La familia
Verano de 1943
Aguardar algo con ilusión, lo que fuera, no hacía sino poner de relieve el páramo en el que le parecía que se había convertido su vida: salir a comer con su cuñado, que en tiempos no habría sido más que una modesta diversión (muy modesta), asumía en estos momentos las dimensiones de una aventura. Había planeado coger el tren a primera hora para ir a cortarse el pelo a la peluquería del señor Bayley, en Brook Street, y después se pasaría por Liberty’s, donde Zoë había comprado recientemente una preciosa colcha de algodón a rayas de la que había sacado un vestido para ella y otro para Juliet. No hacían falta cupones para comprar ropa de cama y tapicería, pero no era fácil encontrar telas adecuadas. También había decidido que no iba a hacer noche en la ciudad. Desde aquella funesta velada en casa de Hermione a la que Edward se había olvidado por completo de ir, odiaba el lóbrego pisito de su marido. No entendía por qué se empeñaba en mantenerlo. Era uno de esos apartamentuchos modernos cutres y angostos; la decoración le recordaba el camarote del capitán de un buque de guerra (aunque a saber de dónde le venía semejante comparación, si jamás había puesto el pie en la cabina de un capitán). El caso es que estaba pintado en distintos tonos de un gris lustroso, y la moqueta del suelo tenía el color y la textura de las gachas. El exiguo mobiliario era «moderno», es decir, el decorador se había empeñado en que se saliera de lo corriente a toda costa. En lugar de tiradores, los cajones tenían unos rebajes tan superficiales que era prácticamente imposible meter los dedos para abrir; del mismo modo, los grifos no tenían una llave fácil de agarrar sino una moldura que no se prestaba a rotar sobre sí misma. Aunque Edward había hecho traer una cama más grande que el diván individual que había antes, seguía sin dar cómoda cabida a los dos; tenían que pasar toda la noche en contacto, cosa que a Villy nunca le había hecho mucha gracia. De todos modos, Edward estaba fuera —en Southampton, donde acababan de comprar un muelle—, así que tampoco es que tuviera mucho sentido que hiciera noche en Londres. Con todo, había estado, y estaba, deseando salir de Home Place, aunque solo fuese para pasar el día fuera y volver. A pesar de que la casa estaba llena de gente, se sentía sola. Echaba de menos a Sybil mucho más de lo que se había imaginado; echaba de menos a Rupert, a quien, como el resto de la familia, en su fuero interno creía muerto; echaba de menos la vida que tenía en Londres antes de la guerra, por mucho que en su momento le hubiese parecido aburridísima; hasta echaba de menos a su hermana Jessica y las largas visitas estivales que le hacía cuando era más pobre y, de alguna manera, estaba más accesible de lo que parecía estarlo ahora.
De todos modos, en general no quedaba tiempo para la nostalgia ni para la introspección. A consecuencia de la artritis, al señor McAlpine no solo se le había quedado muy ancho el huerto, sino que además se le había agriado tanto el carácter que ninguno de los chicos reclutados en la menguante reserva disponible duraba más de unas pocas semanas. El verano anterior Villy había aprendido por su cuenta a manejar la guadaña y había segado el huerto entero. Se había ganado así el respeto de McAlpine, aunque con reservas: «Podría estar peor». Después de aquello, había empezado a dedicar al menos dos tardes por semana al mantenimiento de los exteriores: había aprendido ella sola a podar los frutales; lijó y dio otra mano de pintura a uno de los invernaderos, y, cómo no, en días lluviosos siempre había leña que cortar y amontonar. «Cuidado, no te agotes», le había dicho la Duquesita, pero eso era exactamente lo que había querido el año anterior desde la primavera, de la que le parecía que habían pasado siglos. Pero, aparte de… de lo de «ese hombre» (no se permitía a sí misma mencionar su nombre), el año pasado había sido duro en otros sentidos. Después de la bronca con Edward por su olvido del sarao de Hermione, en la que le había soltado el sempiterno sermón por su desinterés, habían hecho el amor durante mucho más tiempo del habitual, pero había estado tan tensa y después tan agotada fingiendo que disfrutaba que hasta la mañana siguiente no recordó que no había tomado precauciones. De modo que cuando, al mes siguiente, no le llegó el periodo, lógicamente pensó que estaba embarazada, y esta vez, a diferencia de cuando se quedó embarazada de Roly, la verdad es que se alegró. Sería su último hijo, podría intercambiar experiencias con Louise, que también estaba encinta. Sin embargo, cuando se lo dijo a Edward notó que la idea no llegaba a entusiasmarle, por mucho que no expresara ninguna objeción. «¡Dios mío! No sé yo. ¿De veras crees que te conviene?», dijo entre otras cosas. Cuando le presionó para que dijera lo que de verdad pensaba, acabó diciendo que, cómo no, él se alegraba, pero que se preguntaba si ella no sería ya un poco mayor para tener más hijos. Si fuese el primero, claro que sí, había respondido ella, pero estaba sanísima y no veía ningún motivo para no tenerlo. Acarició la idea de ir a Londres a ver al doctor Ballater, pero al final acudió al doctor Carr. Fue a verlo a su casa, donde pasaba consulta, porque no quería contar nada a la familia hasta asegurarse del todo, aunque a estas alturas ya habían pasado dos meses y creía que no había duda.
—Estoy segura —le había dicho al doctor Carr—. Solo quería que usted me lo confirmase.
El médico le había dirigido una mirada sagaz presidida por sus tupidas cejas y había señalado que era un poco pronto para estar seguros…
Después de examinarla y de hacerle un montón de preguntas, había dicho que, aunque quizá no le hiciera gracia saberlo, le parecía mucho más probable que se tratase del inicio de la menopausia que de un embarazo. Lo mismo se equivocaba, añadió, pero era evidente que no lo pensaba.
—Al fin y al cabo, señora Cazalet, tiene usted cuarenta y siete años y cuatro hijos estupendos. Sea lo que sea, ¿no le parece que es un pelín tarde para empezar de nuevo?
—¡Pero si todavía es pronto para que se me retire! —Estaba horrorizada.
—Depende de la mujer. Me ha dicho que la menstruación le llegó tarde, y las que empiezan tarde suelen terminar antes.
Notó que se sonrojaba. La mera mención de aquel asunto tan desagradable le daba vergüenza. El médico tomó la repugnancia por decepción y le habló en tono alentador del panorama de ser abuela (Louise había ido dos veces a verlo).
—Es usted lo bastante joven para disfrutar plenamente de los nietos —había dicho.
Pero Villy siempre había considerado cualquier forma de consuelo como un intento de minimizar la autenticidad de su desdicha y se mostró hostil o, al menos, refractaria a sus palabras.
Naturalmente, poco después de la visita llegó la prueba irrefutable de que no estaba embarazada, y pasó el resto del invierno con el ánimo por los suelos. El alivio de Edward al oír la noticia la había irritado y en varias ocasiones le había dicho que ya podía estar contento, pero no mencionó siquiera la bochornosa alternativa.
Entre unas cosas y otras, se alegraba de tener aquella pequeña excursión en el horizonte. Por supuesto, también se pasaría a ver a Louise, que seguía en la clínica en la que había dado a luz la semana anterior. Michael había llamado para dar la buena nueva (había conseguido rascar unos días de permiso) y se había ofrecido a ir inmediatamente, pero él había dicho que mejor que se esperase a que se le acabase el permiso, cuando quizá Louise se sentiría un poco sola. Y después había recibido una llamada de Raymond. Había muchas interferencias, y sonaba a la vez pomposo y timorato. Necesitaba verla, dijo dos veces. Ella era la única persona que podía aconsejarle… Este comentario, con su doble gancho —le halagaba la vanidad y despertaba su curiosidad—, zanjó la cuestión. Había quedado con él en el Arts Theatre Club, en Great Newport Street, a la una menos cuarto. Se puso el traje azul del año anterior con la blusa de chifón (era un día soleado y caluroso) y cogió el tren.
Llegó antes de tiempo y él todavía no estaba, así que se sentó en la pequeña zona penumbrosa y abarrotada de la planta baja que era medio pasillo, medio sala y se puso a mirar a la gente que estaba comprando entradas para el teatro y que había quedado para comer, hasta que, de repente, apareció Raymond a su lado, encorvándose para acercarle el rostro enorme y blanquecino que a media luz despedía un brillo casi fosforescente.
—¡Querida! El tren ha llegado con retraso. Lo siento de veras. —Tenía la mejilla húmeda, y en vez de un bigote parecía que tuviese abrojos. La cogió del brazo—. ¿Quieres que subamos ya y nos vayamos pidiendo algo de beber?
Villy lo siguió hasta el comedor, que era amplio y agradable.
—Una mesa para dos. Reserva a nombre de Castle —dijo con el tono ceremonioso que reservaba para aquellos a quienes consideraba sus inferiores.
Era algo en lo que Villy no había reparado antes, pero en este momento lo reconoció como un hábito de su cuñado.
—Y desearíamos pedir las bebidas inmediatamente, si fuera usted tan amable.
