Capítulo 23
—Así son las cosas, hijo —le dijo a Paul su padre. Le cogió el tobillo y sonrió con afecto, pero Paul podía ver la pena en sus ojos. La vio antes de que su padre le pidiera que subiera a su cuarto para «tener una charla íntima y sincera, Paulie». El teléfono sonó—. Sí, señor Forrest, el chico está aquí mismo —contestó Ol Fielder, y escuchó largamente. Su cara pasó lentamente del placer a la preocupación y a la decepción disimulada—. Ah, bueno —dijo al término de los comentarios de Dominic Forrest—, sigue siendo una buena cantidad y nuestro Paul no va a rechazarla, se lo aseguro.
Después, le había pedido a Paul que le acompañara arriba, haciendo caso omiso a Billy, que dijo:
—¿Qué ha pasado? ¿Al final nuestro Paulie no va a ser el nuevo Richard Branson?
Subieron al cuarto de Paul, donde el chico se sentó dando la espalda a la cabecera de la cama. Su padre se sentó en el borde y le explicó que su parte de la herencia, que el señor Forrest había pensado que ascendería a unas setecientas mil libras, en realidad era una cantidad que rondaba las sesenta mil: bastante menos de lo que el señor Forrest les había inducido a esperar, cierto, pero seguía siendo una suma nada despreciable. Paul podía utilizarla de muchas formas distintas, ¿verdad?: un instituto de formación profesional, la universidad, viajes. Podía comprarse un coche y así ya no tendría que depender más de esa bici vieja.
Podía montar un pequeño negocio si quería. Incluso podía comprarse una casita; no muy bonita, cierto, ni siquiera muy grande, pero una casa en la que podía trabajar, que podría arreglar, embellecer de verdad con el tiempo para que cuando algún día se casara… Ah, bueno, todo eran sueños, ¿verdad? Pero los sueños eran buenos. Todos los tenemos, ¿no?
—No te habrás gastado todo ese dinero mentalmente, ¿verdad, hijo? —le preguntó Ol Fielder a Paul con dulzura cuando acabó su explicación. Le dio una palmadita en la pierna—. ¿No? Ya pensaba que no lo habrías hecho, hijo. Tú eres prudente con estas cosas. Qué bien que te lo haya dejado a ti, Paulie, y no a… Bueno, ya me entiendes.
—Así que esa es la noticia, ¿no? Qué divertido, joder.
Paul miró y vio que su hermano se había unido a ellos, sin que lo hubieran invitado, como siempre. Billy estaba en la puerta, apoyado en la jamba. Lamía el glaseado de un Pop-Tart sin tostar.
—Parece que nuestro Paulie no va a pegarse la gran vida después de todo. Bueno, lo único que puedo decir es que me mola, sí. No sé qué sería de este lugar sin Paulie meneándosela todas las noches en la cama.
—Ya basta, Bill. —Ol Fielder se levantó y estiró la espalda—. Supongo que tendrás cosas que hacer esta mañana, como el resto de nosotros.
—Lo supones, ¿no? —dijo Billy—. Pues no. No tengo nada que hacer. Yo no soy como vosotros, ¿vale? Para mí no es tan fácil conseguir trabajo.
—Podrías intentarlo —dijo Ol Fielder a Billy—. Es la única diferencia que hay entre nosotros, Bill.
Paul repartió su mirada entre su hermano y su padre. Entonces, bajó la vista para observar las rodillas de sus pantalones. Vio que estaban tan gastadas que se rasgarían con el mínimo roce. Demasiado usados, pensó, sin nada más para escoger.
—Oh, es eso, ¿verdad? —preguntó Billy. Paul se estremeció al oír el tono de voz, porque sabía que la declaración de su padre, aunque bienintencionada, era la invitación que Billy quería para discutir. Llevaba meses con su ira a cuestas, esperando a tener una excusa para darle salida. No había hecho más que empeorar cuando su padre entró a trabajar con la cuadrilla de obras, dejando a Billy atrás lamiéndose las heridas—. Esa es la única diferencia, ¿verdad, papá? Nada más, ¿no?
—Ya sabes cómo son las cosas, Billy.
Billy dio un paso hacia el interior de la habitación. Paul se encogió en la cama. Su hermano era igual de alto que su padre y, aunque Ol era más corpulento, era demasiado afable. Además, no podía desperdiciar energía con discusiones. Necesitaba todos los recursos que tuviera para contribuir a la cuadrilla de obras todos los días y, aunque no fuera así, nunca había sido un hombre que buscara pelea.
