CAPÍTULO XI: NO HAY VUELTA ATRÁS
SIN apenas darse cuenta empezaron a subir por un terreno cada vez más inclinado, preludio de la cordillera Labriana. Todavía oían alguna explosión de gas distante y a veces les salían al paso reptiles de gran tamaño, pero el paisaje y sus habitantes cambiaban a ojos vistas. Ya no quedaban depredadores peligrosos. La variedad de especies arbóreas era mucho menor y sólo sobrevivían algunas hayas.
Tuvieron que pasar la noche cobijados bajo un saliente de roca, soportando una intensa y fría lluvia. A la mañana siguiente parecía haber el doble de hongos y en varias ocasiones tuvieron que pasar por encima de ellos, cuidando de no resbalar en sus lustrosas cutículas.
Lisa tenía un humor de perros. No se acostumbraba a la falta del brazo y trataba de valerse por sí misma para todo, pero a menudo tenían que ayudarla. Sentirse inválida la enojaba y el tratar de animarse pensando que pronto le regenerarían el brazo no surtía efecto. En cualquier caso, pensó Alejandro, siempre sería mejor que estuviera cabreada, antes que abatida.
Por su parte Sira trataba de poner en orden sus ideas. Había cumplido más que bien con sus obligaciones. Los guió y cuidó de ellos mientras hizo falta y les acompañaría hasta el punto convenido para el rescate, por más que ya pudieran valerse solos, gracias a Takamine. Cabezonería, sin duda.
Mientras trataba de no perder el paso, ni romperse una pierna, reflexionó sobre sus motivos para embarcarse en aquella aventura. ¿Qué había pretendido hacer? Ahora se percataba de que no sólo la gratitud la había impulsado a acompañarlos. También era la fascinación que ejercían sobre ella, como seres míticos. No podía olvidar cuántas veces en su infancia le habían hablado del Emperador y su corte. Aunque luego había perdido todo rastro de fe, las antiguas creencias seguían ejerciendo una fuerza en su subconsciente. ¿Había esperado una prueba de divinidad? En todo caso era testigo de sus sufrimientos, sus temores y sus debilidades. Acompañarlos había terminado por deshacer sus prejuicios.
Y cuando el viaje concluyera, ¿qué? ¿Abandonaría el planeta con ellos, en busca de mundos más benévolos, o se quedaría en Chandrasekhar, con los suyos, exponiéndose a que cualquier día un bombazo la enviara al otro barrio? Estaba llegando a una encrucijada en su vida, y no quería equivocarse. Tenía que elegir entre el camino ancho y fácil, y el angosto y lleno de abrojos, como en las viejas historias. Y no le quedaba mucho tiempo.
Llegaron a la primera cima sólo para darse cuenta de que era la más baja de las montañas que les rodeaban. Descansaron un poco y siguieron con ánimo renovado.
Bajaron por el lado opuesto hasta un lago y desde allí trataron de hallar un buen paso para subir la siguiente ladera. A partir de aquel punto ya no había más árboles, sólo algunos arbustos y hierba muy verde. En lo alto, las cumbres de las montañas estaban nevadas. Pero ellos no tenían que ir tan arriba.
Conforme subían debían parar cada vez más a menudo. No estaban acostumbrados a las alturas, el terreno era pedregoso y resbaladizo y escaseaban las vituallas. Al mediodía terminaron las raciones de emergencia que les había traído el rastreador, dejando algunas más para Lisa. No consiguieron encontrar comida y tuvieron que seguir toda la tarde con las primeras punzadas de hambre en sus estómagos. Únicamente la cercanía de su meta les animaba a seguir.
Takamine era el menos fatigado. Para él resultaba normal pasar unos días en ayunas y caminando, pero comprendía que Sira no pudiera seguir el ritmo de los modificados. Por otro lado estaba la debilidad de Lisa, que se resentía visiblemente de su enfermedad. A pesar de ello notaba una mejoría progresiva. El hongo que la atacaba podía ser sensible a los factores ambientales, y el aire fresco de las montañas no le favorecía. Decidió que pararían más a menudo y durante más tiempo conforme subieran, para compensar la falta de aire y no mermar las defensas de Lisa.
