La gata y el halcón
La leyenda del posavasos es una llave para salir de este laberinto. Ahora es necesario encontrar la puerta. Por el momento, hasta el comisario De la Cruz debe quedar al margen de esta búsqueda, aunque sin duda sería una buena ayuda para empujar el quicio. Porque aunque él quisiera callar sobre el resto del contenido del bolso o sobre mi silencio cómplice y obstinado hasta este momento, un juez probablemente no lo haría. De la Cruz es sólo un comisario viejo a punto de jubilarse y la mayoría de los nuevos jueces del país parecen estar en un estadio definitivamente democrático e independiente de pactos, con ansias de lucidez y de llegar al fondo de cualquier asunto, sea de mafias, de corrupciones políticas o de conexiones en citas de alcantarillas. Parecen haber recuperado la consciencia de que tienen que ser sólo ellos quienes, a falta de un Dios, ejerzan el privilegio de repartir justicia, un privilegio que durante años parecía estar mediatizado por la prensa de bronce de una ideología. Y aunque sea un esfuerzo encomiable, ahora no es necesario convocarlo.
Después de instalar la cerradura nueva, de la que nadie más tiene llave, salgo a la calle.
Son las once cuando entro en el Ditirambo. Llevo un cuchillo en la cadera, pensando en otro posible encuentro inesperado. En el pub, de nuevo abundan negros que parecen recién salidos del purgatorio, aunque también se ve algún turista rubio.
Julio me ve y se acerca con un vaso en la mano. Se alegra de encontrarme tan bien.
—¿Jotabé?
—No, un vaso de leche. El estómago no me lo permite todavía.
—¿Tienes posavasos? —le pregunto mientras lo sirve.
—Sí —contesta un poco extrañado.
—Es para un amigo peninsular que los colecciona. Tiene más de cinco mil, de todos los lugares del mundo.
Me da varios y compruebo sin sorpresa que son absolutamente idénticos al que dejé escondido en casa, en un resquicio entre el papel pintado y la pared.
Se va a servir una jarra de cerveza a un hombre negro ya casi borracho, sonrisa Jesse Jackson, que mira la espita con codicia espiritual, como si en su surtidor cifrara todas sus aspiraciones vitales.
—¿Recuerdas si Siro estuvo aquí unos días antes de su muerte?
—Cierto, ya sabes que venía a menudo.
—Sí, pero esta vez debía estar con alguien no conocido… Al menos, no conmigo, ni con Candela, ni con Asís. Siro no parecía tener otras muchas amistades.
Va a servirse una cerveza y por el espejo espío en vano algún gesto peculiar en su cara. Pero mantiene una expresión beatífica y concentrada, como las figuras de santos de las iglesias rurales. Regresa.
—No. En los últimos días sólo estuvo aquí contigo o con Asís. Creo que lo habría recordado al ocurrir su muerte, porque después uno siempre piensa en los posibles culpables.
Vuelve a marcharse para atender a dos inglesas que han llegado con la piel roja de sol y buscando con la mirada manos qué les calmen la fiebre. Una es pelirroja, el pelo en punta y muy atractiva. La otra, rubia, tiene cara de cerdito.
Hay dos posibilidades: o bien Siro escribió el texto de la cita en otro lugar, teniendo casualmente en el bolsillo un posavasos, cosa poco probable, porque no era coleccionista ni escritor, o bien lo escribió aquí —yo mismo anoté en un posavasos para Asís el número de teléfono de la pensión donde me alojaba— y Julio no lo recuerda o miente, aunque todavía no sé por qué. Si Siro murió hace ya dos semanas, una cita clandestina como la que parece sugerir el mensaje, para dentro de tres días, no pudo haber sido concertada mucho tiempo antes.
Julio vuelve y cambia de conversación:
—¿Te has fijado en ellas? —señalando a las inglesas—. Nunca dejan una propina, aunque las vacaciones les salen baratísimas. Entre ingleses y alemanes nos están invadiendo el archipiélago. Con lentitud, pero implacablemente, están imponiendo aquí su particular «five-o’clock». Hace tres días, la colonia inglesa de Los Gigantes clavó un mástil e izó su bandera en medio de la plaza. Ya no se conforman con las Malvinas, che. Tuvo que ir un autobús de la policía a bajarla, porque los municipales no pudieron con ellos. Son un asco.
