Ruth Brouard se despertó sobresaltada. Pasaba algo raro en la casa. Se quedó tumbada sin moverse y prestó atención a la oscuridad como había aprendido a hacer a lo largo de todos aquellos años, esperando a que el sonido se repitiera para saber si estaba a salvo en su escondite o si tenía que salir huyendo. En ese momento de tensa escucha no podía decir qué era el ruido. Pero no formaba parte de los sonidos nocturnos que estaba acostumbrada a oír —el crujido de la casa, la vibración de una ventana, el ulular del viento, el chillido de una gaviota despertada de su sueño—, así que notó que se le aceleraba el pulso mientras aguzaba el oído y obligaba a sus ojos a discriminar entre los objetos de la habitación, examinándolos todos, comparando su posición en la penumbra con la que tenían de día, cuando ni los fantasmas ni los intrusos osarían alterar la paz de la vieja mansión en la que vivía.
No escuchó nada más, conque atribuyó su repentino despertar a un sueño que no podía recordar. Atribuyó los nervios crispados a la imaginación. A eso y a la medicación que tomaba, el calmante más fuerte que podía darle el médico y que no era la morfina que necesitaba su cuerpo.
Gruñó en la cama al notar un brote de dolor que nació en los hombros y bajó por los brazos. Los médicos, pensó, eran guerreros modernos. Estaban entrenados para luchar contra el enemigo hasta que el último corpúsculo pasara a mejor vida. Estaban programados para hacerlo, y les estaba agradecida por ello. Pero había veces en las que el paciente sabía más que los médicos, y Ruth comprendía que esta era una de esas veces. Seis meses, pensó. Dentro de dos semanas cumpliría sesenta y seis años, pero no viviría para llegar a los sesenta y siete. El mal había conseguido pasar de los pechos a los huesos, después de darle una tregua de veinte años durante la cual se había vuelto optimista.
Estaba tumbada boca arriba y cambió de posición colocándose de lado, y sus ojos se posaron en los números rojos digitales del despertador de su mesita de noche. Era más tarde de lo que pensaba. La época del año la había engañado por completo. Por la oscuridad, había supuesto que serían las dos o las tres de la madrugada, pero eran las seis y media; habitualmente se levantaba al cabo de una hora.
En la habitación contigua a la suya, oyó un ruido. Pero esta vez no era un sonido fuera de lugar, nacido de un sueño o de su imaginación. Era el movimiento de la madera sobre la madera al abrirse y cerrarse la puerta de un armario y también un cajón de la cómoda. Algo chocó contra el suelo, y Ruth imaginó las deportivas de su hermano cayendo accidentalmente de sus manos con las prisas por calzárselas.
Ya se habría puesto el bañador —ese triángulo insignificante de licra azul celeste que a ella le parecía del todo inadecuado para un hombre de su edad— y ahora ya se habría enfundado el chándal. El único preparativo que faltaba en la habitación eran las deportivas que se pondría para caminar hasta la bahía y que estaría calzándose en ese momento. Ruth lo sabía por el crujido de la mecedora.
Sonrió mientras oía los movimientos de su hermano. Guy era tan predecible como las estaciones. La noche anterior había dicho que por la mañana iría a nadar, así que a nadar iba, como todos los días: atravesaría los jardines para acceder al sendero y, luego, bajaría deprisa a la playa para calentar, solo en la carretera estrecha con curvas pronunciadas que esculpía un túnel serpenteante debajo de los árboles. Era la capacidad de su hermano de ceñirse a sus planes y llevarlos a cabo con éxito lo que Ruth más admiraba de él.
