CAPÍTULO SEGUNDO
LOS trenes iban atestados. Al
parecer, todos en la ciudad habían recibido el mismo mensaje y
volvían juntos a sus casas luciendo la misma expresión preocupada.
Ernesto se preguntaba si él sería el único desprovisto de ese
paralizante sentimiento de aprensión. Sea lo que fuere lo ocurrido,
probablemente sus efectos nunca se harían sentir tan abajo en la
escala de la fortuna como para alterar su vida o la de los demás,
pensó; pero aquí estaban todos.
Sus vidas continuaban sin ideas, sin
interés. En ellos había una cualidad propia de insectos, reflexionó
Ernesto. No era una comparación lisonjera. Pocos días antes había
conversado con Sokol, el capataz, acerca de esa triste
realidad.
—Jennings se debe fastidiar bastante —había
dicho Ernesto—. Quiero decir, yo hago mi trabajo bien. Claro que no
tan bien como lo haría si estas estúpidas máquinas me importaran un
rábano; pero, después de todo, el viejo no puede pretender que yo
salte de alegría igual que él.
—Bah —dijo Sokol—, no pretende tal cosa: él
corre sin ton ni son, tratando de retener a sus empleados para que
no vayan a parar a la desocupación.
—Somos como un enjambre de abejas —dijo
Ernesto—, usted y yo y todos los que trabajan como locos en tareas
que no les importan nada y solamente el patrón Jennings es el que
chupa la jalea real.
—No es más que un zángano —dijo Sokol, con
cinismo—. ¿Lo ha visto alguna vez? Tiene setenta años y ahí anda,
correteando alrededor de las secretarias y pellizcándoles el
trasero. Claro que yo no me lo trago y, lo que es más triste,
tampoco se lo tragan las secretarias. De todos modos, él no es el
gran patrón ni tampoco entiende lo que nosotros hacemos. Sólo los
representantes lo entienden.
—Espero que ellos lo entiendan.
—Sí, yo también.
Sokol suspiró. Los dos hombres quedaron en
silencio; la discusión estaba bordeando el tema del “sentido de la
existencia” y era inútil tratar de ello antes del almuerzo.
Los representantes habían aprendido a
moverse con sigilo mientras perseguían sus obscuros fines. Cada uno
de ellos tenía como mínimo unos mil millones de votantes; en tales
concentraciones, aun asuntos tan simples como una renovación
municipal menor o un reajuste de cupos agrícolas podían dar lugar a
una depresión general en la población. La ciudadanía reaccionaba
con síntomas de extrema angustia y, a veces, con furia.
Ávida de símbolos de estabilidad en su vida,
la gente empezó a resentirse por la demolición de los edificios
conocidos y la eliminación de los hitos característicos, como la
invasión de las autopistas sobre los diminutos espacios abiertos
que aún quedaban. Los representantes ejercían su voluntad en el
grado más alto, pero vigilaban con ojo perspicaz la irascibilidad
de la masa ignorante.
En el corto viaje desde la fábrica hasta el
subterráneo, Eileen, la chica de la oficina de recepción,
especulaba sobre el anuncio que los había enviado de vuelta a
casa.
—Realmente espero que no sea algo demasiado
malo —dijo, sacudiendo la cabeza.
Ernesto la miró atentamente y vio que sus
ojos brillaban con lágrimas.
—No es para tanto, nena —le dijo—.
Realmente, no es para llorar.
—No sé qué hacer —dijo ella—. Me acuerdo de
aquella vez, cuando fusilaron al hijo del representante por África.
No pude ir a trabajar ni hacer nada. Por mucho tiempo creí que no
podríamos continuar.
—Bien, pero continuamos, y sea lo que fuere
lo que ocurrió hoy, continuaremos. Los representantes son personas
como nosotros, ya sabes.
Eileen desvió la mirada de la calle.
—Ellos son los representantes —dijo ella,
con el tono de voz que parecía reservar para los ángeles o los
demonios.
—Sí —dijo Ernesto, suspirando.
