La
bahía de las corrientes irisadas
AL abandonar la biblioteca, el
profesor Kondrásev se subió al piso superior y se fue a su
laboratorio. Un pasillo.largo con numerosas puertas blancas a ambos
lados estaba a medias iluminado y silencioso. Solamente unos pocos
colaboradores estaban entretenidos terminando algún trabajo
urgente.
El profesor se fue a la mesa, metida entre
dos estanterías de productos químicos y se dejó caer cansado en el
sillón. Los mecheros de gas producían un rumor apenas perceptible.
Un matraz y unos vasos brillaban con limpieza química que hacía
temblar a los profanos. El aspecto irreprochable de las
instalaciones, adecuadas para las reflexiones y los experimentos,
tranquilizaba, con lo que desapareció el poso amargo que había en
el alma del profesor. Una vez más revisó los principios
fundamentales del último libro que había publicado, tratando de
valorar sin pasión las observaciones que la crítica le había
hecho.
En este libro el profesor Kondrásev insistía
en la necesidad de estudiar ampliamente las propiedades
descubiertas en las diferentes plantas, en particular, en los
antiguos tipos de plantas que parecían supervivencias, reliquias de
épocas más antiguas, de la vida de la Tierra. Semejantes plantas
que crecen ahora en países tropicales y subtropicales, pueden ser
portadoras de propiedades muy importantes y valiosas, que se han
ido elaborando en la adaptación a diferentes condiciones de
existencia hace decenas de millones de años. En calidad de ejemplo,
el profesor citaba plantas que poseían una madera preciadísima y
que eran restos del terciario antiguo hace sesenta millones de
años: aquí, en Transcaucasia, el boj y
la retama, en los países del sur, el
roble indio, el greenheart; el árbol
negro africano, el gingko japonés,
con sus propiedades terapéuticas todavía no estudiadas y que existe
hace más de cien millones de años. El ginseng, resto del período terciario...
Este trabajo del profesor Kondrásev se vio
seriamente.criticado por sabios respetables y ahora, silencioso,
taciturno, reconocía que las críticas, en buena parte, eran justas.
Las bases del trabajo se fundaban especialmente en fuertes
convicciones, pero escaseaban los datos materiales exigidos por las
férreas leyes del pensamiento científico. Al mismo tiempo, el
profesor Kondrásev estaba convencido de la corrección de su tesis.
Sí, más que en hechos convincentes...
¡Si tuviera a las manos las pruebas de la
existencia real del «árbol de la vida»
de la Edad Media! En el siglo XVI e incluso en el XVII aún se
conocía este árbol que poseía propiedades milagrosas inexplicables.
Las tazas y las copas hechas con su madera convertían el agua
echada en ellas en bebida maravillosa de color azul celeste o
dorado como el fuego, que curaba muchas enfermedades. El origen de
este árbol y su aspecto quedaron sin explicar. El secreto estaba en
manos de los jesuitas que regalaron a los reyes tazas mágicas de
madera, consiguiendo de ellos donaciones y privilegios.
El árbol aparece en los viejos libros de
Monardes, editados en Sevilla en 1754. Atanasio Kircher lo registra
también, en latín, «lignum vitae» o
«lignum nefriticum» que se traduce como
«árbol de la vida» o «árbol nefrítico».
Unas fuentes afirmaban que procedía de
Méjico, otras que de las islas Filipinas. Efectivamente, los
aztecas conocieron un árbol curativo milagroso, llamado «cóatl» (agua de
serpientes). El profesor recordó los experimentos publicados
que se realizaron con tazas del árbol
nefrítico por el famoso Boyle, quien describe los fenómenos de
luminiscencia azul del agua echada en el vaso y que ya entonces
advirtió que no se trataba de un color, sino de un fenómeno físico
inexplicable.
-¿Se puede, Constantino Arcádievich? -se oyó
una.voz conocida de mujer, y por la puerta aparecieron los bucles
radiantes y la nariz respingona de Eugenia Panóva.
Investigadora científica capacitada y a la
vez una mujer bonita, Panóva no sólo tenía éxito entre la juventud,
sino incluso entre los colaboradores respetables por la edad. El
profesor Kondrásev, sin saber los motivos, gozaba de su especial
simpatía.
-Escuche, querido Constantino Arcádievich,
no se ponga triste... Ya se por que sufre... Me parece que usted
posee ya perfectamente ese nivel científico que viene definido por
los efectivos reales.
-Reconozco que soy impaciente -masculló
entre dientes Kondrásev, afectado por la observación y disgustado
por la intromisión-. Usted todavía puede esperar pero a mí ya no me
queda mucho tiempo. En el mundo no existen los milagros ni los
descubrimientos repentinos. Sólo el lento trabajo de aprender, a
veces triste...
Deseando cortar la conversación, Panóva sacó
del bolso dos entradas.
-Constantino Arcádievich, vámonos a la
sociedad filarmónica. Hoy tendremos Chaikóvski, mi pieza preferida,
«El abedul». También a usted le gusta.
Nos llevará Sergio Semiónovich que sale ahora mismo. He venido a
buscarle a usted... -y sonrió afectuosa.
