CAPÍTULO V: DE HOMBRES Y DIOSES

LISA y Alejandro se habían movido muy rápido después de perder el contacto con Karl. Su muerte les pesaba como una losa, pero ahora debían preocuparse de salvar el pellejo y se les figuraba que muchos cazadores andaban tras ellos. Bajaron por una angosta cañada, tapados por árboles que ganaban altura conforme se adentraban en el bosque. Dejaron atrás la meseta y se internaron en el complicado sistema de valles y cordilleras que la rodeaban. Les resultaba difícil orientarse porque en aquel planeta todo parecía cambiado de escala. Los árboles superaban con facilidad los treinta metros de altura. Las setas eran tantas y de tal tamaño que en muchos lugares había que dar un rodeo para evitarlas o pasar sobre ellas a saltos. Las cordilleras, en cambio, eran muy bajas. Algunas parecían ser viejos cráteres erosionados, que daban al conjunto el aspecto de estar esculpido a base de impactos meteoríticos. Abundaban también los volcanes, algunos de los cuales emitían delgadas pero incesantes columnas de humo.

Hacia la media tarde el calor del sol había logrado traspasar el denso follaje. Los animales correteaban por todas partes. A su alrededor, incontables pájaros armaban un gran alboroto. Unas criaturas parecidas a monos con piel de lagarto les miraban con curiosidad al pasar. Las arañas eran formidables, de dos palmos de longitud, aunque quienes más los inquietaron fueron los lagartos y serpientes que se arrastraban entre los hongos devorándose mutuamente. Nunca habían visto un planeta con tal cantidad de cosas vivas y hambrientas.

Cuando se detuvieron a descansar, Alejandro se sentó donde pudo y tomó su último comprimido.

—Estas píldoras se han terminado —dijo, dándose por vencido después de hurgar en sus bolsillos—. ¿Qué vamos a comer ahora?

—Tu silla —respondió Lisa.

Alejandro miró bajo su trasero y vio un enorme níscalo.

—El Duque se los hace traer de la Tierra —le explicó ella—. Son más caros que el vino francés, los huevos de Rígel o las mollejas de gandulfo. Si quieres hacerte rico basta que le comentes a una multiplanetaria de la alimentación que Chandrasekhar rebosa de níscalos gigantes.

Mientras hablaba procedió a cortar rebanadas de uno más pequeño. Las limpió con agua en un torrente cercano y pinchó una con el aguijón del bioanalizador. Ningún producto tóxico, ningún microbio peligroso conocido fue detectado. Lograron prender fuego a unos leños que empezaban a pudrirse y asaron como buenamente pudieron aquellas lonchas, que rezumaban un látex rojizo. Tenían más sabor a carne con especias que a seta, pero pasaron. Sin molestarse en usar el analizador, Alejandro se hizo con unas cuantas lonchas de otra seta aún más rolliza, las envolvió con un pañuelo y las guardó para más adelante, aunque sospechaba que en aquel planeta no iban a faltarles hongos en ninguna parte.

Con un mohín de disgusto, Lisa consultó la brújula.

—Habrá que dejar de moverse a ciegas y buscar un lugar al que debamos dirigirnos.

—No creo que importe mucho. Si vienen a rescatarnos nos llamarán por radio para que les facilitemos nuestra posición. Y si no vienen no hay nada que hacer —añadió Alejandro con un encogimiento de hombros—. En una ciudad nos capturarían enseguida y las pocas naves de este planeta son militares. Los mercantes habrán desaparecido para no regresar mientras dure la guerra. Sólo nos resta dar vueltas hasta encontrar un lugar donde ir tirando a lo Robinson Crusoe.

—Yo prefiero que dentro de algún tiempo nos encaminemos hacia la costa. Vestidos como ellos y adoptando sus costumbres podremos tal vez acceder a un comunicador cuántico. O quizás contactar con un contrabandista de los que atraviesan la Línea —lo último que pensaba hacer Lisa era conformarse con su situación. Ya empezaba a darse cuenta que tendría que ir tirando de Alejandro cada vez que se desanimara, como de costumbre.

—Este mundo es muy primitivo, Liz. No disponen de tecnología cuántica. Recuerda que les bombardeamos una refinería; todavía no han pasado del motor de explosión. Todo lo que nos pueda servir de utilidad es material militar de la República. Por mi parte no pienso infiltrarme en una base militar para robarles una nave, como si fuéramos héroes de la holovisión. Es mejor que no nos dejemos ver. ¿Ya se te ha olvidado lo que le pasó al pobre Karl? —la voz de Alejandro se fue apagando en un murmullo.

Volvieron a caminar durante horas sin rumbo fijo y dejaron atrás el bosque. De nuevo cruzaban un paisaje de verdes prados, con riachuelos y arboledas de aspecto bucólico. A pleno sol la temperatura era agradable, primaveral. No les molestaba la agobiante humedad que reinara en el bosque. Sobre las rocas docenas de lagartos se apretujaban para tomar el sol. Algunos les sacaban la lengua amenazadoramente cuando pasaban demasiado cerca. Muchos de los reptiles medían medio metro o más de largo y lucían afilados dientes, un número variable de patas y escamas de diversos colores: abundaba el verde oscuro, marrón y azul verdoso. También había otros animales de aspecto indefiniblemente más agresivo y que siempre estaban solos, cuya librea era de un negro brillante con finas rayas amarillas dispuestas longitudinalmente.

—Muchos deben de ser mutantes —sugirió Lisa—. Durante los últimos años ha caído mucha radioactividad en este planeta.

—No bombardeamos con atómicas —le recordó Alejandro.

—No me refiero a nosotros. Hace diez años hubo batallas importantes alrededor de Chandrasekhar. Antes también fue invadido varias veces. Siempre han estado en guerra: alguien trajo colonias orbitales al sistema y su enemigo decidió impedir esa expansión golpeando duro. Las batallas en el espacio son muy sucias. El combate alrededor de las colonias llenó el planeta de radiación. Ahora es la República la que desea instalarse y nosotros quienes atacamos. Tarde o temprano intentaran construir reactores nucleares o algo semejante y bombardearemos en masa.

—Con semejante historia no es de extrañar que haya mutantes por todas partes. De todos modos las mutaciones más perniciosas desaparecerán por selección natural; los animales sanos se ocuparán de comérselas.

—Lo que me preocupa es la gente —dijo Lisa—. ¿Cómo habrán resuelto el problema de las mutaciones en los humanos?

Solamente la Corporación poseía los conocimientos necesarios para efectuar operaciones a gran escala sobre el genoma humano. El resto de naciones establecía importantes límites éticos y legales al empleo e investigación de estos temas. Sin embargo, eran cada vez más los artistas y nobles que presumían de que sus hijos habían sido mejorados genéticamente por la Corporación. Se trataba de un desafío a las costumbres más puritanas, y al mismo tiempo una forma de mostrar cierta superioridad sobre los demás. Un alarde de cursilería quizá, pero que molestaba a muchos y despertaba admiración en otros. Al estar prohibido en el Imperio, era necesario viajar a la Tierra para conseguirlo y poder regresar embarazada al hogar. Los Humanistas trataban de prohibir la entrada por vía uterina de nuevos modificados, pero sólo conseguían mantener las viejas restricciones que de nada valían contra los sobornos de los ricos.

En cambio, nadie en el Imperio podía soportar a los fabricados. Sugerir que alguien había sido diseñado por entero en un laboratorio era un insulto de gravedad extrema. Ser tachado de mejorado, alterado o mutante resultaba también ofensivo, pero empezaba a ser tolerado. La gente podía acabar por acostumbrarse a la idea de que sus hijos compitieran con otros que hubieran sido mejorados genéticamente. Por muchas ventajas que poseyeran, en el fondo habían surgido de otras personas. Pero de ahí a aceptar la idea de que seres íntegramente diseñados y fabricados en un laboratorio fueran considerados humanos, mediaba un abismo.