Yo pienso que Julio tampoco es de aquí, que también él es un extranjero, aunque hable como si se sintiera canario, como si participara del mismo patrimonio.
Pago la consumición y regreso a casa caminando. Treinta metros antes de llegar al portal distingo la silueta de un hombre dentro de un automóvil. Paso a su lado, la mano en el cuchillo, pero enseguida me tranquilizo. Tiene todo el aspecto de ser un policía disimulándolo. De la Cruz es un funcionario responsable.
Candela no trabaja esta noche, pero no voy a su casa. Quiero estar solo para demostrarme que no actúo a merced de los impulsos del miedo.
Me levanto a las nueve y salgo a comprar la prensa. No sólo los diarios habituales. En el tercer quiosco encuentro lo que busco: un plano muy detallado de las islas, con todos sus pueblos, parajes y playas, y la revista Actualidad marinera, un semanario que, entre ofertas de trabajo, publicidad y artículos de reivindicaciones laborales de pescadores y empleados del puerto, trae una completa información sobre los barcos que atracan o se marchan de las islas.
Regreso a casa. Me tiemblan un poco las manos cuando leo en la lista de llegadas: «Angelo. Mercancías. 9 de mayo. Muelle Sur». Todo coincide. En una playa llamada Oviedo, a las cuatro de la madrugada, lo lógico es esperar un barco. Ahora es necesario averiguar dónde está esa playa.
Busco meticulosamente en el mapa de Tenerife, pero no hay nada con ese nombre. Luego, sigo buscando en las otras seis islas. Tampoco. El resultado es igualmente estéril. Tal vez el nombre «Oviedo» sea una clave.
Por teléfono llamo a dos agencias turísticas, pero sólo obtengo resultados infructuosos. Nadie conoce tal lugar.
—Eso será en Asturias —dice Perogrullo enfadado cuando insisto en la pregunta.
Llamo a Candela. Tampoco sabe nada, ni siquiera lo ha oído. Le digo que la llamaré más tarde.
Cuando estoy marcando el teléfono de Armando, me asalta la duda de la conveniencia de preguntarle y cuelgo repentinamente, aunque no sé bien por qué.
Sin mucha esperanza, llamo a Asís. Una voz de mujer me dice que ha ido a bañarse a las Teresitas con unos amigos y que estará fuera todo el día.
La cita del posavasos es para el 8 de mayo, a las cuatro horas de la madrugada. Son las doce de la mañana del día 6. Tengo cuarenta horas para buscar una playa fantasma donde va a ocurrir algo que no sé, pero que Siro sí sabía y ocultaba como cosa importante. El nombre «Playa Oviedo» debe ser una clave.
Camino por la habitación buscando una salida, intentando sacar el pesado elefante de la bañera. Sólo conozco dos personas más que, en último extremo y según las sospechas de De la Cruz, puedan saber algo. Las dos están en Puerto de la Cruz. Y a las dos no podré preguntarles nada directamente.
Media hora más tarde conduzco hacia allá. No veo a nadie siguiéndome por la ciudad, pero tengo la seguridad de que desde anoche De la Cruz me está controlando. Llevo la pistola bajo el asiento delantero. No he echado gasolina y, a la salida de Santa Cruz, el chivato se enciende de repente. Paro a repostar. Detrás de mí, otro automóvil que no había visto hasta ahora, tras un frenazo, sigue hacia La Laguna. Cuando veo que toma inevitablemente la curva —no puede girar en medio del asfalto—, arranco y me oculto tras el bar anejo a la gasolinera. Desde la ventana del servicio veo que llega cinco minutos después, mirando a todos lados, para acelerar luego de vuelta hacia Santa Cruz, tal vez creyendo que sólo he venido a repostar. Yo sigo en sentido contrario.
