CAPITULO DUODÉCIMO

 

A medida que transcurrían las horas y caía la noche, la multitud se ponía más histérica. Nadie sabía a ciencia cierta cuánto tiempo le quedaba. ¿Era una calamidad natural de escala cósmica, que tardaría un año o quizá cinco años? ¿Sería tal vez obra del hombre? ¿Podría producirse esa misma noche, a medianoche? En la calle, nadie parecía enterado de que alguien hubiera conseguido un cospel. Los afortunados que tropezaron con la ubicación de los puestos de cospeles guardaron el secreto. Pronto todos aprendieron a no prestar oídos a los repentinos: «¡Bajo el puente! Nadie pensaría en buscar ahí». «¡El túnel del estadio Shea, el sitio perfecto!». Todos oían con escepticismo pero, puesto que la situación era desesperada y todos estaban enervados al extremo, los rumores corrían...
Disminuyó la tremenda presión del gentío. Ya no pugnaba por llegar al vetusto centro comercial de Brooklyn. Ahora eran olas súbitas las que arrastraban a Ernesto, corrientes espontáneas que se desgajaban del curso principal y lo desviaban en ángulos oblicuos, por obscuras calles residenciales, a través de predios vacíos cubiertos con polvo de ladrillo. A veces esos piquetes desmembrados, minúsculos exponentes de fuerza desesperada, alcanzaban algún objetivo sólo para verse ante otro fracaso. Todos quedaban un momento indecisos, faltos de energía, incapaces de recobrar la voluntad para emprender otra ronda. Luego, como si el grupo fuera un organismo colectivo irracional, volvían a juntarse y regresaban al seno de la muchedumbre. Ernesto los seguía, dócil, apenado y reacio a asumir toda responsabilidad por la desgracia.
—Esto es como una burla —dijo una jovencita cerca de Ernesto.
—Sí —replicó—. Nunca hice tal cosa antes.
—Yo tampoco —aseguró la muchacha. Caminaron juntos en silencio unos segundos y ella agregó—: ¿Cuánto tiempo hace que está en la calle?
—Desde cerca del mediodía —contestó Ernesto.
—Yo hace sólo un par de horas que ando buscando. Me estoy cansando de veras. ¿Ya encontró un cospel? —Ernesto no contestó—. Mi madre no quería dejarme venir. Decía que no era lugar para una niña de doce años, pero voy a cumplir trece el mes que viene. No veo la hora; cuando sea una adolescente ya no seré una niña.
—Trece es un mal número, de mala suerte —dijo con lentitud Ernesto.
—No, no lo es. Esperé hasta que mi madre se echó a dormir la siesta y me escapé.
—Vi a otra chica de tu edad, pero estaba muerta, bien muerta, y tirada sobre un montón de basura.
—Nunca vi un muerto —dijo la niña haciendo una mueca.
—Espera; sólo espera un par de horas.
Uno de los torbellinos de gente envolvió a Ernesto y lo apartó de su joven compañía. Trató de librarse, pero nada pudo contra los miembros exaltados y maníacos de la multitud.
—¡Eh! —la llamó—. Consígueme un cospel para mí, ¿quieres?
—¡Buena suerte! —le respondió ella, sonriendo y agitando la mano—. Y quiera Dios...
La voz y el rostro quedaron detrás de la gente que los separaba. Ernesto trató de divisarla. Pronto renunció.
—Quiera Dios... ¿qué?
—En eso estaba pensando —dijo una mujer a su lado.
Era mayor que casi todos los demás que permanecían entre la muchedumbre; eso demostraba su gran reserva de energías. Se la veía ojerosa; tenía la ropa mugrienta y rota. De una herida sobre un ojo le había corrido sangre que ahora estaba seca sobre la nariz, lo que le daba la apariencia de un boxeador después de algunos rounds violentos. No parecía notar la lastimadura.
—Pensaba en la tarea que tendrá Él al morir todos juntos.
—¿En eso estaba pensando?
—Sí —dijo la mujer—. Cuando esa adorable chiquilla le decía adiós.
