el valor de llamarla distinguida señora. Por favor, pase usted. La hace pasar a la discreta salita en la que los focos alumbran tetas y coños. Así se saca lustre a los triángulos velludos, porque esto es lo primero de lo primero que miran los hombres: en ese sentido existe una regla infalible. El hombre mira a la nada, mira la simple carencia. Primero dirige su mirada a esta nada, después sigue el resto de la mamaíta.
Erika es conducida personalmente a una cabina de lujo. Ella, la señora Erika, no tiene que esperar. Que los demás sigan esperando. Tiene el dinero a punto, igual que su mano izquierda cuando toca el violín. Durante el día saca cuentas de cuánto tiempo podrá mirar con las monedas de diez chelines que tiene ahorradas. Este dinero proviene de ahorros en la merienda. En este momento la carne es iluminada por un foco azul. ¡Incluso utilizan colores! Erika levanta del suelo un pañuelo de papel cargado de semen y se lo pone frente a la nariz. Respira profundamente lo que otro ha producido con intenso trabajo. Respira, mira y deja transcurrir en ello un poco de su tiempo vital. También hay clubes en los que se puede fotografiar. Ahí, cada uno busca su modelo, según gusto y estado de ánimo. Pero Erika no quiere tomar parte en ninguna trama, ella solo quiere mirar. Simplemente estar ahí sentada y mirar. Mirar. Erika, la que mira sin tocar. Erika no siente nada y jamás tiene la posibilidad de acariciarse. La madre duerme en la cama vecina y observa las manos de Erika. Las manos han de practicar y no andar por ahí como las hormigas debajo de la sábana y pasar por el frasco de la mermelada. Tampoco siente nada cuando se corta o cuando se pincha. Lo único que ha llegado a desarrollar estupendamente es el sentido de la vista. La cabina hiede a desinfectante. Las mujeres de la limpieza también son mujeres, aunque no lo parecen. Sin prestar mayor atención recogen en un cubo mugriento el semen de estos cazadores ocasionales. Y aquí hay otra bola de un pañuelo de papel arrugado, dura como el cemento. Si dependiera de Erika, podrían tomarse un descanso y dar reposo a sus huesos maltratados. Siempre agachadas. Erika está simplemente sentada y mira. Ni siquiera se quita los guantes para evitar cualquier roce en esta mazmorra maloliente. Quizá no se quita los guantes para que nadie le vea las esposas. Erika sube el telón y detrás de las bambalinas aparece ella misma moviendo los hilos. ¡Todo el espectáculo está hecho para ella! Aquí no se admiten mujeres contrahechas. Se busca belleza y una buena figura. Cada una ha de someterse a un minucioso control físico, ningún empresario quiere que le den gato por liebre. Lo que Erika no ha conseguido en el escenario de conciertos, aquí lo logran otras mujeres en su lugar. La valoración se hace de acuerdo con el tamaño de las curvas femeninas. Ella mira sin interrupción. Apenas se distrae un instante y ya se ha consumido otra moneda.
Una de pelo negro se ofrece al público en una posición espectacular que permite mirar a su interior. Gira sobre una especie de torno de alfarero. Pero ¿quién gira el torno? Primero junta los muslos, no se ve nada, pero la saliva del deseo fluye a la boca. Entonces abre lentamente las piernas y pasa frente a cada una de las ventanillas. A pesar de los esfuerzos por cuidar la equidad, a veces ocurre que una ventanilla ve más que otra porque la plataforma se mueve ininterrumpidamente. Quien juega, gana, y quizá vuelva a ganar.
A su alrededor la masa se soba y amasa y, a su vez, es cuidadosamente mezclada sin detención por un gran pastelero invisible. Diez pequeñas bombas trabajan a toda marcha. Algunos ya comienzan en secreto a ordeñar fuera para que les cueste menos dinero hasta llegar a disparar. La dama de turno ofrece compañía.
En las ermitas vecinas, los rabos se liberan de su valiosa carga en medió de contracciones y sacudidas. Dentro de poco vuelven a cargarse y nuevamente se ha de aquietar su ansiedad. Hay que contar con cuarenta o cincuenta chelines si se tienen problemas de carga y descarga. Sobre todo si, por mirar, se descuida el trabajo en el propio rodillo. De ahí que constantemente aparezcan nuevas mujeres y ofrezcan distracción. El que es imbécil se dedica a mirar y no hace nada.
Erika mira. El objeto de su placer visual se pasa la mano entre los muslos y, haciendo una pequeña O con la boca, da muestras de estar disfrutando. Excitada de que haya tantos mirando, cierra los ojos y los abre hacia arriba con la cabeza completamente girada. Estira los brazos y se soba los pezones para que se yergan. Se sienta cómodamente y abre generosamente las piernas; ahora se puede mirar desde abajo al interior de la mujer. Juguetea con el vello púbico. Se lame con fuerza los labios mientras uno que otro cazador da con su culebrón en el blanco. Ella muestra con el rostro lo delicioso que sería estar sola contigo. Pero lamentablemente la gran demanda no lo permite. De este modo, a todos les toca, no solo a uno.
Erika mira atentamente. No para aprender. En ella nada se conmueve ni se excita. Pero aun así tiene que mirar. Para su propio disfrute. Cada vez que piensa en irse, algo le dirige enérgicamente la cabeza bien peinada hacia la ventanilla y sigue mirando. La plataforma rotatoria en que se encuentra la bella mujer continúa girando. Sigue y sigue mirando. Ella es tabú para sí misma. Nada de tocarse.
A su derecha e izquierda gimen y lloriquean de placer. Personalmente no llego a entenderlo, replica Erika, yo esperaba más. Un escupitajo de semen da contra el tabique de madera. Las paredes se pueden limpiar fácilmente porque su superficie es lisa. En algún lugar, a la derecha, un señor visitante inscribió piadosamente en correcto alemán las palabras «Sta. María puta ebria». No es frecuente que alguien se dedique a hacer inscripciones en el muro; el hombre ha de concentrarse en otra cosa. No están muy familiarizados con las letras. Solo les queda una mano libre, con frecuencia, ni eso. Además, tienen que introducir las monedas.
Una damita-dragón teñida de rojo ofrece su trasero ligeramente salido en carnes. Masajistas de mala muerte se revientan los dedos desde hace años en su celulitis. Pero, a los hombres, ella les ofrece más a cambio de su dinero. Las cabinas de la derecha ya han visto a la mujer de frente, ahora les toca a las cabinas de la izquierda disfrutar de su parte delantera. Algunos prefieren examinar a la mujer por delante, otros por detrás. La pelirroja mueve una musculatura que por lo general utiliza cuando camina o cuando está sentada. En este instante se sirve de ella para ganar dinero. Se soba con la mano derecha, en la que lleva garras de un rojo furioso. Juguetea rascándose la teta izquierda. Con suavidad se tira el pezón con las agudas uñas artificiales como si fuera un elástico que puede separar del cuerpo y enseguida lo suelta. El pezón se comporta como un cuerpo extraño a ella. Por experiencia, la pelirroja sabe que en ese momento el candidato ha alcanzado 99 puntos. El que no puede ahora, no podrá jamás. El que está solo, seguirá estándolo por mucho tiempo y de mala gana.
Erika ha llegado a un límite. Hasta aquí y no más. Esto realmente va demasiado lejos, dice como es su costumbre. Se levanta. Hace ya mucho tiempo que ha definido sus límites y los ha dejado establecidos a través de contratos irrevocables. En cambio domina el conjunto desde una alta atalaya y por consiguiente tiene una amplia vista sobre el paisaje. La buena perspectiva es un requisito. Tampoco en esta ocasión le interesa lo que sigue. Se va a casa.
Con su sola mirada quita de en medio a los señores visitantes en actitud de esperar. Un señor ansioso toma inmediatamente su lugar. Se forma un pasadizo por el cual Erika pasa y se va. Camina y camina, mecánicamente, tal como antes miraba y miraba. Erika lo hace todo de forma acabada. Nada de cosas a medias, una exigencia que siempre le impuso su madre. Nada de vaguedades. Ningún artista soporta lo inacabado ni las cosas a medias en su obra. A veces la obra queda inconclusa porque el artista muere prematuramente. Erika apunta en esa dirección. Nada se ha roto, nada se ha desteñido. Nada ha palidecido. No ha conseguido nada. No tiene nada que ya antes no estuviera en su mano y no ha surgido nada que no estuviera en ella desde un comienzo.
En casa la madre deja caer un ligero reproche que inunda la tibia incubadora que comparten. Es de esperar que Erika no se haya enfriado durante el viaje, acerca de cuyo destino ha dicho una mentira. De inmediato se pone un grueso camisón de dormir. Erika y su madre cenan un pato relleno con castañas y otras cosas. Una cena de gala. Las castañas llegan a salirse por las costuras del pato; según su costumbre, la madre ha exagerado con sus bondades. El salero y el pimentero solo en parte son de plata, los cubiertos lo son en su totalidad. Hoy la niña tiene las mejillas bien coloradas, lo que alegra a la madre. Esperemos que las mejillas coloradas no sean señal de alguna enfermedad febril. La madre sondea con los labios la frente de Erika. Después del postre la controlará con el termómetro. Por suerte su rubor no se debe a la fiebre. Erika está completamente sana; es un pez en el líquido de la placenta materna y ha sido bien alimentado.
Haces de luz de neón atraviesan fríos los salones gélidos, salones de baile. De los faroles cuelgan racimos de una luz que se difunde como sobre un campo de minigolf. Una reluciente corriente de frío. Sujetos de SU edad se apoltronan en la agradable comodidad de la costumbre, ante mesitas en forma de riñón con copas de cristal en las cuales se balancean cucharas largas como varillas de flores frías. Marrón, amarillo, rosado. Chocolate, vainilla, frambuesa. Las humeantes bolas multicolores casi aparecen teñidas de un gris monótono por las lámparas del techo. Cucharones centelleantes esperan en recipientes con agua; en el agua flotan trozos de hielo. Con una alegría franca que no requiere pruebas, las siluetas jóvenes se acomodan delante de sus torres de helado, en las que se clavan las sombrillas de papel multicolor. Entremedio se esconden como material de arrastre las cerezas de cóctel, los sillares de piña, los guijarros de chocolate. Ininterrumpidamente cucharean su banquete frío y se lo llevan a sus gélidas cuevas, del frío a lo frío, o lo dejan derretirse sin prestarle atención porque se entretienen intercambiando noticias que son más importantes que ese placer frío.
Basta que ELLA mire algo para que SU rostro haga un gesto de rechazo. ELLA piensa que sus emociones son únicas; cuando observa un árbol ve un universo maravilloso en la piña de una conífera. Con un pequeño martillo examina la realidad, ella, la acuciosa dentista del idioma. Las simples copas de los pinos crecen ante sus ojos como picos nevados. Un abanico de colores tiñe el horizonte. Una serie de enormes máquinas irreconocibles pasa a gran distancia, su ruido ronco es apenas perceptible. Son los gigantes de la música y los gigantes de la poesía completamente cubiertos con gigantescas telas de camuflaje. Varios cientos de miles de informaciones se alertan en SU cerebro bien ejercitado y en pocos segundos un desmesurado hongo de humo se eleva oscilando como un ebrio; enseguida, poco a poco se decanta como un vómito gris ceniza. Un polvillo gris cubre rápidamente los instrumentos, todos los vasos capilares y los pistones, los tubos de ensayo y las espirales de enfriamiento. SU habitación se transforma en piedra. Gris. Ni frío ni caliente. Tibio. En la ventana crepita una cortina de nylon rosado, y no porque se mueva con una ráfaga de viento. En el interior, un amueblado sobrio. Inhabitado. Sin uso.
El teclado del piano comienza a cantar bajo los dedos. El gigantesco cúmulo de residuos culturales avanza arrastrándose silenciosamente por todos lados. Mugrientas latas de conserva, platos embadurnados con sobras de comida, cubiertos sucios, restos descompuestos de fruta y pan, discos quebrados, papeles arrugados. En otras viviendas borbota el agua caliente en las bañeras. Una muchacha se hace un peinado nuevo sin pensar en nada. Otra busca una blusa que combine con la falda. Ahí están los zapatos nuevos de punta muy aguda que se pondrá por primera vez. Suena un teléfono. Alguien responde. Alguien ríe. Alguien dice algo.
Es inconmensurable el cúmulo de residuos que se arrastra entre ELLA y LOS DEMÁS. Alguien se ondula el pelo. Alguien busca un esmalte de uñas que haga juego con un lápiz labial. El papel de estaño resplandece al sol. Un mechón queda enganchado en la púa de una horquilla, en el filo de una cuchilla. La horquilla es una horquilla. El cuchillo es un cuchillo. Alteradas por una suave brisa se sueltan ligeramente las capas de una cebolla, se levanta el papel de seda pegoteado al dulce jarabe de frambuesa. El moho de las capas inferiores más antiguas se pudre y se transforma en polvo, alimento para la putrefacción de cortezas de queso y cáscaras de melón, de trozos de vidrio y algodones ennegrecidos a todo le espera el mismo destino.
Y la madre sostiene tirantes SUS riendas. Una vez más se mueven de prisa las dos manos y repiten el Brahms, y esta vez ha de ser mejor. Brahms es frío cuando recurre a los clásicos, pero es conmovedor cuando se apasiona o expresa tristeza. Mas la madre no se deja conmover.
Una cuchara de metal queda ensartada en un helado de fresa que se derrite, simplemente porque una muchacha tiene necesidad de decir algo, sobre lo que otra se ríe. La otra muchacha se acomoda en el cabello el enorme peine de plástico nacarado. Las dos están bien familiarizadas con los movimientos femeninos. Las maneras femeninas brotan de sus miembros como un pequeño arroyo cristalino. Una abre una polvera de baquelita; ante el espejo repasa algo con un rosado desabrido y remarca un poco con negro.
ELLA es un delfín cansado que ejecuta sin ganas su último número artístico. Con un gesto de agotamiento acude hacia el último de los ridículos balones multicolores; el animal lo empuja con su hocico en un movimiento rutinario. Inspira profundamente y lo hace girar. En Un perro andaluz de Buñuel aparecen dos pianos de cola. Enseguida esos dos asnos, medio descompuestos, cabezas pesadas por la sangre que se descarga sobre las teclas. Muerta. Descompuesta. Al margen de todo. En una habitación severa, sin aire.
Alguien se pega las pestañas postizas sobre las pestañas naturales. Corren lágrimas. El arco de las cejas es remarcado con énfasis. Con el mismo lápiz para las cejas marca un punto negro en un lunar del mentón. El asa del peine es introducida varias veces en el moño para soltar un poco esa pila de paja. A continuación vuelve a ser afirmado con una pinza. Se sube las medias, la costura es enderezada. Toma el bolsito acharolado y se lo lleva. Las enaguas crepitan bajo la falda de tafetán. Ya han pagado, ahora salen.
