Polly
1945
A lo largo del año —quizá un poco más— que llevaba viviendo en casa de Louise, había conseguido darle más o menos el aspecto deseado a su pequeña habitación del desván. Se había librado del papel, con sus nubes y gaviotas pegadas, y había pintado las paredes de un verde intenso. Después había pintado los muebles de blanco. El efecto era luminoso y refrescante, aunque en verano, como el tejado estaba justo encima y solo había una ventanita gótica en forma de as de tréboles, se hacía un poco sofocante; tenía que dormir con la puerta abierta para formar un poco de corriente. Y en invierno, cómo no, sucedía lo contrario: no tardaba en ser la primera habitación de la casa en quedarse fría (sin contar la de Clary, contigua a la suya e idéntica). Fue Hugo el que sugirió que buscase un viejo kilim y lo colgase en una de las largas paredes para caldear un poco el ambiente. Había ido a uno de los grandes mercados y al final había encontrado justo lo que necesitaba: un kilim raído por varias zonas pero con una preciosa mezcla de tonos naranja, rosa y marrón. A partir de ese momento no paró de encontrar cosas y de cambiar la habitación hasta que le pareció que estaba en su punto. A Hugo se le daba de miedo crear ambientes agradables, y hasta parecía que había conseguido despertar el interés de Louise, porque el salón dejó de tener un aire tan impersonal. También fue Hugo quien la ayudó a hacer una sencilla estantería para la otra pared, en la que puso los candelabros Delft y la porcelana que había ido acumulando con el paso de los años.
—Me da que te estás enamorando de él —dijo Clary con un tonillo acusador cuando fue a echar un vistazo a la estantería.
—No. Eso es lo bueno. Es como si fuera una de nosotras, entre él y yo no hay esas pamplinas tan incómodas.
Se refería a la desconcertante regularidad con que se enamoraban de ella los hombres que iba conociendo. Aquel año se había visto obligada (o eso le había parecido) a cambiar de trabajo tres veces a fin de evitar encontrarse a diario con hombres que le habían declarado su amor eterno. Siempre empezaban por invitarla a salir, y, hasta la fecha, siempre se había dejado engañar por sus maneras falsamente despreocupadas. Aunque no le apeteciera de modo especial, nunca tenía valor para negarse. En general, la primera tarde —o el primer almuerzo, o paseo, o película o lo que fuera— no estaba mal; no paraban de hablarle de sí mismos y terminaban diciendo que les había encantado hablar con ella. Pero, en el tercer encuentro —una vez, incluso en el segundo—, el clima cambiaba; se volvía tormentoso, se llenaba de emociones contenidas hasta que caía el chaparrón de las declaraciones. Para colmo, después tenía que enfrentarse al tercer grado de Clary, que la presionaba de este modo:
—Como a mí no se me declara nadie, tienes que contármelo. En todas las novelas hay escenas con proposiciones de matrimonio. Necesito toda la información posible.
Y como no sabía decir que no, ni a Clary ni a nadie, repasaba pacientemente las declaraciones, las propuestas, las vidas supuestamente arruinadas de sus pretendientes.
—En serio, Poll, eres un peligro. Ya sé que no es tu intención, pero el caso es que lo eres. No puede ser solo porque seas tan guapa; tiene que haber alguna debilidad abominable en tu naturaleza.
—Sí, ya lo sé. Y te aseguro que es un problema muy grande. Y, a veces, un poco aburrido.
—No sería aburrido si tú también te enamorases de ellos.
Polly no pudo evitar decir:
—Eso nunca me va a pasar.
—Bueno, ¿y por qué no te inventas un prometido? Podrías ponerte el anillo de esmeraldas en el dedo izquierdo a modo de señal.
—¿Tú crees que serviría de algo?
—Menos con los sinvergüenzas redomados, sí. Y hasta tú deberías ser capaz de detectarlos.
—Qué va —dijo con tristeza—. No tengo ni idea de cómo se los distingue. Venga, invéntate tú a mi prometido.
Sabía que a Clary le encantaban estas cosas.
—De acuerdo. A ver. Tiene unos veinticinco años y una preciosa mata de cabello rizado, y aunque tira a lo artístico también se le dan bien los deportes y está locamente enamorado de ti desde la primera vez que te vio… Ah, sí: al igual que Dante, te conoció cuando tenías nueve años (eso demuestra lo enamoradísimo que está) y, cuando cumpliste los dieciocho, le pidió tu mano a tu padre y, como es lógico, desde entonces estáis prometidos.
—Digo yo que a estas alturas ya nos habríamos casado, ¿no?
—No, por culpa de la guerra. Tu padre dijo que teníais que esperar al final de la guerra. ¿Qué te parece?