Naturalmente, a los ojos de Billy ese era el problema: el que su padre no tuviera ganas de luchar. Todos los puestos del mercado de Saint Peter Port habían recibido la comunicación de que no iban a renovarles los contratos de arrendamiento, porque iba a cerrarse el lugar para llevar a cabo un proyecto de reurbanización que albergaría boutiques, tiendas de antigüedades, cafés y tiendas de recuerdos. Serían reemplazados —todas las carnicerías, pescaderías y verdulerías— y podían ir yéndose a medida que expiraran los contratos de arrendamiento, o podían marcharse ya. A los mandamases no les importaba, siempre que se hubieran ido cuando les habían ordenado que se fueran.
—Nos enfrentaremos a ellos —había jurado Billy mientras cenaban. Noche tras noche, hacía sus planes. Si no podían ganar, quemarían el lugar, porque nadie arrebataba a la familia Fielder su negocio sin pagar un precio.
Sin embargo, no había tenido en cuenta a su padre. Ol Fielder siempre había sido un hombre de paz.
Igual que en estos momentos, con Billy delante de él, muriéndose por pelear con alguien y buscando su oportunidad.
—Tengo que irme a trabajar, Billy —le dijo el padre—. Harías bien en encontrar un trabajo.
—Ya tenía un trabajo —le dijo Billy—. Igual que tú. Igual que mi abuelo y mi bisabuelo.
Ol meneó la cabeza con incredulidad.
—Esa época ha pasado, hijo. —Empezó a ir hacia la puerta.
Billy lo agarró del brazo.
—Eres un inútil de mierda —espetó Billy a su padre. Y cuando Paul dio un grito ahogado de protesta, Billy dijo gruñendo—: Y tú no te metas, mamón de mierda.
—Me voy a trabajar, Billy —dijo su padre.
—Tú no vas a ningún sitio. Vamos a hablar de esto, sí, ahora mismo. Y vas a fijarte en lo que has hecho.
—Las cosas cambian —le dijo Ol Fielder a su hijo.
—Tú dejas que cambien —dijo Billy—. Era nuestro: nuestro trabajo, nuestro dinero, nuestro negocio. El abuelo te lo dejó. Su padre lo levantó y se lo dejó a él. Pero ¿tú luchaste para conservarlo? ¿Intentaste salvarlo?
—No había motivos para salvarlo. Ya lo sabes, Billy.
—Tenía que ser mío igual que fue tuyo. Se suponía que tenía que dedicarme a eso, maldita sea.
—Lo siento —dijo Ol.
—¿Lo sientes? —Billy sacudió el brazo de su padre—. Que lo sientas no me sirve de nada. No va a cambiar las cosas.
—¿Y qué va a cambiarlas? —preguntó Ol Fielder—. Suéltame el brazo.
—¿Por qué? ¿Te da miedo un poco de dolor? ¿Por eso no quisiste enfrentarte a ellos? ¿Te daba miedo meterte en líos? ¿Recibir algunos golpes, tal vez? ¿Algunos moratones?
—Tengo que irme a trabajar, hijo. Suéltame. No insistas, Billy.
—Insistiré cuando quiera insistir. Y tú te irás cuando yo te diga que puedes irte. Ahora mismo estamos hablando.
—De nada servirá hablar. Las cosas son así.
—¡No digas eso! —Billy alzó la voz—. No me digas eso, joder. He trabajado de carnicero desde que tenía diez años. Aprendí el negocio. Se me daba bien. Así fue durante todos esos años, papá. Me manchaba las manos y la ropa de sangre, el olor era tan fuerte que me llamaban Perro de Presa. ¿Lo sabías, papá? Pero no me importaba, porque tenía una vida. Es lo que me estaba construyendo: una vida. Ese puesto era mío y ahora no tengo nada y es lo que me queda. Dejaste que nos lo robaran todo porque no querías despeinarte. Así que, dime, ¿qué me queda, papá?
—Son cosas que pasan, Billy.
—¡A mí no! —gritó Billy. Soltó el brazo de su padre y le empujó. Le empujó una vez, luego otra, luego una tercera, y Ol Fielder no hizo nada para detenerle—. Pelea conmigo, cabrón —gritó Billy con cada empujón—. Pelea conmigo. Pelea conmigo.