A ELLA se le abren las puertas de un mundo que otras ni siquiera intuyen. Es el mundo de Legoland, Minimundo, un mundo en miniatura, hecho de piezas plásticas rojas, azules. De los pezones que han de dar el propio sustento brota un mundo musical igualmente en miniatura. SU mano izquierda agarrotada, obstruida por una torpeza incorregible, rasguña débilmente las teclas. Quiere volar hacia lo exótico, hacia lo que obnubila los sentidos, lo que supera la razón. Ni siquiera tiene éxito con la gasolinera de Legoland, para la cual existen minuciosas instrucciones. Ella no es más que un instrumento grotesco. Posee un raciocinio pesado, lento. El peso muerto del plomo. ¡Oclusión! Un arma que nunca dispara contra sí misma. Casquillo de latón.
Comienzan a aullar unas orquestas en las que no participan más que flautas, casi cien flautas. Una combinación de diversos tamaños y tipos de flautas. En ellas sopla la carne de los niños. Los sonidos son emitidos por aliento de niños. No se recurre al auxilio del teclado. Las madres han hecho estuches de plástico para las flautas. En los estuches también se guardan pequeños cepillos redondeados para la limpieza. El cuerpo de las flautas se cubre con el vaho tibio de la respiración. La respiración de los niños pequeños produce una multiplicidad de sonidos. ¡El piano no es utilizado como apoyo!
El concierto de cámara, de carácter absolutamente privado y con un público entusiasta, tiene lugar en una antigua casa patricia junto al canal del Danubio, segundo distrito, en la cual la cuarta generación de una familia de inmigrantes polacos presta sus dos pianos de cola y una considerable colección de partituras. Además, ellos poseen una colección de instrumentos antiguos que guardan en el mismo lugar en el que otros tienen el coche, o sea, muy cerca del corazón. No tienen vehículo propio, pero sí tienen una par de bellos violines y violas y una viola d’amore muy especial que cuelga del muro y que está bajo el constante cuidado de uno de los miembros de la familia cuando estalla la música de cámara en la casa; es descolgada solo con fines de estudio. O cuando hay un incendio. Esta gente ama la música y quiere que a los demás les ocurra otro tanto. Con paciencia y con amor, pero, si es necesario, con violencia. Se esmeran en hacer accesible la música a los adolescentes, porque pastar solitario en estas praderas no resulta tan placentero. Al igual que los alcohólicos o los drogadictos, sienten la necesidad de compartir su pasión con la mayor cantidad posible de gente. Los niños son arrastrados hasta acá por medio de los más sofisticados procedimientos. El nieto mimado de sus abuelos, un gordiflón conocido, con el pelo húmedo pegoteado a la cabeza y que chilla ante la menor excusa, o también un niño muy especial que intenta defenderse pero finalmente se da por vencido. Durante los conciertos no se sirven refrigerios. Y tampoco es posible darle un bocado al solemne silencio. Nada de migajas de pan ni de manchas de grasa en el tapiz de los muebles, nada de manchas de vino tinto sobre la cubierta del piano número uno ni sobre la cubierta del piano número dos. ¡Absolutamente nada de chicles! Los niños son pasados por cedazo por si arrastran basuras de fuera. Los niños más gruesos no pasan, se quedan en el cedazo y jamás llegarán a algo con sus instrumentos.
Esta familia no hace gastos innecesarios, la música ha de surtir efecto por sí misma. Ella ha de abrirse camino hacia sus corazones mediante los procedimientos usuales. Tampoco gastan en sí mismos. Erika ha citado al cuerpo completo de su alumnado. Basta una señal de la señora profesora con el dedo meñique. Los niños traen a su orgullosa madre, a un padre orgulloso o a los dos y las impecables familias abarrotan los salones. Saben que obtendrían una mala calificación en el certificado de piano si no asistieran. Solo la muerte sería una razón válida para no concurrir al evento artístico. Otro tipo de razones no son válidas para el amante profesional del arte. Erika Kohut es la estrella.
Para comenzar, el segundo concierto para dos pianos de Bach. El segundo piano es tocado por un anciano que en ya lejanos tiempos de su vida dio algún concierto en la Sala Brahms, donde dispuso de un piano en exclusiva. Esos tiempos han quedado atrás, pero los más viejos aún lo recuerdan. Ni la de la guadaña parece haber sido capaz de incentivar a este señor, que se hace llamar doctor Haberkorn, para que realice obras de más calibre, como lo consiguió con Mozart y con Beethoven y también con Schubert. Aun cuando este último realmente dispuso de poco tiempo. Antes de comenzar, el anciano saluda a su compañera en el segundo piano, siguiendo la costumbre del país, besa galantemente la mano de la señora profesora Erika Kohut, a pesar de la edad.
Queridos amantes de la música y visitantes. Los visitantes se abalanzan sobre la mesa y chasquean con la lengua ante el guiso barroco. Los discípulos escarban en el suelo ya desde el comienzo urdiendo maldades, pero les falta el valor para llevarlas a cabo. No escapan de este gallinero de inspiración artística, aunque las barras en que se sostiene son bastante débiles. Erika viste una sencilla falda recta y larga de terciopelo negro y una blusa de seda. Sobre uno u otro estudiante dispara miradas que podrían hasta cortar un cristal, acompañadas de un leve sacudón con la cabeza. Es exactamente el mismo gesto que la madre le endilgó a la hija con ocasión de su fracasado concierto. Con su parloteo, los dos estudiantes interrumpieron la presentación del dueño de casa. No habrá otra advertencia. En primera fila, junto a la mujer del dueño de casa está sentada la madre de Erika en un sillón especial; es la única que golosea en una bombonera y se deleita con la atención excepcional que merece su hija. Disminuye considerablemente la luz al apoyar un almohadón contra la lamparilla del piano; éste vibra de forma rítmica confundiendo el contrapunto con los dibujos hechos a punto de ganchillo. El almohadón baña a los músicos en una demoníaca luz rojiza. Sobriamente brota el arroyo bachiano. Los estudiantes llevan ropa dominguera o lo que sus padres consideran que lo es. Los padres arrastran el fruto de sus entrañas a estos salones polacos, para que los niños los dejen en paz a ellos y para que también aprendan a dejar en paz a los demás. El recibidor de los polacos está decorado con un enorme espejo modernista en el que está representada una muchacha desnuda entre nenúfares y frente al que siempre se detienen los chiquillos. Arriba, en la sala de música, los pequeños se sientan delante y los grandes atrás, porque ellos de todos modos lo ven todo. Los mayores se ponen a disposición de los dueños de casa cada vez que parezca necesario reprimir a algún mocoso.
Walter Klemmer no se ha perdido ninguno de estos conciertos desde que a sus dulces diecisiete comenzó a aporrear el piano, seriamente y no solo como un pasatiempo. Aquí busca inspiración contante y sonante para su propia interpretación.
El arroyo bachiano fluye hacia el movimiento rápido y, desde atrás, Klemmer examina con creciente apetito a su profesora de piano, cuyo vientre se pierde por debajo del asiento. De eso dispone para enjuiciar su figura. No alcanza a ver nada de la parte delantera de su profesora porque la voluminosa madre de un niño le obstruye la vista. Esta vez está ocupado su lugar predilecto. En las clases, ella está siempre sentada junto a él para tocar el segundo piano.
Junto a la fragata-madre se sienta un diminuto bote de rescate, su hijo, un principiante que viste un pantalón negro, camisa blanca y una pajarita roja con lunares blancos. Desde un comienzo el niño se ha colgado del asiento como un pasajero de avión que se siente mal y que solo desea un rápido aterrizaje. Erika vaga por altísimos corredores aéreos suspendida por efecto del arte y casi llega a desaparecer por los aires. Walter Klemmer la mira con timidez porque ella se aleja de él. Pero no es solo él quien busca asirse involuntariamente a ella, también la madre busca la cuerda de la cometa Erika. ¡Por ningún motivo soltar la cuerda! También la madre es arrastrada hacia arriba hasta quedar apoyada únicamente en la punta de los pies. El viento ruge con fuerza, como suele rugir a estas alturas.
En el último movimiento del Bach, el señor Klemmer siente que se le suben los colores a la cara y que a izquierda y derecha tiene sendos rosetones en las mejillas. En la mano sostiene una rosa roja que le entregará a su maestra después del concierto. Admira sin reparos la técnica de Erika y cómo mueve rítmicamente sus espaldas. Observa cómo su cabeza sopesa cada matiz de la interpretación, buscando el contrapeso. Ve el juego de los músculos de sus brazos, lo que lo excita a causa del juego de carne y movimiento. La carne obedece al movimiento interno de la música y Klemmer anhela que llegue el día en que la profesora le obedezca a él. En su butaca se llena de esperanzas. Una de sus manos pasa a llevar casualmente la horrorosa arma de su sexo. El estudiante Klemmer tiene dificultades para controlarse e intelectualmente calcula las medidas totales de Erika. Compara su mitad superior con la inferior, que quizá sea una pizca más gruesa, pero eso es algo que le gusta. Equipara lo de arriba con lo de abajo. Arriba: una pizca de menos. Abajo: aquí se contabiliza un exceso. Pero, en general, le gusta la figura completa de Erika. Personalmente opina: la señorita Kohut es una mujer muy delicada. Si además llegara a trasladar un poco del exceso de abajo hacia arriba, el conjunto probablemente sería correcto. Naturalmente también sería posible a la inversa, pero eso ya no le gustaría tanto. Si eliminara un poco de lo de abajo también lograría una buena armonía. ¡Pero entonces ya resultaría demasiado delgada! Esta pequeña imperfección provoca que la mujer Erika resulte propiamente atractiva para el estudiante adulto, porque la hace accesible. Toda mujer puede ser encadenada a través de la conciencia de su imperfección física. Además, la mujer ya comienza a entrar en años y él aún es joven. El estudiante Klemmer tiene segundas intenciones, más allá de la música, y en esta ocasión acaba de formularlas intelectualmente. Él es un apasionado por la música. Siente una secreta pasión por su profesora de música. En lo personal opina que la señorita Kohut es precisamente la mujer que un hombre joven desearía poseer para hacer sus primeros pinitos en la vida. Un hombre joven comienza con lo pequeño y se va superando con rapidez. Todos tienen que empezar en algún momento. Muy pronto dejará el nivel de principiante, del mismo modo que un novato en la conducción se compra primero un pequeño coche usado y después, cuando ya lo domina, pasa a un modelo más grande y nuevo. La señorita Erika es toda música y, la verdad, no es nada vieja, según el juicio del estudiante sobre su modelo para los ejercicios. Klemmer parte incluso del segundo escalón, no con un simple Volkswagen, sino con un Opel Kadett. Walter Klemmer, enamorado en secreto, se muerde los restos de las uñas. Su cabeza está roja los rosetones se han extendido y lleva la cabellera rubia medianamente larga. Anda a la moda hasta cierto punto. Es inteligente hasta cierto punto. Nada sobresale en él, nada es exagerado. Se ha dejado crecer un poco el pelo para no parecer tan de hoy, pero tampoco ser tan de ayer. No se deja barba, aunque ha estado tentado. Hasta ahora ha resistido a la tentación. En ocasiones querría darle un largo beso a su profesora y asir su cuerpo. Quiere confrontarla con sus instintos animales. Quiere rozarla repetidamente, como por casualidad. Quiere que parezca como si algún imprudente lo hubiera empujado. Se dejará caer con fuerza sobre ella y se excusará. Después querría abrazarse a ella con toda decisión y quizá, si ella lo permite, sobarse con fuerza en ella. Él hará lo que ella diga y desee, así sacará provecho para amores futuros. Quiere aprender en el trato con una mujer mucho mayor que él, una con la cual no sea necesario proceder con cuidado, como es el caso en el jugueteo con las chicas jóvenes que no lo permiten todo. ¿Tendrá que ver esto con la civilización? Un muchacho primero ha de marcar sus límites para enseguida poder sobrepasarlos a su gusto. Espera pronto poder besar a su maestra, hasta ahogarla. La lamerá por donde ella se lo permita. La morderá donde ella se lo permita. Pero después llegará conscientemente hasta las últimas intimidades. Comenzará por su mano y seguirá adelante. Le enseñará a amar su cuerpo, o al menos a aceptarlo, ya que hasta ahora lo ha negado. La instruirá cuidadosamente en todo lo que es necesario para el amor, pero después se dirigirá a objetivos más gratificantes y a tareas más difíciles, en lo que se refiere al misterio de la mujer. El eterno misterio. Por una vez, él será su maestro. Tampoco le gustan esas eternas faldas de color azul oscuro y las blusas que acostumbra a vestir tan sin gracia. ¡Se ha de vestir de forma juvenil y con colores! Él le explicará qué es lo que son los colores. Le mostrará lo que significa ser realmente joven y multicolor y disfrutarlo en plenitud. Y una vez que ya sepa que es verdaderamente joven, la dejará por otra más joven. Tengo la sensación de que usted desprecia su cuerpo, que solo da paso al arte, señora profesora. Dice Klemmer. Solo le permite satisfacer sus necesidades primordiales, pero no basta solo con comer y dormir. Señorita Kohut, usted piensa que su exterior es su enemigo y que solo la música es su amiga. Sí, mírese en el espejo, ahí puede verse: jamás tendrá un mejor amigo que usted misma. Arréglese un poco, señorita Kohut. Permítame que la llame así.
El señor Klemmer desea ansiosamente llegar a entablar amistad con Erika. Este cadáver sin forma, esta profesora de piano que delata su profesión por su sola presencia; sí, puede desarrollarse, porque aún no es demasiado vieja, esta bolsa de tejidos fláccidos. Incluso es relativamente joven si se la compara con su madre. Esa existencia ridícula, con deformaciones enfermizas, idiotizada y melancólica, que vive solo espiritualmente; este joven le cambiará los polos para traerla de vuelta a este mundo. La hará disfrutar de los placeres del amor, ¡ya lo verás! Walter Klemmer practica el piragüismo en los veranos, incluso ya en primavera, y en los torrentes es capaz de hacer todo tipo de piruetas. Domina un elemento de la naturaleza y también dominará a Erika Kohut, su profesora. Un buen día llegará a mostrarle cómo está construida una piragua. Después deberá aprender cómo se opera para mantener el equilibrio. Para entonces ya la llamará por su nombre: ¡Erika! El pájaro Erika llegará a sentir cómo le crecen las alas, de eso se ocupará el hombre.
Unos pueden aquello, el señor Klemmer esto.