Se repantigó en su asiento. Eileen podría
ser una amante para la hora del almuerzo, pero nunca encajaría en
su vida de ninguna otra manera. La saludó con una inclinación de
cabeza, sin una palabra, cuando ella lo dejó en la estación del
subte. Antes de haber bajado las escaleras hacia los molinetes, ya
se había olvidado de todo lo que había dicho ella.
La aglomeración en el subterráneo era
terrible, y por el momento echaba a perder el asunto de Ernesto.
Con perversidad deseaba que la emergencia fuera, de hecho, tan
grave como lo temían los viajeros, para recompensarle por su
comportamiento hosco y torpe. La gente perdía la perspectiva con
maldita facilidad. Cuando llegaran a sus casas, los televisores no
les dirían otra cosa que la nuera del representante de Asia había
tenido otro aborto. En todo el ancho del planeta se proclamaría un
Día de Oración, o quizá fuera alguna otra cosa igual de inane,
apenas digna de la menor ansiedad.
En cualquier caso, debía encontrar la forma
de matar el tiempo sobrante en su casa. La perspectiva de pasar
esas horas extras con su esposa no era de ningún modo atrayente.
Por grave que fuera la situación, Gretchen reccionaría con pánico e
histéricamente. Él esperaba que el anuncio oficial lo pasaran
temprano; cuanto antes lo hicieran, más pronto podría doparla y
dejarla arrumbada.
Recordó la noche anterior: había llegado a
casa y la encontró mirando televisión. Se sentó en el sofá a su
lado. Ninguno de los dos dijo ni una palabra. Por último, durante
un intervalo comercial, Ernesto habló:
—Sabes —le dijo—, el patrón Jennings nos
echó una perorata hoy. Dijo que con los ratos libres que tenemos
ahora, debemos tratar de mejorar nuestra educación.
—Está bien —dijo Gretchen con los ojos fijos
en el anuncio comercial.
—Quizá podríamos hacerlo. Tendría que
conseguir un empleo mejor. Muchos de tipos lo hacen. Yendo a la
biblioteca, por ejemplo; es gratis, ya sabes. O volviendo a la
escuela.
—¡Sssht! —dijo Gretchen; el programa se
reanudaba.
Ernesto no dijo nada más hasta el siguiente
aviso comercial.
—Estos mamarrachos me revuelven el
estómago.
—No los mires —dijo Gretchen.
—¿Qué crees que puedo hacer? Hay una sola
habitación en este roñoso módulo.
—Entonces ve a la biblioteca.
—Sí, bueno. ¿Alguien puede creer que ese
show es divertido? ¿Quién es el tipo que
canta?
—Phil Gatelin. Es grande —dijo Gretchen—.
Ahora, cállate.
Ernesto cruzó al otro lado del cuarto y se
tendió en la cama. El ruido de la televisión no lo dejaba dormir.
Por último se levantó, se puso la chaqueta y se fue a un bar por
unas horas. Nunca más volvería a mencionarle la idea de una mejor
educación.
El recuerdo lo irritó. Lo alejó con una
rápida sacudida de la cabeza.
La aglomeración en el subterráneo había sido
tan desagradable que decidió caminar los dos kilómetros y medio
hasta su departamento antes que tomar un ómnibus. Los peatones
tenían la misma mirada preocupada de los pasajeros del tren.
Ernesto debió abrirse paso a codazos a través de la
muchedumbre.
Los edificios ante los cuales pasó eran
todos dormitorios en condominio, repleta su capacidad con
departamentos modulares de variados colores. El gobierno alegaba
que construía los alojamientos a un ritmo más rápido que el
necesario, pero Ernesto no lo creía así. Todos conocían a alguno
que tardaba mucho tiempo en encontrar sitio para su
deptomodu.
Sokol estaba tratando de encontrar una nueva
rendija para ubicar su departamento, más cerca de la fábrica de
Jennings. No había tenido suerte en las tres semanas de
búsqueda.
—¿Conoce a alguien que esté por mudarse de
su vecindario? —le preguntó a Ernesto.
—No, así de buenas a primeras, no —dijo
Ernesto—. Pero si llego a oír de alguien...
—Bueno, gracias. Usted vive justo en el
límite de la máxima distancia a pie, pero no la camina, ¿no?
Ernesto sacudió la cabeza.
