Circunstancias en que se ideó, se escribió y se estrenó
De regreso de América del Norte, en mayo de 1933, desembarqué una noche en El Havre con el cerebro vacío de ideas y los maletines llenos de rollos de película por revelar. Así de lamentable suele ser, a la llegada, el balance de todo viajero sensible, digan lo que quieran la Agencia Cook y los novelistas cursis de la escuela de Paul Morand. (No obstante lo cual, viajar es imprescindible, y la sed del viaje, un síntoma neto de inteligencia.)
Tiempo antes, de España había salido un hombre normal, lúcido y despierto; pero una estancia de siete meses en Estados Unidos y un crucero de treinta y tres días por los Trópicos, a lo largo de la vieja California, de Méjico, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá, devolvían a Europa una masa de carne inerte que vivía en medio de una impenetrable neblina espiritual.
Disociación de las facultades del alma. Relajación de la voluntad. Modorra de la mente.
Imposible trabajar; imposible pensar; imposible escribir, (A la larga, los viajes, como las mujeres, depuran, refinan, excitan la imaginación. Pero al pronto, en el instante de concluir, dejan groggy, sin ideas en el cerebro, con la boca seca, el bolsillo exhausto y el cuerpo oprimido. Y un corazón de plomo. Al volver de viaje, como al separarse definitivamente de una mujer, se está incapacitado para todo esfuerzo, y sólo se pide cerrar los ojos y descansar.)
Me paseé por El Havre igual que un sonámbulo, autoinspeccionándome y preguntándome con angustia, como siempre que me he hallado en una situación de espíritu semejante, qué iba a ser de mí en el futuro si no conseguía librarme de aquella delicuescencia mental.
Pero no bien corrió el expreso por los campos de Francia; no bien volví a descubrir a Ruán bajo la lluvia; no bien pisé el asfalto charolado del bulevar Haussmann, noté cómo las facultades del alma comenzaban a reasociárseme, anudando sus misteriosos enlaces; comprobé el desperezo de mi voluntad, pronta a salir de su apatía; asistí a una verdadera resurrección del universo interno. La maquinaria enmohecida hasta entonces por los climas espirituales de América, pero lubricada ahora por la influencia europea, volvía a funcionar con el optimismo de un ronroneo armonioso.
Y, al respirar otra vez la atmósfera madrileña, me hallaba nuevamente en condiciones de pensar, de trabajar: de escribir.
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Sí. Al llegar a Madrid me encontraba ya de nuevo en condiciones de escribir. Pero pasó mucho tiempo antes de volver a hacerlo.
Como secuela del viaje a Estados Unidos, el cine —ese reptil perforado— continuó apretándome entre sus anillos, impidiéndome, según es su principal característica, todo otro movimiento. Sólo a costa de heroicos esfuerzos de voluntad logré componer ocho o diez artículos y un par de conferencias breves: el resto de mis actividades pereció en el celuloide.
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Digo pereció, a pesar del éxito de esas intervenciones personales en el cine, porque dicha expresión me parece exacta, ya que el cine, tal como se produce en España —e incluso en Hollywood—, es el microbio más nocivo que puede encontrar en su camino un escritor verdadero.
Pero en enero de 1934 había ya conseguido zafarme, al menos por una temporada, de toda labor cinematográfica.
Resuelto a abrir otra vez fábrica y a desparramar cuartillas escritas sobre mis pobres contemporáneos, repasé notas y papeles y me hallé con suficientes materiales en stock (diremos stock para que se perciba lo que puede influir América sobre un español) con que escribir las siguientes cosas: cinco comedias, un libro de viajes y dos novelas.
Me decidí por el teatro, por la comedia que tenía más absolutamente pensada, título inclusive: El pulso, la respiración y la temperatura. Pero a los dos o tres días de empezar, cuando apenas llevaba una escena compuesta, se me cruzó un tema nuevo, interrumpiendo y paralizando el trabajo en marcha.
El tema nuevo era un drama en 1880; es decir, lo que luego fue: Angelina, o el honor de un brigadier.
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No sé qué fuerzas subconscientes me arrastraron a imaginar ese drama en 1880, ya que es sabida la manera decisiva con que la subconciencia actúa sobre toda creación humana.
