Capítulo 4

Ruth Brouard observó la huida del chico. Estaba en el estudio de Guy cuando Paul salió por la enramada que marcaba la entrada a los estanques. Estaba abriendo un fajo de tarjetas de pésame del correo del día anterior, tarjetas que no había tenido el valor de abrir hasta ahora, y primero oyó ladrar al perro y luego vio al chico corriendo por el césped debajo de ella. Un momento después, apareció Valerie Duffy, con la camisa que le había llevado a Paul en las manos, un ofrecimiento mustio y rehusado de una madre cuyos propios hijos habían abandonado el nido mucho antes de que ella estuviera preparada para que lo hicieran.

Tendría que haber tenido más hijos, pensó Ruth mientras Valerie volvía hacia la casa caminando con dificultad. Algunas mujeres nacían con un ansia de ser madres que nada podía aplacar, y parecía que Valerie Duffy era una de ellas.

Ruth observó a la mujer hasta que desapareció por la puerta de la cocina, que estaba debajo del estudio de Guy, adonde Ruth había ido directamente después de desayunar. Era el único lugar en el que ahora podía sentirse cerca de él, rodeada de las pruebas que le decían, como desafiando la terrible manera como había muerto, que Guy Brouard había tenido una buena vida. En el estudio de su hermano, esas pruebas estaban por todas partes: en las paredes y en las estanterías y sobre un aparador antiguo espléndido en el centro de la estancia. Aquí estaban los certificados, las fotografías, los premios, los planos y los documentos. Archivadas estaban la correspondencia y las recomendaciones para los beneficiarios de la famosa esplendidez de Brouard. Y expuesta en un lugar destacado estaba la que tendría que haber sido la joya final indispensable para completar la corona de los logros de su hermano: la maqueta cuidadosamente construida de un edificio que Guy le había prometido a esa isla que se había convertido en su hogar. Sería un monumento al sufrimiento de los isleños, así lo había descrito Guy. Un monumento construido por alguien que también había sufrido.

O esa había sido su intención, pensó Ruth.

Cuando Guy no había vuelto a casa tras su baño matutino, al principio no se preocupó. Siempre era puntual y predecible en cuanto a sus hábitos, cierto; pero cuando bajó las escaleras y no lo encontró arreglado en el salón del desayuno, escuchando atentamente las noticias de la radio mientras esperaba la comida, simplemente imaginó que se había pasado por casa de los Duffy para tomar un café con Valerie y Kevin después de nadar. De vez en cuando lo hacía. Le caían bien. Por eso, tras considerarlo un momento, Ruth fue al teléfono del salón de desayuno con un café y un pomelo y llamó a la casa de piedra situada en el límite de los jardines.

Contestó Valerie. No, le dijo a Ruth, el señor Brouard no estaba allí. No sabía nada de él desde primera hora de la mañana, momento en que lo había visto fugazmente cuando iba a nadar. ¿Por qué? ¿No había vuelto? Seguramente estaría en algún lugar de la finca… ¿Entre las esculturas tal vez? Le había dicho a Kev que quería cambiarlas de sitio. ¿Sabía?, ese busto grande del jardín tropical. Quizá intentaba decidir dónde colocarlo porque Valerie tenía claro que el busto era una de las piezas que el señor Brouard quería mover. No, Kev no estaba con él. Kev estaba allí sentado en la cocina.

Al principio, Ruth no se alarmó. Subió al cuarto de baño de su hermano, donde se habría cambiado de ropa tras el ejercicio, y dejado el bañador y el chándal. Sin embargo, no estaban allí. Ni tampoco una toalla húmeda, lo que habría aportado más pruebas de su regreso.

Entonces lo sintió, una punzada de preocupación como si unas pinzas tiraran de la piel de debajo de su corazón. Fue entonces cuando recordó lo que había visto anteriormente desde la ventana mientras contemplaba a su hermano partiendo hacia la bahía: esa figura que había aparecido de debajo de los árboles próximos a la casa de los Duffy cuando Guy pasó por delante.

Así que cogió el teléfono y volvió a llamar a los Duffy. Kevin accedió a bajar a la bahía.

El hombre regresó corriendo, pero no para hablar con ella. Kevin no fue a buscarla hasta que apareció la ambulancia al final del sendero.

Así había comenzado la pesadilla. A medida que pasaban las horas, no hizo más que empeorar. Al principio pensó que le había dado un infarto, pero cuando no dejaron que acompañara a su hermano al hospital, cuando le dijeron que tendría que ir en el coche que Kevin Duffy condujo en silencio detrás de la ambulancia, cuando se llevaron a toda prisa a Guy antes de que pudiera verlo, supo que algo había cambiado de manera espantosa y permanente.