Una densa capa de nubes había cubierto el cielo durante todo el día y al final descargó con furia. El agua caía como un torrente, con tal fuerza que lastimaba, y súbitas descargas eléctricas atronaban el cielo. Bajo los pies el terreno se tornaba cada vez más resbaladizo y tenían que andar a menudo a gatas para no perder el equilibrio en los tramos difíciles.
Takamine se adelantó para buscar algún tipo de refugio, pero la montaña era parca en accidentes que pudieran ofrecerles cobijo. Sira y Lisa ya no podían seguir y ambas optaron por quedarse sentadas en el suelo, con el fatalismo de quien ya no puede esperar nada peor pintado en el rostro.
Unos ladridos agudos rasgaron el aire.
—¡Lobos verdes! —gritó Sira, incorporándose de un salto. Tiró de Lisa hasta conseguir que se levantara y la obligó a proseguir—. Salen a cazar de noche o cuando hay tormenta. Tienen fama de ser muy feroces. Hemos de vigilar por todos lados y disparar enseguida, o se abalanzarán sobre nosotros sin concedernos oportunidad alguna.
Sira y Alejandro vigilaban por entre la cortina de agua, con las armas a punto de abrir fuego. Lisa resbalaba continuamente y la falta de un brazo dificultaba notablemente su avance en un terreno tan escarpado.
Los ladridos agudos y secos se oían mucho más cerca.
Lisa resbaló de nuevo arrastrando con ella a Sira. Cayeron rodando por la ladera hasta que una roca las detuvo. Una figura grande, parecida a un reptil achaparrado y sin cola, se acercó a ellas con pasos cautelosos.
—¡Cuidado! —gritó Alejandro, al tiempo que disparaba con su pistola de plasma al mínimo. Rogó por que fuera suficiente para detener a aquel monstruo. No podía arriesgarse a emplear una potencia mayor y que los detectara algún satélite espía. Las nubes disimularían una descarga térmica de baja intensidad, con suerte.
Logró darle al animal y éste reventó, partido en dos.
Sira estaba mirando a Alejandro y de repente gritó. Alejandro no tuvo tiempo de volverse. Una enorme bestia verde cayó sobre su espalda, hincándole unas zarpas de anchas uñas.
Antes de tocar el suelo notó otra embestida. La fiera se soltó y luchó contra algo que tenía a su espalda. Otra fiera más delgada y más rápida, que la aguijoneaba sin cesar con un largo colmillo de un blanco llameante.
Alejandro miraba la escena horrorizado por la bestialidad del espectáculo. Tanteaba el suelo en busca de su pistola, pero no podía apartar la mirada de aquel combate frenético a vida o muerte.
Finalmente el lobo verde murió, quedando tendido y ensangrentado. Sólo entonces pudo Alejandro reconocer a Takamine, que se erguía victorioso y sonriente sobre el cuerpo del reptil, con su afilado cuchillo en una mano. Cuando miró a Alejandro, sus ojos brillaban con una frialdad que el joven no olvidaría nunca.
Ningún otro animal los atacó. La lluvia cesó tan repentinamente como había comenzado, y por entre las nubes empezaron a dejarse ver algunos tímidos rayos de sol.
Alejandro logró recuperar su arma. Takamine curó las heridas de su espalda y luego las suyas propias sin decir palabra.
La humedad había provocado en Lisa un nuevo estado febril que no podían contener. El rastreador dijo haber hallado una cueva más arriba.
—Será mejor llevarla a cubierto y que se recupere.
—Quizá encontraremos algo con lo que encender un fuego.
Quince minutos más tarde llegaron a la cueva, cuya entrada era bastante amplia. Pudieron encender una hoguera con unos arbustos secos que había en el interior, seguramente arrastrados por algún vendaval, pero en diez minutos acabaron con el combustible sin haber podido secarse.
Alejandro observó que el suelo era muy plano y la cueva presentaba las paredes demasiado regulares. Se internó un poco y vio que se trataba de un túnel que describía una amplia curva. Intrigado, siguió adelante. Todavía conservaba la pequeña linterna del equipo de supervivencia y con ella iluminaba una estrecha franja del camino que se abría ante él. Al cabo de unos minutos llamó a Takamine a gritos.