Bach ha llegado a su fin. El arroyo ha dejado de fluir. Los dos maestros, el señor maestro y la señora maestra, se levantan de sus taburetes e inclinan la cabeza como pacientes caballos ante sus sacos de heno, retornan a la vida cotidiana. Declaran que inclinan la cabeza más bien ante el genio de Bach que ante esta masa y sus pobres aplausos; no entienden nada y son demasiado estúpidos como para preguntar. Solo la madre de Erika aplaude hasta herirse las manos. Grita ¡bravo!, ¡bravo! La dueña de casa la apoya sonriendo. A su vez Erika examina la composición de feos colores de esta masa recogida de un estercolero. La luz los obliga a pestañear. Alguien ha quitado el almohadón de la lámpara, ahora todo luce y brilla a su gusto. Éste es el público de Erika. Si no se supiera, difícilmente se creería que se trata de seres humanos. Erika se alza por encima de cada uno de ellos, pero ellos se le acercan, la rozan, dicen incoherencias. El público juvenil es lo que ella ha criado en su propia incubadora. Los ha obligado a venir aquí sirviéndose de los impuros instrumentos de la extorsión, fuertes presiones y peligrosas amenazas. El único que quizá vendría voluntariamente sería el señor Klemmer, el empeñoso aprendiz. Los demás preferirían cualquier programa de la televisión, una partida de ping-pong, un libro u otra tontería. Todos están obligados a asistir. ¡Parecen sentirse gratificados en su mediocridad! Pero se atreven a acercarse a Mozart, a Schubert. Se acomodan como islotes panzones en el líquido amniótico de los sonidos. Momentáneamente se alimentan de él, pero no tienen idea de qué es lo que están bebiendo. El instinto de la manada siempre lleva a valorar muy alto lo mediocre. Lo aprecia como algo valioso. Creen que son fuertes porque representan a la mayoría. En las capas medias no existen la sorpresa ni el temor. Se empujan unos contra otros para sentir la ilusión del calor. En la mediocridad nadie puede encontrarse a solas con algo, mucho menos consigo mismo. ¡Y cuan felices parecen! En su existencia nada les parece reprobable y nadie podría reprobar su existencia. Incluso los reproches de Erika de que la interpretación no ha sido acertada rebotarían sin más en los pacientes muros blandos. Ella, Erika, se halla sola al otro lado y, en lugar de ser orgullosa, se venga. Cada tres meses los obliga a cruzar la verja que deja abierta para que los borregos acudan a escucharla. Desde la autocomplacencia hasta el aburrimiento corretean balando y se atropellan y pisotean unos a otros cada vez que un imbécil los detiene porque ha colgado su abrigo abajo del todo y ahora no lo puede encontrar. Primero quieren entrar todos a la vez, después quieren salir escapando lo más rápido posible. Piensan que, mientras más rápido lleguen al otro pastizal, al pastizal de la música, antes podrán abandonarlo. Pero ahora viene todo un Brahms, después de la pausa, señoras y señores. Queridos alumnos y alumnas. Por esta vez la excepcionalidad de Erika no es una culpa, sino una virtud. Todos la miran embobados, aunque en secreto la odian.
El señor Klemmer se acerca a ella serpenteando y la mira arrobado con sus ojos azules y cara de ocasión. Con las dos manos toma una de las manos de la pianista, saluda modoso y dice que le faltan las palabras, señora profesora. La madre de Erika aparece disparada entre los dos e impide explícitamente el apretón de manos. Nada de gestos de amistad e intimidad, porque podría dañar algún tendón y ello redundaría en perjuicio del concierto. Que haga el favor, la mano ha de volver a su posición natural. Bueno, tampoco es que lo tomemos tan en serio ante este público de tercera clase, ¿no es verdad, señor Klemmer? Hay que tiranizarlos, someterlos y sojuzgarlos para que lleguen a sentir algo. ¡Habría que darles con la porra! Quieren golpes y mucha pasión; todo eso debió vivirlo el compositor en lugar de ellos y tuvo que anotarlo minuciosamente. Quieren oír los gritos, de lo contrario tendrían que gritar constantemente ellos mismos. De aburrimiento. Los tonos grises, las diferenciaciones sutiles no están al alcance de su percepción. Y, de hecho, tanto en la música como en general en el reino de las artes, es tanto más fácil crear contrastes estridentes, oposiciones brutales. Pero esas cosas no son más que baratijas, nada más. Estos borregos no lo saben. No saben nada de nada. En confianza, Erika toma a Klemmer del brazo, que de inmediato comienza a temblar. No sentirá frío en medio de esta horda de adolescentes sanos y con buena circulación. Estos bárbaros ahítos, en un país en el que, en general, reina la barbarie cultural. Mire simplemente en los periódicos: ésos son más bárbaros que aquello de lo que escriben. Un hombre que descuartiza cuidadosamente a su cónyuge y a sus hijos y los guarda en la nevera para devorarlos poco a poco, no es más salvaje que el periódico que lo publica como noticia. ¡Y fue aquí donde Antón Kuh se atrevió a hablar del simio de Zaratustra! Hoy el Kurier ataca a la Kronenzeitung. Klemmer, ¡piénselo detenidamente! Tengo que saludar a la señora profesora Vyoral, señor Klemmer, si no le molesta. En un instante estaré de vuelta con usted.
La madre le pone sobre los hombros una chaquetilla de angora tejida por su propia mano, para que no se le enfríen las articulaciones provocando que aumente el roce. La chaquetilla es como el corpiño de una jarra del té. Algunas veces los objetos de uso, como los rollos de papel higiénico, son protegidos con envoltorios de fabricación casera y aparecen coronados con una borla de color. Suelen decorar el cristal posterior de los coches. Justo en el centro. La borla de Erika es su propia cabeza que se yergue con orgullo. Taconea sobre el hielo resbaloso del parqué, que hoy ha sido protegido con alfombras de mala calidad en los lugares de mayor concurrencia; se dirige hacia su colega algo mayor, para recibir los elogios de boca de un especialista. La madre la empuja discretamente desde atrás. La madre ha puesto una mano en sus espaldas, en el omóplato derecho de Erika, sobre la chaquetilla de angora.
Walter Klemmer sigue sin fumar ni beber; aun así, su energía es sorprendente. Como si estuviera sujeto por ventosas, se arrastra detrás de su profesora en medio de los graznidos de la horda. Permanece pegado junto a ella. Si lo requiere, estará al alcance de su mano. Por si necesita protección masculina. Basta con que gire la cabeza y se topará con él. Él incluso intenta provocar este juego físico. En un instante habrá concluido la pausa. Inspira la cercanía de Erika abriendo al máximo las ventanas de la nariz, como si estuviese en alguna pradera en lo alto de la montaña, adonde se va solo de vez en cuando y por ello hay que respirar con fuerza, para llevar consigo la mayor cantidad de oxígeno a la ciudad. Quita un pelo suelto del brazo de la chaquetilla azul claro y recibe los agradecimientos de nada, por Dios. La madre intuye algo nebuloso, pero no puede evitar reconocer su cortesía y su sentido del deber. Esto está en absoluta oposición con todo lo que ha llegado a ser habitual y necesario en el trato entre personas de distinto sexo. Para la madre, el señor Klemmer es un joven, pero su esencia es mayor.
Un poco más de parloteo antes de entrar en la recta final. Klemmer pregunta, y lamenta al mismo tiempo, por qué poco a poco han ido desapareciendo este tipo de conciertos privados. Primero murieron los maestros, después su música, porque lo que la gente quiere oír son los grandes éxitos, el pop y el rock. Ya no existen familias como ésta. Antes eran muy numerosas. Generaciones de laringólogos se henchían de los cuartetos tardíos de Beethoven o incluso se restregaban en ellos. Durante el día trataban con pinceladas las gargantas heridas por el roce y por las noches se concedían el premio sobándose a sí mismos con Beethoven. En la actualidad los profesionales no hacen más que zapatear al ritmo de las trompetas de un Bruckner y se deshacen en elogios por este buen artesano de la Alta Austria. Despreciar a Bruckner es una torpeza juvenil en la que han caído muchos, señor Klemmer. Más tarde accederá a la comprensión de su obra, créame. Absténgase de ese tipo de juicios en boga mientras no tenga más información, señor colega Klemmer. Éste se siente halagado por la palabra colega, proviniendo de una persona tan autorizada, y de inmediato recurre a expresiones técnicas como el crepúsculo de Schumann y del Schubert tardío. Habla de sus delicados matices y, en sí mismo, él no presenta más matices que un apolillado gris sobre gris.
A continuación el dúo Kohut-Klemmer, en una estridente tonalidad amarillo limón, se refiere a los conciertos que ofrece la ciudad. Molto vivace. Tienen bien ejercitado este dúo. Ninguno de los dos toma parte en estas actividades. No les está permitido tomar parte más que como consumidores, pero sus cualidades los sitúan muy por encima. Sin embargo, no son sino auditores y se llenan de ilusiones a partir de sus conocimientos. Una parte de ellos estuvo a punto de participar: Erika. Pero no llegó a conseguirlo.
Delicadamente se pasean a dúo por el polvillo suelto de los matices intermedios, los mundos intermedios, los espacios intermedios, ése es el lugar de las capas medias. Así, el discreto crepúsculo de Schubert inicia el baile o, según la descripción de Adorno, el crepúsculo en la Fantasía en do mayor de Schumann. Fluye hacia la lejanía, hacia la nada, pero sin enfatizar la apoteosis de la extinción consciente. Vivir el crepúsculo sin tomar conciencia de él, sí, ¡sin referirlo a sí mismo! Los dos guardan silencio por un instante para poder disfrutar lo que dicen en voz alta en un lugar tan inapropiado. Cada uno de ellos piensa que lo comprende mejor que el otro, uno por su juventud, la otra por su madurez. Se disputan el derecho a la ira contra los ignorantes, los que no comprenden, de los que aquí, por ejemplo, hay un buen número reunido. ¡Mírelos, pues, señora profesora! ¡Mírelos detenidamente, señor Klemmer! El vínculo del desprecio une a la maestra y su discípulo. La extinción de la luz vital en Schubert, en Schumann, se halla en la más absoluta contradicción con lo que piensa la masa común y corriente, o sea, la masa sana, al hablar de una tradición sana y al hozar en ella con voluptuosidad. La salud, ¡qué asco! La salud es la manifestación de lo que existe. Los que garabatean los textos para los programas de los conciertos filarmónicos y su detestable conformismo elevan lo sano a la categoría de criterio principal de la música seria; ¡cómo imaginarse tal cosa! En fin, lo sano va siempre de la mano de los vencedores; lo que es débil se pierde. Es rechazado por éstos, sean los aficionados a la sauna o los que mean contra muros callejeros. Beethoven, que les parece un maestro sano, pues, lamentablemente era sordo. Y este Brahms, tan profundamente sano. Klemmer se atreve con el siguiente lanzamiento (que por lo demás da en la cesta): también Bruckner le ha parecido siempre muy sano. Eso merece una seria llamada de atención. Modestamente, Erika muestra las heridas que se ha hecho ella en su roce directo con la actividad musical de Viena y de la provincia. Hasta que se dio por vencida. El que es sensible se quema, la delicada mariposa nocturna. Schumann y Schubert, según Erika Kohut tan tremendamente enfermo uno como otro, y además comparten la primera sílaba, son los que se encuentran más cerca de su maltratado corazón. No el Schumann del que ya se han escapado todas las ideas, sino el Schumann inmediatamente anterior. ¡Un instante anterior! Él ya intuye la pérdida de la razón, por ello sufre hasta en el último de sus vasos sanguíneos, se despide de su vida consciente ya en los coros de ángeles y demonios, pero la retiene por última vez durante un instante, cuando ya no es plenamente consciente de sí mismo. Escucha melancólico, es la tristeza por la pérdida de lo más valioso: la pérdida de sí mismo. La fase en la que aún se sabe lo que se pierde consigo mismo, antes de entregarse del todo.
En una dulce melodía dice Erika que su padre murió completamente trastornado en Steinhof. Por ello Erika necesita cuidados, ya que le ha tocado vivir experiencias muy duras. Ella no quiere seguir hablando de esto en medio de este despliegue escandaloso de salud, pero al menos lo evoca. Su intención es provocar a golpes algunas emociones en Klemmer y para ello utiliza despiadadamente el cincel. Por sus sufrimientos, esta mujer merece hasta el último gramo de dedicación masculina. El interés del joven vuelve a despertarse en toda su estridencia.
Final de la pausa. Por favor, vuelvan a sus asientos. A continuación, lieder de Brahms; la intérprete es una soprano joven y prometedora. Y ya se acerca el fin; por lo demás, imposible superar el dúo Kohut-Haberkorn. Los aplausos son más fuertes que antes de la pausa porque todos se sienten aliviados de que esto ya se acaba. Más gritos de ¡bravo!; ahora no solo provienen de la madre de Erika, sino también de su mejor alumno. La madre y el mejor alumno se examinan por el rabillo del ojo, ambos gritan con fuerza y energía y se ganan la antipatía de los demás. Uno quiere algo, la otra no está dispuesta a entregarlo. Se encienden todas las luces, incluso las de la gran araña, en este momento no se ha de ahorrar en nada. El dueño de casa tiene lágrimas en los ojos. Como pieza fuera de programa, Erika ha ofrecido un Chopin y el dueño de casa piensa en Polonia de noche, su lugar de origen. La cantante y Erika, su encantadora acompañante, reciben enormes ramos de flores. Además, se hacen presentes dos madres y un padre que también le traen flores a la profesora, que estimula a su niño. La prometedora y joven colega cantante ha recibido tan solo un ramo. La madre de Erika interviene amablemente y ayuda a embalsamar los ramos con papel de seda para su transporte. Si solo tenemos que ir con estas preciosas flores hasta la parada, de ahí nos lleva cómodamente el tranvía casi hasta la puerta de casa. Los ahorros comienzan en el taxi y terminan en la casa. Se ofrecen amigos y ayudantes que se sienten imprescindibles, quieren organizar el transporte con un coche particular, pero la madre les hace ver a todos que son prescindibles. No aceptamos favores ni tampoco los concedemos.
Dando trancadas aparece Walter Klemmer trayéndole a su profesora de piano el abrigo de invierno con cuello de zorro, una prenda que ya ha visto en las clases de piano. Lleva un cinturón para entallarlo y tiene ese voluminoso cuello de piel. Enseguida cubre a la madre con su abrigo negro de garras de astracán. Quiere continuar la conversación que debió ser interrumpida. De inmediato dice algo sobre arte y literatura, para el caso de que la señorita Kohut se sienta desangrada por la música, después de este triunfo que acaba de conseguir. Se adhiere firmemente a Erika y le deja marcada su dentadura. Le ayuda con las mangas del abrigo, incluso se toma la confianza de sacar por detrás el cabello que ha quedado aplastado y se lo acomoda encima del cuello de piel. Se ofrece a acompañar a las señoras a la parada del tranvía.