En una ocasión un tutor le había explicado una anécdota a Lisa. Durante la época de los largos viajes por mar a bordo de veleros de gran tamaño, las tripulaciones sufrían una enfermedad llamada escorbuto. Se descubrió que era ocasionada por la falta de verduras frescas en la dieta, pues carecían de medios para conservarlas durante mucho tiempo. Un hombre llamado capitán Cook decidió evitar la aparición de la enfermedad obligando a la tripulación a comer choucroute, una suerte de verdura fermentada en vino blanco. La tripulación se negó a ingerir algo con un sabor tan inusual y de cuyas virtudes dudaban, y finalmente hubo un motín a bordo. El capitán Cook tuvo que ceder, pero adoptó otra estrategia: ordenó que se dispusiera en la mesa de los oficiales una fuente a todas luces excesiva de choucroute. Terminada la comida los oficiales se iban y los marineros, convencidos de que si era bueno para los dirigentes tenía que serlo también para ellos, daban cumplida cuenta del choucroute sobrante. «Así pues, no te extrañe si alguna vez te llamo Choucroute en lugar de Lisa, mi apreciada discípula», había terminado diciendo su tutor.

Con tal diferencia de mentalidad, no era de extrañar que la Corporación tuviera mayores conocimientos en Genética Aplicada. Pero no se dedicaría a solucionar problemas en mundos tan alejados como Chandrasekhar. Al menos, mientras no sacara algún beneficio de ello. Quizá la sociedad de aquel planeta dispusiera de algún rito para desembarazarse de quienes al nacer mostraran taras genéticas. En otras partes existían tales costumbres, pero no le gustaría tener que presenciarlas. Su sociedad permitía el aborto terapéutico después de un diagnóstico sobre el genoma del feto. Claro que de algún modo parecía más fácil de aceptar lo que se hacía dentro de un hospital, lejos de la vista.

Al mediodía encontraron un camino bastante ancho como para permitir el paso de un carro grande. Las huellas que hallaron en algunos recodos húmedos les indicaron que tal acontecimiento era frecuente. Decidieron seguirlo para alejarse más rápidamente del área de su aterrizaje forzoso, pero extremando la cautela y vigilando a su alrededor. Querían evitar encuentros desafortunados; estaba muy fresco en su memoria lo ocurrido a Karl. Un buen amigo de toda la vida, cazado en un momento.

Al cabo de una hora, en un ancho descampado que se abría al lado del camino, hallaron los restos de un campamento. Las brasas de la hoguera todavía desprendían un poco de calor. Entre los restos de comida había una vieja flauta de piedra, muy liviana. Varios utensilios como ollas de cobre, no muy grandes y bastante decoradas, una linterna de gas y útiles diversos aparecían desparramados por el suelo sin orden aparente. Algo más lejos encontraron algunas botellas rotas, unos rollos de tela marrón y lavanda, y un bidón de parafina estrellado contra un peñasco. Estaba roto, como si alguien lo hubiera arrojado desde cierta altura.

—Allí hay alguien durmiendo la siesta —Alejandro bajó la voz y señaló una bota de cuero que asomaba tras unos arbustos—. Quizá pueda explicarnos lo ocurrido.

Se acercaron con cautela y vieron un hombre obeso tendido en el suelo. Parecía alto y fuerte y llevaba el pelo recogido en una coleta. Tenía dos agujeros en el pecho, recubiertos de sangre coagulada. Cuando los pilotos se aproximaron varios lagartos abandonaron el cuerpo prudentemente, relamiéndose la sangre de los hocicos.

—No creo que nos aclare gran cosa —murmuró Lisa—. ¿Qué habrá ocurrido?

—Una riña con la suegra. Anda, vámonos de aquí —la aprensión de Alejandro crecía por momentos. Nunca antes se había tropezado con un cadáver, y la experiencia no resultaba precisamente agradable. Sintió una punzada de resentimiento contra su compañera. ¿Cómo podía tomárselo con esa frialdad?

—Antes, hagámonos unos sayos con esa tela. Deben ser parecidos a lo que lleva este tipo, para pasar desapercibidos. Nuestros uniformes no son muy discretos. En el cinturón tenemos aguja e hilo. Venga, tío, muévete. ¿O voy a tener que hacerlo todo yo sola?

Aquellas palabras picaron el orgullo de Alejandro, y se puso manos a la obra. En poco tiempo improvisaron una ropa menos llamativa, aunque de aspecto bastante descorazonador. Parecían mendigos o eremitas; evidentemente, la alta costura no era lo suyo.

A pesar de su fachada de aplomo, Lisa continuaba preocupada por la escena del campamento, aparentemente abandonado a toda prisa y con un fiambre por añadidura. Siguió buscando pistas de lo ocurrido.

—Fíjate en esos excrementos, Alex —dijo, señalando una lustrosa boñiga no muy lejos del fuego—; parecen de un animal grande, seguramente de un caballo o una mula. No me extrañaría que hubiera acampado un pequeño grupo con una o varias carretas; les atacaron unos bandidos y se llevaron lo que les interesaba. Eso quiere decir que los caminos son peligrosos y hay que vigilar no sólo a los militares que puedan buscarnos, sino también a los salteadores y bandoleros.

—Pues qué alegría…

—En Palacio no pasaba esto, ¿verdad?

Mientras discutían terminaron de coser las ropas y se las pusieron con unos improvisados cinturones de cordel grueso, que también encontraron tirados. El equipo de radio y el botiquín eran lo único que abultaba bajo los sayos, de modo que pasaron revista a lo que tenían para reducirlo al máximo.

El botiquín incluía un ordenador que contenía información sobre todos los productos. Le indicaron en qué tipo de mundo habían caído para que les dijese qué medicamentos eran inservibles en él. Cuando finalizó la selección, el botiquín cabía en la palma de la mano.

—Con tantos tipos de planetas y ecosistemas distintos no me extraña que poca cosa sirva para cada uno de ellos —Alejandro examinaba con pesar el montón de fármacos que iban a tirar. En cierto modo le daba la impresión de quedar desvalido—. Casi todo es para infecciones de distintos tipos de microbios en mundos exóticos. Debe de tratarse del principal peligro para los inmunodébiles.

—Tonterías; lo único que me preocupa de verdad son las patrullas que puedan estar persiguiéndonos. Nuestro sistema inmunológico ha sido rediseñado por la Corporación ¿recuerdas? Ellos todo lo hacen bien. Pero repasemos el equipo de radio. ¿Crees que debemos dejar algo?

Un disparo hizo volar en pedazos el transmisor más cercano a Lisa. Los dos jóvenes se arrojaron al suelo de inmediato, desenfundando sus armas de plasma. Otro disparo acertó en una piedra al lado de Alejandro.

—Creo que viene de esos árboles; me ha parecido ver una nubecilla de humo, o algo así.

Se oyeron exclamaciones en un idioma agudo y chillón, seguidas de un movimiento en los arbustos, por delante de los árboles. Alejandro apuntaba cuidadosamente con su pistola, sintiendo el suave vibrar del generador en la palma de la mano. Un nuevo grito, y unas cuantas ramas se agitaron en direcciones distintas. Ahora estaba claro que eran varios y trataban de rodearlos. Alejandro disparó a cada uno de los lugares donde había percibido el movimiento.

La pistola zumbó imperceptiblemente en su mano. Dos finos haces de plasma anaranjado brotaron del cañón del arma. Su brillo era tan intenso que le cegó momentáneamente, deslumbrado por completo. Luego se oyó un trueno ensordecedor y una ola de calor insoportable le hizo agachar de nuevo la cabeza.