Desde la cama, Paul observó todo aquello con la vista borrosa. Vagamente, en algún lugar de la casa, oyó ladrar a Taboo y algunas voces. La tele, pensó. Y ¿dónde estaba mamá? ¿No les oía? ¿No vendría a detenerle?
Tampoco podría. Nadie podría, ni ahora ni nunca. A Billy le gustaba la violencia de la carnicería, aunque fuera implícita. Le gustaban los cuchillos y los golpes en la carne que la separaban del hueso o despedazaban el propio hueso. Cuando aquello desapareció de su vida, fue acumulando durante meses las ansias de volver a sentir el poder de diezmar algo, de destrozar algo hasta que no quedara nada. Dentro tenía reprimida esa necesidad de hacer daño, e iba a satisfacerla.
—No voy a pelear contigo, Billy —dijo Ol Fielder cuando su hijo le dio un último empujón. Tenía la parte posterior de las piernas contra el lateral de la cama y se dejó caer en ella—. No voy a pelear contigo, hijo.
—¿Te da miedo perder? Vamos. Levanta. —Y Billy dio un manotazo brusco a su padre en el hombro. Ol Fielder hizo una mueca de dolor. Billy sonrió sin alegría—. Sí, eso es. ¿Te ha gustado? Levanta, capullo. Levanta. Levanta.
Paul se acercó a su padre, para llevarle a una seguridad que no existía. Entonces, Billy arremetió contra él.
—Aléjate, mamón. No te metas, ¿me oyes? Es asunto nuestro, mío y suyo. —Cogió a su padre de la mandíbula y la apretó, le giró la cabeza hacia un lado de forma que Paul pudiera ver claramente la cara de su padre—. Mírale el careto —le dijo Billy—. Es patético. No peleará con nadie.
Los ladridos de Taboo se hicieron más fuertes. Se acercaban unas voces.
Billy volvió a girar la cara de su padre. Le pellizcó la nariz y le agarró las dos orejas.
—¿Qué hará falta? —se burló—. ¿Qué te convertirá en un hombre, papá?
Ol apartó las manos de su hijo con la cabeza.
—¡Basta! —Habló con voz fuerte.
—¿Ya? —se rio Billy—. Papá, papá, acabamos de empezar.
—¡He dicho que basta! —gritó Ol Fielder.
Aquello era lo que quería Billy, que se apartó bailando encantado. Cerró los puños y se rio, dando puñetazos al aire. Se volvió hacia su padre e imitó los saltitos elegantes de un boxeador.
—¿Dónde quieres que sea, aquí o fuera?
Avanzó hacia la cama, lanzando ganchos y derechazos. Pero sólo uno alcanzó el cuerpo de su padre —un golpe en la sien— antes de que el cuarto se llenara de gente. Unos hombres de uniforme azul cruzaron la puerta, seguidos de Mave Fielder con los dos hermanos pequeños de Paul. Detrás de ella iban los dos medianos, con la cara llena de mermelada y una tostada en la mano.
Paul pensó que venían a separar a su padre y a su hermano mayor. Alguien había llamado a la policía y estaban por los alrededores, tan cerca que habían logrado llegar en un tiempo récord. Se encargarían de la situación y se llevarían a Billy. Lo encerrarían y por fin reinaría la paz en casa.
Sin embargo, lo que sucedió fue muy distinto.
—¿Paul Fielder? ¿Eres Paul Fielder? —le preguntó uno a Billy mientras el segundo avanzaba hacia el hermano de Paul.
—¿Qué pasa aquí, señor? —preguntó el segundo policía al padre de Paul—. ¿Hay algún problema?
Ol Fielder dijo que no. No, no había ningún problema, tan sólo una riña familiar que estaban solucionando.
—Este es su hijo Paul —quiso saber el policía.
—Buscan a nuestro Paulie —dijo Mave Fielder a su marido—. No quieren decir por qué, Ol.
Billy soltó un grito de placer.
—Por fin te han pillado, gilipollas —le dijo a Paul—. ¿Has estado montando el espectáculo en los baños públicos? Ya te advertí que no merodearas por allí.
Paul tembló contra la cabecera de la cama. Vio que uno de sus hermanos menores agarraba a Taboo del collar. El perro seguía ladrando, y uno de los policías dijo:
—¿Puede hacer que se calle?
