Encuentro en Tuskarora

 

HACE unos años navegaba yo como segundo de a bordo en un vapor bastante grande, el «Komintern», de cinco mil toneladas, de sólida construcción. Andábamos entre Vladivostok y Kamchatka, a veces íbamos hacia el sur, hacia Shangai o más cerca, hacia Won San y Hakodate.
En julio de 1926 íbamos en un crucero regular hacia Petropavlovsk con escala en Hakodate, consiguientemente, por el estrecho de Tsugaru. Al atardecer salimos de Hakodate y al día siguiente se desencadenó una tormenta furiosa, un verdadero tifón del Suroeste. Se levantó tal oleaje que, cuando atravesamos Nemuro, las olas llegaron a cubrir el barco. Llevábamos una preciada carga en la cubierta, aparte de una maquinaria en la bodega. Nuestro capitán Biegunóv, un viejo excelente, aunque serio, tras una breve consulta conmigo, en el puente, decidió volver por completo la borda, casi en la dirección del viento. El buque al punto dejó de recibir agua y, a despecho del oleaje infernal, avanzaba con más tranquilidad. Hube de trazar un rumbo nuevo en lugar del acostumbrado: dejé la isla Sikotan al Norte y me fui más al Sur de las Kuriles.
El temporal nos azotó durante la noche y sólo a la mañana siguiente vino la calma. Pero el viento continuó bien fresco hasta bien entrada la tarde. Para la noche se calmó por completo. Me tumbé pronto porque me encontraba terriblemente cansado del esfuerzo del día anterior.
La noche resultó totalmente desacostumbrada en estas latitudes, sin viento, tranquilidad absoluta, clara y sin Luna. Dormía profundamente, pero, debido a una costumbre bien arraigada, me desperté al toque de la hora. Aunque no conté los tañidos, sabía que faltaba media hora para mi vela. En efecto, casi al momento apareció el camarero con una gran jarra de cacao caliente. Esta costumbre se la puedo aconsejar a todos; antes de la vela tomar cacao caliente, porque entonces no hay miedo al frío ni a la humedad y al punto desaparece el sueño. Salté de la cama, me vestí de prisa, tomé el cacao y tras encender la pipa, de nuevo me eché en la litera. ¡Qué estupendos estos diez o quince minutos antes de salir para la vela nocturna, al frío, las tinieblas, la humedad y la niebla!
Aspirando el tabaco, oloroso y fuerte, escuchaba las sacudidas desiguales de las olas y el suave funcionamiento de las máquinas. Su ruido poderoso y el tranquilo estremecimiento de toda la mole inmensa del navío hacían de tranquilizantes, como una dulce melodía musical. En el camarote había buena temperatura y la luz brillante de la lámpara alumbraba la mesita y el libro interesante que había encima, placer que yo saboreaba de antemano para después de la vela. Contemplaba satisfecho mi camarote, «chalet» minúsculo, que volaba a veinte pies por encima de la terrible profundidad verde del océano Pacífico y pensé que la profesión de marino me atrajo, principalmente, porque me dejaba mucho tiempo para la reflexión, a la que siempre me sentí inclinado.
Unos golpes en la puerta interrumpieron mis pensamientos. Se abrió y en el umbral apareció la figura corpulenta del capitán.
-¿Qué hace usted por ahí tan temprano, Simón Mitrofánovich? -le pregunté, volviéndome hacia él en mi pesado sillón-. Seguramente que aún no ha amanecido.
-¿Cómo que no ha amanecido? Pronto se podrán apagar las luces. ¡Ah, y el tiempo es extraordinario...!
-Pues, precisamente, con este tiempo lo único que se debe hacer es dormir -dije yo-. Porque a mí, lógicamente, me toca aguantar, ir a hacer la vela, pero usted, ¿qué?
-¡Vaya juventud! ¡No pensáis más que en la buena vida! -replicó benévolo el capitán-. Yo, como viejo, no necesito dormir mucho. He recorrido la cubierta, calculando las pérdidas por el temporal... A propósito, Eugenio Nikoláyevich, compruebe usted durante el día su ortodromía y que no se haga simplemente por estima -añadió, al tiempo que se embozaba al cuello la bufanda y se ponía el abrigo.
-Desde luego, Simón Mitrofánovich, nuestro rumbo es nuevo -contesté al capitán, encendiendo la pipa.
Una sacudida brusca y tras ella un golpe sordo hizo estremecer la masa del navío. Casi al mismo tiempo se escuchó un estruendo hacia la parte de popa, interrumpiéndose el zumbido de las máquinas. Durante unos segundos el capitán y yo nos miramos mutuamente escuchando. y las máquinas empezaron a funcionar. Pero otra vez el mismo estruendo y después silencio. La cerilla ardiendo que tenía aún en la mano, me quemó el dedo y, adelantándome al capitán, salí corriendo del camarote...
Todo el que haya navegado comprenderá los sentimientos que me embargaban en aquellos minutos, sabiendo con qué miedo involuntario percibe uno la parada de las máquinas en mar abierto. El poderoso corazón del barco con sus latidos nos comunica vida y fuerza para luchar con los elementos. Pero se para y el buque está muerto, juguete ahora del pérfido océano...
Volviéndome a la escalera, me deslicé y sólo entonces advertí que el barco estaba inclinado a babor. En ese momento me alcanzó el capitán. La respiración entrecortada denunciaba su agitación, pero aquel viejo había encanecido en el mar y no dijo una palabra.
En cubierta estaba obscuro. Apenas el incipiente amanecer dejaba distinguir el perfil general del barco. La puerta del cuarto de derrota estaba abierta y de allí salía una franja de luz. Desde el puente se oyó la voz alarmada del tercer ayudante:
-¡Mala suerte, Simón Mitrofánovich! Hemos dado en unos arrecifes... Parece que la hélice se ha roto, el timón no da vueltas...
El capitán, irritado, gritó:
-¡Al diablo! ¡Qué ha de haber arrecifes! ¡Aquí está la sima más profunda del océano!
«Naturalmente, la sima de Tuskarora» -imaginé yo tranquilizándome un poco.
El capitán salió al puente. Mi puesto estaba en cubierta.
-¡Contramaestre, los de relevo, arriba! ¡Prepare la sonda! -ordené yo.
Aguzando la vista, observé cómo el capitán se inclinaba al auricular. «Habla con el mecánico» -pensé yo. El telégrafo sonaba débilmente. De nuevo se escuchó un estruendo bajo la popa. El sonido del telégrafo coincidió con la parada de las máquinas.
-Eugenio Nikoláyevich, ¡que echen la sonda por estribor! -era la voz del capitán.
Di la orden. El contramaestre respondió a gritos desde la obscuridad:
-¡No hay fondo!
-¡Más cerca de la proa, junto a la serviola!
-¡Dos señales, dos! -se oyó como un eco al contramaestre.
-¿Catorce pies? ¡Al diablo!
A babor la profundidad parecía de doce a dieciocho pies y en la popa veinte pies.
Amanecía. Me incliné sobre la borda, tratando de descubrir algo en el agua obscura que chapoteaba abajo. Era el pesado y lento respirar del mar que llaman marejada muerta. Con asombro advertí un balanceo cadencioso del barco sobre la ola inmensa y alargada. Este balanceo no iba acompañado de golpes, cosa que hubiera sido inevitable de haber encallado en los arrecifes. El capitán me llamó al puente. Inclinado sobre la barandilla, miraba con insistencia las olas desde babor. Se encendió un reflector. La bruma gris del crepúsculo matutino se fue alejando del barco. Observé que a babor del barco el oleaje era menos que alrededor, las olas eran más pequeñas y más bajas.
-Eugenio Nikoláyevich, deme en seguida por estima la situación del barco.
-¡Sí, Simón Mitrofánovich! -contesté y me fui al cuarto de derrota.
-¡Soltar una lancha! -gritó el capitán-. Perico (así llamaban al tercer ayudante), baja con la sonda a la lancha.
