CAPÍTULO DÉCIMO

 

ERNESTO y Darlaine caminaron muy despacio por Fulton Street hacia la avenida Flatbush. El gentío era cada vez más numeroso, y la marcha cada vez más lenta. Ernesto descubrió que iba rezongando, y ese signo de esfuerzo mental lo angustió. Tomo la mano de Darlaine y la arrastró fuera del carril del tránsito, por la avenida Carlton.
—Quiero salir de esta horda —le dijo—. Cortemos camino por aquí; quizá podamos ganar tiempo yendo por De Kalb.
—Como te parezca, Ernie —dijo Darlaine.
Hasta las calles laterales estaban colmadas ahora. Era media tarde y la gente empezaba a inquietarse. Ernesto seguía repitiéndose que si la gente todavía no había encontrado los puestos de cospeles sería porque estaban muy bien escondidos. Tal vez todas las estaciones estuvieran demasiado apartadas unas de otras. Entonces comprendió lo que estaba diciendo y sacudió la cabeza con fastidio, para aclarar los pensamientos, pero siempre reincidía: tal vez ya fuera demasiado tarde.
Pasaron delante de una fila de edificios de deptomodus idénticos, entre Fulton y la avenida Greene; otra fila de edificios de deptomodus entre Greene y Lafayette. En la cuadra siguiente había una escuela. Ernesto condujo a Darlaine por una brecha de la cerca del patio de juegos.
—Vamos a aclarar esto —le dijo.
—No veo nada que haya que aclarar —respondió jadeante Darlaine.
—Yo tampoco, pero no es bueno que me lo digas. Todavía no hemos visto el menor signo de conmoción. Eso significa que no puede haber una estación de cospeles cerca de ninguno de los sitios por donde estuvimos. Muy pronto la gente estará tan cansada que habrá una rueda campacta de diez cuadras de idiotas alborotados, alrededor de cada puesto de cospeles. Subamos a alguna parte para mirar.
—No verás nada en esta ciudad. Con la forma como están estas hileras de edificios, lo único que se puede ver es la calle inmediata. Habría que estar justamente encima de una estación para ver algo, y para eso no hace falta llegar a la azotea, de todos modos.
—Yo lo sé y voy a conseguir uno —dijo una voz gruesa y grave, detrás de ellos.
Ernesto se volvió; por el patio venía caminando hacia ellos un vagabundo andrajoso. Iba vestido con pantalón y chaqueta negros, rotos y manchados, y un ajado sombrero gris. No era muy viejo —no mucho mayor que el propio Ernesto—, pero tenía la cara y las manos en peores condiciones que la ropa. Ernesto tomó a Darlaine de la mano y comenzó a alejarla. El hombre agitó las manos en dirección a ellos, con movimiento de barracho.
—¡Esperen un momento! Yo sé dónde hay cospeles.
—¿Sabe cómo conseguir un cospel? —le pregunto Ernesto—. Dígame dónde lo consigue.
—Mi hermana trabaja en algo relacionado con el Planeamiento Urbano. Tuvieron que planear esto, ¿sabe? No podían largarlo directamente. Tuvieron que planearlo todo, y esta vez mi hermana se encargó de mí. Me dijo que iban a usar las estaciones del subterráneo. Nadie piensa en los subtes. Vaya ahí y pida su cospel. No hay nadie.
Darlaine se quedó mirando a Ernesto.
—No sé. Quizá sea por eso que hasta ahora no vimos nada.
—No lo sé —agregó Ernesto—. ¿Quieres confiar en este tipo?
—¿Conoces a alguien más en quien confiar?
—¿Acaso tiene un dólar? —preguntó el borracho—. Necesito otro dólar para un lugar donde dormir. Ya tengo mi vino.
—Lo siento —le respondió Ernesto.