A las nueve ya estaban en la sociedad
filarmónica. Los violines cantaban a la naturaleza rusa inmensa, a
la quietud de los ríos lentos y anchurosos, enmarcados en bosques
obscuros, bajo las nubes sombrías de escasa transparencia, el
temblor del verde fresco de los abedules esbeltos, promesa
gozosa...
Y Kondrásev, conforme con su impaciencia,
pensaba en el empuje incontenible de la ciencia, que sigue
extendiéndose más y más por las planicies sin límites de lo
desconocido, cautivando cada vez a más y más personas...
-Siempre que mi espíritu se encuentra
agobiado, me voy a escuchar música -susurró Panóva.
El profesor sonrió y la miró ya complacido.
En el descanso, cuando iban por el pasillo, de entre las personas
que venían de frente, se destacó un hombre moreno con uniforme de
marino. Kondrásev advirtió el insólito color tostado de su rostro
enérgico y los ojos alegres, chispeantes. El marino o, mejor dicho,
el aviador de marina, a juzgar por las alas que llevaba en las
mangas, viendo a Panóva, al momento se puso delante de ellos
gritando:
-¡Eugenia, Eugenia!
La chica, ruborosa corrió a su encuentro,
pero conteniéndose al momento le dio las dos manos:
-¡Boris! ¿Cómo tú por aquí?
El profesor pensó que estaba allí de más y
se fue al salón de fumadores. Tuvo tiempo de acabar el pitillo
antes de que Panóva y el aviador le buscaran.
-Les voy a presentar. Boris Andriéievich, mi
gran, gran amigo. Ha de saber, Constantino Arcádievich, que ha
volado muy lejos y que acaba de llegar. Dice que ha visto algo
extraordinario. Parece, realmente, una cosa de milagro, eso que
usted negaba hace un poco... Lo que resulta formidable es que haya
venido a buscarme aquí... Y no hace más que tres horas que ha
llegado... -decía la chica precipitada y un poco incoherente.
El aviador estaba radiante de
alegría...
El profesor estrechó gozoso la mano del
marino, cuyo aspecto agradable... sí, indudablemente producía una
impresión agradable.
Intercambiaron las palabras corrientes
habituales en personas que se hablan por primera vez, pero la chica
interrumpió impaciente:
-Boris, no entiendes... si existe entre
nosotros un hombre siquiera capaz de explicar el descubrimiento
extraordinario que has hecho, ese hombre es Constantino
Arcádievich.
Los tres llegaron al piso del profesor donde
el aviador contó el viaje con todos sus pelos y señales. Ya el
comienzo del relato hizo que el profesor escuchara atento y
satisfecho.
Tan sólo hace dos meses y medio el aviador
marino Boris Andriéievich Sierguiévski, joven pero ya al mando de
un puesto importante, fue encargado de una misión de
responsabilidad. Más tarde, cuando se pueda publicar lo que ahora
debemos mantener en secreto, semejantes empresas entrarán en la.
historia como ejemplos del valor indomable de sus realizadores y de
la sabia clarividencia del mando.
Boris Andriéievich fue enviado a un vuelo
largo sin escalas para llevar una carga valiosa. Su llegada rápida
contaba mucho en los complicados avatares de la guerra con los
fascistas.
El día obscuro correspondía con el cuadro
triste del ambiente. Las casas del poblado se perdían entre los
grandes abetos sombríos. Por todas partes se veían tocones recién
cortados. Nubes opacas lo envolvían todo alrededor y, posándose, se
extendían por las mismas copas de los árboles en jirones raros y
sin forma. La hojarasca podrida despedía un fuerte olor, los pies
chapoteaban en el suelo cenagoso y blando y una gruesa capa de
musgo se asentaba con una desagradable flexibilidad silenciosa. Los
pasos adquirieron soltura sólo en la cinta gris, sucia, del camino
asfaltado, salpicado por doquiera de los anillos irisados de
manchas aceitosas.
Sierguiévski echó gozoso una mirada a su
aparato que ya rodaba, preparado para el despegue. El avión era
alto, como de pasajeros. A los costados de su grueso fuselaje
llevaba unas ventanillas. Por delante terminaba en un cono metálico
compacto, cortado en su parte superior por una franja acristalada.
Las alas levantadas, largas, llevaban dos motores cada una,
protegidos por anchos anillos de duroaluminio bruñido. Sus hélices
de tres palas se movían despacio. Detrás destacaba claramente un
timón muy alto. Con su brillo plateado, desnudo, el avión era
incitadoramente bello, como un albatros insolente.
Del aeropuerto llegó la orden de partir.
Sierguiévski echó una mirada a los rostros severos y serios de los
acompañantes y sonriendo miró el reloj. Todo estaba listo. Las
últimas chupadas, que tan bien saben, y el pitillo cayó en un
charco. Sierguiévski se fue decidido al avión.
Terminó la tensión ansiosa de la larga y
minuciosa preparación. Llegó la hora de hacer. Respirando
tranquilamente, el piloto echó una ojeada al cielo triste. Allí,
tras las nubes, a esa gran altura, adónde llevará su albatros, luce
espléndido un sol de verano...
Unas órdenes precisas y las puertas
herméticas se cerraron de golpe. Un suave silbido de la llave del
nivel de presión del aire, verificada por el radista, y todo se
sumergió en el rugido ensordecedor de los motores de mil
caballos.