—¿Qué pretendes, estúpido? ¡Es un arma de plasma! —gritaba Lisa furiosa, mientras una lluvia de cascotes caía sobre ellos—. ¡Pon el dial al mínimo!

Alejandro levantó la cabeza para mirar cuando todo se hubo calmado. Los árboles y unas grandes rocas vecinas habían desaparecido. En su lugar sólo quedaba una gran extensión de terreno ennegrecido y algunas llamaradas, de apariencia espectral, consumían los árboles derribados en los alrededores.

Tal como había dicho Lisa el arma tenía un dial con una escala numérica: 1, 2, 4, 8, 15, 30, 60, 100, 200. La raya marcaba el 100. Lisa alargó la mano y la puso en el 2.

—Así, ¿ves? Es suficiente para destrozar la armadura de fibroacero de un infante —le explicó con el mismo tono que si enseñara a un niño a usar el orinal—; si quieres volar un tanque basta con que la pongas en 60.

—Pensé que era de agujas explosivas, como la del otro uniforme —se disculpó Alejandro, avergonzado por su metedura de pata.

—Me parece que el alto mando no cree que un piloto actual pueda tocar tierra en un mundo enemigo, y por ello nos suministran armas de salón. Lo malo es que los cazas que cogimos esta vez eran para pilotos de la vieja escuela. Si derribaban su nave debían luchar cuerpo a cuerpo, como nosotros ahora.

—Bueno, vayamos a ver si ha quedado alguien. ¿Cómo lo hacían en la Academia? Creo que era la táctica de avance en doble Z.

—Déjate de chorradas; actuaremos como en la escuela, cuando asaltábamos la cocina por la noche; tu avanzas y yo te cubro vigilando, luego al revés.

—También es una táctica.

Poco a poco fueron acercándose, con mucha cautela y procurando siempre quedar expuestos el mínimo tiempo para que no pudieran descubrirlos y apuntar. No percibieron ningún otro movimiento ni ruido alguno. Alejandro llegó al área devastada por la explosión y se parapetó tras la última roca. Lisa se le unió poco después.

Encontraron los restos calcinados de un cadáver cerca de ellos. Tenía a su lado lo que podría haber sido un rifle de metal ordinario. El cañón todavía relucía con un rojo ceniciento, que se iba apagando conforme se enfriaba. Otras partes más reducidas se habían fundido por completo, y no pudieron averiguar exactamente qué tipo de arma era. A una cierta distancia hallaron un cuerpo en mejor estado. Podía colegirse que había sido un hombre corpulento, veinte centímetros más bajo que ellos. Sus ropas humeaban ligeramente y sólo pudieron reconocer vagamente el metal de una pistola y la hoja de un cuchillo, parecido a un tanto japonés. Su mango, seguramente de plástico, se había fundido. Alejandro se agachó para estudiar mejor unos dibujos de la hoja. Era japonés antiguo, una escritura prealfabética que no sabía leer pero que aún era empleada en la Tierra para determinadas ceremonias religiosas, pese a la resistencia de la Corporación a permitir tales actitudes. Lisa se puso los guantes de su uniforme, que al ser el reglamentario de piloto era completamente aislante e incombustible. Agarró la pistola, aún muy caliente, y la examinó atentamente.

—Observa estos cilindros de cobre; deben de ser cartuchos de munición sólida.

—¿Y qué hacen en la empuñadura?

—Sirve de almacén; este muelle los va empujando hacia arriba conforme dispara. Están reventados porque el calor de la explosión provocó la detonación del propulsor químico. Pólvora, juraría que lo llamaban.

—Ridículo.

—Pero mata. Ahora vayamos a echar un vistazo por los alrededores, no sea que quede algún otro dispuesto a darnos una nueva sorpresa.

Encontraron un tercer cuerpo. Se trataba de un hombre pequeño y delgado que todavía respiraba, pero estaba abrasado por entero, incluso los ojos. Había perdido los párpados y mostraba unas órbitas quemadas que no se atrevieron a mirar directamente. No podría vivir mucho tiempo en aquel estado. Alejandro reprimió una arcada. Cuando se acercaron para tratar de hablarle, un grito agudo les alertó. Se arrojaron de inmediato al suelo y una bala silbó por encima de sus cabezas. Se oyó otro grito, que esta vez parecía de dolor, y un nuevo disparo pasó rozándoles.

—He visto de dónde viene —dijo Alejandro—; puedo volarlo también.

—No, espera; usa el cerebro siquiera una vez. Fíjate en esas rocas que hay a tu lado. Puedes reptar por detrás hasta los árboles más cercanos. Luego das un rodeo por el bosque y lo sorprendes por la espalda.

Alejandro siguió sus instrucciones cuidadosamente y con gran rapidez alcanzó los primeros árboles. Allí se perdió de vista entre la maleza. Mientras, Lisa efectuó algunos disparos y trató de alcanzar de un salto unas rocas más grandes, que la cubrieran por completo. Al hacerlo un proyectil le rozó el brazo, causándole una herida superficial. Maldijo entre dientes y replicó con su arma. Entonces calculó que Alejandro ya debía de estar llegando y prefirió detenerse para no herir a su compañero.

Mientras tanto, Alejandro se hallaba muy cerca de su objetivo. Para terminar de acercarse sin ser visto reptó de nuevo muy pegado al suelo, pero a los pocos minutos se dio cuenta de que algo no marchaba bien. Estaba mareado, la cabeza se le iba y notaba síntomas alarmantes de narcosis. Un sudor frío resbalaba por su frente y le fallaban las fuerzas. Trató de sobreponerse y seguir avanzando. ¿Le habría tirado alguien una carga de gas, o una aguja envenenada? Cuando trataba de incorporarse le fallaron los brazos y se golpeó la cara, notando un olor que reconoció de inmediato. Trató de enfocar la vista sobre la piedra que tenía delante. Estaba recubierta de un moho verdoso, que humeaba todavía y en gran parte se había quemado. Aquello era cultivado en muchos mundos como una droga fumable de gran poder narcótico. De no haber sido por su natural resistencia a las drogas ya estaría en órbita. Sacó su botiquín y tomó una pastilla para recuperar la conciencia. Los efectos no se hicieron esperar, y aunque su organismo también anulaba en gran medida los efectos del antídoto, pudo levantarse y salir de allí.

A diez o doce metros de distancia reconoció la figura de un hombre calvo, de edad indefinida, que llevaba una túnica de vivos colores. Disparaba desde un tronco caído que le servía de escudo. Detrás de él yacía una mujer joven, vestida con pantalones de tela azul y una chaqueta corta, de origen militar pero sin galones. Tenía las manos atadas a la espalda y una herida en la cabeza, de la que manaba un hilillo de sangre.

Un nuevo disparo de Lisa, el último, arrancó algunas astillas del tronco. El hombre gruñó malhumorado, abrió su arma para introducir más cartuchos, se situó cuidadosamente y apretó el gatillo. Alejandro, sin pensarlo dos veces, disparó apuntando a la cabeza, que se volatilizó al instante. Todo a su alrededor quedó salpicado de sangre y tejidos desgarrados. Sintió nauseas, se pasó la mano por la cara y notó algo pegajoso que quedaba prendido en la mano. Al mirarlo vio que era una masa gris y sanguinolenta, seguramente un pequeño trozo del cerebro. Vomitó allí mismo.