Tengo tiempo para ocultar el kadett en un parking y dar un paseo mientras me asalta una sospecha: ¿estoy aquí ahora por el resultado de mis propias deducciones o porque los datos de De la Cruz me han empujado a venir? ¿Su confianza para contarme sus sospechas de Rodorado y María Consuelo no ha sido una sutil manera de lanzarme hacia ellos, como un anzuelo o como una sonda? Nada había en el posavasos que directamente los implicara. Ha sido astuto el viejo policía, porque todo lo que sé por él me impide ya retroceder, me implica con el arma que nadie puede eludir: el pensamiento.
Así que llego a una hora discreta al restaurante del hotel donde tiene su cuartel general María Consuelo Marugán. Me siento al fondo, en una mesa desde la que puedo ver quién entra y sale y el rincón de la caja donde una empleada ordena los menús y cobra las facturas. Pido pastel de puerros con gambas y un lenguado. Agua mineral para beber.
Cuando el somelier me llena la copa hasta donde debe estar llena una copa, la veo aparecer. La reconozco fácilmente por las fotografías de la ceremonia del entierro. Compruebo que tiene posiblemente los dos mejores pechos de todas las islas, grandes y hermosos como un anillo de Saturno, con dos intuidos satélites negros en el centro, y un trasero abastecido y redondo como rueda de ruleta que incita a apostar en él todas las fichas. Con un mínimo de talento, en Hollywood podría haber hecho carrera. Tal vez no en Sudamérica, donde los cada vez más extinguidos directores de cine sienten una extraña predilección por las Graciela Borges y Sonia Braga de pecho escuálido y cara de cansancio. Es fácil imaginarla en el lugar de Mae West preguntándole al gángster: «¿Llevas una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme?». Su apoteosis de diosa mamífera llena el comedor, y esto deben sentirlo también algunos comensales solitarios que la observan con codicia y al mismo tiempo asustados ante su aire de involuntaria insolencia, ante esos dos pechos grandes y levantados que exigen su espacio con la agresividad de las astas del toro cuando sale al ruedo, las puntas simétricas objeto de todas las miradas.
María Consuelo se acerca a la cajera y habla algo con ella. Observa a los camareros cumpliendo sus funciones y ellos, conscientes, se esmeran con diligencia. Ella debe ser del tipo de jefes que todo empleado odia, y posiblemente no por aspereza de trato ni racanería pecuniaria, sino por el ojo avizor a que lo somete todo, por esa sensación de estar siendo vigilado que ella debe provocar.
Cuando su mirada en panorámica llega hasta mí, se detiene con curiosidad, acaso con una pizca de recelo, mientras yo mantengo durante unos largos segundos la fijeza de gamuza de sus ojos.
Recoge algo de la caja y se marcha removiendo el aire. Llamo al camarero y le digo que voy a alojarme en el hotel, que pase la factura a la cuenta. Me acompaña a recepción. Tras el mostrador de caoba, un hombre de unos cuarenta años, pulcro, elegante, políglota, de mirada calculadora, atiende a un cliente alemán. Cuando termina, le doy mi carnet para hacer la ficha. La propia María Consuelo, que merodea por todas partes, llega en ese momento y comienza a escribir.
—¿Ricardo Cupido? —pregunta al leer mi nombre.
—Sí.
—Es un bonito apellido.
No sé cómo interpretar su aparente interés: como deferencia habitual hacia el cliente o como indicio de haberme identificado.
—¿Habitación individual o doble?
—Individual.
Tan cerca, mientras escribe con dedos de uñas pintadas, puedo observarla mejor: boca grande y de labios finos, nariz pequeña y sospechosamente simétrica y las pestañas muy largas y marcadas con rimmel, como si fueran la negra costura del ojal de los párpados, por donde se cuelan dos ojos grandes y dorados como botones antiguos.
—¿Cuánto tiempo va a quedarse?
—Aún no lo sé, pero espero que no sea mucho.
—¿Vacaciones?
—No, trabajo.
—Feliz estancia en el hotel Maracaibo —me desea con una sonrisa.
Sus pechos poderosos brillan por encima del mostrador como jacintos abiertos en la baranda de un balcón, esperando al viajero decidido que ose subir a olerlos.