Les sirvieron las bebidas, le ofreció un cigarrillo y pasó a interesarse diligentemente por la salud de cada miembro de la familia, recibiendo las respuestas como si fueran justo lo que se esperaba. Villy vio que estaba nervioso.
—Supongo que no puedo preguntarte por tu trabajo —dijo.
—Me temo que no. Por supuesto, es agradable sentirse útil, encontrar tu rinconcito. Además, digo yo que alguien de mi familia tendrá que contribuir al esfuerzo bélico.
—¡Venga, Raymond! Christopher está trabajando para un granjero, y si algo necesitamos son cultivos que nos den de comer; y, por lo que me han dicho, Nora es una enfermera maravillosa, y Angela ¿no había dejado la BBC para irse al Ministerio de Información? Y Judy, al fin y al cabo, no es más que una niña. Y…
Pero al llegar aquí ya no supo qué decir. En honor a la verdad, no le venía a la cabeza ni una sola cosa de utilidad que estuviese haciendo Jessica en estos momentos o que hubiese hecho nunca, y fue entonces cuando se dio cuenta de que Raymond ni siquiera la había mencionado.
—Y en cuanto a Jessica —dijo él, como si hubiera oído sus pensamientos—, por lo visto su contribución es el adulterio.
Se hizo un breve silencio; la palabra se había apostado como un escorpión sobre la mesa, entre los dos.
Después, continuó:
—Por un terrible instante he pensado que quizá lo supieras. Que todo el mundo lo sabía menos yo. Pero no tenías ni idea, ¿verdad?
—No —dijo—, no tenía ni idea.
Estaba tan estupefacta —siempre había dado por sentado que Jessica y ella eran de un mismo parecer sobre este tipo de cosas— que, a pesar de que se le pasaban por la cabeza miles de preguntas, tomadas por separado parecían demasiado triviales para formularlas.
—Pero ¿estás seguro? —consiguió preguntar al fin.
—Segurísimo.
Y entonces empezó a responder a las preguntas sin que Villy tuviese que formular ni una sola.
Hacía casi un mes que lo sabía. Nada más enterarse, su primer impulso había sido ir a pedirle cuentas inmediatamente, pero no se había atrevido.
—Quería matarla. Te juro que tenía miedo de lo que pudiese hacerle. No ha hecho más que mentirme, ¿sabes? Me sentía como un mentecato. Además, había cosas que prefería no saber. ¿Y si estaba convencida de que se había enamorado de ese cabrón, por ejemplo? ¿Y si no lo estaba, si no había sido más que un revolcón? No sabía cuál de las dos cosas me sentaría peor. Después me enteré de que la cosa venía ya de lejos…
—¿Desde cuándo?
—Bueno, desde hace más de un año. Bah, yo qué sé, puede que mucho más. Lo conoció cuando todavía vivíamos en Frensham. A estas alturas ya sabrás de quién hablo, supongo.
Empezó a decir que no, que no lo sabía, pero antes de que le salieran las palabras de la boca le asaltó un pensamiento terrible, una duda, una sospecha que tardó un segundo en cuajar en repugnante certeza.
—¡Ay, no!
—¡Querida! Lo siento si te he escandalizado, aunque te entiendo perfectamente. Es escandaloso, sí. Una mujer que se ha criado en una familia respetable, que lleva veintisiete años casada, felizmente casada, pensaba yo…
Villy bebió un trago de agua mientras él seguía disertando, y poco a poco, como a sacudidas, volvió a ver con nitidez el rostro de Raymond, que por unos instantes se había convertido en un manchón borroso. Y pudo ver con idéntica nitidez todo tipo de menudencias: cosas dichas y no dichas, el hecho de que Jessica jamás la invitase a pasar la noche en su casa, su desinterés por ir a Home Place, su negativa a que Louise se quedase con ella, por no hablar de aquella extraña vez en que Villy se había presentado sin avisar en St. John’s Wood y Jessica había tenido un comportamiento tan chocante…
Raymond le estaba largando todo lo que pensaba de Clutterworth; de repente, era como si no pudiese dejar de repetir su nombre.
—Si el «señor» Clutterworth se piensa que ser músico le da derecho a portarse así; es más, si se piensa que puede salir de rositas, se va a llevar una buena sorpresa, el señor Laurence Clutterworth. Ganas me dan de ponerme en contacto con esa pobre infeliz de su esposa para ver si está al corriente de lo que está pasando.
Si la cosa empezó hace más de un año, yo ni siquiera fui su primera opción, se dijo Villy mientras la humillación de aquella espantosa velada de Mayfair, que creía enterrada para siempre, volvía a apoderarse de ella. ¡Ay, Dios! ¡Y lo mismo hasta se lo había contado después a ella!
Pero lo peor aún estaba por llegar.
—Explícamelo tú —dijo Raymond, acodándose sobre la mesa para acercarse más a ella—. Explícamelo: ¿cómo diablos se le puede ocurrir a una mujer respetable (casi digo «señora») enamorarse de un vil gusano como ese? Y no digamos… —al llegar a este punto, un rubor de vergüenza le tiñó el semblante—, ¡no digamos contemplar siquiera la posibilidad de mantener una… una relación física con semejante bicho! ¿Tú lo entiendes? ¿Soy yo el que es corto de entendederas, o qué?
Por fortuna, no parecía que esperase una respuesta: tan entregado estaba a su colérica rumia que las preguntas no podían ser más que retóricas. Lo único que podía hacer ella, pensó, era cruzarse de brazos y soportar hasta el final de la comida aquella tromba de rabia y sufrimiento… pues, más allá de las palabras torpes y tópicas de su cuñado, Villy, gracias a su experiencia en la Cruz Roja, veía que estaba realmente conmocionado. Dejó de esforzarse por comer, se encendió un cigarrillo, clavó la vista en el plato y trató de que le resbalase la humillación suprema de oír cómo describía al hombre al que al menos había creído amar en términos vulgares y de un realismo descarnado. Este ensimismamiento anestesiado, maquinal, terminó de modo abrupto porque le pareció que Raymond le estaba preguntando algo.
—¿Tú qué piensas que debo hacer?
—¿Hacer? ¿A qué te refieres?
—A si conviene que hable con ella. Confieso que no tengo ni idea de cuál sería la mejor manera de plantearlo.
Villy lo miró asombrada. Era como si toda su ira se hubiese desvanecido; ahora tenía un aire nervioso, furtivo, conciliador. Antes de que le diese tiempo a responder, Raymond exclamó, con una espontaneidad nada convincente:
—¡Ya sé! Bueno, claro, solo si se te ves capaz, pero… ¿qué tal si hablas con ella?
Raymond se mantuvo en sus trece pese a las protestas de Villy: ¿qué debía decirle a su hermana? ¿Qué quería él que le dijera? Ya puestos, ¿qué pretendía él? Raymond dijo que a lo mejor ella descubría lo que de verdad sentía Jessica. Tal vez hasta podría hablar con la esposa del tipejo, conseguir que lo convenciera para se quitase de en medio o algo por el estilo. Por debajo de la rimbombancia inicial, de la que no quedaba ya ni rastro, Villy vio que estaba angustiado, acobardado, y muerto de miedo. Al final, y con objeto de escaparse, dijo que se lo tenía que pensar, y Raymond le anotó su dirección y su número de teléfono de Woodstock para que pudiera ponerse en contacto con él. Para cuando se despidieron en la puerta del Arts Theatre Club, eran las cuatro, y tuvo que correr hasta Charing Cross para no perder el tren.
A Neville y Lydia, que habían sido tan incautos como para quejarse de que no tenían nada que hacer, les habían mandado llenar de agua el abrevadero para caballos que había en el prado. Esto suponía llenar dos cubos, uno por barba, con la manguera que había a la entrada de los establos, pasar mal que bien por el arco del muro, enfilar la estrecha pista de ceniza pasando por delante del cobertizo del jardinero, la pila de compost y la destartalada perrera, y seguir por un sendero herboso surcado de enormes rodadas endurecidas por el sol hasta llegar al abrevadero, que estaba nada más cruzar la verja que daba al prado de los caballos. En fin, una buena caminata. Llevaban ya cuatro viajes y el abrevadero aún estaba a medio llenar.
—En parte es porque Marigold se lo bebe todo en cuanto nos damos media vuelta —se quejó Neville.
Como siempre, y de manera casi mecánica, nada más serles asignada la tarea se habían puesto a refunfuñar sobre lo injusto que era que los obligasen a trabajar en vacaciones, sobre todo una tarde tan calurosa en la que seguro seguro que nadie más estaba trabajando. Repasaron con desdén las indolentes e irrisorias actividades de los adultos: la Duquesita y su máquina de coser; la tía Zoë leyéndoles a los heridos del sanatorio; la tía Rachel y su costura; la tía Dolly (alias Bully) y sus «siestecitas» —llegados a este punto se miraron arqueando las cejas, en el culmen de su sarcástico regodeo—; la tía Villy yendo a buscar todo tipo de cosas ni más ni menos que en coche…
—¡Y siempre sentadas! —dijo Neville.
—Desde luego, no se puede decir que se agoten —asintió Lydia—. ¿Por qué no se encarga de esto el señor Wren? Espera, que cambio de brazo.