—¿Eso lo pensó ahora mismo? ¿Qué estuvo haciendo el resto del día?
La mujer no hizo caso de Ernesto.
—El cielo va estar lleno hasta reventar. Es probable que tengamos que pasar la mitad de la eternidad haciendo cola, aguardando las procesadoras. Nos estafarán el Paraíso.
—Nada nuevo —contestó Ernesto.
—¿Le molesta que le hable? Me hace mucho mejor tener con quien hablar mientras espero. Si lo fastidio, puedo marcharme; no quiero ser un estorbo. Es que me calma los nervios; sólo Dios sabe lo mal que los tengo.
—No —repuso Ernesto—. Está bien. Yo no voy a ninguna parte.
—¿Ya se dio cuenta de eso, también?
—Empecé a comprenderlo hace unas ocho horas —repuso con amargura.
—Es muy simpática la jovencita con quien hablaba. Perdóneme, mi nombre es Elizabeth Costanza; tengo mucho gusto de conocerlo.
—En realidad, no lo tiene todavía —dijo Ernesto—. Mi nombre es Smith, Bill Smith. Era experto en autos usados. Fui montador de los pernos de agarre de los paneles basculantes en los viejos Triumph. Después empezaron a sacar los otros Triumph, los nuevos, que no necesitan pernos ni paneles. Pensé dedicarme a la línea de deptomodus usados. Un amigo me dijo que cambiar los cojinetes de blindaje de las placas de las bisagras de un deptomodu es más o menos como cambiar los pernos del Triumph antiguo; pero sucedía que ese amigo mío no sabía lo que decía. De todos modos, el representante me consiguió un trabajo. Nada del otro mundo: en realidad soy bastante inútil; es algo que el gobierno ideó para reducir las cifras de desocupación. Froto las viejas placas de licencia.
—Ya comprendo —dijo la señora Costanza, consternada por el monólogo de Ernesto—. Quieren conservarlo en la industria automotriz.
—Más o menos; es como el raspado que hacen a las lápidas. Debe existir algún mercado para lo que yo hago, pero no sé dónde. ¿Usted necesita que le frote la placa de licencia de su deptomodu?
—No —dijo la mujer—, en realidad, no. Por supuesto que jamás he visto ninguna, pero supongo que esa clase de cosas es para los más jóvenes. Mi decoración tiende a ser... más tradicional.
—Bien. Es vergonzoso. Podría conseguirle una barata.
—Quizá cuando pase todo esto...
—Cuando pase todo esto —recalcó Ernesto, frunciendo el ceño con sorna, asombrado de su estupidez.
Se retrasó adrede haciendo que la gente que lo rodeaba se arremolinara y lo apartara de la mujer. A los pocos segundos la había perdido de vista.
—¡Pernos! —murmuró con ironía—. ¡Que se los meta en el culo!
Fue imposible decir dónde empezó la violencia. Los movimientos de la turba echaron a un lado a algunos de los más débiles, fuera de la calle, a través de los cristales de los escaparates. El crujiente drama de los vidrios rotos fue como una válvula de escape; la turba necesitaba más ladrillos, más tachos de basura, más cuerpos arrojables por más ventanas. Desprendían del pavimento los postes indicadores. Cortaban los cables, que quedaban colgando como ahorcados, humillados y abandonados, en procesos que ya carecían de todo valor. Treinta millones de miembros del populacho embrutecido, solamente en la ciudad, y mezclados con ellos cuerpos uniformados fuera de servicio, las habituales fuerzas de represión del desorden entregadas también a la ira, y sin más freno que la falta de espacio operativo.
Ernesto pensó que iban a empezar a destrozar los edificios de cartón. “Es hora de irse a casa. Este grupo nuestro empieza a impacientarse. Es hora de suspender esto antes de que empecemos a golpearnos. Hora de despojarnos de los disfraces inútiles, de lanzar una buena carcajada, una ovación a los magos que están entre bastidores, y de tomar un par de cervezas en lo de Mike”.