La madre intuye algo que aún es prematuro formular. Erika se alegra con un sentimiento confuso de las atenciones que chisporrotean sobre ella. Es de esperar que no se trate de granizos del tamaño de un huevo que acaben por abollarla. Además, ha recibido una enorme bombonera; la carga Walter Klemmer, que se la ha arrancado de las manos. También lo cargan con un ramo de lirios anaranjados o algo por el estilo. Bajo el peso de las diversas cargas, entre las que la música no es la menor, los tres avanzan a paso lento hacia la parada del tranvía; después de habernos despedido cordialmente de nuestros anfitriones. Que la gente joven se adelante unos pasos, la madre no puede seguir a la misma velocidad que llevan las piernas jóvenes. Puesto que desde atrás la madre tiene mejor vista y puede controlar mejor. Erika titubea ya desde el primer momento, porque la pobre madre ha de venir atrás a trote corto, tan sola. Por lo general, las señoras Kohut disfrutan yendo del brazo y comentando y elogiando con impudicia la actuación de Erika. Un joven venido a más ha ocupado hoy el lugar de la fiel madre, que se queda a la retaguardia, desatendida y olvidada. Las riendas de la madre se tensan y tiran a Erika hacia atrás. La tortura que la madre tenga que ir tan sola ahí atrás. El hecho de que ella misma se haya ofrecido solo agrava la situación. Si el señor Klemmer no se empeñara en ser tan amable, Erika podría ir cómodamente caminando del brazo de su procreadora. Así podrían rumiar juntas la reciente experiencia y quizá escarbarían en la bombonera. Sería como un aperitivo del agradable calor y la comodidad que las espera en casa. Allí todo seguirá tal cual. Quizá alcancen a ver la película en la función nocturna de la televisión. Ese acorde final sería la mejor conclusión para un día tan musical. Y este estudiante se le acerca cada vez más. ¿Es que no puede mantener la distancia? Es incómodo sentir la inmediatez de un cuerpo cálido que irradia juventud. Este joven resulta tan espantosamente intacto y desaprensivo, que Erika entra en pánico. ¿No querrá imponerle su salud vital? La convivencia doméstica bilateral se ve en peligro; nadie debe participar de ella. ¿Quién mejor que la madre podría imponer paz, orden y seguridad al interior de las cuatro paredes? Erika se siente atraída de cuerpo y alma hacia su mullido sillón frente a la televisión, y la puerta con un buen cerrojo. Ella tiene su sillón habitual, la madre el suyo, aunque además suele poner los pies hinchados sobre un taburete persa. La paz familiar se nubla porque este Klemmer no se quita de en medio. ¡No se le ocurrirá irrumpir en su vivienda! Lo que más querría Erika sería volver a las entrañas de su madre y mecerse suavemente en el tibio líquido amniótico, tan tibio y húmedo como puede ser el interior de un cuerpo. Se pone tensa ante la madre cuando Klemmer se le acerca demasiado.
Klemmer habla y habla sin parar. Erika calla. Sus escasos ejercicios con el sexo opuesto se le cruzan por la cabeza, pero el recuerdo no le hace bien. Y, en aquel momento, los hechos tampoco resultaron más auspiciosos. En una ocasión fue con un vendedor cuyos susurros insistían tanto que, para hacerlo callar, ella cedió. La lamentable colección de visitantes desabridos se completa con un joven jurista y un joven maestro de liceo. Pero entre tanto han pasado y se han quedado atrás ya muchos años. Los dos profesionales aparecieron de pronto, después de un concierto, ayudándole con las mangas de su abrigo, ofreciéndoselas como cañones de una ametralladora. Con ello desarmaron a Erika, ya que estaban armados con la más peligrosa de las armas. En todas las ocasiones, Erika solo deseaba correr lo más rápido posible donde estaba su madre. La madre no lo descubrió. De esta forma le tomó el gusto a dos o tres departamentos de soltero, con una cocinilla empotrada en el muro y bañera de asiento. Pastizales agrios para la degustadora de las delicadezas del arte.
Inicialmente disfrutaba posando de pianista, aunque solo pudiera hacerlo en horas fuera de servicio. Ninguno de estos señores había tenido jamás a una pianista sentada en los sillones de su casa. El hombre se comporta automáticamente de forma caballerosa y la mujer disfruta de una vista amplia que va mucho más allá de la figura del hombre. Mas, durante el acto amoroso, no hay mujer que conserve señorío. Los jóvenes galanes no tardaban en tomarse todo tipo de libertades, de las que hacían uso en cualquier situación. Ya no se la recibía junto a la puerta del coche, le llovía sarcasmo ante cualquier torpeza. Después, la mujer es engañada, se le miente, se la tortura y ya no se la llama con frecuencia. Intencionadamente se le ocultan determinadas intenciones. Una, dos cartas quedan sin respuesta. La mujer espera y espera, todo en vano. Y no pregunta por qué espera, ya que teme más la respuesta que la espera. Entre tanto el hombre comienza decididamente la operación con otras mujeres y otras vidas.
Estos jóvenes echaron a rodar el deseo en Erika; poco después lo detuvieron. Le cerraron el grifo. Solo permitieron que le tomara el olor al gas. Erika intentaba encadenarlos a ella con pasión y placer. Solía golpear con violencia el peso muerto que se balanceaba sobre ella, el entusiasmo la llevaba a dar gritos. Con las uñas arañaba de forma premeditada las espaldas de su contrincante. No sentía nada. Simulaba un placer desenfrenado para que el hombre acabara de una vez. El señor acaba, pero quiere otra vez. Erika no siente nada y jamás ha sentido algo. Es tan insensible como un trozo de pizarra bajo la lluvia.
Todos estos señores abandonaron a Erika en corto plazo y ahora ella ya no quiere que se le monte ninguno más. El hombre no ofrece más que estímulos debiluchos y sus empeños son flojos. No se toman el trabajo de atender como corresponde a una mujer tan extraordinaria como Erika. Nunca volverán a conocer a una mujer como ella. Porque esta mujer es única. Lo lamentarán toda su vida, pero aun así lo hacen. Ven a Erika, dan media vuelta y se van. No se toman el trabajo de enterarse en detalle de las extraordinarias cualidades artísticas de esta mujer, prefieren ocuparse de su mediocridad, de sus propios conocimientos y oportunidades. Esta mujer es demasiado paquete para sus pobres navajitas sin filo. Se resignan a que ella se ponga mustia y se seque. Ello no les lleva a perder ni un minuto de su sueño. Erika se encoge como una momia y ellos siguen dedicados a sus tediosos negocios, como si no estuvieran frente a una flor exótica que pide riego.
Sin tener noticia de estos hechos, el señor Klemmer se mece como si él mismo fuese un ramo de flores que camina junto a la señora Kohut hija y con la señora Kohut madre siguiendo la estela. Es tan joven. Ni siquiera intuye lo joven que es. Piensa en su profesora y la mira de reojo con admiración y unción. Con ella comparte los misterios del arte. Seguramente también la mujer a su lado piensa, igual que él, cómo poner fuera de juego a la madre. Qué hacer para invitarla a una copa de vino y así concluir el día festejando. Klemmer no pide más. Para él, la profesora es pura. Despachar a la madre, sacar de paseo a Erika. ¡Erika! Así menta su nombre. Ella simula un malentendido y apura el paso, para que avancemos y para que a este joven no se le ocurra nada más. ¡Que se vaya de una vez! Por aquí hay tantos caminos por los que podría desaparecer. Tan pronto se haya ido comentará detenidamente los hechos con su madre: en secreto, este estudiante la adora. ¿Verá usted hoy la película de Fred Astaire? ¡Yo sí! No me la pierdo. El señor Klemmer sabe lo que le espera, ¡nada!
En la oscuridad del paso superior del tren urbano, Klemmer acomete un osado intento, en tanto coge a hurtadillas la mano de la señora profesora. Déme la mano, Erika. Esta mano que toca tan maravillosamente el piano. La mano fría se escabulle por las mallas y desaparece. Se levanta un airecillo pero de inmediato vuelve la quietud. Ella actúa como si el acercamiento no hubiera ocurrido. Primer intento fallido. La mano se atrevió solo porque la madre caminaba algo distante a su lado. La madre ha pasado a ser un sidecar para poder controlar el frente de la joven pareja. A esta hora no hay peligro de coches y en este tramo la acera es demasiado estrecha. La hija piensa que hay peligro y abre camino en la acera para la osada madre. Los intentos manuales de Klemmer fracasan.
El siguiente empeño en el curso de este ajetreado camino corre por cuenta de la boca de Klemmer. Se abre y se cierra sin que a su alrededor se creen la pequeñas arrugas propias de la edad. No le cuesta trabajo. Quiere intercambiar ideas con Erika sobre el contenido de un libro. Una obra de Norman Mailer, al que Klemmer admira como hombre y como escritor. Él vio tal y tal cosa en el libro, ¿quizá Erika haya visto algo completamente distinto? Erika no lo ha leído y la conversación se desvanece. De este modo es imposible llegar a ningún trato. A Erika le gustaría recuperar su juventud perdida y Klemmer hace fintas con aires de pretendiente. El rostro del joven reluce suavemente a la luz de las farolas y de los escaparates; a su lado se encoge la pianista como una hoja de papel incandescente en el horno del deseo. No se atreve a mirar al hombre. La madre intervendrá para imponer una separación de la pareja en el momento en que le parezca necesario. Erika responde con monosílabos, desinteresada, una actitud que se acentúa a medida que se acercan a su destino, el tranvía. La madre impide cualquier transacción entre la juventud que tiene delante de ella hablando de un catarro cuyos síntomas dibuja con grandes movimientos sobre el muro. La hija le da la razón. Ahora mismo hay que evitar el contagio, mañana ya podría ser demasiado tarde. Por última vez el señor Klemmer abre desesperadamente sus alas y declara a voz en cuello que él sabe de un buen remedio: generar defensas a tiempo. Recomienda la sauna. Aconseja nadar unas cuantas vueltas en la piscina. En general, recomienda el deporte y sobre todo una de sus formas más apasionantes: el piragüismo en aguas turbulentas. Ahora, en invierno, lo impide el hielo, por lo pronto, hay que buscar alternativas en otros géneros deportivos. Pero en primavera, dentro de muy poco, es la mejor época porque los ríos aumentan su caudal con las aguas de los derretimientos y arrastran con todo lo que se les pone en el camino. Después de esto, Klemmer aconseja otra vez la sauna. Recomienda correr durante un buen rato, correr por el bosque y, en general, hacer ejercicio corriendo. Erika no lo escucha, pero lo mira de soslayo e inmediatamente se escabulle incómoda. Mira casi involuntariamente desde el interior del calabozo de su cuerpo. No desgastará los barrotes con la lima. La madre no le permitirá que se acerque a los barrotes. Diga lo que diga Erika, Klemmer no está de acuerdo, este luchador empedernido; avanza con osadía unos cuantos pasos más, este novillo que sobrepasa el cercado, ¿querrá ir hacia la vaca o simplemente quiere pastar en otro potrero? No se sabe. Recomienda el deporte para desarrollar el gusto y, en general, el sentido del propio cuerpo. Usted no se imagina, señora profesora, cuánto placer se puede llegar a sentir con el propio cuerpo. Pregúntele lo que quiere y él se lo dirá. Inicialmente el cuerpo quizá parezca algo irrelevante, pero después, ¡vaya! Se estimula y desarrolla músculos. Se yergue en el aire fresco. Pero también tiene conciencia de sus limitaciones. Y como siempre, también en este caso: lo mejor es su deporte favorito, el piragüismo en aguas turbulentas. A Erika se le cruza por la cabeza el vago recuerdo de que ha visto algo así en la televisión: piragüistas en aguas turbulentas. Fue en un prolongado programa durante el fin de semana, antes de que comenzara la película. Recuerda a los piragüistas con sus chalecos salvavidas de color naranja y cascos acolchados en la cabeza. Estaban metidos en su botes minúsculos, o algo por el estilo, como las peras del Williams en el interior de las botellas de licor. Con frecuencia se volcaban al realizar sus piruetas. Erika sonríe. Por un instante recuerda a uno de esos señores por el que llegó a gritar con todas sus fuerzas, e inmediatamente lo olvida. Le queda un vago deseo que también olvida enseguida. Al fin. ¡Casi hemos llegado! El señor Klemmer siente que las palabras se le congelan en la boca. Con dificultades logra decir algo de esquiar, para lo cual la temporada está comenzando. Ni siquiera es necesario ir muy lejos de la ciudad y ya se encuentra uno con las mejores laderas con el declive que desee. ¿No es estupendo? Venga conmigo en alguna ocasión, señora profesora, puesto que la juventud llama siempre a la juventud. Allí nos encontraríamos con amigos de mi edad que se ocuparán de buena gana de usted, señora profesora. La madre concluye la conversación diciendo: nosotras no somos muy deportistas; ella, que jamás ha visto un deporte más allá de la pantalla de televisión. En invierno preferimos recogernos en casa con una buena novela policíaca. En general, a nosotras nos gusta recogernos, retirarnos de todo. La procedencia de las ofertas ya la conocemos y no tenemos interés en saber cuál es el propósito. Por lo demás, una se puede romper una pierna.
El señor Klemmer dice que él puede utilizar en cualquier momento el coche de su padre, basta que le avise con tiempo. Su mano escarba en la oscuridad y reaparece tan vacía como al comienzo.
Erika siente que su rechazo va en aumento, ¡que se vaya de una vez! ¡También puede llevarse su mano! ¡Fuera! Él representa para ella un terrible desafío y Erika está acostumbrada a afrontar únicamente los desafíos que le impone la interpretación musical fidedigna. Al fin la parada del tranvía; la construcción de plexiglás aparece bajo una luz tranquilizadora y dentro hay un banco. No se ve ningún asaltante y ellas dos sí que pueden con Klemmer. Además, hay otros dos que aguardan en silencio, dos mujeres, solas, sin protección. A esta hora, ya tan tarde, la frecuencia de los tranvías disminuye y Klemmer aún no se va. Si bien el asesino no aparece, quizá todavía llegue y haya que recurrir a Klemmer. Erika está harta, que acaben de una vez los acercamientos, que alejen de ella ese cáliz. ¡Ahí viene el tranvía! En seguida, desde la distancia, lo conversará detenidamente con la madre, tan pronto se vaya el señor Klemmer. Primero ha de irse, después pasará a ser tema de conversación. No cosquillea más que una pluma sobre un trozo de piel. El tranvía llega y se va llevándose a las dos señoras Kohut. El señor Klemmer se despide moviendo la mano, pero las señoras están ocupadísimas con sus monederos pagando los billetes.
Desvalida cae la niña, de cuyas cualidades se habla por doquier, pero que en sus movimientos parece como si estuviese metida hasta el cuello en un saco; ha caído al tropezar con unas cuerdas tensadas a poca altura. Queda remando con brazos y piernas. Dando voces se queja que otros han puesto desconsideradamente estas vallas en su camino. Ella jamás tiene la culpa. Los maestros, que han visto lo ocurrido, saludan y consuelan a la niña fatigada por sus esfuerzos musicales que por una parte sacrifica en beneficio de la música todo su tiempo libre y por otra es el hazmerreír de los demás. De todos modos, en los maestros hay una ligera repulsión, una sutil antipatía soterrada cuando manifiestan que Ella es la única que después de la escuela no se dedica a hacer estupideces. Pesan humillaciones sobre SU ánimo, por las que SE queja ante su madre en casa. A su vez, de inmediato, la madre acude a la escuela a quejarse, acusando a voz en cuello a las demás colegialas que intentan descarriar a su precioso retoño. Entonces es cuando la ira contenida de las demás golpea con toda propiedad. Es un circuito de quejas y más motivos para quejas. Canastillos de metal repletos de botellas de leche vacías destinadas a la merienda escolar se le aparecen cada dos por tres en SU camino buscando en vano llamar su atención. Pero ella se concentra en secreto en sus compañeros varones, a los que espía furtiva con el rabillo del ojo, mientras la cabeza, muy erguida, mira en una dirección completamente diferente y no acusa noticias de los proyectos de hombre. O de lo que ellos ejercitan como masculinidad.