—Es una parte malísima de la ciudad en estos
días. Yo también quiero irme; si encontrara dónde, le subalquilaría
a usted mi viejo lugar.
Sokol, a su vez, movió la cabeza con
tristeza.
—Antes, era costumbre que la gente de la
misma procedencia viviera junto con los suyos —dijo el capataz—. Mi
mujer, por ejemplo, es italiana. La conocí en Gallisi hace cinco
años y me la traje conmigo. Usted pensará que ella querría vivir
cerca de los demás italianos; pero no: en cinco años ya no les
entiende más. Han cambiado tan rápido..., y los únicos que antes
venían aquí, bueno, ya no la entienden a ella. Mi mujer se siente
mejor lejos de ellos. En cierto modo extraño a los viejos vecinos.
Ahora todo es la misma cosa.
—Eso se lo debemos a los representantes
—dijo Ernesto—. Esa es la igualdad.
—Eso es rigor
mortis —dijo Sokol.
Ernesto odiaba su propio módulo. Era un
Kurasu; sus padres se lo regalaron, flamante, para su boda. Era lo
más pequeño y económico posible. Gretchen decía que era “a la
medida”. Ernesto alquiló un lugar para él en un edificio de
propiedad privada: una rendija en el tercer piso. Todavía no les
alcanzaba el dinero para alquilar una rendija más alta, más lejos
del ruido y la suciedad de la calle pero, por lo menos, estaban
bien en el interior del edificio, con una única ventana hacia el
exterior.
Aunque Ernesto se quejaba de que era como
vivir en una caja de zapatos, lo cierto es que allí no los
perturbaba el estrépito de la calle. Un deptomodu económico sólo
estaba equipado con lo estrictamente necesario; ahora ya era viejo
y carecía de los equipos standard de los Fords, los Chevrolets, los
Peugeots con los que soñaba Ernesto. Ni siquiera podía aprovechar
las sofisticadas instalaciones entubadas que ofrecía el esqueleto
estructural del edificio. En vez de mudarse, como Gretchen esperaba
poder hacer, Ernesto planeaba negociar eventualmente el deptomodu y
comprar otro modelo mejor equipado.
Gretchen siempre tenía ganas de mudarse; no
había aprendido todavía que, tal como lo había hecho notar Sokol,
todos los vecindarios de la ciudad iban asumiendo una apariencia
tristemente similar. Ya no había más barrios de inmigrantes de
habla española o checa o china: todos fueron lentamente asimilados
por la cultura americana. Había solamente individuos aislados y
alienados de los compatriotas que dejaron atrás; incapaces de
identificarse con sus predecesores en Norteamérica, trataban de
arreglárselas por sí solos lo mejor que podían. Las costumbres, el
lenguaje y los puntos de vista se alternaban con tal frecuencia que
una persona tenía mucho menos en común con sus compañeros étnicos
que con un extranjero que viviera al otro lado del vestíbulo, con
quien compartía, por lo menos, el mismo ámbito espacial, temporal y
social.
—¿Por qué no tratamos de encontrar un lindo
vecindario reducido? —A menudo preguntaba Gretchen—. Ya sabes, con
tiendas y extraños días de fiesta... ¿Recuerdas cómo acostumbraban
a poner, a veces, guirnaldas de papel atravesando las calles?
Siempre celebraban algún día de fiesta o el cumpleaños de alguien.
Cuando yo era chica, eso era lo más divertido: corno una gran
fiesta en medio de la calle, con sandwiches de salchicha, refrescos
y todo. Esta parte de la ciudad es demasiado moderna.
—Ya no lo hacen más —dijo Ernesto,
pacientemente—. Los representantes lo decidieron así, ¿no lo
recuerdas? Todos somos ciudadanos de Norteamérica y no podemos
pasarnos dando vueltas de un lado a otro excluyendo a otra gente
por tener nuestros días de fiesta exclusivos.
Gretchen parecía irritada.
—Bueno, todavía tienen tienditas, ¿no es
así?
—No sé —dijo Ernesto—, no estoy
seguro.
Dio por terminada esa infructuosa discusión
de la manera habitual: sacudiendo la cabeza y marchándose.