El rastreador acudió a toda prisa, con su arma a punto, pero pronto comprobó que no iba a necesitarla. El túnel daba a una ancha sala, donde una treintena de cadáveres yacían amontonados desde hacía décadas. Jirones de un uniforme azul colgaban todavía de sus pálidos huesos. Había toda suerte de máquinas esparcidas por el recinto y una pared estaba tapada por cajas de plástico rotuladas en caracteres cirílicos. Abrieron una y la encontraron llena de componentes electrónicos inservibles.
Al otro extremo de la sala hallaron una compuerta. Pudieron abrirla mediante la palanca de accionamiento manual, que todavía funcionaba. Al otro lado había una sala parecida pero más pequeña. Más cajas, bombonas de gas peligrosamente oxidadas y una consola de ordenador con varias pantallas era todo lo que contenía.
Hurgaron por todas partes tratando de averiguar qué había ocurrido en aquel lugar, pero fue inútil. Alejandro creía que se trataba de un almacén provisional y que los cadáveres habían sido llevados allí para que no los encontraran. Era una teoría tan mala como todas las demás que se les ocurrieron.
Finalmente regresaron y contaron a Sira todo cuanto habían visto.
—Hace más de medio siglo los esclavistas visitaban a menudo Chandrasekhar. La protección de la República fue uno de los motivos por los que el Gobierno local decidió colaborar con ella. Antes eran frecuentes sus incursiones por todo el planeta. A menudo montaban operaciones de gran envergadura, capturando a varios miles de inocentes en una sola operación. Para ello contrataban a mercenarios de un sistema próximo, colonizado por generacionales rusas. Seguramente éste era un escondite donde guardaban repuestos. Los cadáveres uniformados deben de corresponder a una unidad del ejército regular que los descubrió y fue derrotada.
La explicación parecía razonable, pero no había manera de corroborarla.
Realizando verificaciones de rutina en el aire con el bioanalizador, Takamine observó una cantidad apreciable de gases tóxicos. Anduvo arriba y abajo en el túnel hasta determinar que procedían del interior.
—Los recipientes que vimos deben de estar perdiendo su contenido lentamente. No podemos arriesgarnos a continuar aquí. Hay que largarse lo antes posible.
A desgana todos se levantaron y salieron de nuevo. El día seguía nublado pero no parecía probable que volviera a llover. Consiguieron alcanzar una segunda cresta en pocas horas. Desde allí divisaron un rebaño que pacía tranquilamente en la siguiente hondonada y una casa, no muy grande, cuya chimenea emitía un humo negro y espeso.
El rebaño se componía de unos animales parecidos a cabras. Los mamíferos, según volvió a explicar Sira, eran poco abundantes en el planeta y la mayoría se criaba en las montañas.
Los animales pastaban sin prestarles atención, ni siquiera cuando cruzaron por en medio del rebaño. La hierba era alta y espesa en toda la vaguada, con algunos pocos árboles, bajos y de aspecto torturado por los elementos. Al cruzar el riachuelo, que brotaba de una fuente próxima, comprobaron que su agua era tibia. A su alrededor crecían algunos arbustos, cargados de bayas rojas y negras.
Fueron directos hacia la vivienda, esperando que no se les negara un poco de calor junto al fuego y comida caliente. No se trataba de una típica casa aplanada, con tierra encima para proteger a los habitantes de la radiación. Era más bien una cabaña de piedra, con tejado de vigas de madera recubiertas de pizarra negra y lustrosa. Las ventanas tenían batientes de madera ajada por la intemperie, como los párpados arrugados de un anciano.
Al acercarse vieron varias hileras de plantas a un lado de la casa, protegidas por la pared. Una vieja azada y una tinaja rota estaban tiradas por el suelo, junto a una pequeña pila de leña bajo la que se escondieron un par de cucarachas incomodadas por la intrusión.
Sira llamó a la puerta suavemente. Al cabo de un rato volvió a golpear, esta vez con más fuerza. La puerta se abrió unos centímetros. Un rostro delgado, de nariz pequeña y una gran melena gris asomó por los resquicios. El hombre tenía los ojos abiertos como naranjas. Era evidente que no solía recibir visitas.
—Nos gustaría entrar, si no le importa —pidió Sira—. Quisiéramos calentarnos, a poder ser…
No pudo continuar la frase porque el hombre abrió de todo la puerta y agarrándola por la manga, tironeó de ella para hacerla entrar.