Un botones me guía hasta la habitación. Le doy una propina solidaria. Moqueta espesa, mueble bar bien surtido, televisor con instrucciones para seleccionar entre muchas opciones: las cadenas nacionales, una inglesa, una francesa, una alemana y los films de vídeo del hotel: Un pez llamado Wanda, Átame, Bajarse al moro y El oso. Habitación individual, sí, pero cama amplia, casi tálamo. Me miro en la luna del armario empotrado y me parezco mal vestido para una pieza con un lujo así. Deshago la cama y me tumbo en ella, sin desvestirme, pensando y haciendo tiempo.
Si María Consuelo tenía alguna relación con Siro, el reto está servido al haberme presentado con mi nombre. No le resultará desconocido. El cetrero del ojo torcido será el rival de esta tarde.
Son las seis cuando llego a las oficinas de la Tierraymar Rodorado.
Me presento como Ricardo Cupido y añado que era amigo de Siro Pérez Raya. La secretaria me hace pasar un minuto después.
El despacho mismo, lujoso y pulcro, da la impresión de riqueza y seguridad, como si a cada objeto le hubieran aplicado la electrólisis para recubrirlos de una galvanoplastia de brillo y de metal. El hombre que lo habita, sin embargo, no tiene un rostro tan armonizado y compuesto: cada parte de su cara expresa una idea distinta, aunque él hace esfuerzos por homogeneizarlas. El vómer legionario, aguileño, empuja hacia delante una nariz grande, decisiva y decisoria, en un tono de mando militar que la boca niega: tiene los dientes demasiado pequeños, de ofidio, tan afilados que parecen espuelas, y los labios finos y pálidos, como gastados de haber hablado mucho. Sus orejas son grandes, con los tragos muy prominentes y poblados de negras cerdas. Los pómulos de Berruguete van por su cuenta hacia una expresión de talla y de dureza a los que las blandas y finas cejas llevan la contraria. La frente, poblada de arrugas, delata una edad madura con más de una adversidad.
Pero la mayor contradicción habita en sus ojos. El izquierdo, muy vivo, parece el de una persona joven. El derecho, sin embargo, rasgado por una nube blanca, como si Buñuel hubiera pasado por él la navaja surrealista, escorado hacia fuera, se escabulle con vergüenza hacia la comisura externa de los párpados, donde brilla la cicatriz del picotazo del halcón. Rodorado ofrece al interlocutor el ojo sano y joven, la pupila viuda, pero desde la retaguardia de su mirada, bajo el arco ciliar estirado como el de un chino por la sutura antigua, es el otro el que espía, el que observa y calcula, el que decide la estrategia de la agresividad o la cortesía, del desafío o el disimulo.
Esta impresión de desarmonía, de estar hecho a base de retazos de distinto origen, como la criatura de Shelley, también se traslada al cuerpo: el tronco es ancho y casi gordo, pero sus extremidades parecen delgadas como las de un astronauta que llevara diez años levitando en el espacio.
Él es consciente de la contradicción de las impresiones que causa e intenta con una ancha sonrisa inspirar confianza. Se levanta cuando he entrado y me da un enérgico apretón de manos, comprobando la fuerza de mis dedos. Tiene las uñas largas, de rapaz, y, sin saber por qué, lo imagino limándolas contra los barrotes de una celda.
—Conocí a Siro cuando estaba trabajando para su tío. Yo lo apreciaba y sentí mucho la desgracia.
Me ofrece un sillón y él se sienta conmigo delante de la mesa, de igual a igual.
—¿Lo había visto recientemente?
—No, no lo veía desde hace dos o tres años. Él vivía en Santa Cruz. ¿Por qué?
—Intento averiguar quién lo mató. Cualquier dato me es útil.
El ojo herido parece ponerse en guardia.
—¿Quién le ha hablado de mí?
—Siro, antes de que lo mataran. No tengo trabajo y me dijo que, si algún día quería hacerlo, tal vez usted podría ayudarme. Añadió que tiene una importante empresa de transportes.