Se fue por la calle arrastrando los pies, sin ver donde iba. Imaginó que tenía delante el rostro de la jovencita, que llenaba el cielo con su ingenua y feliz sonrisa. La cara se cambió lentamente por la de Judy Garland, siempre con los ojos desorbitados y sorprendidos. “Qué modo inmundo de morir —pensó—, hasta el final bajo la mirada de Judy Garland. ¡Por Dios!”. La cara de Judy Garland se borroneó algo y volvió a cambiarse por la de Darlaine, toscamente pintada. “Sí, casi lo había olvidado. Darlaine, ¿no es cierto? El banco. Mi cospel”.
Comenzó a empujar con más fuerza entre la gente. Ya eran muy pocos los que llevaban un rumbo determinado, y comprendió que podía avanzar más rápidamente por las calles laterales. Tardó un par de minutos en orientarse, y se encaminó derecho al parque Fort Greene.
Volvió a caer por algunos momentos en la confusión mientras procuraba abrirse paso hacia el parque. Tampoco había paz en los terrenos cubiertos por las sombras de la noche. Se dirigió al punto de la cita evitando las ruidosas disputas. No se había olvidado de su propósito. Encontró la tenacidad para seguir buscando. Abandonarse ahora para sumirse en el desorden infructuoso habría sido como suicidarse.
“Está bien”, pensó, mientras observaba con cautela a los alborotadores del parque. “Eso los mantiene fuera de las calles”.
Caminó por donde las sombras eran más espesas, esquivando las veredas embaldosadas. Bajo cada farol se desarrollaba un minúsculo drama individual. Las violencias urbanas, furtivas pero infrecuentes de las noches anteriores parecían haberse dado cita, reunidas en los lugares peligrosos de siempre, y descaradamente manifiestas a la vista de todos. Los que habían sido víctimas se complacían en asumir el rol de atacantes. Mujeres que habían vivido siempre bajo el temor de ser violadas aporreaban a desconocidos hasta desmayarlos, con improvisadas mazas de hormigón. Entre las hamacas infantiles, grupos de personas se peleaban silenciosamente, confundiendo en su furia todos los atributos de la amistad y de la hostilidad.
A las diez estaba solo en un banco. También a las diez y media. A las once comenzó a sentir pánico. A las once y cuarto se fue. Según los informes, la destrucción iba a comenzar a medianoche; tenía media hora para encontrar un cospel, si quedaba alguno.
“Darlaine —pensó—, si hubieras venido me habrías decepcionado. Entonces habría tenido mucho en qué pensar. ¿Y si, después de todo, hubieras encontrado un cospel? O si hubieras dicho la verdad, y abandonado el desafío de una vez por todas, ¿me habría ido contigo? ¿Habría tratado de veras de iniciar una nueva vida a tu lado, en lugar de Gretchen? Darlaine, lo habrías encontrado tan estúpido como me lo parece a mí. Muchas gracias, perra”.
Ernesto tenía pocas ideas, y todas incompletas y aciagas; detalles desesperados que atender en la media hora anterior a la muerte. Quería que Mike estuviera en el bar, y Suzy, Águila y los otros. Si Gretchen fuera una persona racional, se daría cuenta de que lo encontraría allí; en todo caso, iba a tratar de llegar a casa... si hubiera tiempo.
“Es como si ya estuviera muerto —se dijo—. Todo terminó. Estoy muerto”. Al instante se detuvo a reflexionar en eso también.
Sollozaba por lo bajo cuando creyó ver a Darlaine. Estaba seguro de que era ella quien pugnaba por abrirse paso entre la gente, cerca, delante de él. Tal vez hubiera conseguido un cospel, después de todo, y no podía llegar a encontrarse con él, a través del gentío.
“¡Así se hace! ¡Mi buena Darlaine! Ahora sabrás con quién puedes contar cuando es necesario. A tu propia mujer la conoces desde que le acariciabas los pezones tras el tanque del agua, en la escuela superior; ella no puede hacer nada por ti. Cualquier bestia bruta que abordas por la calle te responde. ¡Ya lo creo! Nunca se sabe”.