Penetraron todos tras Sira y pudieron ver que la cabaña constaba de una sola habitación, abarrotada de cosas y muy desordenada. El hombre, según podían ver ahora, era delgado, casi esquelético, y lucía una larga barba tan gris como su leonina melena.
—Siéntense, siéntense, por favor —les repetía mientras buscaba sillas y cajas que ofrecerles, para acomodarlos ante una pequeña mesa. Les serviré unas tazas de colma[9] recién hecha.
El hombre se afanó en añadir hojas, raíces y agua a un pote de acero que tenía sobre el fuego.
—Díganme, ¿qué les trae por aquí? No es frecuente que nadie venga tan arriba, hasta la casa del viejo Damsil, del clan de las salamandras de fuego. ¿Se han perdido acaso? ¿O piensan retirarse del mundo, como el viejo Damsil?
El hombre no paraba de hablar y su mirada se posaba fijamente ora en uno, ora en otro. Pronto llegaron a la conclusión de que estaba un poco loco. Por otra parte sólo Sira entendía todo lo que decía. Hablaba tanto en nipo como en lingua, pero usaba multitud de giros y expresiones que sólo eran empleadas en Chandrasekhar, lo que dificultaba a los demás su comprensión.
—Aquí tenéis colma calentita, para que vuestros cuerpos se alejen del pantano de Mollta[10], cuyo frío ya debíais de estar sintiendo. Nadie dirá que Damsil no cuida a sus huéspedes. ¿Queréis galletas de soja? Guardo unas que compré en el pueblo, durante la Larmada[11], a cambio de viejas cosas que no me eran de utilidad.
Se apresuró a sacar una bolsa de tela untada en aceite, que protegía el contenido de los hongos. Desenvolvió el grueso papel y sacó unas galletas alargadas, que parecían de harina tostada.
Después de algún rato de prodigarles sus atenciones, Damsil pareció relajarse un poco. Se sentó frente a ellos y tomó un poco de colma. Sira le explicó que estaban de viaje e inventó unos motivos moderadamente plausibles para justificar su presencia.
—Entonces, ¿pensáis quedaros mucho tiempo?
—Espero que mañana ya estemos de regreso. Sólo queremos subir un poco más para coger las muestras de hierba y regresaremos.
—¿Más arriba aún? —Damsil miró al techo con la vista perdida—. A veces en lo alto de las montañas las puntas de las piedras empiezan a relucir con un fulgor anaranjado. Son las almas de los Quart[12], que tratan de abandonar la tierra para subir al paraíso, en la lejana Algol. Pero el terrible Duque siempre los descubre a tiempo de mandar un rayo destructor que los devuelve al infierno húmedo de Mollta.
—Curiosa explicación del efecto punta —murmuró Takamine.
—No creo que entienda qué son los iones positivos —susurró Sira al oído del rastreador.
Damsil seguía murmurando, feliz de tener quien le hiciera caso. Sus huéspedes ya notaban cómo la humedad iba abandonando sus ropas y el calor invadía sus cuerpos. De repente, una señal de alarma sonó en el cerebro de Takamine.
—¿Qué has dicho?
—¿Cómo? —Damsil lo miró sin comprender.
—Repite lo último que has dicho, por favor.
—Os contaba cómo ayer mismo vi a los dioses que vigilan las estrellas en lo alto del monte de la gran cresta.
—¿A quiénes te refieres cuando dices dioses? ¿Gente venida de las estrellas?
—¡Sí! —Damsil estaba entusiasmado con el interés que despertaba. Ahora todos escuchaban sus palabras—. Los dioses a menudo vienen y van por estas montañas. Yo conozco sus palacios secretos bajo las rocas, y a menudo he visto gentiles criaturas de los Términos instalarse en alguno de ellos.
Takamine siguió interrogando a Damsil. Al final, y después de oír todas las aventuras de los dioses que el viejo recordaba, consiguió que éste accediera a mostrarle sobre un mapa dónde moraban los dioses en su palacio secreto. Aunque hacía muchos años que Damsil no veía un mapa, logró orientarse lo suficiente para señalar algunos puntos.