Cruzaron presurosos por el patio hacia la estación de subte más próxima, a pocas cuadras de la avenida De Kalb. Empujaron con más fuerza que nunca a través de la multitud. Por primera vez en el día tenían un destino. A Darlaine le resultó muy difícil mantenerse junto a Ernesto; él renegaba ahora en voz alta, rabioso, mientras se abría paso por la calle. Una hora después casi habían llegado a la estación del subte.
—Espero que ese borracho supiera lo que decía —exclamó.
—A veces lo saben —dijo Darlaine, esperanzada—. Tienen que saberlo... algunas veces. Lo que importa es saber qué veces. En todo caso, tiene sentido... o parece tenerlo. Ninguna otra cosa pareciera tener ni eso.
—Tengo hambre otra vez.
—Yo tengo sed —dijo ella.
—También estoy cansadísimo y tengo miedo, y estoy harto de la gente que me patea los tobillos.
—Cuando esto termine quizá deberíamos demandar a los representantes. Habría sido muchísimo mejor que enviáramos postales con nuestros nombres y los números de teléfono. Podrían ponerlas en un cajón grande con un embudo, e ir sacando. Después podrían llamar a los participantes favorecidos desde algún programa de televisión para hacerles preguntas sencillas. Si una no gana un cospel, al menos puede terminar con una docena de blusas o una panquequera.
Ernesto se rió.
—Hazme acordar que te cuente mi idea del martes de Carnaval.
—Bien —aceptó Darlaine—, pero me parece que la adivino. Es un modo mejor todavía que éste. Esto es algo de pésimo gusto, eso es. Apostaría que en Londres está mucho mejor ordenado. Estoy segura de que allí no se oye ni chistar: saben comportarse.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué? —preguntó ella, mientras pugnaba por apartar a la gente que la separaba de la espalda de Ernesto.
Estaban sobre su meta: un portal protegido, a pocos metros del subte.
—Tenemos que conseguir uno de esos cospeles.
—Sí, dos, pero ¿dónde? —preguntó riendo la muchacha.
Ernesto se secó el labio superior con la muñeca.
—No lo sé; aquí, espero. ¿Sabes otra cosa?
—No —respondió Darlaine, con un suspiro.
Miró por encima de la multitud. Si en algún momento lograron cierto avance hacia un objetivo desconocido, ambos habían perdido la ventaja lograda como consecuencia del breve descanso.
—Este gentío está acabando conmigo.
—Conmigo también —agregó ella.
Ernesto se puso a empujar hacia atrás entre el apiñamiento. Ella lo tomó del brazo.
—¿Cuántos cospeles necesitabas? —le preguntó.
—¿Eh? ¿Tienes algunos? ¿Todo este tiempo...?
—No —le respondió ella por sobre el hombro—. Sólo preguntaba.
—Uno. Sólo uno —contestó Ernesto después de cierta vacilación—. ¿Por qué?
—Me parece que yo también necesito uno solo.
—Eso hace las cosas mucho más simples, ¿no es verdad?
Ernesto reía. Había dos tachos de basura en la escalera del subte; la basura y los desperdicios se amontonaban sobre ellos. Entre las bolsas y las latas pudo distinguir un brazo inmóvil. Mientras se quedó mirando hacia la obscuridad de la cavernosa escalera, el gentío que estaba detrás se movió y lanzó a Darlaine contra él, haciéndolos caer. Rodaron pesadamente por los escalones hasta aterrizar doloridos sobre el montón de basura.
—¡Esto me faltaba! —exclamó Darlaine—. De veras me faltaba sólo esto.
—Por lo menos, llegamos —dijo Ernesto mientras se incorporaba y ayudaba a la muchacha a pararse.
Con el pie echó a un lado parte de la basura y descubrió el cadáver de una chiquilla de unos doce años.
—Ella también llegó —dijo Darlaine, mirando el cuerpo con disgusto.
—¿Estaría tratando de salir de la estación? ¿Habrá conseguido su cospel?
—No necesitas registrar sus ropas —dijo Darlaine—. Hay un modo más fácil de descubrirlo.