Tras limpiarse como buenamente pudo y examinar los alrededores llamó a Lisa. Detrás de los arbustos hallaron un carro con un rudimentario motor de combustible líquido. Dentro había varios bidones: dos de gasolina, dos de vino y uno de agua. Con este último Alejandro se lavó a conciencia; se sentía sucio, asqueroso. Luego lo llevó junto a la chica para limpiarle la herida y refrescarla. Cuando llegó Lisa desinfectó la zona dañada de la cabeza. Mientras lo hacía Alejandro observó que el brazo de Lisa también sangraba.

—Voy a curártelo —le dijo—. Quédate quieta un momento.

—No hace falta —respondió Lisa, arreglándose un poco el improvisado sayo para que le tapara la herida—. Es un rasguño superficial. Anda, dame un poco de venda para esta chica.

Pronto la desconocida empezó a recuperar el sentido. Lisa le mojó la frente con un paño húmedo que pensó le sería de alguna ayuda. Aprovechó para examinar la herida de su propio brazo, pero confirmó que era poco más que un arañazo y no le otorgó importancia.

Al principio a la joven le dolía demasiado la cabeza como para entender nada de lo que le decían, así que la dejaron que fuera reponiéndose mientras ellos investigaban por los alrededores. Lisa quitó el cinturón al hombre sin ningún miramiento para ceñírselo y mejorar su mísero aspecto. Se dio cuenta de que la chica la observaba y prefirió dejar en paz las cosas del muerto. Tal vez existía algún tabú local sobre profanar cadáveres.

A lo lejos escucharon el canturreo jovial de alguien que se acercaba por el camino. Tanto Alejandro como Lisa se pusieron alerta de inmediato y se ocultaron tras unos árboles. Habían sufrido demasiadas sorpresas y no querían correr más riesgos.

Un enorme carro tirado por dos grandes bueyes avanzaba con paso cansino. Un hombre los aguijaba y golpeaba suavemente con una larga varilla de madera de vez en cuando. Al verlo la chica gritó de alegría y salió corriendo en medio del camino. Era evidente que había reconocido al conductor. Los dos pilotos se miraron y Lisa se encogió de hombros. Vaya par de chapuceros. Habían vuelto a pecar de imprudentes al dejarla sin vigilancia y permitir que se escapara. En pocas palabras, los habían descubierto. De todos modos, no parecía existir ningún peligro y salieron al camino.

Tanto el hombre como la chica hablaban entre ellos en un hispano bastante mezclado con nipo antiguo, pero comprensible. Sólo el acento, más agudo y fluido de lo normal, les desorientaba un poco. La chica les señaló y el carretero se dirigió a ellos, deteniendo el vehículo a su lado. Vieron que estaba cargado de paja y algunos toneles de roble viejo. El hombre era fuerte y robusto, aunque a ellos dos apenas les llegaba a los hombros, pero ambos eran muy altos incluso para la media imperial y esto no les sorprendía. Tenía el pelo gris y el semblante curtido por la intemperie, con arrugas que surcaban su cara y la piel muy morena. Era el típico rostro de un habitante de la Línea, que carecía de medios para anular el envejecimiento natural del cuerpo. Les producía una cierta desazón el contemplarlo. Sin embargo, el hombre se mostró enseguida amistoso:

—Mi sobrina me ha contado que ustedes la salvaron de esos desgraciados, que el Duque arrastre a los infiernos. No saben cuánto se lo agradezco. Me gustaría que nos acompañasen a casa de mi hermano, adonde tanto Sira como yo nos dirigíamos. Pero todavía no les he dicho mi nombre: soy Arbas, del clan del Cedro.

—Fueron muy valientes enfrentándose a esos monjes Barsom —dijo la chica—. ¿Saben que yo también les ayudé? Aunque el último me ató y me arrojó al suelo, pude incorporarme y vi que les apuntaba mientras estaban distraídos, así que grité para avisarles, pero luego me golpeó y quedé inconsciente.

—Ese grito fue el que nos salvó —dijo Alejandro—. Gracias a él pudimos agacharnos a tiempo para evitar que nos acertaran sus disparos. Luego la encontramos tendida allí y dedujimos lo que había pasado.

—Pero ¿qué se les ha perdido por aquí a unos Barsom? —preguntó Arbas a la chica—. Están muy lejos de su territorio y hacía años que no molestaban a nadie.

—Sí, desde la última incursión de los clanes contra ellos; deben de sentirse fuertes otra vez. Han vuelto a buscar prisioneros. Seguramente han ido lejos y de incógnito para que la gente no sospeche automáticamente de ellos. Yo los reconocí por el modo de hablar y por los sasi.

—¿Sasi? Humm… Creo que han vuelto a las andadas; por eso quieren atraparnos vivos.

—Claro. ¿Por qué si no?

—Perdonen, pero me he perdido —Lisa quería saber de qué hablaban, pues todavía ignoraba el motivo del ataque—. ¿Qué es un sasi, y para qué quieren a los cautivos?

—Vaya, amiga mía, usted viene de lejos. En fin, si nunca había oído hablar de ellos, suerte que ha tenido. Son unos fanáticos; nadie ha podido nunca averiguar en qué creen exactamente, porque guardan sus doctrinas en secreto. Todavía ocupan un gran territorio, lejos de aquí. Antes realizaban incursiones a menudo para capturar a los pobres que acertaban a cruzarse en su camino. Los ofrecen en sacrificio a sus dioses y con ellos practican algunos ritos francamente desagradables. Mi padre participó en el ataque a Birsidem, la última incursión de los clanes contra ellos. Incluso el ejército nos ayudó mandando un par de compañías. Lo que vio en sus templos le quitó el sueño muchas noches. Todavía hoy tiene pesadillas en las que se encuentra atrapado en uno de sus santuarios, rodeado de cadáveres. Los conservan de tal modo que todavía reflejan el horror de su muerte en el altar, como si acabaran de perecer. Los colgaban de las paredes, ¿sabe?, a modo de obra de arte. No solamente disfrutan causando dolor, sino que quieren conservar la expresión agónica de sus víctimas con orgullo. Deberían haber acabado con ellos cuando tuvieron ocasión.

—Y los sasi son esos cuchillos parecidos a tantos. Los usan también para asesinar en nombre de sus dioses —explicó Sira con un escalofrío recorriéndole el cuerpo—. Seguramente es lo que emplean en el altar, pero nadie lo sabe con certeza.

Alejandro reprimió un escalofrío. Lisa se percató de ello y le dio una palmadita en la espalda.

—Bienvenido al mundo real —él la miró con cara de malas pulgas, pero Lisa ya se había desentendido.

Fueron todos a examinar el carro. Arbas dictaminó que había pertenecido a un clan nómada de nombre exótico y se llevó los bidones de combustible y los de vino, así como el motor. Lisa vio que Sira cogía el cuchillo que había junto al monje. Lo examinó con una curiosa expresión en el rostro, pensando lo cerca que había estado de morir asesinada, tal vez con aquella misma hoja. Tampoco ella comprendía la inscripción, pero le provocaba cierto temor. Se guardó el cuchillo entre la ropa, y al ver que Lisa la observaba sonrió y se encogió de hombros.

—Estos monjes querían prisioneros, pero cuando se encontraron con una pequeña caravana cambiaron de idea y decidieron llevarse el botín. Atacaron al alba y acabaron con sus víctimas fácilmente. Los disparos atrajeron a otro grupo nómada que estaba cerca. Los Barsom fueron sorprendidos mientras robaban todo lo que podían en los carros. Hubo muchos tiros y no sé bien lo que ocurrió. Me parece que ganaron los nómadas y al final los monjes huyeron llevándose los carros, excepto éste. Los monjes supervivientes decidieron poner tierra de por medio a toda velocidad, temiendo que varios clanes nómadas se organizaran y fueran en su busca, aunque los que me vigilaban se empeñaron en regresar. Querían ver si había alguno de los suyos herido o moribundo y recogerlo, pero ya no quedaba nadie vivo. Supongo que los nómadas remataron a los monjes caídos y se llevaron todos los cadáveres que encontraron para enterrarlos, salvo uno que se les despistó. Son muy respetuosos con los muertos, incluso los enemigos. Entonces llegasteis vosotros. En caso de capturaros vivos, supongo que habríais terminado con el corazón arrancado, sin anestesia. Eso, con suerte.