Esperó que fuera una apoplejía. Al menos aún estaría vivo. Pero al fin le comunicaron que había muerto, y fue entonces cuando le contaron las circunstancias. De esa explicación venía la pesadilla que la atormentaba: Guy luchando, retorciéndose de dolor y de miedo, y solo.

Habría preferido creer que un accidente había acabado con la vida de su hermano. Saber que había sido asesinado le partía el alma y reducía su vida a dos cuestiones: por qué y quién. Pero ese era terreno peligroso.

La vida había enseñado a Guy a perseguir lo que quería. Nadie iba a regalarle nada. Pero en más de una ocasión había perseguido lo que quería sin plantearse si lo que quería era lo que realmente debía tener. Los resultados habían hecho sufrir a otros: sus mujeres, sus hijos, sus socios, sus… otras personas.

—No puedes continuar así sin que acabes destruyendo a alguien —le había dicho—. Y yo no puedo quedarme mirando y permitir que lo hagas.

Pero él se había reído de ella cariñosamente y le había dado un beso en la frente. Mademoiselle Brouard la directora, la llamaba. ¿Me pegarás en los nudillos si no obedezco?

El dolor volvió. Le agarró la columna como si le clavaran un pincho en la nuca y luego se heló hasta que comenzó a sentir que aquel frío horrible se transformaba en fuego. Le mandaba descargas, cada una era una serpentina ondulante de enfermedad. Tuvo que salir de la habitación en busca de ayuda.

No estaba sola en la casa, pero se sentía sola y, si el cáncer no la tuviera apresada, se habría reído. Sesenta y seis años y la habían arrancado prematuramente del útero que el amor de su hermano le había proporcionado. Quién habría pensado que las cosas acabarían así aquella noche lejana que su madre le susurró: «Promets-moi de ne pas pleurer, mon petit chat. Sois forte pour Guy».

Quería cumplir la palabra que le había dado a su madre, como había hecho durante más de sesenta años. Pero ahora tenía que enfrentarse a la verdad: no encontraba la forma de ser fuerte por nadie.

Margaret Chamberlain no llevaba ni cinco minutos con su hijo y ya quería darle órdenes: «Siéntate erguido, por el amor de Dios; mira a la gente a los ojos cuando hables, Adrián; no des golpes a las maletas, maldita sea; cuidado con ese ciclista, cariño; por favor, pon el intermitente, cielo». Sin embargo, logró poner freno a su aluvión de instrucciones. De sus cuatro hijos, era al que más quería y el que más la exasperaba. Esto último lo atribuía a su padre, que era distinto al de sus otros hijos, pero como acababa de perderlo, decidió pasar por alto la menos irritante de sus costumbres. De momento.

La recibió en lo que en teoría era el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Guernsey. Margaret apareció empujando un carrito con las maletas apiladas encima y lo encontró merodeando por el mostrador del alquiler de coches donde trabajaba una atractiva pelirroja con la que podría haber estado charlando como un hombre normal, si lo fuera. Pero fingía examinar un mapa, perdiendo así otra oportunidad más que la vida le había puesto delante de sus narices.

Margaret suspiró.

—Adrián —dijo—. ¡Adrián! —repitió al no obtener respuesta.

Su hijo oyó la segunda llamada y alzó la vista de su minucioso examen. Devolvió avergonzado el mapa al mostrador del alquiler de coches. La pelirroja le preguntó si podía ayudarle en algo, pero él no contestó. Ni siquiera la miró. Ella volvió a preguntarle. Él se subió el cuello de la chaqueta y le dio la espalda en lugar de responder.

—Tengo el coche fuera —le dijo a su madre a modo de saludo mientras cogía las maletas del carrito.

—Qué tal un «¿Has tenido un buen vuelo, querida mamá?» —le sugirió Margaret—. ¿Por qué no llevamos el carrito hasta el coche, cielo? Sería más fácil, ¿no crees?

Adrián se marchó dando grandes zancadas, maletas en mano. No quedaba más remedio que seguirle. Margaret dirigió una sonrisa de disculpa hacia el mostrador del alquiler de coches por si la pelirroja estaba controlando el recibimiento que le había hecho su hijo. Luego fue tras él.

