La
sombra del pasado
-¡POR fin! ¡Siempre llega
tarde! -exclamó sonriente el profesor cuando entró en su despacho
Sergio Pávlovich, joven paleontólogo, pero ya bien conocido por sus
descubrimientos-. Hoy tuve invitados. Justamente de la exposición
agrícola. Dos excelentes pastores de las estepas orientales. ¡Mire
qué regalo de admiración por la ciencia! ¡Fíjese: un melón
descomunal, amarillo... y qué aroma! Vamos a echarle mano juntos...
a la salud de esos excelentes pastores.
-¿Para esto me ha llamado, Basilio
Petróvich?
-¡Es usted muy impaciente, jovencito!
Vuélvase a la izquierda, en esa mesita...
Ñikítin se acercó rápido a la mesita que
había en un rincón del gabinete.
Sobre un cartón gris estaban cuidadosamente
dispuestos unos fragmentos, color castaño obscuro, de unos huesos
enormes, producto de una excavación. El paleontólogo cogió un hueso
que estaba a la izquierda, golpeó suave con la uña y le dio la
vuelta. Sucesivamente fue examinando los ocho trozos, pesados y
macizos, impregnados de sílex y hierro.
Una práctica de muchos años en anatomía del
esqueleto permitía completar rápidamente y reconstruir las partes
que faltaban de los huesos y por su forma característica adivinar
el esqueleto íntegro del animal muerto.
-Claro, ahora lo comprendo todo, Basilio
Petróvich. La obscura capa pulida de los huesos es el tinte, la
pátina del desierto. Ello quiere decir que los pastores los han
cogido directamente de la superficie, en el desierto... Pero,
Basilio Petróvich, si se trata de dinosaurios. ¡Y vaya
conservación! Es el primer hallazgo de la Unión. Hay que hacer algo
para agradecer a los pastores.
-¿Piensa usted en un premio? ¡Amigo, son más
ricos que todos nosotros! Preguntaron si necesitábamos algo de su
koljós... No. Se trata de puro interés por la ciencia. Mañana
vendrán de nuevo. Quieren verse con usted y traerán algún otro
obsequio de amistad.
Con un trozo de melón aromático en la mano,
Ñikítin se puso en cuclillas junto a un gran mapa que había en la
unas pared del despacho y comenzó a mirar en el ángulo inferior
izquierdo, salpicado de puntitos que señalaban los temidos
arenales.
El viejo científico se inclinó en el sillón
siguiendo el dedo de Ñikítin.
-Este inmenso campo de huesos de dinosaurios
se encuentra aproximadamente aquí -dijo el paleontólogo-. A
trescientos cincuenta kilómetros de las fuentes de Taldy-sai. Cerca
están los pozos de Bissekty. Habrá que llegar por las arenas hasta
los oteros de Layili. Después viene el desierto pedregoso y a ratos
la estepa.
La luz cegadora del sol, reflejándose en las
paredes blancas de las casas pequeñitas hería los ojos por la falta
de costumbre. Ñikítin, guiñando los ojos de dolor, atravesaba el
ancho patio del centro comercial siguiendo una suave alfombra
amarilla de polvo. El Tres coches nuevecitos habían salido por los
portones y se encontraban estacionados en fila india al borde del
camino, en espera del jefe. Sus techos elevados, de lona blanca, se
curvaban ligeramente. En su pintura de gris claro todavía
resplandeciente se posaba ya el polvo rojizo. A lo largo del
camino, en la misma dirección en que estaban puestos los coches,
murmurando por las grandes piedras de una ancha acequia, corría el
agua, como riéndose del calor sofocante y del polvo. Y a tono con
ella zumbaban suaves a pocas revoluciones los motores encendidos de
los coches.
Ñikítin se sentó en la cabina del coche que
estaba en cabeza. El polvo formó un remolino de oro sesgado. Los
coches se fueron hacia la ciudad de casas blancas y verdes avenidas
que se extendía por la pendiente norte de unas colinas quemadas por
el sol.
Ñikítin, de vuelta de una reunión tardía,
iba despacio a lo largo de la acequia que susurraba dulcemente. Las
casas que se encontraban bajo las ramas espesas de los árboles
estaban obscuras.
Justo delante de ellas salía de la sombra de
la alameda una chica con vestido blanco. Saltó ligera la acequia y
siguió por el camino. Sus piernas desnudas y quemadas por el sol se
fundían casi con el suelo, por lo que parecía que la chica flotaba
en el aire, sin tocar la tierra. Sus grandes trenzas negras que
hacían fuerte contraste con la tela blanca, colgaban firmes por la
espalda, descendiendo hasta las caderas con las puntas
abiertas.
Contemplando la figura que se alejaba
rápida, Ñikítin se paró, entregado a una breve reflexión, después
dio unos pasos rápidos y en seguida apareció junto a los grandes
portones de tablas de la casa donde se hospedaba la
expedición.
En el patio espacioso, iluminado con luz
eléctrica, Ñikítin encontró a todos los miembros de su expedición
reunidos al lado de los coches. Se reían alegremente de algo y
hasta el viejo chofer adusto, sonreía plácidamente.
Maruja, la chica de ojos negros, preparadora
de la expedición, elegida aquellos días secretaria de célula, se
acercó de prisa a Ñikítin.
-¿Dónde anda usted perdido? Decidimos
celebrar una reunión y usted que no estaba. Espera que te espera y
al fin empezamos de cualquier manera.
-¡Bonita reunión! -sonrió Ñikítin.
-Y todo por el nombre de los coches -replicó
Maruja.
-¿Qué nombre?
-Sepa que hemos decidido establecer un
estímulo entre los equipos de los coches. Y Martín Martínovich ha
propuesto que para facilitarlo se dé un nombre a cada
vehículo.
-¿Y qué se ha decidido?
Intervino en la conversación Martín
Martínovich, un letón ya mayor, con gafas redondas, especialista en
excavaciones.
-A su coche le han puesto «Rayo», y a los
otros dos, «Destructor» y «Dinosaurio».
En la calle se oyó un claxon potente de tres
tonos: en las puertas se encendieron y de nuevo se apagaron los
faros de un «Zil» negro.
Ñikítin se fue al encuentro del secretario
del comité local con quien ya se había visto por asuntos de la
expedición.
-No lo habéis montado mal -dijo éste,
echando una mirada alrededor-. ¿Cuándo os ponéis en camino?
-Pasado mañana.
-¡Perfectamente, camarada Ñikítin! Tengo que
pedirte un favor... -el secretario hizo una pausa-. Vengo
directamente de una junta... Precisamente allí, en Bissekty, al
parecer, hay un yacimiento de asfalto. Es preciso investigar. Mis
geólogos insisten... En una palabra, es necesario llevar a un
colaborador del Departamento de Geología...
Ñikítin frunció el ceño preocupado. El
secretario le cogió del brazo y se fueron juntos al fondo del
patio.
-¿Eso es todo?
-Todo, Sergio Pávlovich. Ya se puede
cargar.
-Hágalo con Martín Martínovich. En nuestro
«Rayo», que irá en cabeza, combustible y los instrumentos. En el
«Dinosaurio», combustible, tablas y la estructura del campamento, y
en el «Destructor», agua, alimentos y goma.
Por la puerta baja, abierta, entraba el aire
sofocante del día. Ñikítin recogía en una bolsa los papeles
esparcidos en la mesa, con prisa para ir al telégrafo.
-¿Se puede? -era una voz de mujer la que
sonaba en el patio.
En el marco deslumbrante, cegador, de la
puerta apareció una elegante silueta negra rodeada de un nimbo por
el contorno iluminado de su traje blanco. La recién llegada se
inclinó ligeramente y echó una mirada a la obscuridad de la
habitación. Ante Ñikítin aparecieron las trenzas negras de ayer.
¡Mira de qué geólogo hablaba el secretario!
Un presentimiento confuso de algo bueno hizo
que el corazón de Ñikítin empezara a latir más fuerte. Se levantó
para recibir la visita que traía en la mano un maletín pequeño, y
se dieron a conocer.
-Miriam... ¿y qué más? -preguntó el
paleontólogo.
-Nurgalieva. Pero basta con Miriam -sonrió
la chica.
-¿Así que no la asustan, Miriam, las
dificultades ni la lejanía de nuestra expedición?
Los ojos negros de la chica chispearon
maliciosos.
-No, no me asusta. Su expedición está tan
bien equipada... Ayer me dijo el jefe de control que esta excursión
es mejor que un viaje a un balneario.
-Muy bien -Ñikítin extendió la mano-. Escoja
el coche que quiera.
-Si es posible, prefiero el «Destructor»,
con Maruja -dijo la chica interrogante.
-¿Cómo es que las chicas se han puesto de
acuerdo? -preguntó sonriente el paleontólogo, saliendo al patio con
Miriam-. Sí -dijo acordándose de pronto-, la realidad es que nos
conocimos ayer por la tarde en la calle de Engels...
Hizo un saludo con la cabeza y se fue a los
portones. La chica le siguió perpleja con la mirada.
Los coches corrían uno tras otro,
balanceándose, avanzando por lugares sin caminos. El sol desde lo
alto abrasaba la estepa lisa, grisácea, cubierta de ajenjo. El
cielo pálido, terrible, sin una nubecilla, resultaba monótono y
aburrido. Durante cuatro días zumbaron los motores con regularidad.
A pesar de la marcha lenta de los coches, la expedición había hecho
cuatrocientos kilómetros desde la ciudad blanca y el
ferrocarril.
A lo largo de cuatrocientos kilómetros,
desplegándose, las altas dunas de las arenas se vieron substituidas
por las colinas pedregosas, por una estepa cubierta con una
alfombra uniforme de ajenjo y de salinas blancoamarillentas.
Los piñones del cambio rechinaban
histéricos. Zumbaban los motores. La rueda negra del volante
resbalaba entre las manos sudorosas y cansadas de los conductores.
Cientos de litros de esa gasolina tan preciada volaban y volaban en
forma de humo ligero, gris azulado, por la estepa infinita.
Sólo una vez en este viaje, a últimas horas
de la tarde, por detrás de unas elevadas colinas se vio alzarse el
resplandor hospitalario de la luz eléctrica. Era una fábrica de
azufre. Después, sólo de vez en cuando aparecían algunas yurtas,
tiendas de fieltro, morada pasajera del hombre de estas tierras, en
donde lo único eterno es el desierto invariable...
Dejando al lado la fábrica, avanzaron lejos,
aprovechando la luz clara de la Luna y el último tramo de un camino
regular. A la luz de la Luna brillaban los llanos arenosos como
infinitos lagos pequeñitos. Por su dura superficie los coches
aceleraban la marcha. De noche la estepa parecía misteriosa y
acogedora.
Ñikítin dio la orden de detenerse, para
pasar la noche, sólo cuando de nuevo los coches empezaron a rodar
por terreno desigual, levantando espesas polvaredas en los
altibajos de las arcillas hinchadas.
El vivac estaba bien alumbrado con lámparas
eléctricas enganchadas a la parte trasera de los coches. Pero el
sitio no parecía acogedor. Los pies se hundían, lo mismo que en la
nieve espesa, en el suelo polvoriento irregular, en donde de vez en
cuando se alzaban frágiles tallos desnudos de alguna hierba
reseca.
Por delante, apenas distinguibles tras la
cortina de la luz lunar, se veían los cerros de Layili, principio
del desierto pedregoso más seco, que esconde en su interior un
cementerio de monstruos fósiles.
Tras infinitas series de cerros, cubiertos
de guijarros grises, se sentía de una manera especial la separación
del mundo. En los infinitos virajes, rodeos, bajadas y subidas, la
expedición se veía perdida como si hubiera salido a la no
existencia. Los tres coches grises dejaron las colinas y salieron a
una llanura inmensa cubierta de una fina capa de arena. Sobre el
desierto temblaba una calina de aire caliente que con sus hilillos
temblones cubría y velaba el poco atractivo paisaje.
Ante los miembros de la expedición surgían
lagos azules seductores, sotos maravillosos y crestas de montañas
nevadas parpadeantes en la lejanía. A veces delante de los morros
chatos de los coches, casi pegando, se ondulaba el mar, las olas
ligeras, opacas, solevaban la blanca arena... A los pocos minutos
en vez de mar aparecían series de casas blancas a la sombra de
árboles espesos, parecidas a la ciudad que se quedó lejos en el
sur, tras las arenas. Hasta los mismos perfiles de los coches, tan
severos y precisos, se extendían, ya alargándose hasta dimensiones
insospechadas, ya, por el contrario, creciendo en altura y
elevándose como elefantes gigantescos.
Obscurecía. Por última vez, a los rayos
purpúreos del sol poniente, asomaron las altas torres, azules y
verdes de un nuevo castillo fantástico y desaparecieron.
El «Rayo», levantando oleadas de polvo y
alumbrando a lo lejos la llanura con sus faros potentes, seguía el
camino a la cabeza de la columna. Por aquí se podría rodar también
de noche. El «Dinosaurio» y el «Destructor» se quedaban rezagados
para no hundirse en el polvo que escondía el camino, como ocurría
siempre al rodar por aquel terreno polvoriento.
El motor zumbaba con regularidad invitando
al sueño. Ñikítin se quedó dormido, sentado en la cabina, pero
pronto le despertó el claxon agudo del «Dinosaurio» que iba detrás.
El «Rayo» se detuvo y lentamente se acercaron los otros dos
coches.
-¿Qué ha ocurrido? -preguntó Ñikítin al
conductor del «Dinosaurio».
-No puedo seguir, camarada jefe -contestó el
chofer-. Me parece ver infinidad de tonterías...
-¿Qué?