Estos pensamientos surgieron en la mente de
Ernesto, quizá, por la inusitada circunstancia: la misteriosa
“emergencia”. Pasó caminando ante los edificios de deptomodus en la
cuadra, pensando en los miles de individuos allí alojados, todos
con los ojos clavados ansiosamente en sus receptores de televisión.
Gretchen miraría de igual modo el suyo. Dentro de pocos minutos,
contra su propia voluntad, lo haría también él mismo.
Cuando abría la puerta de su departamento,
Gretchen lo llamó:
—¿Eres tú? —preguntó.
Como él no contestó, ella salió de la
“nursery” tras el mamparo.
—Esperaba que volvieras —le dijo—. Mamá
llamó para hablarme del anuncio.
—Eso está bien —dijo Ernesto—. Me alegro de
que haya llamado. Ha sido muy atinado de su parte; has tenido
entonces toda la mañana para preocuparte de eso.
Cerró la puerta con el pie y colgó su casaca
en un gancho en la pared.
—No seas sarcástico —dijo Gretchen—. Me di
cuenta de que tú no pensabas llamarme.
—Quise pescarte in
fraganti —dijo Ernesto—. Quería llegar temprano a casa y
encontrarte en brazos de algún vecino.
Gretchen le clavó los ojos.
—¿Hablas en serio? ¡Qué porquería es lo que
has dicho! ¿Es eso lo que crees que yo hago todo el día?
Ernesto se sentó en el sofá frotándose las
sienes doloridas.
—Hace calor aquí, ¿sabes? ¿Te gusta esto así
o qué? ¿Por qué no me traes una lata de cerveza? —Y mientras ella
atravesaba el cuarto hacia el sector destinado a la cocina agregó—:
¿Cómo es que no lo sabías por ti misma? No haces más que mirar
televisión.
Ella le trajo la cerveza fría y él se la
apoyó unos segundos en las sienes.
—Nuestro receptor se ha descompuesto otra
vez —dijo ella—. No sé qué pasó; de repente la imagen perdió
relieve, se hizo plana y luego no funcionó más. No he podida ver
nada en todo el día. Tendremos tal vez que conseguirnos uno nuevo;
de todos modos el que tenemos ya está viejo.
—No importa, se lo llevaré al
superintendente del edificio; para eso está, ya sabes. A veces me
pregunto si sabes de dónde viene el dinero.
—Pero... ¿cómo vamos a mirar el boletín? Ese
tipo hispánico, que tienen aquí para hacer arreglos, tarda semanas
en terminar un trabajo. No le tengo confianza.
—Está el receptor de imagen plana en el
cuarto del niño. ¿Te habías olvidado de eso?
—No aguanto mirar espectáculos en ese viejo
receptor. Me parece tan insulso ver todas las cosas chatas como en
una tarjeta postal... Me da dolor de cabeza, ahora que me he
acostumbrado a la imagen en relieve —dijo Gretchen.
—Para el anuncio es suficiente. Lo
traeré.
INTERMEDIO
1
En Europa sólo quedaban recuerdos de las
grandes culturas. España, Portugal, Italia, Francia, Inglaterra,
Carbba y Alemania, todas habían dirigido la marcha de la historia y
de la inventiva humana en una época o en otra, pero ahora esas
viejas potencias del pasado iban a la deriva, sumiéndose en una
vejez clínica, en la que la decadencia y los placeres momentáneos
reemplazaban al ansia de dominación y al orgullo nacional. Los
rusos disputaban entre sí con mezquindad, gastando las energías de
una nación otrora gloriosa en pueriles altercados. La China
mostraba signos de total degeneración; perdida ya su riquísima
herencia de arte y de filosofía, persistía en una doctrina inhumana
que aplastaba a su desesperado pueblo bajo el peso de un
patriotismo falso y ridículo.
Breulandia era la única fuerza vibrante al
este de los Montes Cáucaso, aunque ningún observador se animaba a
decir qué podría hacer ese cauteloso país. Tal vez un asalto
breulandiano se desparramara sobre el continente infundiendo, por
lo menos, una nueva fuerza vivificante a las decadentes naciones
europeas. De la propia Breulandia, por otra parte, no llegaban
noticias ni insinuación alguna, como si la nación se hubiera
desviado de su camino ascendente para sumirse en una hastiada y
amarga mediocridad.