Había cientos de seres inertes entre ella y él. Ernesto los apartó con los puños y los codos.
—No tengo tiempo para tonterías, mujer —murmuró—. Faltan quince minutos. Veamos ese cospel y busquemos el refugio. ¡Vamos! No quiero juegos estúpidos, ¡sólo tengo quince minutos!
—¡Eh! —gritó, sabiendo que ella quizá no lo oyera o no le prestara atención—. ¡Darlaine, espera! Soy yo, Ernesto Weinraub...
La muchacha lo oyó y se volvió a mirarlo. Su expresión reflejaba terror, y en lugar de abrirse paso hacia él para encontrarlo, se alejó tratando de perderse entre la gente.
—¿Qué demonios? —exclamó Ernesto—. ¡Ella tiene uno!
Forcejeó entre el gentío tratando de alcanzar a la muchacha. Llegó hasta ella con ayuda de la violencia. La empujó hacia un costado de la calle, hacia un portal.
—¡Suélteme! —gritó ella.
—¿Por qué no viniste? ¿Dónde conseguiste el cospel?
—¿Qué quiere decir? No tengo ninguno.
—Dame el bolso.
—¡No! —gritó horrorizada, mirándolo fijamente.
Él trató de arrebatárselo, pero ella le dio un puntapié en la espinilla. La golpeó en la cara con los puños, hasta que cayó desmayada en el portal. Ernesto, esperanzado, hurgó en el bolso con minuciosidad. No había ningún cospel. Entretanto, la escena había sido observada por los que estaban cerca. Pronto interpretaron su significado. Alguien dio la voz:
—¡Ella tiene uno!
—¡Ahora lo tiene él!
Ernesto se volvió y echó a correr por el pasillo del edificio de deptomodus. Se deslizó por el vestíbulo en forma de arcada, seguido por una cantidad de personas que aullaban. Abandonó el edificio por la otra puerta del vestíbulo y se escondió en la calle colmada de gente.

 

INTERMEDIO 6
—Hola otra vez, akkei Weinraub, hombre de los deseos misteriosos —susurró una voz apagada.
—Hola para ti, el más joven de los bribones, aprendiz de felón. Mis deseos no son tan secretos, después de todo. Sólo procuro que no te asomes a ellos. En este desagradable momento en particular desearía tomarte por las piojosas orejas, y hundirte en ese vasto océano de arena.
—Eso me ocurrirá, sin duda —dijo Kebap—. Es el tipo de cosas que le ocurre a quienes son como yo, los que hemos elegido vivir en las sombras, en la ruta de los deleites murmurados. Es probable que buena parte de mi vida la pase ligado a crujientes bastidores de madera; o con la muñeca derecha encadenada al tobillo izquierdo me pudra olvidado en húmedas celdas, por toda esta ciudad fantástica; o tal vez alguien como usted me capture por un capricho aristocrático y me obligue a violar mis principios.
—Estás equivocado, sin duda —dijo Ernst, con voz fuerte y risa de borracho—. No serás violador de principios: serás violado.
—¡Oh! Akkei, me opongo. No está permitido enunciar declaraciones directas como ésa. Uno no puede prever los insólitos placeres de la clase ociosa. Usted mismo es un ejemplo de ello.
—Fui engañado —contestó Ernst enojado.
—¡Por supuesto akkei!
—...y si no dejas de exagerar ese incidente te retorceré el pescuezo y te aprisionaré en una azotea de pasto donde puedas rumiar tu vida, como las místicas ovejas de tu infancia.
Kebap suspiró.
—Entonces, ¿se impresionó mucho con mi relato?
—No, pero me revela interesantes aspectos de los relucientes engranajes de tu intelecto.
—Entonces, le hablaré de otra ciudad. Ésta borrará de su memoria todos los recuerdos de aquella ciudad armenia.
—Proeza no demasiado difícil.