Creció aún más mi respeto hacia el capitán, viéndole explicar la avería sin nerviosismos inútiles. «jMagnífico viejo!» -pensé yo, posando el goniómetro sobre el mapa. A mi espalda se oían las pisadas del capitán.
-¿Qué pasa? -preguntó tranquilo, mirando ligeramente el mapa en donde el punto señalado se encontraba lejos de las Kuriles, sobre las terribles profundidades de Tuskarora.
Una idea repentina cruzó como un relámpago por mi mente. Hasta sentí vergüenza de mi falta de imaginación.
-Me parece que lo he entendido, Simón Mitrofánovich -le dije.
-¿Qué ha entendido?
-Que hemos tropezado con un barco hundido.
-Efectivamente -repuso el capitán-. Una probabilidad contra un millón y sería una suerte. ¡Quién lo iba a decir...! Bueno, ¿cuáles son ahí las medidas?
Salimos al puente. La lancha estaba junto al costado de babor. Como suponíamos, incluso a una pequeña distancia del barco no había fondo.
Llegó la mañana clara. De las bodegas subieron el inspector y el contramaestre, informando de que no había vías de agua. En ese momento llegó el jefe del equipo de buzos de salvamento que llevábamos para sacar de un banco de arena el buque japonés «Amerikamaru». Era un ingeniero marino de mucha experiencia.
Dio la vuelta al barco y subió al puente.
-¿Empezamos, comandante? -preguntó el ingeniero.
-De acuerdo, y dense prisa -convino el capitán-. Les hemos traído para salvar al buque japonés y los salvados vamos a ser nosotros.
Dos buzos, anchos como dos cómodas -al parecer, gente de una fuerza extraordinaria-, se pusieron a la tarea de reparación. También yo algunas veces había realizado inmersiones cortas bajo el agua, pero no había visto nunca el trabajo de los buzos en mar abierto y los observaba con interés.
Con mediciones desde la lancha se determinó aproximadamente la anchura del barco hundido. Se afianzó la escala a babor, desde la cual dejaron caer otra más estrecha. El buzo se armó de una larga pértiga y comenzó el descenso derecho al agua, apoyándose de vez en cuando en el costado del buque y balanceándose en la escala. De repente soltó la escala y al punto se escondió bajo el agua, dejando en la superficie miles de burbujas de aire. El jefe del equipo de buzos estaba en la borda junto al teléfono. Con la mano nos hacía señas al capitán y a mí para que fuéramos a su lado.
Me pareció que, a los rayos del sol que se elevaba sobre el horizonte, se dibujaba bajo el buque, confusamente, algo así como una masa obscura.
-¡Vuelva atrás! -gritaba el ingeniero al teléfono-. Sí... ¡Bueno, penetre! ¿Qué más? Bien...
-¿Por qué «bien»? -interrumpió impaciente el capitán.
El ingeniero no le contestó. Pasaron, según creo, muchos minutos de tensa espera. Las membranas del teléfono de cuando en cuando sonaban sordamente.
-Intente penetrar en la instalación de popa o en la bodega -dijo el ingeniero y pasó el teléfono al buzo segundo-. Bueno, comandante, mire lo que pasa -dijo volviéndose hacia el capitán-. ¡Es una maravilla, una maravilla! A nuestro encuentro bajo el agua venía algún barco hundido. Y nosotros fuimos a darnos violentamente contra él. Nuestro «Komintern», al parecer, se distingue por sus agudos contornos y penetró en la mole del buque hundido como el hacha en un madero y, sin duda, se ha enganchado fuertemente. El barco hundido es un viejo, pero enorme velero de madera. Los mástiles, como era natural, están rotos. El estrave del «Komintern» descansa en la instalación de popa del velero y la hélice y el timón se encuentran precisamente sobre el bauprés destrozado. Gracias a Dios están intactos. Cuando intentaron hacer girar la máquina, la hélice pegó en el bauprés. Es fuerte este viejo velero. Eso es lo extraño. Contamos con dos mil doscientos caballos y no podemos movernos.
-Explíqueme, camarada ingeniero -preguntó el capitán-, cómo pudo el barco hundido navegar tanto tiempo, y por debajo del agua, como si fuera un submarino.
-Muy sencillo. El barco es de madera y, naturalmente, su peso es muy ligero. He mandado al buzo que entre y vea lo que hay allí. Usted lo ha atrapado con su barco bajo el agua. Se ve que estaba casi cerca de la superficie..: ¡Claro, naturalmente, que suba! -dijo, interrumpiendo sus explicaciones el ingeniero, dirigiéndose al buzo del teléfono.
La tripulación, que se había reunido a bordo, el capitán y yo mirábamos al buzo que subía como a mensajero de un país desconocido. Este hombre se lanzó valientemente al agua en medio del océano y anduvo por las profundidades debajo del buque en el barco hundido, que durante muchos años había vagado por los espacios marinos. Los ojos alegres, ligeramente traviesos, del buzo al quitarse la escafandra no expresaban en absoluto la fatiga que indudablemente debió experimentar. En la reunión celebrada en el cuarto de derrota, el buzo dibujó el casco aproximado del barco hundido, asombrándonos con sus trazos antiguos. Sabiendo que yo siempre me interesé por la historia de la marina y, particularmente, por los barcos de vela, el capitán me preguntó si podría determinar la clase y la época del barco. Por los toscos rasgos que dibujó el buzo, lógicamente, era muy difícil resolverlo. En todo caso, se trataba de una nave de grandes dimensiones, con tres mástiles, con un casco ancho y la popa levantada. Pensé que debió construirse hacía no menos de cien años. El buzo dijo que el casco estaba hecho de madera muy compacta. La bodega, al parecer, estaba cubierta hasta arriba de láminas ligeras de corcho.
Después de pensarlo un poco, el ingeniero decidió intentar abrir el costado derecho del velero a fin de que saliera la carga flotante. De esta manera, el casco de madera del velero, henchido de agua, iría al fondo por su propio peso, y nosotros quedaríamos libres.
-¡Bueno, pues liberadnos, por lo más sagrado! -exclamó el capitán.
El ingeniero se quedó pensativo otra vez.
-¿Qué otras dificultades? -preguntó el capitán, alarmado.
-La cuestión es que para este trabajo hacen falta dos hombres. Se haría más rápido, y, sobre todo, más seguro. Si no se penetra en la sentina por el costado, habrá que perforar desde fuera y con la corriente es muy difícil arreglárselas. Tenemos la suerte de que el mar está inusitadamente tranquilo, de lo contrario sería peligrosísimo.
-Pero ustedes son dos buzos -dije yo.
-Sí, dos buzos, pero el uno tiene que estar arriba en la bomba, pues parte de nuestros especialistas se fueron por delante en el «Lovzovski». Estoy pensando cómo podríamos...
Entonces me acordé de mi pequeñísima experiencia como buzo y pensé: «¿Qué pasaría si bajara yo?» Naturalmente, resultaba tremendo sumergirse en mar abierto, pero estaba seguro de que valdría como ayudante. Le ofrecí mis servicios al ingeniero en calidad de segundo buzo y como respuesta a su sonrisa de desconfianza le hablé de mis posibilidades.
-Bien, que decida el propio buzo si le toma a usted como ayudante o no -dijo el ingeniero.
El buzo me miró con una mirada escudriñadora y me hizo algunas preguntas sobre el trabajo en la escafandra. Al parecer mis respuestas le dejaron satisfecho y convino en llevarme como ayudante, previniéndome de que si me estampaba fuerte contra el casco, no debería molestarme sino conmigo mismo.
Escuché atentamente todas las recomendaciones, pensando al mismo tiempo que, si me «estampaba contra el casco», difícilmente iba a recordar los consejos del buzo...
La tripulación acogió con todo entusiasmo y alegría mi inmersión y mientras me vestían la escafandra tuve ocasión de escuchar frases agudas en las que los marinos son maestros.