—Me da igual que se le den bien los deportes; para mí eso no añade nada.
—¿Y lo de que tire a lo artístico no te parece mal?
—No, eso no. Y no me gustaría que tuviese el pelo rubio y rizado. Prefiero los hombres morenos.
—Yo no he dicho que fuera rubio.
—Bueno, pues no me gustan los rizos. Y debería ser más mayor.
—Vale, treinta entonces.
—Más.
—¿Cuánto más?
—No sé, cerca de los cuarenta.
—No seas boba, Poll. ¡Cómo vas a estar prometida con un cuarentón!
—No veo por qué no. Fíjate en Rochester, en Knightley —dijo a modo de ejemplo.
—Jane y Emma eran mayores que tú. Te has cargado a mi personaje. Está completamente cambiado. No sé ni por qué me lo has pedido.
—Bueno, lo de que sea pintor no ha cambiado.
—¡Yo no he dicho que fuera un pintor! He dicho que tiraba a lo artístico. ¡Por lo que dices, cada vez se parece más a Archie!
—¡Eso no es verdad!
—Cuarenta años, moreno, nada deportista, pintor. Suena clavadito.
—Bueno, ¿y qué, si lo fuera? Es de mentirijillas.
—Pues yo creo que sí que importa. —Se quedó pensando unos instantes y añadió—: Puede que a Archie no le hiciera ninguna gracia.
Poll no respondió. De repente solo quería estar sola, cosa difícil porque estaban cocinando una cena especial para darle la bienvenida a Louise, que volvía de Anglesey. Terminó de cortar las manzanas y las colocó en el molde, listas para recibir la masa que estaba preparando Clary (en cuestión de masas era la mejor). Entonces recordó que Clary se volvía susceptible cuando no seguías sus consejos al pie de la letra.
—Vale —dijo—. Sí, supongo que tienes razón. Conque tiene veinticinco años y pelo rizado, y lo conozco desde hace siglos y siempre ha estado enamorado de mí.
—Y tú de él. Si no, sería igualito que los demás.
—Y yo de él. ¿Cómo se llama?
—Henry Ascot —dijo Clary, recuperando el buen humor.
Llegó Louise. Estaba pálida y como avejentada, pensó Polly. Apenas tenía nada que contar de su viaje; solamente que los hoteles eran un aburrimiento y que no había casi nada que hacer. Se alegraba de haber vuelto. Iba a buscar trabajo en la BBC, leyendo poesía o cualquier cosa, y ahora que parecía que los V2 habían remitido estaba pensando en traerse de nuevo a Sebastian y a la niñera. Si no, a este paso el niño no la iba a conocer cuando la viera, dijo.
Polly tuvo que esperar a que se acostasen para quedarse sola, y para entonces ya estaba nerviosa pensando en lo que podría destapar si se examinase a sí misma a fondo. Llevaba ya meses, casi desde que se mudó a casa de Louise, viviendo una doble vida secreta: por un lado, con su familia, con la gente que iba conociendo y con los compañeros de trabajo, y, por otro, ella sola… sola con él. De esta segunda vida no podía decirse que fuera una vida, ya que no tenía ningún tipo de continuidad; era más bien como si se pasara sin cesar una selección de fragmentos de una película. Al principio habían sido recuerdos de escenas de la vida real, como la primera vez que la había invitado a cenar con él a solas, sin Clary. «No os aprovecho bien cuando estáis las dos», había dicho. Poco había tardado Polly en suprimir el «os» de este recuerdo. También, cuando le había aconsejado ir a una escuela de bellas artes. «Tienes talento», había dicho. «Todavía no sé hacia dónde puede llevarte, pero, si no te lanzas y tratas de averiguarlo, tú tampoco lo sabrás. No quiero que desaproveches tu talento». La primera vez, Polly le había contado lo de su compañero de trabajo, el señor Fairburn, que le había propuesto matrimonio. «Bueno, Poll, hay que reconocer que eres tremendamente guapa y atractiva, así que más vale que cuentes con que te van a seguir pasando estas cosas». «Hay personas que no parece que tengan tantos problemas», había dicho ella, insistente. «Bueno, seguramente esas personas no son tan guapas como tú». No obstante, como era ella la que le había arrancado el cumplido, este no tenía tanto valor como los espontáneos.
En otra ocasión —poco después de que Clary le pidiera prestada la blusa de seda y se la manchase con el aliño de la ensalada—, se había quejado de la afición de Clary a pedirle prestadas cosas que luego le estropeaba, «sobre todo cuando va a pasar la tarde contigo», había dicho. Archie había soltado su típica risita nasal y le había explicado que Clary lo veía como una especie de padre suplente, y que por eso quería lucir su mejor aspecto cuando quedaba con él. «Mientras que tú, como tienes un padre estupendo y está aquí, me puedes ver como una especie de tío, y con los tíos no hace falta tomarse tantas molestias».