El albatros plateado de veinte toneladas
despegó ligero del suelo obediente al movimiento apenas perceptible
de la mano del piloto, y casi al instante desapareció en la bruma
impenetrable de las nubes. El giróscopo del panel gris mate del
piloto automático señaló una fuerte inclinación. Las agujas de los
altímetros se elevaban sin cesar. La niebla, que tapaba las
ventanas, de repente comenzó a clarear, se transformó en una bruma
ligera, pajiza y luego la luz brillante del cielo penetró por los
cristales inclinados. El espesor perforado de las nubes quedaba
debajo del avión. Las cimas de las masas caóticas de nubes no
cedían en blancura a la nieve, con hondonadas azules y hendiduras
de gris obscuro. A siete mil metros Sierguiévski mantuvo el rumbo,
puso los motores a la velocidad de crucero y conectó el piloto
automático.
El piloto segundo, Yemieliánov, que ocupaba
el asiento de la derecha, se quitó los auriculares y frunciendo la
frente con entradas, trató de aliviar la tensión forzada. El marino
que se sentaba detrás de Yemieliánov hojeaba tranquilamente una
agenda.
Sierguiévski se echó en un sofá blando,
mirando de vez en cuando al instrumental. Por delante había millas
de recorrido sobre el océano antes de que bajo las alas encontraran
tierra extranjera, pero hospitalaria. El reloj que había sobre el
vano del cristal central marcaba las ocho. Media hora más y
empezará la zona de peligro.
Allí, en el azul de un cielo tranquilo,
andan piratas alemanes del aire. Aunque el albatros gigante iba
armado con cuatro ametralladoras, sin embargo, el encuentro con los
veloces «messer» suponía un peligro terrible.
Sierguiévski pensaba, no en sí mismo, sino
en la preciada carga que estaba en la cabina a su espalda. Entre
tanto los compañeros de Sierguiévski estaban tranquilamente
ocupados en sus obligaciones sin hablar y hasta sin cambiar gestos.
Parecía como si todos, sin decirlo, se hubieran puesto de acuerdo
para no hacer ningún juicio hasta dejar atrás la zona de peligro.
El mecánico era el que tenía un aspecto más preocupado. Seguía,
concentrado, las infinitas agujas de los aparatos.
El albatros plateado volaba a una gran
velocidad. Serenos y regulares zumbaban sus motores. Como antes una
espesa capa de nubes pendía entre la Tierra y el avión. A veces se
veían en ellas quebradas de azul obscuro con los extremos rotos.
Por ellos se veía una tierra lejana, sin interés para los hombres
del avión. Desde la altura de vuelo parecía un campo llano,
sombrío, sin ningún pormenor.
Así pasó una hora y estaba terminando la
segunda. El avión se encontraba ya bien metido en la zona de
peligro, cuyos límites, por desgracia, eran demasiado grandes. Los
tiradores miraban escrutadores, hasta sentir dolor de ojos, por el
azul límpido del cielo y la blancura de las nubes. A las diez y
veinte Sierguiévski bruscamente se irguió en el sofá y se agarró
fuerte al timón:
-¡Atención! ¡Tres aviones enemigos!
Por delante, a lo lejos, ante un declive
blanco de las nubes rizadas, aparecieron tres puntitos negros,
chiquititos. Una voluntad imperiosa de luchar unió a todo aquel
grupo minúsculo de personas encerradas herméticamente en una cabina
espaciosa.
Yemieliánov, mirando con, los gemelos, de
pronto, fuerte y despectivo exclamó:
-Éstos no nos asustan, Boris.
Otra vez los miles de caballos y las miles
de revoluciones sacudieron el avión. Corría hacia la derecha la
aguja del indicador de velocidad de ascensión. El velocímetro
vacilaba hacia la izquierda. Los aviones enemigos se aproximaban
abriéndose hacia los costados. Por fin Sierguiévski acabó de subir
y el aparato siguió hacia adelante con la velocidad anterior,
dejando abajo a los lóbregos perseguidores que en vano trataban de
alcanzar su techo.
Una blanca llanura de nubes que se esfumaba
allá abajo, se deshizo en jirones gigantes hinchados. Debajo como
una hoja obscura de estaño estaba el mar y a la izquierda, una
franja similar, aunque de tinte más obscuro: era tierra firme con
sus recortes caprichosos.
El avión avanzaba más y más, cortando la
zona de peligro. Se varió el rumbo. Enfilando hacia el sur,
Sierguiévski aumentó la velocidad. Un poco más y el aparato se
internó en el océano, abandonando la zona de actividad del enemigo.
La lisura infinita del océano parece como si hubiera detenido el
avión con su uniformidad abrumadora. Desde siete mil metros la olas
no se apreciaban. Delante se veía un frente nuboso que anunciaba un
cambio en las condiciones del vuelo que hasta ahora había sido
tranquilo. Pero el cambio se produjo antes.
Habían volado más de tres mil kilómetros
cuando en el aire surgieron nuevamente los amenazadores puntitos
negros, y lejos, muy lejos, abajo aparecieron las siluetas
diminutas de unos barcos de guerra. Dos aviones enemigos levantando
el morro empezaron a coger altura, mientras que el tercero se
mantenía delante, un poco más alejado, junto al extremo encorvado
de una nube larga y compacta. Parece como si el tiempo hubiera
interrumpido su marcha acompasada.