—O en un mercado de esclavos; son los únicos por aquí que trafican. A veces alguna nave de esclavistas les visita, pero hace tiempo que no hay noticia de secuestros —Arbas palmeó la espalda de Sira—. Seguro que te tasarían en cincuenta créditos por lo menos —ambos rieron—. Pero ¿cómo te cazaron a ti, chiquilla?

—Un helicóptero de la compañía tenía que pasar por aquí y les pedí que me dejaran junto al caserío de Ibnes, a quien no veía desde hacía años. Como sólo hay diez o doce kilómetros hasta casa pensé en llegar dando un paseo esta mañana. Insistí en que no hacía falta que me acompañaran. ¿Quién iba a pensar que sucedería todo esto?

—¿Has dicho un helicóptero de la compañía? —preguntó Alejandro alarmado—. ¿Es que eres militar?

—Me refiero a la compañía maderera. Es una de las empresas más importantes de Chandrasekhar. Yo soy prospectora; determino qué árboles hay que cortar y en qué lugar, de modo que obtengamos el máximo beneficio permitiendo al bosque recuperarse pronto. No es difícil; aquí todo crece muy deprisa y la madera siempre abunda.

—Por cierto, que todavía no sé vuestros nombres —dijo Arbas de repente.

—Alej… ¡Ay!

Lisa, que estaba apoyado en el carro, empujó uno de los bidones de vino para que cayera sobre el pie de Alejandro. Éste maldijo durante un buen rato, hasta que pudo volver a andar. Lisa dio unos nombres falsos a Arbas:

—Yo me llamo Nara y mi amigo Fidel; no tenemos clanes en nuestra tierra.

—A juzgar por lo peculiar de vuestro acento yo diría que venís de Uriel, ¿no es cierto?

—Ajá, eres muy perspicaz —respondió Lisa.

Arbas y Sira rieron a carcajadas.

—Ésa es Uriel —dijo Sira señalando con el dedo una luna de color amarillo rosado en cuarto creciente. Algunas rayas de color rojo oscuro cruzaban su superficie—. No tiene atmósfera y según la leyenda está habitada por las hadas, los elfos y los duendes malignos.

—Nunca he negado que seamos elfos —contestó Lisa, sonriendo bonachonamente.

—Rápida de reflejos, ¿eh? Da lo mismo —repuso Arbas—, sois los héroes del día y nadie va a pediros explicaciones.

Subieron al pescante del carro para seguir el viaje con Arbas y Sira, hasta la casa de ésta. La chica parecía feliz y despreocupada, hasta el punto que Alejandro hizo un comentario sobre las delicias y lo bucólico de la vida rural. Eso hizo desternillarse de risa a Sira.

—¡Sin preocupaciones! ¡Cómo se nota que el señorito es de ciudad! Hay que luchar contra las plagas y el clima. Pagamos unos impuestos que se duplican cada año conforme el Gobierno importa más y más armas. Armas que al final sólo nos van a traer desgracias… Tenemos que comprar fungicidas a los contrabandistas cada vez que un hongo mutante empieza a pudrir las cosechas ante nuestras narices. No hay hospitales cerca, ni escuelas. Hace tiempo alguien se dedicó a derribar todos los satélites, incluidos el de educación y los meteorológicos, y sólo han repuesto los de interés militar. Además están los castigos; el último casi me ha dejado sin trabajo. Las oficinas de la compañía estaban al lado del barrio de Omsk que fue bombardeado. Muchos empleados han muerto. Todos los archivos se han borrado y han ardido toneladas de maderas preciosas: roble, caoba, cedro azul y la rarísima madera jaspeada del eucalipto mutante. Es tan difícil de encontrar como el trébol de tres hojas. Claro que aquí siempre hay más mutantes.

—Y más que habrá con las explosiones de esta noche —Arbas parecía malhumorado al decir esto; su expresión se había ensombrecido cuando se mencionó el bombardeo.

—De todos modos vamos tirando —seguía diciendo Sira—. La gente ya está acostumbrada a pelear por la existencia. Además, la vida en los cantones es muy distinta a la de otras regiones. Aquí no residimos en familia, sino en unidades más grandes, las Cabdas. Son algo parecido a comunas, donde muchos son parientes. También puede entrar cualquiera que sea del mismo clan y a menudo de un clan amigo. A veces una familia se traslada a una Cabda del mismo clan a vivir y trabajar allí para algo concreto y cuando se termina la tarea regresa a la suya. También hay un minigobierno local, Raabdar, pero actualmente no cuenta para nada. Tranquilos —añadió, al ver la cara de perplejidad de los forasteros—; cuando lleguemos ya lo entenderéis. En cualquier asentamiento de esta región, donde todos son Cabdas, notaréis que hay mucha gente haciendo muchas cosas. Es como una fonda, una granja y una sala de reuniones, todo al mismo tiempo.

Los dos pilotos agradecieron éstas y otras explicaciones que Sira fue prodigando durante el viaje. Les interesaba sobremanera conocer lo más posible acerca de las costumbres locales. Esperaban así poder pasar desapercibidos en su huida. Lisa especialmente hacía planes sobre lo que deberían proveerse en casa de Sira: ropas de verdad, para poder quitarse aquellos andrajos. Los habían improvisado poco antes, pero habían cumplido ya a la perfección su labor: tapar el uniforme. También tendría que averiguar algo sobre los animales peligrosos que pudieran encontrar por el camino y las vías de comunicación. En sus mapas no figuraban líneas de ferrocarril ni carreteras, sólo pequeñas sendas, hasta la cordillera. También debería averiguar discretamente dónde hallar naves espaciales civiles, así como las posibilidades de conseguir un pasaje sin tener que dar demasiadas explicaciones. ¿O sería demasiado arriesgado formular tales preguntas? No debía olvidar que se hallaban en territorio enemigo y quizá alguien los denunciara si sospechaba de ellos. Tendrían que moverse con suma cautela. Como se enteraran de que fueron ellos quienes bombardearon Omsk, podían despedirse. Suspiró. Les aguardaban días muy duros. La educación de los nobles no preveía la supervivencia en planetas atrasados, saturados de bichos peligrosos. «Lo más probable es que no logremos salir de ésta, para qué engañarnos».

Echó un vistazo a Sira y Alejandro para averiguar qué estaban haciendo, pues llevaban un rato callados. Ambos tonteaban y Alejandro intentaba ponerle en el pelo un par de hojas anaranjadas que parecían flores. Ella trataba de impedírselo sin mucho empeño y ambos reían como niños felices. Dedujo que Alejandro no estaba preparando ningún plan de acción para el futuro inmediato.