—Lo único que hace es cortar un poco de leña y largarse al pub por las tardes. A veces Tonbridge tiene que ir a por él y llevarle a casa porque no se tiene en pie.
—Eso es por culpa del alcohol, que lo sume en un estado de embriaguez —le explicó Lydia.
—Pero ¿a qué se dedica el resto del día? Creo que deberíamos averiguarlo.
—¡Ay, Nev! A veces da mucho miedo, sobre todo si está dormido y vas y lo despiertas.
—Bueno, con esas canillas que tiene no puede correr tan deprisa como nosotros.
Habían llegado de nuevo al prado. La vieja yegua castaña estaba bebiendo del abrevadero. Levantó la cabeza de golpe y volcó el cubo de Lydia; el agua se vertió sobre la tierra endurecida y desapareció al instante.
—¡Ay, señor!
—Deberías haberle apartado la cabeza primero. Encima de que vamos a tener que pasarnos casi toda la tarde haciendo esto, tú tendrás que hacer un viaje de más.
—A lo mejor no.
—Ya veremos —dijo Neville, imitando la voz de Ellen.
Habían emprendido la caminata de vuelta, y, como era más fácil porque los cubos iban vacíos, tenían carta blanca para fijarse tranquilamente en otras cosas: por ejemplo, en el viejo lilo que crecía pegado a la verja del huerto y que estaba plagado de mariposas; en Flossy, que estaba dormida sobre un cachito de muro que parecía de lo más incómodo con el rabo colgando, «igualito que en la aventura de “La banda de lunares”», dijo Neville, que en los últimos tiempos se había vuelto un fanático de Sherlock Holmes. Cuando por fin llegaron a la puerta del establo, a cuyo lado estaba la manguera enrollada sobre el grifo, se fueron derechitos al poyo para sentarse a descansar un rato.
—Bueno, después de esta tarde hay una cosa que tengo clara. De mayor pienso ser un free lance.
—¿Y eso qué es?
—Significa que no tienes que hacer nada que no te apetezca.
—Pero ¿qué significa la palabra?
No tenía ni idea, pero antes se habría dejado cortar el cuello que confesárselo.
—En América del Sur —empezó a decir con tono de sermón—, hay una serpiente supervenenosa que se llama fer de lance. Viene de ahí. La serpiente solo pica a la gente si le apetece. ¿Qué?, ¿lo entiendes ahora?
Lydia sabía que le interesaban muchísimo las serpientes y que leía todo lo que caía en sus manos al respecto, de modo que aceptó su explicación sin rechistar.
—Me imagino que en Francia free lance se dirá fer de lance. Ya le preguntaré a la señorita Milliment.
—Yo que tú no lo haría. Siempre he pensado que la señorita Milliment no es ninguna lumbrera en cuestión de reptiles.
Estaba poniendo otra voz (debía de ser la de algún profesor de su colegio). Le entraron ganas de decirle que imitar voces no tenía mucha gracia si eran de desconocidos, pero quería estar a buenas con él porque así lo mismo le perdonaba el cubo extra.
—¿Qué piensas de Mussolini?
—Casi no pienso en él, y además, ahora que lo han depuesto, ya no cuenta. Escucha, se me ocurre una idea.
A Lydia se le cayó el alma a los pies. Sospechaba que era algo relacionado con el señor Wren. En efecto, lo era.
—Voy a subir despacio al pajar, y si está dormido le suelto un chorrito de agua de la manguera y le pregunto que por qué no se está encargando él de llevarles el agua a los caballos. Si quieres, te dejo mirar.
—Pero ¿y si no está dormido? Puede que… —El resto de la frase lo articuló para que le leyera los labios—. Puede que nos esté escuchando en este mismo instante.
Se lo imaginó escuchando con su sonrisita forzada y preparándose para abalanzarse sobre Neville en cuanto lo viese asomar por la escalera.
—A ver si te hace perder el equilibrio y te caes.
—Tendré cuidado. Primero lo llamaré. Si responde, dejaré de subir.
—Antes vamos a terminar esto.
Con suerte, les daría la hora del té, y como Neville siempre tenía hambre no se lo querría perder.
—Sigue tú, si quieres.
Neville se levantó del poyo y cogió la manguera. La puerta del establo estaba entreabierta. La abrió de par en par y desapareció en la penumbra.
—¡Señor Wren! ¡Oiga, señor Wren!
Lydia lo oyó llamar. Después, silencio. Se levantó del poyo y le siguió los pasos.
—Desenróllame la manguera, anda, que voy a subir.
Hizo lo que le pedía, y a continuación, presa del miedo, echó un vistazo a los boxes por si acaso el señor Wren estaba escondido en alguno. Pero estaban todos vacíos, salvo por un viejo nido en uno de los pesebres de metal que había empotrados en el muro. Los muros estaban encalados y cubiertos de alambicadas telarañas, grandes como las redes de pescar de Hastings; hacía mucho que no les habían dado una mano de pintura. Echó un vistazo al interior de los cuatro boxes. Todos tenían —en lo más alto del muro, para que no pudieran asomarse los caballos— un ventanuco redondo con el cristal sucio y resquebrajado; reinaba una oscuridad polvorienta. Oyó que Neville había llegado al final de la escalera, y, después, sus pisotones sobre las tablas del altillo.
—No está aquí —gritó—. Habrá salido. Coge la manguera, ¿vale?
Al volver al pie de la escalera, Lydia se fijó en la puerta del cuarto de los arreos. Estaba cerrada. Perfectamente podía estar ahí. Mientras Neville cogía la manguera, le señaló el cuarto en silencio y se arrimó a la puerta del establo para salir corriendo si el señor Wren se abalanzaba sobre ellos. Pero el señor Wren no salió.
Una vez abajo, Neville volvió a coger la manguera.
—Apuesto a que es ahí donde se pasa el día metido.
El pestillo no se abría bien y al subirlo chirrió.
—¡Sí! Está dormido, como siempre.
Lydia se acercó, sin traspasar el umbral. El cuarto de los arreos tenía suelo de ladrillo. Había una pequeña parrilla de hierro, y encima, apoyado en una repisa, un espejo roto. Por las paredes colindantes había unas escarapelas descoloridas que debía de haber ganado Louise en la época en que participaba en competiciones ecuestres. Sobre la ventana colgaba a modo de cortina un trozo de arpillera sujeto por clavos, pero una parte se había podrido y solo cubría la mitad del vano. El cuarto olía distinto al resto de los establos, a cuero húmedo y ropa vieja y mohosa. El señor Wren estaba echado sobre un catre en el rincón del fondo. Estaba medio tapado por una gualdrapa, pero por debajo, enfundadas en unas polainas marrones de cuero y unas botas oscuras color caramelo, le asomaban las piernas.
—¡Señor Wren! —dijo Neville con tono guasón.
—Neville, no —empezó a decir Lydia.
Pero era demasiado tarde. Neville la miró con ojos indiferentes y chispeantes —un gesto inequívoco, bien lo sabía ella, de desafío—, apretó el pulsador de la manguera y apuntó a la figura yacente. No se movió.
—Pues sí que está dormido —dijo Neville, dejando que Lydia le quitase la manguera.
Lydia se fue derecha a la cama.
—No está dormido. Tiene los ojos abiertos como platos. ¿Tú crees que puede que esté, ya sabes… muerto?
—¡Atiza! ¿Y yo qué sé? No me parece que esté lo bastante pálido. Tócalo.
—Tócalo tú.
Neville se inclinó y puso la mano con cautela sobre la frente del anciano. Le habían caído unas gotitas de agua, pero la piel estaba fría.
—A ver si puedo tomarle el pulso.
Intentó sonar tranquilo, pero le temblaba la voz.
Retiró la manta. Wren yacía con la sucia camisa a rayas y sin cuello, los tirantes enganchados a los pantalones de montar; en la mano derecha tenía un papelito amarillento. Cuando Neville le levantó la muñeca, el papelito se cayó a un lado y vieron que era una vieja fotografía, sacada de un periódico, del Brigada a lomos de un caballo. Un joven con una gorra de tweed sostenía la brida. «El señor William Cazalet a lomos de Ebony, con su mozo de cuadra», rezaba el pie. La muñeca, un montón de huesos recubiertos de pellejo, también estaba fría. Al soltarla, cayó tan a plomo sobre la cama que Neville casi pega un bote. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Me da que está muerto.
—¡Ay, pobre señor Wren! Tiene que haberse muerto muy de repente para que ni siquiera le haya dado tiempo a cerrar los ojos.
Lydia se echó a llorar, de lo cual Neville se alegró porque al verla se contuvo.
—Tenemos que ir a decírselo a todos.
—Pues yo creo que primero deberíamos rezar por él. Yo creo que si te encuentras con un muerto tienes la obligación de hacer algo así.
—Bueno, quédate tú a rezar si quieres; yo me voy a buscar a la tía Rach.
—Casi mejor que no —se apresuró a decir Lydia—. Me voy contigo, ya rezaré por el camino.