—¿Tiene una pistola? —preguntó Billy riéndose.
—¡Bill! —gritó Mave. Y luego dijo—: ¿Ol? ¿Qué pasa?
Pero, naturalmente, Ol Fielder no sabía más que los otros.
Taboo siguió ladrando. Se retorció, intentando zafarse del hermano menor de Paul.
—¡Hagan algo con este puto animal! —dijo el policía.
Paul sabía que Taboo sólo quería que lo soltaran. Sólo quería asegurarse de que Paul no estaba herido.
—A ver, déjame… —dijo el otro policía, y cogió el collar de Taboo para sacarlo fuera.
El perro enseñó los dientes. Le mordió. El agente gritó y le dio una patada fuerte. Paul saltó de la cama hacia su perro, pero Taboo ya estaba bajando las escaleras entre aullidos.
Paul intentó seguirlo, pero notó que alguien tiraba de él.
—¿Qué ha hecho? ¿Qué ha hecho? —decía su madre llorando, mientras Billy se reía como un loco.
Los pies de Paul buscaban agarrarse al suelo y, sin querer, le dio una patada al agente. El hombre gruñó y soltó a Paul, lo que le dio tiempo al chico para coger la mochila y salir hacia la puerta.
—¡Detenedle! —gritó alguien.
No costó mucho hacerlo. La habitación estaba tan abarrotada de gente, que no había adonde ir y, sin duda, ningún lugar en el que esconderse. Enseguida estaban bajando a Paul por las escaleras y conduciéndole afuera.
A partir de ese momento, le envolvió un torbellino de imágenes y sonidos. Oía a su madre preguntando sin cesar qué querían de su pequeño Paulie, y a su padre diciendo: «Mave, mujer, intenta calmarte». Oía a Billy riéndose y, en alguna parte, los ladridos de Taboo, y fuera vio una hilera de vecinos. Arriba, vio que el cielo estaba azul por primera vez en muchos días y, recortados en él, los árboles que bordeaban el aparcamiento de tierra parecían impresiones dibujadas al carboncillo.
Antes de saber qué le estaba pasando, se encontró en la parte trasera de un coche de policía, agarrando la mochila contra su pecho. Notaba frío en los pies, se los miró y vio que no llevaba zapatos. Aún tenía puestas las destrozadas zapatillas de andar por casa, y nadie había pensado en darle tiempo para ponerse una chaqueta.
La puerta del coche se cerró de un portazo y el motor rugió. Paul oyó que su madre seguía gritando. Giró la cabeza cuando el coche empezó a moverse y vio cómo su familia desaparecía.
Entonces, de detrás de la muchedumbre, Taboo salió corriendo hacia ellos. Ladraba con furia y las orejas se le movían arriba y abajo.
—Estúpido perro —murmuró el agente que conducía—. Si no vuelve a casa…
—No es problema nuestro —dijo el otro.
Salieron de Bouet y entraron en Pitronnerie Road. Cuando llegaron a Le Grand Bouet y ganaron velocidad, Taboo seguía corriendo frenéticamente tras ellos.
Deborah y China tuvieron algunos problemas para encontrar la casa de Cynthia Moullin en La Corbiére. Les habían dicho que todo el mundo la conocía como la Casa de las Conchas y que no les pasaría inadvertida a pesar de estar en una calle que tenía aproximadamente la anchura de una rueda de bicicleta, que a su vez era el ramal de otra calle que serpenteaba entre terraplenes y setos. Al tercer intento, cuando por fin vieron un buzón de conchas de ostras, decidieron que tal vez habían encontrado el lugar que buscaban. Deborah metió el coche en el sendero, lo que les permitió ver un enorme despliegue de conchas rotas en el jardín.
—La casa antes llamada de las Conchas —murmuró Deborah—. No me extraña que no la hayamos visto.
El lugar parecía desierto: ningún coche en el sendero, un granero cerrado, las cortinas corridas sobre las ventanas con forma de diamante. Pero mientras salían del coche a la entrada llena de conchas esparcidas, vieron a una chica agachada al fondo de lo que quedaba del imaginativo jardín. Abrazaba la parte superior de un pequeño pozo de los deseos de hormigón con conchas incrustadas, con su cabeza rubia apoyada en el borde. Parecía una estatua de Viola después del naufragio y no se movió mientras Deborah y China se acercaban a ella.
Sin embargo, sí habló.