Los obstáculos acechan en las aulas malolientes. Por las mañanas suda ahí el alumno común y corriente que a duras penas consigue alcanzar la media del objetivo del curso mientras sus padres activan nerviosos los interruptores de su intelecto. Por las tardes el aula muda sus funciones para servir a los talentos extraordinarios que se dedican a cosas extraordinarias: el señalado estudiante de música que asiste ahí a la escuela de música. Como espantapájaros sonoros retumban los estridentes aparatos en los silenciosos cuartos del pensamiento. A diario la escuela está anegada de valores imperecederos, del saber y de la música. Hay estudiantes de música de todas las edades y tamaños, incluso estudiantes de bachillerato y egresados. A todos los une el empeño por producir sonidos, en solitario o acompañados.
ELLA se obstina más y más en acceder a las dispersas burbujas de aire de una vida interior que los demás ni siquiera sospechan. En lo esencial es bella como algo extraterrestre y esta esencia se ha precipitado por sí misma en su cabeza. Los demás no ven esta belleza. ELLA cree que es bella y espiritualmente se cubre con un rostro de ilustrada. Muda de rostro a su gusto, una vez rubia, otra morena, así es cómo les gustan las mujeres a los hombres. Y ella se rige en función de ello, ya que también quiere ser amada. En sí misma es cualquier cosa menos bella. Es talentosa, gracias, de nada, pero no es bella. Más bien es deslucida y su madre se lo recuerda a cada instante para que en ningún caso se crea guapa. Solo con SUS capacidades y SU saber podrá llegar a cazar a alguien, señala la madre de la forma más artera. Y de paso le advierte que la matará a palos tan pronto la descubra con un hombre. La madre permanece sentada y la tiene en la mirilla, controla, busca, hace cuentas, resuelve, castiga. ELLA está enredada en el ovillo de sus deberes cotidianos como una momia egipcia, pero nadie se toma la molestia de echarle una mirada. Durante tres años persevera en el deseo de tener su primer par de zapatos de tacones altos. Jamás desiste por olvido. La perseverancia es requisito para su deseo. Hasta que los consiga, puede aplicar la perseverancia al estudio de las sonatas de Bach, en premio de cuyo dominio la astuta madre le hace creer que obtendrá los zapatos. No los obtendrá jamás. Se los puede comprar ella misma cuando gane su propio dinero. Los zapatos permanecen suspendidos como una carnada. De esta forma la madre le saca otra pieza y otra pieza de Hindemith; en cambio, la madre ama a la hija como jamás lo harían los zapatos.
ELLA siempre se sitúa muy por encima de los demás. La madre la eleva siempre muy por encima de los demás. A todos los deja muy por detrás y muy por debajo de sí.
Con el correr de los años, sus deseos inocentes se transforman en afán devastador, en deseos de destrucción. Quiere a cualquier precio lo que otros tienen. Lo que no puede obtener, intenta destruirlo. Comienza a robar cosas. En el taller del altillo, donde se realizan las clases de dibujo, desaparecen ejércitos de acuarelas, lápices, pinceles, reglas. Desaparecen unas gafas plásticas de sol, cuyos cristales producen un reflejo multicolor; una novedad muy de moda. Por temor, los objetos robados, que ya no le servirán a nadie, van a parar de inmediato al primer basurero que encuentra por la calle, para que no sean descubiertos en su propiedad. La madre busca y siempre encuentra, ya sea un chocolate comprado a hurtadillas o un helado que se ha agenciado ahorrándose el dinero del tranvía.
En lugar de las gafas de sol habría preferido apropiarse del vestido de franela gris de otra chica. Pero no es fácil robar el vestido, ya que su propietaria siempre está metida dentro de él. Como compensación ELLA descubre, a través de un cuidadoso trabajo de detective, que el vestido fue financiado con el propio cuerpo ejerciendo la prostitución infantil. Durante días siguió la sombra gris de la lobezna propietaria del vestido; en el mismo distrito se encuentran tanto el conservatorio como el Bar Bristol con su clientela de mediana edad que mira a la chiquita, tan sola hoy. La compañera de colegio cuenta apenas dulces dieciséis años y, como corresponde, su delito es denunciado. LE cuenta a la madre qué vestido desea y cómo se lo puede financiar. Las palabras fluyen con falsa inocencia de sus labios, para que la madre se regocije con la candidez de la propia niña y la elogie. De inmediato la madre se ata bien las espuelas de las botas de caza. Resoplando y echando espuma por la boca se deja caer en la escuela y, mientras se sostiene la cabeza, exige una sonora expulsión. La modelo y su vestido gris desaparecen de la institución; ya no tiene el vestido delante de la vista, pero lo tiene metido en el corazón, y a causa de él pasará largo tiempo hurgando en sus heridas y grietas sangrientas. La dueña del vestido es condenada a trabajar como vendedora en una perfumería del centro de la ciudad y tendrá que soportar el resto de su vida sin los placeres de una cultura general. Lo que pudo haber llegado a ser, no fue.
En premio por la rápida comunicación del peligro LE es permitido fabricar con sus propias manos una cartera para el colegio, tan extravagante como singular, utilizando pobres restos de cuero. De este modo se habrá cuidado de que tenga una actividad provechosa, para un tiempo libre del que no dispone. Pasará mucho tiempo hasta que la cartera esté acabada. Pero entonces habrá hecho algo que ningún otro posee ni tampoco querría poseer. Nadie más que ELLA posee una cartera tan singular y ¡hasta se atreve a salir a la calle con ella! Los proyectos de hombre y futuros músicos con los cuales practica música de cámara y, como parte del deber, forma parte de una orquesta, despiertan en ella una melancolía duradera que, desde hacía ya mucho tiempo, parecía profundamente adormecida. Por esta razón, hacia el exterior ELLA manifiesta un orgullo incontrolable, pero ¿de qué? La madre ruega e invoca que no se conceda nada porque después no se lo podrá perdonar a sí misma. ELLA no es capaz de tolerarse ni el más pequeño error, que seguirá pinchándola e hiriéndola durante meses. Con frecuencia se revuelca con ideas obsesivas; cómo podría haber hecho tal y tal cosa de otra forma, pero ya es demasiado tarde. El diminuto proyecto de orquesta es dirigido personalmente por la profesora de violín; aquí el primer violín representa el poder absoluto. ELLA busca el trato con los poderosos para que éstos la lleven a su altura. Siempre ha rondado en torno al poder, desde que vio a su madre por primera vez. El muchacho, al cual han de seguir los demás violines como la veleta de la torre que señala la dirección del viento, se pasa las pausas leyendo libros serios para su próximo examen de madurez. Dice que para él muy pronto comenzará una vida seria, o sea, los estudios superiores. Hace planes y los comenta con valentía. A veces mira distraído a través de ELLA, quizá repitiendo una fórmula matemática o quizá una relativa al gran mundo. Jamás atraparía su mirada, porque ella mira altanera hacia el techo. En él, ella no ve al individuo, sino al músico; ella no lo ve y él ha de darse cuenta de que, para ella, él no es más que aire. Por dentro se derrite. Con su mecha, ella brilla más que mil soles y encandila a la rata maloliente que se oculta en su propio sexo. Con el fin de que él le dirija la mirada, en una ocasión se golpea con fuerza la mano izquierda con la cubierta del estuche de madera de su violín, una mano que le hace tanta falta. Da un aullido de dolor para que él la mire. Quizá sea amable con ella. Pero ¡no!, quiere hacer el servicio militar para no seguir arrastrando ese asunto. Por lo demás, su deseo es ser profesor de historia natural, de alemán y de música. Por el momento lo único que domina con bastante acierto es la música. Para que él la acepte como mujer, para ser registrada como hembra en su agenda mental, en las pausas ella se sienta a tocar el piano solo para él. Es muy hábil en el piano, pero él la juzga únicamente en función de su espantosa tosquedad en la vida cotidiana. Esas torpezas que le impiden encaramarse en su corazón.
ELLA decide: ¡a nadie entregará hasta el último y más recóndito rincón de su yo, sus más íntimos resquicios! Quiere conservarlo todo y, en lo posible, acumular un poco más. Lo que se tiene, se es. ELLA acumula montañas escarpadas, la cúspide la conforman sus conocimientos y cualidades, sobre los que se ha ido acumulando la nieve. Solo el más valiente de los esquiadores tendrá éxito al escalarla. En cualquier momento el muchacho puede resbalar por sus pendientes, caer por el vacío en una grieta de hielo. Es ELLA quien le ha confiado a alguien la llave de su precioso corazón, del témpano cincelado de su espíritu, por ello puede recuperarlo en cualquier momento.
De este modo, ELLA espera impaciente que su valor como futura virtuosa de la música suba en la bolsa de valores de la vida. Espera silenciosa, cada vez más silenciosa, que alguno se decida por ella y, a su vez, ella gozosa se decidirá de inmediato por él. Será un individuo excepcional con dotes musicales, sin ningún tipo de vanidad. Pero éste ya ha hecho su elección: estudios de inglés o estudios de alemán. Su orgullo es razonable.
Desde fuera le hace guiños algo en lo que ella decide no participar para poder vanagloriarse de que no le interesa. Ella desea acumular medallas, placas conmemorativas por su exitosa marginación, así no permite ser medida ni sopesada. Rema con torpeza como un animal de piel rasgada y garras sin filo, manotea nadando con dificultad y a empujones en el tibio líquido materno, temerosa, sacando la cabeza; ¿dónde ha quedado la orilla que la rescatará? El salto hacia arriba, al terreno seco envuelto en bruma, le resulta demasiado trabajoso, con excesiva frecuencia ha caído a lo largo del resbaladizo declive.
Desea a un hombre que sepa mucho y que toque el violín. Pero éste no la acariciará antes de que ella lo tenga bajo su dominio. El huidizo macho cabrío se encarama por las piedras, pero no tiene energías para escarbar bajo los escombros en búsqueda de su feminidad. Él opina que une femme est une femme. En seguida hace un chiste sobre la veleidad del género femenino y dice; ¡estas mujeres! Cuando le pasa a ELLA la baraja para que haga juego, la mira sin percatarse realmente de su existencia. No decide en contra de ELLA, simplemente decide sin ELLA.
ELLA jamás se expondría a situaciones en las que pudiera aparecer débil o tan solo subordinada. Por ello se queda donde está. Recorre únicamente los estadios habituales del estudio y la obediencia, no incursiona en otros territorios. La rosca de la prensa rechina, esta prensa que le aplastará las uñas de los dedos hasta extraerle toda la sangre. Ya su raciocinio le exige que estudie, puesto que en tanto esté empeñada en superarse, seguirá viva, eso le han dicho. La obediencia es una exigencia que plantea la madre. Y, el que se expone, muere, también éste es un consejo de la madre. Cuando no hay nadie en casa, se hiere voluntariamente en la propia carne. Siempre está esperando el momento en que pueda herirse sin ser observada. Apenas suena el picaporte, va en busca de la cuchilla para todo uso de su padre, su pequeño amuleto. Le quita el envoltorio dominguero de cinco capas virginales de plástico. Es hábil en el manejo de cuchillas; mejor que peor, tiene que afeitar al padre, esa blanda mejilla paterna bajo una frente completamente vacía a la que no enturbia ni una sola idea ni se enreda en voluntad alguna. La cuchilla está destinada a SU carne. Esta planchita delgada, elegante, de acero azulado, flexible, elástica. Se sienta con las piernas abiertas frente al espejo de aumento que se usa para el afeitado y realiza un corte que agranda la abertura que constituye la puerta al interior de su cuerpo. Entre tanto ha ganado experiencia, de modo que el corte con la cuchilla no le causa dolor; sus manos, brazos y piernas han sido usados muchas veces para estos experimentos. Su pasatiempo es precisamente hacerse cortes en el propio cuerpo.
Al igual que la cavidad bucal, tampoco esta entrada y salida de su cuerpo puede considerarse bella, pero es necesaria. Ella se entrega plenamente a sus propias manos, lo que en todo caso es mejor que estar entregado a las manos de otro. Tiene el control en sus manos, y sus manos tienen sensibilidad. Sabe exactamente con cuánta frecuencia y en qué profundidad. La abertura es tensada desde la tuerca de sostén del espejo y aprovecha la oportunidad para hacer el corte. Rápido, antes de que llegue alguien. Con escasos conocimientos de anatomía y con aún menos fortuna, el acero ataca y penetra allí donde ella piensa que ha de haber una abertura. Se abre, se sorprende por la transformación y mana la sangre. Tiene un aspecto extraño la sangre, pero no mejora con la costumbre. Tampoco esta vez siente dolor. Sin embargo, SE corta en el lugar equivocado y separa lo que Dios Padre y la Madre Naturaleza han unido con afán. El ser humano no debe intervenir y ello trae una venganza consigo. No siente nada. Por un instante las dos caras de la carne cortada se miran sorprendidas ya que, de pronto, en medio de ellas ha surgido este espacio que antes no existía. Durante muchos años compartieron penas y alegrías y ahora ¡esta separación! En el espejo las mitades se ven invertidas, de modo que ninguna sabe qué mitad es. En seguida brota abundante sangre. Las gotas de sangre aparecen, fluyen y se mezclan con sus compañeras formando un verdadero hilo. Después, cuando se unen los hilos de sangre, corre un flujo rojo, homogéneo y tranquilo. De tanta sangre, no ve qué es lo que ha cortado. Es su propio cuerpo, pero éste le resulta tremendamente ajeno. En eso no había pensado, ahora ya no podrá controlar la línea del corte, tal como se haría con el corte de un vestido, en el que cada una de las líneas de puntos o de pequeños trazos es marcado con un rodillo para conservar el control y tener dominio de la situación. Por lo pronto ha de detener la sangre y en este proceso siente miedo. El bajo vientre y el miedo son dos aliados de confianza que ya conoce bien, siempre aparecen juntos. Cuando uno de estos dos aliados se presenta sin previo aviso en su cabeza, sabe con certeza que el otro no puede estar lejos. La madre puede controlar si por la noche Ella tiene las manos sobre la manta, pero para conseguir el control sobre el miedo tendría que abrirle la tapadera de los sesos a la niña y raspar personalmente de ahí el miedo.