Después, dejó los recuerdos y empezó a inventarse cosas.
Las fantasías, que empezaron tímidamente (¿qué sentiría si la abrazase, si le dijera que anhelaba verla más a menudo, si le pedía que por favor le zurciera la camisa?), se fueron volviendo cada vez más audaces, pero descubrió que se inhibían ante la creciente disparidad entre lo que pensaba de él cuando no estaba presente y lo que de hecho sucedía cuando lo estaba. Así, después de disfrutar de una tarde tensa y romántica en compañía de Archie en la soledad de su dormitorio verde y blanco, donde él confesaba que no hacía más que pensar en ella, la besaba (habían llegado a la fase de los besos) y se abandonaban con gozosa desesperación a analizar lo que les impedía estar juntos (no estaba segura de qué podía ser, pero alguna razón habría, teniendo en cuenta que la corriente del amor verdadero no se desliza exenta de borrascas y todo eso[9]), le resultaba muy difícil quedar con él a la salida del metro de Tottenham Court Road y que, tras saludarla con un alegre besito en la mejilla, le preguntase por las novedades de la familia y le dijera, mientras se alejaba cojeando enérgicamente por la calle ventosa: «Date prisa, Polly, no vayamos a perdernos el avance informativo». A veces notaba que se ruborizaba, por mucho que él no hubiese hecho nada que pudiera darle motivos. La última vez que lo había visto, Archie no había parado de hablar del hundimiento del mayor acorazado japonés a manos de los americanos, y, al preguntarle ella por qué tenía tanta importancia, le había explicado que en cuanto terminase la guerra en Europa todo se iba a trasladar al Pacífico. «Al menos, la Marina. Lo de Yamamoto es un poco como poner en jaque a la reina en una partida de ajedrez».
—Pero tú no te irías, ¿no?
—Ya me gustaría a mí, pero lo dudo. No se lo digas a Clary. No quiero darle un disgusto innecesario.
En su momento, le había sentado mal, pero más adelante la frase se había transmutado en «Sé que puedo confiarte un secreto; de hecho, eres la única persona en la que puedo confiar».
Y después le había preguntado:
—¿Me echarías de menos si me fuera, Poll?
Cuando estaba sola, esto se convertía en: «No soporto pensar siquiera en que pueda tener que irme. ¡Te iba a echar tanto de menos!». Y se quedaba dormida acurrucada entre sus brazos.
Lo que dijo sobre la guerra la inquietó. Era cierto que se empezaba a hablar del inminente final de la guerra, pero para ella no se trataba solo de que se terminase en Europa, y la idea de que continuaría, por mucho que fuese a miles de kilómetros de distancia, era de lo más deprimente. A estas alturas tenía la sensación de que la guerra llevaba durando casi toda su vida. Era difícil recordar con claridad cómo eran antes las cosas. No había más que un batiburrillo de veranos maravillosos transcurridos en Home Place, y su gato todavía vivía, y Wills ni siquiera había nacido. Clary tenía la misma sensación.
—Aunque a veces me pregunto si tu vida y la mía habrían sido muy distintas de no haber habido guerra. Me refiero a lo que estamos haciendo, no a lo que sentimos. Supongo que tú habrías tenido que presentarte en sociedad, y en ese sentido todo habría sido distinto para ti, pero yo seguramente tendría el mismo tipo de empleo que tengo ahora y, también como ahora, a la vez escribiría.
Hacía poco que había empezado a trabajar de secretaria para un agente literario que dirigía una pequeña firma con su mujer, y estaba encantada.
—¡Me tratan como a una adulta! —había dicho al término de la primera semana—. Él es pacifista y ella vegetariana, pero, aparte de esas horrorosas chuletas de nueces que nos pone a veces para comer, todo es interesantísimo. Es una pena que no encuentres nada que te entusiasme.
—No se me ocurre qué podría ser —respondió Polly con sinceridad—. O sea, si lo único que hago es pasar cartas a máquina, coger el teléfono y concertar citas, ¿qué más me da trabajar para unos o para otros?
Estaba trabajando para un médico en Harley Street, y se pasaba el día sentada en una habitación oscura con un techo muy alto, reproducciones de cuadros flamencos y una mesa de comedor de imitación antigua cubierta de vetustas revistas.
—¿Estás segura de que no quieres ser pintora?
—Segurísima. Solo pintaría cuadros muy monos y esmerados para gente a la que no le gusta la pintura.
—Ay, Poll, ándate con ojo. Si no, caerás en la trampa del matrimonio. Mira Louise.