Encontraron a la tía Rach, se lo dijeron y fue a ver a Wren con Villy. Después llegó el doctor Carr, y más tarde vino una furgoneta negra de Hastings y se llevó al señor Wren, y entretanto les dijeron a Neville y a Lydia que se quitasen de en medio, que se fuesen «a jugar un partidito de tenis o de squash o de cualquier cosa». Esto les sacó de quicio.
—¿Cuándo dejarán de tratarnos como si fuéramos unos chiquillos? —exclamó Lydia con el tono de voz más adulto y hastiado que fue capaz de pergeñar.
—De no haber sido por nosotros, lo mismo habría seguido allí durante semanas y meses. Incluso puede que años. Hasta convertirse en un esqueleto con ropa —dijo Neville, preguntándose a continuación qué pasaría con el resto del señor Wren.
—Hombre, se habrían enterado porque Edie le lleva la cena en un plato tapado todos los días. Se habría dado cuenta de que los platos se iban amontonando —dijo Lydia.
Se estaba preguntando qué pasaba con la parte de cuerpo de las personas. Pero no pienso preguntárselo a Neville, se dijo; seguro que no lo sabía y se inventaba cualquier explicación horrible. De mutuo acuerdo, cruzaron la puerta de paño verde y se fueron a la cocina, donde deleitaron al personal de servicio, que no podía haber sido un público más agradecido, con un relato la mar de efectista.
—… Y lo que nos preguntábamos los dos —dijo Neville al cabo de un rato, cuando ya no se les ocurría nada más— era: ¿cómo le cierras los ojos a un muerto?
La señora Cripps dijo que no le parecía una pregunta muy agradable, pero Lizzie, con el susurro ronco al que recurría en las raras ocasiones en que conversaba en presencia de la señora Cripps, dijo que había que ponerles peniques en los ojos.
—Bueno es saberlo —dijo Lydia mientras se lavaban las manos para cenar.
Pero Neville dijo que tampoco lo era tanto porque no era frecuente que se encontrasen con un muerto.
—Tengo trece años, casi, y este es el primero que he visto. Y Clary, nunca. Se va a poner verde de envidia.
Lydia llevaba un rato escandalizada por la actitud tan desalmada que estaba teniendo Neville con el pobre señor Wren, y se lo dijo.
—En realidad no soy un desalmado, pero reconozco que tampoco me compadezco. O sea, lo siento por él porque está muerto, pero no lo siento por mí.
—Te entiendo perfectamente —dijo Lydia—. La verdad es que casi siempre se le veía callado y como de mal genio. Pero mamá dice que se entristeció mucho cuando el Brigada dejó de desplazarse en caballo y empezó a ir en coche. Y sobre todo cuando se quedó demasiado ciego para salir a cabalgar. Entiendo que este tipo de cosas le destrozasen la vida.
El funeral se celebró una semana después, y no faltaron ni el Brigada, ni la Duquesita, ni Rachel ni Villy.
En septiembre, a Zoë le tocó ir de nuevo a ver a su madre a la isla de Wight. Iba cada tres meses y se quedaba tres o cuatro días o, si se veía capaz de soportarlo, una semana. En primavera y en verano se llevaba a Juliet, pero a medida que la niña iba creciendo cada vez era más complicado llevarla. Su madre no podía estar más de media hora con una criatura tan activa, y Jules, a sus tres años, era demasiado pequeña para que la dejase sola, de modo que a Zoë cada vez le costaba más repartirse entre la una y la otra a gusto de ambas.
Esta vez, Ellen había accedido a cuidar de ella, y también estaría Villy para echar un ojo.
—Solo voy para tres días —dijo Zoë.
La Duquesita le había sugerido en tiempos que si quería podía invitar a su madre a Home Place, pero Zoë, horrorizada, se había apresurado a decir que su madre no podía hacer sola un viaje tan largo, y que, como en cualquier caso tendría que ir a buscarla, para eso mejor que se quedase allí con ella. La Duquesita, que entendía perfectamente que por la razón que fuera Zoë no quería que viniese su madre, y que también sabía que a medida que uno envejecía cada vez tenía menos ganas de alejarse de su entorno habitual, no había insistido.
Acababa de hacer la maleta: camisón de invierno, porque en Cotter’s End —la casita en la que se quedaba, propiedad de la señora Witting, la amiga de su madre— siempre hacía frío; una botella de agua caliente, porque era como si la cama en la que dormía cada vez que iba estuviese húmeda casi todo el año (aún no se había recuperado de su primera visita, cuando metió la botella en la cama y salió vaho); un paquete de galletas de jengibre porque las comidas no podían ser más frugales, y un chubasquero por si acaso llovía durante alguno de los paseos huracanados que daba cuando la asaltaba la necesidad de huir. También llevaba una caja de nubes, que siempre habían sido los dulces favoritos de su madre. Metió labores de costura y de punto y Ana Karenina, una novela que Rupert le había dado a conocer justo antes de que lo llamasen a filas y que, para su sorpresa, le había encantado. En estos viajes siempre se llevaba algún libro que pudiese absorberla durante las largas horas que tenía por delante una vez que su madre y Maud se habían ido a la cama. Para Maud metió una botella de jerez, ya que cada vez que iba daban una copichuela a vecinos y amigos para presumir de ella. La ocasión exigía un vestido y un par de sus preciadas medias… Solo le quedaban dos pares sin estrenar.
Una vez llena, la maleta pesaba una barbaridad, y, como con la guerra apenas había mozos, Tonbridge se la subió al tren que iba a llevarla a Londres.
Fue un alivio estar de camino. Dejar a Jules siempre se le hacía difícil; cuando era más pequeña, la niña casi ni se daba cuenta, y era Zoë la que sufría. Ahora —de hecho, durante todo este año— a Jules le molestaba hasta que se fuese a Londres a pasar el día, aunque Ellen decía que no tardaba nada en calmarse. Y, al estar Wills y Roly, en realidad era como si no fuese hija única. Aunque supongo que mi única hija sí que será, se dijo. La perspectiva de poder pasar varias horas seguidas a solas, sin interrupciones —prácticamente el único aspecto de aquellas visitas a su madre que aguardaba con ilusión—, acababa de abrirse ante ella: podía permitirse el lujo de pensar solo en sí misma, y en unos términos que algunos miembros de la familia Cazalet tacharían de egoístas, de malsanos o de ambas cosas. ¿Qué iba a ser de ella? Tenía veintiocho años; no podía pasarse el resto de su vida en Home Place, trabajando media jornada como enfermera aficionada, cuidando a Jules, ayudando a la Duquesita, haciendo y zurciendo ropa, lavando, planchando, cuidando a los inválidos de la casa (el Brigada, la tía Dolly), oyendo por la radio los interminables boletines de guerra. La guerra, según decían todos, probablemente llegaría a su fin en un año o dos, y después de que se abriese el segundo frente, aunque nadie contaba con que esto fuese a suceder antes de la próxima primavera; aun así, el final, que en otros tiempos había parecido inconcebible, ya se avistaba. ¿Qué debía hacer ella cuando llegase el momento? Los años dedicados a adaptarse al incesante y cálido latido de la vida en familia, tan natural y necesaria para sus parientes políticos, habían minado su espíritu de iniciativa; solo de pensar en volver a Brook Green a solas con Jules se le caía el alma a los pies. Porque ya no esperaba que Rupert fuese a volver, y, en el tren, pudo decírselo a sí misma con entera libertad. En casa estaba rodeada de personas que, por mucho que en su fuero interno pensaran lo mismo que ella, no podían admitirlo en voz alta, aunque solo fuera porque estaban sometidas a la inquebrantable fe de Clary en que estaba vivo. Era una situación que solo el final de la guerra podía cambiar, cuando, al ver que no regresaba, incluso Clary tendría que aceptar que había muerto. Por supuesto, había sentido un inmenso alivio cuando aquel francés trajo noticias suyas y mensajes para ella y para Clary. Había llorado de alegría y emoción. Pero de aquello habían pasado ya dos años… dos años sin la menor señal de que siguiera vivo. Ese mismo verano, el jefe de la Resistencia francesa había muerto torturado a manos de la Gestapo. Lo había oído en las noticias de las nueve; nadie había dicho ni una palabra, pero el salón se había llenado de temores innombrables. Recordó que se había preguntado durante cuánto tiempo seguirían escondiendo a Rupert si corrían el riesgo de morir torturados. Clary no había estado presente en aquella ocasión.
