La sombra del pasado

 

-¡POR fin! ¡Siempre llega tarde! -exclamó sonriente el profesor cuando entró en su despacho Sergio Pávlovich, joven paleontólogo, pero ya bien conocido por sus descubrimientos-. Hoy tuve invitados. Justamente de la exposición agrícola. Dos excelentes pastores de las estepas orientales. ¡Mire qué regalo de admiración por la ciencia! ¡Fíjese: un melón descomunal, amarillo... y qué aroma! Vamos a echarle mano juntos... a la salud de esos excelentes pastores.
-¿Para esto me ha llamado, Basilio Petróvich?
-¡Es usted muy impaciente, jovencito! Vuélvase a la izquierda, en esa mesita...
Ñikítin se acercó rápido a la mesita que había en un rincón del gabinete.
Sobre un cartón gris estaban cuidadosamente dispuestos unos fragmentos, color castaño obscuro, de unos huesos enormes, producto de una excavación. El paleontólogo cogió un hueso que estaba a la izquierda, golpeó suave con la uña y le dio la vuelta. Sucesivamente fue examinando los ocho trozos, pesados y macizos, impregnados de sílex y hierro.
Una práctica de muchos años en anatomía del esqueleto permitía completar rápidamente y reconstruir las partes que faltaban de los huesos y por su forma característica adivinar el esqueleto íntegro del animal muerto.
-Claro, ahora lo comprendo todo, Basilio Petróvich. La obscura capa pulida de los huesos es el tinte, la pátina del desierto. Ello quiere decir que los pastores los han cogido directamente de la superficie, en el desierto... Pero, Basilio Petróvich, si se trata de dinosaurios. ¡Y vaya conservación! Es el primer hallazgo de la Unión. Hay que hacer algo para agradecer a los pastores.
-¿Piensa usted en un premio? ¡Amigo, son más ricos que todos nosotros! Preguntaron si necesitábamos algo de su koljós... No. Se trata de puro interés por la ciencia. Mañana vendrán de nuevo. Quieren verse con usted y traerán algún otro obsequio de amistad.
Con un trozo de melón aromático en la mano, Ñikítin se puso en cuclillas junto a un gran mapa que había en la unas pared del despacho y comenzó a mirar en el ángulo inferior izquierdo, salpicado de puntitos que señalaban los temidos arenales.
El viejo científico se inclinó en el sillón siguiendo el dedo de Ñikítin.
-Este inmenso campo de huesos de dinosaurios se encuentra aproximadamente aquí -dijo el paleontólogo-. A trescientos cincuenta kilómetros de las fuentes de Taldy-sai. Cerca están los pozos de Bissekty. Habrá que llegar por las arenas hasta los oteros de Layili. Después viene el desierto pedregoso y a ratos la estepa.
La luz cegadora del sol, reflejándose en las paredes blancas de las casas pequeñitas hería los ojos por la falta de costumbre. Ñikítin, guiñando los ojos de dolor, atravesaba el ancho patio del centro comercial siguiendo una suave alfombra amarilla de polvo. El Tres coches nuevecitos habían salido por los portones y se encontraban estacionados en fila india al borde del camino, en espera del jefe. Sus techos elevados, de lona blanca, se curvaban ligeramente. En su pintura de gris claro todavía resplandeciente se posaba ya el polvo rojizo. A lo largo del camino, en la misma dirección en que estaban puestos los coches, murmurando por las grandes piedras de una ancha acequia, corría el agua, como riéndose del calor sofocante y del polvo. Y a tono con ella zumbaban suaves a pocas revoluciones los motores encendidos de los coches.
Ñikítin se sentó en la cabina del coche que estaba en cabeza. El polvo formó un remolino de oro sesgado. Los coches se fueron hacia la ciudad de casas blancas y verdes avenidas que se extendía por la pendiente norte de unas colinas quemadas por el sol.
Ñikítin, de vuelta de una reunión tardía, iba despacio a lo largo de la acequia que susurraba dulcemente. Las casas que se encontraban bajo las ramas espesas de los árboles estaban obscuras.
Justo delante de ellas salía de la sombra de la alameda una chica con vestido blanco. Saltó ligera la acequia y siguió por el camino. Sus piernas desnudas y quemadas por el sol se fundían casi con el suelo, por lo que parecía que la chica flotaba en el aire, sin tocar la tierra. Sus grandes trenzas negras que hacían fuerte contraste con la tela blanca, colgaban firmes por la espalda, descendiendo hasta las caderas con las puntas abiertas.
Contemplando la figura que se alejaba rápida, Ñikítin se paró, entregado a una breve reflexión, después dio unos pasos rápidos y en seguida apareció junto a los grandes portones de tablas de la casa donde se hospedaba la expedición.
En el patio espacioso, iluminado con luz eléctrica, Ñikítin encontró a todos los miembros de su expedición reunidos al lado de los coches. Se reían alegremente de algo y hasta el viejo chofer adusto, sonreía plácidamente.
Maruja, la chica de ojos negros, preparadora de la expedición, elegida aquellos días secretaria de célula, se acercó de prisa a Ñikítin.
-¿Dónde anda usted perdido? Decidimos celebrar una reunión y usted que no estaba. Espera que te espera y al fin empezamos de cualquier manera.
-¡Bonita reunión! -sonrió Ñikítin.
-Y todo por el nombre de los coches -replicó Maruja.
-¿Qué nombre?
-Sepa que hemos decidido establecer un estímulo entre los equipos de los coches. Y Martín Martínovich ha propuesto que para facilitarlo se dé un nombre a cada vehículo.
-¿Y qué se ha decidido?
Intervino en la conversación Martín Martínovich, un letón ya mayor, con gafas redondas, especialista en excavaciones.
-A su coche le han puesto «Rayo», y a los otros dos, «Destructor» y «Dinosaurio».
En la calle se oyó un claxon potente de tres tonos: en las puertas se encendieron y de nuevo se apagaron los faros de un «Zil» negro.
Ñikítin se fue al encuentro del secretario del comité local con quien ya se había visto por asuntos de la expedición.
-No lo habéis montado mal -dijo éste, echando una mirada alrededor-. ¿Cuándo os ponéis en camino?
-Pasado mañana.
-¡Perfectamente, camarada Ñikítin! Tengo que pedirte un favor... -el secretario hizo una pausa-. Vengo directamente de una junta... Precisamente allí, en Bissekty, al parecer, hay un yacimiento de asfalto. Es preciso investigar. Mis geólogos insisten... En una palabra, es necesario llevar a un colaborador del Departamento de Geología...
Ñikítin frunció el ceño preocupado. El secretario le cogió del brazo y se fueron juntos al fondo del patio.
-¿Eso es todo?
-Todo, Sergio Pávlovich. Ya se puede cargar.
-Hágalo con Martín Martínovich. En nuestro «Rayo», que irá en cabeza, combustible y los instrumentos. En el «Dinosaurio», combustible, tablas y la estructura del campamento, y en el «Destructor», agua, alimentos y goma.
Por la puerta baja, abierta, entraba el aire sofocante del día. Ñikítin recogía en una bolsa los papeles esparcidos en la mesa, con prisa para ir al telégrafo.
-¿Se puede? -era una voz de mujer la que sonaba en el patio.
En el marco deslumbrante, cegador, de la puerta apareció una elegante silueta negra rodeada de un nimbo por el contorno iluminado de su traje blanco. La recién llegada se inclinó ligeramente y echó una mirada a la obscuridad de la habitación. Ante Ñikítin aparecieron las trenzas negras de ayer. ¡Mira de qué geólogo hablaba el secretario!
Un presentimiento confuso de algo bueno hizo que el corazón de Ñikítin empezara a latir más fuerte. Se levantó para recibir la visita que traía en la mano un maletín pequeño, y se dieron a conocer.
-Miriam... ¿y qué más? -preguntó el paleontólogo.
-Nurgalieva. Pero basta con Miriam -sonrió la chica.
-¿Así que no la asustan, Miriam, las dificultades ni la lejanía de nuestra expedición?
Los ojos negros de la chica chispearon maliciosos.
-No, no me asusta. Su expedición está tan bien equipada... Ayer me dijo el jefe de control que esta excursión es mejor que un viaje a un balneario.
-Muy bien -Ñikítin extendió la mano-. Escoja el coche que quiera.
-Si es posible, prefiero el «Destructor», con Maruja -dijo la chica interrogante.
-¿Cómo es que las chicas se han puesto de acuerdo? -preguntó sonriente el paleontólogo, saliendo al patio con Miriam-. Sí -dijo acordándose de pronto-, la realidad es que nos conocimos ayer por la tarde en la calle de Engels...
Hizo un saludo con la cabeza y se fue a los portones. La chica le siguió perpleja con la mirada.
Los coches corrían uno tras otro, balanceándose, avanzando por lugares sin caminos. El sol desde lo alto abrasaba la estepa lisa, grisácea, cubierta de ajenjo. El cielo pálido, terrible, sin una nubecilla, resultaba monótono y aburrido. Durante cuatro días zumbaron los motores con regularidad. A pesar de la marcha lenta de los coches, la expedición había hecho cuatrocientos kilómetros desde la ciudad blanca y el ferrocarril.
A lo largo de cuatrocientos kilómetros, desplegándose, las altas dunas de las arenas se vieron substituidas por las colinas pedregosas, por una estepa cubierta con una alfombra uniforme de ajenjo y de salinas blancoamarillentas.
Los piñones del cambio rechinaban histéricos. Zumbaban los motores. La rueda negra del volante resbalaba entre las manos sudorosas y cansadas de los conductores. Cientos de litros de esa gasolina tan preciada volaban y volaban en forma de humo ligero, gris azulado, por la estepa infinita.
Sólo una vez en este viaje, a últimas horas de la tarde, por detrás de unas elevadas colinas se vio alzarse el resplandor hospitalario de la luz eléctrica. Era una fábrica de azufre. Después, sólo de vez en cuando aparecían algunas yurtas, tiendas de fieltro, morada pasajera del hombre de estas tierras, en donde lo único eterno es el desierto invariable...
Dejando al lado la fábrica, avanzaron lejos, aprovechando la luz clara de la Luna y el último tramo de un camino regular. A la luz de la Luna brillaban los llanos arenosos como infinitos lagos pequeñitos. Por su dura superficie los coches aceleraban la marcha. De noche la estepa parecía misteriosa y acogedora.
Ñikítin dio la orden de detenerse, para pasar la noche, sólo cuando de nuevo los coches empezaron a rodar por terreno desigual, levantando espesas polvaredas en los altibajos de las arcillas hinchadas.
El vivac estaba bien alumbrado con lámparas eléctricas enganchadas a la parte trasera de los coches. Pero el sitio no parecía acogedor. Los pies se hundían, lo mismo que en la nieve espesa, en el suelo polvoriento irregular, en donde de vez en cuando se alzaban frágiles tallos desnudos de alguna hierba reseca.
Por delante, apenas distinguibles tras la cortina de la luz lunar, se veían los cerros de Layili, principio del desierto pedregoso más seco, que esconde en su interior un cementerio de monstruos fósiles.
Tras infinitas series de cerros, cubiertos de guijarros grises, se sentía de una manera especial la separación del mundo. En los infinitos virajes, rodeos, bajadas y subidas, la expedición se veía perdida como si hubiera salido a la no existencia. Los tres coches grises dejaron las colinas y salieron a una llanura inmensa cubierta de una fina capa de arena. Sobre el desierto temblaba una calina de aire caliente que con sus hilillos temblones cubría y velaba el poco atractivo paisaje.
Ante los miembros de la expedición surgían lagos azules seductores, sotos maravillosos y crestas de montañas nevadas parpadeantes en la lejanía. A veces delante de los morros chatos de los coches, casi pegando, se ondulaba el mar, las olas ligeras, opacas, solevaban la blanca arena... A los pocos minutos en vez de mar aparecían series de casas blancas a la sombra de árboles espesos, parecidas a la ciudad que se quedó lejos en el sur, tras las arenas. Hasta los mismos perfiles de los coches, tan severos y precisos, se extendían, ya alargándose hasta dimensiones insospechadas, ya, por el contrario, creciendo en altura y elevándose como elefantes gigantescos.
Obscurecía. Por última vez, a los rayos purpúreos del sol poniente, asomaron las altas torres, azules y verdes de un nuevo castillo fantástico y desaparecieron.
El «Rayo», levantando oleadas de polvo y alumbrando a lo lejos la llanura con sus faros potentes, seguía el camino a la cabeza de la columna. Por aquí se podría rodar también de noche. El «Dinosaurio» y el «Destructor» se quedaban rezagados para no hundirse en el polvo que escondía el camino, como ocurría siempre al rodar por aquel terreno polvoriento.
El motor zumbaba con regularidad invitando al sueño. Ñikítin se quedó dormido, sentado en la cabina, pero pronto le despertó el claxon agudo del «Dinosaurio» que iba detrás. El «Rayo» se detuvo y lentamente se acercaron los otros dos coches.
-¿Qué ha ocurrido? -preguntó Ñikítin al conductor del «Dinosaurio».
-No puedo seguir, camarada jefe -contestó el chofer-. Me parece ver infinidad de tonterías...
-¿Qué?