-Es verdad, Sergio Pávlovich -dijo Martín
Martínovich apoyando al chofer-. De día los espejismos se ven a lo
lejos, pero ahora están en la punta de la nariz. Da miedo.
-¡Por mi parte, sigo! -repuso el chofer
mayor, conductor del «Rayo».
-Tú vas por delante, Vladimiro -dijo
acercándose el chofer del «Destructor»-. Nosotros seguimos tu nube
de polvo. La luz de los faros se pierde en el polvo y maldito lo
que se ve. No se puede andar.
-¡No digáis tonterías! -replicó enfurecido
el chofer mayor-. Ya sé que a veces con el polvo no se ve bien,
pero tanto como para no poder andar...
-Haz la prueba. ¡Déjame ir delante! -gritó
molesto el conductor del «Dinosaurio».
-De acuerdo, vete -convino serio el chofer
mayor.
Todos se fueron a sus coches. Empezaron a
zumbar los motores de arranque. El «Dinosaurio», balanceando su
capota alta, pasó despacio junto al «Rayo» y desapareció en una
nube de polvo. El conductor del «Rayo» esperó hasta que el polvo,
posándose, empezó a dorarse con partículas raras en los rayos de
los faros y avanzó detrás.
Ñikítin interesado, siguió el camino después
de limpiar el parabrisas. Recorrieron varios kilómetros sin
encontrar nada y el chofer empezó a resoplar burlonamente,
murmurando algo entre dientes. El coche marchaba normalmente y
empezaba a disminuir la atención. De pronto Ñikítin sintió que el
conductor giraba bruscamente el volante y que el coche se desviaba
a un lado. Enfrente se veía claramente un hoyo redondo profundo,
revestido de azulejos blancos. Ñikítin, asombrado, se restregó los
ojos. A ambos lados del pasillo trazado por la luz de los faros,
entre las partículas de polvo en movimiento, se alzaban filas de
casas altas. La visión era tan verosímil que el paleontólogo se
estremeció y al mismo tiempo escuchó un «jcaray!» rabioso del
chofer.
Las casas desaparecieron, la estepa se
deshacía en arabescos de franjas negras y amarillas, pero en el
camino se abría una grieta negra. Apretando los dientes, el chofer
se agarró al volante, intentando superar el engaño de los ojos.
Unos minutos más y delante se encorvaba un puente abovedado,
increíblemente empinado, perfectamente visible, tan real que
Ñikítin inquieto, se volvió hacia el chofer que ya había frenado.
Detrás retumbaban las señales insistentes del «Destructor». Tras
parar el coche, el chofer se puso a fumar, se lavó los ojos,
levantó el cristal y continuó terco hacia adelante. Pero otra vez
enfrente del coche se alzaban fantasmas de polvo siempre nuevos,
espantosos, próximos y reales. Aumentó la tensión nerviosa. El
«Rayo» frenó y giró con intención de esquivar obstáculos
inexistentes, hasta que por fin el chofer sollozó, escupió y
deteniendo el coche hizo señales al «Dinosaurio» de que se rendía.
Cuando el polvo se posó, se acercó también el «Destructor» que
también se había parado mucho antes.
En las paradas desaparecía el mundo
espectral. La noche extendía el horizonte en la obscura inmensidad.
Estrellas gigantes lucían tranquilamente y los habituales contornos
de las constelaciones alegraban con su inmutabilidad. Pero de día
con el ruido de los motores y el balanceo de los coches, de nuevo
aparecían y se fundían las visiones fantásticas. Y todo comenzaba a
parecer irreal.
Ñikítin se alegró mucho cuando de la pared
tornasolada del acostumbrado espejismo se alzaron de repente los
negros y tristes contornos de los montes Arkarly. Al principio sus
cimas se mantuvieron largo rato al nivel del tapón del radiador del
«Rayo», luego comenzaron a crecer rápidos llegando a cubrir todo el
horizonte al noroeste. El guía señaló una montaña salpicada de
grietas, cuya pendiente delantera tenía los rasgos de un trapecio
perfecto. El «Rayo» se dirigió sin tardar derecho hacia aquel
punto. De nuevo el suelo se hizo irregular, formando olas
pedregosas cada vez más altas.
Por fin, dando bandazos en la pendiente, el
«Rayo», giró, rechinaron los frenos y el coche descendió lentamente
a una extensa llanura que constituía el fondo de una enorme
depresión antigua entre los montes.
Por occidente rocas obscuras aparecían
taciturnas. Las laderas escarpadas de las colinas orientales
estaban formadas por areniscas de color rojo brillante. Encima de
la depresión se cernían lentas dos águilas.
Por indicación del guía, la expedición
avanzó hacia el norte a lo largo de peñascos rojizos. Allí, en el
punto de unión de las rocas obscuras y bermejas, debía encontrarse
la fuente de Bissekty con su pozo cavado desde tiempos
inmemoriales.
La superficie regular del valle estaba de
vez en cuando surcada por fosas poco profundas y cubierta
profusamente de guijarros lisos coloreados con la pátina del
desierto. Estos guijarros daban al suelo un color obscuro
artificial. Sobre su fondo infinitos cristales de yeso
transparente, diseminados entre los guijarros, brillaban al sol
como miríadas de fueguecitos. El «Rayo» giró bordeando un
precipicio profundo de rocas rojas.
-¡Para, para! -gritó de pronto Ñikítin,
saltando con rapidez del coche.
Tras él se precipitaron sus solícitos
auxiliares, que también habían visto los fósiles. A la izquierda
del camino había en el suelo, formando ángulo, dos grandes troncos
de árboles petrificados. A la clara luz del sol resaltaban su
derechura y las huellas de sus ramas. Alrededor de los troncos y
más allá, hacia el oeste, se encontraban diseminados huesos enormes
con la superficie obscura y brillante.
Los investigadores, entusiasmados, se
extendieron por la llanura. Con emoción iban descubriendo más y más
nuevos tesoros. Huesos magníficamente conservados de saurios
gigantes cubrían la mayor parte del valle. Los paleontólogos entre
gritos de alegría se iban de un lado para otro. Los choferes y los
trabajadores se contagiaron de aquel entusiasmo y tomaron parte en
la búsqueda, locos de admiración por el insólito espectáculo.
Sólo una parte de los huesos se encontraban
sueltos en la superficie. Otros se hallaban entre la arena obscura
y los guijarros. Los huesos aparecían por doquier en los hoyos,
llenaban los peñascos desnudos de los montículos.
Los ilustres pastores tenían toda la razón.
Habían encontrado un cementerio de saurios extraordinario por sus
dimensiones, donde estaban amontonados restos de cientos de miles
de animales diferentes.
Este valle negro, abrasado, sin vida,
repleto de huesos fósiles, produjo una impresión extraña. Sin
querer venían a la mente las viejas leyendas sobre combates de
dragones, sobre tumbas de titanes, sobre tropeles de gigantes que
sucumbieron con el diluvio. y al punto resultaba comprensible la
aparición de tales leyendas que, sin duda, tuvieron su fundamento
en descubrimientos similares de huesos gigantes.
-¿No aumenta?
-No, Sergio Pávlovich.
-Hay que cavar todavía más hondo.
-No se puede ahondar más. Llegamos a la
roca.
Ñikítin tiró las notas y se fue corriendo al
manantial. Convencido de que el letón tenía razón, el paleontólogo
sintió que en su interior algo se desgarraba. Escondiendo el miedo,
Ñikítin marchó lentamente del campamento hacia las montañas con el
fin de meditar a solas.
El formidable descubrimiento duraba ya dos
días desde la llegada al valle. La cantidad de agua que daba el
manantial de Bissekty no bastaba para la expedición. Si el agua era
suficiente para dos o tres caminantes con sus camellos, era poca
para una gran expedición con sus trabajadores y sus coches.
Posiblemente la fuente fue muy buena hace cien años, pero ahora
perdió caudal. Había que empezar a hacer reservas. Pero, ¿y el agua
para la vuelta? Habría que dejarlo todo cuanto antes y tirar hacia
el este. A doscientos kilómetros de aquí seguramente hay pozos. ¿Y
si trajeran el agua de allí? Pero entonces no habría combustible
para el regreso.
Abrumado por el contratiempo, el científico
se dio cuenta exactamente de toda su impotencia frente a la
naturaleza implacable que le rodeaba. ¿Qué podían hacer sin agua él
y su expedición tan estupendamente equipada? ¿De dónde sacarla
aquí, entre rocas tostadas, apenas animadas por la pequeñísima
corriente de un pozo antiguo.
Los intentos de limpiar el manantial no
dieron resultado. ¿Es posible que este repentino infortunio
estropee una expedición preparada tan minuciosamente, la lleve al
fracaso y haga peligrar a las personas?
Sumergido en pensamientos tristes, Ñikítin
se internó maquinalmente en las montañas. Subía despacio por un
desfiladero no muy grande que se cortaba profundo por el lado
derecho de un monte parecido a una silla de montar. Los negros
barrancos abrasados dejaron al científico sofocado de calor.
Ñikítin se detuvo y vio a Miriam.
La chica estaba sentada en una piedra, con
las piernas recogidas y encorvado su talle fino. Tenía sobre las
rodillas abierto el cuaderno de notas y tan pensativa se hallaba
que no advirtió la llegada de Ñikítin. Parecía como si las pesadas
trenzas obligaran la cabeza a inclinarse, El rostro miraba a la
cálida lejanía en las sombras. Todo el aspecto de la chica y su
postura sobrecogieron de pronto al paleontólogo por la
correspondencia con la naturaleza circundante. Por primera vez
Ñikítin sintió que Miriam era hija de su país: descubría una
firmeza tranquila, oculta bajo la máscara de una sumisión aparente.
Ñikítin quedó como helado, sin moverse por miedo a molestar
Miriam.
Un país con una superficie muerta,
abrasadora, en donde nada se produce de golpe... Sólo el trabajo
tenaz de muchas generaciones proporciona el triunfo sobre la
naturaleza cruel. No se puede ir derecho con todo ímpetu. Este
método no llevará a nInguna parte. Hay que avanzar despacio, con
paciencia y seguridad, estar siempre dispuesto a la lucha con
dificultades siempre nuevas, sofocando con voluntad el ansia lógica
que todo hombre tiene de una suerte maravillosa, repentina...
La chica, al notar la mirada de Ñikítin,
volvió los ojos, dio un salto y se fue a su encuentro. Miriam miró
a los ojos al joven científico.
-¿Qué le ocurre, Sergio Pávlovich? -dijo
despacito como sIempre.
El científico captó en su tono una
preocupación no fingida. Con el deseo callado de ser sincero con
ella, habló a Miriam del fracaso que aguardaba a la expedición. La
chica callaba, y sólo cuando regresaban, ya junto al campamento,
confusa, dijo como para sí misma:
-He oído que el año pasado, en los trabajos
de Diurt-Kyra, se consiguió aumentar el caudal de agua de los
manantiales... -Miriam hizo una pausa-, con dinamita. Si usted
tuviera...
-¡Qué diablos, si tenemos amonal! -exclamó
Ñikítin-. ¡Producir una explosión en la misma salida del manantial
no siempre es conveniente, pero a veces sale bien! -dijo alegre el
paleontólogo, aligerando el paso-. Nos arriesgaremos a una carga
máxima.
El estrépito atronador de la explosión
sacudió las montañas muertas. Una elevada columna de polvo se
levantó sobre el manantial y unos segundos más tarde algo se
derrumbó en las montañas con un fragor formidable. Todos los
miembros de la expedición se fueron corriendo a la fuente y se
pusieron silenciosos a quitar el montón de rocas, cavando de nuevo
la salida del manantial. El silencio se hizo todavía mayor cuando
Ñikítin y Miriam se pusieron a medir el caudal de agua. El jefe de
la expedición se levantó de repente:
-¡Gracias, Miriam! -cogió la mano de la
chica y la estrechó efusivamente.
-¡A mantear a Miriam! -gritó alguien
cariñoso.
La chica echó a correr como una flecha a
refugiarse detrás del chofer mayor. Éste, enderezando sus hombros
potentes, dijo amenazador:
-No lo permitiré.
-¿Cómo van las cosas del asfalto, Miriam?
-preguntó sonriente Ñikítin.
-Aquí hay un yacimiento muy interesante,
Sergio Pávlovich. No es asfalto, sino algún tipo de alquitrán
especial, muy duro.
-Enséñemelo mañana, ¿le parece? Ahora le
aconsejo que se entere de nuestros éxitos.
En la llanura se veían por todas partes
montoncitos de tierra cavada. Se elevaba un humo ligero de la
hoguera donde se preparaba la espesa cola de carpintero. Martín
ejemplo Martínovich, sin otra ropa que los pantalones, tostado
hasta la negrura, impregnaba afanosamente de cola los huesos
friables. Más cerca del centro de la llanura trabajaba un grupo de
hombres. La amplia superficie de una roca limpia por arriba estaba
abierta en pequeños canalillos. Dos trabajadores cavaban
cuidadosamente la arena movediza con grandes cuchillos, dividiendo
el bloque cavado en tres partes. Maruja terminaba la limpieza del
cráneo rociando de laca las partes dañadas.
Ñikítin llevó a Miriam hasta el bloque y,
asombrada, pudo ver tendido sobre la superficie el esqueleto enorme
de un saurio. Estaba de costado, con su larga cola enroscada y las
gruesas patas traseras cruzadas. En las vértebras, en las costillas
y hasta en las obtusas pezuñas, por todas partes se veían números
escritos con toda claridad. El cráneo del bicho, que tenía unos dos
metros de longitud, en la nuca se convertía en un cuello huesudo
enorme que descansaba en espinas chatas. Sobre los ojos aparecían
dos cuernos largos, torcidos hacia delante. En la nariz había un
tercer cuerno y el morro terminaba en pico.