Todo lo que vino después transcurrió como en
un segundo de increíble tensión. Los disparos sordos de las
descargas de ametralladora que azotaban el avión por el fuselaje
apenas llegaban entre el ruido de los motores. Sierguiévski inclinó
el aparato y viró bruscamente hacia la izquierda. Simultáneamente
empezaron a rugir las ametralladoras de las dos torretas. Un giro
más y en un instante frente a la ventana apareció un «Messerchmitt»
que caía esquinado. Luego el albatros se fue para abajo con un
rugido creciente en picado suave, acercándose rápido al tercer
aparato enemigo. De nuevo rugieron las ametralladoras. Enfrente de
Sierguiévski volaba algo en llamas, saltaron por todas partes los
pedazos y el albatros penetró en una espesa bruma blanca.
Sierguiévski sintió una corriente casi
fuerte de aire frío que le azotaba el rostro y comprendió que en el
morro de la cabina había agujeros. El aparato continuaba volando en
una nube impenetrable.
Era motivo de angustia la luz deslumbrante
del sol, pero al encuentro venía avanzando de nuevo un muro de
nubes. El brillo del sol, una y otra vez, se encendía y se apagaba,
hasta que por fin el avión se sumergió en el espesor de nubes de
muchos kilómetros que venían del oeste, altas sobre el océano. Al
curso regular siguieron sacudidas que hacían cabecear el aparato.
El aire estaba inquieto como si quisiera expulsar las muchas
toneladas de la nave.
El cuerpo de Sierguiévski contraído por la
tensión se había debilitado. Niveló el aparato, echó una ojeada a
la brújula giroscópica y se quedó helado de asombro: toda la parte
superior del tablero de mando parecía una aglomeración de
materiales de desecho. Sierguiévski se volvió. Una ráfaga de balas
perforadoras y explosivas, tras romper la parte delantera de la
cabina, al parecer, debió pasar entre los pilotos y pegar en la
base de la torreta donde iba montado el sistema de radio. El
radista yacía en el suelo con la mano en la mejilla, entre los
aparatos destrozados. El mecánico, sin prestar atención a la sangre
que le salía por el hombro, con aspecto pensativo apagó los
fragmentos que ardían débilmente. El segundo piloto, Yemieliánov,
se tocaba serio en el brazo a través de la manga desgarrada del
mono. Los oídos estaban para estallar, faltaba respiración. Había
descendido la presión en la cabina perforada, igualándose con el
aire de altura que se atravesaba. Sin aparatos de oxígeno no
podrían mantenerse por mucho tiempo a esa altura.
Mientras los compañeros tapaban un ancho
boquete en el morro del aparato y vendaban a los heridos,
Sierguiévski, convencido de que el espesor de las nubes era tal que
el aparato con la cabina rota no podría aguantar, comenzó a
descender.
La situación del aeroplano era grave ante la
pérdida de los aparatos fundamentales de dirección y el destrozo en
la instalación de radio. Sin sol volar sobre el océano, sin puntos
de referencia, era casi igual que volar a ciegas.
Mientras reparaban la aguja magnética que
había quedado, Sierguiévski soñaba con el sentido de las aves para
orientarse. ¿Qué olfato singular las dirige en sus vuelos largos en
medio de la lluvia y la niebla sobre el mar? ¿Se desarrolla este
sentido en el hombre que se convierte en pájaro?
La brújula magnética, a pesar de la
desviación que claramente se había producido después de semejante
sacudida y desplazamiento, seguía dando, si bien en los límites de
un cuarto del horizonte, la línea de dirección, sin la cual el arte
más perfecto del vuelo a ciegas resultaría un juego peligroso e
inseguro...
Obscurecía. Comenzaba una tormenta. Por las
ventanas empezaba a correr el agua. La lluvia azotaba el aparato.
La espuma ligera de la niebla dio paso a un velo obscuro, gris de
agua. Yemieliánov y el marino, sin esperanzas de arreglar la radio,
se pusieron a sacar y montar la de emergencia. El mecánico,
balanceándose en el sillón derecho, trataba de reparar los
instrumentos que no funcionaban, pero que habían quedado
sanos.
Las tinieblas se hacían más espesas. El
avión temblaba con las fuertes sacudidas. A una altura de
doscientos metros las ventanas se iluminaron: el aparato salió de
las nubes. Cincuenta metros más y abajo se veían las crestas
blancas y rizadas de las olas. El océano seguía enfurecido. Bajo
las nubes sombrías, amenazadoras, en una estrecha abertura entre
las nubes y las olas gigantescas, el avión, como verdadero petrel,
marcaba su ruta con fuerza arrebatadora. El aparato recibía
embestidas y vacilaba. Los fragmentos y las cosas no sujetas
rodaban por la cabina.