-Es verdad, Sergio Pávlovich -dijo Martín Martínovich apoyando al chofer-. De día los espejismos se ven a lo lejos, pero ahora están en la punta de la nariz. Da miedo.
-¡Por mi parte, sigo! -repuso el chofer mayor, conductor del «Rayo».
-Tú vas por delante, Vladimiro -dijo acercándose el chofer del «Destructor»-. Nosotros seguimos tu nube de polvo. La luz de los faros se pierde en el polvo y maldito lo que se ve. No se puede andar.
-¡No digáis tonterías! -replicó enfurecido el chofer mayor-. Ya sé que a veces con el polvo no se ve bien, pero tanto como para no poder andar...
-Haz la prueba. ¡Déjame ir delante! -gritó molesto el conductor del «Dinosaurio».
-De acuerdo, vete -convino serio el chofer mayor.
Todos se fueron a sus coches. Empezaron a zumbar los motores de arranque. El «Dinosaurio», balanceando su capota alta, pasó despacio junto al «Rayo» y desapareció en una nube de polvo. El conductor del «Rayo» esperó hasta que el polvo, posándose, empezó a dorarse con partículas raras en los rayos de los faros y avanzó detrás.
Ñikítin interesado, siguió el camino después de limpiar el parabrisas. Recorrieron varios kilómetros sin encontrar nada y el chofer empezó a resoplar burlonamente, murmurando algo entre dientes. El coche marchaba normalmente y empezaba a disminuir la atención. De pronto Ñikítin sintió que el conductor giraba bruscamente el volante y que el coche se desviaba a un lado. Enfrente se veía claramente un hoyo redondo profundo, revestido de azulejos blancos. Ñikítin, asombrado, se restregó los ojos. A ambos lados del pasillo trazado por la luz de los faros, entre las partículas de polvo en movimiento, se alzaban filas de casas altas. La visión era tan verosímil que el paleontólogo se estremeció y al mismo tiempo escuchó un «jcaray!» rabioso del chofer.
Las casas desaparecieron, la estepa se deshacía en arabescos de franjas negras y amarillas, pero en el camino se abría una grieta negra. Apretando los dientes, el chofer se agarró al volante, intentando superar el engaño de los ojos. Unos minutos más y delante se encorvaba un puente abovedado, increíblemente empinado, perfectamente visible, tan real que Ñikítin inquieto, se volvió hacia el chofer que ya había frenado. Detrás retumbaban las señales insistentes del «Destructor». Tras parar el coche, el chofer se puso a fumar, se lavó los ojos, levantó el cristal y continuó terco hacia adelante. Pero otra vez enfrente del coche se alzaban fantasmas de polvo siempre nuevos, espantosos, próximos y reales. Aumentó la tensión nerviosa. El «Rayo» frenó y giró con intención de esquivar obstáculos inexistentes, hasta que por fin el chofer sollozó, escupió y deteniendo el coche hizo señales al «Dinosaurio» de que se rendía. Cuando el polvo se posó, se acercó también el «Destructor» que también se había parado mucho antes.
En las paradas desaparecía el mundo espectral. La noche extendía el horizonte en la obscura inmensidad. Estrellas gigantes lucían tranquilamente y los habituales contornos de las constelaciones alegraban con su inmutabilidad. Pero de día con el ruido de los motores y el balanceo de los coches, de nuevo aparecían y se fundían las visiones fantásticas. Y todo comenzaba a parecer irreal.
Ñikítin se alegró mucho cuando de la pared tornasolada del acostumbrado espejismo se alzaron de repente los negros y tristes contornos de los montes Arkarly. Al principio sus cimas se mantuvieron largo rato al nivel del tapón del radiador del «Rayo», luego comenzaron a crecer rápidos llegando a cubrir todo el horizonte al noroeste. El guía señaló una montaña salpicada de grietas, cuya pendiente delantera tenía los rasgos de un trapecio perfecto. El «Rayo» se dirigió sin tardar derecho hacia aquel punto. De nuevo el suelo se hizo irregular, formando olas pedregosas cada vez más altas.
Por fin, dando bandazos en la pendiente, el «Rayo», giró, rechinaron los frenos y el coche descendió lentamente a una extensa llanura que constituía el fondo de una enorme depresión antigua entre los montes.
Por occidente rocas obscuras aparecían taciturnas. Las laderas escarpadas de las colinas orientales estaban formadas por areniscas de color rojo brillante. Encima de la depresión se cernían lentas dos águilas.
Por indicación del guía, la expedición avanzó hacia el norte a lo largo de peñascos rojizos. Allí, en el punto de unión de las rocas obscuras y bermejas, debía encontrarse la fuente de Bissekty con su pozo cavado desde tiempos inmemoriales.
La superficie regular del valle estaba de vez en cuando surcada por fosas poco profundas y cubierta profusamente de guijarros lisos coloreados con la pátina del desierto. Estos guijarros daban al suelo un color obscuro artificial. Sobre su fondo infinitos cristales de yeso transparente, diseminados entre los guijarros, brillaban al sol como miríadas de fueguecitos. El «Rayo» giró bordeando un precipicio profundo de rocas rojas.
-¡Para, para! -gritó de pronto Ñikítin, saltando con rapidez del coche.
Tras él se precipitaron sus solícitos auxiliares, que también habían visto los fósiles. A la izquierda del camino había en el suelo, formando ángulo, dos grandes troncos de árboles petrificados. A la clara luz del sol resaltaban su derechura y las huellas de sus ramas. Alrededor de los troncos y más allá, hacia el oeste, se encontraban diseminados huesos enormes con la superficie obscura y brillante.
Los investigadores, entusiasmados, se extendieron por la llanura. Con emoción iban descubriendo más y más nuevos tesoros. Huesos magníficamente conservados de saurios gigantes cubrían la mayor parte del valle. Los paleontólogos entre gritos de alegría se iban de un lado para otro. Los choferes y los trabajadores se contagiaron de aquel entusiasmo y tomaron parte en la búsqueda, locos de admiración por el insólito espectáculo.
Sólo una parte de los huesos se encontraban sueltos en la superficie. Otros se hallaban entre la arena obscura y los guijarros. Los huesos aparecían por doquier en los hoyos, llenaban los peñascos desnudos de los montículos.
Los ilustres pastores tenían toda la razón. Habían encontrado un cementerio de saurios extraordinario por sus dimensiones, donde estaban amontonados restos de cientos de miles de animales diferentes.
Este valle negro, abrasado, sin vida, repleto de huesos fósiles, produjo una impresión extraña. Sin querer venían a la mente las viejas leyendas sobre combates de dragones, sobre tumbas de titanes, sobre tropeles de gigantes que sucumbieron con el diluvio. y al punto resultaba comprensible la aparición de tales leyendas que, sin duda, tuvieron su fundamento en descubrimientos similares de huesos gigantes.
-¿No aumenta?
-No, Sergio Pávlovich.
-Hay que cavar todavía más hondo.
-No se puede ahondar más. Llegamos a la roca.
Ñikítin tiró las notas y se fue corriendo al manantial. Convencido de que el letón tenía razón, el paleontólogo sintió que en su interior algo se desgarraba. Escondiendo el miedo, Ñikítin marchó lentamente del campamento hacia las montañas con el fin de meditar a solas.
El formidable descubrimiento duraba ya dos días desde la llegada al valle. La cantidad de agua que daba el manantial de Bissekty no bastaba para la expedición. Si el agua era suficiente para dos o tres caminantes con sus camellos, era poca para una gran expedición con sus trabajadores y sus coches. Posiblemente la fuente fue muy buena hace cien años, pero ahora perdió caudal. Había que empezar a hacer reservas. Pero, ¿y el agua para la vuelta? Habría que dejarlo todo cuanto antes y tirar hacia el este. A doscientos kilómetros de aquí seguramente hay pozos. ¿Y si trajeran el agua de allí? Pero entonces no habría combustible para el regreso.
Abrumado por el contratiempo, el científico se dio cuenta exactamente de toda su impotencia frente a la naturaleza implacable que le rodeaba. ¿Qué podían hacer sin agua él y su expedición tan estupendamente equipada? ¿De dónde sacarla aquí, entre rocas tostadas, apenas animadas por la pequeñísima corriente de un pozo antiguo.
Los intentos de limpiar el manantial no dieron resultado. ¿Es posible que este repentino infortunio estropee una expedición preparada tan minuciosamente, la lleve al fracaso y haga peligrar a las personas?
Sumergido en pensamientos tristes, Ñikítin se internó maquinalmente en las montañas. Subía despacio por un desfiladero no muy grande que se cortaba profundo por el lado derecho de un monte parecido a una silla de montar. Los negros barrancos abrasados dejaron al científico sofocado de calor. Ñikítin se detuvo y vio a Miriam.
La chica estaba sentada en una piedra, con las piernas recogidas y encorvado su talle fino. Tenía sobre las rodillas abierto el cuaderno de notas y tan pensativa se hallaba que no advirtió la llegada de Ñikítin. Parecía como si las pesadas trenzas obligaran la cabeza a inclinarse, El rostro miraba a la cálida lejanía en las sombras. Todo el aspecto de la chica y su postura sobrecogieron de pronto al paleontólogo por la correspondencia con la naturaleza circundante. Por primera vez Ñikítin sintió que Miriam era hija de su país: descubría una firmeza tranquila, oculta bajo la máscara de una sumisión aparente. Ñikítin quedó como helado, sin moverse por miedo a molestar Miriam.
Un país con una superficie muerta, abrasadora, en donde nada se produce de golpe... Sólo el trabajo tenaz de muchas generaciones proporciona el triunfo sobre la naturaleza cruel. No se puede ir derecho con todo ímpetu. Este método no llevará a nInguna parte. Hay que avanzar despacio, con paciencia y seguridad, estar siempre dispuesto a la lucha con dificultades siempre nuevas, sofocando con voluntad el ansia lógica que todo hombre tiene de una suerte maravillosa, repentina...
La chica, al notar la mirada de Ñikítin, volvió los ojos, dio un salto y se fue a su encuentro. Miriam miró a los ojos al joven científico.
-¿Qué le ocurre, Sergio Pávlovich? -dijo despacito como sIempre.
El científico captó en su tono una preocupación no fingida. Con el deseo callado de ser sincero con ella, habló a Miriam del fracaso que aguardaba a la expedición. La chica callaba, y sólo cuando regresaban, ya junto al campamento, confusa, dijo como para sí misma:
-He oído que el año pasado, en los trabajos de Diurt-Kyra, se consiguió aumentar el caudal de agua de los manantiales... -Miriam hizo una pausa-, con dinamita. Si usted tuviera...
-¡Qué diablos, si tenemos amonal! -exclamó Ñikítin-. ¡Producir una explosión en la misma salida del manantial no siempre es conveniente, pero a veces sale bien! -dijo alegre el paleontólogo, aligerando el paso-. Nos arriesgaremos a una carga máxima.
El estrépito atronador de la explosión sacudió las montañas muertas. Una elevada columna de polvo se levantó sobre el manantial y unos segundos más tarde algo se derrumbó en las montañas con un fragor formidable. Todos los miembros de la expedición se fueron corriendo a la fuente y se pusieron silenciosos a quitar el montón de rocas, cavando de nuevo la salida del manantial. El silencio se hizo todavía mayor cuando Ñikítin y Miriam se pusieron a medir el caudal de agua. El jefe de la expedición se levantó de repente:
-¡Gracias, Miriam! -cogió la mano de la chica y la estrechó efusivamente.
-¡A mantear a Miriam! -gritó alguien cariñoso.
La chica echó a correr como una flecha a refugiarse detrás del chofer mayor. Éste, enderezando sus hombros potentes, dijo amenazador:
-No lo permitiré.
-¿Cómo van las cosas del asfalto, Miriam? -preguntó sonriente Ñikítin.
-Aquí hay un yacimiento muy interesante, Sergio Pávlovich. No es asfalto, sino algún tipo de alquitrán especial, muy duro.
-Enséñemelo mañana, ¿le parece? Ahora le aconsejo que se entere de nuestros éxitos.
En la llanura se veían por todas partes montoncitos de tierra cavada. Se elevaba un humo ligero de la hoguera donde se preparaba la espesa cola de carpintero. Martín ejemplo Martínovich, sin otra ropa que los pantalones, tostado hasta la negrura, impregnaba afanosamente de cola los huesos friables. Más cerca del centro de la llanura trabajaba un grupo de hombres. La amplia superficie de una roca limpia por arriba estaba abierta en pequeños canalillos. Dos trabajadores cavaban cuidadosamente la arena movediza con grandes cuchillos, dividiendo el bloque cavado en tres partes. Maruja terminaba la limpieza del cráneo rociando de laca las partes dañadas.
Ñikítin llevó a Miriam hasta el bloque y, asombrada, pudo ver tendido sobre la superficie el esqueleto enorme de un saurio. Estaba de costado, con su larga cola enroscada y las gruesas patas traseras cruzadas. En las vértebras, en las costillas y hasta en las obtusas pezuñas, por todas partes se veían números escritos con toda claridad. El cráneo del bicho, que tenía unos dos metros de longitud, en la nuca se convertía en un cuello huesudo enorme que descansaba en espinas chatas. Sobre los ojos aparecían dos cuernos largos, torcidos hacia delante. En la nariz había un tercer cuerno y el morro terminaba en pico.