Las dos se quedaron calladas. Habían hablado de Louise poco después de que volviera y no habían llegado a conclusiones muy alentadoras. Clary decía que Louise estaba deprimida; Polly, que era desdichada. Y estaban de acuerdo en que no era fácil hablar con Michael: «No hace más que hablar de las cosas que hace, y a estas alturas Louise debe de sabérselo de memoria».
—Yo creo que el matrimonio le sienta mal a la mayoría de las mujeres —dijo Clary.
—¿Eso quién te lo ha dicho?
—Noël.
Noël era su jefe.
—Pues él está casado —señaló Polly.
—Solo para evitar que llamaran a filas a su mujer. Fue un acuerdo completamente adulto. En circunstancias normales, no es partidario en absoluto.
—¿Tú no crees —preguntó Polly con tono vacilante— que a lo mejor Louise se enamoró un poquito de Hugo? ¿Y que se puso tan triste cuando tuvo que marcharse tan de repente que ya no soportaba seguir aquí?
—Yo creo que fue al revés. Creo que Hugo se enamoró de ella, y, como estaba todo tan embrollado, Louise decidió irse con Michael, y después Hugo ya no quiso seguir aquí.
—¿Por qué piensas que es así y no como digo yo?
—Por cómo sonaba Hugo al teléfono la tarde que volvimos de Home Place. Cuando le dije que Louise se había marchado, me pareció que se quedaba como anonadado.
—Fue ella la que le dejó un mensaje a él.
—Sí, es verdad —reconoció Clary—. Supongo que era una situación terrible y que los dos estaban enamorados. Debe de ser bastante frecuente, porque anda que no hay novelas sobre el tema. Ojalá pudiera preguntárselo a Louise.
—Por el amor de Dios, ¡ni se te ocurra!
—No seas boba, claro que no. En fin, todo esto sirve para demostrar que el matrimonio es un asunto muy peliagudo, y tú, sobre todo tú, deberías tener cuidado, Poll.
—Supongo que no estará mal si encuentras a la persona adecuada.
—Si la encuentras. Y luego puede que la encuentres y no quiera saber nada de ti. Y encima los hombres eligen a mujeres mucho más jóvenes que ellos.
—Nosotras somos jóvenes…
—Lo somos ahora.
—Quizá —dijo Polly como de pasada—, lo mejor sea casarse con un hombre mucho mayor mientras una es joven.
—Eso hizo Louise.
Polly no supo qué decir.
En los últimos tiempos venía notando que Clary la hacía callar con más facilidad; algo tenía que ver con el hecho de que ya no le hacía confidencias. Se sentía incapaz, aunque no acababa de entender por qué. No sabía de qué manera podía darle a Clary por expresar su desaprobación —ridiculizándola, con rencor, o incluso con incredulidad—, pero, fuera cual fuera, no se veía capaz de soportarlo; era como si contándoselo a Clary se fuese a disolver todo, y (esto era casi igual de terrible) como si no fuese a poder volver a mirar a Archie a los ojos en la vida real. Y, si no se lo contaba a Clary, no podía contárselo a nadie más. Pero este ocultamiento le creaba una especie de actitud conciliatoria hacia Clary que, de alguna manera, minaba las cosas entre ambas.
Entonces, un viernes por la mañana de mediados de abril, mientras Louise seguía en la cama y Clary y ella, medio dormidas, estaban en la cocina haciendo tostadas para el desayuno, sonó el teléfono.
—Cógelo tú. Ya les echo yo un ojo a las tostadas.
—Seguro que es para Louise. —Clary subió al hall con paso pesado.
—Viernes 13 tenía que ser —dijo a la vuelta.
—¿Qué pasa?
—Zoë quiere que vaya a cuidar a Jules. No tiene más remedio que venir a Londres a cuidar a los hijos de su amiga, que se ha puesto enferma o qué se yo.
—¿No se las puede apañar sola Ellen?
—Por lo visto Wills lleva toda la semana con dolor de oídos y no le ha dejado pegar ojo, así que está agotada. Vaya por Dios: el sábado por la tarde Noël me iba a llevar a una lectura de una obra en verso interesantísima, de un autor comunista. Le va a sentar fatal, no soporta los cambios de planes.
—¿Y Zoë no podría traer aquí a Jules? Así la niñera ayudaría a cuidarla.
—La niñera se va con Louise a Hatton este fin de semana; ya sabes, van una vez al mes. ¡Buf, qué rollo! ¡Para una vez que me invitan a ir a una lectura de una obra comunista!
—¿Quieres que vaya contigo?
—Eres un cielo, pero no. Ya fuiste el fin de semana pasado.
Polly, en efecto, iba cada dos fines de semana para ver a su padre y a Wills.