Para detener la sangre recurre al inestimable tampón que toda mujer conoce y aprecia en virtud de sus ventajas, sobre todo para hacer deporte y para cualquier tipo de movimientos. El tampón sustituye en corto plazo la compresa dorada que corona las entrepiernas de la señorita princesa, que ha partido al baile infantil en calidad de niñita. Pero ELLA jamás asistió a los bailes infantiles de carnaval ni conoció la corona. De pronto, el adorno de las reinas ha ido a parar a las bragas, y a partir de ese momento toda mujer sabe cuál ha de ser su lugar en la vida. Aquello que inicialmente coronaba la cabeza gratificando el orgullo infantil ha ido a parar donde la leña femenina ha de esperar pacientemente el hachazo. La princesa ha crecido y los deseos comienzan a diversificarse: un señor quiere un mueble enchapado que no sea demasiado llamativo; otro, un conjunto en verdadero nogal del Cáucaso, y un tercero no quiere más que leña para hacer fuego que pueda apilarse en grandes cantidades. Pero el señor en cuestión puede marcar las reglas incluso en esto: puede apilar su leña de forma racional para ahorrar espacio. En algunas carboneras cabe más que en otras, en las que la leña está tirada sin ningún orden. Hay fuegos domésticos que arden más tiempo que otros porque, de hecho, hay más leña.
Delante mismo de la puerta de su casa, Erika K. era esperada por un mundo amplio que se disponía a acompañarla. Cuanto más se empeñaba Erika en rechazarlo, tanto más la apremiaba el mundo pegándose a ella. Una fuerte tormenta primaveral la arrastraba con sus violentas ráfagas. El viento se le metía por debajo de la falda acampanada, pero enseguida escapaba desalentado. La golpeaban gruesas masas de aire contaminado provocando verdaderas dificultades para respirar. Algo se golpeaba con estruendo contra el muro.
En las pequeñas tiendas las madres, vestidas con colores vivos, se agachan para examinar los productos, porque ellas se toman en serio sus labores; dan respingos detrás del muro que rechaza el viento. Las jóvenes mujeres sueltan las riendas de sus hijos mientras ponen a prueba los conocimientos que han extraído de lujosas revistas de cocina examinando inocentes berenjenas y otros productos exóticos. La mala calidad provoca el rechazo de estas mujeres, como si se tratase de una víbora que asoma su cabeza en un calabacín. A esta hora ningún hombre adulto que goce de buena salud se pasea por las calles, donde no tiene nada que hacer. Los verduleros han apilado junto a la entrada de sus tiendas las cajas con los frutos multicolores cargados de vitaminas, todos ellos en distinto estado de descomposición y putrefacción. Ahí escarba con pericia la mujer. Opone resistencia al vendaval. En detestable actitud lo toca todo para averiguar su consistencia y si está fresco. O busca agentes de conservación y sustancias para la eliminación de parásitos, algo que disgusta en extremo a una joven madre bien informada. Aquí, en estas uvas se ve una capa de un verde mohoso que sin duda es venenosa, las uvas fueron groseramente fumigadas en la parra. Asqueada las lleva donde la verdulera, que viste un delantal azul; es una prueba de que una vez más la química le ha ganado la mano a la naturaleza y quizá siembre una semilla de un futuro cáncer en la criatura de esta joven madre. Los resultados de una encuesta han puesto en absoluta evidencia que el hecho de que en este país los alimentos deben ser controlados regularmente en su contenido de sustancias venenosas es más conocido que el nombre del no menos venenoso viejo canciller. También la clienta de mediana edad ha comenzado a preocuparse acerca de la calidad del suelo en que han crecido las patatas. Sí, a causa de su edad, la clienta siente que, por desgracia, el riesgo es para ella aún mayor. Y en la actualidad se ha elevado de forma dramática el peligro que la acecha. Por último compra naranjas, ya que se pueden mondar reduciendo así considerablemente los elementos contaminantes. Pero de nada le sirve a esta ama de casa hacerse la interesante en la tienda con sus conocimientos sobre sustancias contaminantes; Erika ha pasado a su lado sin prestarle atención, del mismo modo que por la noche tampoco su marido le prestará atención, sino que se dedicará a leer el periódico del día siguiente; una suerte que lo encontrara de camino a casa, así dispondría de información por adelantado. Tampoco los hijos le harán los honores a la comida preparada con tanto cariño, porque ellos ya son adultos y no viven en casa. Hace ya tiempo que se han casado y, a su vez, se afanan comprando frutos envenenados. Llegará el día en que se hallen de pie frente a la tumba de esta mujer y lloriquearán un poco, pero el tiempo ya roerá en ellos mismos. Por ahora se han deshecho de las preocupaciones por la madre y muy pronto serán ellos la preocupación de sus hijos.
Eso es lo que piensa Erika.
De camino a la escuela Erika no puede evitar ver por todos lados la destrucción de individuos y comestibles, pocas veces ve que algo crece y florece. Tan solo en el parque del ayuntamiento o en el parque público, donde las rosas y los tulipanes brotan carnosos. Pero incluso éstos se precipitan, porque llevan en sí mismos el proceso de descomposición. Es lo que piensa Erika. En su opinión solo el arte tiene una existencia más duradera. Erika lo cuida, lo poda, lo ata a una guía, lo desmaleza y finalmente cosecha. Pero ¿quién sabe todo lo que se ha perdido o ha sido acallado injustamente? Cada día muere una pieza musical, una novela o un poema porque ya no posee razón de existencia en nuestro tiempo. Y lo que parecía eterno ha perecido, ya nadie lo conoce. Aun cuando habría merecido seguir existiendo. En el curso de piano de Erika ya hay niños que machacan a Mozart o a Haydn, los más avanzados se deslizan sobre los patines de Brahms y Schumann, cubriendo el bosque de la literatura musical con sus babas de caracol.
Erika K. se lanza decidida hacia la tormenta primaveral con la esperanza de llegar sana y salva al otro extremo; se trata de cruzar la explanada delante del ayuntamiento. Un perro a su lado también percibe los primeros aires de la primavera. Erika repele lo corporal vegetativo, que le resulta como una molestia constante en su camino de trazado recto. Quizá no esté tan imposibilitada como un minusválido, pero sí limitada en cuanto a su libertad de movimiento. La mayoría avanza amablemente en busca de compañía, hacia una pareja. Eso es todo lo que desean. Si se le llega a colgar del brazo alguna colega del conservatorio, ella da un respingo ante el atrevimiento. Nadie ha de apoyarse en Erika, solo el peso de las artes tiene derecho a posarse sobre Erika, que a la menor brisa amenaza con escapar y decantar en otro lugar. Erika oprime su propio brazo con tal fuerza contra su cuerpo, que el brazo de la otra intérprete no consigue romper el muro y se ve obligado a desistir. Se suele decir que una persona de este tipo es inaccesible. Y nadie se le acerca. Antes se hace un rodeo. Atrasos y esperas son el precio que se paga para no tener contacto con Erika. Algunos llaman la atención dando voces, Erika no. Algunos hacen señas, Erika no. Los hay así y asá. Algunos dan saltitos, graznan, gritan. Erika no. Porque ellos saben lo que quieren. Erika no.
Dos alumnas o aprendizas femeninas se acercan soltando risitas ahogadas, estrechamente abrazadas, cabeza con cabeza como dos perlas artificiales. Son muy colegas, los dos frutos. Es seguro que se soltarán tan pronto como se les acerque el novio de una o de otra. De inmediato romperán el cálido abrazo fraternal para dirigir sus ventosas hacia él y penetrar como minas por debajo de su piel. Más adelante explotará con violencia el disgusto y la mujer se separará del hombre para desarrollar un talento que yacía dormido.
Los seres humanos son incapaces de moverse y estar solos, se presentan en manadas, como si cada uno de ellos no fuese ya bastante carga para la superficie terrestre, piensa Erika, la individualista. ¡Babosas informes, sin prestancia ni estructura, inconscientes! Jamás han sido tocados ni conmovidos por magia alguna, por la magia de la música. Están pegados unos a otros con su piel inamovible.
Erika se limpia golpeándose con la mano. Con la mano sacude levemente la falda y la chaqueta de paño. Seguro que se le ha pegado algo de polvillo con tanta tormenta y ráfagas de viento. Erika elude a los demás peatones apenas vislumbra que se le acercan.
Fue en uno de estos luminosos días primaverales cuando las señoras Kohut depositaron al padre, deficiente mental irremisible y ya completamente ajeno al mundo, en un sanatorio de Baja Austria; después fue a parar al manicomio estatal Am Steinhof hasta los extranjeros lo conocen a través de tristes baladas, donde fue invitado a permanecer. ¡Tanto tiempo como quisiera! A su gusto.
El carnicero, un tendero de su confianza, famoso matarife al que jamás se le ha pasado por la cabeza sacrificarse a sí mismo, se ofreció voluntariamente a efectuar el transporte en su minibús Volkswagen de color gris, en el que por lo general se zangolotean mitades de terneros. El padre se deja llevar por el paisaje primaveral y respira. Junto con él viaja su equipaje con monogramas en todas las piezas, hasta el último calcetín tiene bordada con claridad la K., un trabajo arduo que ya no es capaz de admirar o tan siquiera de valorar; a pesar de que este trabajo manual lo beneficia evitando que el señor Novotny, tan imbécil como él, o el señor Vytvar den mal uso, sin malas intenciones, a sus calcetines. Los nombres de éstos están marcados con otras iniciales, pero ¿qué ocurre con el señor Keller, que se mea en la cama? Bueno, él está en otra habitación, según pueden constatar satisfechas Erika y su madre. Emprenden el viaje y en un santiamén habrán llegado. Dentro de poco arribarán a su destino. Pasan junto a la Rudolfhöhe y a Feuerstein, al lago del Wienerwald y al Kaiserbrunnenberg, al Jochgrabenberg y al Kohlreitberg un cerro que habían escalado con el padre tiempos pasados, que no fueron mejores, y casi llegan hasta el Buchberg, pero giran antes. Y detrás del cerro los esperará Blancanieves, en discreto esplendor y riendo de alegría porque una vez más llega alguien a su reino. Allí hay una casa que pertenece a una familia de origen campesino y que disfruta de ingresos que eluden de los impuestos; ésta ha sido organizada con el buen fin humanitario de atender a los dementes y administrarlos con propósitos de explotación pecuniaria. De este modo la casa no solo beneficia a una familia, sino que sirve al recogimiento de muchos, muchos trastornados, y los protege de sí mismos y de los demás. Los pupilos pueden elegir entre hacer trabajos manuales o pasear. En ambos casos están bajo control. Pero hay que hacerse cargo del subproducto de los trabajos manuales, de los desechos, y los paseos no están exentos de riesgos (fugas, mordidas de animales, heridas); el buen aire del campo es gratis. Cada uno puede respirar cuanto quiera y necesite. Cada acogido paga una suma considerable a través de su curador legal para ser admitido y poder permanecer, lo que además cuesta un sinfín de propinas, según el grado de dificultad y suciedad del paciente. Las mujeres habitan la segunda planta y la mansarda, los hombres la planta baja y el ala lateral, que oficialmente ha dejado de llamarse garaje remodelado porque es una pequeña casa bien acondicionada, dotada de agua fría y un techo que gotea. No se pueden exponer los coches al moho y la mugre, fuera están mejor. A veces también la cocina acoge a alguno que se acuesta entre cajas llenas de ofertas especiales y lee a la luz de una linterna. La construcción agregada es aproximadamente de un tamaño como para un Opel Kadett; un Opel Commodore se quedaría atrapado y no podría ir para delante ni para atrás. Todo, hasta donde alcanza la vista, con un buen alambrado. La familia no puede llevarse de vuelta al paciente que acaban de traer con tantos esfuerzos y por el que han pagado una suma elevadísima. Con el dinero que la familia cobra por sus huéspedes seguramente se ha comprado un palacio en otro lugar donde no tengan que ver imbéciles. Y desde luego que allí vivirán solos para poder reponerse de tanto servicio a la humanidad.
El padre, con la vista ya un tanto nublada, pero bien guiado, se dirige hacia su nuevo hogar, después de haber abandonado hace tan solo unos instantes su hogar habitual. Le asignan una bella habitación que lo espera; primero debió morir uno lentamente para que fuera admitido uno nuevo. Y, en su momento, también éste deberá despejar el territorio. Los trastornados requieren más espacio que los humanos en versión normal, ya que no se dejan despachar con cualquier excusa y necesitan al menos un corral tan amplio como un pastor alemán de tamaño mediano. La casa explica que estamos siempre completos e incluso podríamos aumentar el número de camas. Los residentes son intercambiables; en todo caso, han de estar la mayor parte del tiempo acostados porque de este modo ensucian menos y se dejan almacenar ocupando menos espacio. Por desgracia, de un día para otro no se puede cobrar el doble por una persona, de lo contrario lo harían. Lo que hay aquí es inamovible y paga; para la familia es un buen negocio. Y el que está aquí, se queda, porque así lo disponen sus familiares. Las cosas solo pueden empeorar: ¡Steinhof! ¡Gugging! La habitación está cuidadosamente subdividida a través de las camas individuales, a cada uno su camita, y éstas son pequeñas, así caben más en un cuarto. Entre los compartimientos queda un espacio de unos treinta centímetros, apenas del tamaño de un pie, para que, si lo necesita, el sujeto pueda levantarse y aligerarse, lo que no le está permitido hacer en la cama porque significa más trabajo. En ese caso sus costes son mayores de lo que costaría una protección plástica para la cama y es trasladado a lugares aun mucho peores. Es frecuente que alguno pregunte quién ha estado acostado en su camita, quién ha comido de su platito o quién ha revuelto su cajoncito. ¡Estos enanitos! Cuando suena el gong siempre bienvenido para la comida, los enanos acuden como una manada sin orden, pisoteándose y atropellándose, al salón donde Blancanieves espera a cada uno de ellos con su dulce presencia. Los quiere a todos por igual y los acoge en su corazón, la feminidad ya olvidada, con su piel tan blanca como la nieve y el cabello tan negro como el azabache. Pero aquí no hay más que una enorme mesa de refectorio para estos cerdos, cubierta con una lámina sintética resistente a los ácidos y a las raspaduras y que es lavable, porque éstos no saben comportarse en la mesa; el servicio es de plástico para que ningún imbécil se hiera a sí mismo o a otro, y no hay cuchillitos ni tenedorcitos, solo cucharitas. Si hubiera carne, que no es el caso, vendría troceada. Ellos aprietan su propia carne, unos contra otros, se atropellan, empujan y pellizcan para defender sus diminutos lugares de enanos.