-Es el triceratops, dinosaurio herbívoro
tricornio, perfectamente armado contra los animales rapaces
-exclamó Ñikítin-. El esqueleto se conservó completo y nosotros lo
dividiremos en tres partes que embalaremos en bastidores fuertes
-el paleontólogo señaló los maderos preparados-, los rociaremos de
yeso y los transportaremos como si fueran pesados monolitos, para
liberarlos definitivamente de la naturaleza ya en su sitio, en el
laboratorio.
-¿Cuáles podían ser los animales rapaces si
contra ellos contaban con armas tan terribles? -preguntó
Miriam.
-¡Rapaces! -exclamó el paleontólogo-. Pues
por ejemplo -y sacó de una caja un diente plano con la parte
superior curvada y un filo en forma de sierra por ambos bordes, con
unos quince centímetros de longitud-, el tiranosaurio, el señor de
los saurios, un gigante que andaba sobre las patas traseras...
Luego iremos a excavar a las mismas montañas -prosiguió el
científico-, Martín Martínovich ha encontrado allí de una vez tres
esqueletos de dinosaurios blindados con coraza de hueso llena de
espinas. Verdaderos tanques, aunque sin cañones, a diferencia de
los de ahora, que parecían armas de ataque. Porque el animal
herbívoro sólo puede defenderse pasivamente: se esconde en su
coraza o saca los cuernos, sin atacar él mismo.
Sin llegar hasta el desfiladero oriental,
Miriam torció hacia la izquierda y llevó a Ñikítin siguiendo el pie
de la montaña por entre bloques de piedras.
Ante el paleontólogo y su acompañante surgió
inesperadamente una pared maciza de rocas rojinegruzcas. La cortaba
un paso angosto, semejante a la huella del tajo de una espada
descomunal. A ambos lados de esta grieta de piedra se alzaban dos
torres rocosas provistas en lo más alto de unos salientes que
colgaban sobre el paso.
El estrecho pasadizo era recto como el cañón
de un fusil, con paredes lisas cual si estuvieran pulimentadas.
Siguiendo por él unas decenas de pasos, Miriam y Ñikítin salieron a
un valle espacioso que cerraban por todas partes rocas abruptas. La
pared que estaba frente al paso.se torcía formando un semicírculo
perfecto, en cuyo centro destacaba un cubo enorme de arena parda
dura. El pie del cubo se hundía en un montón de bloques lisos que,
al parecer, se habían derrumbado recientemente. En la superficie
sesgada brillaba un espejo negro gigante. El paleontólogo miraba
alrededor perplejo.
-Aquí hay -dijo en voz baja Miriam- un
yacimiento de asfalto o, más bien, de alquitrán endurecido. El
alquitrán se encuentra en capas iguales en las areniscas duras
ferrosas, amontonadas por el viento, algo así como si fueran dunas
antiguas. Cuando hicimos explotar el manantial, aquí se derrumbaron
las rocas y abrieron una capa fresca de alquitrán fosilizado. Su
superficie lisa, todavía no deteriorada por la erosión, brilla como
un espejo.
-En su opinión, ¿cuándo se depositó el
alquitrán y la arenisca? -preguntó rápido el paleontólogo.
-Son aproximadamente de la misma época que
los huesos de los dinosaurios -contestó Miriam-. Todas estas
sedimentaciones se fueron acumulando en los valles de estas viejas
montañas y quedaron casi intactas.
Ñikítin hizo un signo de aprobación con la
cabeza y se sentó en la arena gruesa crujiente, La chica se puso
delante, con su postura preferida, cruzando las piernas.
En el valle, cerrado por todas partes, sin
saber por qué, no hacía mucho calor. Alrededor reinaba un silencio
impresionante. Apenas perceptibles, como lejanas campanillas de
cristal, sonaban las hierbas secas que crecían en el fondo de este
salón montañoso natural. Por primera vez en su vida Ñikítin escuchó
el susurro triste de su llamada y miró asombrado a Miriam. La chica
inclinó la cabeza y se puso el dedo en los labios. Luego con ese
sonido débil, como fantasmal, se fundieron los mismos acordes
infinitamente alejados, raros, en tono grave, de la voz de los
arbustos que ribeteaban el pie anular de los montes. Con esta
música apenas perceptible del desierto silencioso, Ñikítin se
sumergió en una profunda meditación.
Las hierbas sonaban e invitaban a mirar la
profundidad de la naturaleza, hablaban de eso oculto que de
ordinario pasa junto a nuestra conciencia embotada por costumbres
arraigadas y que sólo en muy pocos minutos de la vida se descubre
con agudeza verdadera.
Ñikítin pensaba que la naturaleza es
inmensamente más rica que todas nuestras imaginaciones sobre ella,
pero su conocimiento no se da de balde. En una estrecha
generalización, en la lucha permanente con la naturaleza, el hombre
se aproxima cuanto puede a sus secretos ocultos. Pero también
entonces es necesario que el alma esté clara y limpia, como
instrumento musical perfectamente afinado y responda a los sonidos
de la naturaleza...
Ñikítin levantó despacio la mirada y vio que
los ojos de Miriam le miraban fijamente. El paleontólogo se puso
vergonzosamente de pie y con voz, que a él mismo le pareció ruda,
apagó las llamadas dulces de las hierbas:
-¡Es hora de irnos, Miriam!
La chica se levantó silenciosa.
Al salir, Ñikítin contempló satisfecho el
valle plenamente tranquilo.
-¿Por qué no me ha hablado antes de este
hermoso rincón? -dijo a la chica con reproche.
-Estaba usted absorto en su trabajo
-contestó suavemente Miriam.
-Mañana mismo voy a trasladar el campamento
al pie de las torres de piedra -decidió Ñikítin-. Justamente, las
excavaciones principales ahora estarán muy juntas.
Con un golpe seguro, elegante, Martín
Martínovich introdujo el último clavo en la larga caja.
-¡Se acabó, Sergio Pávlovich! -exclamó el
letón alegre, limpiándose el sudor de la cara.
-¡Se acabó! -exclamó Ñikítin-. Mañana,
descanso, y preparativos y por la tarde, en marcha para casa. No
podemos quedarnos por más tiempo.
-Sergio Pávlovich -intervino Maruja
suplicante-, hace tiempo que usted prometió hablarnos de estos...
-la chica señaló hacia las cajas que había por todas partes-, de
estos bichos, pero nunca hubo ocasión. ¿Le parece bien hoy? Todavía
no son más que las tres.
-Muy bien. Después de la comida nos vamos a
aquel valle y charlamos -accedió el jefe de la expedición.
Todo el grupo de trece colaboradores
escuchaba atentamente a su jefe. Ñikítin hablaba bien, con
entusiasmo. Contó cómo todavía en épocas antiguas del desarrollo de
la vida sobre la Tierra, lentamente, durante millones de
generaciones, se iba perfeccionando el organismo del animal, de vez
en cuando aparecían formas extravagantes, extrañas, de cuadrúpedos,
anfibios y reptiles. Lo mismo que en la lucha por la existencia,
para dominar las influencias de las condiciones ambientales, poco a
poco iban muriendo todas las especies menos perfectas, menos
activas. El peine cruel de la selección natural peinaba el flujo de
generaciones a través del tiempo, eliminando todo lo débil e
inservible.
-Al principio de la era mesozoica, hace unos
ciento cincuenta millones de años, sobre materiales antiguos se
alojaron por doquiera los reptiles y, al mismo tiempo, de ellos
surgieron los más perfectos de todos los animales, los mamíferos,
que se desarrollaron en las duras condiciones de finales de la era
paleozoica. Pero luego un clima relativamente rudo y seco se vio
substituido por otro, húmedo y caluroso y una vegetación rica y
exuberante cubrió la Tierra. Estas condiciones de vida eran más
ligeras, más favorables y por toda la Tierra se extendieron
reptiles gigantes. Conquistaron la tierra, el mar y el aire,
alcanzando un tamaño y número de fábula.
Los herbívoros gigantes para defenderse de
los animales rapaces contaban con unos cuernos extraordinarios o
una coraza de espinas y escudos óseos. Otros, no protegidos por
coraza, se escondían en el agua de las albuferas y de los lagos.
Alcanzaron hasta veinticuatro metros de longitud y sesenta
toneladas de peso. En el aire se cernían saurios voladores. De
todos los animales que vuelan, eran ellos los que tenían la mayor
longitud de alas y, por consiguiente, los mejores voladores.
Los animales carnívoros andaban sobre las
patas de atrás, apoyándose en una cola gruesa. Sus garras
delanteras se fueron debilitando, hasta convertirse casi en unos
apéndices inútiles. Para el ataque servía su cabeza enorme y la
boca dotada de grandes dientes afilados.
Eran animales trípodos, fantásticos, de
hasta ocho metros de altura, máquinas de guerra estúpidas, pero de
una fuerza terrible y de una crueldad implacable.
Entre los saurios gigantescos vivían los
antiguos mamíferos, bestias pequeñitas, semejantes al erizo o a la
rata. Los reptiles en las condiciones favorables de la era
mesozoica exterminaron este grupo progresivo de animales y desde
este punto de vista el mesozoico fue un período de reacción
obscurantista que se prolongó unos cien millones de años y que
retardó el progreso del mundo animal. Pero tan pronto como
empezaron a cambiar las condiciones climáticas, se inició el cambio
en la vegetación y comenzó a irles mal a los saurios gigantes. Los
enormes herbívoros necesitaban alimento abundante y fácilmente
asimilable. El cambio en la base alimenticia fue catastrófico para
los herbívoros y al mismo tiempo, para los rapaces gigantes. El
equilibrio natural de la población animal se rompió bruscamente. Se
produjo una mortandad de reptiles y un violento desarrollo de
mamíferos que se hicieron los amos de la Tierra y que al fin dieron
la substancia pensante -el hombre-. Figuraos por un momento la
cadena infinita de generaciones sin un solo pensamiento, que fue
pasando en estos cientos de millones de años -terminó el
paleontólogo-, todo el número inimaginable de víctimas de la
selección natural por el camino ciego de la evolución...
El científico calló. En lo alto se oía el
grito del águila que se cernía en los aires. Los oyentes siguieron
sentados en silencio, mirando al paleontólogo.
Ñikítin sonrió pensativo y continuó:
-Sí, la grandeza de mi ciencia está en la
perspectiva infinita del tiempo. En este sentido, la paleontología
se puede comparar acaso sólo con la astronomía. Pero la
paleontología tiene un punto débil, muy débil, doloroso para quien
pretende un conocimiento profundo: la insuficiencia de material.
Sólo una pequeñísima parte de los animales que vivieron en tiempos
primitivos se conserva en capas de la corteza terrestre y se
conserva sólo en forma de restos incompletos. Fijémonos en nuestras
excavaciones: no hemos conseguido más que huesos. Es cierto que por
estos huesos podemos reconstruir todo el aspecto exterior de los
animales, pero sólo dentro de ciertos límites. Lo peor de todo es
que nunca podremos conocer con detalle la estructura interna del
animal ni imaginárnoslo perfectamente vivo. Por esto mismo, nunca
podremos verificar la exactitud de muchas teorías ni determinar los
errores. Las leyes físicas son inmutables. El poder de la razón
humana se limita a examinarlas de cara, sin dejarse adular por
cuentos...
Una honda tristeza asomaba en la voz de
Ñikítin que se comunicaba a sus oyentes. El paleontólogo se levantó
bruscamente:
-No importa. Para ustedes, que no son
expertos en la ciencia, les queda la fantasía libre y poderosa de
los escritores. Al no verse agobiados por la limitación de los
datos, pueden resucitar espléndida y convincentemente el mundo
animal desaparecido. Les aconsejo leer «El mundo perdido», de Conan
Doyle, y «La guerra por el fuego», de Rosny Ayné. Éste es mi autor
preferido, porque puede influir incluso en el paleontólogo con la
fuerza de su imaginación, con las bellas descripciones de la vida
antigua, certeramente reforzada por la sombra del pasado... -el
paleontólogo, entusiasmado, empezó a citar-: «A la vez que se
espesaba el crepúsculo, caía la sombra negra del pasado y en la
estepa se extendía la corriente, toda bella, de mal
agüero...»
Un grito suave de Maruja obligó al
científico a interrumpir la cita y a volverse. Un momento después
se le paraba la respiración y se quedaba pasmado,
estremecido.
Sobre la lápida de alquitrán fósil con
reflejos de azul tornasolado se alzó, sin saber de dónde, de la
profundidad negra, un fantasma gigante gris verdoso. Un enorme
dinosaurio quedó quieto, inmóvil, en el aire, sobre el extremo
superior del precipicio, a unos diez metros sobre las cabezas de
aquellos hombres estupefactos.
El monstruo tenía alta su cabeza con la
nariz curva. Los ojos grandes miraban apagados y sombríos, miraban
allá a lo lejos. La boca ancha, sin labios, descubría una tira de
dientes doblados hacia atrás. El lomo del animal, ligeramente
encorvado, caía bruscamente en una cola increíblemente poderosa que
servía de apoyo al dinosaurio por detrás. Las patas traseras
enormes, dobladas por las articulaciones, no cedían en poder a la
cola, semejantes a dos columnas, tridáctilas, con dedos ampliamente
extendidos y armados de uñas torcidas descomunales. Y casi hasta
debajo del mismo cuello, en la parte delantera del tronco inclinada
hacia tierra, aparecían torpes e impotentes, las dos garras
delanteras, delgadas y unguladas, tan pequeñitas, en comparación
con el tronco gigantesco y la cabeza.