—Hay una ciudad en la región más próxima del Indostán —comenzó Kebap con voz apagada y monótona— que tiene una única característica notable: la región que la rodea está plagada de toda clase de bestias salvajes. Los tigres merodean por la llanura, sin temor a rivalidades de otros animales ni de ardides humanos. Bestias gigantescas como elefantes rozan las ramas inferiores de los dey, los esbeltos árboles. Hay otras cosas curiosas en esa llanura, pero no interesan en mi relato, salvo para referir que por eso los habitantes de la ciudad levantaron un gran muro gris. Se suponía que esa barrera de adobe era para protección. Sirve para mantener fuera a las bestias, por supuesto, pero también les recuerda a los habitantes esos peligros exteriores, y los aprisiona en la ciudad tan inexorablemente como si estuviera cerrada con cerrojos permanentes.
—¡Qué curioso! —dijo Ernst con desdén—. ¿Sabes que no me importa nada?
—La principal ocupación de la gente, como consecuencia del voluntario encierro, es modificar la ciudad para hacerla entretenida, tanto en el trabajo como en el ocio posterior. El modelo que eligieron seguir es nuestra ciudad: esto. El muro fue lo que los inspiró. Usted debe saber que el alcalde recibe cartas de aquella ciudad hasta unas ocho veces en el año, donde le piden instrucciones acerca de cómo pueden reproducir las últimas novedades de nuestra ciudad. Conocí la versión de ellas, y es una copia tan exacta que haría que usted sufriera el ataque de nervios peculiar de los europeos blancos. Le haría perder el sentido de la realidad y la orientación. Han reconstruido este café, mesa por mesa, baldosa por baldosa y botella por botella. Reprodujeron la misma rotura del espejo interior a la perfección, en su ángulo, su ancho, su profundidad y su tipo. El dueño del café es un hombre, de quien monsieur Gargotier no se diferencia en nada, ni siquiera el mismo monsieur Gargotier; y ¿me creerá usted que a muchos miles de kilómetros de aquí, sentado a esta mesa, hay un borracho abatido, cuyos ojos tienen la misma expresión que los suyos, cuyas manos se agitan como las suyas, y cuyas partes apestan tan mal como las suyas? ¿Qué cree que está haciendo?
—Está deseando que te marches.
—Eso es expresarlo con mucha finura —señaló Kebap—. Me gustaría saber lo que pensó decir realmente.
—Es muy fácil de descubrir: pregúntaselo al borracho del Indostán.
Ernst había estado observando una torre apenas iluminada, al otro lado de la plaza. Se volvió para mirar a Kebap, para fulminarlo con una mirada maligna que lo intimidara y se fuera, pero Kebap no estaba. Ernst suspiró; iba a pedirle al propietario que hiciera algo con ese fastidioso.
Cada cuarto de hora un reloj de la torre despedía con campanadas otra porción de la noche. Sentado a solas en el Café de la Fée Blanche alcanzaba a oír los lejanos ruidos del Carnaval: sirenas, el tintinear opaco de campanillas baratas de metal, la música de las campanitas de plata, estridentes tonadas de órgano, disparos de armas, voces que cantaban y reían. En cambio, en las inmediaciones del café había muy poca gente; sólo los que ya se habían gastado todo el dinero —o agotado el interés— y volvían a casa. Por momentos el viento traía los tenues efluvios de perfumes y ruidos extraños. Inmóvil, Ernst no tenía deseos de descubrir qué los producía. Con el correr de los años su camino a la ciudad había sido muy largo, y ya estaba cansado.
—Estoy de vuelta.
Era Kebap. Ernst lo contempló con cierto aburrimiento. Kebap estaba apoyado sobre la baranda de hierro del café. Ernst comprendió que era la primera vez que lo veía en mucho tiempo, aunque las conversaciones se habían hecho cada vez más fantasiosas en las últimas horas.
—No existe esa ciudad en el Indostán —le dijo Ernst—. No hay tal imitación perfecta de esta ciudad corrupta. El Señor de los Cielos no permitirá que haya dos infiernos en el mismo mundo.
—¡Claro que no! —respondió Kebap, con un guiño—. ¿De dónde sacó la idea de que pudiera haber otro?