-Es el triceratops, dinosaurio herbívoro tricornio, perfectamente armado contra los animales rapaces -exclamó Ñikítin-. El esqueleto se conservó completo y nosotros lo dividiremos en tres partes que embalaremos en bastidores fuertes -el paleontólogo señaló los maderos preparados-, los rociaremos de yeso y los transportaremos como si fueran pesados monolitos, para liberarlos definitivamente de la naturaleza ya en su sitio, en el laboratorio.
-¿Cuáles podían ser los animales rapaces si contra ellos contaban con armas tan terribles? -preguntó Miriam.
-¡Rapaces! -exclamó el paleontólogo-. Pues por ejemplo -y sacó de una caja un diente plano con la parte superior curvada y un filo en forma de sierra por ambos bordes, con unos quince centímetros de longitud-, el tiranosaurio, el señor de los saurios, un gigante que andaba sobre las patas traseras... Luego iremos a excavar a las mismas montañas -prosiguió el científico-, Martín Martínovich ha encontrado allí de una vez tres esqueletos de dinosaurios blindados con coraza de hueso llena de espinas. Verdaderos tanques, aunque sin cañones, a diferencia de los de ahora, que parecían armas de ataque. Porque el animal herbívoro sólo puede defenderse pasivamente: se esconde en su coraza o saca los cuernos, sin atacar él mismo.
Sin llegar hasta el desfiladero oriental, Miriam torció hacia la izquierda y llevó a Ñikítin siguiendo el pie de la montaña por entre bloques de piedras.
Ante el paleontólogo y su acompañante surgió inesperadamente una pared maciza de rocas rojinegruzcas. La cortaba un paso angosto, semejante a la huella del tajo de una espada descomunal. A ambos lados de esta grieta de piedra se alzaban dos torres rocosas provistas en lo más alto de unos salientes que colgaban sobre el paso.
El estrecho pasadizo era recto como el cañón de un fusil, con paredes lisas cual si estuvieran pulimentadas. Siguiendo por él unas decenas de pasos, Miriam y Ñikítin salieron a un valle espacioso que cerraban por todas partes rocas abruptas. La pared que estaba frente al paso.se torcía formando un semicírculo perfecto, en cuyo centro destacaba un cubo enorme de arena parda dura. El pie del cubo se hundía en un montón de bloques lisos que, al parecer, se habían derrumbado recientemente. En la superficie sesgada brillaba un espejo negro gigante. El paleontólogo miraba alrededor perplejo.
-Aquí hay -dijo en voz baja Miriam- un yacimiento de asfalto o, más bien, de alquitrán endurecido. El alquitrán se encuentra en capas iguales en las areniscas duras ferrosas, amontonadas por el viento, algo así como si fueran dunas antiguas. Cuando hicimos explotar el manantial, aquí se derrumbaron las rocas y abrieron una capa fresca de alquitrán fosilizado. Su superficie lisa, todavía no deteriorada por la erosión, brilla como un espejo.
-En su opinión, ¿cuándo se depositó el alquitrán y la arenisca? -preguntó rápido el paleontólogo.
-Son aproximadamente de la misma época que los huesos de los dinosaurios -contestó Miriam-. Todas estas sedimentaciones se fueron acumulando en los valles de estas viejas montañas y quedaron casi intactas.
Ñikítin hizo un signo de aprobación con la cabeza y se sentó en la arena gruesa crujiente, La chica se puso delante, con su postura preferida, cruzando las piernas.
En el valle, cerrado por todas partes, sin saber por qué, no hacía mucho calor. Alrededor reinaba un silencio impresionante. Apenas perceptibles, como lejanas campanillas de cristal, sonaban las hierbas secas que crecían en el fondo de este salón montañoso natural. Por primera vez en su vida Ñikítin escuchó el susurro triste de su llamada y miró asombrado a Miriam. La chica inclinó la cabeza y se puso el dedo en los labios. Luego con ese sonido débil, como fantasmal, se fundieron los mismos acordes infinitamente alejados, raros, en tono grave, de la voz de los arbustos que ribeteaban el pie anular de los montes. Con esta música apenas perceptible del desierto silencioso, Ñikítin se sumergió en una profunda meditación.
Las hierbas sonaban e invitaban a mirar la profundidad de la naturaleza, hablaban de eso oculto que de ordinario pasa junto a nuestra conciencia embotada por costumbres arraigadas y que sólo en muy pocos minutos de la vida se descubre con agudeza verdadera.
Ñikítin pensaba que la naturaleza es inmensamente más rica que todas nuestras imaginaciones sobre ella, pero su conocimiento no se da de balde. En una estrecha generalización, en la lucha permanente con la naturaleza, el hombre se aproxima cuanto puede a sus secretos ocultos. Pero también entonces es necesario que el alma esté clara y limpia, como instrumento musical perfectamente afinado y responda a los sonidos de la naturaleza...
Ñikítin levantó despacio la mirada y vio que los ojos de Miriam le miraban fijamente. El paleontólogo se puso vergonzosamente de pie y con voz, que a él mismo le pareció ruda, apagó las llamadas dulces de las hierbas:
-¡Es hora de irnos, Miriam!
La chica se levantó silenciosa.
Al salir, Ñikítin contempló satisfecho el valle plenamente tranquilo.
-¿Por qué no me ha hablado antes de este hermoso rincón? -dijo a la chica con reproche.
-Estaba usted absorto en su trabajo -contestó suavemente Miriam.
-Mañana mismo voy a trasladar el campamento al pie de las torres de piedra -decidió Ñikítin-. Justamente, las excavaciones principales ahora estarán muy juntas.
Con un golpe seguro, elegante, Martín Martínovich introdujo el último clavo en la larga caja.
-¡Se acabó, Sergio Pávlovich! -exclamó el letón alegre, limpiándose el sudor de la cara.
-¡Se acabó! -exclamó Ñikítin-. Mañana, descanso, y preparativos y por la tarde, en marcha para casa. No podemos quedarnos por más tiempo.
-Sergio Pávlovich -intervino Maruja suplicante-, hace tiempo que usted prometió hablarnos de estos... -la chica señaló hacia las cajas que había por todas partes-, de estos bichos, pero nunca hubo ocasión. ¿Le parece bien hoy? Todavía no son más que las tres.
-Muy bien. Después de la comida nos vamos a aquel valle y charlamos -accedió el jefe de la expedición.
Todo el grupo de trece colaboradores escuchaba atentamente a su jefe. Ñikítin hablaba bien, con entusiasmo. Contó cómo todavía en épocas antiguas del desarrollo de la vida sobre la Tierra, lentamente, durante millones de generaciones, se iba perfeccionando el organismo del animal, de vez en cuando aparecían formas extravagantes, extrañas, de cuadrúpedos, anfibios y reptiles. Lo mismo que en la lucha por la existencia, para dominar las influencias de las condiciones ambientales, poco a poco iban muriendo todas las especies menos perfectas, menos activas. El peine cruel de la selección natural peinaba el flujo de generaciones a través del tiempo, eliminando todo lo débil e inservible.
-Al principio de la era mesozoica, hace unos ciento cincuenta millones de años, sobre materiales antiguos se alojaron por doquiera los reptiles y, al mismo tiempo, de ellos surgieron los más perfectos de todos los animales, los mamíferos, que se desarrollaron en las duras condiciones de finales de la era paleozoica. Pero luego un clima relativamente rudo y seco se vio substituido por otro, húmedo y caluroso y una vegetación rica y exuberante cubrió la Tierra. Estas condiciones de vida eran más ligeras, más favorables y por toda la Tierra se extendieron reptiles gigantes. Conquistaron la tierra, el mar y el aire, alcanzando un tamaño y número de fábula.
Los herbívoros gigantes para defenderse de los animales rapaces contaban con unos cuernos extraordinarios o una coraza de espinas y escudos óseos. Otros, no protegidos por coraza, se escondían en el agua de las albuferas y de los lagos. Alcanzaron hasta veinticuatro metros de longitud y sesenta toneladas de peso. En el aire se cernían saurios voladores. De todos los animales que vuelan, eran ellos los que tenían la mayor longitud de alas y, por consiguiente, los mejores voladores.
Los animales carnívoros andaban sobre las patas de atrás, apoyándose en una cola gruesa. Sus garras delanteras se fueron debilitando, hasta convertirse casi en unos apéndices inútiles. Para el ataque servía su cabeza enorme y la boca dotada de grandes dientes afilados.
Eran animales trípodos, fantásticos, de hasta ocho metros de altura, máquinas de guerra estúpidas, pero de una fuerza terrible y de una crueldad implacable.
Entre los saurios gigantescos vivían los antiguos mamíferos, bestias pequeñitas, semejantes al erizo o a la rata. Los reptiles en las condiciones favorables de la era mesozoica exterminaron este grupo progresivo de animales y desde este punto de vista el mesozoico fue un período de reacción obscurantista que se prolongó unos cien millones de años y que retardó el progreso del mundo animal. Pero tan pronto como empezaron a cambiar las condiciones climáticas, se inició el cambio en la vegetación y comenzó a irles mal a los saurios gigantes. Los enormes herbívoros necesitaban alimento abundante y fácilmente asimilable. El cambio en la base alimenticia fue catastrófico para los herbívoros y al mismo tiempo, para los rapaces gigantes. El equilibrio natural de la población animal se rompió bruscamente. Se produjo una mortandad de reptiles y un violento desarrollo de mamíferos que se hicieron los amos de la Tierra y que al fin dieron la substancia pensante -el hombre-. Figuraos por un momento la cadena infinita de generaciones sin un solo pensamiento, que fue pasando en estos cientos de millones de años -terminó el paleontólogo-, todo el número inimaginable de víctimas de la selección natural por el camino ciego de la evolución...
El científico calló. En lo alto se oía el grito del águila que se cernía en los aires. Los oyentes siguieron sentados en silencio, mirando al paleontólogo.
Ñikítin sonrió pensativo y continuó:
-Sí, la grandeza de mi ciencia está en la perspectiva infinita del tiempo. En este sentido, la paleontología se puede comparar acaso sólo con la astronomía. Pero la paleontología tiene un punto débil, muy débil, doloroso para quien pretende un conocimiento profundo: la insuficiencia de material. Sólo una pequeñísima parte de los animales que vivieron en tiempos primitivos se conserva en capas de la corteza terrestre y se conserva sólo en forma de restos incompletos. Fijémonos en nuestras excavaciones: no hemos conseguido más que huesos. Es cierto que por estos huesos podemos reconstruir todo el aspecto exterior de los animales, pero sólo dentro de ciertos límites. Lo peor de todo es que nunca podremos conocer con detalle la estructura interna del animal ni imaginárnoslo perfectamente vivo. Por esto mismo, nunca podremos verificar la exactitud de muchas teorías ni determinar los errores. Las leyes físicas son inmutables. El poder de la razón humana se limita a examinarlas de cara, sin dejarse adular por cuentos...
Una honda tristeza asomaba en la voz de Ñikítin que se comunicaba a sus oyentes. El paleontólogo se levantó bruscamente:
-No importa. Para ustedes, que no son expertos en la ciencia, les queda la fantasía libre y poderosa de los escritores. Al no verse agobiados por la limitación de los datos, pueden resucitar espléndida y convincentemente el mundo animal desaparecido. Les aconsejo leer «El mundo perdido», de Conan Doyle, y «La guerra por el fuego», de Rosny Ayné. Éste es mi autor preferido, porque puede influir incluso en el paleontólogo con la fuerza de su imaginación, con las bellas descripciones de la vida antigua, certeramente reforzada por la sombra del pasado... -el paleontólogo, entusiasmado, empezó a citar-: «A la vez que se espesaba el crepúsculo, caía la sombra negra del pasado y en la estepa se extendía la corriente, toda bella, de mal agüero...»
Un grito suave de Maruja obligó al científico a interrumpir la cita y a volverse. Un momento después se le paraba la respiración y se quedaba pasmado, estremecido.
Sobre la lápida de alquitrán fósil con reflejos de azul tornasolado se alzó, sin saber de dónde, de la profundidad negra, un fantasma gigante gris verdoso. Un enorme dinosaurio quedó quieto, inmóvil, en el aire, sobre el extremo superior del precipicio, a unos diez metros sobre las cabezas de aquellos hombres estupefactos.
El monstruo tenía alta su cabeza con la nariz curva. Los ojos grandes miraban apagados y sombríos, miraban allá a lo lejos. La boca ancha, sin labios, descubría una tira de dientes doblados hacia atrás. El lomo del animal, ligeramente encorvado, caía bruscamente en una cola increíblemente poderosa que servía de apoyo al dinosaurio por detrás. Las patas traseras enormes, dobladas por las articulaciones, no cedían en poder a la cola, semejantes a dos columnas, tridáctilas, con dedos ampliamente extendidos y armados de uñas torcidas descomunales. Y casi hasta debajo del mismo cuello, en la parte delantera del tronco inclinada hacia tierra, aparecían torpes e impotentes, las dos garras delanteras, delgadas y unguladas, tan pequeñitas, en comparación con el tronco gigantesco y la cabeza.