A través del fantasma se transparentaban las
rocas de los montes y a la vez podían distinguirse los más mínimos
detalles del cuerpo del animal. El lomo del monstruo, salpicado de
pequeñas incrustaciones óseas, su piel áspera, en algunas partes
llena de pliegues pesados que colgaban, una extraña apófisis en la
garganta, las prominencias de sus músculos gigantescos, hasta las
anchas franjas violáceas por los costados, todo ello daba a la
visión un realismo sobrecogedor. Y no es de extrañar que quince
hombres se quedaran estupefactos y fascinados, devorando con los
ojos la sombra gigante, al mismo tiempo real y fantástica.
Pasaron unos minutos. A un giro
imperceptible de los rayos del sol, la imagen del dinosaurio
inmóvil se disipó y desapareció. Ante la gente no había nada, sino
un espejo negro que había perdido el reflejo azul y que brillaba
como el cobre.
Todos suspiraron a la vez y con ganas.
Ñikítin se chupó los labios que se le habían quedado resecos.
Durante largo rato nadie se encontró en
situación de pronunciar ni una palabra. La aparición fantástica del
espectro monstruoso deshizo todas las ideas fijadas por la cultura
y la experiencia de la vida. Cada uno sentía que en su vida había
irrumpido inesperadamente algo del todo inusitado. Más que nadie,
quedó asombrado el propio Ñikítin, el científico acostumbrado a
analizar y explicar los enigmas de la naturaleza. Pero ahora no le
venía a la cabeza ninguna explicación racional del suceso. Todos se
perdían en conjeturas. El campamento estuvo agitado hasta altas
horas de la noche, hasta que por fin Ñikítin tranquilizó los ánimos
con la opinión de que en este país de espejismos, no tenía nada de
particular ver el fantasma de un fósil fabuloso. Este espectro, en
afirmación de Ñikítin, no podía ser otro que el tiranosaurio.
Zumbaban los motores al comprobarlos antes
de emprender un viaje largo. El humo azulado se extendía por los
guijarros pardos de la llanura.
Ñikítin miró el reloj y a toda prisa se
dirigió a la angosta hendidura de las rocas.
El espejo negro le miraba hondo e impasible.
En este lugar tranquilo no había el silencio de antes. El zumbido
de los motores atravesaba los muros rocosos. Se apoderó de Ñikítin
una vaga sensación de algo que se arrancaba, que se perdía.
Esperaba la aparición del fenómeno de ayer, pero el espectro no se
presentó. Posiblemente, Ñikítin no advirtió exactamente el momento
de la aparición y había llegado tarde.
Lamentando el descuido y admirándose del
grado de su propia pena, Ñikítin se quedó largo tiempo ante el
montón de piedras que formaban el pedestal del espejo. Detrás se
oyó el crujir de la arena. Era Miriam que se acercaba de
prisa.
-Martín Martínovich dice que ya podemos
marchar. Yo me ofrecí a correr en su busca... tenía ganas de ver e
otra vez... -dijo la chica de prisa, entrecortada, jadeando.
-Ahora mismo voy -respondió el paleontólogo
indeciso, se calló y añadió-: ¡Espere, Miriam!
La chica obediente se acercó y lo mismo que
él, se e puso a mirar el espejo negro.
-¿Qué hará usted, Miriam, cuando regrese?
-preguntó de golpe Ñikítin.
-Trabajar, estudiar -contestó escueta la
chica-, ¿y usted?
-Trabajar también... sobre estos dinosaurios
y pensar... -el científico titubeo e inesperadamente terminó
cortado-, ¡en usted!
Miriam bajó la cabeza sin responder.
-Si yo estuviera en su lugar, dedicaría
todos mis esfuerzos a resolver el enigma del fantasma del
dinosaurio. Porque eso no es simplemente un espejismo... -dijo ella
un minuto más tarde.
-¡También yo sé que no es un espejismo!
-exclamó sin querer Ñikítin-. Pero yo no soy más que un
paleontólogo. Si fuera físico...
Ñikítin cortó la conversación con un vago
enojo contra sí mismo y se acercó más a la capa del extraño
alquitrán petrificado. Largo rato miró su hondura negra y callada y
casi iba creciendo en su alma un deseo impaciente, salvaje. Por un
segundo se descorrió la cortina impenetrable del tiempo,
inaccesible para el hombre. De dejar todo el inmenso número de
personas sólo a él y a sus compañeros les fue permitido contemplar
el pasado. Del grupo, sólo él se encontraba suficientemente
equipado de conocimientos, de experiencia en el trabajo científico.
Miriam tenía razón... Se apoderó de Ñikítin el deseo imperioso de
descubrir el secreto de la naturaleza.
De pronto Ñikítin imaginó que veía unas
sombras plateadas que emergían de la hondura negra. El paleontólogo
se puso a mirar ya con aire sensato, esforzando la vista y la
atención. Las partes descabaladas se juntaron rápidamente formando
una imagen vaga, pero completa. Se parecía a una foto de grandes
dimensiones mal revelada. En el centro destacaba la imagen
invertida del tiranosaurio de ayer, pero muy disminuida. A la
izquierda se veía un grupo de árboles gigantes y detrás, abajo del
todo, confusas, se adivinaban las cimas de las rocas.
Sacando el cuaderno de notas, Ñikítin llamó
a Miriam y se puso a dibujar la nueva visión espectral. Los dos
miraban con avidez las sombras de gris plateado, pero la
representación no resultó clara. Pronto ante los ojos cansados por
la tensión flotaron manchas luminosas y de nuevo la negrura
profunda del cristal se puso opaca e indefinida.
Con esfuerzo Ñikítin se obligó a salir del
lugar enigmático. Comprendía que era conveniente quedarse aún unos
días para observar el espejo.
Por un raro capricho de la suerte le
correspondió encontrarse con un fenómeno inverosímil, de los que se
salen de lo común. Muy pronto, quizá dentro de unos días, el sol y
el viento estropearán la superficie tersa de la capa de alquitrán y
desaparecerá para siempre el enigma que no había podido entender.
Es un deber del científico -¡sí, un deber!, todo el sentido de la
existencia- no dejar pasar lo que fortuitamente se le ha revelado y
transmitirlo a los demás.
Y, a pesar de todo, hay que dejar el ojo
mágico que mira al pasado en los montes lejanos, de difícil acceso.
No le queda más tiempo. Es peligroso retrasar la salida. La
expedición ya había trabajado hasta el último día para completar
las excavaciones. Por delante quedaba el camino difícil de la
vuelta con los coches supercargados. ¿Se podía poner en peligro las
vidas humanas que le habían sido confiadas, por un fenómeno casi
febril, inexplicable? No, no se podía...
Ñikítin se volvió a los coches de prisa,
casi corriendo.
Al acercarse al «Rayo», una vez más volvió
la mirada a Miriam. Estaba parada junto al «Destructor», vuelta
hacia la entrada del desfiladero. Era la última impresión del
paleontólogo que se llevó consigo al abandonar aquel sitio
misterioso.
-¡En marcha! -gritó fuerte y cerrando de
golpe la portezuela de la cabina. Se puso a mirar cómo brillaban,
al correr bajo las aletas del coche, las chispitas de yeso en el
valle de los huesos.
...La luz fría, triste, pronto se obscureció
en el cielo plomizo. Entre los dos marcos se veía un tejado negro
helado con grandes manchas de nieve. El humo que salía por la
chimenea se aplanaba con las fuertes ráfagas de aire.
Ñikítin retiró el libro y se puso derecho en
el asiento, dominado por una tristeza inmensa.
La terca razón del científico no quería
entregarse, pero en su interior iba ya madurando un amargo
convencimiento de impotencia.
Con pena recordaba Ñikítin que sólo la
reputación intachable le salvó de burlas manifiestas y hasta de
sospechas de anormalidad. La ayuda que fue a pedir a los físicos
vino aparar en dudas burlonas: ¡quién sabe si, al fin y al cabo, no
se tratará de ilusiones ópticas, espejismos, alucinaciones! Y,
poniéndose en su lugar, Ñikítin no podía condenar a los
científicos.
Allí mismo en las montañas, junto al
cementerio de dinosaurios, Ñikítin entendió que la superficie tersa
del alquitrán negro conservaba algo así como una fotografía que se
reflejaba en el aire de modo incomprensible. Pero ¿cómo pudo
obtenerse la foto sin películas de bromuro de plata? Y, sobre todo,
la luz normal dispersa no produce ninguna imagen. Se necesita una
cámara obscura con un orificio o abertura estrecha por donde al
pasar los rayos de luz den la imagen inversa de lo que se
encontraba en el foco. ¡Y el tiranosaurio en la profundidad del
espejo parecía invertido! Pero...
Para descifrar este misterio, se precisaba
un ímpetu extraordinario, una tensión violenta de la mente y de la
voluntad unidas para la consecución de un solo fin. Hacía falta
inspiración, pero la inspiración aquí, en una existencia regular y
cotidiana, no venía. Más aún, seguía alejándose lo que había
acontecido allá, a cuatro mil kilómetros de aquí, tras la estepa y
las montañas abrasadoras. ¿Es que se puede contar a alguien, es que
uno mismo puede creer en una visión fantástica del país de los
espejismos, a la luz pálida y serena de una tarde fría de invierno?
Y Miriam... ¿Es que Miriam no se alejó de la vida de Ñikítin, no se
convirtió en otro espejismo semejante que desapareció?
Ñikítin cerró los ojos. Un momento y
desapareció la ventana obscura, la nieve y el frío. Ante la mirada
pensativa de Ñikítin iban pasando uno tras otro diferentes
cuadros.
Las paredes blancas, resplandecientes,
cegadoras, el verde follaje impregnado de oro refulgente, las
acequias murmuradoras, los remolinos cobrizos de polvo... De nuevo
los coches rodaban balanceándose entre el zumbido regular de los
motores en el aire temblón ardiente, cortando las cadenas azuladas
de espejismos estrambóticos. A través del humo del mundo
fantástico, fugaz, suspendido sobre la llanura infinita, quemada,
cada vez emergía más clara la imagen tan conocida de la lejana
Miriam. De un salto se levantó el paleontólogo y se reclinó en el
sillón.
«¿Cómo no lo entendí a la primera? ¿Por qué
no se lo dije entonces? -pensó paseando por la habitación-. Pero
puedo ir ahora y escribir...»
Ñikítin se puso nervioso. Algo oprimía su
corazón con violencia exigiendo una solución inmediata... Irá a
verla y le contará todo. Ahora mismo.
Ñikítin hizo un gesto desgarbado con la mano
tropezando en la vitrina del dinosaurio que estaba cerca, al borde
de la mesa. Un hueso pesado cayó al suelo con estrépito
deshaciéndose en unos cuantos trozos. Sentía vergüenza, como si sus
sueños íntimos los estuviera viendo algún extraño. Ñikítin volvió
rápido la vista y de nuevo el ambiente llenó su alma por completo.
Este era su mundo, tranquilo, simple y luminoso, aunque a veces,
quizá, excesivamente angosto. Un gran armario con las puertas de
cristal guarda en sus cajones tesoros aún no estudiados, restos de
la vida antigua...
Y, además de todo esto, el gran enigma de la
sombra del pasado. ¿Era esto poco para él, hombre flemático, de
reacciones lentas, que siempre llegaba tarde, como decía su
maestro? Por ejemplo, con Miriam llegó desesperadamente tarde a
hablarle allí en los montes Arkarly, en el valle de las hierbas
sonoras... Ahora, para conquistar a Miriam necesitaba de toda su
capacidad de reflexión, poner todas las fuerzas en el empeño.
Precisamente entonces, cuando exige de él tanto tiempo y tantas
energías la solución a la sombra del pasado. ¿Podrá, tendrá fuerzas
para todo? Además, ¿por qué estaba tan seguro de que Miriam podría
quererle? ¿Y si quería a otro?
De pronto Ñikítin se quedó tranquilo y otra
vez se sentó en el sillón.
La mente humana no podía amainar sus alas
potentes ante lo inescrutable. ¡El fantasma del dinosaurio debía
tener alguna explicación!
Esta tenacidad ante los problemas más
difíciles, la protesta ante la fe ciega, ése es precisamente el
rasgo más notable de la mente humana...
No obstante, los pensamientos de Ñikítin
volvían sin querer a la expedición por el desierto. Recordaba todo
hasta el más pequeño detalle, sobre todo los últimos días antes del
regreso a Moscú. La memoria tenaz del naturalista le prestaba de
pronto un gran servicio.
Ñikítin recordó cómo el día que partió de la
ciudad blanca estaba esperando el coche en el hotel. Se puso cómodo
en el diván. La ventana de la habitación daba a la calle, bañada
por el sol radiante meridional. Las contraventanas estaban
cerradas, en la penumbra de la habitación; por la rendija que
dejaban las contraventanas, penetraba recto, pero débil, un rayo de
luz.
En la pared que estaba enfrente de la
ventana aparecían unas sombras. Siguiendo inconscientemente su
movimiento, Ñikítin vio de pronto la imagen inversa del otro lado
de la calle. Con toda nitidez se dibujaban las ramas desnudas de
los chopos, una casita baja con el tejado nuevo y la verja con las
puertas de hierro. Alguien pasó de prisa moviendo las faldas de su
bata, ridículo, pequeño, invertido, con los pies para
arriba...
Como un viento fresco pasó por la cabeza de
Ñikítin una idea rápida: el valle pequeño, cerrado, sombreado por
las rocas colgantes entre los montes Arkarly... la angosta
hendidura, el paso a la llanura espaciosa y justo enfrente, el
espejo de alquitrán... ¡Porque esto era una inmensa cámara natural,
cuyo foco podía calcularse! Ahora estaba claro para él cómo podía
producirse la imagen, pero... pero lo más importante quedaba
todavía inexplicable: ¿cómo podía impresionarse una imagen, cómo
podía conservarse durante miles de siglos el juego fugaz de la luz
y de las sombras? De momento la fotografía no daba ninguna
respuesta.