Por fin terminaron todos los preparativos. Al ponerme el casco quedé repentinamente como aislado del mundo habitual. El buzo ya había desaparecido debajo del buque, cuando yo, moviendo las pesadas piernas con no mucha agilidad, comencé a descender por la escalera. Absorbía toda mi atención la superficie verde obscura del agua que se ondulaba debajo de mí. Simultáneamente yo tenía que apretar con la nuca la válvula de escape, expulsar la mayor cantidad de aire y sumergirme en el agua al retirarse la ola. Lo hice satisfactoriamente y en unos segundos las espesas tinieblas nublaron la ventanilla del casco. Verdaderamente el agua me azotaba con fuerza por el lado izquierdo y, sólo concentrando todas las fuerzas, me sostuve en algo de forma oblicua que se alzaba a mi derecha, pudiendo así habituarme. El sol, que brillaba espléndido sobre el mar daba bastante luz. Al principio sólo distinguí el contorno general del barco hundido, recortado por una sombra negra y oblicua que caía del costado del «Komintern». Luego vi un saliente cuadrado, resto quizá de la estructura de cubierta, y detrás una viga gruesa, parte del mástil, según pensé más tarde, y sobre el cual se apoyaba el buzo. Rápidamente me llegué hasta él, siguiéndole hasta el borde del velero. Fue un descenso difícil por la superficie resbaladiza, cubierta de algas, conchas y mucosidades. Pero el agua, comprimiéndonos al bajar, nos aguantaba bien. Como ya habíamos convenido en superficie, decidimos penetrar en la bodega por la popa destrozada.
El costado del barco hundido aparecía como una línea fina, tras la cual se interrumpía el reflejo de la luz débil que caía de arriba. A partir de allí todo era obscuridad, despeñadero hacia un abismo espantoso de agua completamente negra. Y temblé en mi interior, acordándome de que el borde del buque pende sobre una profundidad de ocho kilómetros...
Junto con las olas que se mecían en la cubierta del barco hundido discurrían las manchas de luz solar. Siguiendo los reflejos opacos y verdosos del sol, traté de reconstruir el aspecto del barco. En esto me ayudó mi memoria, entrenada en los gráficos de veleros antiguos. A través del espesor de las excrecencias de conchas y de las colas de algas enroscadas, no vi, sino más bien adiviné, una embarcación de tres mástiles, de ancho casco y de una estructura muy maciza. La proa baja y chata, y la popa alta hablaban del siglo XVIII. Por el pedazo muy grueso del bauprés se adivinaba su considerable longitud, cosa típica de los barcos del siglo XVIII. En conjunto, el casco se conservó estupendamente y hasta la tapa de la escotilla de la bodega se encontraba allí. Un poco más allá del palo mayor empezaba una fuerte abolladura. Aplastada por la quilla de nuestro buque, se hundió la cubierta, los durmientes estaban completamente pandeados, se veían los baos abatidos, dando esta parte del barco un aspecto de lóbregas ruinas, agravado por la honda negrura que reinaba por los boquetes y hendiduras.
Quedé como helado, perplejo ante el caos de vigas y tablas rotas. Mi compañero encendió una potente linterna eléctrica y de repente se volvió hacia la izquierda. Aquí, efectivamente, como supuse «teóricamente», negreaba el corredor derecho de la toldilla, que se había salvado de la ruina en el choque. También yo encendí la linterna y, hombro con hombro junto al buzo, entramos en las densas tinieblas, pisando cuidadosamente en la tarima de la cubierta. A nuestra derecha se veía apenas una luz grisácea que penetraba, según supuse, por las ventanas traseras de la popa o, más bien, por lo que quedaba de ellas. Indudablemente las escotillas de la bodega, si lo eran, se habían quedado detrás de nosotros, sin duda, un poco más a la derecha y las pasamos penetrando al fondo de la popa. Movido por una apremiante curiosidad, rápidamente imaginé que la luz debió atravesar el salón y, en frente, según la costumbre, debería estar el camarote del capitán. En la pared que había a mi derecha, donde palpitaba una mancha de luz gris apenas perceptible, debería estar la entrada del camarote, que, sin duda, escondía el secreto del barco. Avancé decididamente hacia la derecha. La luz, rojiza por el agua, de la linterna eléctrica discurría por la pared negropardusca, sin señales de posibles aberturas. Apoyé sobre la pared la mano envuelta en un guante de goma y, llevándola por las tablas escurridizas, pronto toqué el borde del marco de la puerta.
«Parece que está aquí la puerta» -pensé y comencé a empujar la pared con el hombro. Pero no cedía. Golpeé en la pared con una barra que al cuarto golpe atravesó la madera, escapándoseme casi de las manos hacia el vacío, o, mejor dicho, hacia el agua. Yo continuaba apretando más y más en la puerta, cuando a mi espalda apareció el círculo luminoso de la linterna del buzo. Acercó su casco al mío y pude ver en la semiobscuridad su rostro asombrado e inquieto. Le señalé la puerta. Asintió con la cabeza. En este momento me llegó la voz del ingeniero, que repetía insistentemente: «Camarada segundo de abordo, ¿qué le sucede? ¿por qué no responde?» En pocas palabras le informé de que había penetrado en la zona de popa, que todo iba bien y que ahora íbamos a entrar en la bodega. La voz en el teléfono se apagó tranquila y otra vez me dirigí obstinadamente a la puerta del camarote del capitán. Estaba, sin saber por qué, convencido de que tras esta puerta se encontraba, precisamente, el camarote del capitán.
El buzo pasó la mano por el extremo inferior de la puerta y metió su palanqueta entre la puerta y su guarnición. «¡Qué diablos! Seguramente la puerta se abre hacia fuera» -se me pasó por la imaginación y uní mis fuerzas a la fuerza de oso del buzo-. Antes de dos minutos nos encontrábamos en la densa obscuridad de aquella estancia que un día sirvió al capitán. Nuestras linternas no daban mucha luz, el espacio era grande y por ello no pude hacerme una idea exacta del aspecto que tenía el camarote del capitán. El suelo que pisábamos era liso y resbaladizo. Algunos trozos de madera, seguramente restos del mobiliario, nos hacían tropezar de continuo. La punta de mi pesado calzado tropezó con algo. La luz de la linterna sacó de las tinieblas la esquina de una caja cuadrada, puesta de lado junto a la pared izquierda del camarote.
-¡Anda! -grité con alegría.
Y al punto, como si viniera del otro mundo, llegó la voz del ingeniero:
-¿Por qué «¡anda!»?
-Por nada. Todo va bien -me apresuré a contestar y me agaché a recoger la caja.
No era pesada, a mi entender, aunque ya me encontraba sobrecargado de instrumentos y cansado por el insólito trabajo. Sería muy difícil llevar esta carga complementaria.
Por entonces el buzo ya había recorrido el camarote por la derecha y también había encontrado dos cajas regulares que llevaba apretadas bajo el sobaco. Meneó con alegría la cabeza al ver mi hallazgo. No encontrando en el camarote otra cosa de interés, nos pusimos a «deliberar». Hablando a través de los teléfonos de arriba, es decir, a través del buque, llevamos nuestros hallazgos a cubierta y los dejamos en un lugar retirado. Después volvimos otra vez al pasillo y, quizá demasiado de prisa, buscamos un paso a la bodega.
Del resto, difícilmente podría decir algo coordinado y con detalle. Era un trabajo duro en la obscuridad infinita de unos pasos estrechos y atestados. Por fin, el buzo y yo cumplimos nuestro cometido y colocamos unas cargas fondo, en el lado derecho del barco. Cuando todo terminó y comprobamos la unión de los cables, sentí que me encontraba completamente agotado y sin fuerzas, me apoyé en un puntal macizo en un lugar de la bodega cerca de popa. El buzo comprendía mi situación y me dejó descansar un poco. Subiendo de nuevo a cubierta, que no pareció cosa muy fácil, me alegré ante los pálidos reflejos de la luz solar y por última vez eché una mirada al cuadro singular de la cubierta del barco hundido -la cara derecha del barco fuertemente dibujada a la luz obscura y el trozo saliente del bauprés.