El padre no comprende por qué está aquí, si ésta jamás ha sido su casa. Se le prohíben muchas cosas y las demás tampoco son vistas con muy buenos ojos. Todo lo que hace está mal, algo a lo que ya está acostumbrado por su mujer. No ha de tomar nada ni tampoco debe excitarse, tiene que luchar contra su desasosiego y quedarse acostado, este paseante inagotable. No debe introducir basura a la casa ni sacar de ella las propiedades de la familia. No debe confundir el interior con el exterior, todo tiene su lugar, y para salir debe cambiarse de ropa o ponerse algo encima, algo que el de la cama vecina acaba de robarle para que se fastidie su paseo. Mas, tan pronto como ha sido depositado en su cubículo, el padre intenta partir, pero es detenido y obligado a permanecer en su lugar. ¿De qué forma, si no, podría la familia quitarse de encima al perturbador de su tranquilidad y cómo accederían a sus riquezas los dueños de casa? Unos necesitan deshacerse de él, los otros necesitan que permanezca. Unos viven de que esté aquí, los otros de que ya no esté y que no se les vuelva a aparecer. Hasta pronto, fue un placer. Pero todo ha de concluir. El padre ha de despedirse de las dos señoras haciendo señas con la mano, apoyado por un asistente involuntario. Pero el padre no es razonable, en vez de hacer señas se tapa los ojos con la mano y lloriquea que no le peguen. Esto da una mala imagen del resto de la familia, a punto de partir; el padre jamás ha sido golpeado, desde luego que no. De dónde habrá sacado esas cosas el padre, pregunta al aire el fragmento de familia. Pero el aire no responde. El carnicero conduce con más rapidez que antes ya que se ha desprendido de un pasajero peligroso; todavía quiere ir con los niños al campo de fútbol, puesto que hoy es domingo. Su día libre. Ofrece consuelo utilizando palabras que ha escogido cuidadosamente. Compadece a las señoras K. con frases muy cuidadas; la gente de negocios domina a la perfección el lenguaje de lo escogido y selecto. El matarife habla como si se tratara de elegir entre filete y asado de lomo. Habla con el habitual lenguaje profesional, aun cuando hoy es domingo, el día para el lenguaje del tiempo libre. La tienda está cerrada. Pero un buen carnicero está siempre en servicio. Las señoras K. vuelcan un cúmulo de entrañas aún humeantes; en el mejor de los casos, alimento para el gato, juzga el especialista. Cotorrean que esto ha sido un desgarro, pero necesario, ¡sí, ya era hora!, esta decisión que les ha costado mucho esfuerzo. A cuál de ellas da más razones. En cambio, los proveedores del carnicero compiten entre sí pidiendo cada vez menos. Pero este carnicero tiene precios fijos y sabe muy bien qué da a cambio. Un trozo de buey cuesta tanto, uno de costilla tanto y un pernil tanto. Las señoras pueden ahorrarse sus palabras. Cuando estén comprando salchichón y productos ahumados pueden ser más generosas, ahora que están comprometidas con el carnicero, que no en vano las lleva de paseo un día domingo. Gratis es solo la muerte y ésta cuesta la vida; y todo tiene un final, solo la salchicha tiene dos, comenta este solícito comerciante, y se ríe con sonoras carcajadas. Las señoras K. están de acuerdo, aunque doloridas porque han perdido un miembro de la familia; ustedes saben lo que se les debe a clientas de tantos años. El carnicero las considera parte de sus más fieles clientas y por ello se siente animado: «Al animal no le puedes dar la vida, pero sí una rápida muerte». Se ha puesto muy serio, el hombre del oficio sangriento. Las señoras K. están de acuerdo con él también en eso. Pero que preste más atención a la carretera, de lo contrario su sentencia acabará materializándose de forma horrorosa antes de lo que se lo imaginan. Abundan los conductores poco diestros que salen de paseo el fin de semana. El carnicero dice en seguida que él lleva en la sangre la habilidad para conducir. En este sentido, las señoras K. no tienen otra cosa que ofrecer más que su propia sangre, y no están dispuestas a derramarla. No se ha de olvidar que hace tan solo un instante han debido deshacerse de una parte de su propia sangre pagando por ello mucho dinero para que quepa en un dormitorio atiborrado de gente. Que el carnicero no crea que les ha resultado fácil. Un trozo de ellas se ha quedado allí, en el hogar de Neulengbach. ¿Qué presa en particular?, pregunta el especialista.
Poco después entran en su vivienda ya algo más despejada, esa guarida que cierran para protegerse. Ahora dispondrán de más espacio para las actividades de su tiempo libre; la vivienda no se abre a cualquiera, ¡solo a sus inquilinos!
Se ha levantado una nueva ráfaga de viento y, como si fuera la enorme y suave mano de un gigante, arrastra a la Kohut hija hacia el escaparate de una óptica donde centellean los cristales. Unas gafas gigantescas con cristales de color violeta cuelgan delante de la tienda y se mecen amenazando con cada golpe del viento a los que pasan por ahí. De pronto se hace un silencio, como si el viento estuviera cogiendo aire y hubiese sido sorprendido por algo. Seguro que en este momento la madre ajetrea a su gusto en la cocina y sofríe algo en grasa para la cena que, ya fría, compartirán más tarde, y después la esperan las labores manuales, una mantel blanco de encajes.
En el cielo hay nubes bien formadas, con los bordes rojizos. Las nubes parecen no saber qué rumbo tomar; desbocadas corren para allá y para acá. Erika siempre sabe con días de anticipación lo que la aguarda en los días venideros, esto es, el servicio a las artes en el conservatorio. O de alguna otra forma tiene que ver con la música esa chupasangre, que Erika consume en los más diversos estados físicos, enlatada o recién tostada, alguna vez como sopa, otra como alimento sólido, sola o mangoneando a otros.
Ya varias callejuelas antes de llegar a la escuela de música, Erika asume una actitud vigilante, de acuerdo con su costumbre busca y husmea como un experto perro de caza que ha descubierto una pista. Quizá sorprenda a algún alumno o alumna que, por no tener ninguna tarea musical, disponga de demasiado tiempo libre y lo ocupe en asuntos de su vida privada. Erika se propone penetrar por la fuerza en esas vastas fincas privadas que se extienden más allá de su control. Colinas sangrientas, campos de vida que hay que coger por los cuernos. El maestro tiene todo el derecho de hacerlo ya que representa a los padres. Como sea, ella quiere saber qué sucede en las vidas de los demás. Tan pronto algún alumno la elude, apenas se relaja en su ámbito propio, como en una caseta plástica portátil, y piensa que se halla fuera de control, la K. aparece temblando de tensión dispuesta a entrometerse por sorpresa en su vida, sin que nadie la llame. Da un salto en torno a una esquina, inesperadamente emerge de algún pasaje, su cuerpo aparece por arte de magia en un ascensor, es como un espíritu cargado de energía depositado en una botella. A veces asiste a conciertos con el fin de desarrollar su gusto musical e imponérselo después a los alumnos. Compara a un intérprete con otro y destruye a los alumnos con parámetros válidos solo para el arte de los más grandes. Su persecución supera el campo visual del alumno y expande su propio campo visual; se observa a sí misma en los escaparates mientras sigue huellas ajenas. En lenguaje popular se diría que ella es una buena observadora, pero Erika no forma parte del pueblo. Ella se cuenta entre los que conducen y dan instrucciones al pueblo. Absorta en el vacío de la absoluta inercia de su cuerpo hace saltar la tapadera de la botella con un estampido y aparece por sorpresa en medio de una existencia ajena que ha buscado con premeditación. Nunca se puede demostrar que su espionaje es deliberado. Pero poco a poco comienzan a formularse sospechas en su contra. De súbito se hace presente en un momento en el que no se desean testigos. Cualquier peinado nuevo de una alumna da tema en casa para latas discusiones incluidas las acusaciones a la madre, que retiene a su hija por la fuerza en casa para que no pueda andar en libertad y vivir. Por lo demás, también ella, la hija, hace tiempo que debería haberse hecho un nuevo peinado. Pero esta madre que ya no se atreve a propinar palizas la sigue, a Erika, como una sombra o se le pega como una sanguijuela asquerosa; la madre le chupa la médula de los huesos. Lo que Erika sabe a través de sus secretas observaciones, lo sabe a plena conciencia, y lo que Erika es realmente, un genio, eso es algo que nadie sabe mejor que su madre, que conoce a la niña por dentro y por fuera. Quien busca, encuentra todo aquello repelente que en secreto espera encontrar.
Frente al cine Metro, en la Johannesgasse, hace ya tres bellos días de primavera, o sea, desde que han cambiado el programa, Erika ha descubierto tesoros ocultos, porque un alumno ocupado consigo mismo y con sus guarrerías se da rienda suelta ajeno a toda cautela. Sus sentidos se concentran en las fotografías de la película. En estos días el cine presenta un filme pornográfico sin importarle que en los alrededores haya niños que se dedican a la música. Uno de los alumnos parado ahí enfrente juzga minuciosamente cada fotografía en función de lo que se ve, el otro se deja guiar más bien por la belleza de las mujeres expuestas. Un tercero desea con testarudez lo que no se ve, el interior del vientre de la dama. En el momento en que dos jóvenes proyectos de hombre discuten entusiasmados sobre el tamaño de los pechos femeninos explota entre ellos la señora profesora de piano, que ha llegado arrastrada por las ráfagas del viento y surte el efecto de una granada. Se impone una mirada de reproche silencioso con una dosis de lástima; quién diría que ella y las mujeres de las fotos pertenecen al mismo sexo, vale decir, al bello sexo; es más, un lego en la materia pensaría que se trata de dos categorías distintas de la misma especie. Si se juzga en función del aspecto exterior. Pero una imagen no muestra la vida interior, de modo que las comparaciones serían injustas con la señorita Kohut, cuya vida interior es lo que de verdad da frutos y genera savia. La Kohut se aleja sin decir una palabra. No hay intercambio de opiniones, pero el alumno sabe que habrá estudiado poco, claro, porque sus intereses se hallan en otras cosas que nada tienen que ver con el piano.
En los escaparates se ven las fotos de hombres y mujeres en escenas de arduo trabajo, inmersos en la eternidad del placer encarnizado, ese trabajoso ballet. Un trabajo que los hace sudar. El hombre trabaja a ratos en la carne de la mujer y puede dar muestra pública del resultado de sus empeños: tan pronto como se corre y se deja caer como un peso muerto sobre el cuerpo de la mujer. Al igual que en la vida, donde por lo general el hombre ha de alimentar a la mujer y se le valora de acuerdo con su capacidad para dar alimento, también aquí le sirve a la mujer un alimento tibio que ha preparado él mismo a fuego lento en el interior de sus entrañas. La mujer jadea a todo pulmón, lo que se refleja en las imágenes, ya que hasta sus gritos parecen estar retratados en las fotos; ella está feliz por lo que recibe y por su benefactor, y sus gritos van en aumento. Las fotos, desde luego que son mudas; para oír el sonido hay que entrar al cine, donde la mujer grita en agradecimiento por los esfuerzos masculinos tan pronto el cliente haya pagado la entrada.
El alumno va dando zancadas a una respetuosa distancia de la Kohut. Se riñe a sí mismo por haber herido su orgullo femenino al dedicarse a examinar mujeres desnudas. Quizá la Kohut también cree que es una mujer y ahora se siente profundamente herida. Para la próxima vez su reloj deberá advertirlo con un fuerte tictac cuando la profesora venga a darle caza. Más tarde, durante la clase de piano no le dirigirá directamente la mirada al alumno, ese voluptuoso. Ya en el Bach, inmediatamente después de las escalas y de los ejercicios de digitación, la inseguridad se apodera de él. Este intrincado tejido musical lo resiste solo la mano segura del que es dueño de la situación y es capaz de tensar las riendas. El tema principal está confuso, las voces secundarias están demasiado marcadas y al conjunto le falta transparencia. Como el cristal de un coche embadurnado de aceite. Erika hace mofa del escuálido arroyuelo en el que el alumno ha transformado a Bach, aguas que corren aturdidas quedando detenidas en pequeños diques de piedras y tierra. Erika explica con detalle la obra de Bach: es una construcción ciclópea cuando se trata de las Pasiones y la construcción de un zorro en El clave bien temperado y las demás obras de contrapunto para instrumentos de cuerda percutida. Con el ánimo de humillar al alumno, Erika eleva por los cielos la obra de Bach; afirma que Bach vuelve a edificar las catedrales góticas cada vez que suena su música. Erika siente entre las piernas aquella comezón que solo siente el elegido por y para las artes cuando habla de las artes y miente diciendo que la fáustica aspiración de Dios fue lo que condujo a la creación tanto de la catedral de Estrasburgo como del coro inicial de La pasión según San Mateo. Lo que él acaba de tocar no ha sido precisamente una catedral. Erika no se calla el comentario de que, por lo demás, Dios también creó a la mujer. Menciona el chiste masculino de que la creó en momentos en que no se le ocurría nada mejor. Se retracta de la broma en tanto le pregunta al alumno con toda seriedad si acaso sabe cómo se ha de mirar la fotografía de una mujer. Con respeto, porque también su madre que lo gestó y lo trajo al mundo es una mujer, ni más ni menos. El alumno promete cosas que la Kohut le exige. Como gratificación escucha la lección de que el dominio de Bach representa el triunfo de lo artesanal en las más variadas formas y artes del contrapunto. En cuanto al trabajo manual, Erika habla con propiedad; si solo hubiese sido cuestión de ejercicio, ella sería vencedora por puntos, incluso por K. O. Pero Bach siempre es más, dice con espíritu triunfal, es un culto a Dios, y, yendo más allá de lo que afirma el manual de uso corriente para la historia de la música parte primera, Editorial Federal de Austria, Erika exacerba su adulación; Bach es una declaración de principios en favor del singular hombre nórdico que lucha por la gracia divina.
El alumno decide que en lo posible no volverá a dejarse atraer por las fotografías de mujeres desnudas. Los dedos de Erika se tensan como las garras de un animal de caza bien adiestrado. Durante las clases quiebra una tras otra la voluntad de los alumnos. Pero en sí misma siente el vehemente deseo de obedecer. Para eso tiene a su madre en casa; pero la pobre mujer envejece más y más. ¿Qué ocurrirá cuando llegue a ser una ruina física y requiera todo tipo de atenciones, cuando esté obligada a obedecer a Erika? A Erika la consume el deseo de asumir tareas difíciles que no consigue cumplir satisfactoriamente. Por ello ha de ser castigada. Este muchacho bañado en su propia sangre no es un contrincante; si incluso ya ha fracasado al enfrentarse a la maravillosa obra de Bach. ¡Cuánto mayor será su fracaso el día que caiga en sus manos un ser humano! Ni siquiera se atreverá a dar un buen golpe; hasta los golpecitos de notas equivocadas le resultan vergonzantes. Basta un solo comentario, una mirada despectiva, y lo hace caer de rodillas, avergonzado, haciendo todo tipo de promesas que después no será capaz de llevar a los hechos. Quien consiga hacerla obedecer sus órdenes tendría que ser alguien con don de mando, no su madre, que ha abierto grietas ardientes en la voluntad de Erika, ése lo obtendrá TODO. ¡Poder apoyarse en un muro que resista! Algo la tira, algo la jala del codo, ejerce peso en la costura de la falda, una pequeña bola de plomo, el cuerpo diminuto de un peso. No sabe qué cosas será capaz de hacer una vez que se vea libre de la cadena, este perro furioso que corre a lo largo de la reja estirando los morros, con el pelaje erizado, pero siempre a un centímetro de su víctima, con una cólera negra en las fauces y un punto rojo en las pupilas.