El aeropuerto constaba de un solo edificio situado junto a una única pista de aterrizaje al lado de diversos campos sin arar. Tenía un aparcamiento más pequeño que el de la estación de tren de su pueblo de Inglaterra, así que fue fácil seguir a Adrián por él. Cuando Margaret lo alcanzó, su hijo estaba metiendo las dos maletas en la parte trasera del Range Rover, que era, descubrió enseguida, el tipo de coche equivocado para conducir por las carreteras estrechas de Guernsey.

Nunca había estado en la isla. Ella y el padre de Adrián llevaban mucho tiempo divorciados cuando él se marchó de Chateaux Brouard y se instaló en la casa de aquí. Pero Adrián había visitado a su padre en numerosas ocasiones desde que Guy se había trasladado a Guernsey, así que resultaba del todo incomprensible por qué conducía un vehículo que tenía prácticamente el tamaño de un camión de mudanzas cuando era obvio que lo que necesitaban era un Mini. Igual que muchas de las cosas que hacía su hijo, la más reciente de las cuales era haber roto la única relación que había logrado tener con una mujer en sus treinta y siete años de vida. ¿Qué había pasado? Margaret aún se lo preguntaba. Lo único que le había dicho era: «Queríamos cosas distintas», algo que ella no se creyó en absoluto, puesto que sabía —por una conversación privada y muy confidencial con la propia joven— que Carmel Fitzgerald quería casarse, y también sabía —por una conversación privada y muy confidencial con su hijo— que Adrián se consideraba afortunado por haber encontrado a una chica joven, moderadamente atractiva y dispuesta a atarse ciegamente a un hombre de casi mediana edad que nunca había vivido en otro lugar que no fuera la casa de su madre; salvo, por supuesto, esos tres meses terribles en los que vivió solo mientras intentaba estudiar en la universidad… Pero cuanto menos pensara en eso, mejor. Así pues, ¿qué había pasado?

Margaret sabía que no podía preguntárselo. Al menos, no ahora, cuando el funeral de Guy se acercaba rápidamente. Pero tenía pensado hacerlo pronto.

—¿Cómo está tu pobre tía Ruth, cielo?

Adrián frenó en un semáforo que había junto a un viejo hotel.

—No la he visto.

—¿Por qué no? ¿Se ha encerrado en su habitación?

Adrián miró el semáforo, con toda su atención puesta en el momento en que cambiara a ámbar.

—Quiero decir que la he visto, pero no la he visto. No sé cómo está. No me lo ha dicho.

No se le había ocurrido preguntárselo, por supuesto. No más de lo que se le habría ocurrido hablar con su propia madre utilizando algo más directo que acertijos.

—No fue ella quien lo encontró, ¿verdad? —dijo Margaret.

—Fue Kevin Duffy, el encargado del mantenimiento.

—Debe de estar destrozada. Llevan juntos… Bueno, siempre han estado juntos, ¿verdad?

—No sé por qué has querido estar aquí, madre.

—Guy fue mi marido, cielo.

—El cuarto —señaló Adrián. Qué pesado era. Margaret sabía muy bien cuántas veces se había casado—. Creía que sólo asistías a sus funerales si morían mientras aún estabas casada con ellos.

—Esa observación es terriblemente vulgar, Adrián.

—¿En serio? Dios santo, no podemos tolerar la vulgaridad.

Margaret se giró en su asiento para mirarle.

—¿Por qué te comportas así?

—¿Así, cómo?

—Guy fue mi marido. En su día lo quise. A él le debo haberte tenido. Así que si quiero honrarle por todo ello asistiendo a su funeral, pienso hacerlo.

Adrián sonrió de un modo que ponía de manifiesto su incredulidad, y Margaret quiso darle una bofetada. Su hijo la conocía muy bien.

—Siempre has creído que mientes mejor de lo que lo haces en realidad —dijo Adrián—. ¿Pensaba la tía Ruth que haría algo…, hum…, insano, ilegal o totalmente demente si tú no estabas aquí? ¿O cree que ya lo he hecho?

—¡Adrián! ¿Cómo puedes insinuar…, aunque sea en broma…?

—No es ninguna broma, madre.

Margaret se volvió hacia la ventanilla. No estaba dispuesta a seguir escuchando más ejemplos de la forma de pensar retorcida de su hijo. El semáforo cambió, y Adrián cruzó la intersección.

La ruta que seguían estaba toda edificada. Bajo el cielo sombrío, las viviendas de estuco de la posguerra descansaban junto a casas adosadas victorianas en decadencia que a su vez estaban ensambladas de vez en cuando con un hotel de turistas cerrado durante la temporada baja. Las zonas pobladas daban paso a campos pelados al sur de la carretera, y allí estaban las granjas de piedra originales, con cajas blancas de madera al límite de sus propiedades para marcar los lugares donde en otras épocas del año los dueños colocarían patatas cultivadas en su propio huerto o flores de invernadero para vender.