—De las palomas, por supuesto —replicó irritado Ernst—. Las palomas tuvieron que venir de alguna parte.
—¿Por qué?
—¿Alguna vez viste un pichón de paloma? No lo creo; yo nunca lo vi. No sé dónde están los pichones que todavía no vuelan. Es fácil calcular el número de palomas adultas que vemos: tiene que existir una cantidad proporcional de pichones inmaduros. Es un gran misterio. Tampoco vemos nunca palomas muertas o moribundas, a menos que hayan sido víctimas de algún accidente, por lo general debido a una intervención cruel o negligente del hombre. Sostengo la teoría de que las palomas son inmortales, y las verdaderas portadoras y diseminadoras de toda la sabiduría humana. Aquella ciudad tuya del Indostán es producto de palomas sin imaginación.
—Formula preguntas peligrosas, akkei —apuntó Kebap, con gesto atemorizado—. En Armenia había abadejos, lo recuerdo, y muchos pichones recién salidos del cascarón, que piaban contentos antes del crepúsculo; pero aquí tienen que aprender a guardar silencio, con respecto a las palomas.
—Me parece que ya sé quién es tu madre; o al menos, si no lo es, Eugenie estaría orgullosa de llamarte su hijo.
—Mi madre está allí —dijo Kebap—. No se cubrió los pechos, como debe hacerlo por las tardes, porque tiene la esperanza de despertar su interés. Es una persona muy enérgica, akkei, y aunque empieza a hacerse tarde, todavía reserva un lugar en su corazón para usted.
Ernst sacudió la cabeza; el alcohol lo había intoxicado.
—No, lo lamento. Ya dejé de perseguir corazones. En realidad, sospecho que ya nadie se dedica a ese deporte infructuoso.
—Entonces, también está mi hermana mayor. Es aquélla, al otro extremo de la plaza, que simula ser una mendiga manca.
—No, alcahuete sin clase; tienes mucho que aprender.
—Lo deploro otra vez —repuso Kebap, con una mueca cruel—. Mi propio cuerpo no estará disponible antes de unos tres años. Estos son los días de mi alegre infancia.
Ernst se incorporó y gritó al niño. Kebap corrió riendo hacia su madre.
Quedaban poco clientes en el Fée Blanche después de anochecer. A Ernst no le importaba: confiaba sus noches a la soledad. Cuando dejaba de actuar para beneficio de los transeúntes, esperaba la noche. Entonces, él mismo era su único auditorio. Los pensamientos se le confundían, y equivocaba esta confusión con la complejidad. Era la hora de beber su whisky.
Pensaba en la mujer que hubo después de todas sus calamidades juveniles. Le había aclarado muchas de sus crecientes dudas, y satisfecho sus múltiples necesidades. Reflexionó en que había conocido una época de felicidad. La idea parecía concretarse, aunque todo el recuerdo era borroso entre la niebla de los años y el olvido deliberado. Había un gran espacio abierto, un piso de asfalto con rayas pintadas en todas direcciones. Ernst vestía otra ropa, hablaba otra lengua; procuraba con frenesí ocultar algo. No alcanzaba a ver la escena con mayor claridad. No sabría decir si estaba solo.
En cierto sentido, le parecía ahora que no había sido una experiencia suya; era como recordar el pasado de otra persona. Había logrado olvidarlo muy bien.
—¿Su pasaporte, señor? —murmuró, recordando algo más.
—Sí, aquí está —se respondió a sí mismo—. Estoy seguro de que encontrará todo en regla.
Hablaba fuerte en alemán, y las palabras tenían una resonancia extraña en la calurosa noche africana.
—¿Usted es Ernst Weinraub?
—Con una “t”: mi nombre es Weintraub; un nombre alemán bastante común.
—Sí, así es, Herr Weintraub. Pase por aquí, por favor; tome asiento.
—¿Hay algo que esté mal?
—No, es pura formalidad; dentro de un momento quedará aclarado.