Di la señal para que nos alzaran. La masa creciente de luz saltó sobre mí. Otra vez las olas amenazaban con sus golpes. El brillo de la superficie marina fue una sorpresa y una alegría... Mientras unas manos hábiles me quitaban el casco y me liberaban de la pesada escafandra, fue elevado también mi compañero.
Dejándome caer cansado en un bolardo, miraba asombrado al buzo, que, al parecer, no había perdido nada de su ánimo arrogante, ni siquiera después de la segunda inmersión.
-Vaya, es valiente su segundo de a bordo -dijo el buzo al capitán-. Lo hizo estupendamente. Él y yo, más bien él, hicimos una marcha de investigación y hurgamos en el camarote de mando -e hizo señas con la cabeza hacia nuestro botín, que ya se encontraba en cubierta.
-De esto hablaremos después -dijo el ingeniero-, ahora vamos a hacer estallar la carga.
Los ojos de todos los que se encontraban en cubierta esperando atentamente estaban clavados en la cajita de color castaño del inductor, junto a la cual estaba arrodillado el ingeniero dando vueltas a la manilla. El giro de la manivela iba acelerándose y el aparatito zumbaba melodiosamente. Todos escuchábamos conteniendo la respiración. Había un silencio absoluto. Sólo el chapoteo de las olas se oía tras la elevada borda. Apenas se había captado el movimiento de los dedos finos del ingeniero sobre el botón del interruptor, cuando el estampido sordo de una explosión submarina hirió nuestros nervios. El «Komintern» se balanceó, su casco de hierro resonó como un piano gigantesco. En el costado derecho reventó una ola gigante. Al retirarse la masa de agua aparecieron pedazos de madera obscura y en unos segundos la superficie del agua se cubrió de multitud de láminas de corcho ennegrecidas: era la carga de la bodega que saltaba a la superficie. Todos los marinos, desde el capitán hasta el cocinero, esperaban con la misma ansia y atención lo que pudiera ocurrir. Se oyó un crujido fuerte, pero ahogado, y después un golpe ligero como si el buque se hundiera un poco. Seguimos esperando, pero no se escuchó nada. Tan sólo las olas seguían azotando como antes y sordamente pegaban en el costado los pedazos que saltaron tras la explosión.
La voz serena del ingeniero interrumpió el silencio general:
-Bien, comandante, en marcha.
-¿Eso es todo? -dijo el capitán como despertando.
-¡Pues claro!
El capitán se fue corriendo al puente, empezó a sonar el telégrafo y al punto aquel terrible estruendo dejó de acompañar el zumbido que llegaba de las máquinas. El barco empezó a animarse y moverse. Bajo la proa zumbaban las olas. Cuando el «Komintern» giró, como echándose sobre su curso, todos nosotros gritamos unánimemente:
-¡Hurra por el ingeniero!
-¡Cada uno a su puesto! -era la voz de mando del capitán, contra su costumbre fumando en el puente. Y la cubierta quedó vacía.
De mala gana me levanté del bolardo, me acerqué al buzo, mi camarada en las aventuras submarinas, y le estreché fuertemente la mano. Luego eché la mirada atrás por la borda, hacia donde a lo lejos se mecían en las olas los pedazos arrancados por la explosión en el velero y con el sentimiento desagradable de haber cometido algún crimen, me imaginé que el barco, viajero tanto tiempo después de su muerte, luchando contra los años y el océano, ahora se hundía lentamente en la sima profunda... La sensación de un creciente nerviosismo, que me estuvo dominando todo el tiempo, se calmó, desapareciendo luego del todo. En su lugar, un cansancio insoportable se apoderó de mi cuerpo y de mi mente. Dije a un marinero que me llevara los hallazgos al cuarto de mapas y me fui lento hacia el puente.
El capitán me vio y me extendió las dos manos:
-Pero, ¡qué valiente es usted, Eugenio Nikoláyevich, qué valiente! Muchas gracias. A la tarde nos bebemos una botella de ron de primera calidad con nuestro primer salvador -hizo un gesto hacia donde estaba el ingeniero-. Y usted vaya a descansar. ¡Veo que se encuentra agotado...!
En seguida me bajé del puente y, lavándome ligeramente en la ducha, me fui a mi camarote. Me eché en la cama. Durante un rato seguí viendo, ya una luz obscura bajo el agua y los rayos vacilantes del sol, ya la negrura de la bodega... El camarote temblaba rítmicamente por el movimiento de las máquinas, el buque seguía tranquilo su rumbo. Todo lo sucedido se perdió en la nada... Al minuto dormía profundamente.
Me desperté por la tarde con la sensación de algo inusitado que me aguardaba y al momento me acordé de mis hallazgos. Me vestí y comí de prisa. Luego me dirigí al camarote del capitán, donde encontré una reunión bulliciosa, estimulada con ron de primera calidad que tanto me gusta. En cuanto llegué, el capitán mandó extender en la alfombra una lona impermeable y nos dispusimos a abrir las cajas encontradas. Una caja grande que no cedía ante el cortafrío -era de madera fuerte- se abrió sólo después de algunos buenos golpes de hacha. Por el camarote se esparció un extraño y fuerte olor. Para nuestro desencanto, en la caja no hallamos sino un revoltijo de trozos de piel: era todo lo que quedaba del diario del barco. El capitán, el ingeniero y el mecánico sin querer se echaron a reír al ver cómo se alargaban nuestros rostros, el mío y el del buzo. Abrimos una de las cajitas que encontró el buzo. En ella apareció un viejo sextante de bronce. Tras limpiar la capa verdosa de un lado, pude leer una inscripción latina. Decía que el sextante lo había hecho el mecánico Daniel... (olvidé el apellido) en Glasgow el año 1784. Por sí mismos, estos datos no significaban nada, ya que instrumentos británicos podían encontrarse en cualquier barco y podían utilizarlos durante muchos años, dada la insólita solidez de los viejos aparatos ingleses.
Sin embargo, la tercera caja nos proporcionó esa alegría que conoce muy bien quien llega al final deseado. Un viejo estuche de madera que servía de envoltura, al primer intento de abrirlo se deshizo fácilmente entre nuestras manos, mostrándonos una caja de estaño que brillaba pálida ante la luz fuerte de la lámpara eléctrica. La caja estaba llena de gotas grandes de agua. Estaba cerrada con una tapa gruesa que sobresalía hacia delante, bien apretada. No era posible levantar la tapa y la cortamos por el borde superior con un serrucho que nos trajo el mecánico. Debajo apareció una segunda tapa, lisa, que cerraba a rosca y con un arito en medio. La desenroscamos con relativa facilidad y solemnemente sacamos de ella -el interior sólo estaba húmedo, pero sin una gota de agua- un rollo de papeles envueltos en forma de tubo.
Por segunda vez en este día resonó un ¡hurra! unánime.
El rollo de papel compacto, que se rasgaba con facilidad, envuelto torpemente y ligeramente arrugado, atrajo sobre sí toda la atención. Algún proceso químico o la humedad dentro de la caja destruyeron todo lo escrito sobre las partes superior e inferior de cada hoja. De igual manera sufrieron muchísimo las hojas que formaban la parte externa del rollo. Se salvaron sólo unas pocas páginas que estaban en el centro, además de una hoja suelta de papel amarillo claro, doblada en cuatro dentro de las demás. Esta hoja nos dio la clave para entender todo lo se sucedido.
Unas letras gruesas y desiguales llenaban, en renglones un poco inclinados, las cuatro paginitas amarillas. Un inglés arcaico dificultaba un poco la lectura. El ingeniero y yo desciframos el escrito, los demás nos ayudaron en los pasajes difíciles. En la hoja suelta estaba escrito, más o menos, lo siguiente:
«12 de marzo de 1793, 6 de la tarde, latitud 38° 20' Sur, longitud 28° 45' Este, según estima matinal. La voluntad del Creador Todopoderoso sea sobre mí. Recibid, pues, gentes desconocidas, mi último saludo y leed las importantes comunicaciones que dejo aquí. Yo, Efraim Jesselton, patrón y capitán del magnífico barco «Santa Ana», cuento mis últimos minutos en este mundo y me apresuro a informar sobre las circunstancias de mi en muerte.