—Aquí y aquí hay grandes palacios subterráneos, pero nunca acuden los dioses. Prefieren los de la falda de la gran cresta.
—¿Los palacios son grutas o túneles como uno que hemos visto aquí? Estaba lleno de cadáveres con restos de uniformes azules.
—¡Oh, sí! Son Quart. Suerte para vosotros que no entrasteis por la noche, o sus fríos dedos hubieran buscado vuestros cuellos para envolveros en un sudario de tinieblas.
Takamine no comprendía lo que decía cuando empleaba frases complicadas. En su planeta sólo se hablaba la lingua de un modo bastante normal, y el barroquismo delirante del viejo escapaba a sus esquemas. Sira se ofreció a ayudarle y pronto el pobre Damsil fue vaciado como un cuenco vuelto del revés.
—Por lo que nos ha contado, deduzco que tienen una o varias baterías de plasma aquí —Takamine señaló un punto en el mapa—, justo al lado del punto de recogida, que está en esta explanada. Se suponía que era un sitio seguro, según los informes de los espías. Perra suerte, también es casualidad que a la República se le ocurriera colocar sus cañones precisamente ahí…
—Entonces…
—Si llamamos a las naves, las baterías acabarán con ellas disparando a bocajarro.
—¿Realmente no puedes avisarles o pedir que vayan a otro lugar? Chandrasekhar es muy grande.
Takamine negó con la cabeza.
—Sólo puedo mandar una señal para la recogida. Si ésta no se llevara a cabo como está previsto, la operación debe anularse. No pueden poner en peligro otras tres naves y sus tripulaciones para salvar a dos pilotos, después de las que cayeron en la última refriega. Ni tan siquiera lo hubieran intentado de no ser quien sois. Un Príncipe puede tener un gran valor para el Imperio, pero no tanto.
Las mejillas de Alejandro habían enrojecido. Estaba acostumbrado a que todo girara a su alrededor y de algún modo le molestaba darse cuenta de que el interés de los demás hacia él tenía un límite. Atravesar la Línea le había convertido en una pieza de un gran juego, pero una pieza prescindible.
Damsil les escuchaba embobado, sin saber a ciencia cierta de qué estaban hablando. Un leño se derrumbó en el fuego mientras éste lo consumía, desprendiendo un torrente de chispas anaranjadas. El silencio reinaba en la pequeña habitación, mientras todos trataban de hallar una salida a su problema.
Takamine hizo repetir a Damsil todo lo que sabía sobre las cuevas y los desplazamientos de los republicanos, que él seguía llamando dioses. Finalmente tomó una decisión.
★★★
La cabaña de Damsil no estaba muy lejos del punto de recogida, y resultó fácil llegar a él por la noche. El viejo les había acompañado un rato, pero Takamine insistió en que volviera a su casa para evitarle riesgos inútiles.
La noche era fría como el hielo. Las estrellas brillaban sin titilar a través de una atmósfera excepcionalmente clara y quieta. La hierba, cada vez más escasa conforme subían, amortiguaba el ruido de sus pasos.
Acomodaron a Lisa en el centro de la explanada donde debían recogerlos. Sira se quedó a su lado mientras Alejandro y Takamine se iban.
El rastreador había llegado a la conclusión de que sólo había una pieza enemiga. Aquél era el escondite de un puesto de francotirador que apuntaba al cielo, junto con otros muchos dispuestos a todo lo largo y ancho del planeta para diversificar el riesgo. En cualquier caso tenían una posibilidad de acabar con ella si podían mantener de su parte el factor sorpresa. Takamine había enviado la señal y ahora cronometraba el tiempo con precisión. En el espacio habían empezado las maniobras de distracción y las naves de recogida se preparaban para el descenso. Todo tenía que suceder de la forma prevista, sin ningún fallo, o mucha gente inocente caería en una trampa mortal. Alejandro se daba cuenta de todo lo que dependía de él y de Takamine. La seguridad de las tres naves, la vida de Lisa y de Sira y aun la suya propia. A pesar de ello no podía dejar de pensar en el frío y en los tropezones contra las piedras, mientras caminaban en la oscuridad. Le parecía cínico preocuparse por esas cosas cuando había algo mucho más importante en juego, pero al mismo tiempo necesitaba tener algún motivo más trivial para distraerse. Algo que fuera más fácil de dominar que la situación disparatada a la que había llegado sin saber cómo.