A través del fantasma se transparentaban las rocas de los montes y a la vez podían distinguirse los más mínimos detalles del cuerpo del animal. El lomo del monstruo, salpicado de pequeñas incrustaciones óseas, su piel áspera, en algunas partes llena de pliegues pesados que colgaban, una extraña apófisis en la garganta, las prominencias de sus músculos gigantescos, hasta las anchas franjas violáceas por los costados, todo ello daba a la visión un realismo sobrecogedor. Y no es de extrañar que quince hombres se quedaran estupefactos y fascinados, devorando con los ojos la sombra gigante, al mismo tiempo real y fantástica.
Pasaron unos minutos. A un giro imperceptible de los rayos del sol, la imagen del dinosaurio inmóvil se disipó y desapareció. Ante la gente no había nada, sino un espejo negro que había perdido el reflejo azul y que brillaba como el cobre.
Todos suspiraron a la vez y con ganas. Ñikítin se chupó los labios que se le habían quedado resecos.
Durante largo rato nadie se encontró en situación de pronunciar ni una palabra. La aparición fantástica del espectro monstruoso deshizo todas las ideas fijadas por la cultura y la experiencia de la vida. Cada uno sentía que en su vida había irrumpido inesperadamente algo del todo inusitado. Más que nadie, quedó asombrado el propio Ñikítin, el científico acostumbrado a analizar y explicar los enigmas de la naturaleza. Pero ahora no le venía a la cabeza ninguna explicación racional del suceso. Todos se perdían en conjeturas. El campamento estuvo agitado hasta altas horas de la noche, hasta que por fin Ñikítin tranquilizó los ánimos con la opinión de que en este país de espejismos, no tenía nada de particular ver el fantasma de un fósil fabuloso. Este espectro, en afirmación de Ñikítin, no podía ser otro que el tiranosaurio.
Zumbaban los motores al comprobarlos antes de emprender un viaje largo. El humo azulado se extendía por los guijarros pardos de la llanura.
Ñikítin miró el reloj y a toda prisa se dirigió a la angosta hendidura de las rocas.
El espejo negro le miraba hondo e impasible. En este lugar tranquilo no había el silencio de antes. El zumbido de los motores atravesaba los muros rocosos. Se apoderó de Ñikítin una vaga sensación de algo que se arrancaba, que se perdía. Esperaba la aparición del fenómeno de ayer, pero el espectro no se presentó. Posiblemente, Ñikítin no advirtió exactamente el momento de la aparición y había llegado tarde.
Lamentando el descuido y admirándose del grado de su propia pena, Ñikítin se quedó largo tiempo ante el montón de piedras que formaban el pedestal del espejo. Detrás se oyó el crujir de la arena. Era Miriam que se acercaba de prisa.
-Martín Martínovich dice que ya podemos marchar. Yo me ofrecí a correr en su busca... tenía ganas de ver e otra vez... -dijo la chica de prisa, entrecortada, jadeando.
-Ahora mismo voy -respondió el paleontólogo indeciso, se calló y añadió-: ¡Espere, Miriam!
La chica obediente se acercó y lo mismo que él, se e puso a mirar el espejo negro.
-¿Qué hará usted, Miriam, cuando regrese? -preguntó de golpe Ñikítin.
-Trabajar, estudiar -contestó escueta la chica-, ¿y usted?
-Trabajar también... sobre estos dinosaurios y pensar... -el científico titubeo e inesperadamente terminó cortado-, ¡en usted!
Miriam bajó la cabeza sin responder.
-Si yo estuviera en su lugar, dedicaría todos mis esfuerzos a resolver el enigma del fantasma del dinosaurio. Porque eso no es simplemente un espejismo... -dijo ella un minuto más tarde.
-¡También yo sé que no es un espejismo! -exclamó sin querer Ñikítin-. Pero yo no soy más que un paleontólogo. Si fuera físico...
Ñikítin cortó la conversación con un vago enojo contra sí mismo y se acercó más a la capa del extraño alquitrán petrificado. Largo rato miró su hondura negra y callada y casi iba creciendo en su alma un deseo impaciente, salvaje. Por un segundo se descorrió la cortina impenetrable del tiempo, inaccesible para el hombre. De dejar todo el inmenso número de personas sólo a él y a sus compañeros les fue permitido contemplar el pasado. Del grupo, sólo él se encontraba suficientemente equipado de conocimientos, de experiencia en el trabajo científico. Miriam tenía razón... Se apoderó de Ñikítin el deseo imperioso de descubrir el secreto de la naturaleza.
De pronto Ñikítin imaginó que veía unas sombras plateadas que emergían de la hondura negra. El paleontólogo se puso a mirar ya con aire sensato, esforzando la vista y la atención. Las partes descabaladas se juntaron rápidamente formando una imagen vaga, pero completa. Se parecía a una foto de grandes dimensiones mal revelada. En el centro destacaba la imagen invertida del tiranosaurio de ayer, pero muy disminuida. A la izquierda se veía un grupo de árboles gigantes y detrás, abajo del todo, confusas, se adivinaban las cimas de las rocas.
Sacando el cuaderno de notas, Ñikítin llamó a Miriam y se puso a dibujar la nueva visión espectral. Los dos miraban con avidez las sombras de gris plateado, pero la representación no resultó clara. Pronto ante los ojos cansados por la tensión flotaron manchas luminosas y de nuevo la negrura profunda del cristal se puso opaca e indefinida.
Con esfuerzo Ñikítin se obligó a salir del lugar enigmático. Comprendía que era conveniente quedarse aún unos días para observar el espejo.
Por un raro capricho de la suerte le correspondió encontrarse con un fenómeno inverosímil, de los que se salen de lo común. Muy pronto, quizá dentro de unos días, el sol y el viento estropearán la superficie tersa de la capa de alquitrán y desaparecerá para siempre el enigma que no había podido entender. Es un deber del científico -¡sí, un deber!, todo el sentido de la existencia- no dejar pasar lo que fortuitamente se le ha revelado y transmitirlo a los demás.
Y, a pesar de todo, hay que dejar el ojo mágico que mira al pasado en los montes lejanos, de difícil acceso. No le queda más tiempo. Es peligroso retrasar la salida. La expedición ya había trabajado hasta el último día para completar las excavaciones. Por delante quedaba el camino difícil de la vuelta con los coches supercargados. ¿Se podía poner en peligro las vidas humanas que le habían sido confiadas, por un fenómeno casi febril, inexplicable? No, no se podía...
Ñikítin se volvió a los coches de prisa, casi corriendo.
Al acercarse al «Rayo», una vez más volvió la mirada a Miriam. Estaba parada junto al «Destructor», vuelta hacia la entrada del desfiladero. Era la última impresión del paleontólogo que se llevó consigo al abandonar aquel sitio misterioso.
-¡En marcha! -gritó fuerte y cerrando de golpe la portezuela de la cabina. Se puso a mirar cómo brillaban, al correr bajo las aletas del coche, las chispitas de yeso en el valle de los huesos.
...La luz fría, triste, pronto se obscureció en el cielo plomizo. Entre los dos marcos se veía un tejado negro helado con grandes manchas de nieve. El humo que salía por la chimenea se aplanaba con las fuertes ráfagas de aire.
Ñikítin retiró el libro y se puso derecho en el asiento, dominado por una tristeza inmensa.
La terca razón del científico no quería entregarse, pero en su interior iba ya madurando un amargo convencimiento de impotencia.
Con pena recordaba Ñikítin que sólo la reputación intachable le salvó de burlas manifiestas y hasta de sospechas de anormalidad. La ayuda que fue a pedir a los físicos vino aparar en dudas burlonas: ¡quién sabe si, al fin y al cabo, no se tratará de ilusiones ópticas, espejismos, alucinaciones! Y, poniéndose en su lugar, Ñikítin no podía condenar a los científicos.
Allí mismo en las montañas, junto al cementerio de dinosaurios, Ñikítin entendió que la superficie tersa del alquitrán negro conservaba algo así como una fotografía que se reflejaba en el aire de modo incomprensible. Pero ¿cómo pudo obtenerse la foto sin películas de bromuro de plata? Y, sobre todo, la luz normal dispersa no produce ninguna imagen. Se necesita una cámara obscura con un orificio o abertura estrecha por donde al pasar los rayos de luz den la imagen inversa de lo que se encontraba en el foco. ¡Y el tiranosaurio en la profundidad del espejo parecía invertido! Pero...
Para descifrar este misterio, se precisaba un ímpetu extraordinario, una tensión violenta de la mente y de la voluntad unidas para la consecución de un solo fin. Hacía falta inspiración, pero la inspiración aquí, en una existencia regular y cotidiana, no venía. Más aún, seguía alejándose lo que había acontecido allá, a cuatro mil kilómetros de aquí, tras la estepa y las montañas abrasadoras. ¿Es que se puede contar a alguien, es que uno mismo puede creer en una visión fantástica del país de los espejismos, a la luz pálida y serena de una tarde fría de invierno? Y Miriam... ¿Es que Miriam no se alejó de la vida de Ñikítin, no se convirtió en otro espejismo semejante que desapareció?
Ñikítin cerró los ojos. Un momento y desapareció la ventana obscura, la nieve y el frío. Ante la mirada pensativa de Ñikítin iban pasando uno tras otro diferentes cuadros.
Las paredes blancas, resplandecientes, cegadoras, el verde follaje impregnado de oro refulgente, las acequias murmuradoras, los remolinos cobrizos de polvo... De nuevo los coches rodaban balanceándose entre el zumbido regular de los motores en el aire temblón ardiente, cortando las cadenas azuladas de espejismos estrambóticos. A través del humo del mundo fantástico, fugaz, suspendido sobre la llanura infinita, quemada, cada vez emergía más clara la imagen tan conocida de la lejana Miriam. De un salto se levantó el paleontólogo y se reclinó en el sillón.
«¿Cómo no lo entendí a la primera? ¿Por qué no se lo dije entonces? -pensó paseando por la habitación-. Pero puedo ir ahora y escribir...»
Ñikítin se puso nervioso. Algo oprimía su corazón con violencia exigiendo una solución inmediata... Irá a verla y le contará todo. Ahora mismo.
Ñikítin hizo un gesto desgarbado con la mano tropezando en la vitrina del dinosaurio que estaba cerca, al borde de la mesa. Un hueso pesado cayó al suelo con estrépito deshaciéndose en unos cuantos trozos. Sentía vergüenza, como si sus sueños íntimos los estuviera viendo algún extraño. Ñikítin volvió rápido la vista y de nuevo el ambiente llenó su alma por completo. Este era su mundo, tranquilo, simple y luminoso, aunque a veces, quizá, excesivamente angosto. Un gran armario con las puertas de cristal guarda en sus cajones tesoros aún no estudiados, restos de la vida antigua...
Y, además de todo esto, el gran enigma de la sombra del pasado. ¿Era esto poco para él, hombre flemático, de reacciones lentas, que siempre llegaba tarde, como decía su maestro? Por ejemplo, con Miriam llegó desesperadamente tarde a hablarle allí en los montes Arkarly, en el valle de las hierbas sonoras... Ahora, para conquistar a Miriam necesitaba de toda su capacidad de reflexión, poner todas las fuerzas en el empeño. Precisamente entonces, cuando exige de él tanto tiempo y tantas energías la solución a la sombra del pasado. ¿Podrá, tendrá fuerzas para todo? Además, ¿por qué estaba tan seguro de que Miriam podría quererle? ¿Y si quería a otro?
De pronto Ñikítin se quedó tranquilo y otra vez se sentó en el sillón.
La mente humana no podía amainar sus alas potentes ante lo inescrutable. ¡El fantasma del dinosaurio debía tener alguna explicación!
Esta tenacidad ante los problemas más difíciles, la protesta ante la fe ciega, ése es precisamente el rasgo más notable de la mente humana...
No obstante, los pensamientos de Ñikítin volvían sin querer a la expedición por el desierto. Recordaba todo hasta el más pequeño detalle, sobre todo los últimos días antes del regreso a Moscú. La memoria tenaz del naturalista le prestaba de pronto un gran servicio.
Ñikítin recordó cómo el día que partió de la ciudad blanca estaba esperando el coche en el hotel. Se puso cómodo en el diván. La ventana de la habitación daba a la calle, bañada por el sol radiante meridional. Las contraventanas estaban cerradas, en la penumbra de la habitación; por la rendija que dejaban las contraventanas, penetraba recto, pero débil, un rayo de luz.
En la pared que estaba enfrente de la ventana aparecían unas sombras. Siguiendo inconscientemente su movimiento, Ñikítin vio de pronto la imagen inversa del otro lado de la calle. Con toda nitidez se dibujaban las ramas desnudas de los chopos, una casita baja con el tejado nuevo y la verja con las puertas de hierro. Alguien pasó de prisa moviendo las faldas de su bata, ridículo, pequeño, invertido, con los pies para arriba...
Como un viento fresco pasó por la cabeza de Ñikítin una idea rápida: el valle pequeño, cerrado, sombreado por las rocas colgantes entre los montes Arkarly... la angosta hendidura, el paso a la llanura espaciosa y justo enfrente, el espejo de alquitrán... ¡Porque esto era una inmensa cámara natural, cuyo foco podía calcularse! Ahora estaba claro para él cómo podía producirse la imagen, pero... pero lo más importante quedaba todavía inexplicable: ¿cómo podía impresionarse una imagen, cómo podía conservarse durante miles de siglos el juego fugaz de la luz y de las sombras? De momento la fotografía no daba ninguna respuesta.