Del resto del mundo no había nada que decir.
Las Américas estaban tal como habían sido en la época del
descubrimiento, pocos siglos antes: enormes masas de tierras
boscosas, pobladas por salvajes, demasiado distantes, demasiado
inservibles, demasiado utópicas para molestarse por ellas. Ninguno
de los decadentes gobiernos europeos podía pretender liderazgo o
apoyo financiero para explorar el Nuevo Mundo.
Los países escandinavos estaban habitados
por bárbaros cubiertos con pieles, apenas poco más civilizados que
los caníbales americanos. Pero al oriente, tras las hormigueantes
riberas chinas, entre el Asia y las inexploradas extensiones
occidentales de las Américas, nadie estaba completamente seguro de
lo que existía realmente y de lo que era sólo mito. Tal vez el
continente insular de Lemarry estaría aguardando con sus riquezas
inauditas y sus hermosos capiteles de cobre.
Luego, por último, estaba África. Una ciudad
se posaba solitaria en sus ardientes arenas. Una ciudad, llena de
refugios y con una extraña población de raza indefinida, custodiaba
aquel macizo continente. Fuera de esa única ciudad, edificada en
alguna época olvidada por un pueblo desconocido, con propósitos
inimaginables, más allá de las altas puertas de madera que no
dejaban pasar el calor enloquecedor, y confinaban dentro a los
extenuados habitantes, sólo existía la muerte. Sin agua, el
continente estaba muerto. Sin sombra, los abrasadores vientos
sharaq significaban la muerte. Sin
habitantes humanos, las vastas tres mil millas de murmurantes
arenas igualmente representarían la muerte para cualquiera lo
bastante loco para aventurarse a atravesarlas. Solamente en la
ciudad había una falsa parodia de la vida.
Ernst Weinraub se sentó ante una mesa en el
patio del Café de la Fée Blanche. Una
lluvia ligera caía sobre él, pero parecía no darse cuenta de ello.
Sorbió su anisette, lamentando que el
propietario se lo hubiera servido en un vaso tan feo. Desmerecía el
licor. A menudo monsieur Gargotier
cometía semejantes faltas desconcertantes, pero especialmente hoy
Ernst necesitaba toda la delicadeza, todo el refinamiento que
pudiera pagar, para alejar su creciente melancolía.
Quizás había sido un error visitar el
Fée Blanche. Era temprano; faltaban sólo
unos treinta minutos para el mediodía y, si le pareciera que sus
lágrimas lo inundaban demasiado rápido, podía irse al Respirette o al Cecil,
pero todavía no había necesidad de apurarse.
Las gotas de lluvia caían con fuerza,
salpicando sobre la pequeña mesa metálica. Ernst se dio vuelta en
su silla, buscando a monsieur Gargotier.
¿Acaso ese hombre iba a dejar que su cliente se empapara? El
propietario se había esfumado en el obscuro interior del
establecimiento. Ernst pensó en correr él mismo el toldo rayado,
pero la imagen de tendero que esa idea le presentó de si mismo le
resultó intolerable.
En cambio, cerró los ojos y se puso a
escuchar el agua que caía. Parecía música cuando las gotas
golpeaban los muebles y otros objetos sobre el patio. En cambio, el
sonido era más apagado cuando la lluvia chocaba con el pavimento;
pero más frecuente era el irritante ruido de las gotas golpeándole
la frente.
Abrió los ojos: su periódico estaba hecho
una sopa y el charco formado sobre la mesa ya casi desbordaba
encima de él. Consideró la mejor manera de habérselas con el agua
que se acumulaba; sólo podía ahuecar la mano y desagotar así el
charco. Rechazó ese plan, reconociendo que su mano quedaría a la
miseria; entonces se sentó, frustrado, sin nada con qué secar todo
aquello.
Al final tendría que ir a buscar a
monsieur Gargotier. El encuentro con el
propietario, que estaría aburrido, quizá fastidiado, podría ser
sumamente desagradable. De cualquier forma, la tabla de la mesa, un
redondel metálico, era fácil de quitar. Ernst la inclinó, dejando
ver los bordes de las patas de metal blanco que estaban aguzados
con herrumbre cristalina. El agua chapoteaba en el suelo
embaldosado del patio, con ruido, sin armonía.