—Es cierto. ¿Pero no le dijo lo mismo de Armando, su padrino?
—Sí, pero a mí me gusta el transporte. Soy un buen conductor. Lo de Armando podría ser una oficina, algo mucho más aburrido.
—¿Qué automóviles sabes conducir? —pregunta tuteándome, amable, el cutis brillante como si acabara de afeitarse.
—Todos. Llevé un camión durante algún tiempo.
—Podría ofrecerte un empleo —me mira unos segundos, sopesándome, con un solo ojo lateral, como miran algunas aves rapaces—, un buen empleo. Pero no aquí en Canarias, aquí lo tengo todo cubierto. Tendría que ser en la Península, en una nueva agencia que estamos abriendo.
Su proposición me coge por sorpresa. Nada más eficaz y sencillo para alejarme a varios miles de kilómetros y tenerme relativamente controlado.
—No, no me interesa. De momento tengo que seguir en Tenerife hasta que se aclare todo este asunto.
—¿No es peligroso? Oí decir que tuviste un accidente —dice. Ya no es tan clara su actitud cordial.
—No fue nada grave.
—Sí, sí lo fue. Estuvieron a punto de matarte. Aquí todo se sabe. Y por eso deberías aprovechar esta oferta e irte. Olvidar obligaciones absurdas con el amigo muerto —dice utilizando casi las mismas palabras que había usado Carmelo— y pensar en ti mismo. A veces lo que deseamos nos puede perjudicar.
Y como si quisiera demostrarlo en su propia carne, se levanta y abre un panel de un armario donde se ve un proyector de 16 mm. con la bobina hilada.
—¿Te gustan las aves?
—Sí.
Va hacia la otra pared y baja una pantalla, enrollada en el techo, que no había visto hasta ahora. Luego, apaga la luz principal y enciende una pequeña lámpara de mesa.
—¿Ves este ojo? —dice de repente señalando el párpado rasgado, el ojo galvanizado por la circuncisión de la rapaz—. Me lo dejó así un tagarote. Era mi ave favorita, una variedad de halcón que sólo existe en Canarias. Este año los han censado y ya sólo quedan diez parejas. Terminarán desapareciendo. Son demasiado impulsivos e independientes para sobrevivir.
Vuelve hacia el proyector, lo pone en marcha y se sienta de nuevo junto a mí. Yo me pregunto si sus palabras se refieren solamente al halcón.
Por la pantalla comienzan a pasar hermosas imágenes de rapaces cruzando las nubes, planeando milagrosamente en el aire o lanzándose voraces sobre las palomas aterradas que un operario suelta desde unas jaulas con la fría sistematización del lanzador de platos. También se ve en alguna secuencia al mismo Rodorado observándolas y dándoles comida. Luego, poco a poco, va tomando protagonismo un halcón grande y perfecto, majestuoso, haciendo ochos en el cielo, bajando alguna vez a posarse sobre el hombro de su orgulloso dueño, Rodorado.
—Un ejemplar puro, la naturaleza en estado perfecto. Se llamaba Berenguer. Hubiera preferido que muriera cualquier persona antes de que lo hiciera él.
En otro plano, Rodorado, como un cetrero medieval, levanta el puño con guante de cuero y a su convocatoria acude alegre la rapaz. Su gesto es de satisfacción, de orgullo.
—Tenía el gran privilegio de volar. ¿Has pensado alguna vez los problemas que se evitarían si el hombre volara? No digo con aviones ni con ningún otro artefacto, solo volar por naturaleza, despegar del suelo en el momento que se quisiera, levantarse hacia lo alto con sólo desearlo. Se acabarían los problemas de transporte, de especulación. Todo el aire para todos.
—Sí, lo he pensado muchas veces. Estropearíamos el cielo, terminaríamos vendiéndolo en parcelas.
No hace caso de mi comentario y continúa hablando, un poco extasiado con las excelentes imágenes que pasan por la pantalla, donde Berenguer, bello y poderoso, ya es el protagonista absoluto.