¡Ah! ¡Espera...!
Ñikítin se levantó y se puso a andar por la habitación.
¡La imagen era en color! Hay que examinar detenidamente la teoría de la fotografía en color!
Todo el día siguiente, Ñikítin, olvidándose de todo en el mundo, estudió un grueso volumen sobre fotografía en color, Pudo enterarse de la teoría de los colores y del análisis de la vista humana y ahora, examinando la última parte, «Métodos especiales de fotografía en color», de pronto se encontró con la carta de Niepce a Daguerre, escrita todavía por los años treinta del siglo pasado.
«... al mismo tiempo resulto que el barnizado (pez asfáltica) de la placa se alteraba bajo la acción de la luz, lo cual daba, al paso de la luz, algo parecido a la representación en diapositivas y todas las sombras coloreadas podían verse con toda nitidez» -escribía Niepce.
Ñikítin suspiró sordamente y, apretándose las sienes, como si tratara de contener las ideas que se iban, continuó leyendo:
«Cuando la imagen obtenida se examinaba desde cierto ángulo descendente de la luz, podían apreciarse efectos bellísimos y muy interesantes, Este fenómeno convenía relacionarlo con el newtoniano de los anillos de colores: es posible que alguna parte del espectro actúe sobre la pez, produciendo finísimas diferencias en la espesura de las capas...»
El hilo valiosísimo de la explicación del fantasma del dinosaurio se prolongaba a lo largo de las páginas. Fino y delicado al principio, poco a poco iba haciéndose fuerte y seguro.
Ñikítin sabía que bajo la acción de ondas luminosas verticales se altera la estructura de la superficie lisa de unas placas fotográficas, que estas ondas verticales producen impresiones coloreadas que no dependen de la imagen negra habitual que se obtiene como resultado de la acción química de la luz sobre la placa fotográfica tratada con bromuro de plata. Estas impresiones de reflejos compuestos de las ondas luminosas resultan del todo invisibles incluso en las fuertes ampliaciones y se distinguen por la sola capacidad de reproducir de manera selectiva únicamente un color determinado, mediante la iluminación de la imagen según un ángulo rigurosamente calculado. La suma de estas impresiones dará una imagen estupenda en colores naturales.
Esto quiere decir que en la naturaleza existe la acción inmediata de la luz sobre ciertos materiales, suficiente como para producir imágenes, incluso sin la ayuda de las combinaciones de plata descompuestas por la luz. Este era precisamente el enganche que faltaba al científico.
Ñikítin apresuró el paso. Con el deshielo caían de los tejados lentas las gotas de agua. El científico, nervioso, se fue rápido al instante. No pasaron en vano tres meses de esfuerzo. Sabía lo que buscaba y dónde lo buscaba. Ahora la ayuda de ópticos, físicos y fotógrafos adelantó mucho la solución del problema. Y hete aquí que hoy por vez primera se decide a hablar ante el mundo científico.
El tema de la conferencia y el nombre de Ñikítin congregaron un auditorio importante. El paleontólogo relató el inverosímil suceso del tiranosaurio fantástico y al punto advirtió la animación jocosa de los concurrentes. Ñikítin frunció el ceño, pero prosiguió tranquilo y seguro:
-Esta capa recién descubierta de alquitrán fósil, al parecer, conserva impresiones luminosas, fotografías de un momento en la existencia de la naturaleza del período cretáceo.
Los rayos del sol, al reflejarse en este espejo negro con un cierto ángulo, lanzaron, a la manera de una lámpara de proyección, sobre ciertas capas de aire que producen espejismo, los rasgos gigantescos y fantásticos de un dinosaurio vivo pero ya no en forma invertida. Se obtuvo una curiosa fusión de la imagen reflejada y del espejismo, amplificando las dimensiones de la imagen luminosa.
Sin duda, la exposición, necesaria para conseguir la impresión luminosa en el alquitrán, fue grande... Pero, posiblemente, la fuerza de la iluminación solar en aquellos tiempos y en zonas de clima tropical, era bastante mayor y hasta, quizá, los dinosaurios podían permanecer inmóviles durante horas enteras. Los grandes reptiles contemporáneos -cocodrilos, tortugas, serpientes, grandes lagartos- se quedan inmóviles durante varias horas, sin cambiar de posición. No se les puede comparar con los mamíferos rebosantes de energía. Por ello, con una gran exposición resultan perfectamente posibles fotografías de saurios vivos, lo que se prueba con el dinosaurio que yo vi.
Calculé el punto desde donde se impresionó la fotografía -el científico señaló en un plano grande de la zona sujeto en la pared-. Se encontraba a ciento treinta y nueve metros del pie de las torres de piedra. Conseguida gracias a una fuerte iluminación o a una disposición especial de las nubes o bien por algunas otras condiciones, evidentemente la fotografía quedó encerrada pronto por la formación de nuevas capas de alquitrán asfáltico y así se salvó de la destrucción. La sacudida por la explosión separó todas las capas superiores, descubriendo inmediatamente la fotografía en asfalto...
Ñikítin se calló procurando dominar la agitación que se iba apoderando de él.
-Al fin y al cabo -prosiguió- lo importante no es este acontecimiento maravilloso, ni el hecho de que unos cuantos hombres por primera vez en el mundo hayan visto la imagen viva de un animal fosilizado. El significado mayor del experimento expuesto a su consideración consiste en la existencia real de las impresiones luminosas de épocas antiguas, grabadas en las rocas y que se conservan desde decenas y, acaso, cientos de millones de años. Estas son sombras reales del pasado que nosotros no podemos abarcar con nuestra razón. No sospechamos de su existencia. A nadie se le ocurrió siquiera que la naturaleza pudiera fotografiarse a sí misma, por eso no hemos buscado esas impresiones luminosas.
Naturalmente, las fotos del pasado requieren tal cantidad de coincidencias de diferentes condiciones, que pueden producirse y conservarse solamente en ocasiones increíblemente raras. Pero en la inmensa cantidad de años pasados, el número de tales ocasiones debió de ser muy grande. Por ejemplo: toda ocasión de conservación de huesos fósiles requiere igualmente coincidencias muy raras. No obstante, conocemos gran número de animales muertos y su número crece con rapidez extraordinaria con el desarrollo de la investigación paleontológica.
Las impresiones humanas, las fotografías del pasado, pueden formarse y conservarse no solamente en alquitranes asfálticos. Sin duda podemos buscarlas en substancias muy conocidas de las rocas, en sales de óxido y protóxido de hierro, manganeso y otros metales. Hace tiempo que se conoce la fotografía por el método de la decoloración, mediante la destrucción por la luz de algún color inestable ante ella y la obtención así del color complementario.
¿Dónde buscar estos cuadros del pasado? En aquellos sedimentos de rocas en donde podemos presuponer una rápida estratificación al aire libre o en agua poco profunda. Descubriendo sin dañar la superficie de las capas y captando los reflejos luminosos con algún aparato que mitigue la percepción de las impresiones luminosas, tendremos que aprender a entender estas huellas de ondas luminosas de tiempos pasados.
Por último, tenemos razones para suponer que la naturaleza fotografió su pasado no sólo con la ayuda de la luz. Recuerden las fotos del ambiente todavía no explicadas definitivamente por la ciencia, que deja a veces el rayo en las tablas, en el cristal, en la piel de las personas que fueron sus víctimas. Podemos imaginarnos la impresión de las representaciones con ayuda de descargas eléctricas, radiaciones invisibles parecidas a las del radio. Basta que ustedes se den cuenta clara de lo que buscan y sabrán dónde buscarlo y lo encontrarán...
Ñikítin terminó su conferencia. Las intervenciones subsiguientes estuvieron llenas de escepticismo. Se excitó de una manera particular un conocido geólogo, quien con elocuencia congénita caracterizó la charla de Ñikítin como entretenida, pero desde el punto de vista científico no valía una perra chica, simple «paleofantasía».Pero ninguno de estos ataques ofendieron al científico. Hacía tiempo que tenía bien decidida una firme resolución.
Unos golpes metálicos se extendieron sordamente por la habitación espaciosa. Ñikítin se detuvo a la entrada. En dos vitrinas, una frente a otra, asomaban sus dientes negros unos saurios rechonchos. Detrás de las vitrinas el suelo estaba atestado de tablas, tubos de hierro, barras e instrumentos. En el centro, sobre unas vigas cruzadas se alzaban dos elevados montantes verticales, principales soportes de un gran esqueleto de dinosaurio. En el montante de atrás se unían ya unas barras de hierro dobladas de modo complicado. Dos preparadores anatómicos sujetaban en ellas cuidadosamente los huesos descomunales de las patas traseras del monstruo. Ñikítin echaba una ojeada por la curvatura lisa del tubo que encuadraba el armazón por encima y que estaba protegido con anillos de cobre. Aquí se sujetarán las ochenta y tres vértebras del tiranosaurio siguiendo el esqueleto doblado al estilo de los animales rapaces.
En la vitrina delantera Martín Martínovich con una llave grande a presión hacía equilibrios en una escalera de tijera poco estable. Otro preparador, serio y delgado, con una bata de lienzo, trepaba por el lado opuesto de la escalera con un tubo largo en las manos.
-¡Así no va bien! -gritó el paleontólogo-. ¡Más atención! No tengáis pereza para cambiar el andamiaje.
-Vaya, Sergio Pávlovich, ¿para qué entretenerse? -contestó alegre el letón desde arriba-. ¿Que no sabemos? ¡Somos de la vieja escuela!
Ñikítin se encogió de hombros sonriente. El preparador serio colocó el borde del tubo en el cabezal superior en forma de T, en que terminaba el montante. Martín Martínovich enérgicamente dio la vuelta con la llave. El tubo, sostén del cuello macizo, se volvió y arrastró consigo al preparador serio. Él y el letón chocaron pecho con pecho en la mesita estrecha superior de la escalera y cayeron en direcciones opuestas. El estruendo del tubo al caerse apagó el del cristal y el grito de susto. Martín Martínovich se levantó frotándose aturdido el chichón que se había hecho en la calva.
-Caerse, ¿también es de la vieja escuela? -preguntó el paleontólogo.
-¿Cómo no? -repuso el letón ingenioso-. Otros se hubieran mutilado. Nosotros, nada. Únicamente el cristal, y para eso no era de espejo... Habrá que cambiar los andamios. Mala pata, sí -concluyó Martín Martínovich como si nada hubiera pasado.
Ñikítin se puso la bata y se unió a los trabajadores. La parte más lenta del trabajo -el montaje previo del esqueleto y la preparación del armazón de hierro- era ya una etapa realizada. Ahora el armazón estaba preparado. Había que montarlo y sujetarlo en puntos de apoyo ya soldados y sujetos con tornillos, en aros y barras, los huesos pesados, que también eran fruto de un trabajo de muchos meses. Los preparadores los habían sacado de la roca, habían pegado las partículas más pequeñas rotas y diseminadas y habían reemplazado con yeso y madera las que faltaban.
El armazón quedó ajustado convenientemente. Los arreglos en el curso del montaje del esqueleto resultaron insignificantes. Los científicos y los preparadores trabajaban con entusiasmo, aguantando hasta altas horas de la noche. Todos querían devolver cuanto antes al monstruo muerto su aspecto vivo y amenazador.
En una semana quedó terminado el trabajo. El esqueleto del tiranosaurio se alzaba en tamaño natural. Las patas traseras, como patas de ave de rapiña gigante, se quedaron inmóviles a medio andar. La cola larga, derecha, se arrastraba lejos por detrás. El cráneo, trabajo de artesanía, se alzaba a una altura de cinco metros y medio desde el suelo. La boca, medio abierta, evocaba una sierra doblada en ángulo agudo con dientes claros.
El esqueleto se alzaba sobre una plataforma baja de roble, con la superficie pulida, de color negro brillante, como la tapa de un piano. Los rayos inclinados del sol vespertino atravesaban las altas ventanas abovedadas, jugando con sus bellos tornasoles en los cristales de los espejos de las vitrinas y hundiéndose en la negrura de los zócalos pulidos.
Ñikítin estaba de pie, de codos sobre la vitrina, mirando minucioso por última vez el esqueleto, tratando de descubrir algún defecto no advertido contra las leyes rigurosas de la anatomía.
No, por favor, todo es lo suficientemente fiel. El enorme dinosaurio, sacado del cementerio de los monstruos en el desierto, se yergue ahora, asequible a los millares de visitantes del museo. Además se preparan ya los armazones para otros esqueletos de dinosaurios con cuernos y caparazón -resultado magnífico de la expedición...
El resplandor del sol sobre la cubierta negra del pedestal recordaba claramente al paleontólogo el espejo de alquitrán en los montes Arkarly... Sí, naturalmente, había montado el esqueleto en la misma postura en que se había grabado de manera indeleble en la memoria el fantasma del tiranosaurio vivo. Esta postura produce la impresión de completa naturalidad, cosa que no se puede decir de los montajes de otros museos.
«Si mis respetables colegas supieran qué es lo que me ha orientado -dijo sonriendo Ñikítin para sus adentros-. Por lo demás, no hay juicio para los vencedores.»