Desde entonces había intentado, en general con éxito, alejar de sí todo pensamiento de Rupert. Por nada del mundo se lo habría admitido a nadie de la familia, ya que sabía que o bien no la creerían o pensarían que era insólitamente fría y egoísta. Y puede que lo fuera, se dijo en este momento. Pero no era menos cierto que se hallaba en lo que se le antojaba un limbo interminable. No era ni una viuda ni tampoco lo que la familia, parodiando al Brigada, denominaba «una mujercita estupenda casada con un prisionero de guerra». Sí, podía ser cualquiera de las dos cosas, y por pura lógica tenía que ser una de ellas, pero ¿qué podía hacer o sentir cuando no sabía cuál de las dos cosas era? De manera que se había refugiado en el presente, en las minucias de la vida cotidiana en tiempos de guerra, en la que había problemas de sobra para mantenerla ocupada y fatigarla. Su vía de escape era leer novelas, a poder ser largas y antiguas. En casa las había por doquier, arrumbadas al buen tuntún en estanterías; nunca se habían ordenado y nadie sabía dónde podía estar un libro concreto (excepto las chicas, que tenían sus propias estanterías en su dormitorio), de modo que cada novela que leía era un descubrimiento, a veces de lo más placentero y a veces tan aburrido que le costaba seguir leyendo. Como, al principio, había creído ingenuamente que todos aquellos libros, por ser clásicos, tenían por fuerza que ser buenos, le había desconcertado que tuviese que esforzarse tanto para completar la lectura de algunos de ellos. Pero una charla con la señorita Milliment la sacó de tan drástica generalización. Gracias a ella descubrió que el siglo XIX tenía una buena cosecha de libros «alimenticios», escritos para ganar dinero, libros que la señorita Milliment comparó con «el huevo del cura» (¿no conocía el dicho? Significaba que algo era bueno en parte) y novelas que habían sido elogiadas por su relevancia sociológica; y también obras maestras, «aunque, como ya sabrás, nada quita para que a veces las obras maestras puedan ser aburridas». A partir de entonces, cada vez que encontraba un libro le pedía consejo a la señorita Milliment antes de embarcarse en su lectura. «Y no olvidemos», había señalado esta con su voz dulce y comedida, «que hasta los grandes escritores tienen obras de calidad variable, así que puede que una novela te parezca el no va más y, en cambio, otra del mismo autor te deje indiferente». Si no hubiese habido una guerra y si Rupert no se hubiese marchado al frente, ¿habría descubierto lo mucho que disfrutaba leyendo novelas?, se preguntó. Seguramente no.
Archie le había propuesto que comieran juntos cuando pasara por Londres, pero tenía que hacer unas compras para su madre y quedaron en que lo dejaban para la vuelta. Qué bien, pensó, disponer de Archie un rato para ella sola, y qué ilusión comer en un restaurante. Para la ocasión había cogido la falda nueva de tweed verde y el suéter que se había hecho a juego. Sentía afecto por Archie, aunque no le parecía atractivo…, gracias a Dios, se dijo ahora, porque enamorarse del mejor amigo de tu marido habría sido una flagrante estupidez; además, después de aquel horrendo incidente con Philip Sherlock (con el tiempo se había reducido a eso, a un incidente), había rehuido la sola idea de coquetear con un hombre. No; a estas alturas, Archie era como de la familia. Lo sabía todo de todos porque todos le hacían confidencias. Él y solo él sabía que ella daba por muerto a Rupert, y no le hacía sentirse ni culpable ni insensible.
Para comprar los corpiños y las camisolas que quería su madre, tenía que ir a Ponting’s, en Kensington High Street, o a Gayler and Pope, en Marylebone. Su madre le había dicho que, si no encontraba lo que quería en una de las tiendas, en la otra seguro que sí, presentándole la alternativa como si fuese a facilitarle la tarea. Lo cierto era que había tanta distancia entre ambas tiendas que sin coche no daba tiempo de ir a las dos, de modo que eligió Ponting’s porque el autobús número nueve la dejaba en la puerta; un trayecto largo que costaba cuatro peniques. Dejó el equipaje en Charing Cross. Sin la cerca de hierro, Kensington Gardens parecía mucho más grande y tenía cierto aire campestre. Le vinieron a la cabeza los aburridísimos paseos que lo habían llevado a dar todas aquellas mujeres, cuyos nombres apenas recordaba, que la habían cuidado mientras su madre estaba trabajando, y después se preguntó si también ella llevaría allí a Jules algún día, a jugar con un barquito en el Round Pond, quizá, o a dar de comer a las aves del lago Serpentine. Pero tendré que trabajar en algo, se dijo. El paralelo entre la vida de su madre y la suya la golpeó con una fuerza inesperada. Aunque ya en otras ocasiones había amagado con dejarse ver, había conseguido esquivarlo; en cambio, esta vez vio con horror que su vida imitaba en todo a la de su madre. Se había quedado viuda en la guerra anterior. Ella, Zoë, había sido la única hija. Cuando su madre por fin se había jubilado de la empresa de cosméticos para la que llevaba casi veinte años trabajando, le habían dado 300 libras y una bandeja de plata para las tarjetas de visita. Recordó sus patéticos intentos por encontrar compañía masculina (sin duda, con el matrimonio como horizonte), y cómo ella se los había saboteado sin piedad. Desde que tenía uso de razón, su madre —como no se cansaba de repetirle— siempre la había tenido en palmitas: le hacía la ropa, cada noche le pasaba cien veces el cepillo por el pelo, le enseñaba a cuidar su apariencia, la mandaba a colegios que, bien mirado, debía de haberle costado Dios y ayuda pagar, y luego, cuando Zoë se había casado con Rupert, había vendido el pequeño apartamento que había sido el hogar de ambas y se había mudado a otro todavía más pequeño. Había crecido dando por hecho los desvelos de su madre y prendándose de su propio aspecto tanto como se había prendado su madre, que la había educado en la idea de que ella era la importante, el bellezón que iba a llegar muy lejos. Y en el colegio, más de lo mismo. Las otras le envidiaban su preciosa piel clara, el brillante pelo con rizo natural, las largas piernas y los ojos verdes; la habían envidiado, sí, pero también la habían adorado, o, más bien, consentido: le daban los mejores papeles en las obras de fin de curso, la presentaban a los padres que iban a visitar la escuela; hasta había chicas que, enamoriscadas, se habían ofrecido a hacerle los deberes de matemáticas. No debo criar así a Jules, se dijo. Su hija tenía que ir a una escuela donde aprendiera cosas. Cuatro años de convivencia con los Cazalet le habían hecho comprender que no concedían ninguna importancia al aspecto físico; jamás aludían a él, y de la actitud de la Duquesita se deducía que la vanidad en relación con la propia estampa o, de hecho, con cualquier otra cosa, no se podía consentir. Pensó en Jules, que tenía su mismo cabello oscuro y abundante, la misma tez suave, las mismas cejas arqueadas. Tan solo los ojos eran diferentes, azules como los de Rupert y como los de casi todos los Cazalet. Había sido, y era, el bebé más bonito que había visto en su vida, pero para la familia eso no era relevante. Ellen la llamaba «señoritinga» cada vez que le daba una de sus rabietas; la trataban exactamente igual que a Wills y a Roly. «¿A ti te gustaría que viniese alguien y te tirase el osito por la ventana?», había oído que le decía Ellen un día. «Te enfadarías, ¿a que sí?, y te pondrías a llorar. Bueno, pues no debes tratar a los demás como no te gustaría que te trataran a ti». A ella nadie le había dicho nunca nada parecido. De no haber conocido a Rupert y a toda su familia, pensó, quizá jamás me habría hecho adulta. ¡Qué lejos se sentía de aquella chica de diecinueve años mimada, vanidosa y superficial que se había casado con Rupert! Ahora, en dos años, cumpliría treinta, atrás quedaría la juventud y nadie querría casarse con una mujer de mediana edad con una hija, porque siempre había cifrado el inicio de la mediana edad en los treinta.
Ponting’s tenía los corpiños, pero no las camisolas. Quedaban por tanto varios cupones para ropa en la cartilla de su madre, y, al recordar el frío húmedo de Cotter’s End, decidió comprarle en su lugar un juboncito de lana rosa claro. Eran las doce y media, hora de volver a Charing Cross, comer algo, recoger el equipaje y dirigirse hacia Waterloo para coger el tren con rumbo a Southampton.
Almorzó en Fuller’s, en la calle Strand, dos salchichas grises recubiertas por algo que tenía la textura de un impermeable, una bola de puré de patatas de un gris más claro y zanahorias. El agua tenía un fuerte sabor a cloro. De postre se podía elegir entre rollo de melaza o gelatina, y recordando lo poco que se comía en casa de Maud pidió el rollo de melaza. No estaba acostumbrada a almorzar sola en lugares públicos y lamentó no haber cogido su libro. Pero no se trata de que me divierta, se dijo; estoy haciendo lo mínimo que puedo hacer por mamá, nada más. Y es que, como en tantas otras ocasiones, le dio por pensar que otro tipo de hija habría dejado la casa de su familia política y se habría encargado de darle un hogar a su madre mientras durase la guerra. Pero solo de pensarlo se estremecía de horror. La actitud pasiva y humilde de su madre ante la vida, y sobre todo hacia ella, la sacaba de quicio. Sus expectativas, a la vez anodinas y pretenciosas, se reducían a que las cosas fueran ligeramente mejores de lo que se había imaginado; por ejemplo, que la leche para el té del desayuno no estuviera cortada, o que a la chica de la peluquería del barrio le quedase suficiente solución para hacerle la permanente. Cuando Zoë se traía a Jules, su madre no paraba de exclamar que era preciosa (¡delante de la niña!) y de repetirle a Zoë las veces que convenía que le pasase el cepillo por el pelo o de aconsejarle que le untase las pestañas de vaselina por la noche: «Querrás ser una linda mujercita, ¿verdad que sí, Juliet?». Pero incluso sin estar Jules la situación no podía ser más cargante, porque su madre y Maud se habían acomodado a su convivencia desarrollando una hermandad de admiración mutua, enzarzándose cariñosamente cada vez que la una negaba poseer las cualidades que la otra le atribuía y apelando ambas a Zoë para que apoyase sus respectivos puntos de vista. A la exasperación le sucedía el sentimiento de culpa, y, a las veinticuatro horas de su llegada a Cotter’s End, Zoë se veía contando los minutos que faltaban para su liberación.
