Regreso
El Boeing 727 de Iberia adquiere rápidamente velocidad sobre la pista del Reina Sofía delimitada por las balizas amarillas que iluminan la noche. A medida que se eleva, se va divisando cada vez más lejana la línea jabonosa de las olas deshaciéndose en la playa. Unos minutos después, las luces de Santa Cruz brillan a la izquierda mientras el avión enfrenta definitivamente el mar solo, camino de Madrid.
Ahora, desde aquí abajo, desde esta distancia y después de este tiempo, la península aparece como algo extraño, como otro país, como un gran toro indiferente, dormido sobre sus patas encogidas, ajeno al mar y al trópico.
Atrás va quedando De la Cruz, un policía cabal y jubilado. Si gente como él hubiera hecho el mundo, quizá la tierra de ahí abajo fuera más estable, más tranquila y razonable.
Atrás queda Asís. Esta tarde, cuando nos despedimos, me contó que vendrá a una universidad de la península. Sus padres la quieren alejar de las islas, de este territorio plagado de recuerdos. Todavía nadie más lo sabe, pero ella se atrevió a decírmelo: está embarazada.
Cuando le pregunté qué pensaba hacer no lo dudó: «Voy a tener el niño. Si no, ¿qué me quedará de él?». No me atreví a opinar, ni ella me pidió opinión, temiendo que le aconsejara una decisión muy distinta. Recordé en silencio su falta de preservativos en playa Oviedo, aquel paisaje que ellos bautizaron y que durante mucho tiempo aparecerá en las ventanas de la casa donde viva, testificando un perfecto momento de amor. No le será fácil borrarlo.
Atrás queda Candela. No fue necesario decirnos lo que los dos sabíamos. Sin deudas, sin reproches, con la mínima nostalgia posible.
Y atrás también queda Siro, enterrado en ese desván de la memoria lleno de baúles de mármol con sus altos vigilantes, los cipreses esqueléticos e insomnes que nunca envejecen.
Durante mi estancia allí, yo me había convertido en detective eventual sin haberlo solicitado y había comprobado que es mejor leer sus improbables aventuras en novelas que participar directamente en ellas, donde nunca falta la sangre, la ajena o la de uno mismo. Se me ocurre ahora que tal vez hay tantos investigadores privados porque la policía no es suficientemente eficaz o porque no goza de la confianza de la sociedad a la que teóricamente protege.
Tuve que venir al mar para renacer y ahora ya toca subir a tierras altas, como un esturión preñado y sediento de aguas dulces que no sabe qué lleva en el vientre. Llevo, sí, en el equipaje, sin atreverme a colgarlo al cuello, un medallón con dos elefantes que entrecruzan solidarios sus trompas. Pero yo no tengo tribu ni Dios ni ideología a quienes guardar fidelidad. Es sólo un símbolo que me ayudará a recordar muchas cosas, como había dicho De la Cruz. Pero a recordar también mi desarraigo.
He cruzado una frontera, tras la que todavía no vislumbro el nuevo territorio ni la castillería que me obligarán a pagar para entrar en él. Vuelvo a tierra firme. «Porque alguna vez llegaréis a Breda…» había escrito Carlos Gundín hace ya mucho tiempo. A Breda siempre se llega y se regresa, aunque no se sepa si es para desmenuzar hora a hora la resignación y el hastío o para encontrar el sosiego definitivo, para saciar esta repentina necesidad de descansar. Quien siempre corre como un río, nada desea tanto como el remanso de un lago.