—Vale, pero que conste que me he ofrecido. ¿Y qué me dices de Anna?
Habían planeado ir a cenar al piso nuevo de Anna. Clary dijo que Polly tendría que ir sola, y la perspectiva la inquietó un poco.
Anna Heisig era la señora que por poco tiempo había sido compañera de estudios de ambas en la academia Pitman. Al final se habían decidido a abordarla y les había parecido que era simpática y que se alegraba de conocerlas, como si le pareciera divertido. Aparte de ser extranjera (y esto en sí mismo ya era emocionante, porque no conocían a más extranjeros), tenía algo de misterioso. Había nacido en Viena, pero había vivido durante un tiempo en el Lejano Oriente, en Malasia, donde se había casado; al parecer, el matrimonio había durado poco. Tenían la impresión de que le habían pasado un montón de cosas y que ninguna había durado demasiado. Estaban fascinadas por su aspecto, por su aire de nobleza desaliñada y por su voz, que pasaba de un tono de acariciadora y casi maliciosa confianza cuando les contaba alguna historia increíble a una especie de voz abaritonada, profunda y casi burlona cuando insistía en que no debían asombrarse por sus relatos. «¡Que sí, que sí!», exclamaba con campechana impaciencia al ver la incredulidad de las chicas («Pero Anna, ¡no es posible que todas esas mujeres se fueran desde Holanda a Kuala Lumpur solo para casarse con el primero que las eligiera!». «¡Que sí, que sí!»). Parecía que disfrutaba escandalizándolas.
—Debías de ser guapísima de joven —le había dicho Clary en cierta ocasión.
—Era despampanante. Podría haberme quedado con quien hubiera querido. Estaba muy muy consentida —dijo, esbozando una sonrisa evocadora y sensual.
—Parece como si todas las cosas verdaderamente emocionantes fueran secretas —se había quejado Clary mientras volvían paseando a casa después de una de estas veladas.
Anna había estado aprendiendo mecanografía porque quería escribir un libro. Necesitaba ganar dinero, decía, porque estaba casi sin blanca. Aun así, parecía que siempre hubiera alguien dispuesto a dejarle un piso, o a alquilárselo a precio de ganga, y siempre iba vestida de maravilla con un estilo completamente personal. A veces iba ella a Hamilton Terrace y otras iban ellas a verla, y siempre les preparaba comidas la mar de interesantes que nunca habían probado: yogur, pepinillos en vinagre, extrañas salchichas y un pan casi negro. Una vez, Polly había organizado una cena con Anna en el club de su padre, pero la velada no había sido lo que se dice un éxito. Su padre había sido escrupulosamente correcto y le había hecho preguntas bastante forzadas a las que Anna había respondido con aire altanero a la vez que enigmático, de modo que la conversación no hacía más que entrar en callejones sin salida. Después, él dijo de ella que era «poco convencional», y ella de él que era «muy normal», veredictos ambos que cerraron el paso a posibles encuentros posteriores.
—De todos modos —había dicho Clary—, no consigo imaginármelos casados. Los socialistas y los conservadores no se casan entre sí. ¡Figúrate la de broncas que tendrían cada vez que abrieran el periódico! Y los dos son demasiado mayores para cambiar en nada, pobrecillos. Cuando Noël se casó con Fenella, ella tuvo que volverse conservadora porque si no él se habría negado.
Aquel sábado, dado que iba a pasar la velada a solas con Anna, Polly decidió que intentaría enterarse de cosas de las que no podría enterarse cuando también estaba Clary.
Llevó un ramo de narcisos y unas chocolatinas. A Anna le encantaba que le regalasen flores y dulces, y les había contado que una vez su casa había estado tan llena de flores que le habían regalado sus pretendientes después de un baile que su madre y ella habían tenido que alquilar un taxi para llevarlas al hospital más cercano. «¡Que sí, que sí! Había centenares de flores: lilas, rosas, claveles, gardenias, violetas… Cualquier flor que se os ocurra allí estaba».
—Clary no ha podido venir —dijo mientras subía detrás de Anna por las escaleras de la pequeña casita de la callejuela.
—¡Vaya!
—Dijo que te llamaría para decírtelo.
—Llevo casi todo el día fuera.
En el suelo había una pieza enorme de tela de arpillera, y a su lado un montoncito de ovillos de lana y retales.
—Estoy haciendo uno de mis famosísimos cuadros —dijo Anna.
—¿Puedo ayudarte? Se me da bastante bien coser.
—Podrías tejerme una pieza de siete u ocho centímetros con esto, si quieres. Para hacer el campo labrado.
Le pasó un ovillo de lana basta y moteada y un par de agujas muy largas.
Tenía una gramola a la que había que darle cuerda, y estuvo poniendo discos mientras preparaba la cena.
