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Las Américas
y el pesimismo
Los excelentes resultados obtenidos con su compañía de comedias en la temporada de Barcelona le sugirieron la idea de dar a conocer sus obras en la América hispana. Emprendió así su tercera gira, con rumbo a Argentina, donde tenía muchos admiradores.
Llevaba un grupo numeroso de actores y el repertorio incluía principalmente obras suyas, muy complicadas en lo referente a la escenografía, el vestuario y la utilería.
Finalmente, consiguió que todo estuviera en orden. Sólo faltaba el visado para la compañía, algo bastante más difícil de conseguir entonces que hoy día. No se trataba de un trámite automático, sino que requería explicaciones, justificaciones y detalles sobre el propósito del viaje y la estancia, así como pormenores de cada viajero.
Jardiel se dirigió a la oficina de turno para entrevistarse con el oficial que debía dar el permiso Observó con desaliento que el hombre estaba muy ocupado, pues un nutrido grupo de personas hacía antesala, esperando ser recibidas. Nuestro autor se armó de paciencia y aguardó.
Y sucedía que aquellos visitantes se demoraban mucho en la entrevista. A través de la puerta se escuchaban retazos de conversación, de los que se colegía que cada uno de los peticionarios abrumaba al oficial con una larga presentación de su persona, con una serie interminable de detalles sobre su caso particular, con explicaciones, comentarios, justificaciones, fórmulas de cortesía, etc., que justificaban la lentitud en resolver las entrevistas.
Por fin le llegó el turno a Jardiel. Penetró en el despacho del oficial administrativo y vio a un hombre hundido en su sillón, con aspecto demacrado y, sobre todo, exhausto por el esfuerzo de escuchar tantas retahílas de razones, explicaciones y argumentos.
Jardiel se percató en seguida de la situación y, sin sentarse siquiera en la silla que el oficial le ofrecía con gesto maquinal, dijo simplemente y sin saludar siquiera:
—Me llamo Jardiel. Voy a América a hacer teatro y quiero visados para veinticinco actores.
Hubo una larga pausa.
Entonces el rostro del oficial se iluminó y, tremendamente agradecido por no haberle hecho perder tiempo agobiándole con palabrería superflua, exclamó:
—¡Hecho! ¡Lo que usted quiera!
Y, sin una palabra más, concedió de inmediato todos los permisos.
Resueltos todos los trámites, en febrero de 1944, embarca en el Monte Amboto para Argentina con veinticinco personas, dos perros, un pájaro, un automóvil y 6000 kilogramos de equipaje. (Estuvo tentado de llevarse el burro que aparece en Los habitantes de la casa deshabitada, pero al final decidió agenciárselo una vez llegara al Nuevo Continente). El propio Jardiel nos refiere que todo aquello fue una tarea complicadísima, con muy pocos precedentes en la historia (Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Juan de Garay) y con la diferencia, en contra suya, de que a él no le habían ayudado en la organización del viaje ni los Reyes Católicos ni Carlos V; además, Garay, Cortés y Colón contaron con la ventaja de que no tuvieron que embarcar nunca un automóvil.
El destino era el teatro Cómico de la capital del Plata. Nada más llegar, Jardiel inaugura la temporada, pronuncia una conferencia sobre su humor y sus propósitos y recalca lo importante que puede ser para él el éxito en la capital bonaerense. Cita unas palabras de Quevedo, que parecen escritas para ese momento:
«Tened piedad de mí, que aquí me juego
más que la vida, pues me juego el oro…».
En realidad, queridos amigos míos, en esta noche y en noches sucesivas yo me lo juego todo: desde el honor profesional hasta la vida. Pasando por el oro. Pero sonrío porque confío en tres cosas: en vuestra legendaria y bien probada hospitalidad, en la protección de la Cruz del Sur y en esa otra estrella resplandeciente y sin nombre que guía a todos los que se atreven a algo y que a mí me ha conducido hasta vosotros a través de la ancha incógnita de los mares.
La respuesta del público fue excelente. Durante cinco meses, la compañía cosechó grandes éxitos con su repertorio. El autor obtuvo mucho prestigio, pero las finanzas no iban nada más que regular, por los excesivos gastos que suponían los sueldos y las dietas de un elenco tan numeroso.
Esta estancia en Buenos Aires se vio empañada por dos acontecimientos que afectaron mucho a Jardiel.
El primero tuvo lugar durante un ensayo. Fue la llegada de un telegrama de Tirso Escudero en el que daba al autor el pésame. Pero el pésame, ¿por quién? Nada sabía él de quién podría haber muerto en España. Continuó impertérrito el ensayo, pero interiormente sentía una gran angustia. Hasta bastantes horas más tarde, en que encontró la noticia en los periódicos, no supo que el fallecido había sido su padre. Fue un tremendo golpe para él, por lo unidos que estaban.
El segundo triste acontecimiento fue la ruptura con Carmina, que decidió quedarse en Argentina, abandonando la compañía —y a él— para unirse a un boxeador. (Semanas después, a la hora de partir para España, Jardiel mantendría la esperanza de que ella cambiase de parecer y embarcase en el último minuto. Pero no lo hizo y él quedó destrozado por ello).
Le ofrecieron entonces la posibilidad de actuar durante una temporada en el teatro Artigas de Montevideo. Aceptó, sin pararse mucho a pensar en el clima político que se respiraba en Uruguay. Fue un grave error.
El día de la presentación de Eloísa está debajo de un almendro, Jardiel vio a un transeúnte pararse delante de un cartel de anuncio de la obra y leer en voz alta: «Esoíla… en un… sereso». Aquello fue como una premonición del fracaso. Dijo: «Esto me pasa por venir a un país que aún no está inaugurado».