Las ráfagas del viento, apagadas por el
fragor de los motores, con fuerza loca, se estrellaban contra el
aparato y se deslizaban impotentes por las alas pálidas que
vibraban sensiblemente. La admirable construcción del aparato le
permitía aterrizar en el agua, pero un aterrizaje forzoso en la
violencia furiosa de las aguas encabritadas sería fatal hasta para
un hidroavión. Por lo demás, los pilotos estaban preocupados ahora
por algo muy distinto: cálculos complicados de posibles errores de
la brújula magnética insegura, la desviación de la nave aérea, el
consumo de carburante...
Sierguiévski dejó la dirección a
Yemieliánov, pues la herida del segundo piloto era insignificante y
se puso a consultar los mapas con el marino. La radio de
emergencia, sin saber por qué, no quería funcionar. El radista, con
heridas de importancia, no podía ayudar a los pilotos. El día se
apagaba, la niebla se espesaba sobre el océano y en los auriculares
aún no había sonado ningún radiomensaje de orientación.
-¡Deme el mapa inglés dos mil novecientos
veintisiete! -ordenó Sierguiévski.
Las líneas dentadas, azules, rojas de las
tormentas y alisios se entrecruzaban con flechas en la red
cuadriculada del mapa. Los cálculos no eran lo suficientemente
exactos. Poco decían las indicaciones de los instrumentos no
averiados. Sin embargo, una costa hospitalaria estaba allá a lo
lejos por delante en una extensión de mil millas.
Desviarse tanto, hacia el sur y hacia el
norte, para evitarla era imposible. Sierguiévski, tras sobrepesarlo
todo, quedó tranquilo.
En el techo de la cabina dos bombillitas
alumbraban claramente los protectores rotos de los instrumentos. El
océano se ocultó retirándose a las tinieblas que dejaban sólo
adivinar la presencia peligrosa del mar. Ya quedaban detrás miles
de kilómetros de desierto acuático y debajo seguía sin haber otra
cosa que olas y más olas, la eterna respiración de la masa de agua
infinita.
El viaje duraba ya más de medio día y el
objetivo lejano, a pesar de la demora del avión por el combate y
por las borrascas en el vuelo, debería estar ya muy próximo. El
tiempo pasaba lento, mucho más lento que las agujas indicadoras del
consumo de combustible. Aún quedaban más de tres toneladas de
gasolina en los tanques del avión, pero esto era ya mucho menos de
la mitad de la reserva inicial. El consumo de carburante era
demasiado elevado: el viento de frente impedía que el aparato
avanzara a la velocidad necesaria.
Sierguiévski intentó tranquilizarse con
ideas razonables: de todas formas no hay nada que hacer: hay que
volar y volar, y luego ya veremos. El tiempo no favorecía la
determinación de la posición. La zona del ciclón se quedó atrás,
pero nubes altas seguían cubriendo las estrellas. La noche se
prolongaba sin término. Sobraba tiempo para los pensamientos
angustiosos, abrumadores. Diecinueve horas de vuelo y todavía no se
ven señales de luces costeras.
Ahora estaba claro que no sólo la tempestad
había detenido el avión, sino que se había producido una desviación
del rumbo correcto. Sierguiévski giró un poco hacia el norte;
procurando corregir la supuesta desviación hacia el sur.
Los excelentes motores funcionaban como la
primera hora de vuelo, a pesar de que habían hecho ya tres millones
de revoluciones. No quedaba más que media tonelada de gasolina y
seguía sin verse la costa.
Pronto llegó el amanecer. La púrpura solar
bañaba medio océano detrás del avión. Una mañana diáfana parece que
iba a llevarse la esperanza y la alegría. Las agujas indicadoras
del nivel de gasolina seguían corriendo más y más hacia la
izquierda, hacia la cifra temible para el piloto, el círculo blanco
del cero con trazo grueso que subraya el símbolo terrible: ¡No
queda más combustible!
Parecía inverosímil la ausencia de tierra,
pero ésa era la triste realidad. Un poco más y la fuerza potente de
los motores callará, se detendrán las hélices ligeras que giran
locamente y la nave aérea impotente se desplomará sobre las olas.
Las olas, como si aguardaran su presa, armoniosa y rítmicamente se
alzaban de lo profundo del océano, se quedaban quietas un instante,
antes de descender, como si pretendieran alcanzar al avión que
volaba bajo encima de ellas.
La aparición del sol por fin permitió
orientarse.
-¡Veintisiete grados de latitud! -exclamó
Sierguiévski-. Hemos tirado mucho hacia el sur... Lo más importante
es la longitud, pero estamos peor, aproximadamente setenta y nueve
occidental... Eh, compañeros, tiene que verse tierra.
El piloto cogió altura. Efectivamente,
apenas perceptible, semejante a la cresta inmóvil de una ola
elevada, surgió en el horizonte una franja obscura. En ella se
clavaron las miradas de unos ojos encendidos, cansados. Yemieliánov
alzó los prismáticos y Sierguiévski vio cómo el piloto suspiraba
con alivio. La franja obscurecía y se agrandaba. Su extremo
superior era entrecortado. Se descubrían cimas redondas de montañas
o colinas.
Veinte minutos más y la blanca espuma de la
resaca se veía con claridad. Los motores, consumiendo los últimos
litros de gasolina, sonaban con estruendo al coger altura para el
minuto decisivo del descenso forzoso. No se podía aterrizar en el
agua junto a la costa. Las olas poderosas se estrellaban contra los
chatos salientes de las piedras obscuras. Arremolinándose en los
acantilados y en las quebradas, retrocedían sinuosas las corrientes
de espuma.