¡Ah! ¡Espera...!
Ñikítin se levantó y se puso a andar por la
habitación.
¡La imagen era en color! Hay que examinar
detenidamente la teoría de la fotografía en color!
Todo el día siguiente, Ñikítin, olvidándose
de todo en el mundo, estudió un grueso volumen sobre fotografía en
color, Pudo enterarse de la teoría de los colores y del análisis de
la vista humana y ahora, examinando la última parte, «Métodos
especiales de fotografía en color», de pronto se encontró con la
carta de Niepce a Daguerre, escrita todavía por los años treinta
del siglo pasado.
«... al mismo tiempo resulto que el
barnizado (pez asfáltica) de la placa se alteraba bajo la acción de
la luz, lo cual daba, al paso de la luz, algo parecido a la
representación en diapositivas y todas las sombras coloreadas
podían verse con toda nitidez» -escribía Niepce.
Ñikítin suspiró sordamente y, apretándose
las sienes, como si tratara de contener las ideas que se iban,
continuó leyendo:
«Cuando la imagen obtenida se examinaba
desde cierto ángulo descendente de la luz, podían apreciarse
efectos bellísimos y muy interesantes, Este fenómeno convenía
relacionarlo con el newtoniano de los anillos de colores: es
posible que alguna parte del espectro actúe sobre la pez,
produciendo finísimas diferencias en la espesura de las
capas...»
El hilo valiosísimo de la explicación del
fantasma del dinosaurio se prolongaba a lo largo de las páginas.
Fino y delicado al principio, poco a poco iba haciéndose fuerte y
seguro.
Ñikítin sabía que bajo la acción de ondas
luminosas verticales se altera la estructura de la superficie lisa
de unas placas fotográficas, que estas ondas verticales producen
impresiones coloreadas que no dependen de la imagen negra habitual
que se obtiene como resultado de la acción química de la luz sobre
la placa fotográfica tratada con bromuro de plata. Estas
impresiones de reflejos compuestos de las ondas luminosas resultan
del todo invisibles incluso en las fuertes ampliaciones y se
distinguen por la sola capacidad de reproducir de manera selectiva
únicamente un color determinado, mediante la iluminación de la
imagen según un ángulo rigurosamente calculado. La suma de estas
impresiones dará una imagen estupenda en colores naturales.
Esto quiere decir que en la naturaleza
existe la acción inmediata de la luz sobre ciertos materiales,
suficiente como para producir imágenes, incluso sin la ayuda de las
combinaciones de plata descompuestas por la luz. Este era
precisamente el enganche que faltaba al científico.
Ñikítin apresuró el paso. Con el deshielo
caían de los tejados lentas las gotas de agua. El científico,
nervioso, se fue rápido al instante. No pasaron en vano tres meses
de esfuerzo. Sabía lo que buscaba y dónde lo buscaba. Ahora la
ayuda de ópticos, físicos y fotógrafos adelantó mucho la solución
del problema. Y hete aquí que hoy por vez primera se decide a
hablar ante el mundo científico.
El tema de la conferencia y el nombre de
Ñikítin congregaron un auditorio importante. El paleontólogo relató
el inverosímil suceso del tiranosaurio fantástico y al punto
advirtió la animación jocosa de los concurrentes. Ñikítin frunció
el ceño, pero prosiguió tranquilo y seguro:
-Esta capa recién descubierta de alquitrán
fósil, al parecer, conserva impresiones luminosas, fotografías de
un momento en la existencia de la naturaleza del período
cretáceo.
Los rayos del sol, al reflejarse en este
espejo negro con un cierto ángulo, lanzaron, a la manera de una
lámpara de proyección, sobre ciertas capas de aire que producen
espejismo, los rasgos gigantescos y fantásticos de un dinosaurio
vivo pero ya no en forma invertida. Se obtuvo una curiosa fusión de
la imagen reflejada y del espejismo, amplificando las dimensiones
de la imagen luminosa.
Sin duda, la exposición, necesaria para
conseguir la impresión luminosa en el alquitrán, fue grande...
Pero, posiblemente, la fuerza de la iluminación solar en aquellos
tiempos y en zonas de clima tropical, era bastante mayor y hasta,
quizá, los dinosaurios podían permanecer inmóviles durante horas
enteras. Los grandes reptiles contemporáneos -cocodrilos, tortugas,
serpientes, grandes lagartos- se quedan inmóviles durante varias
horas, sin cambiar de posición. No se les puede comparar con los
mamíferos rebosantes de energía. Por ello, con una gran exposición
resultan perfectamente posibles fotografías de saurios vivos, lo
que se prueba con el dinosaurio que yo vi.
Calculé el punto desde donde se impresionó
la fotografía -el científico señaló en un plano grande de la zona
sujeto en la pared-. Se encontraba a ciento treinta y nueve metros
del pie de las torres de piedra. Conseguida gracias a una fuerte
iluminación o a una disposición especial de las nubes o bien por
algunas otras condiciones, evidentemente la fotografía quedó
encerrada pronto por la formación de nuevas capas de alquitrán
asfáltico y así se salvó de la destrucción. La sacudida por la
explosión separó todas las capas superiores, descubriendo
inmediatamente la fotografía en asfalto...
Ñikítin se calló procurando dominar la
agitación que se iba apoderando de él.
-Al fin y al cabo -prosiguió- lo importante
no es este acontecimiento maravilloso, ni el hecho de que unos
cuantos hombres por primera vez en el mundo hayan visto la imagen
viva de un animal fosilizado. El significado mayor del experimento
expuesto a su consideración consiste en la existencia real de las
impresiones luminosas de épocas antiguas, grabadas en las rocas y
que se conservan desde decenas y, acaso, cientos de millones de
años. Estas son sombras reales del pasado que nosotros no podemos
abarcar con nuestra razón. No sospechamos de su existencia. A nadie
se le ocurrió siquiera que la naturaleza pudiera fotografiarse a sí
misma, por eso no hemos buscado esas impresiones luminosas.
Naturalmente, las fotos del pasado requieren
tal cantidad de coincidencias de diferentes condiciones, que pueden
producirse y conservarse solamente en ocasiones increíblemente
raras. Pero en la inmensa cantidad de años pasados, el número de
tales ocasiones debió de ser muy grande. Por ejemplo: toda ocasión
de conservación de huesos fósiles requiere igualmente coincidencias
muy raras. No obstante, conocemos gran número de animales muertos y
su número crece con rapidez extraordinaria con el desarrollo de la
investigación paleontológica.
Las impresiones humanas, las fotografías del
pasado, pueden formarse y conservarse no solamente en alquitranes
asfálticos. Sin duda podemos buscarlas en substancias muy conocidas
de las rocas, en sales de óxido y protóxido de hierro, manganeso y
otros metales. Hace tiempo que se conoce la fotografía por el
método de la decoloración, mediante la destrucción por la luz de
algún color inestable ante ella y la obtención así del color
complementario.
¿Dónde buscar estos cuadros del pasado? En
aquellos sedimentos de rocas en donde podemos presuponer una rápida
estratificación al aire libre o en agua poco profunda. Descubriendo
sin dañar la superficie de las capas y captando los reflejos
luminosos con algún aparato que mitigue la percepción de las
impresiones luminosas, tendremos que aprender a entender estas
huellas de ondas luminosas de tiempos pasados.
Por último, tenemos razones para suponer que
la naturaleza fotografió su pasado no sólo con la ayuda de la luz.
Recuerden las fotos del ambiente todavía no explicadas
definitivamente por la ciencia, que deja a veces el rayo en las
tablas, en el cristal, en la piel de las personas que fueron sus
víctimas. Podemos imaginarnos la impresión de las representaciones
con ayuda de descargas eléctricas, radiaciones invisibles parecidas
a las del radio. Basta que ustedes se den cuenta clara de lo que
buscan y sabrán dónde buscarlo y lo encontrarán...
Ñikítin terminó su conferencia. Las
intervenciones subsiguientes estuvieron llenas de escepticismo. Se
excitó de una manera particular un conocido geólogo, quien con
elocuencia congénita caracterizó la charla de Ñikítin como
entretenida, pero desde el punto de vista científico no valía una
perra chica, simple «paleofantasía».Pero ninguno de estos ataques
ofendieron al científico. Hacía tiempo que tenía bien decidida una
firme resolución.
Unos golpes metálicos se extendieron
sordamente por la habitación espaciosa. Ñikítin se detuvo a la
entrada. En dos vitrinas, una frente a otra, asomaban sus dientes
negros unos saurios rechonchos. Detrás de las vitrinas el suelo
estaba atestado de tablas, tubos de hierro, barras e instrumentos.
En el centro, sobre unas vigas cruzadas se alzaban dos elevados
montantes verticales, principales soportes de un gran esqueleto de
dinosaurio. En el montante de atrás se unían ya unas barras de
hierro dobladas de modo complicado. Dos preparadores anatómicos
sujetaban en ellas cuidadosamente los huesos descomunales de las
patas traseras del monstruo. Ñikítin echaba una ojeada por la
curvatura lisa del tubo que encuadraba el armazón por encima y que
estaba protegido con anillos de cobre. Aquí se sujetarán las
ochenta y tres vértebras del tiranosaurio siguiendo el esqueleto
doblado al estilo de los animales rapaces.
En la vitrina delantera Martín Martínovich
con una llave grande a presión hacía equilibrios en una escalera de
tijera poco estable. Otro preparador, serio y delgado, con una bata
de lienzo, trepaba por el lado opuesto de la escalera con un tubo
largo en las manos.
-¡Así no va bien! -gritó el paleontólogo-.
¡Más atención! No tengáis pereza para cambiar el andamiaje.
-Vaya, Sergio Pávlovich, ¿para qué
entretenerse? -contestó alegre el letón desde arriba-. ¿Que no
sabemos? ¡Somos de la vieja escuela!
Ñikítin se encogió de hombros sonriente. El
preparador serio colocó el borde del tubo en el cabezal superior en
forma de T, en que terminaba el montante. Martín Martínovich
enérgicamente dio la vuelta con la llave. El tubo, sostén del
cuello macizo, se volvió y arrastró consigo al preparador serio. Él
y el letón chocaron pecho con pecho en la mesita estrecha superior
de la escalera y cayeron en direcciones opuestas. El estruendo del
tubo al caerse apagó el del cristal y el grito de susto. Martín
Martínovich se levantó frotándose aturdido el chichón que se había
hecho en la calva.
-Caerse, ¿también es de la vieja escuela?
-preguntó el paleontólogo.
-¿Cómo no? -repuso el letón ingenioso-.
Otros se hubieran mutilado. Nosotros, nada. Únicamente el cristal,
y para eso no era de espejo... Habrá que cambiar los andamios. Mala
pata, sí -concluyó Martín Martínovich como si nada hubiera
pasado.
Ñikítin se puso la bata y se unió a los
trabajadores. La parte más lenta del trabajo -el montaje previo del
esqueleto y la preparación del armazón de hierro- era ya una etapa
realizada. Ahora el armazón estaba preparado. Había que montarlo y
sujetarlo en puntos de apoyo ya soldados y sujetos con tornillos,
en aros y barras, los huesos pesados, que también eran fruto de un
trabajo de muchos meses. Los preparadores los habían sacado de la
roca, habían pegado las partículas más pequeñas rotas y diseminadas
y habían reemplazado con yeso y madera las que faltaban.
El armazón quedó ajustado convenientemente.
Los arreglos en el curso del montaje del esqueleto resultaron
insignificantes. Los científicos y los preparadores trabajaban con
entusiasmo, aguantando hasta altas horas de la noche. Todos querían
devolver cuanto antes al monstruo muerto su aspecto vivo y
amenazador.
En una semana quedó terminado el trabajo. El
esqueleto del tiranosaurio se alzaba en tamaño natural. Las patas
traseras, como patas de ave de rapiña gigante, se quedaron
inmóviles a medio andar. La cola larga, derecha, se arrastraba
lejos por detrás. El cráneo, trabajo de artesanía, se alzaba a una
altura de cinco metros y medio desde el suelo. La boca, medio
abierta, evocaba una sierra doblada en ángulo agudo con dientes
claros.
El esqueleto se alzaba sobre una plataforma
baja de roble, con la superficie pulida, de color negro brillante,
como la tapa de un piano. Los rayos inclinados del sol vespertino
atravesaban las altas ventanas abovedadas, jugando con sus bellos
tornasoles en los cristales de los espejos de las vitrinas y
hundiéndose en la negrura de los zócalos pulidos.
Ñikítin estaba de pie, de codos sobre la
vitrina, mirando minucioso por última vez el esqueleto, tratando de
descubrir algún defecto no advertido contra las leyes rigurosas de
la anatomía.
No, por favor, todo es lo suficientemente
fiel. El enorme dinosaurio, sacado del cementerio de los monstruos
en el desierto, se yergue ahora, asequible a los millares de
visitantes del museo. Además se preparan ya los armazones para
otros esqueletos de dinosaurios con cuernos y caparazón -resultado
magnífico de la expedición...
El resplandor del sol sobre la cubierta
negra del pedestal recordaba claramente al paleontólogo el espejo
de alquitrán en los montes Arkarly... Sí, naturalmente, había
montado el esqueleto en la misma postura en que se había grabado de
manera indeleble en la memoria el fantasma del tiranosaurio vivo.
Esta postura produce la impresión de completa naturalidad, cosa que
no se puede decir de los montajes de otros museos.
«Si mis respetables colegas supieran qué es
lo que me ha orientado -dijo sonriendo Ñikítin para sus adentros-.
Por lo demás, no hay juicio para los vencedores.»