Señaló hacia la penumbra de la estación del subte, al otro lado del cuerpo de la niña. Ernesto asintió y pasó sobre el cadáver. Darlaine lo siguió mascullando insultos.
No había nadie más en la estación. Desde las húmedas paredes llegaba el eco de los pasos de Ernesto, que corría hacia la ventanilla de los cospeles. Estaba cerrada, obscura y vacía. No quiso reconocer cuánto había esperado que el borracho dijera la verdad, ni cuánto lo venció la decepción. Se volvió hacia Darlaine.
—¡Bueno! Eso es todo; otro rumor que podemos tachar de la lista.
—Quizá no. Me imagino que no distribuirán cospeles de refugio en todas las estaciones de subte de la ciudad de Nueva York. Hay un montón.
—¿Cómo demonios vamos a saber cuáles son las estaciones que sirven?
Ella no contestó. En silencio volvieron sobre sus pasos por el pasaje subterráneo abandonado. Pasaron junto a la lúgubre advertencia de lo que muy pronto les ocurrirá a todos.

 

 

 

Atravesaron el parque Fort Greene, donde los espacios abiertos no estaban tan atiborrados. Parecía muy poco probable que hubiera un puesto de cospeles por allí cerca, pero Darlaine suponía que el gobierno podía instalar alguno para beneficio de las fuerzas de la C.A.S. acuarteladas cerca del río East. Ernesto no podía contradecirla. Dos veces se detuvieron a descansar unos pocos minutos.
Al mezclarse con el río de gente que tomaba la forma de las calles, al otro lado del parque, Ernesto volvió a sucumbir al miedo real. Contemplaba todo desde una distancia aterradora. La escena saltaba como una película mal empalmada; el mundo resbalaba fuera de control, y él no podía imaginar nada para aliviar su pánico. No importaba que el mundo real jamás hubiera estado bajo su control particular. Quería llorar, pero eso se convertía en una sensación de pesadilla. Quería gritar o lastimarse, o hacer algo que de algún modo le devolviera el sentido de vitalidad, pero las calles atestadas y la gente gritona y pendenciera lo espantaba cada vez más.
Pensaba: “Gretchen, estoy contigo. Por primera vez en muchos, muchos meses estamos juntos. Sé lo que sientes; comprendo lo que temes, pero eso no nos sirve de nada. Es como una broma de mal gusto, Gretchen, y te detesto por eso. Te sientas en ese pésimo cuarto de latón frente al televisor chato; miras la nieve gris que cae en todas las estaciones; me odias porque te obligué a admitir que existía algo temible. Cuida a Stevie: hazlo por mí, Gretchen. Ya es demasiado tarde para mí. Es demasiado tarde para todos; creo que es demasiado tarde hasta para los mal paridos que hayan encontrado los puestos de cospeles”.
Miró a su alrededor; estaban en un barrio desconocido. Quería llorar pero, en cambio, se puso a dar empujones a una mujer que estaba delante suyo. Darlaine le tomó del brazo y él se volvió, dispuesto a agredirla. Se calmó al advertir el desagrado en la expresión de ella.
—¿Sabes una cosa? —le preguntó Darlaine.
—¿Qué?
—Por aquí tampoco vamos a ninguna parte.
—¡Qué carajo quieres que hagamos! En cualquier parte que estén esos puestos, si no están muy cerca no nos sirven para nada.
—¿Recuerdas el banco del parque donde paramos?
—Sí —dijo Ernesto desconfiado.
—Encontrémonos ahí esta noche.
—¿Qué?
—Tendremos mejores posibilidades si nos separamos. Busquemos cada uno por su lado. Ahora estamos repitiendo el esfuerzo, y te estoy demorando. Si yo lo encuentro, te lo digo; o tu me lo dices a mí.
—¿Te vas para encontrarte con otro? ¿Cuántas veces lo hiciste antes? ¿Con cuántos otros tipos estás trabajando?
—Tres —contestó Darlaine sin inmutarse.