—Tu tía me ha llamado porque ha llamado a todo el mundo —dijo Margaret al fin—. Sinceramente, me sorprende que tú no me llamaras.

—No viene nadie más —dijo Adrián con ese modo exasperante que tenía de alterar el curso de una conversación—. Ni siquiera JoAnna o las niñas. Bueno, puedo entender que JoAnna no venga… ¿Cuántas amantes tuvo papá cuando estaba casado con ella? Pero creía que las niñas quizá vendrían. Le odiaban a muerte, claro, pero imaginé que al final moverían el culo por pura avaricia. El testamento, ¿sabes? Creía que querrían saber qué les toca. Mucha pasta, sin duda, si alguna vez se sintió culpable por lo que le hizo a su madre.

—Por favor, no hables así de tu padre, Adrián. Como único hijo varón suyo y hombre que algún día se casará y tendrá hijos que llevarán su apellido, creo que podrías…

—Pero no van a venir. —Ahora Adrián habló obstinadamente y más alto, como si deseara ahogar la voz de su madre—. Aun así, creía que JoAnna quizá aparecería, aunque fuera para clavarle una estaca en el corazón al viejo. —Adrián sonrió, pero fue un gesto más para sí mismo que para ella. Sin embargo, esa sonrisa provocó un escalofrío que recorrió el cuerpo de Margaret. Le recordó mucho los malos tiempos de su hijo, cuando fingía que todo iba bien mientras por dentro se tramaba una guerra civil.

Era reacia a preguntarle, pero aún era más reacia a seguir en la inopia. Así que cogió el bolso del suelo y lo abrió, fingiendo que buscaba un caramelo de menta mientras decía bruscamente:

—Espero que el aire salado sea beneficioso. ¿Qué tal las noches desde que estás aquí, cariño? ¿Alguna resultó incómoda?

Adrián le lanzó una mirada rápida.

—No tendrías que haber insistido para que fuera a su maldita fiesta, madre.

—¿Que yo insistí? —Margaret se llevó los dedos al pecho.

—«Tienes que ir, cariño». —Hizo una imitación extraña de su voz—. «Hace siglos que no le ves. ¿Has hablado por teléfono con él desde septiembre al menos? ¿No? Ahí lo tienes. Tú padre se quedará muy decepcionado si no vas». Y no podíamos permitirlo —dijo Adrián—. Nunca hay que decepcionar a Guy Brouard cuando quiere algo. Excepto que él no quería. No quería que estuviera aquí. Eras tú quien quería. Me lo dijo.

—Adrián, no. Eso no es… Espero… Tú… No te peleaste con él, ¿verdad?

—Creías que cambiaría de parecer respecto al dinero si venía a verle en su momento de gloria, ¿verdad? —preguntó Adrián—. Pasearía mi careto por su estúpida fiesta, y él estaría tan contento de verme que por fin cambiaría de opinión y financiaría mi negocio. ¿No se trata de eso?

—No tengo ni idea de qué hablas.

—No insinuarás que no te dijo que se negó a financiar mi negocio, ¿verdad? ¿En septiembre? ¿Nuestra pequeña… discusión? «No demuestras tener suficiente potencial para el éxito, Adrián. Lo siento, hijo mío, pero no me gusta tirar el dinero». A pesar de los montones y montones de dinero que ha repartido por ahí, claro.

—¿Tu padre te dijo eso? ¿Poco potencial?

—Entre otras cosas. «La idea es buena», me dijo. «Siempre se puede mejorar el acceso a Internet, y esta parece la forma de hacerlo. Pero con tu historial, Adrián… No es que tengas historial precisamente, lo que significa que ahora tendremos que estudiar las razones por las que no lo tienes».

Margaret notó cómo el ácido de la rabia se vertía lentamente en su estómago.

—¿De verdad que te…? Cómo se atreve.

—«Coge una silla, hijo. Sí, venga. Bueno. Has tenido tus dificultades, ¿verdad? ¿Recuerdas ese incidente en el jardín del director cuando tenías doce años? ¿Y qué me dices de lo mal que te fue en la universidad a los diecinueve? No es precisamente lo que cabría esperar de un individuo en quien te planteas invertir, hijo mío».

—¿Eso te dijo? ¿Sacó esos temas? Cariño, lo siento —dijo Margaret—. Es para echarse a llorar. ¿Y viniste igualmente después de todo esto? ¿Accediste a verle? ¿Por qué?