Oyó que la puerta del cuarto de Guy se cerraba. Sabía exactamente qué sucedería ahora: en la oscuridad, su hermano caminaría a tientas hasta el armario de la caldera y cogería una toalla. Esta acción duraría diez segundos, tras lo cual emplearía cinco minutos en localizar las gafas de natación, que el día anterior por la mañana habría guardado en el cajón de los cuchillos o dejado en el revistero de su estudio o metido sin pensar en ese aparador que había en un rincón del salón del desayuno. Con las gafas en su poder, iría a la cocina a prepararse un té y, con él en la mano —porque siempre se lo llevaba para tomárselo después, era su recompensa humeante de té verde y ginkgo por haber logrado meterse, una vez más, en un agua demasiado fría para los mortales corrientes—, saldría de la casa y cruzaría el césped hacia los castaños, detrás de los cuales se encontraba el sendero y, detrás, el muro que definía el límite de su propiedad. Ruth sonrió ante lo previsible que era su hermano. No sólo era lo que más le gustaba de él; también era lo que desde hacía tiempo había conferido una seguridad a su vida que no le correspondía.
Vio cómo cambiaban los números del despertador digital a medida que pasaban los minutos y su hermano llevaba a cabo sus preparativos. Ahora estaría en el armario de la caldera, ahora bajando las escaleras, ahora buscando impaciente esas gafas y maldiciendo los lapsos de memoria cada vez más frecuentes a medida que se acercaba a los setenta. Ahora estaría en la cocina, quizá incluso comiendo a hurtadillas un tentempié antes de ir a nadar.
En el momento en que, según su ritual matutino, Guy salía de la casa, Ruth se levantó de la cama y se echó la bata por encima de los hombros. Se acercó a la ventana descalza y descorrió las pesadas cortinas. Contó hacia atrás a partir de veinte, y cuando llegó al cinco, ahí estaba él, saliendo de la casa, fiable como las horas del día, como el viento de diciembre y la sal que traía consigo del canal de la Mancha.
Llevaba puesto lo de siempre: un gorro rojo de punto calado sobre la frente para taparse las orejas y el cabello grueso y canoso; el chándal de la Marina manchado en los codos, los puños y los muslos con la pintura blanca que había utilizado el verano pasado para el pabellón acristalado; y las deportivas sin calcetines. Aunque no podía verlo, simplemente conocía a su hermano y su forma de vestir. Llevaba su té y una toalla colgada alrededor del cuello. Las gafas, supuso, estarían en un bolsillo.
—Disfruta del baño —dijo contra el cristal helado de la ventana. Y añadió lo que él siempre le decía, lo que su madre había gritado hacía tiempo mientras el pesquero se alejaba del muelle, separándolos de su hogar en la negra noche—: Au revoir et adieu, mes chéris.
Abajo, él hizo lo que hacía siempre. Cruzó el césped y se dirigió hacia los árboles y el sendero que había detrás.
Pero esa mañana, Ruth vio algo más. En cuanto Guy llegó a los olmos, una figura imprecisa apareció de detrás de los árboles y empezó a seguir a su hermano.
Delante de él, Guy Brouard vio que las luces de la casita de los Duffy, una estructura acogedora de piedra que, en parte, estaba construida en el muro que limitaba la finca, ya estaban encendidas. En su día, fue el punto donde se recogía el alquiler de los inquilinos del corsario que había construido Le Reposoir a principios del siglo XVIII y, en la actualidad, la casa de tejado empinado era la residencia de la pareja que ayudaba a Guy y a su hermana a conservar en buen estado la propiedad: Kevin Duffy en los jardines y su mujer, Valerie, en la mansión.
Las luces de la casa indicaban que Valerie estaba levantada preparando el desayuno de Kevin. Era muy típico de ella: Valerie Duffy era una esposa sin parangón.
Guy hacía tiempo que pensaba que, después de crear a Valerie Duffy, se había roto el molde. Era la última de su especie, una esposa del pasado que consideraba un trabajo y un privilegio cuidar a su hombre. Guy sabía que si hubiera tenido una mujer así desde el principio, no habría tenido que dedicarse a explorar las posibilidades que había ahí fuera con la esperanza de encontrarla al fin.
Sus dos esposas habían sido un fastidio. Un hijo con la primera, dos hijos con la segunda, buenas casas, coches bonitos, vacaciones estupendas al sol, niñeras e internados… Daba igual: «Trabajas demasiado. Nunca estás en casa. Quieres más a tu miserable trabajo que a mí». Variaciones interminables de la misma canción. No era de extrañar que no le hubiera quedado más remedio que huir.