Nuevamente el pensamiento del científico,
como la aguja de la brújula, giraba a la sombra adivinada del
pasado. El fantasma dejó de ser un enigma. El fenómeno resultaba
claro para el científico. Desapareció también la terrible tensión
del pensamiento, la confusión de la mente ante el secreto
inalcanzable de la naturaleza. La marcha de las ideas era
tranquila, fría y profunda.
El científico comprendía perfectamente que
mientras no demostrara efectivamente al mundo la existencia de las
impresiones luminosas del pasado, le tocaría trabajar solo. Con
toda probabilidad no contaría con medios especiales ni con tiempo
libre. Todo lo tendría que hacer simultáneamente con su trabajo
fundamental. ¡Una tarea enorme y superior a sus fuerzas! La misma
geología estaba en contra de él.
En los procesos que formaron las rocas
sedimentarias, es decir, aquellas capas que puedan recibir las
impresiones luminosas, son muy raras las ocasiones de sedimentación
rápida de una capa tras otra. Sobre todo en la superficie, pero no
en las profundidades de los lagos y los mares! Hay que buscar la
estratificación sedimentada con la suficiente rapidez como para
evitar la subsiguiente acción de la luz. Esto debió coincidir con
condiciones siquiera un poco parecidas a las de la cámara obscura,
para que en la superficie de la capa viniera a dar, no simplemente
la luz dispersa, sino una representación luminosa. ¡Pero cuántas
imágenes ya recibidas pueden estropearse en el futuro por el
endurecimiento, por la recristalización u otras alteraciones
químicas de las rocas sedimentarias!
¿Qué probabilidades hay de encontrar en el
número infinitamente grande de estratificaciones, precisamente
aquella superficie que fue la única entre millones semejantes a
ella, en conservar la imagen del pasado?
¿Es posible que las profundidades del tiempo
se queden para siempre sin respuesta, inaccesibles para
nosotros?
No, precisamente esa infinita profundidad
sin fondo del pasado debe ayudarnos. Se necesita esa rarísima
casualidad que puede darse una vez cada mil años y que no tiene
posibilidades de toparse con ella. Pero si han transcurrido
millones de estos milenios, entonces un millón de casos es un
número harto suficiente para las observaciones... Y se incrementa
en muchas veces más por el hecho de que la superficie de la Tierra
es inmensa.
El territorio de nuestra Patria lo componen
muchos millones de kilómetros cuadrados, formados por rocas
diferentes que aparecieron en las más diversas condiciones. Cuando
se trata con grandes números hay que desechar las ideas estrechas,
producto de la experiencia cotidiana... «En la investigación del
pasado, mi Patria me ayuda -pensó el científico-. ¿Dónde encontrar
nuevas fotos del pasado como no sea en sus vastas latitudes?»
La seguridad y la tenacidad para nuevas
búsquedas, para la nueva lucha, resucitaron en el alma de
Ñikítin.
Ante todo era imprescindible un aparato que
captara fríos la luz reflejada de la capa rocosa. Quizá una cámara
con un objetivo de gran intensidad luminosa y al mismo tiempo con
un ángulo panorámico. Era muy importante determinar el ángulo de
reflexión... ¿Quizá fabricando un prisma giratorio?
Ñikítin, sin mirar más el esqueleto del
tiranosaurio se fue rápido a su estudio.
-No, aquí no, camarada profesor -el
campesino barbudo con rostro severo detuvo a Ñikítin que iba
pensativo-. Este sendero va hacia arriba y nosotros tenemos que ir
a la izquierda, hacia el barranco.
-¿Están lejos los despeñaderos rojos?
-preguntó uno de los ayudantes de Ñikítin.
-En cuanto bajemos por el barranco hasta el
río, un kilómetro. Por la orilla cuatro kilómetros -el guía
caminaba diligente por delante.
Abetos enormes y gruesos obstaculizaban la
senda. A intervalos, entre los troncos verdegrisáceos y las ramas
bajas, torcidas, de gamuza, abajo, muy profundo destellaba el río,
como pedazos diseminados de un espejo roto. El aire estaba
impregnado de un aroma ligeramente dulce de pez de abeto, más suave
y empalagoso que el olor del pino. El barranco, lleno de alisos,
semejaba un corredor largo y techado, cubierto por una capa de
hojas viejas parduscas. Las hojas se veían cada vez más negras y
húmedas. Debajo chapoteaba el agua. Terminó el barranco. Los
exploradores se encontraron a la orilla de un río rápido y frío,
cuyo cauce estrecho discurría entre orillas altas y escarpadas.
Cada curva del río y sus tramos rectos se señalaban de lejos por un
reflejo brillante del sol. Los rápidos eran opacos y por ello
parecían tristes y fríos. No lejos se veían barrancos escarpados de
arcillas de color púrpura obscuro, ribeteados por arriba por los
arcos verdes de la linde superior de la pendiente cubierta de
follaje.
Pronto el pequeño destacamento alcanzó los
despeñaderos y los trabajadores se pusieron a la faena. Las manos
recias pronto empuñaron las palas y los picos. La arcilla en granos
gruesos, susurrante, rodaba al río, como lluvia de nueces. Metiendo
cuidadosamente las cuñas, iban descubriendo la superficie brillante
y lisa de la capa de arcilla. La capa estaba un poco inclinada y
Ñikítin tuvo que levantar un andamio y montar su aparato en alto
sobre la capa descubierta. Terminado su trabajo, los obreros se
fueron, los ayudantes subieron por la orilla con las cañas y el
paleontólogo se quedó solo.
Pasaban las horas y Ñikítin hacía la guardia
junto a su aparato, permitiéndose de vez en cuando durante dos o
tres minutos cerrar los ojos cansados. El científico no se ponía
nervioso, convencido casi por completo de su fracaso habitual. Más
de una vez y en diferentes lugares Ñikítin había montado su aparato
esperando penosamente contemplar la lisura muerta de la piedra.
Cada vez disminuía más la tensión y la esperanza del nuevo
descubrimiento, se apagaba la esperanza, pero el científico
proseguía con tenacidad sus observaciones en todos los lugares que
en su opinión parecían adecuados. Lo mismo ahora, casi sin interés,
ligado sólo por el duro deber que se echó encima. Ñikítin observaba
en el aparato la capa recién descubierta de arcilla purpúrea
endurecida. El sol cambiaba lentamente el ángulo de iluminación,
los robustos abetos mecían suavemente sus copas, el agua chapoteaba
casi imperceptiblemente entre los carrizos de la orilla. y de
pronto en la iluminación equilibrada y monótona aparecieron unas
manchas ralas, obscuras, que se hicieron más vivas y se extendieron
por toda la capa descubierta. Seleccionando el ángulo de reflexión
con la ayuda del prisma giratorio, Ñikítin consiguió por fin una
visibilidad nítida.
Tenía delante la orilla clarísima de un mar
verde de inusitada transparencia. La tersura casi ideal de la arena
de color blanco plateado imperceptiblemente se convirtió en agua de
esmeraldas. Las largas crestas rectas de las olas pequeñas se
inmovilizaron en su vuelo, dibujando la superficie clara y
cristalina del agua con franjas deslumbrantes de verde azul. En un
plano más alejado las franjas se partían en triángulos, las cimas
afiladas de las olas se torcían hacia abajo, mostrando los
destellos de la espuma blanca cegadora y plateada. En el verdor mas
puro del agua la lejanía semejaba azul, se sentía la larga
transparencia del aire y el brillo deslumbrante de la luz.
Casi con miedo miró Ñikítin a este trozo de
un mundo inefable luminoso y claro, dándose cuenta de que las
crestitas de las olas se habían inmovilizado en los rayos solares
que hablan alumbrado hace mas de cuatrocientos millones de años.
Era la orilla del mar silúrico...
La visión desapareció muy pronto con un giro
insignificante del sol. La luz del día que había evocado la imagen,
ella misma la apagó, sin permitir poner en marcha la cámara
fotográfica. Ñikítin se quedó allí mismo aquella noche, debajo del
andamio. Sólo mañana, a la misma hora, el sol podría evocar a la
vida las sombras espectrales.
Pero en vano tiritó el científico con la
humedad de la noche y luchó contra los mosquitos importunos. El
verano en el norte es voluble: la mañana tristona terminó en
lluvia. En la niebla húmeda el científico seguía desesperado la
fluidez del agua por la superficie lisa de la arcilla, veía cómo
las gotas de la lluvia se enrojecían gradualmente y cómo, por fin,
la foto del maravilloso mar silúrico se convertía en barro gris
pegajoso.
Por segunda vez Ñikítin tuvo la suerte de
ver la sombra del pasado, extasiándose sólo por un momento con la
bella visión. Pero, no obstante, puesto que la búsqueda tuvo éxito
una vez, había que probar más y más.
Ahora Ñikítin había decidido tratar de
encontrar fotografías del pasado en las paredes de las grutas, esas
cámaras obscuras naturales. Allí las fotos están protegidas de los
caprichos del clima, de las alteraciones en la iluminación solar.
Pero él, adiestrado en la experiencia amarga, va a preparar ahora
de antemano, antes de la observación, una cámara fotográfica. De
esta manera el pasado no se le escapará. Habrá que buscar en las
cavernas no profundas, donde en las concreciones calizas aparezcan
las substancias que se alteran ante la luz.
Sobre el agua espesa, aceitosa, se
arrastraba lenta una niebla rara y gris. Las orillas estaban
iluminadas por la escarcha y las pendientes montañosas que caían
abruptas negreaban tristes derritiéndose con los rayos del sol
levante. La proa chata de una gabarra torpe, cubierta con una lona
embreada, enfilaba hacia la escarpadura abrupta, lejana, que ahora
atravesaba la corriente de un río poderoso.
Un tramo recto, anchuroso, respiraba un frío
penetrante y fluía silencioso y rápido. A lo lejos se oía un rugido
atronador y agobiante. Ñikítin estaba en las tablas resbaladizas
del puente de mando, al lado del práctico, que se agarraba fuerte a
los postes clavados en el madero del timón. Los remeros tiraban con
fuerza de los remos.
El práctico se frotó la nariz enrojecida con
su manopla basta.
-Es el Bolloktas que ruge -dijo con voz
ronca aproximándose a Ñikítin-, el rápido más temible.
-¿Tras las curvas? -preguntó Ñikítin
despacio.
El práctico asintió ceñudo con la
cabeza.
-¿Allí está la caverna? -continuó Ñikítin-.
¿En la orilla izquierda?
-¿De verdad quiere atracar? -dijo con voz
ronca el práctico intranquilo.
-Sí. No hay otra salida. Por las
escarpaduras no se puede pasar -contestó firme el científico.
La superficie del agua comenzó a hincharse
con olas largas y lisas. La gabarra, una caja pesada de fondo llano
y proa triangular, empezó a balancearse y a cabecear. El agua
chapoteaba bajo la proa. El rugido se aproximaba, creciendo y
retumbando en las altas rocas. Parecía que eran las piedras las que
rugían previniendo a los forasteros de un desastre inminente.
El práctico dio la orden, los remeros
viraron con sus remos pesados. La gabarra se volvió cabeceando. El
río entraba por un desfiladero estrecho que comprimía su curso
poderoso. Rocas gigantes, de unos cuatrocientos metros de altura,
se alzaban soberbias acercándose más y más. El cauce del río
recordaba un ancho triángulo cuyo vértice se perdía, estirándose en
un meandro del desfiladero. En la base del triángulo una barrera
alta y espumosa estaba marcada por una piedra grande, solitaria,
tras la cual el triángulo estaba cortado por unas piedras agudas,
parecidas a colmillos negros, rodeadas del agua que giraba
locamente. A lo lejos, el desfiladero se veía lleno de olas agudas,
paradas, como si fueran toda una manada de caballos blancos
encabritados que trataba de abrirse paso por entre las abruptas
paredes en tinieblas. A la izquierda, por la pared de piedra se
metía un entrante ancho, semicircular, que hacía torcerse el lado
izquierdo del triángulo. Allí pegaba furiosamente la corriente
principal del río, lanzando columnas de salpicaduras
resplandecientes.
Ñikítin dejó los prismáticos y se agarró al
timón, ayudando al práctico. Al encuentro volaba con un ruido
ensordecedor una piedra que estaba en el centro. La gabarra debería
pasar, no siguiendo la caída del agua, sino por el lado izquierdo,
peligroso. De lo contrario, la fuerza indomable del agua lanzaría
la barca contra la barrera rocosa y... entonces a la caverna sólo
se podría llegar el próximo año, es decir, nunca, porque los
trabajos de la expedición estaban terminados y había que volver de
prisa.
-¡Dale más! ¡Más! -gritaba el
práctico.
La gabarra voló sobre la cresta de una ola
elevada. Tras la piedra el agua caía en una sima obscura y
profunda. Allí se precipitó la gabarra. Se escuchó el golpe plano
del fondo contra la piedra. La sacudida del timón por poco no lanzó
a Ñikítin y al práctico del puentecito, pero los dos se agarraron
fuerte al madero y aguantaron. La barca viró un poco y se fue en
ángulo obtuso hacia la orilla, inclinándose a los terribles dientes
rocosos. La gabarra, anegada de agua y espuma, se contraía
desesperadamente saltando sobre las altas olas.
-¡Rema! -gritaba desgañitándose el
práctico.
Los remeros, calados y sudorosos -obreros y
colaboradores de Ñikítin- tiraban con toda su fuerza de los remos
rebeldes. Los menos experimentados aguardaban con miedo el
naufragio mirando al tozudo jefe. Su rostro, cubierto por una barba
obscura, parecía terrible.