—¿Por qué tengo que confiar en ti? Si uno de los otros te dice dónde conseguir un cospel, ¿nos lo vas a decir a los otros tres?
Darlaine se mostró ofendida.
—¡Por supuesto! Ya era hora de que me conocieras mejor.
—Sí, te conozco. Y cuando todos tengamos nuestro cospel, ¿con quién te quedarás? ¿Sabes que tienes suerte? Tienes más para ofrecer.
De pronto adquirió una nueva dimensión todo cuanto hasta entonces había dicho a alguna mujer. Cada palabra oída de una mujer se había transformado en una especie de mercancía emocional. Sus propios sentimientos, producto de sus mejores emociones o, con más frecuencia, puras abstracciones de las necesidades físicas, se convirtieron en nada más que moneda desvalorizada. Ninguno, ni hombre ni mujer, había tenido con él una relación que no fuera comercial. Él había dado algo —seguridad, gratificación emocional, dinero— y recibido en cambio una simulación de amor o de amistad. Quedaba Gretchen como excepción. Era demasiado sencilla, demasiado poco hábil para competir en ese tipo de mercado. Era muy fácil engañarla. El único modo de entenderse con Gretchen era en su mismo plano, chato pero fundamental, y por esa razón Ernesto lamentaba el tiempo que había invertido —dilapidado, arriesgado o amortizado— a cambio de aproximaciones a sus estridentes y honestos sentimientos.
—Me quedaré contigo —dijo Darlaine.
—Bien; ¿quieres que te lo crea? Bueno, estaré allí a las diez de la noche.
—Te amo, Ernesto.
—Te veré.

 

INTERMEDIO 5
La noche se extendía hacia occidente cubriendo con su manto una zona cada vez mayor del continente africano. Los pobres de la ciudad dejaban con gusto sus ocupaciones para correr a sus casas, reunirse con sus familias y cenar. Los pocos adinerados elegían los pasatiempos al azar. En la avenida central los comerciantes cerraban los negocios y bajaban las cortinas metálicas de los escaparates. Se amortiguaban los ruidos de ajetreos, al punto que Ernst alcanzaba a oír los toques de clarín y las voces de mando del Gaish, que practicaba ejercicios en la arena delante de las puertas del norte de la ciudad. Las libaciones del día habían tenido el efecto deseado, al punto de que Ernst no lograba recordar siquiera el enojo de Czerny.
“Parece que no hay pájaros en esta ciudad —pensó Ernst—. Es lógico; para que vivan en esta vasija de horrores culturales tienen que volar primero sobre ese mundo inmenso, muerto y vacío que se extiende más allá de las puertas de la ciudad: la arena. ¡Qué artilugio tan perfecto para despojarnos de toda esperanza de regresar al mundo! Estamos encerrados como leprosos en una colonia rodeada de arena, grata y totalmente olvidados. Se aprende pronto el proceso de olvidar: primero nos olvida la familia, después la nación. Después nos olvidan los que hemos odiado, nuestros enemigos de los países limítrofes. Por último, cuando hemos llegado a este estado final, nos olvidamos de nosotros mismos.
»Para recorrer las calles de esta ciudad tenemos que contratar a muchachitos que nos recuerden nuestro nombre y nuestra condición; de otro modo desapareceríamos totalmente, como lo rogamos y lo soñamos durante tantos años. Pero no es esa la razón por la que nos enviaron aquí. No vinimos a morir, sino a existir dolorosamente segregados. La muerte sería purificación para nosotros: una descortesía para con nuestros antiguos amigos”.
Miro a su alrededor. El crepúsculo proyectaba agradables sombras sobre el adoquinado de las calles que rodeaban la plaza. Algunas de las sombras se movieron.
—¡En! —gritó Ernst a tientas.
Las sombras estallaron, volaron, se dispersaron en todas direcciones. “Palomas —pensó Ernst—. Me había olvidado de las palomas, pero eso no invalida mi tesis. Las palomas son necesarias en este lugar. Dormían posadas aquí sobre la arena cuando llegaron los primeros exiliados exhaustos. La descabellada idea de levantar una ciudad debió ocurrírseles a esos indeseables malandrines, al ver a las palomas”.