«Yo aquí calentándome la cabeza para que volvamos a casa de una pieza, y el bobalicón de las narices tomándoselo como si se tratara de una merienda campestre… En fin, no puedo esperar que cambie a estas alturas». Se encogió de hombros y trató de concentrarse en sus próximos movimientos, pero fue en vano. Le molestaba saber que Alejandro estaba prestando tanta atención a esa pueblerina. Les oía reírse a su espalda y eso la ponía de pésimo humor. Alejandro siempre parecía interesado en cualquier cosa con faldas que no fuera una mesa camilla. Desde luego no podía impedírselo; sólo eran amigos. Pero podría tomarse más en serio la situación; al fin y al cabo, estaban perdidos en territorio enemigo. Y una parte maliciosa de su mente le decía que lo que en realidad le fastidiaba es que él no le dedicara un poco más de atención. Al fin y al cabo siempre que tenía un problema venía a verla para que le ayudara. ¿Nunca se le había ocurrido a Alex que ella podía querer algo más, aparte de servir de paño de lágrimas? Lo más romántico a lo que la había invitado Alex era a ver una final de liga de patinaje sobre hielo… y luego la dejó. Había quedado para ir a cenar a la luz de las velas con la hija de la condesa de Nosequé. Lástima que estuvieran en público y propinar una patada en la entrepierna a un miembro de la familia real fuera delito de lesa majestad en Algol.

Estos pensamientos evocaron muchos recuerdos a Lisa. Aquella vez en que un popular programa del corazón rumoreó que podía haber un idilio entre ambos… A ella le hizo una ilusión tremenda. Quería saber qué opinaba la gente y se quedó a ver el magacín en cuestión. Fue de lo más divertido, con adolescentes que llamaban para disertar, la mar de serias, sobre si el guapísimo príncipe debía optar por una consorte de sangre azul, o bien resultaba preferible la frescura de una plebeya. En cambio, el estúpido de Alex le llamó esa misma tarde para decirle: «No te preocupes por esa tontería, la Casa Real ya la ha desmentido». ¿Por qué había de ser una tontería? La pobre Lisa era la única chica a quien Alex confiaba sus secretos. ¿También la única con quien no podía tener un romance?

En fin, reconocía que esa atracción por Alex había ido muriendo con el tiempo, conforme comprobaba que era un adoquín sin sentimientos. Su periodo en el Ejército había terminado por quitarle la venda de los ojos. Hacerle caso era exponerse a sentirse herida, o aun peor. Realmente, si estaban perdidos en Chandrasekhar era por haberle seguido el juego a su estúpida apuesta. Tendría que sacarlo del planeta en nombre de los viejos tiempos en que casi eran como hermanos, pero después de eso, que se fuera a freír espárragos.

Entonces, si lo tenía tan claro, ¿por qué no podía quitárselo de la cabeza? Era una mujer adulta, racional. O, al menos, trataba de convencerse de eso.

★★★

Viajar en un carro cargado y tirado por bueyes era bucólico hasta el agobio. De vez en cuando alguien bajaba, retrocedía cien metros para recoger algún chisme que se había caído y regresaba caminando lentamente, tal era la velocidad de crucero del vehículo. La chica había comentado que la casa estaba muy cerca; sin embargo, el ocaso llegó antes que ellos. Arbas se divertía con la impaciencia de Lisa. Ignoraba que ésta tenía en su palacio una gran colección de aviones, agravs y otros vehículos ultrarrápidos, propiedad del Duque. Sira había terminado por dormirse con la cabeza sobre el hombro de Alejandro, que también empezaba a entrecerrar los ojos. Por el contrario, Lisa vigilaba incesantemente. La ponía de mal humor ver a los dos tortolitos en esa postura y trataba de distraerse vigilando el camino. Lo único que lograba en realidad era estar todo el rato pendiente de los dos de atrás.

No estaba segura de que hubiera pasado el peligro de los monjes. Tampoco quería sorpresas si a una patrulla de soldados republicanos le daba por detenerlos. Sentada al lado de Arbas notó enseguida que éste también se hallaba alerta. Su único temor, sin embargo, era encontrar más monjes. Según le explicó, en aquella región la vida transcurría muy tranquila. Tan sólo había que tener cuidado con algunos animales agresivos, aunque era infrecuente que se atrevieran con los hombres.

—Claro que si pensáis entrar en una selva, la cosa cambia —dijo Arbas.

—¿Selvas, aquí? Quién lo hubiera dicho, con este clima.

—Cosa de los volcanes; los hay que están dentro de los valles circulares. Son embudos enormes, de paredes muy altas y gozan de un microclima propio. Algunos dicen que son obra de pedruscos caídos del cielo, como las estrellas fugaces, pero no me imagino algo capaz de abrirle tal boquete a la tierra.

Lisa apenas lo entendía cuando empleaba expresiones coloquiales. No se enteró de gran cosa sobre las selvas, aparte de que eran calientes y húmedas por las aguas termales y que más les valía no pasar por allá.

«Naturalmente que no me pondré a patear selvas», pensó. «Bastantes problemas tengo ya para buscarme otros».

—Si serán mala cosa esos lugares —seguía parloteando Arbas— que ni los republicanos se meten ahí. Es el único sitio donde nadie te da la lata. Además, los que hay cerca de aquí son fáciles de transitar.

«Borrar enunciado anterior: puede ser interesante lo que ha dicho este hombre».

Llegaron a la granja de los padres de Sira cuando el último resplandor rojizo desaparecía en un fugaz destello verde de la corona solar. La noche extendió la oscuridad al tiempo que el relente mojaba los prados. Arbas les rogó que pasaran mientras él llevaba los bueyes a cubierto. No llegó a hacerlo; una mujer madura salió de la casa y se empeñó en conducirlos ella. Entraron pues todos juntos a una construcción que se asemejaba a un túmulo aplanado.

—Parece que el techo tenga cuatro o cinco metros de grosor —comentó Alejandro.

—En efecto —respondió Sira—. Arena, roca y hormigón, todo lo que haga falta para asegurar la resistencia a la radiación y a las ondas expansivas de las atómicas. La alternativa es vivir en cavernas, y hay quien lo hace.

—Procura disimular —le dijo Lisa al oído—; se está notando mucho que no somos del planeta.

En el interior de la casa reinaba un gran bullicio. Arbas entró el primero y saludó a toda la concurrencia con un gran grito. Un par de niños corrieron hacia él y tuvo que besarlos diez veces para que se fueran. Un hombre bastante orondo salió de la cocina y al verlo Arbas exclamó:

—Traigo dos sorpresas, viejo sapo gruñón. Aquí tienes a tu hija, que encontré por el camino, como si fuera un trasto viejo. Y lo más importante: dos bidones de gasolina bien refinada. Quédate con lo que prefieras.

El regocijo subió de tono. Sira estuvo media hora hablando con todos, preguntando por los ausentes y respondiendo a los presentes. Todos querían saber de su encuentro con los monjes, que llenó de consternación a la familia.

—Fidel y Nara acabaron con el último monje y aquí me tenéis, a salvo y en casa —concluyó.

Los presentes, emocionados, les felicitaron por su valor y les dieron las gracias. Pronto prepararon una mesa que se llenaba de viandas por momentos. El padre, un bondadoso cincuentón cuyos rasgos parecían lejanamente asiáticos, les trajo un pequeño tonel de aquavit. Lo bebieron en unas imponentes jarras de cerveza, que hubieron de apurar con él. Se trataba de un brindis ritual, según les explicó luego.

Los dos jóvenes se vieron obligados a comer la sopa de setas que trajo la madre de Sira. Un ganso en gelatina que su padre les recomendó especialmente fue el segundo plato. Su tía les preparó unas tostadas fritas con huevo y especias. Eran tan picantes que habrían hecho levantar a un muerto. Resultaron ser un buen entrante para el apreciado puchero de verduras y embutido que les pusieron delante para rematar la cena. Al final estaban tan ahítos que sólo tomaban pequeños bocados de cada cosa. No querían ofender a sus hospitalarios amigos, pero estaban a punto de reventar. Parecía increíble que aquella gente fuera capaz de comer tanto.