Más arriba de la franja del rompiente se
alzaba la orilla con salientes tallados, con una alfombra espesa
verde por las pendientes abiertas hacia arriba de barrancos y
valles poco profundos. Tampoco esto tenía traza favorable para un
aterrizaje feliz.
Tras las montañas costeras descendía el
terreno, y por lo que se podía ver, estaba cubierto de bosque
frondoso. En algunas partes brillaban al sol las manchas
cristalinas de un agua pantanosa. A la derecha, en los destellos
del mar, muy lejos al norte, salía un cabo estrecho, en donde se
adivinaba una elevación blanca, obra del hombre, posiblemente, la
torre de un faro.
Sierguiévski advirtió ya claramente los
árboles que se dibujaban en la orilla. Las agujas temblaban en el
cero. Los compañeros de Sierguiévski con todas sus fuerzas
accionaban la bomba de mano, sin quitar los ojos del comandante. A
la izquierda la costa torcía hacia tierra adentro y se alejaba del
oeste. El aparato sobrevoló el cabo crestado y largo cubierto de
palmeras. En este momento, de repente, se hizo silencio. Los
motores se pararon. Sólo el que estaba al extremo Izquierdo produjo
algunas explosiones como si fueran disparos. Delante de las alas se
agitaron los álabes de las hélices, como advirtiendo de que ya no
podrían sostener más la nave en el aire.
-¡Saltar de uno en uno por la puerta de la
izquierda! Yemieliánov, da las órdenes -dispuso Sierguiévski
mientras empujaba el timón hacia delante, llevando la pesada
máquina hacia abajo y siguiendo la línea de la pendiente, tratando
de prolongar al máximo el descenso y al mismo tiempo evitar la
pérdida fatal de velocidad.
En un silencio terrible descendía el
aparato. Vaciló. A la derecha se enroscaban verticales los verdes
salientes de los montes. Un poco más y el brillante metal del
hermoso pájaro se estrujará, volará en pedazos informes junto con
los cadáveres destrozados de los tripulantes. Pero la tripulación
del avión callaba, conteniendo la respiración, sin decidirse a
abandonar la maravillosa máquina y confiando en la pericia del
piloto. Pero Sierguiévski, una vez dada la orden, sin pensar más en
la gente, no tenía otra idea que la esperanza de salvar el avión y
su carga. La tierra estaba a dos o tres segundos...
Pero el piloto divisó allí una pequeña bahía
tranquila, protegida por los salientes de los bosques costeros
contra los golpes de las olas. Una decisión repentina le pasó por
la mente: un viraje, una mayor inclinación del avión hacia abajo...
y la tierra que viene al encuentro...
Sierguiévski tiró fuerte del timón hacia sí,
haciendo posar la ingente máquina como caballo dócil. Al no abrir
el tren de aterrizaje, el avión pegó en la parte baja del bosque,
en un saliente de la costa, produciendo un fragor de golpes y
crujidos de los árboles al partirse. El pájaro de plata, sin
fuerzas, aplastaba árboles como si fueran hierba, se dejó caer
pesado en el agua de la bahía y se deslizó por ella lanzando
ráfagas de agua. A unos ciento cincuenta metros se detuvo muy cerca
de la orilla opuesta que era muy elevada. En el último segundo
Sierguiévski todavía pudo sacar el tren de aterrizaje para
aprovechar la pequeñísima posibilidad de frenar la inercia de la
pesada nave. La maniobra fue un éxito: la máquina gigante se echaba
sobre el agua profunda azulada, ligeramente inclinada sobre el ala
derecha.
Todavía se balanceaba y temblaba el avión
cuando los pilotos salieron sobre el ala. El alma de Sierguiévski
se veía libre de una grave carga de responsabilidad. Estiró los
hombros, alegrándose con el sol deslumbrante, el agua acariciadora
y el verdor exuberante tropical. La profundidad del agua debajo del
avión no pasaba de los tres metros. Las ruedas del tren de
aterrizaje se apoyaban en la arena compacta del fondo en pendiente
suave.
-¡Feliz llegada, amigos! -dijo Sierguiévski
risueño-. Es cierto que no es el punto de destino, pero no está
mal. Podía haber sido peor. Nos encontramos en alguna parte de
Florida...
El calor tórrido, las formas caprichosas de
plantas desconocidas hablaba sin más explicaciones del lejano
sur.
Todo lo sucedido en las últimas veinticuatro
horas parecía un sueño que había pasado como un relámpago.
-Bueno, robinsones, veamos de nuevo el
aparato y durmamos un poco. Os aconsejo desnudaros; si no, nos
coceremos con los buzos.
Consultando con el mecánico y el piloto
segundo, Sierguiévski decidió después del descanso apuntalar la
parte de la cola y el ala derecha con algún soporte para mantener
el aparato completamente seguro a fin de que no se hundiera en el
suelo con la bajamar.
El sol de mediodía calentaba el aparato y se
reflejaba cegador en la superficie pulida. Los aviadores saltaron
fuera respirando con ahogo. El radista herido se encontraba mejor y
se le puso cómodo en la corriente entre dos ventanillas
levantadas.