Sólo pudieron actuar cinco días, pero no por motivos artísticos, sino políticos. De hecho, durante aquellos cinco días, el teatro tuvo un lleno absoluto y un público entusiasta.
Sin embargo, un nutrido grupo de exiliados republicanos arremetieron contra él, acusándole de falangista por el mero hecho de ser un escritor de prestigio en la España de Franco. Asaltaron el local con bombas de alquitrán y huevos podridos, rompieron los espejos del foyer, crearon altercados en la calle, asustaron a los espectadores y amenazaron con repetir la hazaña a diario.
Además de esa acusación de falangista —lo que nunca fue—, se le describió como «despreciable escritorzuelo pornográfico» y se publicó una crónica titulada «Bufón y falangista» que merece la pena conocer:
Jardiel Poncela, bufón de la «hispanidad» y agente del falangismo, sigue agraviando con su presencia y con sus actuaciones en la sala del. Artigas la sensibilidad democrática y el buen gusto de la población montevideana.
Este payasito al servicio del Instituto Iberoamericano de Berlín ha recibido ya en varias oportunidades la expresión enérgica del repudio del público montevideano, que no tolera ningún contacto con los cómplices del asesinato colectivo de Falange. Los Jardiel Poncela y los Pemán, detritus intelectuales con los que el franquismo pretende infectar la cultura americana, del mismo modo que intenta viciar la atmósfera política de este continente con sus bandas de provocadores y espías, deben encontrar en todas partes el mismo grito acusador que ha resonado en la sala del Artigas: ¡asesinos!
La empresa de ese teatro le indicó que, para evitarse problemas, preferiría que la compañía cancelara su temporada, empaquetara sus bártulos y se marchara.
Jardiel llevó a los suyos de regreso a Buenos Aires, donde tuvieron que esperar un mes antes de poder embarcar para España. Durante ese tiempo, aunque los actores estaban parados, les pagó su sueldo íntegro, más el hotel, la manutención y una indemnización a cada uno. Y los trajo de nuevo a España en la misma clase en la que habían ido, aunque para sufragar los gastos hubo de pedir un crédito personal a la Sociedad de Autores. Fue un gran gesto, pero llegó a España totalmente arruinado.
Aquí comenzó a extenderse la opinión de que la gira había sido un fracaso. Y lo fue, sí; pero económico, no artístico.
Lo que a él le afectó verdaderamente fue su desengaño sentimental. Más tarde describió su estado de ánimo al regreso de aquel viaje:
Llegué a Bilbao deshecho. Llegué a Madrid convertido en una cosa. […] Ignoro cómo viví, qué dije, qué hice ni qué pensé durante todo el mes de diciembre. Yo no existía sino para las funciones puramente animales. Con un resto de instinto de conservación, en pleno sonambulismo, en enero, cogí unas cuartillas y escribí una comedia: Tú y yo somos tres. ¿Se comprende que se pueda escribir una comedia, y una comedia cómica, cuando se está muerto por dentro? No se comprende, pero se puede hacer: yo lo he hecho.
La comedia se estrenó en marzo de 1945, en el Infanta Isabel, y su éxito rotundo le resarció inmediatamente de sus pérdidas económicas. En cuanto a lo anímico —y pese al apoyo de Carmencita, que siempre estuvo a su lado y le perdonó sus desvíos— se vio sumido en una profunda depresión. Pasó semanas encerrado en su casa, llorando y sin percibir las cosas buenas que la vida le había dado: una entrañable compañera, hijos sanos, inteligencia, fama, triunfos… Nada le parecía suficiente para compensar el daño provocado por aquel desengaño.
En ese mismo año, Jardiel comenzó a sentirse enfermo. Se sometió a pruebas y supo que padecía un cáncer de laringe, de acción lenta, pero, a la larga, incurable.
De esta época data, obviamente, la fama de pesimista que obtuvo y muchos de sus comentarios cínicos sobre el mundo, como el que sigue:
Querría fijar en el ánimo del lector una excelente idea de la Humanidad, de la Divinidad, del Mundo, de la Moral, de la Amistad, del Amor y de tantas cosas cuya envergadura nos obliga a utilizar las letras mayúsculas para expresarlas por la palabra escrita. Querría decir que todo es perfecto, bueno y justo; dar soluciones a conflictos políticos y sociales; cantar la honradez, la delicadeza y la nobleza de los seres; plasmar las tremendas penas del Infierno, los deleites exquisitos del Cielo y la idiotez insuperable del Limbo; querría —en fin— afirmar incluso que el Petróleo Gal crea glóbulos rojos y que los Hipofosfitos Salud contienen la caída del pelo.
Pero no puedo hacerlo… No puedo. ¡No puedo!
Y si lo hiciera, mis palabras sonarían tan a hueco como un tambor y sabrían tan a falso como un asiento de rejilla.
Pemán, prologando años después la Obra inédita de Jardiel, diría sobre él las siguientes palabras:
Jardiel escribía desde una gran tristeza. Estaba lleno de ideas melancólicas de caducidad y dolor, y su risa tenía todo el volumen de un timbre de alarma o de un pito de ambulancia o carro de bomberos.
Pero sería injusto juzgar el ánimo vital de un hombre por sus opiniones durante una etapa como la vivida por Jardiel durante 1945, pues hasta entonces había sido optimista y alegre, divertido y original. Sabiendo su fin cercano, no lo dijo a nadie fuera de su familia. (Luego, algunos indocumentados afirmarían que Jardiel murió de los disgustos que le dieron los críticos y que en sus últimos años estuvo perturbado por sus fracasos. No sabían que padecía en silencio un cáncer desde hacía años).
Pese a su enfermedad, siguió escribiendo como siempre lo había hecho. Pasó por momentos malos, pero trabajó y mantuvo a su familia con su pluma hasta el fin de sus días.