Salí de Kaapstad en la madrugada del 10 de marzo en dirección a Bombay con escala en Zanzíbar. Pasé de día el cabo de las Tormentas, tras el cual me encontré con un oleaje extraordinario que empujaba fuertemente mi barco. Al anochecer sopló del Noreste un huracán terrible que me llevó a la deriva, con inclinación Sur, con las velas delanteras superiores. Todo el día siguiente el «Santa Ana» anduvo a la deriva, luchando con la furia creciente del huracán. Por la mañana, arreció aún más la tempestad, alcanzando una fuerza nunca vista ni imaginada. Perdí uno tras otro todos los mástiles. La valentía de la tripulación salvó más de una vez el barco de una muerte segura. Pero no habíamos apurado la copa de los sufrimientos enviada por el destino. Series de olas gigantescas se lanzaban implacablemente sobre el barco que, lo mismo que la tripulación, sucumbió en lucha salvaje. Una vía de agua en la proa y en la cubierta privaron al «Santa Ana» de estabilidad, y a las 5 de la tarde el barco lo se hincó de proa, después se inclinó de costado y comenzó a hundirse. Al producirse esta última e irreparable catástrofe yo me encontraba en mi camarote. Acababa de entrar y quería alcanzar...»
Luego seguía un trozo muy difícil, después nuevamente podía leerse:
«... un extraño crujido y un bandazo de la nave, gritos y blasfemias se oían por encima del rugir furioso y el estruendo de las olas. Me caí y me herí gravemente en la cabeza, luego me retiré hasta la pared interior del camarote, me levanté y traté de salir por la puerta que ahora está arriba, en medio de la pared. Pero la puerta pesada se ve que estaba obstruida por algo y no cedía a mis esfuerzos. Jadeando, bañado en sudor, caí al suelo, completamente desfallecido, indiferente ante la muerte próxima. Recobrándome un poco, de nuevo intenté romper la puerta, golpeando en ella con el sillón, después con la pata de la mesa, mas sólo conseguí romper los muebles sin estropear siquiera la puerta. Golpeé y grité hasta perder las fuerzas por completo, pero nadie llegó en mi ayuda. Me convencí de que mi gente había perecido y me puse a aguardar mi hora. Pasó mucho tiempo, pero el agua entraba en el camarote muy despacio: en una hora alcanzó no más de un pie. Estremecido por la catástrofe hasta el fondo del alma, tardé en comprender que la carga tan ligera de mi barco -llevábamos corcho de Portugal- y la afamada resistencia del casco del «Santa Ana» no permitirían que el barco llegara en seguida al fondo. De este modo me queda algún tiempo para recordar, antes de morir, mis descubrimientos. Intentaré transmitirlos a las gentes, ya que por negligencia y por la sed insaciable de realizarlos no tuve tiempo de hablar de ellos.
En una cajita especial se encuentran, sin corregir, las notas de mis exploraciones marinas de los abismos que hay entre Australia y África. Aquí mismo dejo también esta última nota con la esperanza de que los restos de mi barco, llevado a la superficie del océano, lleguen a la orilla o los examine alguien en el mar: sé que los valores y documentos se buscan siempre en el camarote del capitán... El aceite del farol que milagrosamente quedó intacto, se acaba y en el camarote hay ya tres pies de agua... El rugido satánico del huracán y el balanceo no terminan. Escucho cómo las olas gigantescas azotan desde arriba el casco del «Santa Ana». Aquí llega el derrumbamiento de todos mis planes y la muerte triste me viene, encerrado dentro de un barco ya muerto. Pero, por muy débil, por muy insignificante que sea el hombre, todavía me alumbra un rayo de esperanza. Y si no me salvo yo, al menos, quizá, mi manuscrito llegue a leerse y, mis trabajos no se perderán...
No puedo entretenerme más. El agua penetra cada este vez con más fuerza y pronto inundará el armario sobre el que escribo de pie y con la caja de los escritos. ¡Adiós, gentes desconocidas! y no guardéis mis secretos como yo, pobre insensato, los guardé. Contádselos al mundo. Que se cumpla la voluntad del Señor. Amén.»
El ingeniero terminó las últimas palabras de la traducción. Todos guardamos silencio largo rato, abrumados por el relato sencillo de una catástrofe terrible y del valor de un hombre muerto hacía tiempo.
El mecánico fue el primero en interrumpir el silencio:
-¡Imagínense ustedes cómo escribió esto a la pálida luz de un farol antiguo, encerrado en el barco que se iba a pique! Personas valientes había en otros tiempos.
-Bueno, seguro que también ahora las hay -interrumpió el capitán-. Vamos a calcular: escribió en 1793, lo cual quiere decir que el barco navegó hasta encontrarse con nosotros ciento treinta y tres años.
-A mí me sorprende otra cosa -dijo el ingeniero-. Considerad la latitud y longitud de la catástrofe. Se produjo en algún lugar de África del Sur, y nosotros nos hemos encontrado con el «Santa Ana» en las islas Kuriles...
-Bueno, esto se puede explicar fácilmente -repuso el capitán, sacando un mapa grande de las corrientes marinas-. Miren ustedes -los dedos gruesos del capitán discurrían por las franjas azules, negras y rojas sobre el fondo azul de los mares-. Aquí está la poderosa corriente de las latitudes meridionales. Seguramente, la catástrofe tuvo lugar en sus límites, al Sureste de El Cabo. Corre hacia el Oriente, casi hasta las orillas occidentales de América del Sur, donde tuerce hacia el Norte. Aquí se junta con la fortísima corriente ecuatorial del Sur, que va hacia el Oeste, casi hasta las islas Filipinas. Y justo ahí, frente a Mindanao, un complicado torbellino, porque en este punto se juntan otras corrientes de sentido contrario. Algunas corrientes aisladas van de aquí hacia el Norte y en la del Kuro-Sivo. De esta manera queda como claro el recorrido de este ataúd flotante.
El buzo, que estaba sentado junto a mí, preocupado, se dirigió al ingeniero:
-Camarada jefe, ¿eso quiere decir que pereció en su propio camarote?
-Naturalmente.
-¿Y cómo el camarada segundo de a bordo y yo no encontramos sus huesos?
-¿Qué hay de extraño en ello? -dijo el ingeniero-. ¿Es que no sabe usted que con el tiempo los huesos se deshacen por la acción del agua del mar? Porque ciento treinta y tres años son un plazo suficiente para ello.
-¡Mar perverso! -murmuró el inspector-. Acabó con el marino y no dejó ni un hueso.
-¿Por qué perverso? -repliqué yo-. Al contrario, lo acogió en su seno mejor que la tierra. ¿Es malo el hecho de que se diluya en el océano inmenso, desde Australia hasta Sajalín?
-Oiga -dijo el capitán intentando bromear-. Vaya y ahóguese usted.
Pero nadie se rió de la broma. En el silencio concentrado dirigimos la mirada a las hojas del manuscrito conservadas íntegras.