Ñikítin estaba con las piernas bien abiertas
sobre el puentecillo inestable, midiendo mentalmente y calculando
la distancia hasta la línea blanca de espuma, frontera de la
corriente que venía de rechazo. El piloto, mordiéndose los labios,
miraba a ese mismo punto. La gabarra redujo la marcha, luego se
lanzó otra vez hacia delante y se metió derecha en la espuma
bullidora. Hubiera querido cerrar los ojos, hacerse una pelota por
un instante y que luego se deshiciera fatalmente en pedazos contra
las rocas. Pero de nuevo la marcha de la gabarra se hizo lenta. Con
un golpe brusco la gabarra se detuvo y, dominada por la corriente
de rechazo, penetró en el agua negra, profunda, que chapoteaba
suave al pie de las salinas de gneis que caían cortadas a tajo
sobre el río.
Ñikítin no contuvo un suspiro de alivio. Al
fin y al cabo, la arriesgada exploración de las cuevas de Bolloktas
no entraba, en realidad, en la tarea de su expedición, y si en la
persecución tras la sombra del pasado ocurría una desgracia... Pero
la gabarra había ya atracado metiéndose suavemente en la roca. El
colector, de un brinco saltó valiente a una roca salediza y aseguró
a la piedra la amarra.
-¡Feliz llegada, camarada jefe! -dijo el
práctico con una inclinación jocosa.
-¡Con audacia hemos pasado!
-Pasamos sin duda, como aquí se dice -cortó
el práctico.
Las abruptas pendientes se alzaban sobre la
gabarra a unos ciento cincuenta metros. Por arriba la pendiente
formaba un saliente ancho, una plazoleta alargada que contorneaba
en semicírculo el saliente de la orilla. En la explanada la
pendiente de la montaña se suavizaba. En su base se encontraban
nueve aberturas negras, las entradas a las cuevas. Toda la
pendiente estaba llena de pinos rizados de escasa altura y
blanqueaba con un musgo seco cervino.
Ñikítin y sus ayudantes pudieron sin gran
trabajo subir todo el equipo necesario. El paleontólogo pasó todo
el resto del día en las cavernas, hasta que se convenció de que
tenía razón en sus presupuestos.
En la pared lisa trasera de la cueva se iban
formando sucesivamente finas concreciones lisas. La roca tenía un
color amarillo verdoso espeso. Ñikítin confiaba que las mezclas de
sales de hierro y cromo, alterándose por la acción de la luz,
podrían conservar en alguna capa la huella luminosa de la época en
que había manantiales cálidos y en que aún no se había apagado la
actividad volcánica, hace unos sesenta mil años.
Los ayudantes del científico limpiaron la
entrada. La abertura redonda proyectó la luz sobre la pared del
fondo. La cueva, en efecto, se parecía al interior de una cámara
fotográfica.
Con infinita paciencia y meticulosidad
Ñikítin puso manos a la obra. Limpiando capa tras capa, iluminaba
la superficie de cada una con una lámpara de magnesio especialmente
fabricada para él.
El científico volvía unas veces la lámpara,
otras el prisma, variando los ángulos de iluminación y reflexión,
pero no aparecía ni el menor indicio de visión en los cristales del
aparato.
Había ya examinado más de diez capas finas y
las había arrancado de la pared. Quedaba la corteza finísima de una
concreción. Sin darse cuenta Ñikítin había trabajado toda la noche,
pero enfurecido por el fracaso, no sentía el cansancio. Tan sólo
los ojos estaban fatigados por la luz intensa y estaba a punto de
acabarse la reserva de mezcla magnésica.
¿Es posible que se haya perdido otro verano,
ahora que se encontraba suficientemente equipado para captar la
sombra del pasado?
La capa undécima le pareció a Ñikítin
todavía más lisa que las anteriores. El científico encendió de
nuevo la lámpara de magnesio. Unos cuantos giros de la cabeza
esférica, y en el aparato se hizo visible una imagen turbia y
redonda. La sombra gris, confusa en el ángulo derecho, parecía una
figura humana encorvada con una línea torcida detrás del hombro. A
la izquierda, unas manchas obscuras representaban algo circular e
incomprensible. Ñikítin regulaba el aparato, pero la imagen no se
aclaraba. Pensaba que tenía delante una nueva estampa del pasado,
pero tan poco clara que resultaba difícil incluso describirla,
cuanto más fotografiarla. Ñikítin echó una nueva porción de mezcla
magnésica, aumentando al máximo la luz de la lámpara. Sí, se trata,
sin duda, de una figura humana. Es cuestión de intensidad en la
luz. Aunque la luz magnésica dé un espectro semejante al solar su
potencia resulta insuficiente. ¡Sólo la luz poderosa del sol puede
dar vida a las sombras que ella misma originó! La sensibilidad de
su aparato, por otra parte, es insuficiente. Es demasiado sencillo
este instrumento que imita a una cámara fotográfica. ¡Habrá que
esperar a que la técnica produzca la lámpara maravillosa!
La lámpara se había recalentado y, con un
último destello, se apagó. En la obscuridad de la gruta se
distinguía claramente el orificio redondo de la entrada...
¡Amanecía! La tranquilidad habitual abandonó al científico. Con
furia dio un puñetazo en el aparato que no tenía culpa
alguna.
Ñikítin se irritó al máximo. Le faltaba aire
en la cueva y salió corriendo pegándose fuerte con la cabeza en la
bóveda y cayendo de rodillas. El golpe hizo volver en sí un poco al
científico, pero la furia que bullía dentro no se apagó. Con el ojo
entreabierto miraba un bloque que colgaba a la entrada. ¡Así que su
lámpara no vale! ¡Pero verá la sombra del pasado a la luz del sol!
Siempre llevaba consigo amonal para descubrir cuando hiciera falta
las capas necesarias, reventando las rocas que estaban
superpuestas.
El paleontólogo miraba con interés la ladera
de encima de la cueva, advirtiendo unas grietas verticales que
cortaban los bloques de gneis. Derrumbar esta cortina de piedra...
¡tonterías!
El científico inició el descenso hacia la
orilla en donde se habían instalado sus compañeros para pernoctar
pero cambio de Idea y se volvió a la gruta. Allí determinó el
ángulo con que caía la luz de su lámpara sobre la superficie de la
capa caliza y con la brújula estableció la orientación. ¡Perfecto!
Habrá sol entre las dos y las tres. Habrá tiempo para dormir lo
suficiente. Los ojos estaban tan cansados que a la luz del sol no
vería nada. ¡Menos mal que la mañana anunciaba un día
apacible!
Tan pronto como se desvaneció el polvo de la
explosión, Ñikítin comenzó de prisa a instalar su aparato, haciendo
equilibrios sobre los montones de piedras ocasionados. La pared
lisa, verdosa, no dañada por la explosión, resplandecía con su
humedad a la luz clara del día.
No, ahora no caerá en ninguna ingenuidad.
Tenía en la mano bien sujeto el chasis preparado. En cuanto asome
en el cristal del aparato la imagen producida por el sol y
determine el foco, al punto colocará el chasis en el aparato. Como
consecuencia de una foto feliz se demostrará la realidad, más aún,
la posibilidad de conservar y transmitir las sombras del pasado.
¡Un paso decisivo en el difícil camino! ¡Después ya no irá solo! Lo
que significan los esfuerzos solitarios en comparación con el
trabajo solidario de muchas personas, lo sabe muy bien todo el que
intentó trazar nuevas rutas en la ciencia o en la técnica.
Ñikítin miró el reloj. Las dos y veintitrés
minutos. Y se pegó al cristal agarrándose al tornillo giratorio del
prisma. Otra vez el tiempo transcurría lento, pero ahora la espera
estaba llena de tensión. El científico sabía que iba a ver el
pasado.
Despacio, muy despacio, el sol variaba su
posición en el cielo. Ñikítin se había olvidado de cuanto le
rodeaba. De pronto la luz tocó la lámina produciendo reflejos
obscuros.
Y una sombra gris curvada se dibujaba
gradualmente a la derecha con el contorno preciso de una figura
humana. Una línea inclinada representaba una jabalina.
Con la cabeza metida en los hombros anchos,
los músculos hinchados, tensos, el hombre se sentó, inclinándose y
colocando delante su larga jabalina. La cara ancha, surcada de
arrugas, estaba medio vuelta hacia Ñikítin, pero los ojos se
dirigían a los montes que azuleaban a lo lejos, torneados,
cubiertos de bosques y que descubrían una explanada tras el
precipicio. Ñikítin tuvo tiempo para observar el cabello espeso y
enmarañado que enmarcaba la frente harto elevada, los carrillos
prominentes y las mandíbulas robustas. El científico creyó que
había notado en el rostro del hombre una cavilación angustiosa y
amarga, como si realmente tratara de mirar al futuro. Todo esto
Ñikítin lo estuvo contemplando unos momentos. A pesar del vivo
interés por otros detalles del cuadro, el paleontólogo no podía
permitirse mirar más al aparato. Necesitaba la foto. Rápidamente
Ñikítin montó el chasis, cogió el disparador.para abrir la placa,
pero se quedo estupefacto sin hacer ningún movimiento. El brillo de
la pared lisa se apagó de repente, quedó todo a obscuras alrededor
y, volviéndose a mirar, vio Ñikítin una nube larga que se
arrastraba lenta por el cielo. Tras ella, en series cerradas,
asentadas sobre las cimas de las elevaciones circundantes, se
extendían detrás de los montes, unas nubes pesadas, plomizas, de
ese tono liláceo sombrío que anuncia fuertes nevadas.
Con el corazón desesperado el científico
miraba al cielo. Si nieva ya no verá nada. Se borrarán las huellas
finísimas de la luz del pasado.
Ocultando una confusa esperanza, Ñikítin
envolvió la cámara en el impermeable, dejándola allí para el día
siguiente y se fue despacio, como de mala gana, apático, hacia las
tiendas. Un accidente tonto, un nuevo fracaso emponzoñaba la
conciencia y dejaba el cuerpo sin fuerzas.
Los compañeros de Ñikítin se callaron al ver
a su jefe aplanado, sentándose en silencio. Hablaban entre sí en
voz baja como al pie de la cama de un enfermo grave.
En las rocas gemía quejumbroso el viento,
empezaban a caer retorciéndose grandes copos de nieve.
Ñikítin se sirvió aguardiente, bebió y mandó
que le trajeran de arriba el aparato. No sólo había desaparecido
toda esperanza de ver de nuevo la imagen del hombre antiguo, sino
que ya no se podía permitir ni una hora más de espera. Había que
dominarse: el retraso podía hacer que la gabarra cayera en zona
helada de los ríos y se quedara atascada en el río helado, más
abajo de los rápidos, en medio de la taiga inhóspita.
A la mañana siguiente, apenas en el cielo
aparecieron las cimas de los montes, aquellos hombres empezaron el
trajín de recoger las cosas.
La amarra chapoteó suave al caer en el agua.
La gabarra avanzaba casi imperceptiblemente hacia el límite
espumoso de la corriente principal. De pronto pareció como que una
garra maravillosa y suave había sujetado la barca. La gabarra
arrancó hacia delante y se lanzó al desfiladero, en donde
desapareció, saltando, como una astilla entre el rugido espumoso de
las olas afiladas.
La lámpara de mesa con su honda pantalla
lanzaba su círculo de luz sobre la mesa atestada de libros. El gran
gabinete estaba casi a obscuras. Ñikítin estaba sentado junto a la
mesa inmóvil en una meditación concentrada.
Hace tres años que ignora lo que es el
descanso... El trabajo anterior le parecía ahora tan tranquilo y
fácil que de nuevo le invita a entregarse a él por entero. Pero no
puede. Se desgarra entre lo viejo y lo nuevo, tratando de cumplir
concienzudamente sus tareas anteriores, al mismo tiempo que su alma
entera lucha persiguiendo la sombra del pasado. En los tres últimos
años dos veces más el pasado había estado en sus manos, dos veces
había visto lo que nadie había tenido la suerte de ver. Pero se
encontraba tan lejos de realizar su tarea, como en aquel
inolvidable momento de los montes Arkarly. Y el aparato no vale...
Es demasiado elemental.
Sin duda cometió algún error en el pasado.
El hombre no debe estar solo...
Ñikítin encendió la luz de arriba y
entornando los ojos se puso a recoger los papeles diseminados. Echó
una mirada a su aparato que estaba sobre una mesita aislada, rozado
y arañado por los viajes. De momento se comparó con él. Sonrió
amargamente y se marcho.
El museo estaba a obscuras. El gabinete de
Ñikítin estaba al final de un salón enorme, lleno de vitrinas y
esqueletos de animales muertos. Al salir de la habitación
iluminada, Ñikítin quedó deslumbrado. Conocía los pasillos entre
las vitrinas, pero sabía también que en algunos sitios por el
pasillo sobresalían cuernos, bocas de esqueletos enseñando los
dientes, plantados sobre plataformas abiertas. A obscuras era fácil
darse un golpe o, lo que es peor, romper los huesos frágiles.
El científico se detuvo esperando a que los
ojos se acostumbraran a la obscuridad. Los cristales de las
vitrinas brillaban apenas perceptibles, pero los huesos obscuros de
los esqueletos se fundían con el espacio obscuro de la sala que
parecía vacía. Por una costumbre de muchos años Ñikítin sentía la
presencia invisible de la población muerta del museo. Una extraña
impresión se apoderó del paleontólogo, como si la sala estuviera
llena de fantasmas, perceptibles, pero invisibles.
Ñikítin avanzó hacia delante quejándose de
la imperfección de sus propios ojos. Conoce todo lo que hay aquí,
dónde está cada cosa, y no ve nada. ¡No es peor que la sombra del
pasado! Los esqueletos existen y al mismo tiempo han desaparecido.
Para los ojos la luz es excesivamente pequeña.