Los días en base Escorpio parecían muy distantes y sus años en la Tierra pertenecían a otra vida. Sólo eran una realidad tangible las montañas, los páramos y las selvas de Chandrasekhar. Aquel planeta perdido tras la Línea le había mostrado en carne viva lo que era el dolor causado por la guerra. Había visto mutantes escondidos bajo las casas, soldados peleando y muriendo. Había visto a un padre llorando la muerte de su hijo. Había visto De Castro luchando por la vida de un mundo, mientras la suya propia se le escapaba en una cascada de cristal reluciente. Pero no había otra lección como aquélla. Había dejado a Lisa para que se salvara y él iba a luchar para darle una oportunidad. Podía morir en el asalto a la batería, o no regresar a tiempo al punto de recogida. Todo podía torcerse de mil maneras, y la aparente seguridad con que Takamine se dirigía al peligro le parecía tan sólo un ciego fatalismo.
El rastreador rodeó y estudió escrupulosamente el escondite donde estaba instalada la pieza. Se hallaba oculta en un semicírculo de piedras, cubierta de toldos. Encima de ella unas vigas de fibrolita sostenían medio metro de tierra y piedras. Cuatro hombres vigilaban los alrededores y dos dormían junto a la pieza.
—Es tan sólo una unidad —dijo Takamine—. Hemos estado de suerte. Temía encontrarme con una batería completa repartida por toda la vaguada.
—¿Qué hace aquí?
—Son móviles. Cambian de emplazamiento cada cierto tiempo para engañar al enemigo.
—¿Y para qué la cueva si el cañón de plasma está afuera?
—Allí duermen los hombres. Una pieza de artillería de plasma siempre está conectada y a punto para disparar. En caso de emergencia el techo que la esconde volaría por los aires y el cañón se elevaría sobre su propio campo agrav. El centro de control debe de estar en la cueva.
Continuaron acercándose, con Takamine a la cabeza. El rastreador seguía todos los pasos de cada patrulla, tomando nota de sus movimientos y rutinas.
De vez en cuando un centinela echaba una ojeada a los alrededores con sus prismáticos. Entonces Alejandro y Takamine quedaban congelados de repente, sin realizar el menor movimiento, aun cuando estuvieran sólo medio cubiertos por algún accidente del terreno.
El lento avance, la sensación de peligro y la premonición de que los descubrirían ponían frenético a Alejandro. Tenía el estómago revuelto y no sabía si sería capaz de actuar tan aprisa y con tanta precisión como el rastreador le exigía. Se veía obligado a avanzar de piedra en piedra, la mayor parte del tiempo completamente al descubierto, confiando en la oscuridad y en su propia inmovilidad cuando alguien miraba. Avanzaba tan lento como podía: movía un brazo, luego otro, después avanzaba lentamente una rodilla. Así, paso a paso, iba reptando pegado al suelo, con la pistola de plasma en una mano y en la otra una bomba de mano de orgagel. Si al principio le había parecido exagerado que el piloto de un cazabombardero llevara aquello, ahora lo agradecía. El explosivo orgánico era lo único que podía darle una cierta seguridad en aquellos momentos.
Finalmente pudieron situarse a sólo cincuenta metros de la pieza. Los centinelas, en su monótono patrullar, pasaban por su lado cada cierto tiempo. Consultó una vez más el reloj y vio que faltaban menos de cinco minutos para el momento esperado. Volvió a consultar la hora. Sabía que no podía encender la luz del reloj y se esforzó por leer la pantalla con el débil brillo de las estrellas.
Una nube pasajera dejó caer cuatro gotas, pero la atmósfera seguía tranquila y serena.
Alejandro creyó llegado el momento de activar la bomba de mano. Puso el selector en la modalidad de impacto. A partir de aquel momento, cualquier golpe brusco después de soltarla provocaría el estallido. La bomba le ardía en la mano y tenía unos deseos locos de arrojarla, pero todavía faltaban tres minutos. Oyó un débil susurro a su derecha. Un centinela se había apartado demasiado y Takamine lo despachó con diligencia. Alejandro vigilaba a los otros, que ahora estaban juntos hablando. ¿Notarían que faltaba su compañero? No parecían darse cuenta de ninguna anomalía. Hablaban en voz baja y apenas se preocupaban de la vigilancia. Daban por sentado que nadie les molestaría en un lugar tan apartado.