Por debajo de los olmos pelados, Guy siguió el camino en dirección a la carretera. Aún reinaba el silencio; pero al llegar a las verjas de hierro y abrir una, las primeras currucas se despertaron en las zarzas, los endrinos y las hiedras que crecían a lo largo de la estrecha carretera y se aferraban al muro de piedra, lleno de liquenes, que la bordeaban.
Hacía frío. Era diciembre. ¿Qué podía esperarse? Pero como era temprano, aún no hacía aire, aunque un extraño viento del sureste prometido para más tarde haría imposible bañarse después del mediodía. Aunque era improbable que alguien más aparte de él se bañara en diciembre. Esa era una de las ventajas de tener una alta tolerancia al frío: tenía el agua para él solo.
Y Guy Brouard lo prefería, puesto que el momento del baño era el momento de pensar y, por lo general, tenía muchas cosas en las que pensar.
Ese día no era distinto. Con el muro de la finca a su derecha y los altos setos de las tierras de labranza de los alrededores a su izquierda, recorrió el sendero bajo la débil luz de la mañana, en dirección a la curva desde donde descendería la ladera empinada hasta la bahía. Pensó en lo que había hecho en su vida en los últimos meses, en parte a propósito y de forma totalmente prevista, en parte como consecuencia de unos acontecimientos que nadie podría haber anticipado. Había engendrado decepción, confusión y traición entre sus socios más íntimos. Y como hacía tiempo que era un hombre que no compartía con nadie sus interioridades, ninguno de ellos había podido comprender —menos aún digerir— que las esperanzas que habían depositado en él estuvieran tan equivocadas, puesto que durante casi una década les había animado a pensar en Guy Brouard como un benefactor permanente, paternal en su forma de preocuparse por su futuro, despilfarrador en el modo como garantizaba que esos futuros estuvieran asegurados. No había sido su intención engañar a nadie. Todo lo contrario, siempre había querido hacer realidad el sueño secreto de todo el mundo.
Pero todo eso había sido antes de lo de Ruth: esa mueca de dolor cuando ella creía que no la miraba y lo que sabía que significaba aquella mueca. No se lo habría imaginado, por supuesto, si ella no hubiera comenzado a escabullirse para ir a citas que ella llamaba «oportunidades para hacer ejercicio, frére» por los acantilados. En Icart Point, decía, encontraba inspiración para un futuro tapiz en los cristales de feldespato de los gneises laminados. Le informó de que, en Jerbourg, los dibujos en los esquistos formaban bandas grises desiguales que podían seguirse y rastrear así la ruta que el tiempo y la naturaleza utilizaban para posar cieno y sedimentos en la piedra antigua. Sacaba esbozos de las aulagas, decía, y describía con sus lápices las armerías marítimas y las collejas en rosa y blanco. Cogía margaritas, las colocaba sobre la superficie irregular de un afloramiento de granito y las dibujaba. Mientras paseaba, arrancaba jacintos silvestres y retama, brezo y aulagas, narcisos silvestres y lirios, dependiendo de la estación y de sus preferencias. Pero las flores nunca llegaban a casa. «Demasiado rato en el asiento del coche, he tenido que tirarlas —afirmaba—. Las flores silvestres no duran cuando las coges».
Mes tras mes, seguía con la misma canción. Pero Ruth no era de las que paseaban por los acantilados, ni de las que cogían flores o estudiaban geología. Así que todo aquello hizo sospechar a Guy.
Al principio, cometió la estupidez de pensar que por fin su hermana tenía a un hombre en su vida y le daba vergüenza contárselo. Sin embargo, ver su coche en el hospital Princess Elizabeth lo convenció. Eso, junto con las muecas de dolor y las retiradas prolongadas a su habitación, le obligó a darse cuenta de aquello a lo que no quería enfrentarse.
Ella había sido la única constante en su vida desde la noche en que habían partido de la costa de Francia, en un pesquero, ocultos entre las redes, llevando a cabo con éxito una huida demasiado retrasada en el tiempo. Ella había sido la razón de su propia supervivencia; que ella lo necesitara le había espoleado a madurar, a hacer planes y, a la larga, a triunfar.