Al punto Ñikítin se paró. La comparación con
la sombra del pasado le sobrecogió. ¡Qué ingenuo era al confiar
sólo en sus ojos. ¿Por que perdió de vista que las impresiones
finísimas de las ondas luminosas pueden en una gran cantidad de
ocasiones reflejar solamente cantidades despreciables de luz,
cantidades que no puede captar la visión normal? Por eso la
iluminación artificial no pudo evocar los cuadros del pasado
impresos con toda exactitud. ¡Ello quiere decir que infinitas
impresiones más débiles se han perdido!
Ñikítin sentía vergüenza. ¡El científico
actuaba en la creación de su aparato con un método primitivo, como
aficionado! ¡Había olvidado la ayuda de la técnica moderna que
cuenta con instrumentos sensibles a las cantidades de luz mas
insignificantes.
Andando despacio, el paleontólogo iba por la
sala obscura del museo y a cada paso se reafirmaba en la idea de la
nueva fabricación del aparato. Otra vez se dirigió a los físicos y
a los técnicos. Tenía que conseguir la captación de la luz
reflejada de la copia, no inmediatamente, sino a través de una
combinación de fotoelementos sensibles, transformar la luz en
corriente eléctrica, intensificarla y convertirla de nuevo en luz,
ya visible para el ojo.
La dificultad se prevé para la transmisión
exacta de los colores, pero se pueden hacer combinaciones. Se
pueden reforzar los contornos y la luz se obtendrá por reflexión
directa.
Ñikítin se dio con el hombro en una vitrina
y dio un salto hacia atrás... Sí, hay materia para pensar, pero, al
parecer, tenemos ya la llave para la solución del problema. «Si
acertamos a construir semejante aparato -continuó pensando el
científico-, no me asustará nada. Haré un cobertizo al aire libre y
produciré luz artificial. ¡Bajo tierra, ni que decir tiene! ¡Y
entonces, la sombra del pasado, ya está! -el paleontólogo apretó el
puño-. Con unos cuantos fotoelementos podré cambiar el ajuste del
aparato, aumentando o disminuyendo la sensibilidad hacia los
diferentes rayos del espectro».
...El alegre y joven mecánico se acercó al
ingeniero que acompañaba a la mina a un grupo de personas, sin
duda, de los de superficie.
-¿Cómo los bajo, Andrés Yákovlievich?
-preguntó en voz baja-. ¿A toda velocidad o con cinturón? -el
mecánico hizo señas expresivas mirando a los que llegaban.
-Pero, hombre, ¿qué dices? -repuso el
ingeniero asustado-. Se trata de un famoso científico! -A
hurtadillas señaló a Ñikítin que llegaba un poco retrasado-.
¡Estropearás su aparato... No se te ocurra! -concluyó el ingeniero
amenazador.
Ñikítin, que se distinguía por un oído fino,
captó todo este diálogo breve e incomprensible para los profanos y
se apresuró a tomar parte.
-¡Pues con rapidez y con cinturón! -dijo en
voz alta dirigiéndose al mecánico-. Por mí y por el aparato me da
lo mismo. ¡Me gusta recordar los viejos tiempos! Pero a mis chicos
les viene bien. ¡Que se acostumbren!
El mecánico, confuso, miró asombrado al
científico; después, riendo con ganas, movió la cabeza.
La caja comenzó a descender lentamente y de
pronto cayó abajo como si se hubiera roto el cable. Los pies se
separaron del suelo, el corazón, parecía que llegaba a la garganta,
la respiración se cortó. La caída de la caja seguía acelerándose,
después, también de repente y con brusquedad, se hizo más lenta. Un
peso enorme aplastaba a las personas contra el suelo. Como si unas
manos invisibles sujetaran a cada uno con un cinturón ancho,
inflexiblemente ceñido.
Esta sensación se prolongó no más de unos
segundos y nuevamente el suelo se escapaba de los pies, el cuerpo
se hacía ingrávido y el corazón helado miraba para arriba.
-¡Oh! -gritó el ayudante de Ñikítin.
Pero la caja contenía ya suavemente su
descenso y se detuvo en uno de los lugares más profundos de la
mina.
-¡Que se vayan al diablo! -juró el ayudante
tratando de calmar el temblor de piernas.
Ñikítin se reía burlonamente, irritando a
sus colaboradores asustados.
El paleontólogo bajó a la mina con la
fantástica convicción del éxito. La causa de esta seguridad era el
aparato reconstruido de nuevo y, además, el hecho de que aquí los
mineros habían descubierto una capa petrificada de alquitrán,
semejante al espejo negro que por primera vez le mostró el espectro
del dinosaurio, y... una carta que acababa de recibir.
Ñikítin sonrió, repasando en la memoria unas
pocas tas de líneas. Quien escribía era Miriam que no se olvidaba
ni de él ni de la sombra del pasado.
Decía que un año más tarde había tenido la
suerte de estar otra vez en el yacimiento de asfalto. El espejo
negro estaba destruido, pero nadie pudo destruir las impresiones
del espectro del dinosaurio que tan hondo se le habían metido a
ella en el alma... Pudo interesar en la sombra del pasado al
inteligentísimo investigador Karjáyev. Ahora realizan búsquedas de
capas que conservan impresiones de ondas luminosas.
Ella no había escrito antes porque para él
no era necesario. (Entonces Ñikítin creyó ver escondido entre
líneas un reproche). Pero ella siempre había seguido el trabajo del
profesor y creía que lo llevaría a buen término. Ahora habían
encontrado capas interesantes y le pedían que fuera allá.
Ñikítin no tuvo tiempo aún de comprender
todo el significado que tenía la carta de Miriam. Tenía demasiado
poco tiempo para pensar en el último día de la preparación para la
expedición. Solamente volvía a tener la soltura de los días jóvenes
pasados y esta juventud recuperada asombraba a quienes le
rodeaban.
...De la vieja y larga galería venía un
resquemo que picaba en la garganta. El aire aspirado por el potente
ventilador susurraba suavemente. Ñikítin se fue de prisa a
presenciar la prueba inmediatamente después de la explosión de los
barrenos colocados por indicación suya. Aquí, en las viejas
explotaciones, aparte del animado movimiento de las locomotoras
eléctricas, del estruendo de las vagonetas y los destellos de las
linternas, todo estaba vacío y silencioso. La lúgubre obscuridad
subterránea que envolvía estrechamente a todos, se fundía con la
negrura sin nombre de las paredes de carbón.
Por alguna parte se oían, apenas
perceptibles, las gotas de agua. A un lado, a lo lejos, se oían los
crujidos regulares de la entibación, advirtiendo a los mineros de
la fuerte presión de las rocas.
-¿Quién advirtió este lugar estupendo?
-preguntó Ñikítin a media voz al ayudante que iba a su lado.
Éste hizo un gesto con la cabeza señalando
aun viejo que cerraba la marcha junto al ingeniero.
-Es un maestro de minas extraordinario que
se conoce cada capa del fondo de la mina. Si no fuera por él, se
necesitarían años de investigación en estas excavaciones sin
fin.
El paleontólogo miró con mucho
agradecimiento al viejo minero.
Delante blanqueaba la limpia columnata de
los nuevos postes de entibación. Por su número ya se podía adivinar
que el pasillo terminaba en una sala espaciosa. Efectivamente, las
negras paredes se separaron abriendo un gran espacio vacío con el
techo alto.
Los ayudantes de Ñikítin llegaron más tarde,
arrastrando el enorme aparato por entre los postes. El Ingeniero
iba por delante llevando en alto una linterna potente. Una capa
espesa de pizarras de carbón destruida por las explosiones rodeaba
a los exploradores, amenazando con los infinitos salientes agudos y
reflejando como el acero en los fragmentos lisos...
En el mismo comienzo de la sala, a ambos
lados, se alzaban dos troncos estriados gruesos que se inclinaban
ligeramente. Cubiertos por un solo lado de carbón, se distinguían
solamente por los dibujos rómbicos de la corteza. Sobre la
superficie limpia del suelo se extendían, como arañas gigantes,
gruesos tocones con las raíces ramificadas, Las raíces se extendían
por el suelo antiguo, que les servía de apoyo en épocas que pasaron
hace infinidad de tiempo. Todos los tocones estaban cortados al
mismo nivel: el nivel del agua en el bosque carbonífero inundado.
En los grandes troncos que se salvaron se abrían grandes huecos
sombríos.
La parte del bosque muerto, convertido en
carbón y cal, abrumaba por su gran antigüedad, como si sobre las
cabezas de la gente pendiera, no un espesor de rocas de doscientos
metros, sino la hondura casi sensible de cientos de millones de
años que han pasado por estos troncos y tocones.
Al final de la cámara, una pila de pizarras
amontonadas señalaba el lugar en que se había producido la
explosión, Sobre ellas brillaba una placa negroparduzca: una
concreción endurecida de betún. Esta era la capa señalada para la
prueba, sedimentada en la ladera escarpada de una pequeña colina en
el bosque carbonífero.
Pronto la lámpara de magnesio lanzó sus
rayos blancos sobre la lámina y Ñikítin determinó el foco de la
cámara de reflexión. El científico, nervioso, tosió y dijo con voz
ronca:
-Vamos a probar...
¿Qué dirá ahora la superficie de esta capa
tan cuidadosamente escogida? El paleontólogo conectó los
fotoelementos e intensificó la corriente. Haciendo girar el
tornillo del prisma, Ñikítin miró de nuevo el aparato: la roca ya
no era negra. En el fondo gris aparecían rasgos verticales
confusos.
Con paciencia y atención el científico fue
regulando el aparato hasta que apareció con claridad nunca vista la
cuarta sombra del pasado descubierta por él. Una sombra que ahora
podrán ver miles de personas.
Ñikítin veía un calvero en la espesura del
bosque inundado. Los troncos de color gris pálido de los árboles
con la corteza entallada en forma de rombos rodeaban una masa de
agua negra, untosa. Por arriba cada árbol se dividía en dos ramas
gruesas que formaban ángulo y que se perdían en la sombra espesa de
las copas que se apiñaban compactas. Un tronco grueso escamoso
estaba tirado atravesado en el agua, sobre un pequeño montículo a
la izquierda. El montículo estaba cubierto de una extraña
vegetación como de hongos, cuyas copas altas y estrechas violáceas
llenaban el suelo húmedo, rojo. Las vueltas carnosas de las copitas
de cada hongo mostraban por dentro un color amarillo aceitoso. Tras
el montículo, sobre unos troncos sin hojas fuertemente curvados, se
veía un rayo de luz, inundado a lo lejos de una niebla brumosa
débilmente sonrosada. Delante de la niebla una rama torcida y sobre
ella se agazapaba, estirando la cabeza, algo vivo,
incomprensible.
Observando el cuadro, Ñikítin se estremeció.
Por entre los hongos violáceos, escondiendo el cuerpo en la
espesura, asomaba una cabeza ancha, parabólica, cubierta de una
piel mucosa de color pardo liláceo. Sus ojos enormes, prominentes,
miraban directamente a Ñikítin, estúpidos, inflexibles y malignos.
Unos dientes grandes ese salían de la mandíbula inferior,
descubriéndose en los huesos del extremo del morro. A la derecha,
iluminando todo el cuadro, se esparcía una luz mate de madreperla.
El aire iluminado parecía negruzco, como a través de un cristal
ahumado, pero transparente...
Durante largo rato Ñikítin miró esta ventana
mágica abierta al pasado, a la vida del mundo del período
carbonífero. Trescientos cincuenta millones de años se interponían
entre el presente y aquellos tiempos en que por el juego raro del
azar las ondas luminosas impresionaron su imagen. Con increíble
precisión se distinguían los ojos del bicho insólito, los hongos
violáceos, el agua inmóvil y el extraño aire gris. Y en la mina
susurraba débilmente el reflector y se escuchaba la respiración
entrecortada de la gente...
Ñikítin pensaba perder la cabeza. Se apartó
del aparato. Las paredes de carbón, reales, toscamente cortadas,
los tocones antiguos, quizá restos de esos mismos árboles que ahora
veían vivos y esbeltos en el aparato... Los rostros concentrados de
la gente que le rodeaba... Dominándose el científico preparó
rápidamente la cámara y sacó unas cuantas fotografías en
color.
Sobre la mesa se alzaba un montón de
galeradas del artículo de Ñikítin. En cada una iba pegada una
reproducción en color de la sombra captada del pasado. El
paleontólogo respiró al revisar la última de las galeradas para
enviarla.
Hacía tiempo que no se sentía tan a gusto y
alegre.
Ahora seguirán su camino muchos, más jóvenes
quizá, más inteligentes. Se había descubierto la primera página del
libro de la naturaleza. ¡Acabó la soledad en ese camino largo y
difícil! Pero la soledad sólo lo fue en el pensamiento... En su
trabajo le ayudaron muchas docenas de personas, sin hablar de sus
colaboradores, gentes del todo extrañas, al parecer, apartadas de
la ciencia.
La serie de personas conocidas pasó ante la
ojeada mental del científico. Allí están, mineros, canteros,
agricultores, cazadores. Todos ellos confiados, desinteresados, sin
preguntar por la meta final, respetando en él al científico
conocido, le ayudaron a encontrar y captar la sombra del
pasado.
Significa que trabajó y utilizó su ayuda
prestada... Y ahora la deuda está pagada. ¡Ese es el gran
alivio!
Ñikítin recordó cómo en este gabinete sintió
pena más de una vez y dudo de la corrección del camino de su
vida.
El científico sonrió. Escribió a vuela pluma
el texto del telegrama para Miriam, anunciándole que saldría
mañana. La seguridad del camino futuro le llenaba de alegría. No,
no cometió errores. ¡No en vano consumió los años en la lucha
difícil con el enigma de la naturaleza!