—Era un ave perfecta, una rapaz capaz de volar a ciento cincuenta quilómetros por hora. No una cigüeña torpe ni un gorrión asustado. Resistente como un albatros y orgulloso como un águila imperial.
Sólo comía las presas que él cazaba o la carne que yo le daba en mi mano. No se humillaba a posarse en ningún otro hombro.
En la pantalla brilla de repente un plano terrible. Reconozco inmediatamente la fuerza de las imágenes, el buen cine de esta secuencia. El tagarote baja aleteando hacia Rodorado, que lo espera con el puño enguantado en alto. En el último segundo, cambia de dirección y lanza un terrible picotazo hacia su cara. Se estremece la imagen porque hasta el propio operador se ha estremecido. La sangre salta escandalosa en el rostro del cetrero. Algunos hombres se acercan a ayudarlo. El cámara todavía tiene serenidad para buscar el halcón en el cielo, planeando no demasiado alto. Mete el zoom y nos acerca sus ojos de cristal fijos abajo y desconcertados. Casi se diría que tiene miedo, si el miedo pudiera caber en el cráneo diminuto de un tagarote libre en las alturas.
Rodorado, mientras tanto, sus ojos clavados en la pantalla, continúa hablando:
—Un día, ya lo has visto, sin ninguna causa, se arrojó sobre mi cara y me dejó esta cicatriz. Todavía no he podido entender por qué lo hizo.
—¿Qué pasó luego con él, con Berenguer?
—Tres días después, cuando salí del hospital, me puse el guante, cogí un corazón ensangrentado de ternera y lo llamé. Dudó un momento, sospechando el castigo, antes de bajar hacia el reclamo.
La película ha terminado, pero Rodorado no se levanta a detener el proyector, que sigue lanzando a la pantalla un chorro de luz blanca mientras yo vuelvo a tener la sensación de que está diciendo más de lo que dice, que sus palabras podrían hacerse extensivas a la confesión o a la amenaza.
—Lo estrangulé.
Se levanta y apaga el proyector.
—Cerré el negocio y me dediqué a esto que ves ahora.
Enciende la luz y parece dar por terminada la entrevista. Ya ha dicho todo lo que debía decir.
—En cuanto al empleo, entonces, no puedo hacer otra cosa. Pero si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme.
—No cambiaré. Si usted encuentra algo que ofrecerme aquí, estoy en el hotel Maracaibo.
—Mucho lujo para alguien en paro —responde. La sonrisa sólo en el ojo sano, el otro inmóvil y escondido, alerta, el párpado estirado como por un alfiler que lo atravesara.
Desde una cabina vuelvo a llamar a Asís. La misma voz de mujer me dice que regresó, pero que volvió a salir y que puede llegar tarde.
Me quedo a cenar fuera del hotel. Las terrazas están pobladas de extranjeros de piel enrojecida por el carnívoro sol isleño. Los nativos miran con deseo no disimulado a las mujeres rubias. Es un turismo menos masificado, de más calidad que en Playa de las Américas, donde los jóvenes anglosajones que han abandonado por quince días la paleta o el soplete se entregan a beber litros de cerveza que luego sudan en masivas peleas contra todo lo que no es hijo de la Gran Bretaña. Aquí, el precio de los servicios impone una más cuidada selección que beneficia y enriquece a los Rodorado y María Consuelo con visión comercial.
En una terraza pido un plato combinado y un zumo de naranja. Por un momento estoy tentado de poner a prueba la recuperación de mi estómago con un Mariachi y unos granos de sal, pero me contengo. Luego voy a pasear por la avenida de Colón, donde planea la sombra de César Manrique y sus árboles al revés. Comienzo a aburrirme, pero aún hago tiempo. Vuelvo a llamar a Asís, la última persona que, a falta de iniciativa inesperada de Rodorado o María Consuelo, podría descifrar la clave del posavasos. No ha regresado todavía. Faltan veintiocho horas para que un barco llamado Angelo tenga una cita con alguien en un lugar llamado Playa Oviedo. Veintiocho horas para encontrar esa playa que nadie parece conocer. Allí va a ocurrir algo que podría aclarar la muerte de Siro y acabar con mi inseguridad. Las visitas a María Consuelo y Rodorado, si están implicados, es todavía un reto callado que no estalla, que no me acerca a esa cita bajo las estrellas a la que debo asistir como algo más que como convidado de piedra. Desanimado, regreso al hotel.