Llegó el segundo cero. Alejandro se levantó de un salto y arrojó la bomba de mano con todas sus fuerzas. Takamine actuó en el mismo instante. Ambos dieron media vuelta y se arrojaron al suelo. Las dos explosiones sonaron como una sola en medio de un relámpago cegador. Esperaron a que cayeran las piedras lanzadas por la explosión y se levantaron. El techo había desaparecido, la pieza de artillería estaba partida en varios trozos al rojo vivo y no había rastro de los centinelas. Salieron corriendo mientras los soldados atrapados en el interior del túnel, ahora cegado por la explosión, se abrían paso con sus armas de plasma.
Takamine disparó con su pistola para detenerlos en cuanto salieron, pero poco después ya había varios fuera buscándolos.
Tenían previsto rodear un espolón de roca y subir a la carrera hacia la explanada. Confiaban en aventajar a los soldados, simples humanos, en la carrera, pues tenían los minutos contados hasta la llegada de la nave de rescate.
Mientras corría, un disparo pasó cerca de Alejandro. Se arrojó al suelo justo a tiempo para eludir otro más. Los disparos venían de su izquierda, donde no estaba previsto que hubiera enemigos. ¿Se les pasó por alto la presencia de otra batería de plasma? ¿O se trataba de centinelas más alejados? Antes de que pudiera seguir pensando, comprobó que alguien acertaba al tirador. Supuso que Takamine le estaba ayudando. Continuó corriendo y disparó varias veces. Hubo un intercambio intenso de haces de plasma que se cruzaron en la oscuridad de la noche. Aparentemente, los republicanos eran atacados desde tres puntos, pero Alejandro no estaba precisamente para fijarse en detalles. Alcanzó la explanada al tiempo que un rugido distante llegaba desde el cielo. Corrió como un loco.
Detrás de él continuaba el tiroteo; sin duda, Sira mantenía ocupados a los soldados con sus disparos. La nave ya era visible. Se acercaba a gran velocidad con las compuertas abriéndose. Varios focos barrían la explanada en busca de alguien a quien recoger.
Lisa subía por la rampa. Alejandro buscaba a Sira. Cuando llegó, la nave lanzó dos haces de luz verde contra la base de la montaña, donde había estado la pieza de artillería.
Alejandro quedó momentáneamente sordo al oír la explosión y perdió el equilibrio, cayendo al piso. La compuerta se cerró de golpe y la nave aceleró, elevándose a una velocidad de vértigo. Cuando se levantó, varios infantes de marina y dos médicos atendían a Lisa. Algunos oficiales de la Armada hablaban con Takamine, a quien miró desconcertado.
—¿Y Sira? —preguntó.
—Bajó para ayudaros —respondió Lisa. Tenía la mirada triste.
La nave aceleró brutalmente a través de la atmósfera. Los escudos de fuerza apartaban el aire para evitar la fusión del casco por la fricción. Pese a ello vibraba por el esfuerzo de los motores, hasta el punto que parecía iba a saltar hecho pedazos. Cuando estuvieron fuera de la atmósfera y la velocidad fue suficiente, los motores MRL empezaron a funcionar.
Alejandro gritó a todos que regresaran para recoger a Sira. Trató de comunicar con el puente pero, pese a sus protestas, finalmente la nave entró en el hiperespacio, el lugar de donde siempre es demasiado tarde para regresar.
★★★
Desde el planeta Sira veía la nave perderse en la noche, regresar junto a las estrellas como un meteorito que hubiera preferido dar media vuelta en vez de quemarse en la atmósfera. Le deseó buena suerte, aunque sabía que jamás volvería a verla.
Sonrió. Misión cumplida. Ahora debía alejarse de allá lo más rápidamente posible, antes de que acudieran refuerzos de la República.
Una figura armada con una pistola de plasma salió de su escondrijo tras unas piedras y se acercó a ella. Sira levantó su mano derecha.