—A Mahler no se le valora como merece en este país. Hasta puede que ni siquiera conozcas esta pieza.
Al final, Polly se lanzó a hacerle la pregunta que tenía pensada. Si había una persona a la que solías confiarle todos tus secretos, pero le habías ocultado un tema muy importante por miedo a lo que pudiera decir, ¿debías contárselo?
Anna se interesó inmediatamente.
—¿Te refieres a contarle algo que guarda relación con ella?
—No, en realidad, no. Es sobre otra persona.
—¿Y esa otra persona lo sabe?
—No, no lo sabe. Estoy segura.
—Y, entonces, ¿por qué no hablas con esa otra persona?
—No puedo.
Notó que se sofocaba solo de pensarlo.
Se hizo un breve silencio. A continuación, Anna se encendió un cigarrillo y dijo tranquilamente:
—Siempre que me he enamorado de alguien, se lo he dicho. Y siempre ha sido un éxito.
—¿De veras?
—De veras. ¡Que sí, que sí! Muchas veces, lo que pasaba era que habían tenido miedo de decírmelo ellos, así que les quitaba un peso de encima. No deberías ser tan inglesa en las cosas del amor, Polly.
Siguió hablando de esta guisa durante un rato, intercalando numerosas anécdotas destinadas a demostrar que tenía razón. Pero no fisgoneó ni le tendió trampas para que confesara nada, cosa que Polly le agradeció; y esta gratitud, en cierto modo, daba un peso añadido a la opinión de Anna. Aquella tarde, volvió caminando desde Swiss Cottage llena de determinación, y también nerviosa.
Al principio parecía que todo jugaba a su favor. Le telefoneó por la mañana; estaba en casa, no tenía ningún compromiso y fue él quien propuso ir de pícnic al río. «Eso sí, tráete ropa de abrigo, Poll, seguramente haga frío».
Hablaron de lo que aportaría cada uno al pícnic y quedaron en encontrarse en la estación de Paddington. Se vistió con esmero: el pantalón verde de lino Daks que había comprado en las rebajas de Simpson, el jersey añil con una camisa blanca debajo (por si cambiaba el tiempo y tenía calor) y la trenca. Era una bonita mañana de sol, con nubecillas blancas, el día perfecto, se dijo, para una excursión así.
La estaba esperando en la taquilla. Iba vestido con el viejo jersey azul marino de cuello de cisne, el pantalón de franela gris y una viejísima chaqueta de tweed, y en la mano llevaba una enorme cesta de mimbre repleta de cosas.
—He traído los bártulos de dibujar, por si nos apetece.
En el tren con rumbo a Maidenhead intercambiaron noticias sobre la familia, y él, como de costumbre, le tomó el pelo por su desconocimiento acerca del desarrollo de la guerra. ¿Sabía siquiera que Roosevelt había muerto, por ejemplo?
—Claro que lo sabía.
Lo había visto hacía dos noches en todos los letreros anunciadores de los periódicos vespertinos, pero tenía que admitir que Clary y ella no habían hablado del tema.
—A ver, ¿y quién va a ser el próximo presidente?
—Truman. Pero no sé nada más de él.
—No creo que seas la única. Pobre Roosevelt, qué mala pata; después de abrir el segundo frente y todo eso, va y se pierde por los pelos lo mejor, la alegría de la victoria.
—¿Tan poco falta para la victoria?
—Muy poco, Poll. Pero se tardará mucho en volver a la normalidad.
—Creo que no tengo ni idea de cómo va a ser.
—Es mejor eso que tener un montón de ideas preconcebidas al respecto.
—De todos modos, a nadie le parece que su vida sea del todo normal, ¿no?
—¿Y eso?
—Las vidas normales son siempre las de los demás. Aunque supongo que, si les preguntas a los demás, te dirán que las suyas no lo son.
—¿Como esos pelmazos que parece que siempre tienen alguna experiencia extraordinaria que contar?
—Si son unos pelmazos es porque cuentan las cosas de una manera muy aburrida. Hay personas —estaba pensando en Hugo— que se ponen a contarte cómo han perdido la pastilla de jabón en la bañera y no quieres que paren. El tío Rupert era así.
—Y tú —dijo él después del silencio breve y triste que había seguido a su última frase—, ¿identificas la diversión con la normalidad?
—No lo sé. ¿Por qué?
—Porque, si es así, quizá se deba a que por culpa de la guerra no te has divertido lo suficiente. En cuyo caso, querida niña, te espera un sinfín de deliciosas sorpresas.
Solo de pensar que le esperaba algo delicioso, a Polly se le iluminó el rostro… y la idea de que pudiera ser una sorpresa le hizo sonreír para sus adentros.