La escritura era la misma, un poco más pequeña y más uniforme. Se ve que este manuscrito se escribió en momentos tranquilos de reflexión y no entre las garras de una muerte inminente. Para desencanto general, resultó por imposible leer incluso aquellas hojas que no había estropeado por completo la humedad. La tinta había palidecido y se había diluido. Descifrar una lengua extraña y además con giros y términos arcaicos desconocidos, resultaba para nosotros una tarea superior a nuestras fuerzas. Separamos aquellas páginas que se podían leer. Muy pocas, pero, por fortuna, eran seguidas. Se conservaron sólo porque se encontraban en medio del paquete. De esta manera contábamos con un trozo entero, aunque insignificante del manuscrito. Hasta el día de hoy me acuerdo con bastante exactitud de su contenido:
«... La cuarta medición resultó la más difícil. La serviola crujía y se dobló. Los cincuenta hombres de la tripulación se encontraban exhaustos de fuerzas, trabajando junto al cabrestante. Yo estaba contento con la solidez de los baos y, en general, de todo el empeño que puse en la construcción de un barco de excepcional consistencia para navegaciones largas en las latitudes tempestuosas de los cuarenta. Cuatro horas de esfuerzo tenaz y sobre las olas apareció el cilindro de bronce: mi descubrimiento para tomar pruebas del agua y otras substancias del fondo del océano. El ayudante dio la vuelta a la serviola con rapidez y el cilindro macizo pendía sobre la cubierta. Del cerrojo saltaba el agua en un chorro finísimo, expulsado por la tremenda presión. El contramaestre en ese momento tiró de la palanca del sujetador, pero con tal torpeza que dio al marino Lindham, que estaba agachado para recoger el último anillo de la guindaleza. Recibió el golpe en la sien, junto al oído, y el marino cayó como segado. Brotó sangre de la herida. Revolvía los ojos y sus labios pálidos y mordidos hacían ver que la herida era grave. Lindham cayó justo debajo del cilindro hidrómetro y el agua que corría a chorro por el cilindro cayó a la herida. Cuando acudimos a levantarle, la sangre, no sé por qué, dejó de correr. Antes de una hora, Lindham, que había sido llevado a la enfermería, volvió en sí. Se recuperó con increíble rapidez, aunque después sufrió dolores de cabeza, seguramente, por la conmoción cerebral. La herida cerró y cicatrizó ya al día siguiente.
Al principio no se me ocurrió relacionar la rápida curación de la herida con el agua extraída de la profundidad del océano que le había caído encima. Sin embargo los marinos luego sacaron esa conclusión y se difundió por el barco la fama del agua viva que el capitán había sacado del fondo del océano.
Por la mañana se me presentó el marino Smith y me pidió que le curara con agua milagrosa una úlcera purulenta que tenía en la mano. Mojé el pañuelo en agua de la prueba tomada ayer, se lo di y yo seguí ocupado en el estudio de la prueba. Su peso específico era bastante grande, mayor que el del agua corriente del mar. Su color en un vaso transparente no era el habitual, sino de un tinte gris azulado. Por lo demás no conseguí descubrir nada especial, ni siquiera al gusto. Eché toda la prueba en una botella para llevársela a un amigo mío de Aberdeen. Terminado el trabajo, sentí un aflujo de energías, de ánimo, y una especie de alegría vital insólita. Lo achaqué a la acción del agua profunda que había bebido y, probablemente, no me equivoqué. Por lo que se refiere a la herida de Smith, a los dos días había cicatrizado perfectamente. Desde entonces, todo el tiempo de nuestro viaje hasta Inglaterra tuve en el camarote un frasco pequeño con agua milagrosa que con todo éxito curaba las heridas y hasta las enfermedades de estómago.
Cogimos esta prueba en el lugar más profundo, en una fosa grande y redonda en el fondo del océano a 40° 22' latitud Sur y 39° 30' longitud Este, a una profundidad de 19.000 pies.
Era este mi segundo gran descubrimiento en las profundidades oceánicas. Antes consideraba como mi hallazgo más notable el de unos cristales rojos increíblemente corrosivos, a una profundidad de 17.000 pies, al Noroeste del cabo de las Tormentas...
Soñaba hacer todavía dos cruceros urgentes con carga para sacar dinero -¡maldito dinero!- y después podría explorar las profundidades del océano más arriba de los cuarenta de latitud al Sur de El Cabo, donde el capitán Atebridge descubrió enormes simas en una gran extensión. Pienso que en estas fosas escondidas encontraré substancias antiguas en lo profundo, donde no hay ni corrientes, ni olas y que nunca estuvieron en la superficie.
¡Cómo se hubiera alegrado con mis descubrimientos el gran La Pérouse, que me hablaba de sus conjeturas y que, justamente, llevó mis meditaciones a las profundidades de las latitudes meridionales! Pero la muerte nos llevó temprano a este hombre genial. Yo mismo considero prematuro informar al mundo de mis hallazgos y no lo haré, mientras no explore las fosas de Atebridge...»
En la última página conservada estaba subrayada la fecha «20 de agosto de 1791», después iban las palabras: «... a 100 millas al Este de la costa oriental de la Tierra de Kaffra, encontramos un bergantín holandés, cuyo capitán comunicó que iba de la India Oriental a la Ciudad del Cabo, pero que se vio forzado a desviarse a occidente, huyendo del huracán. Tres días más tarde se encontró en un punto del mar cubierto de olas verticales, como si el agua se hubiera encerrado en un inmenso anillo invisible. Esas olas empezaron a empujar su buque, de forma que el capitán temió por la integridad de las juntas y el revestimiento de las jarcias. Por suerte este lugar no tenía más que unas millas de anchura y el bergantín pasó este área de olas verticales, ayudado por un viento fresco. Fue interesante para mí saber que un fenómeno tan raro y que casi nadie conoce fuera observado por este sencillo marinero que estaba muy lejos de inventarse algo. También yo vi este fenómeno y sospeché que la aparición de tales olas, siempre en un área redonda, significa...»
Con esto terminaba la página y con ella todas las notas que pudimos descifrar.
Al regreso de este crucero en el «Komintern» a Vladivostok, pronto recibí destino en el «Yeniséi», vapor nuevo, comprado en el Japón. Este carguero de nueve mil toneladas tenía que ir a Leningrado y fui destinado a él como segundo de a bordo, seguramente como premio a mi participación activa en el salvamento del «Komintern». No tenía muchas ganas de separarme del «Komintern», ni de su capitán y tripulación, con quienes familiaricé durante dos años de navegar juntos, pero el interés por un crucero largo pudo más que el resto de las consideraciones. Con dolor de corazón me despedí con besos efusivos del viejo capitán y de todos los demás compañeros del barco.
De camino, el «Yeniséi» llevaba madera a Shangai. De allí debía ir a Singapur a cargar estaño. Después tenía prevista una escala en la costa de Guinea, en Puent Noir, en busca del barato cobre africano que acababa de salir al mercado. Por consiguiente teníamos que ir, no por Suez, sino por El Cabo, alrededor de África, es decir, pasar precisamente por los parajes en que naufragó el «Santa Ana». Más sencillamente, este crucero me interesaba sobremanera. Trasladé mis poco abultados bártulos y con ellos la caja de estaño con los valiosos manuscritos del capitán Jesselton, al magnífico camarote del segundo de a bordo del «Yeniséi» y me metí de lleno en los infinitos y complicados detalles de la recepción en el barco. No voy a contar ni siquiera la navegación, que transcurrió como en la mayoría de los barcos que día y noche navegan por los mares del mundo. Muy preocupado anduve junto al capitán con el trazado del rumbo en parajes desconocidos y con las operaciones de carga. Las aguas tempestuosas de las latitudes cuarenta se olvidaron de nosotros y no nos pegaron sustos, pero, de todas formas, al llegar a la Ciudad del Cabo, estaba terriblemente cansado. Fue una gran satisfacción que la necesidad de tratar con nuestros de representantes en la Ciudad del Cabo diera lugar a una escala prolongada, con lo que pude pasar unos tres días en tierra, continuamente vagando por esta ciudad encantadora y por sus alrededores.