Pensó que era sin duda una ciudad de inmigrantes. Czerny había escapado de la desquiciada Europa, lo mismo que él, lo mismo que Sandor Courane. Ieneth y su falsa flor, Ua, habían volado desde algún imperio salvaje y misterioso. ¿Cómo era posible que todas las personas refugiadas dentro de los muros de granito de la ciudad hubieran nacido en otro sitio? Imposible; tendría que existir una gran cantidad de población nativa. Ésos debían de ser los más exaltados por la absurda ira del Gaish, ¿quién otro tendría suficiente interés?
Ernst vivía en la ciudad por la simple razón de no tener otro lugar adónde ir. Después de una corta estada en Gelnhausen y en la cercana aldea de Frachtdorf, se embarcó en Bremen rumbo a las primitivas colonias escandinavas que bordeaban el Mar del Norte. Había residido por breve tiempo en Inglaterra y en Francia, pero el nacionalismo sanguinario de esos países le hizo volver a emigrar. Cada vez que quiso establecerse lo hizo en condiciones menos cómodas. Acá, en el borde mismo del África, la ciudad era la última esperanza para los que tenían verdadera necesidad de esconderse.
Una vocecita murmuró detrás de Ernst; era Kebap, el pequeño farsante.
—Conocí otra ciudad como ésta: era en Armenia. Claro que no había arena alrededor que nos encerrara; fue cercada por su propia falta de identidad. Unos cincuenta mil turcos vivían allá, de los cuales varios pudieron haber sido mi verdadero padre. Lo cierto es que “varios” apenas si hace justicia al blanco del ojo de mi madre, ni a la perfección de su piel, al menos en aquellos días de hace una década; pero tengo que ser modesto en todas las referencias, para poder formular otros reclamos con mayores esperanzas de aceptación.
—Eres muy sagaz para tus años, Kebap —le dijo Ernst con tristeza.
—Eso no es difícil a los nueve —dijo el muchacho, y continuó—: Había además una décima parte de armenios y algunos griegos. Con frecuencia pasaban persas, llevando objetos que no lograban vender. Cabalgaban caballos malolientes y camellos de la peor reputación; siempre y constantemente los fastidiábamos hasta que volvían a irse. Las casas de esa maravilla armenia tenía techos planos sobre paredes de piedra, y era costumbre cultivar hierbas sobre los tejados. Como es natural, con el mejor forraje de la región allí arriba, nuestras ovejas y becerros pastaban sobre nuestras cabezas. Cuando estábamos en las colinas, no lejos del pueblo, las casas eran invisibles contra la llanura circundante.
»Olvidé el nombre de esa ciudad. Un día mi madre y varios de mis tíos me llevaron a una larga caminata. Preparamos una merienda de carne fría y agua, porque queríamos escapar a la presencia de los persas que llegaron por la mañana temprano. Lejos trepamos a las colinas, y era casi la hora de la wagib de la noche cuando nos detuvimos. En el viaje de vuelta yo estaba dormido y me llevaba un tío. Me dijeron al día siguiente que no pudieron encontrar la ciudad. Cada vez que investigaban un rebaño de ovejas, descubrían que estaban sobre suelo firme, no sobre nuestros techos. Recorrimos los montes y las tierras cercanas durante semanas en busca de la ciudad enmascarada. Por fin llegamos aquí.
—Tus tácticas fueron astutas, Kebap. Eso es muy difícil de creer.
—Todo está documentado.
—Algún día tendré que examinar esos papeles.
Ernst se volvió para mirar al niño, pero no había nadie. “Es un monstruo listo, por cierto”, pensó.