Mientras, todo el mundo los acribillaba a preguntas, pero nadie les daba tiempo a responderlas. Terminaron discutiendo entre ellos los pormenores del agitado día. Lisa reparó en el hecho de que Sira había hablado muchas veces de las armas que llevaban los monjes. Por el contrario, no lo había hecho de las pistolas de plasma que había visto emplear a los pilotos. Se preguntó si sería una forma de no comprometerles. Los estallidos de plasma eran una experiencia digna de mención para quien hubiera presenciado uno cercano.

Sira les miraba divertida mientras comían asediados por la concurrencia, hasta que al final logró que les dejaran tranquilos y el coro de gente se disolvió.

—¿Todos son familia tuya? —preguntó Lisa.

—Claro que no, Nara. Ya te dije que esto era medio casa, medio posada y medio comuna.

—Sobra un medio —replicó Lisa.

—Ah. Bueno, ya se sabe que hay tres clases de personas: las que saben contar y las que no.

Lisa no le rió el chiste.

—¿Cómo es que trabajas en la ciudad?

—Mi abuelo, un aventurero cuya vida daría para unos cuantos libros, me dejó algo de dinero para que estudiara en Sillis y viajara. Decía que era la mejor forma de aprender. No tenía bastante para ir a una universidad de la República, pero hice lo que pude. Luego la compañía maderera empezó a prosperar. Querían personal con un mínimo de estudios y que conociera el interior, donde estamos ahora. Como es natural, no había muchos candidatos y me aceptaron encantados. A ratos libres logré obtener el título de técnico forestal y así he ido mejorando poco a poco. Ahora hacía bastante tiempo que no regresaba a mi casa.

Pusieron sobre la mesa una tetera humeante y algunos vasos pequeños. Sira se sirvió y dio algunos sorbos.

—Nosotros estamos perdidos —dijo entonces Lisa—; nos gustaría salir de Chandrasekhar, a ser posible al otro lado de la Línea. Y sin preguntas.

Sira continuó sorbiendo su té sin inmutarse. Tras pensarlo, respondió con cautela.

—Sin preguntas, de acuerdo; os debo la vida. No creo que sea posible atravesar la Línea después de las últimas batallas. Tal vez en lo que queda de Omsk alguna nave os pueda sacar de Chandrasekhar y dejaros en un planeta con más tráfico. Claro que habrá que esperar a que se vayan los imperiales. Entonces la compañía pedirá un flete para llevarse toda la madera que sea capaz de reunir, pues necesitan dinero para hacer frente a sus pérdidas del día del bombardeo. A veces superviso la carga de la nave…

—Entonces desearíamos ir a Omsk.

—¿Qué tal está el camino? —preguntó Alejandro.

—Sin transporte aéreo, muy mal. No hay ferrocarril ni vehículos a motor, especialmente ahora que nos hemos quedado sin refinerías. En realidad hay que seguir río abajo y descender al lado de las cataratas de Tarsis. En la llanura podréis encontrar unas comunicaciones que más o menos funcionan. Claro que el bombardeo puede haber tocado las vías y las estaciones, por no hablar de los embarcaderos del Shant. El río es navegable por barcos de gran calado casi hasta las montañas; los imperiales saben que es la mejor vía de comunicación que tenemos y siempre destruyen algún puerto, los malditos. En fin, no hablemos de Religión; aquí son muy puritanos.

Al decir esto miró por encima del hombro como si temiera que la hubiese oído alguien. Finalmente se levantó y ayudó a su madre a recoger algunos platos. Ambas desaparecieron en la cocina y Alejandro y Lisa quedaron solos.

—¿Quién ha dicho nada de Religión? —preguntó al fin Lisa.

—¡Yo qué sé! Oye, a ver si tratas mejor a Sira. Le hablas con cara de juez, o como si te hubiera hecho algo.

Lisa no se molestó en responderle. Malhumorado, Alejandro terminó de beber su cerveza y al levantarse descubrió por qué algunos de los comensales que se retiraban experimentaban dificultad para mantenerse erguidos, y debían apoyarse en sillas y mesas.

—¡Dejad que os ayude! —dijo una chica solícita al ver trastabillar a Alejandro—. Pero antes bebe un poco más de aquavit. Tiene propiedades benéficas, aumenta el apetito genésico y quita la resaca.

Cuando la chica le ofreció su hombro para que se apoyara, Alejandro dudó. La observó con detenimiento; era casi una niña, muy hermosa y fuerte como un muchachito. Sin embargo, el metro noventa de Alejandro parecía demasiado para sus jóvenes huesos.

—No te preocupes, estoy bien. Ya puedo andar.

Su metabolismo estaba trabajando con la cerveza y poco a poco se sentía mejor. Sira apareció con otro de aquellos pequeños barriles de roble donde guardaban el aquavit.

—¿Nunca lo habíais probado antes, verdad? Es el secreto mejor guardado del cantón. Se prepara igual desde hace siglos y antiguamente se empleaba en ceremonias religiosas. Bueno, debéis de estar cansados. Os acompañaré a vuestra habitación —sonrió con malicia—. No sé si en vuestro misterioso lugar de origen acostumbráis a dormir separados, pero en las comunas tendemos a ser de lo más promiscuo.

Ninguno de los dos objetó nada; Lisa estaba sumida en sus pensamientos, y Alejandro trataba de no eructar en público. Mientras caminaban por oscuros y húmedos pasillos, les asaltó de nuevo la sensación de hallarse en un búnker. También notaron que el calor era bastante elevado en toda la casa.

—Son las aguas termales producto del vulcanismo de la zona. Estas casas ocupan la parte superior de una pequeña fortaleza subterránea. Después de la primera colonización, toda esta área cayó en la barbarie. Hubo muchas guerras y varias veces bombardearon con atómicas. La gente se acostumbró a vivir así, siempre a punto de esconderse en una cueva profunda. El volcán nos da calor y en las cavernas se cultiva soja y champiñones. El agua nunca falta, así que se puede vivir bastante tiempo ahí abajo. Después del último castigo mucha gente ya habrá hecho preparativos para volver a las cuevas. Somos como avestruces; en cuanto hay peligro metemos la cabeza en un agujero.

Llegaron a la habitación. Era oscura y triste, una celda marrón con dos camastros de madera y una mesa con un tazón y una jofaina. Sira llenó ésta con agua caliente gracias a una pequeña bomba de palanca situada en una esquina de la habitación, a la que propinó varios golpes enérgicos.

—Es la ventaja de tener volcanes cerca, siempre hay agua caliente a mano. Siento que vuestra habitación no disponga de electricidad, pero las demás estaban todas ocupadas. Allí tenéis una lámpara; le diré a Naivra que os traiga otra, así como sábanas y toallas.

Sin darles tiempo a hablar salió de la habitación, cerrando tras de sí con fuerza.

—Bueno —admitió Lisa, sentándose en su lecho—, no ha sido un naufragio tan malo después de todo —se palmeó la barriga—. Confío en poder hacer la digestión antes de una semana —miró a Alex—. Bueno, campeón, ¿has pensado algo acerca de nuestro futuro, para variar?

Alejandro no captó la ironía.

—Tendremos que asegurarnos de que nadie nos reconozca. Habrá que deshacerse de los uniformes, tal vez quemándolos.

—Son incombustibles —replicó Lisa.

—O romperlos y enterrar las insignias cuando estemos fuera.

—Son irrompibles, hijo mío. Pero ya se nos ocurrirá algo. Con un poco de suerte, Sira nos acompañará hasta un buen sendero o hasta el río. De hecho puede que venga con nosotros todo el viaje; recuerda que insinuó la posibilidad de ayudarnos a embarcar en una nave. Además, creo que le gustas.

—No digas tonterías —Alejandro hizo un mohín, como desdeñando esa posibilidad.