Fueron caminando desde la estación hasta el río, y una vez allí eligieron una batea.
—Mejor que cojamos remos también. No estoy para darle mucho a la pértiga —dijo él.
Y emprendieron la excursión río arriba. Archie dijo que se pondría un rato con la pértiga, hasta que se le cansara la pierna.
—Te propongo que busquemos un lugar especialmente bonito para amarrar, y luego podemos comer y dibujar.
A Polly le pareció bien.
Encontraron el lugar perfecto, un pequeño promontorio herboso con un sauce llorón cuyas tiernas hojas rozaban el agua verde oliva.
A punto estaban de terminar de comer cuando Polly encauzó la conversación hacia los planes que tenía Archie para después de la guerra. Archie había estado hablando de Neville (que estaba cursando su tercer trimestre en Stowe) y de lo interesante que le parecía que una persona pudiera cambiar tanto en menos de un año, teniendo en cuenta la de cosas que le gustaba hacer ahora.
—La verdad es que pasa de un interés a otro muy deprisa —dijo ella—. Sé que eso a Clary le preocupa. Teme que para cuando cumpla los veinte años ya no le quede nada por probar. La primera vez que vino de vacaciones era la trompeta. Quería tocar a todas horas, y la Duquesita tuvo que obligarlo a tocar en la cancha de squash. Ahora le ha dado por el piano, pero solo quiere tocar de oído; se niega a aprender solfeo. Y está como loco con los edificios. También dice que cuando no esté por ahí explorando quiere ser actor. Y las pasadas vacaciones se trajo a casa a un amigo que solo piensa en Bach justo cuando acababa de entrarle la manía de las polillas, así que se pasaban el día entero con Bach y dedicaban la tarde a las polillas. Lydia está muy dolida. Desde que le ha cambiado la voz, Neville apenas le hace caso.
—Volverán a estrechar la relación cuando Neville sea un poco mayor. Y está muy bien que le haya dado por probar tantas cosas. Para cuando cumpla los veinte, sabrá lo que quiere hacer.
Se hizo una pausa, y después dijo Polly:
—Neville te quiere mucho. Se lo dijo a Clary. Por si no lo sabías.
Archie estaba rellenando los vasos de sidra. Mientras le pasaba el suyo, dijo con tono relajado:
—Bueno, me he convertido en una especie de sustituto de su padre.
Una vez que se hubo encendido el cigarrillo, se recostó sobre los maltrechos cojines de felpa. Estaban el uno enfrente del otro, y, entre ambos, las sobras del pícnic.
—¿Y tú qué planes tienes?
—No estoy muy segura. Estoy hecha un lío.
—Bueno, tú no te preocupes, Poll. Vendrá el príncipe azul y se te llevará a lomos de un caballo blanco.
—¿Tú crees? ¿Cómo lo sabes?
—Saber saber no lo sé. Y, además, puede que no aspires simplemente a casarte. A lo mejor te apetece hacer algo por tu cuenta. Hasta que aparezca tu príncipe, claro.
El corazón estaba a punto de estallarle. Se incorporó; ahora o nunca.
—Bueno, la verdad es que me gustaría mucho casarme.
—¡Ajá! ¿Y ya has elegido al afortunado?
—Sí. —Le clavó la mirada en un punto indefinido de la cabeza—. Eres tú. El único hombre con el que me gustaría casarme eres tú. —Para impedir que respondiera, arrancó a hablar a borbotones—: De verdad, lo he pensado con mucho detenimiento. Lo digo completamente en serio. Ya sé que soy bastante más joven que tú, pero hay gente que se casa con mucha diferencia de edad y estoy segura de que les sale bien. Solo tengo veinte años menos, y para cuando yo tenga cuarenta y tú sesenta, la diferencia no se notará nada… nada de nada. Ni se me pasa por la cabeza casarme con ningún otro, y además tú me conoces muy bien, y alguna vez has dicho que te gusta mi aspecto. He estado practicando con la cocina y no tendría ningún inconveniente en vivir en Francia o donde fuera… ni en nada…
Después no supo qué más decir, y se obligó a sí misma a mirarle.
No se estaba riendo, lo cual ya era algo. Pero por su manera de cogerle la mano y besársela, Polly supo que no había nada que hacer.
—¡Ay, Poll! Menudo cumplido. Jamás, en toda mi vida, me han hecho un cumplido tan grande y tan serio. No creas que voy a parapetarme detrás de todas esas zarandajas de la diferencia de edad, aunque también hay algo de verdad en ello. Te quiero mucho, te considero una gran amiga; pero no eres el amor de mi vida, y lo terrible es que, así, no habría ninguna posibilidad de que la cosa saliera bien.
—¿Y no crees que podría llegar a serlo algún día?