—Porque soy estúpido, obviamente.

—No digas eso.

—Pensé en darle otra oportunidad. Pensé que si podía poner en marcha esto, Carmel y yo podríamos… No lo sé… Intentarlo de nuevo. Verle, tener que aguantar lo que me soltara… Decidí que valía la pena si podía salvar las cosas con Carmel.

Adrián había centrado su atención obstinadamente en la carretera mientras admitía todo aquello, y Margaret sintió una gran compasión por su hijo a pesar de todas esas características suyas que a menudo la exasperaban. Su vida había sido mucho más difícil que las de sus hermanastros, pensó Margaret. Y ella tenía la culpa de muchas de esas dificultades. Si le hubiera permitido pasar más tiempo con su padre, el tiempo que Guy había querido, exigido, intentado conseguir… Había sido imposible, por supuesto. Pero si lo hubiera permitido, si se hubiera arriesgado, quizá Adrián lo habría tenido más fácil. Quizá ella tendría menos motivos para sentirse culpable.

—Entonces, ¿volviste a hablar con él sobre el dinero? —le preguntó—. ¿Le pediste que te ayudara con el nuevo negocio?

—No tuve ocasión. No pude hablar con él a solas, no con la señorita Melones pegada a él todo el día, asegurándose de que no tuviera ni un momento para quitarle el dinero que quería para ella.

—La señorita… ¿Quién?

—La última. Ya la conocerás.

—No es posible que de verdad se llame…

Adrián soltó una risotada.

—Pues debería. Siempre estaba merodeando por allí, pasándoselos por la cara por si acaso a él se le ocurría pensar en algo que no estuviera directamente relacionado con ella. Menuda distracción le proporcionaba. Así que no hablamos. Y luego ya fue tarde.

Margaret no lo había preguntado antes porque no había querido obtener la información a través de Ruth, que por teléfono ya parecía estar sufriendo bastante. Y no había querido preguntárselo a su hijo en cuanto lo vio porque necesitaba valorar primero su estado de ánimo. Ahora Adrián le había ofrecido una oportunidad, y ella la aprovechó.

—¿Cómo murió exactamente tu padre?

Estaban entrando en una zona boscosa de la isla, donde un muro alto de piedra frondosamente cubierto por hiedras recorría el lado oeste de la carretera, mientras que en el lado este crecían arboledas espesas de sicómoros, castaños y olmos. Entre ellos podía vislumbrarse el lejano canal, un brillo acerado bajo la luz invernal. Margaret no podía imaginarse por qué alguien querría nadar en aquellas aguas.

Al principio, Adrián no contestó a su pregunta. Esperó a que hubieran pasado por algunas tierras de labranza y aminoró la marcha a medida que se acercaban a un espacio en el muro donde estaban abiertas dos puertas de hierro. Unas losas incrustadas en el muro identificaban la propiedad como Le Reposoir, y allí giró hacia el sendero de entrada. Este conducía a una casa impresionante: cuatro pisos de piedra gris rematados por lo que parecía una atalaya, la inspiración, tal vez, de un propietario anterior que había sufrido una especie de encantamiento en Nueva Inglaterra. Debajo del mirador con balaustrada se alzaban unas buhardillas, mientras que debajo de estas la fachada de la casa estaba perfectamente equilibrada. Margaret vio que Guy se las había arreglado muy bien en su jubilación. Pero no le extrañaba nada.

Hacia la casa, el sendero surgía de entre los árboles que lo flanqueaban y rodeaba un césped en el centro del cual se levantaba una impresionante escultura de bronce de un chico y una chica nadando entre delfines. Adrián siguió este círculo y detuvo el Range Rover frente a las escaleras que ascendían hasta una puerta blanca. Estaba cerrada y seguía cerrada cuando por fin respondió a la pregunta de Margaret.

—Murió ahogado —dijo Adrián—, en la bahía.

Margaret se quedó perpleja al oír aquello. Ruth le había dicho que su hermano no había regresado de su baño matutino, que alguien lo había abordado en la playa y asesinado. Pero morir ahogado no implicaba ningún asesinato. Que lo estrangularan sí, claro, pero Adrián no había utilizado esa palabra.

—¿Ahogado? —dijo Margaret—. Pero Ruth me dijo que a tu padre lo asesinaron. —Y por un momento absurdo pensó que su ex cuñada le había mentido para que fuera a la isla por alguna razón.

—Fue un asesinato, sí —dijo Adrián—. Nadie se ahoga accidentalmente, ni siquiera de forma natural, por culpa de lo que papá tenía en la garganta.