Pero ¿aquello? No podía hacer nada contra aquello. Para lo que su hermana sufría ahora, no habría ningún pesquero en la noche.
Conque si había traicionado, confundido y decepcionado a los demás, no era nada comparado con perder a Ruth.
Nadar era su alivio matutino a la angustia abrumadora que le provocaban estas consideraciones. Sin su baño diario en la bahía, Guy sabía que pensar en su hermana, por no mencionar la absoluta impotencia que sentía por no poder cambiar lo que le estaba pasando, lo consumiría.
La carretera por la que transitaba era empinada y estrecha, densamente arbolada en el lado este de la isla. La escasez de vientos fuertes procedentes de Francia había permitido desde hacía tiempo que los árboles florecieran en esta zona. En el sendero por el que caminaba Guy, los sicómoros y los castaños, los fresnos y las hayas, formaban un arco esquelético gris cuyo borde se veía de color peltre al amanecer. Los árboles surgían de las laderas escarpadas contenidos por los muros de piedra. En la base de estos, el agua fluía con entusiasmo de un manantial del interior y chocaba contra las piedras en su carrera hacia el mar.
El camino serpenteaba hacia delante y hacia atrás y pasaba por un molino de agua oscuro y un chalé hotel de inadecuado estilo suizo que estaba cerrado por ser temporada baja. Acababa en un aparcamiento minúsculo, donde había un bar del tamaño del corazón de un misántropo que estaba tapiado y cerrado a cal y canto, y la pasarela de granito que en su día solía permitir a caballos y carros acceder al vraic, el fertilizador de la isla, que estaba resbaladizo por culpa de las algas.
El aire estaba quieto, las gaviotas aún no se habían levantado de sus lugares de descanso nocturno en lo alto de los acantilados. En la bahía, el agua estaba calma, un espejo ceniciento que reflejaba el color del cielo que empezaba a iluminarse. No había olas en este lugar profundamente protegido, sólo un ligero golpeteo en los guijarros, un roce que parecía liberar de las algas los olores penetrantes y contrastados de la vida floreciente y la descomposición.
Cerca del salvavidas que colgaba de un clavo colocado hacía tiempo en la pared del acantilado, Guy dejó la toalla y puso el té sobre una piedra plana. Se quitó las deportivas y los pantalones del chándal. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para coger las gafas de natación.
Sin embargo, su mano tocó algo más que las gafas. En el bolsillo había un objeto, que sacó y sostuvo en la palma de la mano.
Estaba envuelto en un trozo de tela blanca. Lo abrió y encontró una piedra circular. Estaba agujereada en el centro como si fuera una rueda, porque precisamente se suponía que era una rueda: énne rouelle dé faitot. Una rueda mágica.
Guy sonrió al ver el amuleto, por el recuerdo que le evocaba. La isla era un lugar de folclore. Para los que habían nacido y crecido aquí, que tenían padres y abuelos que habían nacido y crecido aquí, llevar algún que otro talismán contra las brujas y los demonios era algo de lo que se podía hacer burla en público, pero que en privado no se tomaba tan a la ligera. «Deberías llevar uno, ¿sabes? Protegerse es importante, Guy».
Sin embargo, la piedra —rueda mágica o no— no había bastado en absoluto para protegerle de la única manera que creía estar protegido. A todo el mundo le sucedían cosas inesperadas en su vida, así que no podía decir que le sorprendiera que algo inesperado le hubiera ocurrido a él.
Envolvió de nuevo la piedra en la tela y la guardó en el bolsillo. Después de despojarse de la chaqueta, se quitó el gorro de punto y se colocó las gafas en la cabeza. Emprendió el camino por la playa estrecha y se metió en el agua sin vacilar.
Fue como si le atravesara la hoja de un cuchillo. En pleno verano, las aguas del canal no eran tropicales. En la mañana tenebrosa del invierno apremiante, eran heladas, peligrosas e imponentes.
Pero no pensó en eso, sino que avanzó con decisión y, en cuanto tuvo la profundidad suficiente para que fuera seguro hacerlo, se impulsó desde el fondo y comenzó a nadar. Esquivó los bancos de algas en el agua, moviéndose deprisa.