—Vete. No quiero verte. He llamado a la abuela, y dice que puedo ir a Alderney. Quiere que vaya, y pienso ir.
—¿Eres Cynthia Moullin? —preguntó Deborah a la chica.
Esta levantó la cabeza, sobresaltada. Miró a China y luego a Deborah como si intentara entender quiénes eran. Entonces miró detrás de ellas, tal vez para ver si las acompañaba alguien más. Como no había nadie con ellas, dejó caer el cuerpo. Su cara volvió a adoptar una expresión de desesperación.
—Creía que era mi padre —dijo sin ánimo y volvió a bajar la cabeza hacia el borde del pozo de los deseos—. Quiero morirme. —Se agarró al lateral del pozo de nuevo como si pudiera imponer su voluntad a su cuerpo.
—Sé lo que se siente —dijo China.
—Nadie sabe lo que se siente —replicó Cynthia—. Nadie lo sabe porque es mi dolor. Él se alegra. «Ahora puedes dedicarte a tus cosas. El daño está hecho, y lo pasado, pasado está». Pero las cosas no son así. El cree que se ha terminado. Pero nunca se terminará. Para mí no. Nunca lo olvidaré.
—¿Te refieres a tu relación con el señor Brouard? —preguntó Deborah—. ¿Por qué ha muerto?
La niña volvió a levantar la cabeza al oír que mencionaba a Brouard.
—¿Quiénes sois?
Deborah se lo explicó. En el trayecto desde Le Grand Havre, China le contó que no había oído ni una palabra sobre Guy Brouard y una mujer llamada Cynthia Moullin mientras había estado en Le Reposoir. Por lo que ella sabía, Anaïs Abbott era la única pareja de Guy Brouard. «Los dos se comportaban como si así fuera», dijo China. Por lo tanto, era evidente que esta chica había desaparecido del mapa antes de la llegada de los River a Guernsey. Quedaba por ver por qué estaba fuera del mapa y a instancias de quién.
A Cynthia comenzaron a temblarle los labios, se le curvaron hacia abajo mientras Deborah hacía las presentaciones y exponía las razones de su visita a la Casa de las Conchas. Cuando acabó de contarle todo, las primeras lágrimas resbalaban por sus mejillas. No hizo nada para detenerlas. Cayeron en la sudadera gris que llevaba, manchándola con pequeñas marcas ovaladas de su dolor.
—Yo quería —dijo sollozando—. Él también quería. Nunca lo dijo y yo tampoco, pero los dos lo sabíamos. Simplemente me miró esa vez antes de hacerlo y supe que todo había cambiado entre nosotros. Lo vi en su cara (lo que significaría para él y todo eso) y le dije: «No utilices nada». Y él sonrió de esa forma que significaba que sabía lo que estaba pensando y que le parecía bien. Al final, lo habría hecho todo más fácil. Habría hecho que fuera más lógico casarnos.
Deborah miró a China, que reaccionó moviendo los labios para expresar: «guau».
—¿Estabas prometida con Guy Brouard? —le preguntó Deborah a China.
—Lo habría estado —contestó ella—. Y ahora… Guy. Oh, Guy. —Lloraba sin avergonzarse, como una niña pequeña—. No queda nada. Si hubiera un bebé, tendría algo. Pero ahora Guy está muerto de verdad y no lo soporto y le odio. Le odio. Le odio. Me ha dicho: «Vamos. Sigue con tu vida. Eres libre para seguir como antes», y se comporta como si no hubiera rezado para que sucediera todo esto, como si no pensara que me habría escapado si hubiera podido y me habría escondido hasta tener al bebé y entonces ya sería demasiado tarde y él no podría evitarlo. Dice que me habría destrozado la vida, pero es ahora cuando mi vida está destrozada. Y él se alegra. Se alegra. Se alegra. —Abrazó el pozo de los deseos, sollozando contra el borde granuloso.
Deborah pensó que era obvio que tenían la respuesta a su pregunta. Difícilmente podía haber una sombra de duda acerca de qué tipo de relación tenía Cynthia Moullin con Guy Brouard. Y ese «él» al que odiaba tenía que ser su padre. Deborah no podía imaginarse quién más habría albergado las preocupaciones que atribuía a ese «él» que tanto despreciaba.
—Cynthia, ¿quieres que te llevemos adentro? —le dijo—. Aquí fuera hace frío, y como sólo llevas esa sudadera…
—¡No! ¡No volveré a entrar ahí dentro! Me quedaré aquí hasta que me muera. Quiero morirme.