El recepcionista me entrega la llave con una mirada fría. Subo, me ducho y, semidesnudo, voy a meterme en la cama, la pistola bajo la almohada. En ese momento llaman a la puerta. Me pongo con rapidez el pantalón y escondo mi mano armada en la toalla con la que aparento secarme. Inexperto en su manejo, la pistola palpita entre mis dedos como una rana.
—¿Sí?
—Soy la dueña del hotel. Quiero hablar contigo un momento.
Es la voz de María Consuelo, inconfundible en su acento cálido y meloso. Abro la puerta. Está sola y la invito a pasar. Seguramente sabe con exactitud cuándo he llegado, pero ha esperado a este momento para subir, cuando ya ha transcurrido casi media hora, cuando un hombre joven y solo en un hotel de lujo se pregunta qué puede hacer para aliviar la soledad de la noche.
Viene dentro de un traje de fiesta negro, como una viuda reposada, de cuello alzado hasta las clavículas, pero con un escote trasero con el que sólo podría haberse atrevido la espalda vertiginosa de Kim Novak, que le llega hasta la cintura, casi hasta donde comienza la sugerencia de las nalgas. Así está aún más provocativa. Sabe que sus atributos frontales no necesitan ningún resalto, que se bastan ellos mismos, quizá aún más deseables totalmente cautivos dentro del lamé negro. Y enseña por detrás la espalda desnuda y la promesa del culo carioca, sólido y luminoso como dos lámparas. Su mirada pasea por la habitación y va quemando todo cuanto toca.
Dejo la pistola, envuelta en la toalla, en un escaño junto al balcón de la terraza y la invito a sentarse.
Lo hace en la cama, sin escrúpulos, con una naturalidad que no sugiere nada, aunque una mujer que se sienta en una cama abierta siempre parece querer decir algo.
—¿A qué debo su visita?
—Podemos tutearnos. Es una visita de cortesía. He sabido que eras muy amigo de Siro, el sobrino de mi ex-marido. Y quiero que tu estancia entre nosotros sea agradable. Aquí serás invitado de la casa.
—¿Se lo dijo Rodorado?
—Sí. Todos los que lo conocíamos nos entristecimos con su muerte —continúa, eludiendo la intencionalidad de mi pregunta—. Yo lo quería mucho.
—Ya me lo contó —respondo con toda la ironía que me provoca el recuerdo del relato de una escena en la playa, cerca de la casa de Armando, ellos dos solos.
—Era un gran muchacho, guapo, generoso y alegre.
Yo podría añadir que nunca vi a nadie que nadara como él, que confesara con naturalidad que se masturbaba con amargado placer en la garita cada noche de guardia, que me abriera la puerta de su casa como si también fuera mía, sin preguntar qué me había traído tan lejos de mi tierra.
—¿Quién pudo matarlo? —le pregunto sin rodeos.
—¿Le has preguntado a Armando?
—¿Por qué a Armando?
—Todos sabíamos que Siro andaba metido en asuntos poco limpios. Por parentesco y por la confianza que se tenían, quien más puede saber de ello es Armando. No es hombre a quien se le escapan ciertas cosas.
—No, ya hubiera dicho cualquier cosa que pudiera aclararlo.
—¿Estás seguro?
La miro y me pregunto cómo es posible que dos personas que han convivido juntas durante varios años, que seguramente se han amado, hayan llegado, al menos María Consuelo, a esta situación de acusaciones. Es cierto que el juramento de amor es el único juramento que podría perdonarse si se infringe, pero si no ocurre así, todavía hay mucho camino de ahí al odio.