Ernst suspiró. Otra vez había hecho una
transacción con su modo de ser: había sacrificado su estilo en pro
de su comodidad. En la ciudad eso era fácil.
—Es una cuestión de cuerpos —se dijo a sí
mismo, como si ensayara bons mots para
un cóctel—. Nos hemos criado atendiendo demasiado al cuerpo. El
hecho de que lo llevamos siempre de un lugar a otro, ¿es razón
suficiente para acordarle un honor o un afecto especial? No. Son
solamente bolsas. Más bien grandes, desagradables, indisciplinados
envases para míseras cargas de emoción. Todos deberíamos dejar de
prestar atención a las exigencias de nuestro cuerpo. Pero no sé
cómo.
Hizo una pausa. La idea era estúpida. Sorbió
el anisette.
No había más de veinte mesas pequeñas en el
patio del Fée Blanche. Ernst era el
único parroquiano, como lo era diariamente hasta la hora del
almuerzo. Él y monsieur Gargotier se
habían hecho muy amigos. Por lo menos, así lo creía. Era tan
reconfortante tener un lugar donde poder sentarse y observar,
cuando uno no tiene que molestarse eternamente por otra sopa o más
café. ¡Bien sur!
El viejo nunca se sentó con Ernst para
observar a los vagos de la ciudad ni se ofreció para comprobar las
habilidades ajedrecistas de Ernst. A decir verdad, para ser
sincero, monsieur Gargotier casi nunca
le había dirigido una frase completa; pero Ernst era un habitué, el
único cliente regular de monsieur
Gargotier y, por razones completamente diferentes, ambos esperaban
que el Fée Blanche se convirtiera en el
lugar favorito de reunión de los literatos y los pocos ricos de la
ciudad.
Ernst había empleado demasiados meses en
sentarse en la misma silla para irse ahora a cualquier otra
parte.
—Una buena manera de eliminar algo de la
influencia del cuerpo es la concentración mental —se dijo.
Contempló la tabla de la mesa, repleta ya con agua de lluvia—.
Cuando paso revista a mi propia historia psicológica, debo
reconocer en mí una penosa carencia de sensibilidad moral. Poseo
normas extraídas de novelas románticas y leyes maestras, normas que
asoman con dificultad entre mi bagaje intelectual como las
frenéticas alas de una paloma atrapada. Puedo examinar esos
destellos de moralidad cuando se me antoja, pero pocas veces me
molesto en hacerlo. Me resultan todos ellos tan familiares, que a
su alrededor aparecen en mi mente las espesas y densas sombras de
sucesos y crímenes despreciables.
Con un rápido movimiento, Ernst desagotó una
vez más la tabla de la mesa. Suspiró.
—Estaba Eugenie. Creo que la amé alguna vez.
Un nombre perfecto, una mujer no tan perfecta. Cuando comenzó el
romance, yo conocía bien mi sentido moral, verdaderamente lo
fomentaba, lo veneraba con el fervor de un amante adolescente.
Conocía y necesitaba las restricciones de la sociedad, de la ley y
del honor. Sólo dentro de esas severas limitaciones podía demostrar
mi dignidad y mi valía. Nuestro amor crecería alimentado por los
amargos manantiales de la rectitud.
»¡Ah, Eugenie! Me enseñaste mucho. Por eso
te amaba en aquel tiempo, mientras mi idea de la pureza cambiaba de
a poquito, hora tras hora. Luego, cuando al final caí en mi
apasionada perdición, te odié. Durante muchos años te odié al ver
como te alegrabas con mi desaliento, por la facilidad con que
robaste y traicionaste mi amor y por la diversión que te
proporcioné con mi desamparo juvenil.
»Ahora, Eugenie, tengo mi recompensa. En
aquellos días no lo habría comprendido, pero ahora me he vengado de
ti: he logrado la indiferencia. Qué triste, pienso, fue para la
pobre Marie que vino después. A ella la amé a distancia, deseando
no ser herido nunca más en el traicionable asunto de mis afectos.
Todavía era yo un tonto.