—No creo que tu padre vaya a permitir que eso suceda.
—Él lo desea tanto como yo —afirmó la chica—. Me dijo: «Dame la rueda. No te mereces su protección, niña». Como si eso fuera a hacerme daño. Como si fuera a entender qué quería decir. Está diciendo: «No eres hija mía», y se supone que tengo que oírlo sin que lo diga. Pero me importa una mierda, ¿sabéis? Me da igual.
Deborah miró a China confundida. China se encogió de hombros para expresar su propia perplejidad. Estaban adentrándose en un terreno demasiado peligroso. Obviamente, necesitaban algún tipo de salvavidas.
—Ya se la había dado a Guy de todos modos —dijo Cynthia—, hace meses. Le dije que la llevara siempre encima. Era una estupidez, lo sé. No era más que una estúpida piedra. Pero le dije que le protegería, y supongo que me creyó… porque le dije… le dije… —Empezó a llorar de nuevo—. Pero no le protegió, ¿verdad? Sólo era una piedra estúpida.
La chica era una mezcla fascinante de inocencia, sensualidad, ingenuidad y vulnerabilidad. Deborah vio la atracción que podía sentir por un hombre que quería enseñarle el mundo, protegerla de él simultáneamente e iniciarla en algunos de sus placeres. Cynthia Moullin ofrecía una especie de relación «todo incluido», una tentación definitiva para un hombre que necesitaba mantener a todas horas un aura de superioridad. En realidad, Deborah se vio a sí misma en la joven que tenía delante: la persona que habría sido si no se hubiera marchado tres años a Estados Unidos.
Al darse cuenta, Deborah se arrodilló junto a la chica y le puso la mano con delicadeza en la nuca.
—Cynthia —dijo—, siento muchísimo que estés pasando por todo esto. Pero, por favor, deja que te llevemos adentro. Ahora quieres morirte, pero no siempre va a ser así. Créeme. Lo sé.
—Yo también lo sé —dijo China—. En serio, Cynthia. Te está diciendo la verdad.
La idea de hermandad que implicaban sus declaraciones pareció llegar a la chica. Permitió que la ayudaran a ponerse de pie, y cuando se hubo levantado, se secó los ojos con las mangas de la sudadera y dijo con voz lastimera:
—Tengo que sonarme.
—Habrá algo en la casa que puedas utilizar —dijo Deborah.
Por lo tanto, la llevaron del pozo de los deseos a la puerta. Allí, se sorbió la nariz y, por un momento, Deborah pensó que no iba a entrar; pero cuando gritó: «¡Hola!», y preguntó si había alguien en casa y nadie contestó, Cynthia estuvo dispuesta a pasar. Allí, utilizó un paño de cocina como pañuelo. Después, fue al salón y se acurrucó en un viejo sillón mullido, apoyó la cabeza en el reposabrazos y se tapó con una manta de punto que había en el respaldo.
—Dijo que tendría que abortar. —Ahora hablaba como atontada—. Me dijo que me tendría encerrada hasta que supiera que ya no era necesario. No iba a consentir que escapara a ningún sitio para tener al bastardo de ese cabrón. Le dije que no iba a ser el bastardo de nadie porque nos casaríamos mucho antes de que naciera, y entonces se puso como loco. Dijo: «Te quedarás aquí hasta que vea la sangre. En cuanto a Brouard, ya nos ocuparemos de él». —Cynthia tenía los ojos clavados en la pared de enfrente, donde colgaban una serie de fotografías familiares. En el centro, había una foto grande de un hombre sentado (su padre, seguramente) rodeado por tres chicas. Parecía formal y bienintencionado. Ellas parecían serias y necesitadas de diversión—. No veía lo que yo deseaba —dijo Cynthia—. No le importaba. Y ahora no hay nada. Si al menos tuviera al bebé…
—Créeme, te entiendo —dijo Deborah.
—Estábamos enamorados, pero él no lo entendía. Decía que me había seducido, pero no fue así.
—No —dijo Deborah—. Las cosas no ocurren así, ¿verdad?