—En serio, si le caen bien los tipos de metro noventa y ojos verdes como la hierba, eres lo único a lo que puede hincar el diente en este planeta. Hasta ahora sólo hemos visto los típicos hispano-nipones de la Línea.

Mientras hablaban se desvistieron lo suficiente como para limpiarse a fondo, frotando y restregando. Finalmente consiguieron recuperar un aspecto bastante normal. Una vez libres de barro, polvo y sudor se sentían como nuevos.

Llamaron a la puerta. Naivra, una chica joven y bastante agradable, les traía todo lo que Sira había dicho: ropa limpia con olor a lavanda, toallas, más jabón, peines y un espejo. También les dejó unas batas de color azul oscuro y algunas prendas de vestir. Las que llevaban al llegar no les parecían dignas de los héroes del día. El Señor de la casa, título que en Chandrasekhar quería decir administrador más que dueño, les ofrecía algunas ropas suyas que usaba para ir de caza. Eran unos blusones amplios, uno de ellos con unos saurios en posturas agresivas bordados en las mangas y el cuello, junto a unos pantalones que también eran bastante anchos, azules los dos y con unos cordones púrpura para ceñirlos a la cintura y los tobillos.

Mientras les preparaba todo esto, Naivra se quejó de que la habitación estaba poco iluminada. Encendió la lámpara que reposaba sobre la mesa y que Lisa no había podido descubrir cómo funcionaba; no se le ocurrió que hubiera que prenderle fuego y había intentado encontrar un interruptor. La muchacha también encendió la que había traído, siguiendo las instrucciones de Sira.

—Mañana el Señor les dará unos chaquetones, capas y todo lo que haga falta para que viajen a gusto. La Señora ya ha puesto a cocer carne de viajeros y está horneando unas galletas de soja para el camino.

De repente calló. Había terminado de encender la segunda lámpara, que todavía tenía en la mano, y miraba fijamente a Alejandro. Éste sonreía amablemente, casi con benevolencia. Era la primera vez que lo veía limpio, de cerca y bien iluminado. De repente Naivra dio un paso atrás sin dejar de mirarlo fijamente. Con la mano derecha tocó levemente sus dos pechos y los labios, como si se besara la mano y se fue sin decir palabra, todavía con la misma expresión entre asustada y maravillada.

Lisa y Alejandro se miraron sorprendidos.

—Las traes locas a todas. ¿Cómo lo consigues, Romeo?

—Me pregunto qué significará ese gesto.

Alejandro se vistió y sentó. Lisa se puso algo ligero y se entretuvo con la radio, escuchando todas las frecuencias y repasando las instrucciones. La guerra de contramedidas parecía muy distante y ya eran posibles las comunicaciones a larga distancia. No se atrevía aún a llamar a la flota imperial, pues sabía que seguramente la primera respuesta que iba a recibir sería un misil republicano. Mientras se hallaba pensando en esto se oyó un discreto golpeteo en la puerta.

—¡Adelante!

Sira abrió lentamente. Miró con cautela sin acabar de entrar y observaron que también tenía una expresión extraña, similar a la de Naivra cuando se había ido. Se alarmaron a verla tan alterada.

Se acercó y les miró detenidamente a ambos. Al fin suspiró tenuemente y les preguntó si accederían a acompañarla al comedor, donde estaban reunidos los demás. Les sugirió que se vistieran adecuadamente y esperó en el pasillo a que terminaran de acicalarse.

Sin hacer preguntas, pero sin olvidar recoger y ocultar bajo sus blusones las pistolas, la siguieron. Sira caminaba despacio delante de ellos, sin decir ni una palabra. De vez en cuando les miraba furtivamente por encima del hombro, como si temiera que fueran a desaparecer. Los dos empezaban a alarmarse seriamente por su actitud.

Cuando llegaron al comedor lo encontraron abarrotado de gente reunida en silencio, expectante. Numerosos candiles colgaban de todas las vigas, impregnando de un amarillento resplandor los rostros de los presentes. Sobre las mesas pequeños braseros de bronce ardían, consumiendo hierbas y hongos triturados que producían un tenue olor soporífero. Muchos de los hombres tenían entre sus manos un pequeño libro de tapas purpúreas. Las mujeres de cierta edad acariciaban nerviosamente entre los dedos un rosario de bolitas de madera, que iban pasando una tras otra entre murmullos.

Al verlos entrar todos los presentes se levantaron. Con la mano derecha tocaron dos veces su pecho y luego sus labios, formando así un triángulo. Nadie se atrevía a hablar.

Alejandro tocó a Lisa en el codo para atraer su atención hacia una esquina de la habitación. Se dirigieron a ella y todos cuantos estaban en su camino se apartaron. Sobre un anaquel de la pared reposaba un mueble de madera oscura. Tenía dos puertas, como de armario, abiertas de par en par. Dentro había un gran retrato del Emperador junto a su hijo. Ambos vestían uniformes de gala que Alejandro no recordaba haber llevado nunca. Estaban cargados de condecoraciones e insignias. También llevaban largas capas negras, con forro de seda roja, que tampoco se habían puesto jamás. Detrás de ellos una impresionante vista de la galaxia remataba la esperpéntica escena.

Alrededor de esta fotografía había otras más pequeñas. En una de ellas se veía al Duque de Orión con su hija al lado. Ambos lucían el traje de protocolo del Senado, donde encabezaban la oposición. Desde luego Lisa no había lucido nunca ese traje, porque no era aún senadora. En las manos portaba a modo de cetro un neurolátigo muy adornado. Detrás de ambos se veía un infierno en llamas. Entre ellas asomaban algunas vagas siluetas humanas de aspecto monstruosamente deformado. Los ojos del Duque parecían de puro fuego y había una expresión demoníaca en su rostro. También habían retocado el de Lisa para que adoptase un aire sutilmente perverso, o quizá engañador y taimado.

Ante las fotografías descansaba un libro rojo. A su lado, cuidadosamente dispuestas sobre una bandeja circular de plata, relucían unas brasas encendidas. En este fuego ardían pequeños cristales ambarinos parecidos a resina seca, de los que salía un aroma sutil y agradable.

Alejandro y Lisa se miraron. No estaban muy sorprendidos, pues conocían la existencia del culto al Emperador de Algol tras la Línea; habían hecho más de un chiste al respecto. El problema era que ignoraban qué se esperaba de ellos y no sabían cómo reaccionar. Entonces se abrió bruscamente la puerta de la casa. Entró un chico de trece o catorce años que llevaba de la mano a un hombre de considerable edad. Ambos vestían gruesas túnicas de color azul, raídas y con los bajos manchados de barro. Todos los presentes señalaron a los pilotos. Nada más verlos el rostro del viejo empalideció visiblemente. Tragó saliva y realizó repetidas veces el gesto triangular. Rebuscó en sus anchos bolsillos hasta encontrar un libro, púrpura como los otros. Lo apretó con tal fuerza que sus pequeños dedos se volvieron blancos.

—¿Quién eres? —preguntó al fin acercándose a Alejandro.

—Alejandro de Algol, Príncipe de Rígel y Proción, Señor de las Pléyades —respondió el aludido con aire solemne.

—¿Y tú? —preguntó con voz trémula a su compañera.

—Eisabeth de Orión, Señora de Cástor y de Aldebarán —dijo con voz neutra.

El anciano se volvió hacia la concurrencia, y alzando los brazos anunció con voz trémula:

—¡Ha llegado la hora de la consumación de las profecías! Los Dioses mandan a sus hijos predilectos para traer hasta nosotros el Imperio del Bien y castigar a los impíos con los fuegos eternos de Orión. Sea pues la voluntad de Dios, el Emperador.

Y arrodillándose, les adoraron.