La ciudad conservaba muchas cosas sorprendentes, objetos raros en Europa y apreciados por los esclavos y los pobres; había una gran colonia de artistas cuyas cerámicas y esculturas eran famosas en todo el mundo, aunque no al extremo de atraer turismo ni comercio. A esta hora los artífices estarían encaminándose a los bares con sus jornales, en pos de las bellezas menos tangibles del vino y la poesía. Ernst estaba cansado de los cacharros de arcilla, y lo que poseía de su propio arte era bastante poco para negociarlo.
Muchas veces había procurado escribir poemas o ensayos breves y concisos acerca de la ciudad, pero todas las veces se daba por vencido ante el fracaso. Le parecía que no podía captar las emociones reales que experimentaba; sentimientos diferentes, con formas sutiles y antipoéticas, de emociones vagamente familiares que había conocido cuando vivía en Europa. Los poemas no podían reflejar el sentido contagioso de aislamiento, de eterna suciedad, de una desentrañada pérdida de la personalidad. Todo esto recaía sobre el europeo a las pocas horas de trasponer las puertas de la ciudad resguardada por las dunas.
Desde el principio cometió el error de mostrar a monsieur Gargotier algunos de esos frustrados borradores. El propietario había tenido la deferencia de leerlos, murmurando entre dientes las palabras mientras recorría los renglones con el dedo sucio. Al terminar devolvió el escrito a Ernst sin decir una palabra y se quedó en silencio, evidentemente incómodo pero reacio a formular un juicio terminante. Muy pronto Ernst dejó de pedir a monsieur Gargotier que leyera sus cosas, y a partir de entonces ambos quedaron más satisfechos.
El manto de la noche había caído sobre la ciudad. Ernst estaba sentado a su mesa, con las hojitas de papel y su frugal cena de queso y manzanas. A su alrededor la ciudad se preparaba para la noche; él no le prestó atención. Después de la cena, todas las noches tenía por costumbre declararse que el día había sido productivo. Al llegar a ese punto pedía whisky con agua.
“Ya es hora de descansar —pensó—; es hora de arrumbar por hoy las aborrecidas abominaciones y esperanzas esenciales. Es hora de recostarse e invocar mis pensamientos irregulares. ¡Cómo crece mi desprecio por estos recuerdos, más aún que por sus contenidos! Esta ciudad ensucia el nacimiento mismo de mis ideas a tal punto, que si en mi juventud hubiera conocido a la más esclarecida santa de Boma, hoy no podría pensar en ella sino con escarnio y malicia; no me seducen mis meditaciones, y su índole se está haciendo demasiado acre para mi naturaleza desapasionada.
»Eugenie, me parece que eres la que más sufre, a pesar de que, aún ahora, en este momento extraño del día, no puedo atesorar sino un tibio desagrado. Debes padecer una situación postergada en mi corazón; es tu destino, acostúmbrate a él. Marie, estás adorable esta noche; una constelación de falsos recuerdos te enriquece. Si no los examino desde demasiado cerca, logro convencerme de que conocí momentos de dicha. Permíteme, Marie, estos caprichos. Haré otro tanto por ti cuando llegue mi turno”.
Los peatones pasaban apresurados ahora, llevando la ansiedad marcada en el semblante, con una intensidad que nunca manifestaban durante las horas diurnas de trajín. En la ciudad uno persigue implacablemente las diversiones, como la víctima de una plaga podría correr tras el infortunado médico en procura de milagros. Por la noche, sin más afeite que la obscuridad fría, la ciudad se viste con el raído disfraz de la alegría, y nadie critica. Ernst sonrió para sí, asintió a los ceñudos celebrantes, observó con actitud de clínico el desesperado arrebato tras la diversión.