Nuevamente el pensamiento del científico, como la aguja de la brújula, giraba a la sombra adivinada del pasado. El fantasma dejó de ser un enigma. El fenómeno resultaba claro para el científico. Desapareció también la terrible tensión del pensamiento, la confusión de la mente ante el secreto inalcanzable de la naturaleza. La marcha de las ideas era tranquila, fría y profunda.
El científico comprendía perfectamente que mientras no demostrara efectivamente al mundo la existencia de las impresiones luminosas del pasado, le tocaría trabajar solo. Con toda probabilidad no contaría con medios especiales ni con tiempo libre. Todo lo tendría que hacer simultáneamente con su trabajo fundamental. ¡Una tarea enorme y superior a sus fuerzas! La misma geología estaba en contra de él.
En los procesos que formaron las rocas sedimentarias, es decir, aquellas capas que puedan recibir las impresiones luminosas, son muy raras las ocasiones de sedimentación rápida de una capa tras otra. Sobre todo en la superficie, pero no en las profundidades de los lagos y los mares! Hay que buscar la estratificación sedimentada con la suficiente rapidez como para evitar la subsiguiente acción de la luz. Esto debió coincidir con condiciones siquiera un poco parecidas a las de la cámara obscura, para que en la superficie de la capa viniera a dar, no simplemente la luz dispersa, sino una representación luminosa. ¡Pero cuántas imágenes ya recibidas pueden estropearse en el futuro por el endurecimiento, por la recristalización u otras alteraciones químicas de las rocas sedimentarias!
¿Qué probabilidades hay de encontrar en el número infinitamente grande de estratificaciones, precisamente aquella superficie que fue la única entre millones semejantes a ella, en conservar la imagen del pasado?
¿Es posible que las profundidades del tiempo se queden para siempre sin respuesta, inaccesibles para nosotros?
No, precisamente esa infinita profundidad sin fondo del pasado debe ayudarnos. Se necesita esa rarísima casualidad que puede darse una vez cada mil años y que no tiene posibilidades de toparse con ella. Pero si han transcurrido millones de estos milenios, entonces un millón de casos es un número harto suficiente para las observaciones... Y se incrementa en muchas veces más por el hecho de que la superficie de la Tierra es inmensa.
El territorio de nuestra Patria lo componen muchos millones de kilómetros cuadrados, formados por rocas diferentes que aparecieron en las más diversas condiciones. Cuando se trata con grandes números hay que desechar las ideas estrechas, producto de la experiencia cotidiana... «En la investigación del pasado, mi Patria me ayuda -pensó el científico-. ¿Dónde encontrar nuevas fotos del pasado como no sea en sus vastas latitudes?»
La seguridad y la tenacidad para nuevas búsquedas, para la nueva lucha, resucitaron en el alma de Ñikítin.
Ante todo era imprescindible un aparato que captara fríos la luz reflejada de la capa rocosa. Quizá una cámara con un objetivo de gran intensidad luminosa y al mismo tiempo con un ángulo panorámico. Era muy importante determinar el ángulo de reflexión... ¿Quizá fabricando un prisma giratorio?
Ñikítin, sin mirar más el esqueleto del tiranosaurio se fue rápido a su estudio.
-No, aquí no, camarada profesor -el campesino barbudo con rostro severo detuvo a Ñikítin que iba pensativo-. Este sendero va hacia arriba y nosotros tenemos que ir a la izquierda, hacia el barranco.
-¿Están lejos los despeñaderos rojos? -preguntó uno de los ayudantes de Ñikítin.
-En cuanto bajemos por el barranco hasta el río, un kilómetro. Por la orilla cuatro kilómetros -el guía caminaba diligente por delante.
Abetos enormes y gruesos obstaculizaban la senda. A intervalos, entre los troncos verdegrisáceos y las ramas bajas, torcidas, de gamuza, abajo, muy profundo destellaba el río, como pedazos diseminados de un espejo roto. El aire estaba impregnado de un aroma ligeramente dulce de pez de abeto, más suave y empalagoso que el olor del pino. El barranco, lleno de alisos, semejaba un corredor largo y techado, cubierto por una capa de hojas viejas parduscas. Las hojas se veían cada vez más negras y húmedas. Debajo chapoteaba el agua. Terminó el barranco. Los exploradores se encontraron a la orilla de un río rápido y frío, cuyo cauce estrecho discurría entre orillas altas y escarpadas. Cada curva del río y sus tramos rectos se señalaban de lejos por un reflejo brillante del sol. Los rápidos eran opacos y por ello parecían tristes y fríos. No lejos se veían barrancos escarpados de arcillas de color púrpura obscuro, ribeteados por arriba por los arcos verdes de la linde superior de la pendiente cubierta de follaje.
Pronto el pequeño destacamento alcanzó los despeñaderos y los trabajadores se pusieron a la faena. Las manos recias pronto empuñaron las palas y los picos. La arcilla en granos gruesos, susurrante, rodaba al río, como lluvia de nueces. Metiendo cuidadosamente las cuñas, iban descubriendo la superficie brillante y lisa de la capa de arcilla. La capa estaba un poco inclinada y Ñikítin tuvo que levantar un andamio y montar su aparato en alto sobre la capa descubierta. Terminado su trabajo, los obreros se fueron, los ayudantes subieron por la orilla con las cañas y el paleontólogo se quedó solo.
Pasaban las horas y Ñikítin hacía la guardia junto a su aparato, permitiéndose de vez en cuando durante dos o tres minutos cerrar los ojos cansados. El científico no se ponía nervioso, convencido casi por completo de su fracaso habitual. Más de una vez y en diferentes lugares Ñikítin había montado su aparato esperando penosamente contemplar la lisura muerta de la piedra. Cada vez disminuía más la tensión y la esperanza del nuevo descubrimiento, se apagaba la esperanza, pero el científico proseguía con tenacidad sus observaciones en todos los lugares que en su opinión parecían adecuados. Lo mismo ahora, casi sin interés, ligado sólo por el duro deber que se echó encima. Ñikítin observaba en el aparato la capa recién descubierta de arcilla purpúrea endurecida. El sol cambiaba lentamente el ángulo de iluminación, los robustos abetos mecían suavemente sus copas, el agua chapoteaba casi imperceptiblemente entre los carrizos de la orilla. y de pronto en la iluminación equilibrada y monótona aparecieron unas manchas ralas, obscuras, que se hicieron más vivas y se extendieron por toda la capa descubierta. Seleccionando el ángulo de reflexión con la ayuda del prisma giratorio, Ñikítin consiguió por fin una visibilidad nítida.
Tenía delante la orilla clarísima de un mar verde de inusitada transparencia. La tersura casi ideal de la arena de color blanco plateado imperceptiblemente se convirtió en agua de esmeraldas. Las largas crestas rectas de las olas pequeñas se inmovilizaron en su vuelo, dibujando la superficie clara y cristalina del agua con franjas deslumbrantes de verde azul. En un plano más alejado las franjas se partían en triángulos, las cimas afiladas de las olas se torcían hacia abajo, mostrando los destellos de la espuma blanca cegadora y plateada. En el verdor mas puro del agua la lejanía semejaba azul, se sentía la larga transparencia del aire y el brillo deslumbrante de la luz.
Casi con miedo miró Ñikítin a este trozo de un mundo inefable luminoso y claro, dándose cuenta de que las crestitas de las olas se habían inmovilizado en los rayos solares que hablan alumbrado hace mas de cuatrocientos millones de años. Era la orilla del mar silúrico...
La visión desapareció muy pronto con un giro insignificante del sol. La luz del día que había evocado la imagen, ella misma la apagó, sin permitir poner en marcha la cámara fotográfica. Ñikítin se quedó allí mismo aquella noche, debajo del andamio. Sólo mañana, a la misma hora, el sol podría evocar a la vida las sombras espectrales.
Pero en vano tiritó el científico con la humedad de la noche y luchó contra los mosquitos importunos. El verano en el norte es voluble: la mañana tristona terminó en lluvia. En la niebla húmeda el científico seguía desesperado la fluidez del agua por la superficie lisa de la arcilla, veía cómo las gotas de la lluvia se enrojecían gradualmente y cómo, por fin, la foto del maravilloso mar silúrico se convertía en barro gris pegajoso.
Por segunda vez Ñikítin tuvo la suerte de ver la sombra del pasado, extasiándose sólo por un momento con la bella visión. Pero, no obstante, puesto que la búsqueda tuvo éxito una vez, había que probar más y más.
Ahora Ñikítin había decidido tratar de encontrar fotografías del pasado en las paredes de las grutas, esas cámaras obscuras naturales. Allí las fotos están protegidas de los caprichos del clima, de las alteraciones en la iluminación solar. Pero él, adiestrado en la experiencia amarga, va a preparar ahora de antemano, antes de la observación, una cámara fotográfica. De esta manera el pasado no se le escapará. Habrá que buscar en las cavernas no profundas, donde en las concreciones calizas aparezcan las substancias que se alteran ante la luz.
Sobre el agua espesa, aceitosa, se arrastraba lenta una niebla rara y gris. Las orillas estaban iluminadas por la escarcha y las pendientes montañosas que caían abruptas negreaban tristes derritiéndose con los rayos del sol levante. La proa chata de una gabarra torpe, cubierta con una lona embreada, enfilaba hacia la escarpadura abrupta, lejana, que ahora atravesaba la corriente de un río poderoso.
Un tramo recto, anchuroso, respiraba un frío penetrante y fluía silencioso y rápido. A lo lejos se oía un rugido atronador y agobiante. Ñikítin estaba en las tablas resbaladizas del puente de mando, al lado del práctico, que se agarraba fuerte a los postes clavados en el madero del timón. Los remeros tiraban con fuerza de los remos.
El práctico se frotó la nariz enrojecida con su manopla basta.
-Es el Bolloktas que ruge -dijo con voz ronca aproximándose a Ñikítin-, el rápido más temible.
-¿Tras las curvas? -preguntó Ñikítin despacio.
El práctico asintió ceñudo con la cabeza.
-¿Allí está la caverna? -continuó Ñikítin-. ¿En la orilla izquierda?
-¿De verdad quiere atracar? -dijo con voz ronca el práctico intranquilo.
-Sí. No hay otra salida. Por las escarpaduras no se puede pasar -contestó firme el científico.
La superficie del agua comenzó a hincharse con olas largas y lisas. La gabarra, una caja pesada de fondo llano y proa triangular, empezó a balancearse y a cabecear. El agua chapoteaba bajo la proa. El rugido se aproximaba, creciendo y retumbando en las altas rocas. Parecía que eran las piedras las que rugían previniendo a los forasteros de un desastre inminente.
El práctico dio la orden, los remeros viraron con sus remos pesados. La gabarra se volvió cabeceando. El río entraba por un desfiladero estrecho que comprimía su curso poderoso. Rocas gigantes, de unos cuatrocientos metros de altura, se alzaban soberbias acercándose más y más. El cauce del río recordaba un ancho triángulo cuyo vértice se perdía, estirándose en un meandro del desfiladero. En la base del triángulo una barrera alta y espumosa estaba marcada por una piedra grande, solitaria, tras la cual el triángulo estaba cortado por unas piedras agudas, parecidas a colmillos negros, rodeadas del agua que giraba locamente. A lo lejos, el desfiladero se veía lleno de olas agudas, paradas, como si fueran toda una manada de caballos blancos encabritados que trataba de abrirse paso por entre las abruptas paredes en tinieblas. A la izquierda, por la pared de piedra se metía un entrante ancho, semicircular, que hacía torcerse el lado izquierdo del triángulo. Allí pegaba furiosamente la corriente principal del río, lanzando columnas de salpicaduras resplandecientes.
Ñikítin dejó los prismáticos y se agarró al timón, ayudando al práctico. Al encuentro volaba con un ruido ensordecedor una piedra que estaba en el centro. La gabarra debería pasar, no siguiendo la caída del agua, sino por el lado izquierdo, peligroso. De lo contrario, la fuerza indomable del agua lanzaría la barca contra la barrera rocosa y... entonces a la caverna sólo se podría llegar el próximo año, es decir, nunca, porque los trabajos de la expedición estaban terminados y había que volver de prisa.
-¡Dale más! ¡Más! -gritaba el práctico.
La gabarra voló sobre la cresta de una ola elevada. Tras la piedra el agua caía en una sima obscura y profunda. Allí se precipitó la gabarra. Se escuchó el golpe plano del fondo contra la piedra. La sacudida del timón por poco no lanzó a Ñikítin y al práctico del puentecito, pero los dos se agarraron fuerte al madero y aguantaron. La barca viró un poco y se fue en ángulo obtuso hacia la orilla, inclinándose a los terribles dientes rocosos. La gabarra, anegada de agua y espuma, se contraía desesperadamente saltando sobre las altas olas.
-¡Rema! -gritaba desgañitándose el práctico.
Los remeros, calados y sudorosos -obreros y colaboradores de Ñikítin- tiraban con toda su fuerza de los remos rebeldes. Los menos experimentados aguardaban con miedo el naufragio mirando al tozudo jefe. Su rostro, cubierto por una barba obscura, parecía terrible.