Se recostó en la silla, volviendo la cabeza
para mirar a lo largo del pequeño espacio de mesas vacías. Paseó la
mirada alrededor: nadie más había entrado en el café.
—¿Qué podía haber aprendido de Eugenia?
¿Dolor? No. Entonces, ¿incomodidades? Sí, pero ¿qué? Estas
evaluaciones, me apresuro a agregar, las hago desde la seguridad de
mi mayor experiencia y sofisticación. Sin embargo, aun en mis días
primerizos reconocía que la belle E me
había preparado bien para poder vérmelas no sólo con sus sucesoras
sino con todo el mundo en general. Había aprendido a rezar en favor
de la mala suerte de los demás. Esa fue la primera gran mancha
sobre los brillantes emblemas de virtud que, en ese entonces,
todavía residía en mi imaginación.
»Marie, te amé desde cualquier distancia que
pareciera apropiada. Entonces no era todavía diestro en esos
asuntos y ahora parece que juzgué mal esas distancias. Le diste tu
corazón y todo lo tuyo a otro, a uno cuyo dominio de las distancias
era mucho más hábil que el mío. Entonces recé fervientemente por la
destrucción de tu felicidad. No podía gozar con tu buena suerte.
Deseé para ti y para él, el más completo de los desastres, pero me
fue negado. Dejaste mi vida tal como era cuando apareciste: un
sueño distante y frío; pero antes de abandonarla, me preparaste en
el ejercicio del desprecio.
Bebió un sorbo del licor, revolviéndolo
contra el paladar.
—Desde entonces he crecido, por supuesto
—dijo—. He crecido y he cambiado, pero todavía estás allí, como una
fea salpicadura contra la pureza de eso que yo quería ser.
Colocó con tristeza el vaso sobre la mesita.
La lluvia cayó dentro del anisette, pero no le importó. Esta mañana
jugaba al desterrado aburrido. Sólo fumaba cigarrillos importados;
sus cajas con filtro llamaban la atención entre los Impers y Les Bourdes de
los nativos. Estudiaba atentamente a los paseantes, mirando a los
ojos de mujeres más jóvenes con afectado aburrimiento, sin apartar
la mirada. Garabateaba al dorso de los sobres que encontraba en los
bolsillos de su chaqueta o en trozos de papel recogidos del suelo.
Esperaba que alguien demostrara interés en él y le preguntara qué
hacía. “Estoy tomando notas para una novela”, le diría, o
“solamente un bosquejo, un pequeño poema. Nada importante. Una
alegría transitoria mezclada con penas”.
Observaba el hotel al otro lado de la plaza
con expresión cuidadosamente tierna, como si la vista ante sus ojos
fuera en realidad la de los ventosos acantilados de la costa de
Inglaterra, o las marciales llanuras cargadas de historia de
Francia. Cualquiera se daría cuenta de que era un visionario. Ernst
prometía relatos fascinantes, secretas intuiciones románticas pero,
de cualquier manera, los transeúntes pasaban de largo.
Sólo pensar en la recompensa por el éxito lo
mantenía ante la mesa de monsieur
Gargotier. Varios meses antes habían descubierto a un poeta llamado
Courane mientras estaba sentado ante el mostrador de mimbre del
Café en Esquintand. Desde entonces,
Courane se había convertido en el favorito de la indolente flor y
nata de la ciudad. Ya había adquirido éste su propio café y
mantenía toda una corte en sus numerosos cuartos húmedos.
Circulaban habladurías acerca de Courane y sus admiradoras,
provocativos rumores licenciosos crecieron en torno del muchacho y
a Ernst se le despertó la envidia. Había vivido en la ciudad mucho
más tiempo que Courane. Hasta había leído algunas de las
pretendidas poesías del tipo y le habían parecido terribles. Los
excesos de Courane, sin embargo, eran notables; sin duda era eso lo
que le había acreditado ante la hastiada nobleza de la
ciudad.