Lo mismo pasó esta vez. Después del tren, del ferri y, por último, del trenecito regional, fue recibida por Maud en su Baby Austin.
—Espera un segundín a que suba yo primero, corazón. La puerta de atrás solo se abre desde dentro. Tu madre está tan alborotada con tu visita que le dije que se echase una siestecita después del té. Sí, mejor no podía estar, dadas las circunstancias… pero claro, con ella nunca se sabe, porque, como sabes, no suelta ni una queja. Sin ir más lejos, la semana pasada se resbaló al salir de la bañera y le salieron moretones por todas partes, pero jamás me habría enterado si no la hubiese sorprendido buscando la Pommade Divine.
Arrancó, y el Baby Austin dio un respingo antes de que se apagase el motor.
—¡Vaya por Dios! Me he dejado la marcha metida. Hay que ser boba. Me imagino que estarás agotada después de un viaje tan largo. No voy a pedirte que me cuentes todas las novedades porque sé que Cicely está deseando oírlas. Vamos allá.
Para cuando llegaron —después de un trayecto de dos kilómetros escasos—, Maud le había dado el parte de todas las novedades de la zona. El comandante Lawrence se había roto un brazo, el derecho para más inri, lo cual le complicaba mucho las partidas de bridge; había habido una grave escasez de patatas y la tienda había tenido que racionarlas; lady Harkness había sido tan grosera con la esposa del vicario que este se había negado en redondo a pasarse por la casa solariega a pesar de que se necesitaban urgentemente suscripciones para arreglar la sacristía y lady Harkness siempre había sido de lo más rumbosa; Prim, la gata atigrada a la que habían llamado Patrick pensando que era macho, de repente había dado a luz a cuatro gatitos, «así que ahora se llama Primrose, Prim para abreviar», explicó.
—Los trajo al mundo en la cama de tu madre, pobre Cicely, menudo susto se llevó; aunque, cómo no, reaccionó de maravilla. Por lo que a nosotras se refiere, creo que ya no hay más novedades —concluyó—. Ya sabrás que los italianos se han rendido, claro.
Zoë lo había leído en el tablón informativo de un quiosco.
Llegaron, por fin, a Cotter’s End; el coche fue sometido a complicadas maniobras y, una vez que Zoë se hubo apeado y su equipaje se hubo extraído a la fuerza del maletero, se quedó aparcado en el minúsculo cobertizo que había al fondo de la casita y que hacía las veces de garaje.
Su madre salió de la sala de estar a recibirlas. Llevaba el vestido de lana rosa grisáceo y el collar de perlas graduadas. Se había maquillado con esmero: sombra azul y rímel, pintalabios clarito y unos polvos color melocotón que se quedaron en la mejilla de Zoë cuando se besaron. Era como besar a una polilla.
—Qué bien que ya hayas llegado —dijo, con una voz tan lánguida que Zoë tuvo la sensación de ser una sorpresa latosa.
Daban por hecho que querría subir sus cosas, deshacer la maleta y «darse una agüita» antes de reunirse con ellas en la sala de estar, de modo que eso hizo. «Estás en tu habitación de siempre», gritó Maud desde el pie de la escalera, como si hubiese más posibilidades. Pero cómo iba a haberlas si no tenían más que tres dormitorios, pensó Zoë mientras levantaba el pestillo —que siempre se atrancaba la primera vez que intentabas abrir— y la embestía una ráfaga de aire frío, húmedo, salado. La ventana estaba abierta de par en par. Al bajar le dirían que habían estado ventilando el cuarto, y cada una diría que pensaba que la otra había cerrado. Mejor ni mencionarlo. La habitación era pequeña y estrecha, con el espacio justo para la cama, una cómoda y una silla. Había unas cortinas azul oscuro que corrió nada más entrar después de cerrar la ventana, y, en un rincón, otra cortina detrás de la cual se podía colgar mal que bien la ropa. Encima de la cama, en la pared, había una gran reproducción a color del cuadro ¿Cuál fue la última vez que viste a tu padre?, y sobre la cómoda el sempiterno tarrito de flores secas aromáticas. Se fue al cuarto de baño, colgó la ropa y, regalos en mano, bajó a reunirse con ellas.
Mientras se tomaban una copita de jerez delante de un fueguecito remolón, Zoë respondió a las preguntas sobre la salud de Juliet y de todos los Cazalet, y su madre le contó lo de la gata que había dado a luz en su cama. Al cabo de un rato, Maud dijo que tenía que irse a preparar la cena y mantuvo un breve tira y afloja con la madre de Zoë, insistiendo en que se las apañaba perfectamente sin ayuda.
—Quedaos aquí las dos y disfrutad. Yo estoy tan contenta en la cocina.
Al salir cerró la puerta, y se hizo un silencio mientras ambas se devanaban los sesos en busca de algo que decir para romperlo.
—Maud es maravillosa —proclamó su madre antes de que a Zoë se le hubiese ocurrido nada.
—Sí, la verdad es que parece buena persona.
—Siempre ha sido buena. No sé qué habría hecho yo sin ella.
Y a continuación, como dándose cuenta de que podía tomarse como un reproche, añadió:
—Aunque me las habría arreglado, por supuesto. Imagino que esto será demasiado tranquilo para ti —siguió diciendo su madre—. El comandante Lawrence se ha roto un brazo, así que me temo que la partidita de bridge no va a estar tan animada como de costumbre. Se lo rompió intentando entrar a su desván.
—Mamá, ya sabes que a mí el bridge no se me da muy bien.
—¡Vaya! Pues yo pensaba que a estas alturas, con esa familia tan grande, ya tendrías mucha práctica.
—Apenas juegan.
—Vaya por Dios.
Se produjo otro silencio; se cayó un tronco del cesto de la leña y Zoë fue a cogerlo.
—Zoë, cielo, espero que no te tomes a mal que te lo pregunte, pero es que he estado muy preocupada por ti, claro, y…
—No hay noticias de Rupert —se apresuró a decir—. Nada de nada.
Cada vez que venía, su madre le hacía la misma pregunta, siempre de la misma manera, y era una de las cosas que menos soportaba.
—Si hubiera noticias, ya te lo habría dicho. Te prometí que te llamaría si las había, ¿no te acuerdas? —En su empeño por disimular la exasperación, sonaba histérica.
—Cariño, no te enfades. No quería disgustarte. Es solo que…
—Lo siento, mamá. Es que prefiero no hablar de ello.
—Claro que sí. Lo entiendo perfectamente.
Se hizo otro silencio, que su madre rompió diciendo:
—¿Te acuerdas de lady Harkness? Vino una vez a tomarse un jerecito cuando estuviste aquí hace más o menos un año, creo que fue. Una mujer muy alta con una piel preciosa, ¿te acuerdas? Bueno, el caso es que ha tratado al vicario… En fin, que no ha tenido pelos en la lengua. Por desgracia, el vicario no se lo ha tomado muy bien y se ha creado una situación un poco incómoda (en sociedad, quiero decir).
En este momento, la cara curtida de Maud asomó por la puerta para anunciar que la cena estaba lista.
Pasaron a un cuartito que estaba pegado a la cocina. La cena estaba servida en una mesita inestable de alas abatibles, y consistía en croquetas del tamaño de un ratón amazacotado —una para cada una— acompañadas de puré de patatas y ensalada de repollo. Mientras comían, Maud explicó con todo lujo de detalles cómo se hacían las croquetas: bastaba y sobraba con mitad de cuarto de picadillo, un poco de pan rallado y hierbas, y su madre se admiró de lo bien que se apañaba Maud con el racionamiento. De postre había compota de ciruelas servida en platitos de cristal; no había dónde dejar los huesos. Zoë se había traído la cartilla de racionamiento, después de consultar con la señora Cripps cuál podía ser la contribución adecuada para tres días. Recordó, agradecida, el paquete de galletas de jengibre que la esperaba en el dormitorio. El comedor no tenía hogar, y la humedad había sacado burbujas a las paredes encaladas. Después de cenar se armó un pequeño rifirrafe por ver quién fregaba los cacharros, cuyo desenlace fue que las tres se apelotonaron en la cocina pequeña y oscura, chocándose cada vez que una metía las cosas de la cena y otra sacaba las del desayuno. Maud dijo que le gustaba dejar la mesa puesta para que todo fuera más fácil por la mañana. Cuando volvieron al cuarto de estar, el fuego ya se había apagado. Empezaron a hablar de que ya iba siendo hora de irse a la cama, y de quién debía o podía bañarse —quedaba agua caliente para un solo baño y ambas anfitrionas estaban deseosas de cedérselo a Zoë—. También debatieron si alguien quería beber algo calentito, y, cómo no, había que llenar las botellas de agua caliente. El hervidor era tan viejo y tenía tanta costra que el agua tardó siglos en hervir, y no daba para más de una botella por vez. En resumidas cuentas, el resto de la tarde se les fue en los preparativos para irse a la cama, y para cuando Zoë pudo encerrarse en su dormitorio ya eran bien pasadas las diez. Y solo estaban a miércoles, pensó; queda el jueves entero, y después el viernes y medio sábado, y contó las horas que faltaban mientras masticaba galletas con la botella de agua caliente apretada contra el estómago.