Salió unos cien metros, hasta el afloramiento de granito con forma de sapo que marcaba el punto en el que la bahía se encontraba con el canal de la Mancha. Se detuvo ahí, justo en el ojo del sapo, una acumulación de guano recogido en un hueco poco profundo de la roca. Regresó a la playa y comenzó a dar patadas en el agua, la mejor forma que conocía de mantenerse en forma para la próxima temporada de esquí en Austria. Como de costumbre, se quitó las gafas para aclararse la vista unos minutos. Desde la distancia inspeccionó despreocupadamente los acantilados y el denso follaje que los cubría. De esta forma, su mirada se desplazó hacia abajo en un viaje irregular por las rocas hasta la playa.
Perdió la cuenta de las patadas.
Había alguien. Vio una figura en la playa, oculta en gran parte entre las sombras, pero no cabía duda de que le observaba.
Estaba a un lado de la pasarela de granito, llevaba ropa oscura con algo blanco en el cuello, que sería lo que le había llamado la atención. Mientras Guy entrecerraba los ojos para enfocar mejor la figura, esta se apartó del granito y avanzó por la playa.
No había duda de adonde iba. La figura se dirigió hacia su ropa tirada en el suelo y se arrodilló para coger algo: la chaqueta o los pantalones, era difícil saberlo desde la distancia.
Sin embargo, Guy imaginaba qué buscaba la figura y soltó un taco. Se dio cuenta de que tendría que haber vaciado los bolsillos antes de salir de casa. Ningún ladrón común, por supuesto, estaría interesado en la pequeña piedra agujereada que Guy Brouard llevaba consigo normalmente. Pero para empezar, ningún ladrón común habría previsto jamás encontrar las pertenencias de un nadador, descuidadas en la playa tan temprano una mañana de diciembre. Quienquiera que fuera sabía que Guy estaba nadando en la bahía. Quienquiera que fuera buscaba la piedra o hurgaba entre su ropa como estratagema concebida para hacer que Guy volviera a la orilla.
«Bueno, maldita sea», pensó. Este era su momento de soledad. No tenía la menor intención de enfrentarse con nadie. Lo único que le importaba ahora era su hermana y cómo iba a vivir sus últimos días.
Se puso a nadar otra vez. Cruzó el ancho de la bahía dos veces. Cuando finalmente volvió a mirar hacia la playa, le alegró ver que quienquiera que hubiera invadido su paz se había marchado.
Nadó hacia la orilla y llegó sin resuello, habiendo cubierto casi dos veces la distancia que normalmente nadaba por las mañanas. Salió tambaleándose y se apresuró a coger la toalla; tenía todo el cuerpo en carne de gallina.
El té prometía un alivio rápido al frío y se sirvió una taza del termo. Estaba fuerte y amargo y, sobre todo, caliente, y se lo bebió todo antes de quitarse el traje de baño y servirse otra. Esta se la bebió más lentamente mientras se secaba con la toalla, frotándose con energía la piel para devolver algo de calor a sus extremidades. Se puso los pantalones y cogió la chaqueta. Se la echó sobre los hombros mientras se sentaba en una roca para secarse los pies. Sólo después de atarse las deportivas metió la mano en el bolsillo. La piedra seguía allí.
Se quedó pensando en aquello. Pensó en lo que había visto desde el agua. Estiró el cuello y examinó el acantilado que tenía detrás. No se apreciaba ningún movimiento anormal.
Se preguntó entonces si estaba equivocado respecto a lo que había supuesto que había aparecido en la playa. Quizá no había sido una persona real, sino una manifestación de algo que tenía lugar en su conciencia. La culpa hecha carne, por ejemplo.
Sacó la piedra. La desenvolvió una vez más y con el pulgar recorrió las iniciales talladas en ella.
«Todo el mundo necesita protección», pensó. Lo difícil era saber de quién o de qué.
Apuró el té y se sirvió otra taza. Quedaba menos de una hora para que el sol saliera completamente. Esa mañana, esperaría justo ahí a que amaneciera.