Me inclino a pensar que la idea matriz debió de sembrar en el terreno adecuado su primer germen en 1931, cuando, como trabajo preparatorio para hacer Margarita, Armando y su padre, releí La Dama de las Camelias, que tenía casi olvidada, pues recuerdo que en esa segunda lectura hallé el drama de Dumas invadido por un vivero de motivos irresistiblemente cómicos, y que si no utilicé la mayor parte de esos motivos en la composición de Margarita, fue, descontando el que todo lo que huele a parodia me repugna, porque, precisamente, no me parecieron privativos de aquella obra y propios para comentarlos al referirse a ella en particular, sino peculiares de toda una época y de un género y dignos, por tanto, de ser glosados general y panorámicamente.
Mucho más tarde, dormida ya esa prístina sugestión y dispersa la atención literaria a lo largo de otras actividades y reacciones, recibí de la casa Fox el encargo de comentar una serie de películas cortas impresionadas en los años 1903 a 1908, trabajo que realicé en París en septiembre de 1933, y que, proyectado en España meses después con el título general de Celuloide rancio, constituyó un éxito sin otro precedente en el cine breve que los dibujos animados de Walt Disney. Este éxito me hizo reflexionar de nuevo acerca de cómo ciertos procedimientos dramáticos de ayer, ya en desuso, constituyen para los públicos de hoy, habituados a otros procedimientos dramáticos más sinceros, una fuente de regocijo.
Seguramente tal observación se unió, por sutil afinidad, a la emanada de la lectura de La Dama para acompañarla en el sueño callado, expectante y fecundo del subconsciente, pues lo cierto es que la precisión de resucitar en 1880 en un drama cómico no la sentí en mi interior, según queda dicho, hasta enero de 1934, recién inclinada la labor de la nueva comedia humorística: en que consideré de pronto toda la gracia poética que ofrecían para una evocación teatral las postrimerías de la época colonial española.
Esta chispa caía, como se ha visto, en un medio inflamable, y como, de otra parte, me tenía prometido a mí mismo componer una obra con destino al teatro de la Comedia, para el cual no servía la empezada, sino que era necesario algo más violento, abandoné El pulso, la respiración y la temperatura y principié el Drama en 1880.
Aún contribuyó a fascinarme más la facilidad de realización del propósito, que entreví desde el principio.
Impuesto en la sensibilidad, modos, características y costumbres de la época; aspirado su perfume y estudiada la manera de hacer de los dramaturgos de aquellos días, no quedaba sino sentarse a escribir.
La manera de hacer me la brindaron con su tierna ridiculez Eugenio Sellés y Leopoldo Cano, y en El nudo gordiano y La Pasionaria hallé tal cúmulo de sugestiones, que ya ninguna otra obra de la época, de las releídas después, me añadió ni una más. Singularmente La Pasionaria puede considerarse como el alcaloide de aquel género, ido ya —por desgracia para los empresarios de compañías cómicas—, amasado con cursilería, efectismo, versificación infame y conflictos estúpidos, de una estupidez emocionante.
El 15 de enero comencé definitivamente a escribir, y al acabar el segundo acto llevé ambos a Tirso Escudero; pero contra lo que era de esperar y yo esperaba, la idea de la obra no le produjo gran efecto: le gustó sin extremos.
En cambio, a Gregorio Martínez Sierra y a Eduardo Marquina, a quienes se la expliqué almorzando en el Palace, los llenó de entusiasmo, y de igual entusiasmo participó Arturo Serrano, empresario del teatro Infanta Isabel, en cuanto tuvo conocimiento de ella.
Estos juicios, especialmente el de Martínez Sierra, a quien considero una de las poquísimas mentes refinadas de nuestro teatro actual, me animaron a continuar la obra al mismo tren que la había empezado, y el 30 de enero, a los quince días justos de comenzar el prólogo, echaba el telón sobre el tercer acto.
Leída la comedia en la intimidad de Martínez Sierra y la Bárcena, se mostraron encantados y me auguraron un éxito inapelable. Después, puesto a discusión el teatro donde debía representarse, acabamos por quedar de acuerdo que el que mejor la encuadraba era el Infanta.