La única diferencia entre esta visita y las anteriores era que no se había traído a Jules; todo era más fácil, pero mucho más aburrido. Salieron a dar lo que su madre llamaba «paseítos»; el comandante, su esposa y su perro labrador vinieron a tomar el té. El labrador atendía educadamente si le hablabas y meneaba el enorme rabo, tirando al suelo los bollitos que había sobre las mesillas y zampándoselos al instante como si no hubiesen existido nunca. El comandante lo llamó «chico malo», dijo que no solía portarse así, pero que no había lealtad comparable a la de los perros. Llevaba el brazo en cabestrillo, lo cual le hacía sentirse —según dijo después de hacerle un relato pormenorizado a Zoë de las circunstancias en que se había producido la rotura— como Nelson.
Su madre se quedó satisfecha con los corpiños, pero el jubón no la convenció.
—En realidad, necesitaría dos para sacarle provecho. Así (con uno solo) lo mismo me enfrío mientras se está lavando.
Hicieron la visita de siempre a la señorita Fenwick y a su madre, de quien Maud no se cansó de decir que estaba estupenda para su edad. Tenía noventa y dos años. La señorita Fenwick tardaba casi toda la mañana en lavarla, vestirla y plantarla en un butacón que llenaba como un descomunal saco terrero. Estaba prácticamente calva y siempre llevaba un sombrero rojo con una flecha de circonita prendida en un lado. Por debajo de la amplia falda de punto le asomaban los pies, enfundados en unas zapatillas con forma de haba prehistórica, como dirían en Home Place, y apoyados sobre un taburete. Era difícil conversar con ella, pues estaba sorda como una tapia y no recordaba quién era nadie, aunque de vez en cuando interrumpía a los demás para preguntar con tono crispado cuándo se comía. «¡Mamá come que da gusto!», decía en estas ocasiones la señorita Fenwick.
Esta vez, la conversación, cuando no versaba sobre la asombrosa ancianidad de la señora Fenwick, giró en torno a lo que más echaban de menos de los tiempos de paz, que sobre todo resultó ser la comida. Nata fresca, dijo Maud; le encantaban las tartas de nata, ¡y no digamos las fresas con nata! Limones, sugirió Zoë, pero nadie le hizo mucho caso. Hablando de tartas de nata, dijo su madre, si por algo suspiraba era por la tarta de nueces de Fuller’s; y la señorita Fenwick hizo saber a todos que, si algo echaba de menos su anciana madre, eran sus plátanos del alma.
La visita llegó a su fin porque la señorita Fenwick dijo que a su madre no le gustaba que se le pasara la hora del almuerzo. Santo cielo, pensó Zoë, ¡qué horrible es hacerse viejo! Preferiría morirme a ser como la señora Fenwick. Pero no lo dijo en voz alta.
Llegó el momento del convite del jerez, al que acudieron los Lawrence y el vicario con su sobrina. Abrieron la botella de Zoë, y Maud preparó tostaditas con paté de pollo y de jamón. Después salieron a comprar con la cartilla de racionamiento de Zoë, y compraron una lata de carne en conserva «por si las moscas». La señora Cripps también había dado el visto bueno a que les cediese su ración de queso; cien gramos de queso, dijo Maud, eran un regalo del cielo, y si se estiraban bien podían dar para tres comidas. Así pasaron el jueves y el viernes. Mañana volveré a casa, y de camino quedaré a almorzar con Archie, pensó. Había dicho que no podía alargar la estancia por Juliet, y dijeron que no podía dejar de traérsela la próxima vez. La última tarde —en la que comieron cachitos de bacalao flotando en una salsa hecha con leche evaporada y nabo espachurrado—, se lamentaron una y mil veces por su partida; Maud, en particular, no hacía más que insistir en lo mucho que agradecía su madre sus visitas, aunque a Zoë, en vista de que no tenían nada que decirse, no se lo parecía.
—Os dejo un ratito a solas; voy a pasarme por el pueblo a por pan —anunció Maud después del temprano desayuno.
—¡Qué atenta es! —exclamó su madre cuando oyeron que se cerraba la puerta de la calle.
La bondad de Maud se había convertido en una especie de andador del que se servían para avanzar por las conversaciones.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti en Londres, mamá? —le preguntó Zoë, desesperada.
—No se me ocurre nada, cielo. A no ser que me compres otro juboncito. Ah, y se me olvidó decírtelo, pero no me vendría nada mal otra redecilla para el pelo. Para dormir, ya sabes. La marca que más me gusta es Lady Jane. Seguro que la tienen en Ponting’s o en Gayler and Pope. Pero solo si te pilla de paso. Sé que andas muy liada.
—Bueno, esta vez no voy a poder, pero la próxima vez que vaya a Londres me acordaré. Podría enviarte las dos cosas por correo.
—Pero volverás pronto, ¿no?
—Bueno, no creo que vuelva hasta después de Navidad. Tengo que trabajar en el sanatorio, ya sabes.
—Bueno, cielo, tú cuídate las manos. Las labores de enfermería no sientan bien a las manos. Y tenías unas manos preciosas. Las sigues teniendo —se apresuró a añadir.
—Estás contenta aquí, ¿no?
—Sí, desde luego. Muy contenta. Maud es la bondad en persona, como sabes. Y, por supuesto, contribuyo a los gastos de la casa. No quiero ser una carga.
—Vas bien de dinero, ¿no, mamá?
Sabía que Rupert se había encargado de que las ganancias obtenidas por la venta del piso de Londres se invirtieran de manera segura, aunque no creía que los beneficios fueran gran cosa; de todos modos, también tenía la pensión de viudedad.
Pero su madre, a quien el dinero siempre le había parecido un tema de conversación vulgar, dijo a toda prisa:
—No hay nada de lo que preocuparse. Llevamos una vida muy tranquila y nos apañamos estupendamente. Por cierto, acabo de recordar que aún te debo el dinero de la ropa interior.
—No. Es un regalo.
—De eso ni hablar. —Se puso a hurgar en el raído bolso de cuero en busca del monedero.
—En serio, mamá, por favor.
—De veras, prefiero dártelo. Me quedaría mucho más a gusto si te lo pago. ¿Cuánto era? ¿Te acuerdas?
Tan ingrata discusión —menudo tostón, se dijo Zoë, irritándose por momentos sin poder evitarlo; su madre quería saber el precio exacto de cada cosa, ella no se acordaba, su madre no la creyó cuando se lo inventó y al final resultó que solo tenía un billete de cinco libras— duró hasta que volvió Maud. Maud, por supuesto, tenía cambio; su madre dijo que a lo mejor los corpiños conservaban la etiqueta, que si alguien le hacía el favor de subir a su habitación a buscarla, y Maud, que sabía dónde estaba todo, se ofreció voluntaria. Para entonces, su madre se había puesto de lo más testaruda, y Zoë, mohína. Al final, resultó que los corpiños costaban ocho chelines con seis peniques cada uno, así que su madre pidió lápiz y papel para hacer la cuenta.
—Los números nunca han sido mi fuerte. —Y entonces se acordó del jubón—: Eran veinticinco chelines, seis peniques y…
—Treinta chelines —dijo Zoë.
—Así que son…
Se puso a escribir moviendo los labios mientras contaba, y Zoë se fijó en las rayitas de pintalabios que le salían del labio superior mientras Maud, en un aparte como de opereta, dijo que no podían retrasar más la salida.
—¡Dos libras con seis peniques! ¡Maud! ¿Tienes cambio?
—Mamá, voy a tener que irme. No puedo perder el ferri.
—Ya se lo doy yo en la estación, Cicely.
—Voy con vosotras. Me cambio de zapatos y ya está.
—¡Tenemos que irnos ya! —gritó Zoë—. No da tiempo a que te cambies de zapatos.
De modo que al final se quedó, y, con cara resignada, dejó que Zoë le plantase un beso en la empolvada mejilla.
—Voy a tener que ir a todo gas, como dicen en las películas —dijo Maud, maniobrando para sacar el Austin del cobertizo—. Será mejor que cojas el dinero de mi bolso. Cicely no me lo perdonaría si no te lo doy.
—Pero si es que no lo quiero.
—Ya me lo figuro, tesoro. Pero no debemos alterarla… Tiene el corazón un poco fastidiado, ¿sabes?
—¿Por qué no nos dijo antes que quería venir?
—Supongo que se le ocurrió en el último momento. Lleva muy mal que te vayas. Se le pasará cuando yo vuelva. Nos tomaremos una tacita de leche malteada, jugaremos a pegotty, repasaremos todo lo que hemos hecho durante tu visita y haré que descanse un poquito. Han sido unos días repletos de emociones. ¡Está tan orgullosa de ti!