—No. No ocurrió así. —Cynthia arrugó la manta con los puños cerrados y se la subió hasta la barbilla—. Vi que yo le gustaba desde el principio, y él también me gustó a mí. Eso fue. Y él me veía de verdad. No estaba ahí en la habitación para él, como una silla o algo así. Yo era real. Él mismo me lo dijo. Y con el tiempo pasó el resto. Pero no pasó nada que yo no estuviera dispuesta a hacer. No hubo ni una sola cosa que yo no quisiera que pasara. Él lo destrozó. Hizo que pareciera feo y repugnante, que pareciera que Guy lo hacía para divertirse, como si hubiera apostado con alguien que él sería el primero y necesitara las sábanas para demostrarlo.
—Los padres son así de protectores —dijo Deborah—. Seguramente no pretendía…
—Claro que sí. Y, de todas formas, Guy era así.
—¿Te llevó a la cama por una apuesta? —China intercambió una mirada ilegible con Deborah.
Cynthia se apresuró a corregirla.
—Quería enseñarme cómo podía ser. Sabía que yo nunca… Se lo dije. Me habló de lo importante que era para una mujer que la primera vez fuera… exultante. Y lo fue, todas las veces. Lo fue.
—Entonces, te sentías muy unida a él —dijo Deborah.
—Quería que viviera eternamente, conmigo. No me importaba que fuera mayor. ¿Qué importaba eso? No éramos dos cuerpos follando en una cama. Éramos dos almas que se habían encontrado y querían estar juntas, pasara lo que pasara. Y así habría sido si él no hubiera… no hubiera… —Cynthia volvió a apoyar la cabeza en el reposabrazos y se echó a llorar de nuevo—. Yo también quiero morir.
Deborah se acercó a ella. Le acarició la cabeza y dijo:
—Lo siento mucho. Perderle y luego no tener a su bebé… Debes de estar muy triste.
—Estoy destrozada —dijo entre sollozos.
China se quedó donde estaba, a cierta distancia. Cruzó los brazos como para protegerse de la avalancha de emociones de Cynthia.
—Seguramente ahora no te ayudará saberlo —dijo—, pero lo superarás. Llegará un día que incluso te sentirás mejor. En el futuro, te sentirás totalmente distinta.
—No quiero.
—No. Nunca queremos. Amamos como locas y nos parece que si perdemos ese amor, nos marchitaremos y moriremos, lo cual sería una bendición. Pero ningún hombre merece que muramos por él, sea quien sea. Y, de todos modos, las cosas no suceden así en el mundo real. Seguimos adelante. Al final lo superamos. Y, entonces, volvemos a sentirnos completas.
—¡Yo no quiero sentirme completa!
—Ahora no —dijo Deborah—. Ahora quieres llorarle. La fuerza de tu dolor marca la fuerza de tu amor. Y dejar atrás ese dolor cuando llegue el momento será una forma de honrar ese amor.
—¿De verdad? —La voz de la chica era la de una niña, y parecía tan vulnerable que Deborah se descubrió queriendo lanzarse a protegerla. De repente, comprendió perfectamente cómo debió de sentirse el padre de la chica cuando supo que Guy Brouard se había acostado con ella.
—Es lo que creo —dijo Deborah.
Dejaron a Cynthia Moullin con aquel último pensamiento, acurrucada debajo de la manta, con la cabeza apoyada en un brazo a modo de almohada. Llorar la había dejado exhausta, pero tranquila. Ahora dormiría, les dijo. Tal vez sería capaz de soñar con Guy.
Fuera, en el sendero lleno de conchas donde estaba el coche, al principio China y Deborah no dijeron nada. Se detuvieron y contemplaron el jardín. Parecía como si un gigante descuidado lo hubiera pisoteado, y China afirmó cansinamente:
—Qué horror.
Deborah la miró. Sabía que su amiga no se refería al destrozo de los ornamentos crujientes que habían decorado el césped y los parterres.
—Sembramos nuestras vidas de minas —comentó.
—Más bien de bombas nucleares, diría yo. Tenía como setenta años. Y ella tiene… ¿Cuántos? ¿Diecisiete? Tendría que ser abuso de menores, por el amor de Dios. Pero no, claro, tuvo mucho cuidado, ¿no? —Se pasó la mano por el pelo corto con un gesto duro, brusco y muy similar al que hacía su hermano—. Los hombres son unos cerdos —dijo—. Si hay alguno que sea decente por ahí, te aseguro que estaría encantada de conocerle algún día. Sólo para estrecharle la mano. Sólo para decirle: «Encantadísima, joder». Todo ese rollo de «Eres la definitiva» y «Te quiero». ¿Por qué cono las mujeres nos lo seguimos creyendo? —Miró a Deborah y, antes de que esta pudiera responder, siguió hablando—: Bah, olvídalo. Da igual. Siempre se me olvida. A ti los hombres no te han pisoteado.