Yo no seguí la norma habitual de los marinos y cambié la agitación abigarrada de la calle Adderley por la admiración solitaria de este maravilloso rincón alejado de mi patria. La majestuosa belleza de los alrededores de la Ciudad del Cabo penetró en mi alma para siempre. Subiendo a la cima de la montaña de la Mesa, contemplé admirado desde la altura el inmenso arco blanco de la ciudad, recamando la espaciosa concha de la Mesa. A la izquierda y a lo lejos, hacia el Sur, a lo largo de las montañas lisas y escarpadas de la península, se perdían, festoneados, brillando con el sol deslumbrante, los ancones. La deslumbradora franja de espuma blanca de la resaca ribeteaba las hoces doradas de las arenas en la orilla. Detrás, hacia el Norte, se extendían series de gigantescas montañas de azul claro. La picuda mole de la montaña puntiaguda del León separaba la media luna de la Ciudad del Cabo de la zona litoral de Sea Point, en donde, incluso desde la altura se podía distinguir la fuerza de la resaca del Océano abierto. Me bajé hacia aquella parte de la península, hacia Meisenberg, y disfruté del dulce placer de las aguas cálidas, azules de la corriente de la Aguja.
Por el camino, en la famosa viña de Vanderstel, en Weinberg, bebí un vino excelente de cien años y, sentado en el coche, me entusiasmaba de continuo con la vieja arquitectura de las casas holandesas bajo encinas enormes y pinos de singular buen olor. El último día de mi no estancia, desde la mañana cogí un taxi y me marché hasta la alameda del Mar, camino de rocas entrecortadas, hacia el sur de Sea Point. Las bellas escarpaduras de las rocas del pico Chapman se hundían en la espuma de la rugiente una resaca. El viento azotaba la cara con salpicaduras de sal. Con el viento de cara, animado por la fuerza del océano, pasé junto a las laderas de los Doce Apóstoles y la anconada de Kamp y decidí quedarme para la noche, solo, a la orilla del océano abierto en el barrio de Sea Point, famoso para mí desde la visita anterior que hice a la Ciudad del Cabo, por un figón acogedor. Obscurecía. El mar invisible se hacía sentir por un murmullo bajo. Pasé por el bulevar asfaltado y giré a la derecha, hacia una conocida puerta de color verde claro, iluminada por los globos opacos de dos columnitas. La sala inferior, preferida por los marinos, se ahogaba en el humo del tabaco y era presa del olor a vino y del bullicio de voces alegres. El dueño sabía bien qué es lo que más conmueve el corazón del marino, y un artista del violín lanzaba desde el tablado las notas tiernas de Brahms.
Una suave, inconsciente y agradable nostalgia por la separación se apoderó de mí aquella tarde. ¡A quién de nosotros no nos ha tocado padecer esta pena por la separación de un lugar que nos gusta, pero que nos resulta extraño por completo! Mañana mismo marcha el barco y usted, seguramente, se despedirá para siempre de la bella ciudad, ciudad por la que pasó como extraño, sin relación alguna y, libre en su aislamiento, usted observó una vida desconocida que, no sé por qué, siempre parece agradable, hermosa, cosa que, de seguro, no es así...
Con ese humor radiante y melancólico me senté junto a una mesita que se encontraba en un saliente de la pared. El camarero, atraído por el brillo de mis galones, acudió servicial. Le pedí una consumición regular de bebida, con la que quería celebrar mi despedida. Encendí la pipa y me puse a observar los rostros animados y colorados de los marinos y de las chicas engalanadas. Una buena dosis de ron, rebajado con jugo de naranja, proporcionó el rumbo deseado a mis pensamientos, sumergiéndome en despaciosas reflexiones sobre la vida ajena y sobre ese delicioso derecho de no participación que siempre pone al viajero avispado en un cierto grado de superioridad respecto a las personas que le rodean.
El violín empezó de nuevo a sonar, esta vez con unos aires gitanos de Sarasate. Siempre me gustaron y me puse a escuchar con toda el alma aquellas notas que hablaban de marchar a lo lejos, de tristeza por la distancia, de una pena vaga por lo que no se entiende... La melodía se interrumpió. Volví a la realidad y metí la mano en el bolsillo en busca de cerillas. En ese momento salió al escenario una chica pequeñita. Sentí, como dicen los franceses, un pinchazo en el corazón: tan inesperada y tan poco a tono con el figón me parecía la dulce y clara belleza de la muchacha. No acierto a describirla y ¿para qué? No hace falta. Recibida con un murmullo de aprobación, al momento la chica se llegó al borde del tablado y comenzó a cantar. Su voz era débil, pero agradable. Se veía que su canto gustaba, porque en el salón se impuso el silencio. Entonó unas cuantas canciones, por lo que pude entender, de tema amoroso y triste. Me gustó un arreglo fino y singular de un tema, muy adecuado para su forma de cantar. Cuando desapareció tras los bastidores un estruendo de aplausos y gritos de entusiasmo la hicieron salir de nuevo. Se inició una danza con taconeo y repetición de ciertas coplas picantes acompañadas de la risa de aprobación de los asistentes. La fina belleza de la muchacha parece que no iba con aquel baile y aquellas coplas y sentí algo así como vergüenza y volví a servirme licor... Y ya no pensé sino en fumar placenteramente mi pipa, saqué el reloj... pero de pronto me volví a mirar el tablado, sin mirar la hora que era. Se ve que la chica había cambiado de vestido otra vez. Ahora llevaba un traje de terciopelo negro con el cuello de encaje, que le daba un aspecto arcaico y conmovedor. Ocupado con mi pipa, escuché las palabras iniciales de la canción de turno, Pero cuando, entre los sonidos estridentes de la melodía, llegó a mi conciencia el nombre del barco «Santa Ana», agudicé el oído y redoblé la atención para seguir el ritmo rápido de la canción. Efectivamente, en la canción se hablaba del intrépido capitán Jesselton, que surcó los mares del Sur, de los elevados mástiles del «Santa Ana» y -figuraos mi sorpresa- de que el capitán a su paso junto a la isla de Tyne sacó agua viva que alegra a los vivos y vivifica a los muertos, pero después desapareció con su buque sin dejar rastro. Terminó la canción y la chica volvió a salir. Sacudí mi estupor, di un salto y comencé a gritar tan fuerte «¡que se repita!» que asombré a los que estaban cerca de mí.
La chica miró hacia mi mesa como extrañada, sonrió, movió la cabeza negativamente y al punto abandonó el escenario. Volviendo a la realidad, sentí cierta vergüenza porque no aguanto las manifestaciones violentas de los sentimientos. Pero la canción de la chica no me dejaba pensar en otra cosa. Me rompía la cabeza tratando de descubrir la relación entre el barco naufragado y la cantante del figón de la Ciudad del Cabo. El deseo de buscar a la chica y preguntarle fue creciendo y se impuso. En ese mismo instante, alzando los ojos, la vi delante de mí.
-Buenas noches -dijo sencillamente-. ¿Le gustó su mi canción?
Me levanté y la invité a sentarse conmigo. Llamé al camarero y pedí para ella un cóctel y sólo entonces la miré a la cara. Una palidez cansada se dejó ver en ella, denunciaba una vida de poca salud. La divertida manera de contraer despectivamente su hermosa nariz se disimulaba con una sonrisa graciosa y como turbada. Un vestido de terciopelo liso envolvía su figura, subrayando su elevado pecho.
-Usted es parco en palabras, capitán -dijo burlonamente la muchacha, ascendiéndome de rango-. ¿Quién es usted y cuál es su patria?
Al saber que era de la Unión Soviética, la chica comenzó a mirarme con interés no disimulado. Yo, a mi vez, le pregunté su nombre y mi corazón palpitó sin querer más fuerte al oír su respuesta:
-Ana Jesselton.
Se puso a preguntarme sobre mi patria lejana. Pero yo contestaba con monosílabos, absorbido por completo pensando en los hilos del destino que se prolongan en el correr de los años hasta enlazar de manera tan extraña a esta chica con mi hallazgo en el barco hundido. Por fin aproveché la ocasión para preguntarle por sus padres y su relación con el capitán del que hablaba en la canción. El rostro expresivo de Ana se puso de repente hosco y altivo, y no me contestó. Continué insistiendo, insinuando al mismo tiempo que estaba interesado por el capitán Jesselton y no sin motivo y que por circunstancias especiales tenía derecho a ello.