Los aviadores abrieron la lancha plegable de
goma, dispuestos a llegar a la orilla en busca de soportes para el
aparato. Sierguiévski dejó a uno de los tiradores de guardia y
subiéndose a la parte superior del ala izquierda, echó una mirada a
la bahía, eligiendo los árboles más adecuados.
El agua lisa de la bahía tenía un contorno
en forma de corazón. En medio del saliente costero se elevaba una
roca abrupta con palmeras finas y encorvadas. A la derecha el cabo
en forma de uña estaba cubierto de árboles plumosos llenos
enteramente de flores blancas. El camino ancho trazado por el avión
atravesaba el cabo. Las copas destrozadas, los árboles arrancados
de raíz y los troncos recién amontonados al borde del agua,
llamaron la atención de Sierguiévski. «Hemos preparado mucho
material para soportes» -pensó el piloto sonriente. Algunos trozos
de árbol habían sido lanzados lejos, al fondo de la bahía. Tal fue
la fuerza del golpe y tal la solidez del aparato.
-Sí, si no hubiera sido por este vallado
elástico... -dijo en voz alta el propio Sierguiévski y, sin
terminar su pensamiento, miró hacia la orilla opuesta de la bahía
en la cual, seguramente, hubiera saltado hecho añicos el aparato de
largas alas.
Dentro de la barca, los aviadores avanzaban
lentamente por la tersura del agua, que sin querer se rizaba
alrededor. En el punto del agua transparente en que se habían
amontonado los trozos deshechos de los árboles, aplastado por todo
un montón de leña, un cuadro increíble, inolvidable, asombró a los
aviadores.
La arena lisa y compacta del fondo daba a la
superficie un tinte monótono, como castaño, a través del agua azul.
En todas las direcciones, en los rayos solares que atravesaban el
agua, se movían curvándose, se entretejían y se entremezclaban
hilillos del azul más obscuro y de color oro ígneo.
Una pequeña elevación arenosa en el fondo,
con el peso de los troncos partidos, estaba ribeteada de
semicírculos de color azul claro, llenos de círculos de oro
chispeante y de azul purísimo. A veces entre el oro y el azul
escintilaban meandros de corrientes bermejas, de púrpura llameante
y verde esmeralda. Una fantástica sinfonía de colores brillantes
vibraba en tornasoles, destellos, remolinos y chorrillos, atraía
los ojos y los dejaba clavados con su embrujo casi hipnótico.
Pasmados por el espectáculo nunca visto,
durante mucho tiempo los aviadores no pudieron apartar la vista,
hasta que Sierguiévski con un golpe decidido empujó la barca justo
hacia el oro en torbellino.
A la izquierda dos trozos, lanzados al fondo
de la bahía y clavados en el suelo, estaban casi verticales. En
torno a ellos se retorcían los mismos hilillos de oro y azul, sólo
que más finos y trasparentes.
Un suave aroma de árboles misteriosos se
difundía en el aire, aumentando la sensación de misterio. En este
rincón de la bahía el agua brillaba opalescente con unos reflejos,
como difuminados muchas veces, pero con la misma limpieza
irreprochable del oro azul y púrpura.
Sierguiévski y sus compañeros llegaron al
agua poco.profunda de la orilla y empezaron a elegir dos troncos
adecuados para los soportes. No eran gruesos, como mucho seis o
siete centímetros de diámetro, pero de una madera compacta y
pesada. La médula del árbol era de color castaño y ribeteada con
una franja externa casi blanca.
El mecánico encontró un tronco partido por
la mitad y se lo llevó para hacer la prueba en el agua. Al
principio, los primeros dos o tres minutos, se extendió por el agua
lentamente una nubecita azul opalescente, apenas perceptible. Luego
comenzaron a desprenderse del tronco como pequeños chorros irisados
que se revolvían en forma de espiral despidiendo brillo.
He ahí la solución del porqué de los colores
maravillosos en el agua de la bahía: la presencia de la madera del
árbol misterioso. Sierguiévski miraba atentamente a la orilla,
tratando de recordar los caracteres de los árboles. Pero nada había
de particular en sus ramas frondosas, en sus hojas plumosas ni en
los racimos de sus flores blancas.
De pronto, en alguna dirección se escuchó un
ruido poco claro, que no se podía confundir con ninguno otro. Era
un motor. El zumbido lejano era fuerte, regular y, sin duda, se
acercaba a la bahía.
-¡Al avión! ¡De prisa! -ordenó
Sierguiévski.
Desde el ala izquierda que se alzaba sobre
el agua, se veían las olas que, regulares y sin interrupción,
rodaban hasta la orilla. Dando la vuelta al largo cabo, una motora
gris cortó rauda las olas rítmicas que se rizaban espumosas. La
proa, que se elevaba sobre el agua, se balanceaba suave. Debajo una
sombra negra y los elementos metálicos del sistema de defensa y de
los proyectores brillaban como fuego en la niebla.
La lancha giró, los motores callaron y el
pequeño barco enfiló hacia el aeroplano. En su proa surgieron las
figuras corpulentas de los marinos de la defensa costera con
chaqueta blanca y pantalón amplio que parecía una frívola violación
de la severa y necesaria etiqueta militar.