Archie negó con la cabeza.
—Es de esas cosas que se saben.
—Ya.
—Mi querida Poll. Tienes toda la vida por delante.
—Eso estaba pensando —respondió; el panorama era desolador, pero no dijo nada—. Supongo que pensarás que no debería habértelo dicho.
—En absoluto. Lo que pienso es que has sido tremendamente valiente.
—Pero no ha servido de nada, ¿no?
—Bueno, querías enterarte de una cosa y has preguntado.
Y he pasado de tener esperanzas a dejar de tenerlas, pensó, pero tampoco esta vez dijo nada. No sabía cómo iba a poder estar el resto de su vida sin él, y tampoco sabía cómo estar con él en estos momentos, atrapada en la maldita batea a varios kilómetros de distancia de cualquier sitio.
Un súbito chaparrón acudió en su rescate. El cielo se había ido cerrando cada vez más, y un rato antes (le parecía que hacía siglos de eso) se habían preguntado si llovería. Ahora fue la excusa perfecta para volcarse en recoger los restos del almuerzo, ponerse la trenca y desatar la amarra del sauce, mientras Archie maniobraba con la pértiga. Para cuando llegaron al embarcadero, estaban calados. Salió el sol, pero era un sol más vistoso que cálido. Archie quería ir a un pub para entrar en calor con un whisky, pero los pubs estaban todos cerrados. No había más remedio que volver a la estación y esperar el próximo tren.
En el andén, Polly dijo:
—No se lo he contado a nadie. Lo que te he dicho a ti, quiero decir. Ni siquiera a Clary.
—Jamás se me ocurriría decírselo a Clary; ni a Clary ni a nadie.
Se subieron a un vagón vacío del lento tren dominical, que paraba en todas las estaciones. Archie no paró de hablar —de los dibujos de Polly, de pintura en general, de la vida en Hamilton Terrace—, de todo menos de su confesión y de lo que pudiera sentir Polly al respecto. A Polly le pareció que estaba intentando fortalecer su dignidad y no le hizo ninguna gracia —la obligaba a hacer esfuerzos en el mismo sentido—.
—Creo que lo que voy a hacer (después de la guerra, claro) es buscar a alguien que se dedique a construir casas y encargarme de los interiores. No me refiero solo a la pintura o al papel pintado, sino a la arquitectura interior (puertas, suelos, hogares). —Pero de repente notó que se le saltaban las lágrimas, así que fingió que estornudaba y se puso a mirar por la ventanilla—. ¡Ay, madre! Me temo que me estoy acatarrando.
Una vez en Paddington, Archie le preguntó qué quería hacer, y le dijo que casi lo que más le apetecía era volver a casa.
—¿Habrá alguien? —preguntó él.
Y ella dijo que sí, que seguro.
En realidad, estaba convencida de que no habría nadie, pero se equivocaba. Vio el abrigo de Louise tirado de mala manera en la mesa del hall en el mismo momento en que la oyó sollozando en el piso de arriba. Michael ha muerto, pensó, y subió corriendo.
La encontró en el cuartito de los invitados, echada boca abajo sobre la cama.
Al principio no hacía más que balbucear incoherencias, presa del dolor, ¿o quizá de la rabia? Polly no lo sabía.
—¡Lo soltó así, por las buenas! Uno de los invitados fue y lo dijo durante la comida con una especie de falso tonillo de pena, ¡sin avisar! Y ellos… ellos lo sabían y no me habían dicho nada. ¡Cómo no iba a saber ella, precisamente ella, el golpe que iba a ser para mí! No podía quedarme después de eso. Me levanté de la mesa y salí corriendo. ¡Ay, Polly! ¿Cómo voy a soportarlo? ¡Justo cuando empezaban a decir que la guerra está a punto de acabar!
Y de nuevo prorrumpió en sollozos.
Polly se sentó al borde de la cama y le tocó tímidamente el brazo. Poco a poco Louise se fue tranquilizando, y después se dio media vuelta y se incorporó, abrazándose las rodillas.
—Fue hace diez días. Salió en el Times, dijeron, pero ella… ella sabía que yo no lo sabía.
—¿A quién te refieres? —preguntó con el tono más suave posible.
—¡A Zee! Me odia por lo que pasó.
Polly comprendió en ese momento que no se trataba de Michael.
—¿Te refieres a Hugo?
Al oír su nombre, Louise se estremeció como si le hubiese dado una bofetada.
—¡Lo amaba tanto! Con toda mi alma. Y ahora voy a tener que pasarme el resto de mi vida sin él. No sé cómo me las voy a arreglar. —Alzó la mirada—. ¡Ay, Poll! ¡Cómo me consuelas, si hasta lloras conmigo!