—China…
China hizo un gesto con la mano para disculparse.
—Lo siento. Lo siento. No tendría que… Es sólo que verla a ella… Escuchar eso… Da igual. —Se dirigió deprisa al coche.
Deborah la siguió.
—A todos nos toca sufrir y tenemos que superarlo. Es lo que pasa, es como una consecuencia de estar vivos.
—No tiene por qué ser así. —China abrió la puerta y se dejó caer dentro del coche—. Las mujeres no tenemos que ser tan estúpidas.
—Nos preparan para creer en los cuentos de hadas —dijo Deborah—. ¿Un hombre atormentado salvado por el amor de una mujer buena? Lo mamamos desde la cuna.
—Pero en esta situación no teníamos a un hombre atormentado precisamente —señaló China con un gesto hacia la casa—. ¿Por qué se enamoraría de él? Ah, claro, era encantador. No estaba mal. Se mantenía en forma, así que no parecía que tuviera setenta años. Pero convencerla para… para la primera vez… Lo mires por donde lo mires, podría ser su abuelo; su bisabuelo, incluso.
—En cualquier caso, parece que le quería.
—Apuesto a que su cuenta bancaria tuvo algo que ver. Una casa bonita, una finca bonita, un coche bonito, lo que sea. La promesa de ser la señora de la casa. Vacaciones fabulosas por todo el mundo con sólo pedirlo. Toda la ropa que quieras. ¿Te gustan los diamantes? Son tuyos. ¿Cincuenta mil pares de zapatos? Podemos arreglarlo. ¿Quieres un Ferrari? Ningún problema. Apuesto a que eso hizo que Guy Brouard le pareciera mucho más sexy. Mira este lugar. Mira de dónde viene. Era una chica fácil. Cualquier chica que viniera de un lugar así sería fácil. Claro, las mujeres siempre se han sentido atraídas por el hombre atormentado. Pero promételes una fortuna y sentirán una atracción de la hostia.
Mientras Deborah escuchaba todo esto, el corazón le latía suave y deprisa en la garganta.
—¿De verdad crees eso, China? —le preguntó.
—Claro que lo creo. Y los hombres lo saben. Enseña la pasta y mira qué ocurre. Vendrán como moscas. Para la mayoría de las mujeres, el dinero importa más que si el hombre puede tenerse en pie. Si respira y está forrado, no hay más que hablar. ¿Dónde hay que firmar? Pero primero lo llamamos amor. Diremos que somos la mar de felices cuando estamos con él. Afirmaremos que cuando estamos juntos, los pájaros cantan y la tierra tiembla y las estaciones pasan. Pero quita eso y todo se reduce al dinero. Podemos querer a un hombre con mal aliento, una sola pierna, sin polla, siempre que pueda mantenernos como nos gustaría.
Deborah no pudo responder. Las declaraciones de China podían aplicarse a ella en demasiados sentidos, no sólo en lo referente a su relación con Tommy, que había empezado muy poco después de que, tras un desengaño amoroso, abandonara Londres por California años atrás, sino también a su matrimonio, que se produjo dieciocho meses después de que se acabara su romance con Tommy. A primera vista, parecía un retrato fiel de lo que China había descrito: la fortuna considerable de Tommy estaba disfrazada de un atractivo inicial; la riqueza mucho menor de Simón aún servía para permitirle las libertades que la mayoría de las mujeres de su edad nunca tenían. El hecho de que nada de eso fuera lo que parecía… Que el dinero y la seguridad que ofrecía se asemejaran a veces a una red tejida para tenerla atrapada… No ser una mujer independiente… No tener nada con que contribuir a nada… ¿Cómo podía decirse que eso importaba comparado con la gran fortuna de haber tenido en su día un amante adinerado y ahora un marido que podía mantenerla?
Deborah se tragó todo aquello. Sabía que su vida tan sólo era responsabilidad suya. Y sabía que China conocía muy poco su vida.
—Sí. Bueno. Lo que para una mujer es el amor verdadero para otra es una fuente de ingresos. Volvamos a la ciudad. Simón ya habrá hablado con la policía.