La chica se irguió con viveza y sus grandes ojos me miraron con manifiesta hostilidad.
-He oído que los rusos son gente delicada -dijo en forma pausada-. Pero usted... usted es como todos -y su mano pequeñita hizo el gesto de abarcar toda la sala ruidosa y humeante.
-Escuche, Ana -intenté yo replicar-, si usted supiera la causa de mi curiosidad, entonces usted...
-Es igual -interrumpió ella-, no quiero, no puedo hablar con usted de cosas importantes, de mis cosas, y aunque yo... -se le trababan las palabras, pero luego continuó-: Pero si usted cree que su dinero le da derecho a meterse en mis intimidades, entonces, buenas noches, hoy no me encuentro de buen humor.
Se levantó. También yo me levanté entristecido por el desgraciado rumbo que tomaban las cosas.
Ana se quedó mirando mi rostro apenado, sus ojos se aplacaron y con gesto complaciente me pidió que la acompañara a casa. Pagué y salimos juntos. En seguida nos envolvieron el aroma y el rumor del mar próximo. Al cruzar una ancha calle desierta cogí a Ana del brazo. A la derecha, a lo lejos, como una masa tenebrosa huía hacia el mar el cabo Sea. A la izquierda, tras los tejados de las casas iluminadas por el resplandor de las luces y tras el verdor obscuro de Punta Verde, lanzaba sus destellos el faro sobre la colina de la Señal. Penetramos en la obscuridad de una alameda de árboles pequeños y sin más preámbulos empecé a contar mi última navegación en el «Komintern» y la aventura del barco hundido. Para terminar le dije que las notas del capitán Jesselton se encontraban ahora en mi camarote. Ana escuchaba sin interrumpirme. Se veía que el relato la había sobrecogido por completo. Luego, de improviso, se paró junto al portillo de la tapia de un jardín pequeño, delante de una casa obscura. La luz de una farola desde una elevada columna penetraba por las copas de los árboles bajos y pude ver perfectamente los ojos tristes de la chica. Me miró fijamente y la expresión de sus ojos no correspondía en absoluto con el tono burlón de su voz:
-Sí, usted, sin duda, es un marino de verdad, si puede pensar tan bien como piensa...
Ana sonrió dulcemente, cogió el botón de mi guerrera y, alzándose ligeramente sobre la punta de los pies, me dio un beso... Y al minuto se escondió tras el portillo bajo la sombra de los árboles, adonde no llegaba la luz de la farola.
-Ana... ¡Un momento! -grité yo sobrecogido por la emoción.
Nadie me respondió. Me quedé parado como medio por minuto con un sentimiento impreciso de desilusión. Después me volví y no había andado más que unos pasos por la alameda, cuando me detuvo la voz de Ana:
-Capitán, ¿cuándo sale su barco?
Miré la esfera fluorescente del reloj y contesté secamente:
-Dentro de cuatro horas... ¿Qué quiere de mí, Ana?... -no hubo respuesta; tan sólo oí un golpe suave al cerrarse la puerta...
Aún era pronto para ir al barco y no tenía ganas de volverme al figón. Me fui andando despacio por la orilla del mar en dirección de la estrella brillante y mortecina de la colina de la Señal. Rodeando la montaña hasta el puerto no había más que cuatro kilómetros. Todo este recorrido lo hice con el sentimiento confuso de haber perdido algo... Al subir hacia Punta Verde, el viento, volando desde la descampada del océano abierto, me sacudió con fuerza. Y cuántas veces hasta este momento me parecieron diminutas todas mis penas de cara al océano...
Al amanecer salí a la amplia alameda entre el dique Victoria y la Punta Mouille y todavía durante media hora fui mirando tranquilamente las crestas purpúreas de las olas en la bahía, esperando la motora. Ayer el «Yeniséi» se había retirado a la rada, preparado para hacer un viaje largo.
Me volví al barco, bajé al camarote y me eché en el sofá. La guardia de salida la hacía el capitán, pero yo no tenía ganas de dormir. Metí la cabeza debajo del grifo, bebí café caliente y salí al puente superior para admirar la ciudad, cuyo encanto en dos visitas se me había metido hondamente en el alma. Quería vivir aquí por más tiempo, al pie de las fantásticas montañas, en estrecha proximidad con el océano. El azul de la bahía, cortada por las líneas rectas de dos rompeolas, se ribeteaba con el anfiteatro de las casas blancas de la ciudad. Más arriba se extendía la franja de verde tupido de árboles gigantescos, sobre la cual se alzaban las pendientes escarpadas azul-grisáceas del pico del Diablo y de la montaña de la Mesa que constituyen la parte superior inmensa del anfiteatro. A derecha, tras el abrupto arco de la orilla se escondía Sea Point, lugar que para mí ya no resultaba extraño.
Un fuerte toque de campana en el castillo de popa anunciaba la hora de tensar el ancla. La sirena del buque, la tensión del cabrestante, las palabras de ritual: «¡Ancla lista!» y el «Yeniséi», girando y haciendo señales, emprende la marcha.
Pasaba el tiempo y un sol deslumbrante quemaba terriblemente la cubierta, cuando el «Yeniséi» cambió el rumbo dirigiéndose hacia el Norte. Los perfiles de las tres montañas de la Ciudad del Cabo poco a poco se iban sumergiendo en el mar, ocultándose tras las olas. Me quedé en el puente substituyendo al capitán. Éste, sonriendo ampliamente se acercó con un papelito en la mano: «He recibido esto, pero seguro que es para usted. No en vano ha andado perdido tanto tiempo por la ciudad».
Sin comprender cogí de sus manos el telegrama que acababa de recibir el radiotelegrafista: «Al capitán del barco ruso: Siento lo de ayer, tenemos que vernos, debe buscarme cuando pase otra vez. Ana.» Por un momento vi ante mis ojos la cara encantadora de la muchacha... Una vez más me sobrecogió la idea de haber perdido algo. Pero vencí el embrujo y doblé tranquilamente el telegrama. Estaba convencido de que dejaba la Ciudad del Cabo para muchos años, si no era para siempre. Incluso no podría contestarle, ya que no se le ocurrió darme las señas... Alcé la mano y abrí los dedos. El viento fresco del mar arrebató al instante el telegrama y, en remolino, lo dejó caer en la estela espumosa de la hélice...
Apenas llegué a Leningrado me puse inmediatamente a la tarea. Especialistas marinos, con quienes hablé del descubrimiento de Jesselton, se limitaron a dudar y quedarse perplejos. Pero, por consejo de un amigo, me dirigí al famoso geoquímico, el académico Viéreskov. El anciano se entusiasmó extraordinariamente con mi relato y me explicó que en las fosas submarinas, formadas en tiempos antiguos, sin duda alguna, podremos encontrar substancias que hace tiempo desaparecieron de la superficie de la Tierra: minerales y gases con propiedades físicas y químicas notablemente distintas de los que ahora conocemos. Pero hay que buscarlos en las antiguas fosas, muy raras en el Océano y conocidas precisamente en la región de las latitudes meridionales entre Australia y África. Sin embargo, a mi pregunta sobre el significado inmediato, para la ciencia, del manuscrito que yo encontré, el académico se limitó a una observación imprecisa sobre que la indicación de la latitud y longitud tiene alguna significación. Después el científico me dijo que sobre la base de unos datos conseguidos por un procedimiento tan poco habitual, nadie se atrevería a sacar ninguna conclusión. La comprobación de los descubrimientos de Jesselton podría realizarlos una expedición especial, pero una vez más: ¿quién se pondrá a organizar una expedición lejana tan costosa, sirviéndose de manifestaciones tan hipotéticas?... Al salir de casa del científico sentí la misma pena del desencanto y pérdida que sentí en la Ciudad del Cabo. Lo que a mí me parecía incondicionalmente claro e importante, como de repente, se obscureció y comprendí que, cuanto más inverosímil y maravillosa sea una aventura ocurrida en la vida, más difícil será contarla de manera convincente...