En el tren, que iba prácticamente vacío, y en el ferri, que solo iba medio lleno, le vinieron a la cabeza estas palabras una y otra vez, como un soniquete. Había pensado que en cuanto se subiese al tren y dejase atrás la visita se le quitaría un peso de encima, pero resultó que lo único que aligeraba el lastre del hastío y la exasperación era la culpa que sentía al pensar en todas las maneras en que podría haber contentado a su madre, haber sido más amable, más simpática, más paciente. ¿Por qué sería que, a pesar de todos estos años en los que le parecía que había dejado atrás a aquella niña consentida y egoísta para convertirse en una mujer hecha y derecha, esposa, madre y miembro responsable de una gran familia, bastaban unos minutos con su madre para convertirse en la desagradable Zoë de antaño? Al fin y al cabo, era su conducta la que volvía a su madre tan apocada y conciliadora, la que le hacía ser, en definitiva, todo aquello que más la sacaba de quicio. Mientras esperaba en el vagón vacío a que el tren se pusiera en marcha con rumbo a Londres, pensó de repente: ¿Y si Jules siente lo mismo por mí cuando sea mayor? La sola idea hizo que se le llenasen los ojos de lágrimas. Abrió Ana Karenina, pero había llegado al pasaje en el que Anna ve a su hijo cuando este acaba de robar un melocotón y decide llevárselo con ella a Moscú. Sabía que a Anna no le iban a dejar quedarse con Vronsky y también con su hijo, y solo de imaginarse una elección semejante se le volvieron a empañar los ojos y le cayó una lágrima en el libro. Rebuscó en su bolso y sacó un pañuelo. El tren empezó a moverse, y en ese mismo instante se abrió de golpe la puerta del vagón y entró un oficial del Ejército. Se sentó en diagonal a ella después de dejar una maletita muy elegante y la gorra en el portaequipajes. Ahora ni siquiera iba a poder terminar la llorera en paz, pensó. Un segundo después, el oficial había sacado una cajetilla de cigarrillos y le estaba ofreciendo uno.
—No fumo.
—¿Le molesta si fumo yo?
Zoë dijo que no con la cabeza.
—En absoluto.
—Parece que se está acatarrando —dijo con una especie de familiaridad cordial que la desconcertó.
Pero, claro, era americano. Lo supo no solo por su acento sino también por su uniforme, que era una versión en verde claro, mucho más bonita, del caqui inglés.
—No es eso. Es que acabo de leer un pasaje bastante triste, nada más.
La excusa no sonó en absoluto altiva, como se había temido.
—¿Ah, sí?
—No, en realidad no.
—A lo mejor es que ha leído una parte que le recuerda a algo de su propia vida.
Zoë alzó la vista del pañuelo y vio que la estaba mirando. El hombre tenía unos ojos muy oscuros, casi negros. Se dio lumbre con un mechero de metal grande y abollado. A continuación, dijo:
—¿Se ve usted como una heroína rusa? ¿Como Anna?
—¿Cómo sabe que…?
—Soy tan culto que sé leer del revés.
No supo si se estaba riendo de ella, y se apresuró a decir:
—¿La ha leído?
—Hace mucho, cuando estaba en la universidad. Recuerdo lo suficiente como para advertirla de que Anna acaba mal.
—Lo sé. Es la segunda vez que la leo.
—¡No me diga! ¿Y qué tal es eso de leer una novela cuando ya se sabe lo que va a pasar?
—Cuando ya te sabes la historia, puedes fijarte en otras cosas.
Un breve silencio. Después, el hombre dijo:
—Me llamo Jack, Jack Greenfeldt. Me estaba preguntando si querría usted comer conmigo cuando lleguemos a Londres.
—Lo siento, ya he quedado a comer.
—¿Con su marido?
—No, qué va. Con un amigo.
Se miró el anillo de casada. Hace muchas preguntas, pensó, pero debía de ser porque era americano. Era el primero que conocía. Si él pregunta, también puedo hacerlo yo.
—¿Está usted casado?
—Lo estuve. Estoy divorciado. ¿Cuántos hijos tiene?
—¿Cómo sabe que soy madre?
—Bueno, discúlpeme, pero veo que tiene más de dieciocho años y que no va de uniforme, así que lo más probable es que tenga hijos. Claro que también puede que sea una funcionaria pública (como dicen aquí) de alto nivel o de alguna categoría extraña, pero, no sé por qué, no me pega.
—Tengo una hija.
—Enséñeme una foto.
Le pareció raro que quisiera ver la foto de la hija de una completa desconocida, pero ¿por qué no? Sacó del bolso la funda de cuero en la que llevaba sus dos fotos favoritas: Juliet de pie sobre el poyo del patio con uno de los sombreros de jardinera de la Duquesita (le encantaban los sombreros) y Juliet sentada en la hierba al lado de la pista de tenis con su precioso vestidito de verano de muselina blanca. En la primera foto se estaba riendo, y en la segunda estaba muy seria.
El hombre estuvo un buen rato mirándolas. Después, cerrando la funda y devolviéndosela, dijo:
—Se parece mucho a usted. Gracias por enseñármelas. ¿Dónde está la niña?
—En el campo.
—¿Así que no vive usted en Londres?
Su desilusión era evidente, y le hizo sentirse como una ancianita bondadosa.
—No. ¿Le importa que le pregunte yo algo a usted?
—No creo que tenga derecho a que me importe. ¿Qué quiere saber?
—Veamos. Esto de hacerle tantas preguntas a una perfecta desconocida ¿se debe a que es usted americano?
El hombre se lo pensó unos instantes.
—Creo que no. Siempre he sido preguntón. Soy curioso, en especial en relación con las personas. Como ve, tengo la nariz perfecta para husmear en los asuntos ajenos.
Estas palabras hicieron que Zoë se fijase en su cara. El hombre sonrió; tenía unos dientes blanquísimos que contrastaban con su piel cetrina.
—Qué pena, pensaba que me iba a hacer una pregunta más personal.
Se hizo un silencio nervioso. En otros tiempos, habría pensado que estaba coqueteando con ella y habría sabido exactamente qué hacer, o qué no hacer; no le habría costado nada elegir el siguiente paso. Ahora estaba completamente perdida. No sabía a qué estaban jugando; solo tenía la incómoda sensación de que, fuera cual fuese el juego, él lo conocía mejor.
—Es muy difícil ser feliz en tiempos de guerra.
—¿Por qué lo dice?
—Porque intuyo que se siente usted culpable de no ser feliz. ¿Y por qué diablos iba a serlo? No para de morir gente; hay masacres y asesinatos, a veces precedidos de torturas; las familias se disuelven; todo el mundo anda desparejado; escasea todo lo que ayuda a que la vida sea más llevadera, hay una rutina monótona y, en general, todo lo que sea pasarlo bien brilla por su ausencia. ¿Por qué iba usted, ni ningún otro habitante de esta isla, a ser feliz? Puede que lo soporten (me da la impresión de que a los ingleses se les da muy bien), pero ¿por qué iban a disfrutarlo? Ya sé que la famosa flema está muy arraigada en el credo británico, pero ¡es mucho pedir que la mantengan y sonrían a la vez!
Estaba generalizando; Zoë se sintió más segura.
—Nos hemos entrenado. A estas alturas, estamos acostumbrados.
—La experiencia me ha enseñado que es muy peligroso acostumbrarse a las cosas.
—¿A cualquier cosa?
—Sí. Dejas de fijarte en las cosas, y, peor aún, te crees que ya está todo hecho.
—Yo no tengo esa sensación en absoluto —dijo Zoë, pensándolo por primera vez en su vida.
—¿Ah, no?
—Bueno, supongo que depende de lo que quiera usted decir con eso de no fijarse en las cosas o de acostumbrarse a ellas…
—No hay nada relacionado con su vida que dependa de lo que yo pueda querer decir —le interrumpió, pero sin brusquedad.
—Yo creo que te puedes acostumbrar a algo sin dejar de fijarte en ello —dijo. Estaba pensando en Rupert.
—Entonces es que es una cosa muy importante.
—Sí. Supongo que sí. Lo es.
De repente tuvo miedo de que le preguntase de qué cosa se trataba, de que insistiera en conocer los detalles de aquella confidencia involuntaria. Pero no lo hizo. Se levantó y fue a sentarse en el asiento que estaba justo enfrente de ella.
—Sigo sin saber su nombre.
Se lo dijo.
—Zoë Cazalet… —repitió él—. ¿Quiere salir a cenar conmigo esta noche? Veo que está a punto de rechazarme. No lo haga. Es una invitación muy seria.
Se le pasaron por la cabeza miles de razones por las que era mejor decir que no. ¿Qué le diría a la familia?, ¿«voy a cenar con un americano que he conocido en el tren»? ¿Dónde iba a quedarse en Londres, teniendo en cuenta que después seguramente sería tarde para coger un tren? ¿Adónde iría entre el almuerzo y la cena? ¿Por qué diablos estaba siquiera contemplando la posibilidad?
—No tengo nada que ponerme.