—Ya hemos terminado aquí, Karl. Dentro de poco, este lugar va a ser muy poco saludable. ¿Llevas sitio?
—Nunca dejaría sola a una dama en plena noche —sonrió.
El vehículo agrav era un biplaza de última generación, indetectable para la tecnología republicana. Sira lo contempló con admiración antes de subirse a él.
—¿De dónde demonios lo sacaste?
—La Corporación es precavida. En todo planeta siempre hay algún almacén clandestino de armas, por si hacen falta para alguna misión irregular, como ésta.
Volaron un rato en silencio a través de la oscuridad, mientras los perfiles de las montañas se recortaban en la pantalla de blancos del vehículo.
—¿Habrá merecido la pena? —preguntó al fin Sira—. Todo este esfuerzo, para que Alex y Lisa hayan palpado lo que es el mundo real…
—Era necesario, créeme —repuso Karl—. El Imperio de Algol es inviable, a menos que se tomen medidas urgentes. Se necesita un cambio de mentalidad, y en una sociedad tan jerarquizada como la imperial sólo puede proceder desde arriba.
—Reconozco que el plan fue retorcido.
—Dímelo a mí… No tenía ni idea de que durante mi periodo de estudios en la Tierra la Corporación me había metido, sin que me diera cuenta, un montón de instrucciones en el cerebro, que sólo esperaban el momento adecuado para manifestarse.
—Aquellos cazas, me dijiste…
—Ajá. En cuanto nos acercamos al planeta, el mío me inyectó una droga que me hizo recordar todo lo que me habían implantado. Imagínate: todas mis creencias se vinieron abajo en una fracción de segundo. De hecho, era una nueva persona. No sé cómo no me volví loco. Pero en la Corporación, cuando te imparten una orden has de cumplirla. Tuve que disparar al caza de Lisa para que cayera en Chandrasekhar, y fingir mi propia muerte para poder actuar con libertad —hizo una pausa—. Y para que Alex se sintiera culpable, claro.
—Lo dicho: un plan retorcido.
—Bueno, se trataba de que Alex y Lisa aprendieran en qué consistía el sufrimiento, pero a ser posible sin que los mataran. Takamine se encargaría de velar por su seguridad; me admira que los militares imperiales no sospecharan de que tuviéramos a un rastreador justamente en Atenas. Yo los seguiría en retaguardia, para dar un apoyo adicional.
—Lo teníais todo previsto, ¿eh?
—La Corporación nunca deja cabos sueltos. En fin, os las apañasteis bastante bien. Sólo tuve que intervenir un par de veces, para evitar que Takamine liquidara a De Castro (menuda sorpresa se llevaron los dos al darse cuenta de mi presencia), y para provocar aquella estampida de lagartos que os salvó de caer prisioneros. Y en la batalla final, claro.
—Sin olvidar cuando me salvaste de aquella salamandra, en la selva, y me lo contaste todo. La verdad, fue difícil disimular ante Alex y Lisa, para no traicionar tu presencia.
—Te lo agradezco infinito. Esos dos te deben más de lo que creen.
—No tiene importancia.
Siguieron volando en silencio, hacia el lago Saudek. Las montañas dejaron paso a las planicies, oscuras como boca de lobo. Desde hacía mucho tiempo, los nativos de Chandrasekhar habían aprendido que las luces podían atraer a los bombardeos. Divisaron el río, una ancha banda azul en las pantallas.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Sira, de sopetón. Karl meditó la respuesta.
—Oficialmente estoy muerto, y me temo que debo seguir así. Por lo visto, mi sino es el de convertirme en mártir, para que el futuro Emperador de Algol tenga siempre presente que un amigo pereció por su insensatez. Eso hará que en el futuro medite sobre las consecuencias de sus acciones. La Corporación me proporcionará una nueva identidad —se volvió hacia ella—. O bien podría quedarme aquí. Parece un mundo fascinante, con muchas cosas por descubrir.
A pesar de la oscuridad, los ojos de Sira brillaban.
—Yo podría enseñarte unas cuantas.
—¿Son figuraciones mías, o esto podría ser el inicio de una hermosa amistad?
—No seas cursi, Karl.
Y así, alegres, empezaron a trazar planes para el futuro, mientras el agrav sobrevolaba como un espectro las frías aguas del lago.