Saca un paquete de cigarrillos rubios y me ofrece. Niego con la cabeza. Ella enciende uno y mira hacia la mesilla buscando el cenicero, casi ordenando con su mirada, rectilínea e imperativa, tan distinta de la órbita torcida de Rodorado, que se lo acerque. No lo hago y es ella misma quien se levanta y se vuelve a sentar en la cama, ahora junto a la almohada, cerca de la mesilla. El hoyo sugerente de sus nalgas queda marcado en las sábanas como una invitación a invadirlo. Parece increíble que un gesto tan cotidiano pueda contener tanta carga erótica.
—¿Cuánto tiempo te quedarás aquí?
—¿En el hotel?
—En Tenerife.
—Todavía no lo sé.
¿Cómo preguntarle por una misteriosa Playa Oviedo sin que la pregunta frustre la cita?
—No deberías quedarte. Oí hablar de las puñaladas. El hotel no puede hacerse responsable de tu seguridad.
Curiosa mujer. Me ofrece hospitalidad al mismo tiempo que parece amenazarse. Se levanta de la cama, apaga el cigarrillo y se acerca a mi lado.
—A nadie le interesa que estés mucho tiempo por aquí revolviéndolo todo. Creo que te han ofrecido un trabajo en la Península. Deberías aceptarlo.
Se acerca más y posa sus manos sobre mis hombros, en un gesto que podría parecer inocente y amistoso, de Venus maternal, si no estuviéramos solos en la habitación de un hotel, en medio de la noche, si mi propia desnudez no realzara ahora la desnudez infinita de su espalda. Sus dedos en mis hombros tienen algo de adhesivo difícil de despegar. Las diez uñas me rocían con la frescura del deseo, las puntas de sus pechos me rozan el torso desnudo, no sé si como una caricia o como la amenaza de dos pitones.
—Acéptalo. Si decides que tu estancia aquí sea muy corta, hasta que te marches podrás tener todo lo que pidas. Todo.
Y se queda así, desaparecido su aire de insolencia permanente, ofreciéndose como una fruta, la pulpa en sazón de su cuerpo esperando que mi mano la tome.
—De momento no tengo ninguna intención de marcharme. No podría.
Retrocede un paso. La mirada maternal de Venus se petrifica en un destello de amenaza, recordando acaso una situación parecida en una playa. Parece un jugador de póquer desesperado al que no le responden al envío en una última apuesta que lo decidirá todo.
—Te pareces mucho a Siro, Cupido. Sois casi igualitos —dice caminando hacia la puerta.
Se marcha dejando dentro un perfume intenso y la amenaza velada de una similitud no sólo para la vida. Me desnudo y me tumbo en la cama, la pistola bajo la almohada y en la cabeza una profunda sensación de fracaso y de visita estéril. El hoyo de su cuerpo todavía está tibio sobre las sábanas. Intento ordenar las ideas. Rodorado y María Consuelo tienen mucho interés en que me marche, en que todo quede definitivamente enterrado. Él me ofrece trabajo y dinero, pero lejos de aquí, donde no me interponga entre no sé qué asuntos. Como la seguridad de un buen sueldo no es suficiente apuesta, envía a la venezolana a poner el peso de su cuerpo poderoso en el platillo de mi deseada ausencia. Algo esconden, no hay duda. Tal vez un disparo que no quieren repetir para no levantar más polvareda. Pero la realidad se parece menos a un whodunit que a un «cómo demostrarlo». A ella Siro sí le podía haber abierto la puerta a las cuatro de la madrugada. O simplemente, si no tienen nada que ver con su muerte, mantienen algún secreto que su desaparición está complicando.
Cabe la posibilidad de que tenga que marcharme y todo quede oscuro, sin respuesta. Si tiene que ser así, el destino que me espere en la Península no será nunca un puesto neutralizado de trabajo en una sucursal de la Tierraymar Rodorado.
Apago la luz. Siento en la oscuridad algo parecido al miedo hacia el ojo rasgado por el picotazo del halcón, hacia la botana china del ex-legionario. Me repito que es imposible que en su propia guarida atenten contra mí. Los lobos no defecan nunca en la lobera donde duermen. Aun así, me levanto y encajo una silla contra la puerta. Me duermo tarde, incrustándoseme entre las piernas el deseo morboso y atrasado del ofrecimiento de Consuelo.