Ñikítin estaba con las piernas bien abiertas sobre el puentecillo inestable, midiendo mentalmente y calculando la distancia hasta la línea blanca de espuma, frontera de la corriente que venía de rechazo. El piloto, mordiéndose los labios, miraba a ese mismo punto. La gabarra redujo la marcha, luego se lanzó otra vez hacia delante y se metió derecha en la espuma bullidora. Hubiera querido cerrar los ojos, hacerse una pelota por un instante y que luego se deshiciera fatalmente en pedazos contra las rocas. Pero de nuevo la marcha de la gabarra se hizo lenta. Con un golpe brusco la gabarra se detuvo y, dominada por la corriente de rechazo, penetró en el agua negra, profunda, que chapoteaba suave al pie de las salinas de gneis que caían cortadas a tajo sobre el río.
Ñikítin no contuvo un suspiro de alivio. Al fin y al cabo, la arriesgada exploración de las cuevas de Bolloktas no entraba, en realidad, en la tarea de su expedición, y si en la persecución tras la sombra del pasado ocurría una desgracia... Pero la gabarra había ya atracado metiéndose suavemente en la roca. El colector, de un brinco saltó valiente a una roca salediza y aseguró a la piedra la amarra.
-¡Feliz llegada, camarada jefe! -dijo el práctico con una inclinación jocosa.
-¡Con audacia hemos pasado!
-Pasamos sin duda, como aquí se dice -cortó el práctico.
Las abruptas pendientes se alzaban sobre la gabarra a unos ciento cincuenta metros. Por arriba la pendiente formaba un saliente ancho, una plazoleta alargada que contorneaba en semicírculo el saliente de la orilla. En la explanada la pendiente de la montaña se suavizaba. En su base se encontraban nueve aberturas negras, las entradas a las cuevas. Toda la pendiente estaba llena de pinos rizados de escasa altura y blanqueaba con un musgo seco cervino.
Ñikítin y sus ayudantes pudieron sin gran trabajo subir todo el equipo necesario. El paleontólogo pasó todo el resto del día en las cavernas, hasta que se convenció de que tenía razón en sus presupuestos.
En la pared lisa trasera de la cueva se iban formando sucesivamente finas concreciones lisas. La roca tenía un color amarillo verdoso espeso. Ñikítin confiaba que las mezclas de sales de hierro y cromo, alterándose por la acción de la luz, podrían conservar en alguna capa la huella luminosa de la época en que había manantiales cálidos y en que aún no se había apagado la actividad volcánica, hace unos sesenta mil años.
Los ayudantes del científico limpiaron la entrada. La abertura redonda proyectó la luz sobre la pared del fondo. La cueva, en efecto, se parecía al interior de una cámara fotográfica.
Con infinita paciencia y meticulosidad Ñikítin puso manos a la obra. Limpiando capa tras capa, iluminaba la superficie de cada una con una lámpara de magnesio especialmente fabricada para él.
El científico volvía unas veces la lámpara, otras el prisma, variando los ángulos de iluminación y reflexión, pero no aparecía ni el menor indicio de visión en los cristales del aparato.
Había ya examinado más de diez capas finas y las había arrancado de la pared. Quedaba la corteza finísima de una concreción. Sin darse cuenta Ñikítin había trabajado toda la noche, pero enfurecido por el fracaso, no sentía el cansancio. Tan sólo los ojos estaban fatigados por la luz intensa y estaba a punto de acabarse la reserva de mezcla magnésica.
¿Es posible que se haya perdido otro verano, ahora que se encontraba suficientemente equipado para captar la sombra del pasado?
La capa undécima le pareció a Ñikítin todavía más lisa que las anteriores. El científico encendió de nuevo la lámpara de magnesio. Unos cuantos giros de la cabeza esférica, y en el aparato se hizo visible una imagen turbia y redonda. La sombra gris, confusa en el ángulo derecho, parecía una figura humana encorvada con una línea torcida detrás del hombro. A la izquierda, unas manchas obscuras representaban algo circular e incomprensible. Ñikítin regulaba el aparato, pero la imagen no se aclaraba. Pensaba que tenía delante una nueva estampa del pasado, pero tan poco clara que resultaba difícil incluso describirla, cuanto más fotografiarla. Ñikítin echó una nueva porción de mezcla magnésica, aumentando al máximo la luz de la lámpara. Sí, se trata, sin duda, de una figura humana. Es cuestión de intensidad en la luz. Aunque la luz magnésica dé un espectro semejante al solar su potencia resulta insuficiente. ¡Sólo la luz poderosa del sol puede dar vida a las sombras que ella misma originó! La sensibilidad de su aparato, por otra parte, es insuficiente. Es demasiado sencillo este instrumento que imita a una cámara fotográfica. ¡Habrá que esperar a que la técnica produzca la lámpara maravillosa!
La lámpara se había recalentado y, con un último destello, se apagó. En la obscuridad de la gruta se distinguía claramente el orificio redondo de la entrada... ¡Amanecía! La tranquilidad habitual abandonó al científico. Con furia dio un puñetazo en el aparato que no tenía culpa alguna.
Ñikítin se irritó al máximo. Le faltaba aire en la cueva y salió corriendo pegándose fuerte con la cabeza en la bóveda y cayendo de rodillas. El golpe hizo volver en sí un poco al científico, pero la furia que bullía dentro no se apagó. Con el ojo entreabierto miraba un bloque que colgaba a la entrada. ¡Así que su lámpara no vale! ¡Pero verá la sombra del pasado a la luz del sol! Siempre llevaba consigo amonal para descubrir cuando hiciera falta las capas necesarias, reventando las rocas que estaban superpuestas.
El paleontólogo miraba con interés la ladera de encima de la cueva, advirtiendo unas grietas verticales que cortaban los bloques de gneis. Derrumbar esta cortina de piedra... ¡tonterías!
El científico inició el descenso hacia la orilla en donde se habían instalado sus compañeros para pernoctar pero cambio de Idea y se volvió a la gruta. Allí determinó el ángulo con que caía la luz de su lámpara sobre la superficie de la capa caliza y con la brújula estableció la orientación. ¡Perfecto! Habrá sol entre las dos y las tres. Habrá tiempo para dormir lo suficiente. Los ojos estaban tan cansados que a la luz del sol no vería nada. ¡Menos mal que la mañana anunciaba un día apacible!
Tan pronto como se desvaneció el polvo de la explosión, Ñikítin comenzó de prisa a instalar su aparato, haciendo equilibrios sobre los montones de piedras ocasionados. La pared lisa, verdosa, no dañada por la explosión, resplandecía con su humedad a la luz clara del día.
No, ahora no caerá en ninguna ingenuidad. Tenía en la mano bien sujeto el chasis preparado. En cuanto asome en el cristal del aparato la imagen producida por el sol y determine el foco, al punto colocará el chasis en el aparato. Como consecuencia de una foto feliz se demostrará la realidad, más aún, la posibilidad de conservar y transmitir las sombras del pasado. ¡Un paso decisivo en el difícil camino! ¡Después ya no irá solo! Lo que significan los esfuerzos solitarios en comparación con el trabajo solidario de muchas personas, lo sabe muy bien todo el que intentó trazar nuevas rutas en la ciencia o en la técnica.
Ñikítin miró el reloj. Las dos y veintitrés minutos. Y se pegó al cristal agarrándose al tornillo giratorio del prisma. Otra vez el tiempo transcurría lento, pero ahora la espera estaba llena de tensión. El científico sabía que iba a ver el pasado.
Despacio, muy despacio, el sol variaba su posición en el cielo. Ñikítin se había olvidado de cuanto le rodeaba. De pronto la luz tocó la lámina produciendo reflejos obscuros.
Y una sombra gris curvada se dibujaba gradualmente a la derecha con el contorno preciso de una figura humana. Una línea inclinada representaba una jabalina.
Con la cabeza metida en los hombros anchos, los músculos hinchados, tensos, el hombre se sentó, inclinándose y colocando delante su larga jabalina. La cara ancha, surcada de arrugas, estaba medio vuelta hacia Ñikítin, pero los ojos se dirigían a los montes que azuleaban a lo lejos, torneados, cubiertos de bosques y que descubrían una explanada tras el precipicio. Ñikítin tuvo tiempo para observar el cabello espeso y enmarañado que enmarcaba la frente harto elevada, los carrillos prominentes y las mandíbulas robustas. El científico creyó que había notado en el rostro del hombre una cavilación angustiosa y amarga, como si realmente tratara de mirar al futuro. Todo esto Ñikítin lo estuvo contemplando unos momentos. A pesar del vivo interés por otros detalles del cuadro, el paleontólogo no podía permitirse mirar más al aparato. Necesitaba la foto. Rápidamente Ñikítin montó el chasis, cogió el disparador.para abrir la placa, pero se quedo estupefacto sin hacer ningún movimiento. El brillo de la pared lisa se apagó de repente, quedó todo a obscuras alrededor y, volviéndose a mirar, vio Ñikítin una nube larga que se arrastraba lenta por el cielo. Tras ella, en series cerradas, asentadas sobre las cimas de las elevaciones circundantes, se extendían detrás de los montes, unas nubes pesadas, plomizas, de ese tono liláceo sombrío que anuncia fuertes nevadas.
Con el corazón desesperado el científico miraba al cielo. Si nieva ya no verá nada. Se borrarán las huellas finísimas de la luz del pasado.
Ocultando una confusa esperanza, Ñikítin envolvió la cámara en el impermeable, dejándola allí para el día siguiente y se fue despacio, como de mala gana, apático, hacia las tiendas. Un accidente tonto, un nuevo fracaso emponzoñaba la conciencia y dejaba el cuerpo sin fuerzas.
Los compañeros de Ñikítin se callaron al ver a su jefe aplanado, sentándose en silencio. Hablaban entre sí en voz baja como al pie de la cama de un enfermo grave.
En las rocas gemía quejumbroso el viento, empezaban a caer retorciéndose grandes copos de nieve.
Ñikítin se sirvió aguardiente, bebió y mandó que le trajeran de arriba el aparato. No sólo había desaparecido toda esperanza de ver de nuevo la imagen del hombre antiguo, sino que ya no se podía permitir ni una hora más de espera. Había que dominarse: el retraso podía hacer que la gabarra cayera en zona helada de los ríos y se quedara atascada en el río helado, más abajo de los rápidos, en medio de la taiga inhóspita.
A la mañana siguiente, apenas en el cielo aparecieron las cimas de los montes, aquellos hombres empezaron el trajín de recoger las cosas.
La amarra chapoteó suave al caer en el agua. La gabarra avanzaba casi imperceptiblemente hacia el límite espumoso de la corriente principal. De pronto pareció como que una garra maravillosa y suave había sujetado la barca. La gabarra arrancó hacia delante y se lanzó al desfiladero, en donde desapareció, saltando, como una astilla entre el rugido espumoso de las olas afiladas.
La lámpara de mesa con su honda pantalla lanzaba su círculo de luz sobre la mesa atestada de libros. El gran gabinete estaba casi a obscuras. Ñikítin estaba sentado junto a la mesa inmóvil en una meditación concentrada.
Hace tres años que ignora lo que es el descanso... El trabajo anterior le parecía ahora tan tranquilo y fácil que de nuevo le invita a entregarse a él por entero. Pero no puede. Se desgarra entre lo viejo y lo nuevo, tratando de cumplir concienzudamente sus tareas anteriores, al mismo tiempo que su alma entera lucha persiguiendo la sombra del pasado. En los tres últimos años dos veces más el pasado había estado en sus manos, dos veces había visto lo que nadie había tenido la suerte de ver. Pero se encontraba tan lejos de realizar su tarea, como en aquel inolvidable momento de los montes Arkarly. Y el aparato no vale... Es demasiado elemental.
Sin duda cometió algún error en el pasado. El hombre no debe estar solo...
Ñikítin encendió la luz de arriba y entornando los ojos se puso a recoger los papeles diseminados. Echó una mirada a su aparato que estaba sobre una mesita aislada, rozado y arañado por los viajes. De momento se comparó con él. Sonrió amargamente y se marcho.
El museo estaba a obscuras. El gabinete de Ñikítin estaba al final de un salón enorme, lleno de vitrinas y esqueletos de animales muertos. Al salir de la habitación iluminada, Ñikítin quedó deslumbrado. Conocía los pasillos entre las vitrinas, pero sabía también que en algunos sitios por el pasillo sobresalían cuernos, bocas de esqueletos enseñando los dientes, plantados sobre plataformas abiertas. A obscuras era fácil darse un golpe o, lo que es peor, romper los huesos frágiles.
El científico se detuvo esperando a que los ojos se acostumbraran a la obscuridad. Los cristales de las vitrinas brillaban apenas perceptibles, pero los huesos obscuros de los esqueletos se fundían con el espacio obscuro de la sala que parecía vacía. Por una costumbre de muchos años Ñikítin sentía la presencia invisible de la población muerta del museo. Una extraña impresión se apoderó del paleontólogo, como si la sala estuviera llena de fantasmas, perceptibles, pero invisibles.
Ñikítin avanzó hacia delante quejándose de la imperfección de sus propios ojos. Conoce todo lo que hay aquí, dónde está cada cosa, y no ve nada. ¡No es peor que la sombra del pasado! Los esqueletos existen y al mismo tiempo han desaparecido. Para los ojos la luz es excesivamente pequeña.