No obstante, particularmente, aún me detenía, para retirársela a Tirso Escudero, el efecto que he profesado siempre, desde que me estrenara El cadáver del señor García, al veterano empresario de la calle del Príncipe. Pero días después él mismo barría aquellos escrúpulos, al contestar a mis preguntas diciendo que todavía no había hojeado el manuscrito.
De un lado, esta falta de interés; de otro lado, la noticia confirmada por el propio don Carlos, de que Tirso esperaba una obra de Arniches, y de otro lado, en fin, el entusiasmo creciente que, sin conocerla, tenía por mi comedia Arturo Serrano: todas las circunstancias me decidieron a llevar la obra al Infanta Isabel. Así lo hice la noche del 14 de febrero, y Arturo Serrano, sin leerla, con esa fe a priori, que es el mejor homenaje que se le puede hacer a un autor, la puso en tablilla para el día siguiente.
Por lo demás, otros dos directores de compañía participaban de esa halagadora fe y habían pedido igualmente la obra: Irene López Heredia y Manuel Collado, y es un deber y una obligación de cortesía dejarlo reconocido así por escrito.
La lectura a la compañía reiteró el éxito de las lecturas anteriores. Al salir, Martínez Sierra, que había asistido a ella y se había dedicado a contrastar los efectos que me iba produciendo, me advirtió
—Sobran cosas, y al tercer acto le falta brillantez.
—¿Entonces?
—Vámonos a casa a leerla despacio y a discutirla.
Fuimos a su casa; nos encerramos en el despacho y eché abajo cuanto sobraba, a juicio de él, con esta docilidad que debe tener todo artista para la crítica ajena…, cuando la crítica ajena es inteligente; pero que cuando no es inteligente, debe convertirse en hostil desdén y abierta rebeldía.
Respecto al tercer acto, lo rehice entero, mientras se iban ensayando los anteriores, y para darle la brillantez que Martínez Sierra echaba en falta, ideé las apariciones, con lo cual el Drama en 1880 quedaba completo, pues ya es sabido cómo una de las características del teatro de aquellos tiempos era la intervención de lo sobrenatural en el conflicto.
(Párrafo dedicado al crítico de un diario de la mañana que, al hablar más tarde de la obra, se cubrió de ridículo diciendo que en el tercer acto me había perdido y recurría «hasta a apariciones sobrenaturales»)[1].
Ensayada cuidadosamente, servido el decorado por Burmann y los figurines por Ontañón, Angelina, o el honor de un brigadier (Un drama en 1880) se estrenó la noche del día 2 de marzo con éxito franco y creciente, que se inició ya en la primera docena de versos.
La crítica, salvo en un par de casos como el apuntado, y que quizá eran la confirmación de la regla general, estuvo unánime en el aplauso, y las calidades espirituales de la comedia, esa cosa impalpable y sutil que sólo comprenden y paladean las personas de sensibilidad excepcional, fueron acusadas y glosadas por Eugenio d’Ors en tres encantadores artículos publicados en El Debate.
El público acudió en la proporción en que tiene que acudir para constituir lo que entre bastidores se llama un gran éxito.
Y yo tuve ocasión de comprobar una vez más lo beneficioso que es para una obra de arte el componerla con entusiasmo y el someterla después a un control inexorable.
Con respecto a Tirso Escudero, no faltó quien viniera a decirme sonriendo, y con el deseo de halagar mi vanidad y mi soberbia:
—Ya ve usted: una obra de la que Tirso decía pestes…
A lo que tuve la satisfacción de replicar:
—No dijo pestes; ni siquiera se negó a estrenarla. Quizá no vio el éxito, lo que sin duda es una equivocación. Pero los hombres que han acertado tanto como él tienen derecho a permitirse, de cuando en cuando, el lujo de equivocarse.
Y le di la espalda a aquel interlocutor, aunque, realmente, mi espalda no le servía para nada.
Caricatura en tres actos y una presentación, estrenada en el
teatro Infanta Isabel,
de Madrid, el día 2 de marzo de 1934