Algo de la ciudad atraía a los poetas
fracasados de todo el mundo. Igual que las excavaciones de Troya,
que mostraban un estrato sobre otro, un asentamiento edificado
sobre otro, la historia reciente del mundo civilizado podía leerse
en los ojos de los individuos solitarios que están a la espera en
los incontables cafés de la ciudad. Sólo de vez en cuando podía
Ernst dedicar algún momento para visitarse con sus camaradas, y en
esos casos los hombres se miraban en silencio. Todos comprendían;
para Ernst era horrible darse cuenta de que sabían todo acerca de
él. Así se estableció en el Fée Blanche,
ocultándose de ellos y esperando mejor suerte.
La ciudad donde vivía Ernst era una burbuja
en el borde de un gran desierto ecuatorial. Los centros
metropolitanos de las naciones más sofisticadas estaban demasiado
lejos para permitirle a Ernst sentirse orgulloso de sus gustos
refinados. Se elaboró para sí mismo una vida en el exilio, creyendo
que no habría diferencia, pero ¡qué provincianismo el de esa gente!
Las montañas y la angosta y fértil llanura que separaba la ciudad
del mar al norte, lo separaba efectivamente a él también de todos
los hitos familiares de su pasado. Sólo podía pensar y recordar, y
¿quién estaba allí para decidir si sus recuerdos se habían empañado
y alterado con la repetición?
—¡Ah, Eugenie! Tenías el pelo rojizo. Se
parecía a las ascuas de un fuego mortecino. ¡Qué fácil era encender
de nuevo las llamas, por las mañanas! ¡Qué fácil! El combustible
estaba allí, las ascuas ardían dentro con calor; todo lo que se
necesitaba era un vientecito, un pequeño estímulo. Eugenie, tenías
el pelo rojizo. Siempre he tenido debilidad por el pelo
rojizo.
»Marie, pobre Marie, tu pelo era negro y
también lo amé, en su momento; y nunca sabré qué mañas y qué
astucias eran necesarias para inflamar tu sangre. Eugenie, criatura
de fuego y Marie, joya de hielo. Confundo vuestros rostros; no
puedo recordar vuestras voces. Buena suerte para ambas, mis amores
perdidos, y que Dios las bendiga.
La ciudad era un horno, una prisión, un
asilo, un lúgubre zoológico de aberraciones humanas. Tal vez esto
actuó en favor de Ernst; aquellas personas que no necesitaban
alquilarse a sí mismas y a sus hijos para poder comer, empleaban
sus horas libres buscando diversiones. Las leyes de la probabilidad
daban como verosímil que algún día uno de los aristócratas le
dirigiera una palabra. Eso era todo lo que necesitaba; había
ensayado la escena cuidadosamente. Para su desgracia, no podía
hacer otra cosa.
La lluvia caía con más fuerza ahora. A
través de las gotas, que formaban una densa cortina que obscurecía
los edificios al otro lado de la plaza, Ernst vio siluetas de
personas que se apresuraban para guarecerse. A veces le había
parecido que los hombres y, especialmente, las mujeres le
resultaban familiares: trozos o retazos o zonas de su vida
anterior, que habían venido por coincidencia a visitarlo en su
destierro. Sin embargo hoy le dolía la cabeza y no tenía paciencia
para seguir el juego, especialmente por el desaliento de su
inevitable conclusión.
Acabó con lo que quedaba del anisette. Golpeó sobre la mesa y sostuvo el vaso
encima de su cabeza. No miró alrededor; se sostuvo la cabeza
dolorida con la otra mano y esperó.
Monsieur
Gargotier vino y se llevó el vaso. La lluvia caía con más fuerza
aún. El pelo de Ernst estaba empapado; pequeños riachuelos
resbalaban por su frente hasta los ojos. El propietario volvió con
el vaso lleno. Ernst quería pensar con seriedad, pero la cabeza le
dolía demasiado. El día anterior había ideado un lindo argumento en
contra de la oposición tradicional entre ciudad y vida arcádica en
la literatura. Shakespeare había usado esa antítesis con gran
eficacia: la conducta ordenada de los personajes en la ciudad
opuesta a los irracionales y cómicos enredos en el mundo del
bosque, más allá de las puertas de la ciudad. De algún modo, las
actuales circunstancias destruían esos mitos; de un modo u otro,
Ernst sabía que no quería que se destruyesen y su dolor de cabeza y
la eterna lluvia de la mañana se los resguardaban por otro día
más.