Ernst recordó cómo se había sentado en la silla, contra una pared gris y verde. El funcionario desapareció un instante. Al volver venía acompañado por otro hombre. Ambos hablaban bajo, en otro idioma, y lo bastante rápido para que Ernst entendiera poco. Oyó mencionar su nombre varias veces, siempre mal pronunciado como Weinraub.
Ahora miraba el hotel que estaba del otro lado de la plaza. Sorbió un largo trago de whisky. Salvo él y monsieur Gargotier, el Fée Blanche había quedado vacío otra vez. Gargotier estaba sentado escuchando un gran receptor de radio, dentro de la obscura caverna del bar. Ernst sacudió la cabeza apesadumbrado. Nunca había pasado ese trance con funcionarios administrativos. Jamás había escrito su nombre con “t”, a menos que quizás en su juventud, cuando...
—¡Ah, monsieur Weinraub! Se puede confiar de veras en usted. Siempre aquí, ¿eh? ¡Qué bueno para un puesto de avanzada!
Era Czerny, con su sucio uniforme gris y el capote que colgaba desprendido de su esmirriada figura. Trastabillaba, borracho, y sostenía a una mujer ebria con ayuda de otro hombre uniíormado. La visión de Ernst no era clara, pero reconoció a Ieneth. No contestó.
—No esté tan taciturno —dijo la mujer—. No tiene más secretos, ¿verdad, Weinraub?
Czerny y el otro hombre se rieron. Ernst miró a la mujer mientras ella se inclinaba en la acera.
—No —dijo.
Sorbió otro trago y la despidió con la mano. Ella no le prestó atención.
—Tome —le ofreció Czerny—. Pruebe un poco de esto; es del barrio de las diversiones; de un pequeño stand junto al Panteón. El encargado hace la mejor langosta rellena que he comido. ¿Conoce Lisboa? El Tavares es famoso por su langosta rellena. Nuestro hombre de aquí merecería ese honor.
—Alfama —dijo Ernst.
—¿Qué es eso? —preguntó Ieneth.
—Alfama, Lisboa, el barrio viejo —aclaró Ernst.
—Sí —agregó Czerny. Todos quedaron en silencio unos segundos—. ¡Oh! Perdone, monsieur Weinraub, conoce usted a mi acompañante, ¿no es verdad?
Ernst sacudió la cabeza e hizo un ademán con la mano en dirección a monsieur Gargotier, sin acordarse de que el propietario había entrado en el bar y no podía verlo.
—Nos hemos visto antes —dijo el que vestía el uniforme del Gaish—. Quizá monsieur Weinraub no recuerde la circunstancia. Fue en una fiesta en casa de Chanzir, el director de Seguridad.
Ernst sonrió cortés, pero no dijo nada.
—¿Me permite presentarle a mi amigo? —insistió Czerny—. Monsieur Weinraub, tengo el honor de presentarle al coronel Sandor Courane.
Czerny sonrió esperando la reacción de Ernst. Courane se inclinó sobre la baranda para estrecharle la mano, pero Ernst simuló no verlo.
—¡Ah, sí! —dijo—. Perdone que no lo haya reconocido. Escribe versos, ¿verdad?
La sonrisa de Czerny se había desvanecido.
—No siga haciéndose el tonto, monsieur Weinraub. Sabe que desde su asiento ve muy poco de lo que pasa. No puede comprender lo que hemos hecho. ¡Esta noche la ciudad es nuestra!
Ernst acabó la última gota de whisky de su vaso.
—¿De quién era antes? —interrogó con lentitud.
—Hemos tenido lindas charlas, monsieur Weinraub —le dijo Ieneth—. Usted sabe que me gusta. No quiero que le hagan daño.
—¿Cómo pueden hacerme daño? Me cuido de no tomar partido. No voy a atacar a nadie.
—Me ataca a mí —le dijo Czerny, asintiendo con la cabeza en dirección a Ieneth y a Courane.
La mujer y los dos hombres uniformados se fueron tambaleando calle abajo. Ernst se levantó y entró en el bar a buscar más whisky, con el vaso en la mano.