Al punto Ñikítin se paró. La comparación con la sombra del pasado le sobrecogió. ¡Qué ingenuo era al confiar sólo en sus ojos. ¿Por que perdió de vista que las impresiones finísimas de las ondas luminosas pueden en una gran cantidad de ocasiones reflejar solamente cantidades despreciables de luz, cantidades que no puede captar la visión normal? Por eso la iluminación artificial no pudo evocar los cuadros del pasado impresos con toda exactitud. ¡Ello quiere decir que infinitas impresiones más débiles se han perdido!
Ñikítin sentía vergüenza. ¡El científico actuaba en la creación de su aparato con un método primitivo, como aficionado! ¡Había olvidado la ayuda de la técnica moderna que cuenta con instrumentos sensibles a las cantidades de luz mas insignificantes.
Andando despacio, el paleontólogo iba por la sala obscura del museo y a cada paso se reafirmaba en la idea de la nueva fabricación del aparato. Otra vez se dirigió a los físicos y a los técnicos. Tenía que conseguir la captación de la luz reflejada de la copia, no inmediatamente, sino a través de una combinación de fotoelementos sensibles, transformar la luz en corriente eléctrica, intensificarla y convertirla de nuevo en luz, ya visible para el ojo.
La dificultad se prevé para la transmisión exacta de los colores, pero se pueden hacer combinaciones. Se pueden reforzar los contornos y la luz se obtendrá por reflexión directa.
Ñikítin se dio con el hombro en una vitrina y dio un salto hacia atrás... Sí, hay materia para pensar, pero, al parecer, tenemos ya la llave para la solución del problema. «Si acertamos a construir semejante aparato -continuó pensando el científico-, no me asustará nada. Haré un cobertizo al aire libre y produciré luz artificial. ¡Bajo tierra, ni que decir tiene! ¡Y entonces, la sombra del pasado, ya está! -el paleontólogo apretó el puño-. Con unos cuantos fotoelementos podré cambiar el ajuste del aparato, aumentando o disminuyendo la sensibilidad hacia los diferentes rayos del espectro».
...El alegre y joven mecánico se acercó al ingeniero que acompañaba a la mina a un grupo de personas, sin duda, de los de superficie.
-¿Cómo los bajo, Andrés Yákovlievich? -preguntó en voz baja-. ¿A toda velocidad o con cinturón? -el mecánico hizo señas expresivas mirando a los que llegaban.
-Pero, hombre, ¿qué dices? -repuso el ingeniero asustado-. Se trata de un famoso científico! -A hurtadillas señaló a Ñikítin que llegaba un poco retrasado-. ¡Estropearás su aparato... No se te ocurra! -concluyó el ingeniero amenazador.
Ñikítin, que se distinguía por un oído fino, captó todo este diálogo breve e incomprensible para los profanos y se apresuró a tomar parte.
-¡Pues con rapidez y con cinturón! -dijo en voz alta dirigiéndose al mecánico-. Por mí y por el aparato me da lo mismo. ¡Me gusta recordar los viejos tiempos! Pero a mis chicos les viene bien. ¡Que se acostumbren!
El mecánico, confuso, miró asombrado al científico; después, riendo con ganas, movió la cabeza.
La caja comenzó a descender lentamente y de pronto cayó abajo como si se hubiera roto el cable. Los pies se separaron del suelo, el corazón, parecía que llegaba a la garganta, la respiración se cortó. La caída de la caja seguía acelerándose, después, también de repente y con brusquedad, se hizo más lenta. Un peso enorme aplastaba a las personas contra el suelo. Como si unas manos invisibles sujetaran a cada uno con un cinturón ancho, inflexiblemente ceñido.
Esta sensación se prolongó no más de unos segundos y nuevamente el suelo se escapaba de los pies, el cuerpo se hacía ingrávido y el corazón helado miraba para arriba.
-¡Oh! -gritó el ayudante de Ñikítin.
Pero la caja contenía ya suavemente su descenso y se detuvo en uno de los lugares más profundos de la mina.
-¡Que se vayan al diablo! -juró el ayudante tratando de calmar el temblor de piernas.
Ñikítin se reía burlonamente, irritando a sus colaboradores asustados.
El paleontólogo bajó a la mina con la fantástica convicción del éxito. La causa de esta seguridad era el aparato reconstruido de nuevo y, además, el hecho de que aquí los mineros habían descubierto una capa petrificada de alquitrán, semejante al espejo negro que por primera vez le mostró el espectro del dinosaurio, y... una carta que acababa de recibir.
Ñikítin sonrió, repasando en la memoria unas pocas tas de líneas. Quien escribía era Miriam que no se olvidaba ni de él ni de la sombra del pasado.
Decía que un año más tarde había tenido la suerte de estar otra vez en el yacimiento de asfalto. El espejo negro estaba destruido, pero nadie pudo destruir las impresiones del espectro del dinosaurio que tan hondo se le habían metido a ella en el alma... Pudo interesar en la sombra del pasado al inteligentísimo investigador Karjáyev. Ahora realizan búsquedas de capas que conservan impresiones de ondas luminosas.
Ella no había escrito antes porque para él no era necesario. (Entonces Ñikítin creyó ver escondido entre líneas un reproche). Pero ella siempre había seguido el trabajo del profesor y creía que lo llevaría a buen término. Ahora habían encontrado capas interesantes y le pedían que fuera allá.
Ñikítin no tuvo tiempo aún de comprender todo el significado que tenía la carta de Miriam. Tenía demasiado poco tiempo para pensar en el último día de la preparación para la expedición. Solamente volvía a tener la soltura de los días jóvenes pasados y esta juventud recuperada asombraba a quienes le rodeaban.
...De la vieja y larga galería venía un resquemo que picaba en la garganta. El aire aspirado por el potente ventilador susurraba suavemente. Ñikítin se fue de prisa a presenciar la prueba inmediatamente después de la explosión de los barrenos colocados por indicación suya. Aquí, en las viejas explotaciones, aparte del animado movimiento de las locomotoras eléctricas, del estruendo de las vagonetas y los destellos de las linternas, todo estaba vacío y silencioso. La lúgubre obscuridad subterránea que envolvía estrechamente a todos, se fundía con la negrura sin nombre de las paredes de carbón.
Por alguna parte se oían, apenas perceptibles, las gotas de agua. A un lado, a lo lejos, se oían los crujidos regulares de la entibación, advirtiendo a los mineros de la fuerte presión de las rocas.
-¿Quién advirtió este lugar estupendo? -preguntó Ñikítin a media voz al ayudante que iba a su lado.
Éste hizo un gesto con la cabeza señalando aun viejo que cerraba la marcha junto al ingeniero.
-Es un maestro de minas extraordinario que se conoce cada capa del fondo de la mina. Si no fuera por él, se necesitarían años de investigación en estas excavaciones sin fin.
El paleontólogo miró con mucho agradecimiento al viejo minero.
Delante blanqueaba la limpia columnata de los nuevos postes de entibación. Por su número ya se podía adivinar que el pasillo terminaba en una sala espaciosa. Efectivamente, las negras paredes se separaron abriendo un gran espacio vacío con el techo alto.
Los ayudantes de Ñikítin llegaron más tarde, arrastrando el enorme aparato por entre los postes. El Ingeniero iba por delante llevando en alto una linterna potente. Una capa espesa de pizarras de carbón destruida por las explosiones rodeaba a los exploradores, amenazando con los infinitos salientes agudos y reflejando como el acero en los fragmentos lisos...
En el mismo comienzo de la sala, a ambos lados, se alzaban dos troncos estriados gruesos que se inclinaban ligeramente. Cubiertos por un solo lado de carbón, se distinguían solamente por los dibujos rómbicos de la corteza. Sobre la superficie limpia del suelo se extendían, como arañas gigantes, gruesos tocones con las raíces ramificadas, Las raíces se extendían por el suelo antiguo, que les servía de apoyo en épocas que pasaron hace infinidad de tiempo. Todos los tocones estaban cortados al mismo nivel: el nivel del agua en el bosque carbonífero inundado. En los grandes troncos que se salvaron se abrían grandes huecos sombríos.
La parte del bosque muerto, convertido en carbón y cal, abrumaba por su gran antigüedad, como si sobre las cabezas de la gente pendiera, no un espesor de rocas de doscientos metros, sino la hondura casi sensible de cientos de millones de años que han pasado por estos troncos y tocones.
Al final de la cámara, una pila de pizarras amontonadas señalaba el lugar en que se había producido la explosión, Sobre ellas brillaba una placa negroparduzca: una concreción endurecida de betún. Esta era la capa señalada para la prueba, sedimentada en la ladera escarpada de una pequeña colina en el bosque carbonífero.
Pronto la lámpara de magnesio lanzó sus rayos blancos sobre la lámina y Ñikítin determinó el foco de la cámara de reflexión. El científico, nervioso, tosió y dijo con voz ronca:
-Vamos a probar...
¿Qué dirá ahora la superficie de esta capa tan cuidadosamente escogida? El paleontólogo conectó los fotoelementos e intensificó la corriente. Haciendo girar el tornillo del prisma, Ñikítin miró de nuevo el aparato: la roca ya no era negra. En el fondo gris aparecían rasgos verticales confusos.
Con paciencia y atención el científico fue regulando el aparato hasta que apareció con claridad nunca vista la cuarta sombra del pasado descubierta por él. Una sombra que ahora podrán ver miles de personas.
Ñikítin veía un calvero en la espesura del bosque inundado. Los troncos de color gris pálido de los árboles con la corteza entallada en forma de rombos rodeaban una masa de agua negra, untosa. Por arriba cada árbol se dividía en dos ramas gruesas que formaban ángulo y que se perdían en la sombra espesa de las copas que se apiñaban compactas. Un tronco grueso escamoso estaba tirado atravesado en el agua, sobre un pequeño montículo a la izquierda. El montículo estaba cubierto de una extraña vegetación como de hongos, cuyas copas altas y estrechas violáceas llenaban el suelo húmedo, rojo. Las vueltas carnosas de las copitas de cada hongo mostraban por dentro un color amarillo aceitoso. Tras el montículo, sobre unos troncos sin hojas fuertemente curvados, se veía un rayo de luz, inundado a lo lejos de una niebla brumosa débilmente sonrosada. Delante de la niebla una rama torcida y sobre ella se agazapaba, estirando la cabeza, algo vivo, incomprensible.
Observando el cuadro, Ñikítin se estremeció. Por entre los hongos violáceos, escondiendo el cuerpo en la espesura, asomaba una cabeza ancha, parabólica, cubierta de una piel mucosa de color pardo liláceo. Sus ojos enormes, prominentes, miraban directamente a Ñikítin, estúpidos, inflexibles y malignos. Unos dientes grandes ese salían de la mandíbula inferior, descubriéndose en los huesos del extremo del morro. A la derecha, iluminando todo el cuadro, se esparcía una luz mate de madreperla. El aire iluminado parecía negruzco, como a través de un cristal ahumado, pero transparente...
Durante largo rato Ñikítin miró esta ventana mágica abierta al pasado, a la vida del mundo del período carbonífero. Trescientos cincuenta millones de años se interponían entre el presente y aquellos tiempos en que por el juego raro del azar las ondas luminosas impresionaron su imagen. Con increíble precisión se distinguían los ojos del bicho insólito, los hongos violáceos, el agua inmóvil y el extraño aire gris. Y en la mina susurraba débilmente el reflector y se escuchaba la respiración entrecortada de la gente...
Ñikítin pensaba perder la cabeza. Se apartó del aparato. Las paredes de carbón, reales, toscamente cortadas, los tocones antiguos, quizá restos de esos mismos árboles que ahora veían vivos y esbeltos en el aparato... Los rostros concentrados de la gente que le rodeaba... Dominándose el científico preparó rápidamente la cámara y sacó unas cuantas fotografías en color.
Sobre la mesa se alzaba un montón de galeradas del artículo de Ñikítin. En cada una iba pegada una reproducción en color de la sombra captada del pasado. El paleontólogo respiró al revisar la última de las galeradas para enviarla.
Hacía tiempo que no se sentía tan a gusto y alegre.
Ahora seguirán su camino muchos, más jóvenes quizá, más inteligentes. Se había descubierto la primera página del libro de la naturaleza. ¡Acabó la soledad en ese camino largo y difícil! Pero la soledad sólo lo fue en el pensamiento... En su trabajo le ayudaron muchas docenas de personas, sin hablar de sus colaboradores, gentes del todo extrañas, al parecer, apartadas de la ciencia.
La serie de personas conocidas pasó ante la ojeada mental del científico. Allí están, mineros, canteros, agricultores, cazadores. Todos ellos confiados, desinteresados, sin preguntar por la meta final, respetando en él al científico conocido, le ayudaron a encontrar y captar la sombra del pasado.
Significa que trabajó y utilizó su ayuda prestada... Y ahora la deuda está pagada. ¡Ese es el gran alivio!
Ñikítin recordó cómo en este gabinete sintió pena más de una vez y dudo de la corrección del camino de su vida.
El científico sonrió. Escribió a vuela pluma el texto del telegrama para Miriam, anunciándole que saldría mañana. La seguridad del camino futuro le llenaba de alegría. No, no cometió errores. ¡No en vano consumió los años en la lucha difícil con el enigma de la naturaleza!