Espera una única orden. Un hoyo amarillo, humeante, en medio de toda la masa de nieve, una pequeña taza de meados; aún están tibios, estos orines, y pronto el hoyo se congelará transformándose en un delgado tubo amarillo en el cerro de nieve, como una guía para esquiadores, para los que van en trineo, para excursionistas, advirtiendo que en este lugar estuvo presente la amenaza humana, pero siguió adelante.
Ella tiene conocimientos sobre la estructura de la sonata y de la construcción de la fuga. Es profesora en esta materia. Aun así: sus extremidades se tensan ante la esperanza de una última orden que tenga carácter definitivo. Las últimas colinas de nieve, las elevaciones mojones en el desierto se hacen más esporádicas y a la distancia aparece la llanura, se transforman en reflectantes planicies de hielo, sin marcas de pasos, sin huellas. Otros serán los vencedores en los campeonatos de esquí, primer lugar en partida de varones, primer lugar en partida femenina, y en cada caso un primer lugar en la combinación.
En Erika no se mueve ni un pelo, en Erika no ondea ni una manga, en Erika no reposa ni una partícula de polvo. Se ha levantado un viento frío y la patinadora sale a la pista con su vestidito corto y los zapatos blancos de patinaje. La más plana de las superficies va de un extremo del horizonte al otro, y aun más allá. ¡Zumbido sobre el hielo! Los organizadores del espectáculo han perdido la cinta musical correspondiente, de modo que esta vez no se oye el habitual popurrí musical y la vibración solitaria de las cuchillas de los patines resuena más y más como un raspado metálico mortal, un breve relampagazo, para todos, una señal inequívoca en lenguaje morse, al margen del tiempo. La patinadora toma impulso y es comprimida en sí misma por un puño gigantesco, concentración de energía cinética que se dispara hacia fuera en una décima de segundo, realizando con absoluta precisión una doble voltereta completa y cayendo exactamente en el punto previsto. La fuerza del salto vuelve a comprimir a la patinadora; ella arrastra al menos el doble de su propio peso y cae con él sobre la superficie de hielo que no cede. El movimiento de la patinadora se concentra como una fresadora apuntando contra aquel espejo de la dureza de un diamante, se concentra en el varillaje de sus ligamentos y carga sus huesos hasta el límite de su resistencia. Y ahora una pirueta a partir de una posición en cuclillas. ¡Con el mismo impulso! La patinadora se transforma en un cilindro, una perforadora de petróleo; el aire se dispara, el polvo de hielo escapa rechinando, se revuelven las nubes del vaho de la respiración, se oyen los aullidos de una sierra, pero el hielo es indestructible, ni una huella de daño. El movimiento giratorio se aquieta, nuevamente se identifica la bella figura, la faldita azul claro vuelve a recuperar su identidad y comienza a balancearse hasta caer cuidadosamente en sus pliegues. Sigue una última flexión frente a las graderías de la derecha y otra frente a las de la izquierda y parte saludando y meciéndose como ramo de flores. Pero las graderías son invisibles; quizá la patinadora solo supone que están ahí porque oye con toda nitidez los aplausos. La chica parte con movimientos rápidos, pequeñísima se la ve en la distancia, no hay mejor paz que la de allí, donde el ribete del traje azul claro de patinadora reposa y golpea sobre las medias rosadas de los muslos, salta, ondea, oscila, allí, en el centro de la quietud total: ese vestido corto, esas campanitas y pliegues suaves, ese corpiño ceñido y con encajes en el escote.
La madre está sentada en la cocina y, un tanto achispada por el café, va dejando caer sus órdenes. Después, cuando la hija sale de la casa, enciende el televisor para ver el programa matinal; se queda tranquila porque sabe a dónde ha ido la hija. ¿Y, ahora, qué vemos? ¿Alfred Dürer o partidas femeninas?
Después de un día de esfuerzos la hija le grita a la madre que de una vez la deje hacer su propia vida. Ya en virtud de su edad tiene derecho a ello, chilla la hija. Cada día la madre responde que ella es la madre y sabe lo que le conviene a la hija, porque jamás se deja de ser madre.
Pero la ansiada vida propia de la hija ha de conducir a la cima de toda obediencia, hasta que no quede más que una diminuta y estrecha callejuela en la que no quepa más que una persona y a través de la cual ella le haría señas con la mano. El guardián le da el paso. A derecha e izquierda, muros lisos, bien pulidos, muy altos, sin desvíos laterales ni pasajes, sin nichos ni cuevas, solo este único camino que necesariamente la conducirá hacia el otro extremo. Si bien ella no lo sabe, allí la espera un paisaje invernal que se pierde en la lejanía, un paisaje en el que no se alza ningún castillo para su salvación y, caso que existiera, no habría camino que condujese a él. Quizá la espera más que una habitación sin puertas, un cubículo amueblado con una anticuada mesa para el aseo, un jarrón para el agua y una toalla, y los pasos del propietario de la vivienda se sienten cada vez más cerca, pero jamás llega, ya que no hay puertas. En esta enorme extensión o en la delimitada estrechez carente de puertas, el animal sentirá miedo, provocado ya sea por un animal más grande o simplemente por esta pequeña mesa de aseo montada sobre ruedas, que está ahí sin más.
Erika se esfuerza hasta el extremo de no sentir ningún impulso instintivo dentro de sí. Deja reposar su cuerpo porque nadie saltará como una pantera para apoderarse de ella. Espera y enmudece. Le impone duras tareas a su cuerpo y es capaz de aumentar a su gusto el grado de dificultad de estas tareas mediante trampas ocultas. Afirma enfática ante sí misma que cualquiera puede dar paso al instinto, hasta el más primitivo que no teme satisfacerlo al aire libre.
Erika K. corrige el Bach, hace enmiendas en torno a él. Su alumno deja caer la mirada fija sobre sus manos agarrotadas. La profesora mira a través de él, pero al otro lado no encuentra más que un muro en el que cuelga la mascarilla mortuoria de Schumann. Un instante fugaz siente el deseo de coger la cabeza del alumno por el cabello y lanzarlo con fuerza contra el interior del vientre del piano, hasta que las sangrientas entrañas repletas de cuerdas salpiquen con estruendo por encima de la cubierta. El Bösendorfer no dará ni un solo sonido más. El deseo cruza veloz por la cabeza de la profesora y desaparece sin causar daño.
El alumno promete que mejorará aunque le cueste mucho tiempo. Erika espera que así sea y pide el Beethoven. El alumno aspira impúdicamente a conseguir elogios, aun cuando no es tan vanidoso como el señor Klemmer, cuyas bisagras chirrían sin parar de tanto empeño.
En los escaparates del cine Metro sigue intacta la carne rosada en todas sus formas, versiones y precios. Se muestra exuberante y se desborda porque Erika K. no puede hacer guardia. El precio de las butacas no es fijo, delante es más barato que atrás, aun cuando delante se está más cerca y quizá se vea mejor el interior del cuerpo. Una de las mujeres se introduce las larguísimas uñas pintadas de un color rojo sangriento, la otra, en cambio, se introduce un objeto agudo, es una fusta. Se hace una marca en la carne y demuestra al espectador quién es el amo y quién no; también el espectador se siente como un amo. Erika siente la penetración. La sitúa enfáticamente en su lugar de espectadora. El rostro de una de las mujeres se llega a desfigurar de placer; el hombre solo puede ver en su expresión cuánto placer le provoca y cuánto placer se pierde. El rostro de otra mujer en la pantalla se desfigura por el dolor; acaba de ser golpeada, aunque solo suavemente. La mujer no puede manifestar de forma material el placer que siente, de ahí que el hombre deba atenerse del todo a sus indicaciones específicas. Él registra el placer que se manifiesta en su rostro. La mujer se contrae para no ser un objetivo fácil. Tiene los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, sobre la nuca. Cuando no cierra los ojos, por momentos puede volcarlos hacia atrás. Mira al hombre solo de vez en cuando; de ahí que los esfuerzos masculinos sean tanto más arduos, dado que no puede superar su rendimiento en función de la expresión del rostro y, de este modo, ir acumulando puntos. De tanto placer, la mujer no ve al hombre. Los árboles le impiden ver el bosque. Solo mira al interior de sí misma. El hombre, este perito mecánico, trabaja en el coche averiado, en la maquinaria femenina. En general, en las películas pornográficas se trabaja mucho más que en las películas sobre el mundo laboral.
Erika tiene experiencia en observar a personas que se esfuerzan con tesón en alcanzar algún objetivo. En este sentido, las grandes diferencias entre la música y el placer resultan más bien irrelevantes. La naturaleza no es algo que Erika busque con afán; jamás va de paseo al bosque, donde otros artistas se dedican a renovar casas de campo. Jamás hace excursiones a la montaña. Jamás se zambulle en un lago. Jamás se tiende en la playa. Jamás practica el esquí. El hombre acumula orgasmos con avidez hasta dejarse caer lleno de sudor en el mismo lugar de donde había partido. Por hoy ha elevado considerablemente el estado de su cuenta. Hace ya bastante tiempo que Erika vio esta película, dos veces, en un cine de los suburbios, donde nadie la conoce (salvo la mujer de la taquilla, quien la saluda como a una distinguida señora). No la vería más veces porque prefiere platos más fuertes en lo referente a la pornografía. Estos bellos ejemplares del género humano en el cine del centro de la ciudad actúan sin ningún tipo de dolor y sin la posibilidad de sentir dolor. Todo es plástico. En sí mismo el dolor no es más que una consecuencia del deseo de placer, de destrucción, de aniquilamiento y, en su forma más sublime, una forma de placer. Erika sobrepasaría gustosa el límite de una muerte violenta. En los suburbios follan con torpeza y es más probable que se hagan daño unos a otros, que haya todo un decorado teatral en torno al dolor. Estos lastimosos y maltrechos actores de pornografía de tercera categoría trabajan con mucho más empeño, además, agradecen más la posibilidad de participar en una verdadera película. Han sufrido daños, su piel presenta manchas, espinillas, cicatrices, arrugas, celulitis, rollos de grasa. El cabello mal teñido. Sudor. Pies sucios. En las películas con más pretensiones estéticas, en cines de más categoría, se ve casi únicamente la superficie del hombre y de la mujer. Ambos ejemplares están cubiertos de una piel sintética que garantiza la ausencia de suciedad, es resistente a los ácidos, a los golpes, a la temperatura. Además, en la pornografía barata la codicia con la que el hombre penetra en el cuerpo de la mujer es más evidente. La mujer no habla y, cuando lo hace, ¡más!, ¡más! Con ello se agota el diálogo, pero no el hombre, que se esmera, está ansioso, se concentra y tiene un orgasmo tras otro.
Aquí, en la pornografía suave, todo se reduce a lo exterior. Esto no es suficiente para Erika, esta mujer de gustos refinados, porque ella quiere escudriñar hasta en sus raíces a estos individuos que se agarran uno al otro, qué hay detrás de todo esto, qué obnubila de tal forma los sentidos para que todos quieran hacerlo o al menos verlo. Un vistazo al interior del vientre no da más que una explicación insatisfactoria y deja muchas interrogantes. Es imposible abrirles el vientre a estas gentes para extraerles hasta el último detalle de sus entrañas. En las películas de mala muerte se ven más profundidades en lo que se refiere a la mujer. En cuanto al hombre, no es posible penetrar tan adentro. Pero nadie llega a verlo todo hasta en sus últimas consecuencias; incluso si se le abriera el vientre a la mujer, no se verían más que los intestinos y los órganos de su cuerpo. El hombre activo manifiesta incluso físicamente un crecimiento hacia fuera. Al final ofrece el resultado esperado, o no lo ofrece, pero, si lo hace, puede ser examinado públicamente y su autor se siente satisfecho del valioso producto de su cuerpo.
El hombre debe tener la sensación de que la mujer le oculta algo decisivo en cuanto al desorden de sus órganos, piensa Erika. Precisamente lo que oculta, estos últimos resquicios, incita a Erika a buscar constantemente lo nuevo, lo más profundo, lo prohibido. Ella anda siempre detrás de una perspectiva nueva e insospechada. Su cuerpo jamás ha delatado sus misterios, ni siquiera en la posición con las piernas abiertas frente al espejo de afeitar, ¡ni a su propietaria! Del mismo modo, los cuerpos en la pantalla lo contienen todo: tanto para el hombre que quiere echar un vistazo a la oferta en el mercado de las mujeres, aquello que él aún no conoce, como también para Erika, la observadora hermética.
Hoy el alumno de Erika es humillado y, de este modo, castigado. Erika cruza las piernas con desenfado y hace un comentario cargado de sarcasmo sobre la interpretación a medio guisar de Beethoven. Más no hace falta, el alumno está a punto de llorar.
Esta vez ni siquiera le parece oportuno interpretar ella el pasaje a que se refiere. Por hoy no sacará nada más de su profesora de piano. Si no se da cuenta por sí mismo de sus errores, ella no le puede ayudar.
¿Ama a su domador el que fuera un animal salvaje y actualmente es un animal de pista de circo? Es posible, pero no imperioso. Uno necesita al otro de forma perentoria. Uno necesita al otro para pavonearse con sus piruetas a la luz de los focos y al ritmo marcial de la música, y el segundo necesita al primero para tener un punto de referencia en el caos general que lo encandila. El animal necesita saber qué es lo de arriba y qué es lo de abajo, de lo contrario se encuentra de pronto parado de cabeza. Sin el domador, el animal se vería perdido en una veloz caída libre o daría vueltas en el espacio y, sin prestar atención a su objeto, mordería todo lo que se pusiera en su camino, lo rasgaría y lo devoraría. En cambio, de este modo hay siempre alguien que le advierte si las cosas son digeribles. En ocasiones, al animal incluso se le da la comida ya masticada o troceada. La agotadora búsqueda del alimento se hace innecesaria. Y con ella, también la aventura en la jungla. Allí el leopardo sabe lo que le conviene y lo toma, sea un antílope o un cazador blanco, ¡por descuidado! Actualmente el animal pasa el día en vida contemplativa y se concentra en las piruetas que ha de llevar a cabo por la noche. Entonces salta a través de aros en llamas, se encarama en taburetes, abre y cierra las fauces en torno a cuellos sin hacerles ni el menor daño, da pasos de baile siguiendo el ritmo, solo o en compañía de otros animales, animales a los que, en estado natural y sin intervención ajena, les saltaría al cuello o escaparía de ellos si pudiera. El animal lleva ridículas prendas sobre la cabeza o en el lomo. ¡Se han llegado a ver algunos cabalgando sobre caballos con protección de cuero! Y su amo, el domador, hace chasquear el látigo. Este premia o castiga, según venga a cuento. Pero ni el más ingenioso de los domadores ha tenido la idea de llevar de paseo un leopardo o una leona con un estuche de violín. Un oso en bicicleta es lo más extravagante que se le ha llegado a ocurrir al hombre.