Era peligroso rogar por una liberación perdurable de las faenas del día. Cada día era tan parecido al día anterior, que los placeres cosechados durante la noche se marchitaban al salir el sol. Era algo tan estéril como el “Puente del Berberisco Loco”, la idea de un tipo que clamó durante años, ante toda la gente de la ciudad, que había que construir un puente gigantesco, el puente colgante más grande del mundo, una maravilla de la ingeniería, que atrajera la imaginación de todo el mundo civilizado. Partiría de la puerta septentrional de la ciudad, cubriría el inmenso desierto de arena, cruzaría la lejana cordillera, la estrecha faja de llanura árida, las ondulantes leguas del mar Mediterráneo y terminaría de pronto en la singular isla de Malta. Por supuesto que no iba a ser construido en línea recta hacia el norte, de la manera más corta posible. Para llegar a Malta tenía que extenderse en diagonal sobre muchos cientos de millas de la superficie muerta de África: un verdadero sacrificio para cualquiera que pretendiera viajar por el puente. Era evidente que el Berberisco Loco eligió Malta como punto terminal sólo porque la isla había sido el lugar del nacimiento de su madre.
Muchas de las personas iban presurosas por la avenida hacia el sur, en dirección al barrio chino, donde otro excéntrico residente —un duque de Breulen, arruinado y fatigado— había edificado hacía mucho tiempo una réplica o parodia de diversos sectores de Singapur. Como otras muchas cosas de la ciudad, este toque asiático parecía romántico al principio, pero pronto abrumaba al observador con la abundancia de detalles nocivos. El aristócrata de Breulen estaba fascinado con Singapur, según contaban algunos, o se había encantado con descripciones de la isla que nunca visitó, según decían otros. En todo caso, él —como muchos otros de su clase— terminó por radicarse en la solitaria ciudad africana. El proyecto de reproducir los atributos más espectaculares de Singapur no era menos disparatado que el Puente del Berberisco Loco, con el atenuante de que al menos se dio el lujo de realizarlo.
Ahora la nueva Singapur lucía los atavíos caducos y deteriorados de toda la ciudad. El parque del Bálsamo del Tigre estaba abandonado: una maraña de malezas raquíticas, atrofiadas por el clima árido, el calor y la índole propia de la ciudad. Había una réplica ruinosa del Hotel Raffles, pero sin ningún misterio: sólo los escorpiones que se escurrían por el suelo entre el desorden. Los puestos de comida callejeros, a la manera de Singapur, habían predominado antes en una calleja estrecha convertida ahora en orinal público a la intemperie.
El duque de Breulen murió durante la construcción de un remedo del Mundo Feliz de Singapur. Tenía que haber sido enterrado bajo la plataforma del joget, la única zona del parque que estaba terminada en el momento de su muerte, pero jamás encontraron su cadáver. Siguiendo la avenida hacia el norte los paseantes llegan al barrio de las diversiones, donde modelos de escenas familiares de otros países escarbaban en la nostalgia sepultada. Ernst podía distinguir las guirnaldas de luces de brillantes colores entre los claros que dejaban los árboles y los edificios, confusas por la niebla y la distancia. Más allá corría un canal paralelo a la avenida. En la otra margen estaban los restaurantes, los bares y los casinos. Las mujeres bailaban desnudas en todos ellos, aunque atraían a pocos clientes. Los viejos vendían diamantes en las tiendas, y todas las casas exhibían algunas rameras jóvenes en la ventana.
Había zonas destinadas a docenas de deportes diferentes: las instalaciones de bochas, tenis y golf en miniatura eran las más concurridas. Allí se podía comprar todo lo que estaba prohibido vender en el resto de la ciudad: talabartería fina, encajes, oro y platería, muebles hechos de maderas costosas —solas o combinadas con acero o plástico—, perfumes, sedas, alfombras y toda clase de artículos suntuarios.
Se encendieron los reflectores; iluminaban copias de las ruinas de Roma, Staeca y Atenas. La réplica del Schloss Brühl abría sus puertas, completo, con reproducciones exactas de las pinturas del techo de Nicolás Sftüber, y los colores blancos y dorados del Comedor, el Salón de Mujeres y el dormitorio en el piso alto. El gran Mercado de los Valores estaba iluminado por antorchas; aunque tenía poca mercadería de valor, era famoso por su taberna.
Ernst nunca había visto nada de esto, pero había oído los relatos. Prefería pasar la noche seriamente entregado a la bebida.