Las conversaciones no se prolongaron y la
lancha desapareció con la misma rapidez con que se había
presentado. Al cabo de un rato dos hidroaviones recortados se
posaron pesadamente en el agua de la bahía grande, a un kilómetro
al oeste de la «bahía de las corrientes
irisadas».
El herido y parte de la carga fueron
llevados a los hidroaviones. Echaron dos toneladas de combustible
en los tanques del avión soviético. Falta esperar la llegada de dos
barcos para remolcar el avión y sacarlo de la pequeña bahía,
aprovechando la bajamar, a través del estrecho paso que había entre
los escollos.
Una especie de obscuridad acabó con el breve
crepúsculo. Sierguiévski se acordó de pronto de que había que coger
una muestra del árbol pues, de lo contrario, todo lo visto en la
bahía pronto resultaría inverosímil. Esperando la salida de la Luna
el aviador subió al ala del aparato y vio el brillo azul claro que
se extendía por el agua alrededor de los soportes que apoyaban el
ala y la cola del avión. Asombrado por la nueva manifestación de
las maravillas de la bahía, el piloto miró hacia la parte de bosque
abatido por el aeroplano. Una mancha de azul intenso, rodeada de
agua obscura, brillaba donde de día lucían los reflejos de las
corrientes irisadas.
Sierguiévski bajó a la barca y remó hasta la
mancha brillante. Entre los troncos partidos el agua parecía una
nube de gas azul luminoso que lanzaba reflejos plateados al rostro
y a las manos de Sierguiévki. La luz que despedía el agua era
suficiente para orientarse y el piloto recogió rápido unos cuantos
trozos de madera, sin olvidarse de ramas con hojas y flores.
Durante los trabajos de remolcar el avión de
la bahía, Sierguievski no tuvo tiempo para preguntar; pero cuando
la «bahía de las corrientes irisadas» se
quedo atrás, el aviador no consiguió enterarse de nada que tuviera
sentido. El árbol de que hablaba lo conocían los lugareños con el
nombre de «árbol dulce». Era raro en
estas tierras y nadie había oído hablar de las propiedades
maravillosas de su madera.
Lentamente y con cuidado, al par que la
bajamar, se sacó la nave plateada a la superficie tranquila del mar
y el rugido de los motores atronó las orillas tranquilas del
trópico.
El albatros abandonó para siempre la bahía
milagrosa, llevando rápido a través del océano a todo el grupito de
personas escogidas por el destino para contemplar uno de los
prodigios desconocidos de la naturaleza.
El profesor Kondrásev se volvió en su silla
alta hacia Sierguiévski que entraba en el laboratorio y en silencio
le presentó una estantería con probetas en cuyo fondo se veían
trocitos de la madera mágica que el aviador había traído. En el
agua tornasolaban y refulgían hilillos y nubecitas de color ígneo y
azul transparente que a veces se convertían en amarillo verdoso o
azul resplandeciente.
-¿Parecido a su bahía? -sonrió el profesor
interrogante.
-No del todo -repuso serio el aviador-. Allí
los colores y las luces eran mucho más intensos.
-Claro -dijo el profesor cayendo en la
cuenta-, porque en la bahía el agua es salada -y echó en las
probetas varias gotas de una solución.
Al punto el azul se hizo espeso y de
transparente se puso casi impenetrable a la vista, y las nubecillas
amarillas parecían fundidas en oro carmesí.
-Parece -dijo el profesor- que la añadidura
de una pequeña cantidad de álcali en el agua dulce aumenta
considerablemente la capacidad de la madera para colorear el agua.
Por lo demás, esto no es colorante, sino una substancia especial
que todavía la ciencia no conoce. Su propiedad luminiscente y
opalescente puede resultar muy valiosa. Conseguí determinar el
árbol. Es de la familia de los nogales
grises comunes, pero es un representante muy antiguo de este
grupo y se llama «eisengartia». La
eisengartia existió hace no menos de
sesenta millones de años. Ahora este arbusto se encuentra muy
extendido al sur de los Estados Unidos y no tiene ninguna propiedad
milagrosa, sin duda, porque ha degenerado debido a condiciones de
vida desfavorables, y resulta que en el sur de Méjico, en el
Yucatán y muy raro donde ustedes estuvieron, esta misma eisengartia se conservó en forma de arbolito, lo
mismo que en los tiempos antiguos de su existencia. Este árbol
posee las propiedades especiales que usted conoce. Precisamente
representa el «cóatl» de los aztecas o
el «árbol de la vida» de los sabios
medievales.
A usted, amigo mío, le corresponde la honra
del descubrimiento o, mejor, del redescubrimiento, de esta valiosa
planta.
El profesor se levantó y solemnemente sacó
del armario una copa pequeña hecha de madera obscura de eisengartia.
-A usted -dijo sirviendo en la copa agua
limpia de un matraz-, a usted le corresponde por derecho propio
beber la bebida mágica que conservaba la salud de los señores
medievales...
En la copa obscura el agua parecía un espejo
del azul más intenso. Sierguiévski, sonriendo confuso, tomó la copa
de manos del profesor y, sin vacilar, la apuró hasta la última
gota.